La canción de los maoríes (Trilogía de la Nube Blanca 2)

Fragmento

 

1

 

—¿Usted es la señora O’Keefe?

William Martyn miraba perplejo a la pelirroja y grácil muchacha que lo había atendido en la recepción del hotel. Los hombres del campamento de buscadores de oro le habían descrito a Helen O’Keefe como una señora mayor, una especie de dragón hembra de esos que, con el paso de los años, vomita fuego. Se decía que en el hotel de la señorita Helen regían normas estrictas. Estaba prohibido fumar, también el alcohol y, con más razón todavía, invitar a personas del sexo opuesto si no se presentaba un certificado de matrimonio. Por lo que los buscadores de oro contaban, uno esperaba una cárcel más que un hotel. A pesar de ello, en aquel lugar no había pulgas ni piojos, pero sí baños para los huéspedes.

Era esto último lo que había acabado por convencer a William de hacer caso omiso de las advertencias de sus conocidos. Después de pasar tres días en el solar de la vieja granja de ovejas que los buscadores se habían adjudicado como refugio, estaba dispuesto a todo para librarse de los insectos. Incluso aguantaría a la «dragón» Helen O’Keefe.

Sin embargo, quien lo saludaba no era en absoluto una dragón, sino una bellísima criatura de ojos verdes, cuyo rostro se hallaba enmarcado por una rebelde melena rizada de un dorado rojizo. En todos los sentidos, era la visión más agradable que William contemplaba desde que había desembarcado en Dunedin, Nueva Zelanda. Su ánimo, por los suelos durante semanas, se levantó de forma instantánea.

La joven rio.

—No, yo soy Elaine O’Keefe. Helen es mi abuela.

William sonrió, consciente de que así causaba buena impresión. En Irlanda siempre asomaba una expresión de interés en las chicas cuando vislumbraban una chispa de picardía en sus ojos azules.

—Qué pena. De golpe se me había ocurrido un anuncio comercial: «Agua de Queenstown: ¡descubra la fuente de la juventud!»

Elaine rio por lo bajo. Tenía un rostro delgado y pequeño, la nariz tal vez una pizca demasiado afilada y con un montón de pecas.

—Debería juntarse con mi padre. No para de inventarse lemas de ese tipo: «Si la pala es buena, olvídese de su pena», «¡Buscadores de oro: las herramientas de Almacenes O’Kay son más fuertes que un toro!».

—Lo tendré en cuenta —sonrió William, memorizando el nombre—. ¿Me dará una habitación?

La muchacha vaciló.

—¿Es usted buscador de oro? Entonces... bueno, todavía quedan habitaciones libres, pero son bastante caras. La mayoría de los buscadores no pueden permitírselas...

—¿Parezco uno de ellos? —repuso William con fingida gravedad, frunciendo el ceño bajo su abundante cabello rubio.

Elaine lo observó con franqueza. A primera vista no se diferenciaba demasiado de los buscadores que veía a diario en Queenstown. Su aspecto era algo sucio y desaliñado, llevaba un abrigo encerado, pantalones de montar azules y botas recias. Sin embargo, tras un segundo repaso, Elaine —como buena hija de comerciante— reconoció la calidad del atuendo del joven: bajo el abrigo abierto se entreveía una chaqueta de piel cara; unos zahones de cuero le cubrían las piernas; las botas eran de primera calidad y la cinta del Stetson de ala ancha era de crin. En total, una pequeña fortuna. También las alforjas —al principio las tenía echadas descuidadamente al hombro, pero luego las había depositado en el suelo, entre las piernas— parecían elaboradas y caras.

Todo ello no era habitual, ni mucho menos, entre los aventureros que llegaban en busca de oro en los ríos y montañas de los alrededores de Queenstown, ya que eran muy pocos los que obtenían ganancias. Antes o después, casi todos abandonaban la ciudad tan pobres y harapientos como habían llegado. Eso también se debía a que los hombres, por lo general, no ahorraban lo que ganaban en las minas, sino que corrían a gastárselo en Queenstown. Sólo se enriquecían los inmigrantes que se asentaban allí para abrir un negocio. Entre éstos se contaban los padres de Elaine, la señorita Helen con su pensión y los dueños de establecimientos, como Stuart Peter de la herrería y cuadra de alquiler, Ethan con la oficina de correos y telégrafos y, sobre todo, la propietaria del llamado Hotel de Daphne, un local situado en la calle Mayor, de mala reputación pero en general aceptado, que albergaba el burdel.

William respondió pacientemente y con una sonrisa algo burlona a la mirada apreciativa de Elaine. Ésta contemplaba un rostro jovial en cuyas mejillas aparecieron unos hoyuelos cuando él esbozó una mueca con los labios. ¡Y acababa de afeitarse! También eso era inusual. Los buscadores de oro se limitaban a utilizar la navaja de afeitar cuando Daphne organizaba un baile.

Elaine decidió sondear un poco al recién llegado.

—Al menos no huele tanto como la mayoría.

William sonrió.

—Por el momento, el mar ofrece la posibilidad de baños gratuitos. Pero me han dicho que no será por mucho tiempo, ya que está llegando el frío. Además, según parece, al oro le agrada el olor corporal. Quien menos se baña es quien más pepitas extrae del río.

Elaine no pudo evitar reírse.

—No debería seguir usted ese ejemplo o tendrá problemas con la abuela. Tome, si quiere rellenarlo... —Le tendió un formulario de registro e intentó, con discreción, espiar lo que William anotaba con pulso firme. Algo también poco corriente, pues eran contados los buscadores de oro que escribían con fluidez.

William Martyn... El corazón de Elaine dio un brinco cuando lo leyó. Qué nombre más bonito.

—¿Qué he de poner aquí? —preguntó William, señalando una pregunta sobre su domicilio de origen—. Acabo de llegar. Éste es mi primer domicilio en Nueva Zelanda.

Elaine ya no logró disimular por más tiempo su interés.

—¿De verdad? ¿De dónde es usted? No, deje que lo adivine. Es lo que siempre hace mi madre con los nuevos huéspedes. Por el acento se conoce su procedencia...

Resultaba fácil con la mayoría de inmigrantes, aunque de vez en cuando se cometiesen errores. A Elaine le sonaba casi igual el acento de los suecos, holandeses y alemanes. Pero a los irlandeses y escoceses los distinguía casi siempre, y la gente de Londres era especialmente fácil de reconocer. Los expertos hasta lograban precisar de qué zona de la ciudad procedían. Sin embargo, William era difícil de distinguir. Parecía inglés, pero aun así hablaba de forma más dulce, alargando las vocales.

—Es usted galés —aventuró. Su abuela materna, Gwyneira McKenzie-Warden, era galesa y el acento de William le recordaba un poco al de ella. De todos modos, Gwyneira no hablaba ningún dialecto local. Era hija de un noble rural y sus institutrices siempre se habían ocupado de que su inglés careciera de acentos distintivos.

William negó con la cabeza, pero sin la sonrisa que Elaine había esperado.

—¿Cómo se le ocurre? —replicó el joven—. Soy irlandés, de County Connemara.

Elaine se ruborizó. Nunca habría sacado tal conclusión pese a que había muchos irlandeses en los yacimientos de oro. Ellos, sin embargo, solían hablar un dialecto bastante burdo, mientras que William hablaba de manera distinguida.

Como para subrayar su origen, escribió en letras mayúsculas su última dirección en la casilla correspondiente: Martyn’s Manor, Connemara.

Se diría que no se refería a la granja de un pequeño campesino, sino a una finca rural...

—Bien, ahora le enseño la habitación —dijo Elaine.

De hecho, ella no era quien acompañaba a los huéspedes, y menos aún si eran varones. La abuela Helen le había recomendado encarecidamente que siempre llamara a un sirviente o alguna doncella para cumplir tal tarea. Pero esta vez Elaine hizo de buen grado una excepción. Salió de detrás de la recepción, caminando tan recta como su abuela le había dicho que era «propio de una señorita»: la cabeza levantada con gracia natural y los hombros hacia atrás. ¡Y nada de abandonarse al balanceo provocador que tanto les agradaba exhibir a las chicas de Daphne!

