Prólogo
Quinta de la familia O’Gorman en las afueras de Buenos Ayres,
noviembre de 1847
—¡Abuela, abuela!
—No haga ruido, niña, no grite, que la misia está descansando.
—Pero ya terminó su hora de la siesta, voy a despertarla, Celestina —insistió la muchacha recién bajada del carruaje, frente a la mujer rolliza de piel renegrida que le sugería silencio con un gesto sobre la boca. Ignoró el pedido, apoyó la mano en la puerta de caoba y entró sin pedir permiso. Las visitas frecuentes a su abuela le permitían esa confianza. Avanzó dentro del dormitorio y llegó junto al lecho donde descansaba una figura pequeña, casi perdida entre las almohadas. Corrió las cortinas del dosel y se sentó en el borde del colchón para acomodar un mechón de cabellos grisáceos que caía sobre la frente de la anciana. Dos ojos oscuros y vivaces se abrieron de inmediato.
—¿Por qué tanto alboroto, Camila?
—El camino está florecido, abuela. Hay como un cielo de pétalos lilas, casi celestes, mezclados con las ramas, todo a lo largo de la entrada, ¡es maravilloso! Tiene que levantarse y salir a ver el paisaje conmigo.
—Lo imagino, ma petite. Puedo verlo desde aquí si cierro los ojos. Está en mi memoria. Es mi paseo favorito, mi paseo del jacarandá. Todos los años florece en esta época, pero no tengo ganas de levantarme, estoy cansada.
—Debo insistir: yo también lo vi muchas veces, pero siempre vuelve a maravillarme. ¡Con recordarlo no alcanza, abuela! Venga, vamos a disfrutarlo, demos una caminata juntas, que es una tarde preciosa.
—Te he dicho que estoy cansada, Camila. Hoy no quiero salir, quizás mañana. ¿Te quedarás a dormir?
—Sí, Tatita me ha dado permiso.
—Te disfrutaré varios días, entonces —sonrió complacida y cerró los ojos.
—Abuela, ¿va a seguir durmiendo?
—No, apenas quiero descansar, ma petite.
—¿Se siente mal? —preguntó preocupada—. Usted nunca prefiere descansar antes que pasear o divertirnos.
—Estoy bien, el doctor Argerich vino a verme ayer y dijo que no tengo nada grave. Lo mío es apenas una gran acumulación de años, un exceso de ellos, pero eso pronto se acabará, Dios me está reclamando en otro lado —volvió a sonreír con suavidad.
—No diga eso, abuela.
—Es la verdad. Mi final se acerca, pero eso no me entristece. Viví al máximo cada momento de mi vida, y fui feliz en muchos de ellos. En otros no, y esos prefiero olvidarlos. Lo bueno de la vejez es que algunas cosas se olvidan y yo aprendí a elegir mis recuerdos. Desde hace mucho me aferro a cada momento que quiero revivir. Y eso me ha permitido soportar la soledad de mis últimos días.
—No está sola, abuela, yo vengo cada vez que puedo —murmuró compungida—. Aunque reconozco que mis hermanas podrían viajar hasta aquí más seguido, se los voy a decir.
—A Clara y a Carmen no les gusta mi compañía, no me comprenden.
—No son malas, es que ellas no saben sentir. Sólo se dejan llevar por la vida sobre la base de las normas de los demás. Nada las inspira, nada las emociona ni las sacude por dentro.
—¿Crees que no llevan la pasión en la sangre?
—¡Eso mismo! No son como nosotras.
La complicidad en las palabras de la joven hizo brillar los ojos de la abuela.
—Lo sé, eres la única de mis nietas que se parece a mí, la que disfruta de lo bueno que la vida tiene para ofrecer. Espero que seas tan feliz como lo fui yo, aunque por eso mismo quizás también estés destinada a sufrir como yo.
—No diga eso, ¡usted fue la mujer más bella de Buenos Ayres! La más admirada, ¡la más amada!