Elaine esperaba que sus pechos, que aún no habían alcanzado la plenitud, y su cintura, desde hacía poco encorsetada y muy esbelta, llamaran la atención. Detestaba el corsé, pero si con ello atraía el interés de ese hombre...

William la siguió, contento de ir detrás. Apenas si lograba reprimir el deseo al contemplar su elegante silueta, que ya anunciaba unas suaves redondeces en los lugares apropiados. Tras su breve temporada en la cárcel, las ocho semanas de travesía posteriores y ahora la cabalgata de Dunedin hasta los yacimientos de oro de Queenstown... hacía casi cuatro meses que ni siquiera se acercaba a una mujer.

Desde luego, un tiempo inconcebiblemente largo. Y ya era hora de ponerle remedio. Los hombres del campamento hablaban maravillas de las chicas de Daphne. Al parecer eran bastante bonitas y los cuartos estaban aseados. Sin embargo, a William le atraía más la idea de cortejar a esa pequeña y dulce pelirroja que la de satisfacer en un periquete su deseo en brazos de una prostituta.

La habitación también fue de su agrado. Era pulcra y estaba amueblada sobria y esmeradamente con muebles de madera clara. De las paredes colgaban cuadros y ya había preparada una jofaina de agua para lavarse.

—También puede utilizar los baños —señaló Elaine, ruborizándose un poco—. Aunque debe avisar con antelación. Consulte con la abuela, Mary o Laurie.

Con estas palabras pretendía retirarse, pero William la retuvo con dulzura.

—¿Y a usted? ¿No puedo consultárselo a usted? —inquirió en voz baja y mirándola fijamente.

Elaine sonrió halagada.

—No, yo no suelo estar aquí. Hoy he venido a sustituir a la abuela. Pero yo... bueno, yo por lo general ayudo en los Almacenes O’Kay. El negocio es de mi padre.

William asintió. Así pues, no sólo era bonita sino de buena familia. Aquella muchacha le gustaba cada vez más. Además, necesitaría herramientas para buscar el oro.

—No tardaré en pasar por allí —anunció.

 

 

Elaine voló literalmente escaleras abajo. Su corazón parecía haberse transformado en un globo de aire caliente que la elevaba con ímpetu por encima de cualquier obstáculo. Los pies apenas si rozaban el suelo y se diría que el cabello ondeaba al viento, aunque en la casa no soplaba ni una brisa. La muchacha estaba exultante. Tenía la sensación de encontrarse al comienzo de una aventura y de ser tan hermosa e invencible como una de las protagonistas de las novelas que leía a escondidas en la tiendecita de Ethan.

Con expresión radiante brincó por el jardín de la gran casa que albergaba la pensión de Helen O’Keefe. Elaine la conocía a fondo, no en vano había nacido allí. Sus padres la habían erigido para la familia que estaban formando cuando obtuvieron las primeras ganancias del negocio. Luego, sin embargo, el centro de Queenstown les había resultado demasiado bullicioso y urbano, sobre todo a la madre de Elaine, Fleurette, que procedía de una de las grandes granjas de ovejas de las llanuras de Canterbury y añoraba los espacios abiertos. Por esa razón sus padres habían construido una nueva casa en un terreno de ensueño junto al río, al que sólo le faltaba una cosa: yacimientos de oro. En un principio, el padre de Elaine lo había solicitado como concesión para explotar, pero, pese a sus muchas virtudes, Ruben O’Keefe era un caso perdido como buscador de oro. Por fortuna, Fleurette no había tardado en percatarse de ello y no había invertido su dote en una mina de oro sin rendimiento, sino en el suministro de mercancías, sobre todo palas y bateas que los buscadores le arrebataban de las manos. De ahí habían surgido después los Almacenes O’Kay.

Fleurette bautizó en broma la mansión junto al río como «Pepita de Oro», pero en algún momento el nombre quedó acuñado. Elaine y sus hermanos habían crecido felices allí. Tenían caballos y perros, incluso un par de ovejas como en la casa familiar de Fleurette. Ruben renegaba cuando una vez al año había que esquilar a los animales, y tampoco los hijos varones, Stephen y George, eran aficionados a las labores de la granja. Todo lo opuesto a Elaine. Para ella la pequeña casa de campo nunca llegaría al nivel de Kiward Station, la gran granja de ovejas que su abuela materna Gwyneira administraba en las llanuras de Canterbury. Le habría encantado vivir y trabajar en una granja como aquélla y por eso estaba algo celosa de su prima, quien la heredaría más adelante.

Aun así, Elaine no era una joven que se devanara los sesos con tales cavilaciones. Encontraba casi igual de interesante ayudar en la tienda o sustituir a su abuela en la pensión. Por el contrario, tenía pocas ganas de asistir a la universidad como su hermano Stephen, quien en la actualidad estudiaba Derecho en Dunedin, haciendo realidad el sueño de ser abogado que su padre había acariciado siendo joven. Desde hacía casi veinte años, Ruben O’Keefe era juez de paz de Queenstown y para él no había nada más bello que conversar sobre temas jurídicos. El hermano menor de Elaine, George, todavía asistía a la escuela, aunque tenía visos de ser el comerciante de la familia. Ya colaboraba en la tienda con afán y tenía montones de proyectos para su mejora.

 

 

Helen O’Keefe, quien al comienzo nada sospechaba del entusiasmo de su nieta y del motivo del mismo, el recién llegado William Martyn, vertía con elegancia el té en la taza de su invitada, Daphne O’Rourke.

Esas reuniones para tomar el té, por todos conocidas, deparaban a ambas mujeres un gran placer. Sabían que la mitad de Queenstown cuchicheaba acerca de la extraña relación entre ambas «hoteleras». Helen, empero, no sentía aprensión alguna. Unos cuarenta años atrás, Daphne, entonces de trece años de edad, había sido enviada a Nueva Zelanda bajo la tutela de Helen. Un orfanato londinense había querido librarse de algunas de sus pupilas y en Nueva Zelanda se necesitaban chicas de servicio. También Helen había emprendido por aquel entonces el viaje hacia un futuro incierto con un hombre al que todavía no conocía. La Iglesia anglicana le pagó la travesía como persona encargada de vigilar a las niñas.

Helen, que hasta ese momento había sido institutriz en Londres, aprovechó la travesía de tres meses para enseñarles buenos modales, algo de lo que todavía sacaba partido Daphne. Sin embargo, su empleo como chica de servicio había resultado un fiasco, al igual que el largo matrimonio de Helen. Ambas mujeres se habían reencontrado en circunstancias difíciles para las dos, pero habían salido a flote lo mejor que habían podido.

Al oír los pasos de Elaine en la terraza posterior, alzaron la vista. Helen levantó el rostro delicado y surcado por profundas arrugas, cuya nariz afilada mostraba el parentesco con Elaine. Con el tiempo, su cabello moreno y de brillo castaño se había cubierto de hebras grises, pero todavía estaba sano y lo llevaba largo. Solía peinárselo con un gran moño en la nuca. Sus ojos grises desprendían el brillo de una persona ya experimentada y no habían perdido su curiosidad, que resultó patente cuando advirtieron la expresión alborozada de Elaine.

—Pero ¡hija mía! Parece que te hayan dado el regalo de Navidad. ¿Pasa algo?

Daphne, cuyos rasgos felinos se endurecían un poco al reír, evaluó la expresión de Elaine con menos ingenuidad. La había visto en docenas de muchachas casquivanas que creían haber encontrado al príncipe de sus sueños entre sus clientes. Y luego Daphne había tenido que dedicar largas horas para consolarlas cuando el príncipe azul había revelado al final ser una rana o un sapo repugnante. Por esa razón la cara de Daphne reflejó cierta alerta mientras Elaine se acercaba tan complacida.

—¡Tenemos un nuevo huésped! —comunicó solícita—. Un buscador de oro llegado de Irlanda.

Helen frunció el ceño. Daphne rio y sus claros ojos verdes centellearon burlones.

—¿No se habrá extraviado, Lainie? Los buscadores de oro irlandeses suelen acabar en brazos de mis chicas.

Elaine sacudió la cabeza con ímpetu.

—No es uno de ésos... Lo siento, señorita Daphne, me refería... —Carraspeó—. Creo que es un caballero.

Las arrugas de la frente de Helen todavía se marcaron más. Había vivido sus propias experiencias con «caballeros».

—Cariño —sonrió Daphne—, no hay caballeros irlandeses. Todo lo que allí hay de noble procede de Inglaterra, pues desde tiempo inmemorial la isla pertenece a los ingleses, circunstancia por la que todavía berrean los irlandeses cuando han bebido un par de copas. Los jefes de los clanes irlandeses fueron en su mayor parte expulsados y aniquilados por la nobleza inglesa, que desde entonces no hace más que enriquecerse a costa de los irlandeses. Ahora permiten que miles de sus arrendatarios se mueran de hambre. ¡Unos auténticos caballeros! Pero tu buscador de oro no debe de ser uno de ellos. Ellos se aferran al terruño.

—¿Cómo es que sabe tanto de Irlanda? —preguntó Elaine. La dueña del burdel la fascinaba, pero por desgracia tenía pocas ocasiones de conversar largo y tendido con ella.

Daphne sonrió.

—Soy irlandesa, cielo. Al menos según mi documentación. Y cuando los inmigrantes se sinceran conmigo, eso consuela mucho. Si hasta he practicado el acento... —Acabó la frase en un tosco irlandés y entonces hasta Helen rio. Daphne había nacido en algún barrio portuario londinense, pero había adoptado el apellido de una inmigrante irlandesa. Bridie O’Rourke no había sobrevivido a la travesía, y su pasaporte había pasado a manos de la joven Daphne a través de un marino inglés—. Venga, Paddy, puedes llamarme Bridie.

Elaine soltó una risita.

—Pero así no habla William... quiero decir, el nuevo huésped.

—¿William? —preguntó Helen con cierto retintín—. ¿El joven no se ha presentado por su apellido?

Elaine sacudió la cabeza para evitar cualquier animadversión contra el huésped.

—Claro que sí. Lo he visto en la hoja de registro. Se llama Martyn. William Martyn.

—No se trata precisamente de un apellido irlandés —observó Daphne—. Conque ni apellido irlandés ni acento... Muy extraño. Yo en su caso, sondearía a fondo a ese muchacho, señorita Helen.

Elaine le lanzó una mirada airada.

—Es un hombre elegante, ¡lo sé! Incluso comprará sus herramientas en nuestros almacenes... —Esa idea la animaba. Si William acudía a la tienda, volvería a verlo, daba igual lo que la abuela pensara de él.

—¡Y claro, eso lo convierte en un perfecto caballero! —bromeó Daphne—. Señorita Helen, hablemos de otro asunto. He oído que espera visita de Kiward Station. ¿Es la señorita Gwyn?

Elaine escuchó un ratito la conversación y luego se retiró. Últimamente ya se había hablado mucho sobre la llegada de su otra abuela y su prima, por lo que la visita relámpago de Gwyneira no representaba para ella ninguna sorpresa. Visitaba con frecuencia a sus hijos y nietos y la unía, sobre todo, una estrecha amistad con Helen O’Keefe. Cuando se instalaba en su pensión, las dos mujeres pasaban noches enteras charlando. Lo que resultaba más bien insólito era que la acompañara Kura, la prima de Elaine. Hasta ese momento nunca había sucedido, lo cual emanaba cierto olor a... sí, ¡a escándalo en ciernes! Tanto la madre como la abuela de Elaine solían bajar la voz cuando se trataba de ese tema y no habían permitido que los jóvenes leyeran la carta de Gwyneira. Por lo general, Kura no solía emprender muchos viajes, al menos no a casa de sus parientes de Queenstown.

Elaine apenas la conocía, aunque ambas eran de la misma edad. Kura era algo más de un año más joven que ella. Aun así, las niñas nunca habían tenido mucho que decirse en las escasas visitas de Elaine a Kiward Station. Eran dos caracteres demasiado opuestos, simplemente. En cuanto Elaine llegaba a Kiward Station no quería hacer otra cosa que montar a caballo y guiar ovejas. La cautivaba la inmensidad de los prados y los cientos de ovejas que daban lana y pastaban en ellos. A eso se añadía que Fleurette, su madre, realmente florecía en la granja. Le entusiasmaba hacer carreras a caballo con Elaine rumbo a las cumbres nevadas de los Alpes del Sur, una meta a la que nunca parecían aproximarse pese al temerario galope.

Kura, por el contrario, prefería quedarse en casa o en el jardín y sólo tenía ojos para el nuevo piano que había llegado a Christchurch en un mercante, para los O’Keefe, desde Inglaterra. Elaine la había considerado por ese motivo una tonta, pero claro, entonces sólo tenía doce años. Y seguramente la envidia también influía en ello. Kura era la heredera de Kiward Station. Un día le pertenecerían todos aquellos caballos, ovejas y perros... ¡y no sabía valorarlo lo más mínimo!

Entretanto, Elaine había cumplido dieciséis años y Kura quince. ¡Seguro que ahora tendrían más cosas en común y esta vez Elaine le mostraría su mundo a su prima! Sin duda le agradaría la pequeña y laberíntica ciudad junto al lago Wakatipu, mucho más cercana a las montañas que las llanuras de Canterbury, y tan emocionante, con todos aquellos buscadores de oro de distintas nacionalidades y un espíritu pionero que no se limitaba a la mera supervivencia. En Queenstown había un floreciente grupo de teatro de aficionados dirigido por el párroco, así como grupos de squaredance, y unos irlandeses habían formado una banda para interpretar canciones populares en la taberna o el centro comunal.

Elaine pensaba que era imprescindible que se lo contara también a William, ¡puede que hasta la invitara a ir a bailar! Ahora que había dejado a las escépticas señoras en el jardín, la sonrisa radiante volvió al semblante de Elaine. Llena de esperanza, se dirigió de nuevo a la recepción. Tal vez William volviera a pasar por allí.

 

 

Sin embargo, la primera persona en aparecer fue la abuela Helen, que le agradeció que la hubiera sustituido, dándole a entender que su presencia ya no era necesaria. Entretanto casi había oscurecido, razón segura para que Helen y Daphne no prolongaran más su reunión. El burdel abría por la tarde y Daphne debía estar allí vigilante. Helen se apresuró a echar un vistazo al formulario de registro del nuevo huésped que había dejado en su nieta una impresión tan marcada.

Daphne, que ya se marchaba, miró por encima del hombro.

—Viene de Martyn’s Manor... suena aristocrático —opinó—. ¿Será en efecto un caballero?

—No tardaré en averiguarlo —declaró Helen.

Daphne asintió y sonrió para sus adentros. A aquel joven le esperaba un proceso inquisitorial. Helen tenía poco tacto para los protocolos sociales.

—¡Y tenga cuidado con la pequeña! —advirtó Daphne al salir—. Ha caído ya en las redes de ese joven prodigio irlandés y eso puede traer consecuencias.

 

 

Para sorpresa de Helen, el examen de su nuevo huésped no arrojó resultados tan negativos. Al contrario: el muchacho se presentó ante ella debidamente vestido, aseado y afeitado. También Helen se percató de que su traje estaba confeccionado con tela de primera calidad. El joven preguntó educadamente dónde podía cenar y Helen le ofreció el servicio de restaurante que ofrecía a los huéspedes de la pensión. En realidad, había que solicitarlo, pero las atentas cocineras, Mary y Laurie, prepararían como por arte de magia un servicio adicional. Así pues, William se encontró sentado a la mesa elegantemente vestida de un comedor decorado con gusto, junto a una señorita algo estirada que trabajaba de profesora en la escuela recién inaugurada, y de dos empleados del banco. Al principio, las camareras lo exasperaron: Mary y Laurie, dos rubias animosas y vivarachas, se revelaron como mellizas a las que William no conseguía distinguir ni aun observándolas con detenimiento. De todos modos, los demás huéspedes le aseguraron con una sonrisa que eso era normal. Sólo Helen O’Keefe conseguía distinguir a Mary y Laurie. La aludida sonrió; sabía que Daphne también era capaz.