—Y la más odiada también.
—No le creo, abuela.
—Es la verdad. A muchos les molestaba mi belleza, aunque sabían que eso era pasajero; en el fondo me envidiaban por algo más profundo: porque me animé a hacer lo que quise. Y no me lo perdonaron. El precio de mis elecciones fue el exilio, pero no me arrepiento. Todo lo vivido valió la pena. Ahora cuéntame, ¿cómo va tu relación con ese hombre prohibido? ¿Me vas a decir si ha avanzado algo, o apenas te toma una mano entre las suyas sin decidirse a más?
—Le cuento todo lo que quiera del padre Ladislao y yo, abuela —respondió con las mejillas encendidas y sin bajar la mirada—, pero primero usted me tiene que revelar más detalles de su pasado. Las cosas que nunca ha dicho a nadie. Tatita ha prohibido hablar sobre su historia personal en casa, mi madre no se atreve a contradecirlo y yo no quiero quedarme con los rumores que corren en la ciudad, no creo que usted haya sido una espía francesa que trabajó para Napoleón. ¿Fue verdad o no?
—No los escuches, chérie. Nunca me simpatizó el imperio del general Bonaparte —respondió con una sonrisa que se torció en una mueca—. Y tienes razón, tienes derecho a saber la verdad sobre mí, te contaré todo lo que está en mi memoria. Desde que crecí y descubrí que amaba la música tanto como odiaba las normas. Entonces ya nada fue como antes —suspiró—. Pide a esa negra que siempre me ronda que prepare una limonada con tortitas de azúcar y acerca esa silla porque será un largo relato.
1
Saint Denis, isla Borbón, colonia francesa
frente a las costas africanas, enero de 1792
—¡Annette! ¡Annette! ¿Dónde estás? Deja de esconderte, ya no eres una niña y debes cumplir tus obligaciones. ¡Annette!
La voz de su madre hizo que la muchacha se pegara a la pared exterior para ocultarse detrás de la frondosa planta que nacía junto a la puerta ventana de su habitación. Iba a esperar que los pasos se alejaran para correr por el jardín en sentido opuesto. A los diecisiete años Marie Anne Périchon de Vandeuil detestaba verse obligada a cumplir sus obligaciones. Así llamaba su madre a sentarse a bordar en una sala en semipenumbra, al amparo del calor, y en silencio, cada tarde. Ella prefería divertirse en el exterior de la casa, amaba el ardor que provocaban los rayos del sol sobre su piel, aunque después la retaran por el enrojecimiento. Las damas deben lucir una piel diáfana, casi cristalina, le recordaba Jeanne Madeleine Abeille de Périchon a su hija menor, pero la chica ignoraba los consejos maternos. Annette disfrutaba cuando el viento la despeinaba mientras montaba su caballo por la playa; era feliz al caminar descalza en la orilla del mar para sentir las cálidas aguas del océano Índico y apretar la fina arena blanca bajo los dedos de los pies. Pero todos esos placeres estaban prohibidos para una muchacha de su clase social. Su padre tenía importantes cargos políticos en esa colonia francesa, y además se dedicaba a realizar negocios que acrecentaban su fortuna día a día.
Salió de su escondite y estaba a punto de correr por el jardín hacia un portón lateral cuando una mano apretó su antebrazo.
—¿A dónde crees que vas?
—A dar un paseo —desafió Annette a su madre, sin amedrentarse por el ceño fruncido de madame Jeanne.
—No es hora de pasear. Saliste esta mañana, ahora debes cumplir con tus tareas. Vamos —repuso sin soltarla la mujer que ya empezaba a encanecer.
—¡Los trabajos de costura me aburren, maman!
—Nadie dijo que fuera divertido, pero debes hacerlo. Todas las damas lo hacen.
—No soy una dama.
—Vas camino a convertirte en una.
—¡Pero no es lo que quiero!