La cena constituyó el marco ideal para sonsacar a William Martyn. Helen ni siquiera tuvo que interrogarle, de eso ya se encargaron los curiosos comensales.

Sí, en efecto era irlandés, confirmó varias veces William, un poco molesto después de que también los dos empleados del banco mencionaran que carecía de acento. Su padre era un criador de ovejas del condado de Connemara. Esta información confirmó las sospechas de Helen desde el primer momento en que le había oído hablar: era un joven de exquisita educación al que nunca se le había tolerado que hablase el rudo irlandés.

—Pero usted es de origen inglés, ¿no es así? —quiso saber uno de los empleados del banco. Procedía de Londres y parecía entender algo de la cuestión irlandesa.

—La familia de mi padre llegó hace doscientos años de Inglaterra —respondió William con cierta acritud—. Si considera que todavía son inmigrantes...

El bancario alzó las manos con gesto apaciguador.

—¡Tranquilo, amigo! Ya veo que es usted un patriota. ¿Y qué es lo que le ha alejado de la isla verde? ¿El malestar causado por la fracasada Ley de Autonomía irlandesa? Era de esperar que los lores la rechazaran.

—Yo no soy un terrateniente —replicó William en tono gélido—. Ni mucho menos un noble y jefe de clan. Es posible que mi padre en algunos aspectos simpatice con la Cámara de los Lores... —Se mordió el labio—. Discúlpenme, esto no viene al caso.

Helen decidió cambiar de tema antes de que ese exaltado reaccionase con más vehemencia. En lo que a temperamento concernía, no cabía duda: era irlandés. Y por añadidura se había enemistado con su padre. Bien pudiera ser ésa la causa de su partida.

—¿Así que pretende ir en busca de oro, señor Martyn? —dejó caer ella—. ¿Ha solicitado ya una concesión?

William se encogió de hombros. Por primera vez se le vio inseguro.

—No de forma directa —respondió a media voz—. Me han hablado de dos sitios muy prometedores, pero no me decido...

—Tendría que buscarse un socio —aconsejó el bancario de mayor edad—. Un hombre experimentado. En los yacimientos de oro hay un buen número de veteranos que ya participaron en la fiebre del oro australiana.

William hizo una mueca.

—¿Qué voy a hacer con un socio que lleva diez años cavando y todavía no ha encontrado nada? Puedo ahorrarme la experiencia. —Sus ojos azul claro brillaron con desdén.

Los bancarios rieron. Helen, por el contrario, encontró la soberbia de William más bien fuera de contexto.

—No le falta razón —dijo el empleado mayor—. Pero aquí nadie amasa una fortuna. Si quiere usted un consejo serio, muchacho, olvídese de buscar oro. Emprenda una actividad de la que entienda algo. Nueva Zelanda es un paraíso para emprendedores. Casi todas las profesiones normales prometen mayores beneficios que la búsqueda de oro.

A saber si ese jovencito habría aprendido una profesión sensata, pensó Helen. Pese a que se mostraba bien educado, de momento le parecía un niño mimado de casa bien. A saber cómo reaccionaría cuando le salieran las primeras ampollas en las manos.

 

2

 

—¿Se puede saber qué hacéis aquí?

El gruñido de James McKenzie paralizó a su hijo Jack y los dos amigos de éste, Hone y Maaka. Los tres habían atado un cesto a uno de los cabbage trees, árboles típicos del país que conferían un aire exótico al acceso de la casa señorial de Kiward Station, y practicaban encestes. Al menos hasta que apareció el padre de Jack, cuya expresión de enfado intimidó a los jóvenes, aunque no entendían por qué se enfadaba con ellos. Vale, puede que el jardinero no estuviera muy contento de que hubieran convertido el acceso a la casa en una pista de juego. A fin de cuentas, ponía mucho esfuerzo en rastrillar de forma uniforme la gravilla blanca y en cuidar los parterres de flores. También la madre de Jack daba importancia a que la fachada principal de Kiward Station ofreciera una imagen representativa y reaccionaría indignada cuando descubriera una cesta de pelota y la hierba pisoteada. No obstante, al padre de Jack estas formalidades le daban igual. Los jóvenes más bien hubieran esperado de él que cogiera la pelota que había rodado junto a sus pies e intentara encestarla a su vez.

—¿No tendríais que estar en la escuela a estas horas?

¡Ah, conque por ahí soplaba el viento! Aliviado, Jack sonrió a su padre.

—Sí, pero la señorita Witherspoon nos ha dado el día libre... Todavía tiene que hacer las maletas y esas cosas... para el viaje. Yo no sabía que ella también se marchaba.

Los rostros de los niños, tanto el pecoso de Jack como los anchos y morenos de los pequeños maoríes, traslucían su alegría ante los días de vacaciones que les esperaban. James, por el contrario, estaba furioso. Heather Witherspoon, la joven institutriz, se convirtió en un objetivo todavía mejor que aquellos tres rapaces sobre el que descargar su indignación.

—Yo también acabo de enterarme —replicó McKenzie—. Pero no os hagáis ilusiones antes de tiempo. ¡Muy pronto desbarataré los planes de viaje de esa señorita!

Entonces levantó la pelota, la lanzó a la cesta y, para su propia sorpresa, encestó limpiamente.

La perra Monday, que lo seguía a todas partes, se precipitó excitada hacia el balón y Jack tuvo que correr para atraparlo antes que ella. No quería ni imaginar qué pasaría si mordía esa auténtica pelota de baloncesto, deporte recién inventado en Estados Unidos, cuya llegada desde América había estado esperando con ansiedad durante semanas. Christchurch, el asentamiento más grande junto a Kiward Station, se estaba transformando lentamente en una ciudad de verdad, pero todavía no tenía un equipo de baloncesto.

James sonrió a su hijo mientras Monday seguía la pelota con una mirada tan ofendida como codiciosa reflejada en su bonita cara de collie tricolor.

Jack llamó a la perra, la acarició y respondió a la sonrisa de su padre. Al parecer, todo volvía a estar en su sitio. Padre e hijo pocas veces reñían; no sólo se semejaban físicamente como dos gotas de agua —el hijo había heredado de Gwyneira únicamente el tono rojizo del cabello y la propensión a las pecas—, sino que también tenían un carácter similar. Desde muy pequeño, Jack seguía a su padre como los cachorros a los perros pastores a través de los establos y cobertizos de esquileo, se sentaba delante de él en la silla de montar, nunca le parecía galopar lo bastante deprisa, y se peleaba con los perros en la paja. Ahora, cumplidos los trece años, ya colaboraba en las tareas de la granja. En la última bajada de las ovejas desde los pastos de verano le habían permitido sumarse a la partida por vez primera y se sentía muy orgulloso de haber demostrado su valía. A James y Gwyneira les sucedía otro tanto. Ambos tenían cada día motivos para alegrarse del milagro de ese hijo tardío. Ninguno de ellos pensaba ya en tener descendencia cuando, tras eternos años de amor desdichado, separaciones, malentendidos y circunstancias adversas, por fin se habían casado. Gwyneira acababa de cumplir los cuarenta y nadie contaba con más embarazos. Pero el pequeño Jack se había dado incluso demasiada prisa: siete meses después del enlace salió a la luz del mundo tras un embarazo sin problemas y un nacimiento relativamente fácil.

Pese a la irritación que sentía en ese momento, James sonrió con ternura al pensar en Jack. Todo lo relacionado con ese niño era sencillo: Jack no era problemático, antes bien, era listo, se desenvolvía estupendamente con los trabajos de la granja y también habría llegado a ser un buen estudiante si esa señorita Witherspoon hubiera puesto un poco más de tesón.