—Estás hablando sin pensar, Annette. ¡Claro que lo quieres! Es lo que te toca ser, y la única forma para que tu padre te encuentre un marido apropiado.
—No necesito un marido —refunfuñó.
—Deja de decir tonterías, ya no eres una niña —pronunció madame Jeanne con un tono que indicaba el final de su paciencia y arrastró a su hija por un pasillo con paso decidido.
—No son tonterías, puedo vivir aquí el resto de mi vida y cuidarlos a usted y a papá.
—Sabes que las fortunas las heredan los varones, tus hermanos no te darán nada cuando tu padre y yo no estemos. Tu hermana mayor ya se ha casado y algún día tú deberás formar tu propia familia. Para ello será necesario que sepas vestir a los tuyos, así que vamos a continuar con la costura. Basta ya de discursos sin sentido.
La llegada a la sala donde la esperaba su cesto con agujas e hilos marcó el final de la conversación y una sombra se apoderó del rostro de Annette. Esa tarde ya no podría escapar. Pero quizás esta noche…, pensó con tozudez, esperanzada.
Sabía que después de caer el sol habría fiesta de los nativos en la playa. Aunque su padre no las permitía muy seguido, hacía oídos sordos a la música de los tambores de vez en cuando. Apenas exigía que volviesen a estar en pie al alba para escuchar la misa. Quien seguía durmiendo pasaba al rolo para ser castigado con el látigo frente a todos, para servir como ejemplo. En eso Armand Étienne Périchon de Vandeuil era inflexible. Manejaba a sus criados con mano firme cuando no obedecían sus normas. Demasiado, según opinaba Annette, pero se acostumbró y no decía nada ante las penitencias habituales. Excepto cuando se trataba de Margot, su esclava personal. Un par de años antes Annette se enfrentó a su padre cuando la chica tropezó, hizo añicos una fuente de porcelana, y la sopa terminó encima del amo. Annette la salvó de una sesión de azotes y desde entonces la obediencia debida de la esclava hacia su dueña se convirtió en lealtad ciega y devoción absoluta. No le ocultaba nada, ni siquiera los detalles sobre los bailes que organizaban los nativos. Al regresar de cada fiesta Annette preguntaba y ella le contaba todo lo que había visto y cuánto había bailado. La joven ama nunca se cansaba de escucharla, su interés no decaía ante los comentarios repetidos sino que aumentaba; soñaba cómo sería participar de un baile de esos, tan diferente de los conciertos de piano que frecuentaba en compañía de su madre.
Unos días atrás se había animado a una osadía inesperada: le pidió a Margot que la llevara con ella a alguno de esos encuentros. La esclava se negó primero, pero la insistencia de su adorada amita fue más fuerte que su voluntad y finalmente accedió. Iba a permitirle acompañarla esa misma noche. La imposibilidad de escapar a la tarde de costura con su madre no alteraría los planes de Annette. Margot le explicó que la mejor forma de presenciar el baile de cerca sin ser vista era esconderse con ropa oscura entre los arbustos junto a los médanos. Y como esa noche habría luna llena, le convendría tiznarse el rostro, cuello y brazos con un carbón quemado para evitar que su piel clara reflejara la luz. Esa tarea le llevaría un buen rato, pero ella confiaba en la habilidad de Margot para lograrlo. Su esclava era muy habilidosa en todo lo relativo a la belleza. Se ocupaba de peinar los rebeldes rulos de Annette hasta dejarlos bajo control, le preparaba mezclas cremosas para suavizarle la piel después de alguna de las cabalgatas prohibidas, con la esperanza de que madame Jeanne no descubriera las fechorías de su hija, y mezclaba pétalos perfumados en el agua de la tina para que su amita oliera como las flores.