James frunció el ceño. Montaba en cólera sólo de pensar en la joven profesora que dos años atrás Gwyneira había traído a la casa, sobre todo para su nieta Kura. Aun así no le reprochaba nada a su esposa: Kura-maro-tini, la hija del vástago del primer matrimonio de Gwyn y de su esposa maorí Marama, necesitaba urgentemente una institutriz extranjera. La muchacha ya hacía tiempo que escapaba al control de Gwyneira, y aun antes al de su madre Marama. Por añadidura, Gwyn no era precisamente una pedagoga dotada. Por mucha paciencia que tuviera con los caballos y los perros, perdía los nervios cuando tenía que encargarse de alguien torpe en la escritura. Marama era más tranquila, pero hacía dos años que había vuelto a casarse y tenía otros intereses. Además, sólo había asistido a la escuela improvisada de Helen, y Gwyneira anhelaba para la heredera de Kiward Station una formación más académica.

Según Gwyneira, Heather Witherspoon era la elección ideal, pese a que a James le disgustaba su nombre: «Heather» sonaba un poco como «Helen». James habría confiado a su mujer la formación de toda una cuadrilla de esquiladores, pero en cuanto a valorar la calificación del personal docente, carecía de conocimientos e interés. La decisión se tomó con rapidez y a la ligera, y ahora cargaban con esa Heather que, por muy instruida que fuera, en el fondo todavía era una niña no menos malcriada que su pupila Kura. James ya se habría librado de ella tiempo atrás. En aquellos tiempos, un pasaje a Nueva Zelanda ya no significaba un viaje de por vida. Desde que había embarcaciones de vapor la travesía era más corta y más segura. En un plazo de ocho semanas, la señorita Witherspoon podría desplegar de nuevo sus habilidades en Inglaterra. No obstante, obrando de ese modo habrían frustrado el deseo expreso de Kura-maro-tini, quien enseguida había trabado amistad con su nueva institutriz. Y ni Gwyneira ni Marama querían arriesgarse a provocar un acceso de rabia en la niña.

A James le rechinaban los dientes cuando dejó el abrigo en el vestíbulo de la casa. En su origen era el zaguán de un noble recibidor, con una bandeja de plata sobre una mesita auxiliar para depositar las tarjetas de visita. Gwyneira ya se había deshecho de la bandejita. Tanto ella como las criadas maoríes encontraban una tontería tener que limpiar la plata continuamente. En su lugar había un jarrón de flores con ramitas de un árbol autóctono, el árbol rata, que hacía más acogedora la estancia.

Ese día, sin embargo, aquella atmósfera no consiguió aplacar el ánimo alterado de James. Estaba muy enfadado con la joven profesora. Ya hacía dos años que los McKenzie presenciaban cómo la señorita Witherspoon iba desatendiendo imperdonablemente sus obligaciones para con Jack y los otros niños. El contrato señalaba expresamente que, además de las horas dedicadas a Kura, debía encargarse también de la formación básica de los niños del poblado maorí. A diario. Participar en las clases no le habría sentado mal a Jack y Kura, y a ella tampoco la habría perjudicado. A pesar de ello, Heather Witherspoon se escaqueaba siempre que podía. Decía que los indígenas adultos la intimidaban y que no soportaba a los niños. Y si aun así se dignaba a dar clase, entonces dirigía el contenido de la misma a Kura, lo que exigía demasiado de los demás niños y acababa aburriéndolos. Por ejemplo, Heather Witherspoon sólo les leía libros de cuentos, sobre todo aquellos en que unas princesitas debían soportar un destino de Cenicienta hasta que al final se las recompensaba por todas sus buenas acciones. A las niñas maoríes esto no les decía nada, era algo ajeno a su realidad, y Heather no se tomaba la molestia de aproximárselo. A los niños maoríes los sacaba de sus casillas: las princesas desdichadas les interesaban un pimiento. Querían oír historias de piratas, jinetes y aventureros.

James echó un breve vistazo al recibidor, que ahora servía de despacho a Gwyneira. Su esposa no estaba allí, así que, sin dejar de refunfuñar, atravesó el salón equipado con costosos muebles ingleses. ¿Por qué la señorita Witherspoon nunca les leía La isla del tesoro o las historias sobre Robin Hood o el caballero Lancelot que tanto habían cautivado a Fleurette y Ruben en su infancia?

De la antigua sala de caballeros, convertida ahora en una especie de aula de escuela y de música, llegaba al salón el sonido del piano. James echó una ojeada al interior, pues en teoría cabía la posibilidad de que su víctima estuviera dando clase a Kura. Ésta, sin embargo, estaba sola, sentada ante su adorado instrumento, interpretando a Beethoven ensimismada. James no esperaba otra cosa. Era típico de Kura dejar que la abuela y la institutriz se ocuparan de los preparativos del viaje mientras ella se dedicaba a sus aficiones. Más tarde se quejaría de que no le habían metido en las maletas los vestidos apropiados.

James volvió a cerrar la puerta sin dirigir palabra a la esbelta muchacha de pelo negro. Nunca reparaba en la llamativa y exótica belleza de Kura, que sí alababan quienes la veían por primera vez. Desde que estaba haciéndose mujer, Kura cortaba la respiración de los hombres. Pero James McKenzie seguía viendo en ella a una niña malcriada, cuyos caprichos solían desesperar a su familia y al personal doméstico de Kiward Station.

Subía la amplia escalinata que unía las estancias para actividades sociales e intercambios comerciales del piso inferior con el piso superior, cuando oyó que de la habitación de Kura salían voces airadas: Gwyneira y la señorita Witherspoon. James hizo una mueca. Al parecer su esposa se le había adelantado.

—No, señorita Heather, Kura ya no la necesita. Resistirá un par de semanas sin clases. Por lo demás, no consigo recordar que la hayamos contratado a usted como profesora de canto, así que deje de lamentarse porque ya no pueda aportarle más conocimientos en ese aspecto. Y en lo que se refiere a las clases de piano y el resto de su formación... si, como usted dice, Kura realmente empieza a languidecer sin todo eso, mi amiga Helen intervendrá. A lo largo de su vida, Helen ha enseñado a leer y escribir a más niños de los que pueda imaginarse y hace años que toca el órgano en la iglesia.

James sonrió para sus adentros. Gwyneira echaba unos responsos fabulosos. Él mismo lo había experimentado en propia carne con frecuencia, oscilando siempre entre la cólera y la admiración, ya sólo por el modo en que Gwyn solía plantarse ante él cuando iba a poner los puntos sobre las íes. No era alta y sí muy delgada, pero tenía una energía fuera de lo común. Cuando montaba en cólera parecía que el cabello rojo se le cargaba de electricidad y sus atractivos ojos azul celeste echaban chispas. Seguía sin aparentar su edad. Si bien en los últimos tiempos intentaba recogerse la rizada melena en un moño, siempre había un par de mechones que se soltaban. Los años, claro está, habían dejado alguna que otra arruguita en su rostro. Gwyn no era partidaria ni de sombrillas ni de guarecerse de la lluvia: seguía exponiendo su piel a la naturaleza de las llanuras de Canterbury. Pero James no se habría perdido por nada ninguna de esas arruguitas al reír, o el pliegue perpendicular que se le formaba entre los ojos cuando estaba enfadada, como en esa ocasión.

—¡De eso nada!

Heather Witherspoon debía de haber replicado algo que James no había oído.

—¡El lugar donde realmente se la necesita, señorita Heather, es aquí! Algunos niños maoríes siguen sin saber leer ni escribir. Y mi hijo podría precisar de un estímulo más apropiado para su edad. Así que vuelva a deshacer su equipaje y cumpla con las tareas que realmente le corresponden. Los niños tendrían que estar ahora en clase. ¡Y en vez de eso están fuera jugando a la pelota!

Así que eso tampoco se le había escapado a Gwyn. James la aplaudió cuando se precipitó fuera de la habitación.

Ella se sobresaltó al toparse con él, pero al punto le sonrió.

—¿Qué haces aquí? ¿También tú estás en pie de guerra? ¡Las libertades que se toma la señorita Heather son realmente el colmo!

James asintió. Como siempre, su humor mejoraba en presencia de su esposa. En dieciséis años no se habían separado ni un solo día, pero verla siempre lo hacía feliz. Tanto más ahora, cuando era probable que estuviera un par de semanas lejos de él.

Gwyneira se percató de que le ocurría algo.