Annette controló como pudo su ansiedad durante la cena familiar. Su edad le permitía compartir la mesa en el gran salón con sus padres y sus hermanos mayores. Los menores debían hacerlo en la cocina. En cuanto su padre se levantó, ella lo imitó y se alejó apurada con la excusa de un dolor de cabeza. Margot fue tras sus pasos. La esclava trabó la puerta con una silla, por si a madame Jeanne se le ocurría preguntar por la salud de su hija, pero eso no ocurrió. Durante la siguiente hora se ocupó de oscurecer la piel de Annette. Brazos, cuello y mejillas tomaron una coloración extraña, como sucia.
—No podrá engañar a nadie —sacudió la cabeza en negativa Margot.
—No pretendo pasar por negra, sino apenas perderme entre el follaje para poder acercarme al baile. Quiero verlo con mis propios ojos, ¡sentir la música en mi cuerpo! ¡Es lo que más ansío! No digas nada más y ayúdame con el vestido —ordenó extendiendo los brazos hacia arriba para que la vistiera.
Eligió un sencillo vestido azul marino, sin lazos brillantes ni apliques, en un intento por confundirse con la oscuridad de la noche. Margot obedeció mientras contenía el suspiro de desaprobación que brotaba de su interior. Minutos después la tela se fundía con la piel sin trazos de blancura.
—Creo que pasará desapercibida —aprobó la esclava tras terminar de retocar con tizne los brazos.
—¡Qué bueno! ¡Vámonos ya! —la apuró con ansias.
—Amita, debe prometerme que no saldrá de atrás de los arbustos, que apenas se asomará lo suficiente para ver.
—¡Por supuesto, boba! Pero no te preocupes, nadie me reconocerá —aseguró con suficiencia, con la certeza que regala la juventud de que se está haciendo lo correcto, cuando en realidad los propios deseos son la única vara con la que se mide el asunto.
Los preparativos fueron largos. Annette estimaba que sus padres ya estarían durmiendo. Solían sumirse en un sueño profundo. Se acercó a la puerta de la habitación y desde afuera escuchó dos tipos de ronquidos, lo que le provocó una leve sonrisa. Podría salir sin problemas. Margot la seguía, cubierta con dos paños blancos: uno envolvía su cuerpo desde debajo de los brazos hasta las pantorrillas, y el otro se enroscaba alrededor de su cabeza, dándole más altura todavía. Mostraba su aflicción retorciendo las manos sin dejar de pasar el peso del cuerpo de un pie al otro.
—¿Está segura, niña? Es peligroso. Si el patrón se entera…
—Estoy muy segura —la interrumpió Annette y la obligó a salir. Caminó levantando el ruedo de su falda de algodón para moverse más de prisa entre los pastizales. Con decisión cruzaron el cuidado jardín, avanzaron hacia la zona de trabajo y, tras un largo recorrido, llegaron hasta unos matorrales. Muy cerca se escuchaba el sonido del mar, casi como rugidos que acompañaban los tambores.
—Espere aquí, iré a ver hasta dónde podemos acercarnos sin ser vistas —sugirió la esclava.
Annette obedeció y se sentó en la arena. Mientras esperaba, la música aumentó su ritmo. Además de tambores se percibían las notas de sonajas y tubos que había visto en acción, aunque no sabía sus nombres. Tampoco le interesaba aprenderlos, apenas quería disfrutar de sus sonidos. Cerró los ojos y sintió la melodía vibrando en su piel, descubrió que su cuerpo ansiaba moverse al compás de lo que escuchaba. Pero también quería ver cómo los demás bailaban. Resolvió no esperar más. Sin Margot, avanzó agachada debajo de los arbustos, acercándose hacia la multitud. Cuando la escena estuvo al alcance de su vista, se maravilló. Decenas de cuerpos se movían alrededor de dos enormes fogatas. Hombres y mujeres se zarandeaban de manera rítmica. Los cuerpos giraban, saltaban, se sacudían. Faldas de algodón rústico trepaban por las piernas al compás de los movimientos. Troncos doblados, que se acercaban inasibles. Magia a la distancia. El baile era un derroche de seducción, preámbulo de los cálidos encuentros que encenderían la noche antes del amanecer.