—¿Qué te sucede? ¡Llevas todo el día de un lado a otro con una cara como si hubiera estado lloviendo tres días seguidos! ¿Te molesta que nos vayamos?

Se dirigieron escaleras abajo, pero oyeron el piano de Kura. Como a una señal tácita, ambos giraron en dirección a sus aposentos privados. Hasta las paredes oían en el salón.

—Si me molesta o no carece de importancia —contestó James—. Simplemente no sé si emprender este viaje es lo correcto...

—¿Para atar corto a Kura? No lo niegues. Te he oído hablar de esto en el establo con Andy McAran. Si quieres saber mi opinión, no has sido precisamente discreto...

Gwyneira cogió un par de cosas del armario y las metió en una maleta. De ese modo daba a entender que su viaje ya estaba decidido. El malestar de James se convirtió en auténtico enfado.

—Fue Andy quien se expresó así. Si quieres saberlo con exactitud, dijo: «Debéis atar corto a Kura, en caso contrario Tonga la emparejará con el próximo pilluelo que tenga de esclavo.» ¿Cómo debería haber reaccionado yo, según tu opinión? ¿He de despedir a Andy McAran cuando lo que dice no es más que la pura verdad?

Andy McAran era de los trabajadores más antiguos de Kiward Station. Al igual que James, Andy ya estaba ahí antes de que enviaran a Gwyneira a Nueva Zelanda como prometida del heredero de la granja, Lucas Warden. En realidad, entre Andy, James y Gwyn no había secretos.

Ella no mantuvo su tono provocador. En vez de eso se sentó abatida en el extremo de la cama. Monday enseguida se pegó a sus piernas para que la acariciara.

—Pues, ¿qué remedio nos queda? —preguntó mientras mimaba a la perra—. Atarla corto parece fácil, pero Kura no es un perro o un caballo. No puedo limitarme a darle órdenes...

—Gwyn, tus perros y caballos siempre te han obedecido de buen grado, sin emplear la violencia. Porque desde el principio los has adiestrado bien. Con cariño pero también con firmeza. ¡Sólo a Kura se lo toleras todo! Y Marama tampoco ha sido de gran ayuda. —James habría querido abrazar a su esposa para restar dureza a sus palabras, pero desistió. Había llegado el momento de hablar seriamente sobre ese asunto.

Gwyneira arrugó el ceño. No podía negarlo. Nadie le había marcado nunca límites a Kura-maro-tini, la heredera de Kiward Station en quien estaban depositadas todas las esperanzas, tanto de la tribu local como de los fundadores blancos de la granja. Ni los maoríes, que tampoco solían ser severos en la educación de sus descendientes, sino que la cedían confiados a la tierra en que debían sobrevivir, ni Gwyneira, que debería haberlo hecho mejor. A fin de cuentas, ya había dejado a su hijo Paul, el padre de Kura, las riendas demasiado sueltas; pero eso era distinto. Paul era el fruto de una violación y Gwyneira nunca había conseguido amarlo. De ahí había resultado un niño difícil al principio y luego un joven iracundo y pendenciero, cuya rivalidad con el jefe de los maoríes, Tonga, le había conducido a la muerte. Tonga, inteligente y cultivado, había conseguido salir victorioso en una resolución del gobernador: la compra del terreno de Kiward Station había sido injusta. Si Gwyneira deseaba conservar la granja, tenía que indemnizar a los indígenas. Lo que Tonga exigía, sin embargo, era inaceptable. Fue Marama quien al final estableció la paz: su hija, de sangre pakeha y maorí, heredaría Kiward Station y así la tierra pertenecería a todos. Nadie disputaba a los maoríes el derecho de quedarse allí; Tonga, por su parte, no reclamaba el terreno donde se asentaba la granja.

Gwyneira y la mayoría de la tribu maorí se daban más que satisfechos con esa resolución, sólo en el joven jefe tribal bullía todavía la rabia contra los pakeha, los odiados colonos blancos. Paul Warden había sido su rival de por vida, no sólo en lo que a la posesión de la tierra se refería, sino respecto a la joven Marama. Tras la muerte de Paul, Tonga esperaba confiado que, después del razonable período de duelo, la bonita muchacha acudiera a él. Pero al principio Marama no se buscó una nueva pareja, sino que crio a su hija en la casa señorial. Luego no se decidió por Tonga u otro hombre de su tribu, sino que se enamoró perdidamente de un esquilador que llegó en primavera con su cuadrilla a Kiward Station. El joven sintió lo mismo por ella y ambos se unieron muy pronto. Rihari también era maorí, aunque provenía de otra tribu. De todos modos, decidió quedarse. Era comunicativo y amistoso y enseguida tomó conciencia de la singular situación de Marama: no podía sacar a su hija Kura de Kiward Station y tampoco lo seguiría a Otago, donde se hallaba su tribu. Así que pidió acogida en la tribu de la joven, lo que Tonga admitió a regañadientes. La pareja vivía en el poblado maorí y Kura se había quedado por propia voluntad en la casa señorial.

No obstante, en los últimos tiempos solía dirigirse cada vez con mayor frecuencia al asentamiento junto al lago, pretextando visitar a su madre. Kura se sentía atraída por un chico que la cortejaba, el joven Tiare, y de forma menos ingenua de lo que era normal entre los chicos pakeha de su misma edad.

Gwyneira, que años atrás había tolerado sin problemas la relación sentimental entre su hija Fleur y Ruben O’Keefe, estaba ahora alarmada. A fin de cuentas, sabía que la moral sexual maorí era relajada. El matrimonio se formalizaba cuando dos personas compartían lecho en la casa comunal de la tribu. Poco importaba lo que sucediera antes y los niños siempre eran bien recibidos. Kura parecía inclinada a seguir esa costumbre y Marama no hacía nada por evitarlo.

Gwyneira, James y los demás seres pensantes de Kiward Station temían, además, la influencia ejercida por Tonga. Gwyneira esperaba, claro está, que Kura contrajera matrimonio con un blanco de su misma condición social, un asunto del que Kura por lo pronto no quería oír hablar. A la quinceañera se le había metido entre ceja y ceja ser cantante, y la extraordinaria belleza de su voz y sus notables dotes para la música ofrecían el potencial necesario para ello. Aun así, ¿cómo cursar una carrera operística en ese joven país que, además, estaba impregnado de puritanismo? En Christchurch se estaba construyendo una catedral, en el resto del país ferrocarriles... ¡Nadie pensaba en un teatro para Kura Warden! Era evidente que Heather Witherspoon había metido en la cabeza de la adolescente la idea de los conservatorios europeos y las salas de ópera de Londres, París y Milán, a la espera de cantantes de su calibre. Pero incluso si Gwyneira y Tonga hubieran apoyado tales planes, la mitad de la sangre de Kura era maorí, una belleza exótica que todos admiraban, así que ¿la tratarían con respeto? ¿La considerarían una cantante y no un fenómeno curioso? ¿En qué acabaría la malcriada Kura si Gwyneira accedía a enviarla a Europa?

Tonga pretendía resolver el dilema a su manera. No sólo Andy McAran sospechaba que el jefe tribal manejaba los hilos del tierno amor de Kura. Tiare era primo de Tonga y la relación con él fortalecería en gran medida la posición de los maoríes en Kiward Station. El muchacho apenas tenía dieciséis años y encima, según opinaba Gwyneira, no destacaba por su ingenio. Que Tiare tomara el mando de Kiward Station junto con una Kura indiferente a la granja y entregada a aporrear el piano era para Tonga, sin lugar a dudas, la meta de su vida, pero algo impensable para Gwyn.

—De nada servirá que Kura pase un par de semanas en Queenstown —afirmó James—. Por el contrario. Allí sólo se hincarán de rodillas ante ella docenas de buscadores de oro. Recibirá una lluvia de halagos, todos la encontrarán fascinante y al final todavía sacará provecho. Y cuando regrese, Tiare seguirá ahí. Y si piensas que vas a encontrar la manera de ahuyentarlo, Tonga se buscará a otro. No se solucionará nada, Gwyn.

—Habrá madurado y será más razonable —replicó ella.

James puso los ojos en blanco.

—¿Hay indicios de ello? ¡Hasta ahora cada día es más insensata! Y esa Heather Witherspoon todavía empeora las cosas. Lo primero que yo haría sería enviarla a Inglaterra, tanto si conviene como si no a la princesita.

—Pero si Kura se pone tozuda, tampoco habremos ganado nada. Con ello la arrojaremos a los brazos de los maoríes...

James se había sentado en la cama a su lado y ella se estrechó contra él en busca de consuelo.

—¿Por qué todo tiene que ser tan difícil? —se lamentó—. Ojalá Jack fuera el heredero, entonces no tendríamos que plantearnos nada.

Su marido se encogió de hombros.

—Tampoco tendríamos que hacerlo si Fleurette fuera la heredera. Pero no, hete aquí que Gerald Warden tuvo que engendrar un descendiente varón, y encima por la fuerza. ¡No deja de causarme cierta satisfacción la certeza de que ahora se remueva en su tumba! ¡No se contentó con dejar su Kiward Station en manos de un mestizo, sino que además es mujer!

A Gwyneira se le escapó una sonrisa. En lo que a asuntos de herencia se refería, los maoríes eran decididamente más razonables. No había habido ningún problema por el hecho de que Marama diera a luz una niña: hombres y mujeres tenían los mismos derechos en la sucesión. Sólo era de lamentar que Kura fuera tan distinta y no hubiera heredado nada de Gwyneira, menos sensible a las artes pero más pragmática.

—Ahora me la llevo conmigo a Queenstown —declaró con resolución—. Tal vez Helen le haga sentar la cabeza. A veces una persona más distante encuentra una mejor forma de intervenir. Helen sigue tocando el piano. Kura le hará caso.

—Y yo tendré que apañármelas sin ti —refunfuñó James—. Conducir el ganado...

Ella rio y le echó los brazos al cuello.

—Conducir el ganado te mantendrá ocupado. Jack ya está frotándose las manos. Y podrías llevarte a la señorita Heather en el carro de la cocina. ¡A lo mejor os sigue de buen grado!

Era marzo y antes del próximo invierno las ovejas que vivían en la montaña medio en libertad debían reunirse y llevarse de vuelta a la granja. Era una labor de varios días que requería el esfuerzo de todos los trabajadores.

—¡Ten cuidado con tus sugerencias! —James le acarició el pelo y la besó con ternura. El abrazo de ella lo había excitado. ¿Y qué había de malo en un poco de amor matinal?—. ¡Recuerda que una vez ya me enamoré de una mujer que viajaba en el carro de la cocina!

Gwyneira rio. También ella se había excitado. Permaneció quieta mientras James desabrochaba los corchetes de su ligero vestido de verano.

—¡Pero no de una cocinera! —bromeó—. Todavía recuerdo que el primer día me enviaste a recoger las ovejas descarriadas.

James le besó el hombro y luego los pechos todavía firmes.

—Fue para salvar la vida de todos —observó sonriendo—. En cuanto probamos tu café, supe que tenía que librarnos de ti...

 

 

Mientras ambos esposos disfrutaban de un rato de intimidad, Heather Witherspoon se reunió con su alumna Kura y le informó que su abuela había decidido que no las acompañara a Queenstown. Kura se lo tomó con una tranquilidad pasmosa.

—Bueno, de todos modos no nos quedaremos mucho tiempo —señaló—. ¿Qué vamos a hacer con esos provincianos? Si al menos fuera Dunedin... Pero ¿ese pueblucho de buscadores de oro? Bah. Y además no estoy emparentada con esa gente. Fleurette es algo así como mi tía segunda, y Stephen, Elaine y George una especie de primos cuartos, ¿no? ¿Qué tengo yo que ver con ellos?

Kura volvió a centrar su atención en la partitura. Por fortuna, en Queenstown había un piano, se lo habían asegurado. Y puede que la señorita Helen supiera realmente algo de música, tal vez más que la señorita Heather. Fuera como fuese, no echaría en falta a Tiare. Claro que le gustaba que la cortejase, la acariciase y besase, pero nunca se arriesgaría a quedarse embarazada de él. Quizá la abuela Gwyn la tomara por tonta y la señorita Heather siempre se ruborizara cuando se hablaba de sexo, pero la madre de Kura no era tan pudibunda y la muchacha sabía perfectamente cómo se hacían los niños. Y de una cosa estaba segura: no quería tener ninguno de Tiare. En el fondo, sólo mantenía la relación para fastidiar un poco a la abuela Gwyn.

Bien pensado, Kura no quería para nada tener hijos. Y le daba igual heredar Kiward Station. Estaba dispuesta a abandonarlo todo y a todos para ir en pos de su auténtica meta: dedicarse a la música, cantar. Y poco importaba cuántas veces la abuela Gwyn afirmara que era imposible: Kura-maro-tini no renunciaría a sus sueños.

 

3

 

William Martyn siempre había considerado el lavado del oro una tarea tranquila, incluso contemplativa. Se sostenía un cedazo en un arroyo, se sacudía un poco y ahí se quedaban las pepitas. Tal vez no enseguida y de forma invariable, pero sí lo bastante para hacerse millonario con el tiempo. No obstante, en Queenstown la realidad era muy distinta. Para ser exactos, William no encontró oro hasta que se asoció con Joey Teaser. Y esto pese a que había comprado las herramientas más caras de los Almacenes O’Kay, circunstancia que le permitió mantener otra charla con Elaine O’Keefe. La joven casi no había logrado contener su entusiasmo, y a medida que transcurrían esos primeros días con Joey, más vueltas le daba William a la pregunta de si la verdadera veta de oro no sería esa muchacha. Eso cuando lograba pensar, pues Joey, un buscador de oro experimentado de cuarenta y cinco años, que parecía tener sesenta y que antes ya había probado suerte en Australia y la costa Oeste, no le daba respiro. Nada más echar un vistazo a la concesión que acababa de cercar William, estimó que prometía y empezó a cortar leña para construir un lavadero. William se había quedado sin saber qué hacer hasta que Joey le puso una sierra en la mano y le ordenó que cortara los troncos en tablas.

—¿No... no se pueden comprar las tablas? —preguntó William, desanimado tras su lamentable primer intento. Si realmente querían construir ellos mismos un canal de veinte metros de largo, como parecía pretender Joey, necesitarían dos semanas antes de que los primeros residuos de oro hicieran su aparición.

Joey puso los ojos en blanco.

—Cuando se tiene dinero, jovencito, todo se puede comprar. Pero ¿lo tenemos? Yo no. Y tú deberías ahorrar el tuyo. Vives a lo grande en tu pensión y con todos esos chismes que te has comprado...

Junto con los utensilios más importantes para extraer el oro, William también había adquirido todo un equipo de acampada y un par de escopetas de caza. Tarde o temprano tendrían que pernoctar en la concesión, cuando hubiera que vigilar el oro. Y entonces William no querría dormir a la intemperie.

—Sea como sea, tenemos aquí árboles, un hacha y una sierra. Lo mejor es que construyamos nosotros mismos un lavadero. Coge el hacha, vamos. Nadie se equivoca cortando un árbol. Luego yo cojo la sierra y me encargo de las tareas más delicadas.

A partir de entonces, William empezó a derribar árboles, si bien no con especial rapidez. Ya había cortado dos hayas de tamaño mediano. Pero el trabajo era agotador. Mientras que por las mañanas tiritaban de frío al remar hacia la concesión, alrededor de las diez ya estaban trabajando duramente con el torso descubierto.