Annette también comenzó a moverse, arrodillada, sentada sobre los tobillos. El tronco hacia un lado y hacia el otro, dejándose llevar por la melodía. De a poco la música se apoderó de su conciencia. Le impidió pensar. No la dejó razonar. La impulsó a moverse. Se puso de pie y comenzó a dar pequeños saltos en el lugar. A un lado y al otro, lo mismo que antes, pero ahora con todo el cuerpo y con fuerza. Después comenzó a girar sobre sí misma con los brazos extendidos hacia arriba. Sin darse cuenta se alejó de su escondite y bailó bajo el cielo estrellado, escapando del resguardo de las plantas.
Giraba y giraba, sin tropezar, a pesar de los desniveles de la arena bajo sus finas zapatillas de seda. Volvió a cerrar los ojos, permitiendo que la música guiara sus pasos. Rondas espiraladas la arrastraban lejos de allí, a un mundo paralelo, donde sólo importaba el vibrar de su cuerpo al son de los tambores.
El arrebato que le provocaba la danza hizo que no le importase la presencia de un hombre con el torso desnudo bailando frente a ella. No lo había visto acercarse, tampoco lo reconoció, pero si estaba allí sin duda era uno de los esclavos de su padre. No tuvo miedo. Continuó moviéndose y enseguida él la acompañó, girando a su alrededor. Daba grandes saltos, por momentos invertía el cuerpo, cabeza abajo, parándose sobre las manos, siempre al ritmo de la melodía. Annette disfrutaba de cada instante, apenas pendiente de la música y de los movimientos del desconocido. Copiaba sus pasos, buscaba imitarlo, y cuando lo lograba se apoderaba de ella un intenso frenesí que la impulsaba a bailar más y más. La invadía una felicidad nueva, inesperada y desconocida, nunca experimentada hasta entonces. Hasta que la voz de Margot interrumpió su dicha.
—¡Amita! ¿Qué hace? ¡Pueden verla! —exclamó espantada.
—No me importa, no hay nada de malo en la danza. Quiero hacerlo y seguiré aquí hasta el amanecer.
—Pero su padre la castigará si se entera de que baila con esclavos. ¡Y a mí me matará! —se quejó con tono lastimoso.
—¡Basta, Margot! —ordenó imperiosa y sin dejar de moverse—. Cállate ya, no quiero escucharte, ¡lo único que quiero es bailar!
—¡Es peligroso, amita!
—No veo peligro alguno —respondió Annette mientras se alejaba de la esclava en un nuevo giro. Sus pasos la llevaron a un claro, donde continuó con los movimientos que imitaban a los de su compañero. Caderas hacia un lado, luego hacia el otro. Los brazos arriba, las manos hacia el cielo, buscando alcanzar las estrellas. Annette sentía que las acariciaba con los dedos, tanta era su felicidad. Las vueltas continuaron. En sus labios brotó una sonrisa espontánea, impulsada desde su corazón. Cerró los ojos y siguió bailando. Sentía que podía continuar así durante horas, pero algo la hizo detenerse: la música cesó. El silencio la obligó a levantar los párpados. Lo primero que vio fue el gesto del esclavo frente a ella, a escasa distancia de su rostro. La observaba de cerca con intensidad. En sus ojos había algo poderoso, como si buscase atraerla con un rayo que lanzaba desde esos iris oscuros como la noche misma. Era la primera vez que se encontraba tan cerca de un desconocido. La primera vez que alguien la observaba así, con hambre. Sin amedrentarse, sostuvo esa mirada. Y lo que siguió no la incomodó. Por el contrario, disfrutó de la sensación de saberse deseada. Mientras los labios de él se curvaban en una insinuante sonrisa, Annette sintió que su respiración se aceleraba. Que el mundo giraba a su alrededor, aunque sus pies ya no bailaran. Le parecía maravilloso estar allí, bajo el cielo estrellado, junto a un extraño. Hasta que otra vez la voz de Margot la arrastró a la realidad.
—¡Amita, todos la miran! Vámonos ya, por favor.
Un rápido vistazo a su alrededor le confirmó que la esclava no mentía. La música había cesado por ella, porque la habían descubierto, a pesar de su disfraz. Ninguna mujer blanca podía bailar entre esclavos. Brazos extendidos la apuntaban. Decenas de dedos acusadores la señalaban, pero nadie se animaba a decirle nada, excepto Margot.
—Por favor, debemos irnos —insistió. Y Annette accedió. Sin volver a conectar su mirada con la del esclavo con quien había bailado, recogió el frente de su falda, se giró y se marchó.
Mientras se alejaba de la tenue luz de las fogatas, con Margot pegada tras sus pasos, escuchó un intenso murmullo. Las voces crecían en intensidad y hablaban sobre ella, no tuvo dudas. Pero se dijo que no le importaba. Para cuando alcanzó la oscuridad de los matorrales, los tambores habían vuelto a sonar. Por un instante hesitó: la música la impulsaba a volver, pero desechó la idea. Con el corazón latiendo acelerado, contenta por haber descubierto el placer que le causaba la danza, permitió que Margot la guiara hasta su alcoba y le limpiara la piel antes de acostarse. La bailarina de esa noche desapareció, se lamentó para sí. Pero nada le impediría repetir su hazaña en el baile de la próxima semana, fue lo último que pensó antes de caer rendida con una sonrisa.
***
Toda la vida de Annette estaba marcada por sus ansias de libertad. Tanto como amaba bailar, amaba a los caballos. La sensación de atravesar el viento azuzando al animal le provocaba una enorme felicidad. Cada vez que podía se escabullía para cabalgar. Esa mañana había salido temprano para un paseo por la playa. Cuando llegó al establo y se acercó un esclavo para asistirla, reconoció al joven con quien bailara la noche anterior. Buscó con la mirada pero el viejo Maurice no estaba por allí. Le entregó las riendas al muchacho y tomó la mano que él le ofrecía para ayudarla a bajar. Se apoyó en ese puño oscuro y el contacto la sobresaltó, lo que la hizo perder el equilibrio. Para evitar que cayera, el esclavo la tomó por la cintura y la depositó en el suelo con firmeza. Annette contuvo la respiración ante esas manos a su alrededor, que no la soltaban. El inesperado calor que le provocaba en esa zona la confundía. Levantó la vista y se enfrentó a los ojos oscuros que ya conocía.
—¿Cómo te llamas?
—Pierrot.
—¿Eres nuevo? ¿Dónde está Maurice?
—Enfermó, y me encargaron sus tareas.
Las manos de él seguían sujetándola mientras hablaban. Annette quiso saber cómo serían al tacto y apoyó las suyas sobre la piel oscura. La boca de Pierrot se curvó en una sonrisa y ella no pudo apartar la mirada de esos labios gruesos, hasta que un grito la hizo volver a la realidad.
—¡Allí están! —se escuchó una voz femenina.
Las manos de Pierrot la soltaron con rapidez, pero no la suficiente.
—¡¿Qué haces?! ¡¿Cómo te atreves a tocar a mi hija?! ¿Acaso no sabes cuál es tu lugar? ¡Cien latigazos para él! ¡Ahora mismo!
La orden de Armand de Périchon tronó en los oídos de Annette. Sabía que su padre era implacable con la disciplina. El capataz se apuró a obedecer y ató las manos del muchacho detrás de la espalda para llevarlo lejos de allí, hacia el tronco donde castigaban a los esclavos. A pesar de eso, ella intentó que se suavizara la pena.
—Por favor, papá, no lo castigue tan duro. No hizo nada malo. Apenas me ayudó a descender del caballo, como hace siempre Maurice.
—¡No quiero escuchar ni una palabra tuya, Marie Anne! Cierra la boca hasta que yo te autorice a hablar —se volvió hacia ella con el rostro enrojecido, la sujetó con fuerza por el brazo y la llevó arrastrando a su lado. A un costado quedó una esclava a quien Annette no reconoció, no trabajaba como criada en la casa sino en la plantación. Vio la mueca de desprecio y satisfacción en el rostro de la muchacha, y dedujo que ella los había señalado, pero no pudo dedicar mucho tiempo a ese pensamiento. Habían llegado a la sala de la casa principal y su padre apenas esperó a cruzar el umbral para detenerse y darle un fuerte sopapo en la mejilla con el revés de la mano.
Annette cayó al suelo. Cuando intentaba levantarse otro golpe, esa vez en su mentón, se lo impidió.
—Armand, por favor, basta ya. No es necesario lastimarla —la voz de doña Jeanne sonó temblorosa.
—¿Lastimarla? ¡Esto no es nada comparado con lo que merece! Un par de bofetadas no lastimarán su integridad, pero le enseñarán que no puede vivir según su antojo, ignorando las normas, ignorando la buena moral, ¡ignorando todo lo que le hemos enseñado! ¡Por Dios santo! —un nuevo revés de su mano remarcó su enojo.
—Padre, no comprendo por qué me castiga —murmuró la muchacha desde el piso de ladrillos.
—¿Es necesario que te lo diga? ¡¿Acaso no sabes que en esta propiedad hoy sólo se habla del baile de mi hija con un esclavo?! Me costaba creerlo, pero cuando esa negra me dijo que te estabas abrazando con el mismo hombre con quien te atreviste a danzar, decidí verlo por mí mismo. Y tuve la prueba ante mis ojos: ¡sus manos en tu cintura! ¡Eres una desvergonzada! ¡Una cualquiera! ¡Pasaste los límites de la decencia con un esclavo! ¡Con un negro! ¡¿Cómo has podido?! —exclamó y se inclinó con la mano preparada para volver a golpearla, pero su esposa lo detuvo.
—Basta, Armand, ya ha sido suficiente. Si quieres encontrarle un marido con urgencia, deberá tener el rostro en condiciones presentables —lo convenció apelando a la sensatez.
—¿Un marido? ¡No! —intentó reclamar Annette desde su incómoda posición, algo atontada y con la cara dolorida.
—Sí, debes casarte, Marie Anne. Ya no eres una niña, en realidad debería haber hecho esto hace mucho, pero escuché la voz de tu madre, que me pedía que esperáramos un tiempo más porque disfrutabas tu vida aquí con nosotros, pero ese tiempo se ha acabado. Te casarás muy pronto. En cuanto sepa con quién te lo diré.
—No, padre, se lo suplico, no me obligue a tener un marido, ¡no quiero casarme!
—Tu voluntad me tiene sin cuidado. No te estoy consultando, ¡te lo estoy anunciando! Te casarás en cuanto encuentre a alguien dispuesto a aceptar con los ojos cerrados la dote que entregaré, sin hacer preguntas por tu honor manchado, por tu honra perdida.
—Mi honor no está manchado, padre —anunció mientras se levantaba y daba un paso atrás, para mantenerse alejada del brazo paterno.
—¡Claro que sí! ¡Todos te vieron en brazos de un esclavo!
—¡Pero sólo bailé con él!
—¡No lo creo!
—Es la verdad, ¡soy virgen! —afirmó entre lágrimas.
—No importa hasta dónde llegaron, si rompieron la barrera o no, lo cierto es que nadie creerá en tu pureza. ¡Te exhibiste en brazos de un negro! ¡Deberé pagar por una hija desgraciada y encontrar un marido dispuesto a aceptar esa situac