«Inténtelo mejor con una actividad de la que entienda algo.» La observación del empleado del banco aún rondaba la mente del joven. Al principio la había descartado, palabrería de un chupatintas pusilánime, pero ahora la vida de un buscador de oro ya no le parecía tan emocionante. Claro que estabas al aire libre y el paisaje en torno a Queenstown era fantástico: una vez que William hubo superado su malestar inicial, no pudo menos que admirar aquel lugar Las majestuosas montañas que rodeaban el lago Wakatipu parecían abrazar el territorio, y el juego de colores de la abundante vegetación exhibía, sobre todo en otoño, un calidoscopio de tonos malvas, lilas y marrones. Las plantas parecían en parte exóticas, como el cabbage tree palmeado, en parte extrañamente distantes, como los lupinos violetas que conferían su toque peculiar, en especial en esa estación del año, a los alrededores de Queenstown. El aire era diáfano como el cristal, al igual que los arroyos. No obstante, si William tenía que seguir trabajando un par de días más con Joey, acabaría odiando los árboles y los ríos de por vida, eso seguro.

A lo largo de los días Joey se reveló como un verdadero negrero. Unas veces opinaba que William era demasiado lento; otras, que descansaba demasiado, y luego él mismo interrumpía al joven leñador porque necesitaba que lo ayudara con la sierra. Y, encima, maldecía de modo sumamente grosero cuando algo no salía bien, lo que por desgracia solía ocurrir cada vez que Willam cogía la sierra.

—¡Ya aprenderás, muchacho! —lo animaba al final, en cuanto se serenaba—. En tu casa nunca habías trabajado tanto con las manos, ¿eh?

Al principio William quería contestarle de malos modos, pero luego pensó que el viejo no iba del todo errado. De acuerdo, había trabajado en el campo con los arrendatarios, precisamente en los últimos años, después de haber visto la manifiesta injusticia que reinaba en las tierras de su padre. Frederic Martyn exigía mucho y daba poco: a los campesinos les resultaba casi imposible pagar la renta, y no sólo les quedaba poco para vivir en los años buenos, sino que tampoco podían esperar ninguna ayuda cuando la cosecha era mala. Las familias apenas se habían recuperado de la gran hambruna de los años sesenta. Prácticamente todo el mundo tenía alguna víctima que llorar. Faltaba además casi una generación entera: ningún niño campesino de la edad de William había sobrevivido a los años de la gangrena de la patata. En la actualidad, las labores del campo estaban sobre todo en manos de gente muy joven y anciana: se exigía demasiado de prácticamente todos y no se vislumbraba que la situación fuera a mejorar.

A Frederic Martyn eso no lo conmovía en absoluto. Y tampoco la madre de William, Irin, hacía ningún gesto en favor de aquella gente. William había empezado a ayudar a los arrendatarios en las labores del campo como protesta silenciosa. Más tarde se adhirió a la Liga Irlandesa de la Tierra, que bregaba por conseguir impuestos más justos.

Al principio, Frederic Martyn pareció encontrar la actitud de su hijo menor más divertida que preocupante. A fin de cuentas, pocas órdenes impartiría William a sus arrendatarios, y el hijo mayor, Frederic junior, no padecía ningún arrebato filantrópico. Sin embargo, cuando la liga consiguió los primeros logros, sus mofas y burlas sobre el compromiso social de William fueron haciéndose más malévolas y provocaron que el joven radicalizara su postura.

Cuando al final apoyó la insurrección de los arrendatarios —si es que no la instigó—, el viejo no se lo perdonó. Envió a William a Dublín. Tenía que estudiar un poco, Derecho si quería, para respaldar con la teoría y la práctica a sus queridos arrendatarios. En eso, Martyn era generoso. Lo principal era que el joven no soliviantase más a sus hombres.

Inicialmente, William se había volcado encantado en los estudios, pero no tardó en parecerle demasiado pesado tener que enfrentarse con las sutilezas del derecho inglés, cuando pronto iba a elaborarse una constitución irlandesa. Siguió con exaltación los debates sobre la Ley de Autonomía, que ofrecería a los irlandeses muchos más derechos para intervenir cuando se tratara de los intereses de su isla. Y cuando la Cámara de los Lores volvió a rechazarla...

Pero William no quería seguir con tales cavilaciones. El asunto había sido demasiado penoso y las consecuencias, desastrosas. Aun así, todo podría haber acabado para él mucho peor que en el amable entorno de la pacífica Queenstown.

—¿A qué te dedicabas en tu querida Irlanda? —le preguntó Joey.

Por fin habían acabado la jornada y ya remaban cansados hacia casa. A William le esperaban un buen baño y una elaborada cena en la pensión de la señorita Helen; a Joey, una noche regada con whisky junto a la hoguera del asentamiento de los buscadores de oro de Skippers.

William se encogió de hombros.

—Trabajé en una granja de ovejas.

En el fondo era cierto. La tierra de los Martyn era extensa y ofrecía pastizales de primera calidad. Por eso Frederic Martyn tampoco había sufrido ninguna pérdida durante la gangrena de la patata. Ésta afectó sólo a los arrendatarios y trabajadores rurales que vivían de sus propios cultivos.

—¿Y no preferirías ir a las llanuras de Canterbury? —preguntó Joey—. Ahí hay millones de ovejas.

Eso también había llegado a oídos de William. Sin embargo, su participación en los quehaceres de la granja había respondido más bien a funciones administrativas y no a un trabajo físico. Sabía cómo esquilar una oveja en teoría, pero nunca lo había hecho de verdad, y desde luego no en un tiempo récord como las cuadrillas de las llanuras de Canterbury. ¡Los mejores esquilaban hasta ochocientas ovejas al día! Casi el mismo número de animales que albergaba la granja de los Martyn. No obstante, tal vez algunos granjeros del este necesitaran de un administrador diestro o un capataz, un trabajo para el que William estaba capacitado. Pero así uno no se hacía rico. Y pese a todo su compromiso social, a la larga William no tenía intención de perder calidad de vida.

—Quizá me compre una granja cuando hayamos encontrado suficiente oro —respondió—. En uno o dos años...

Joey se rio.

—¡No te falta espíritu deportivo, ¿eh, muchacho?! Bueno, puedes desembarcar aquí... —Acercó el bote a la orilla. El río serpenteaba hacia el este, junto a Queenstown, y pasaba por el sur de la ciudad, entre los campamentos de los buscadores de oro—. ¡Mañana a las seis te recogeré aquí fresco y despierto!

Joey saludó satisfecho a su joven socio y William se encaminó hacia la ciudad con cierta torpeza. Tras el trayecto en el bote le dolían todos los huesos. No quería ni pensar en otro día cortando árboles.

Afortunadamente, ya en la calle Mayor le esperaba algo agradable. Elaine O’Keefe salió de la lavandería china con un cesto de ropa y se dirigió hacia la pensión.

William sonrió.

—¡Señorita Elaine! ¡Es usted una visión más hermosa que una pepita de oro! ¿Puedo ayudarla?

Si bien con los músculos doloridos, cogió caballerosamente el cesto. Elaine no se mostró nada remilgada. Le cedió contenta la carga y caminó despreocupada junto a él. ¡Todo lo despreocupada y femenina que una era capaz de caminar! Con el pesado cesto a cuestas le habría resultado imposible. Como la señorita Daphne había dicho, «para ser una dama, hay que poder permitírselo».

—¿Ha encontrado muchas pepitas? —preguntó sonriente.

William pensó en si era ingenua o si lo decía con ironía. Decidió tomárselo a broma. Elaine había pasado toda su vida en Queenstown, debía de saber que en los yacimientos de oro uno no se hacía rico tan deprisa.

—El oro de su cabello es el primero del día —respondió—. Pero por desgracia ya tiene propietario. ¡Es usted rica, señorita Elaine!

—Debería presentarse usted a los maoríes. Le declararían tohunga. Un maestro de whaikorero... —replicó ella con una sonrisita.

—¿De qué? —preguntó William.

No había tratado con los maoríes, los indígenas de Nueva Zelanda. Había tribus en Wakatipu, como en todo Otago, pero la ciudad de los buscadores de oro, Queenstown, les resultaba demasiado agitada. Sólo en pocas ocasiones se perdía alguno de ellos en la urbe, aunque varios se hubieran asociado a los buscadores de oro. La mayoría no había abandonado de buen grado sus poblados y familias, sino que andaban dispersos y extraviados, al igual que la mayor parte de los hombres blancos que buscaban allí su suerte. Tampoco se diferenciaban tanto de ellos por su comportamiento, y ninguno utilizaba palabras tan extrañas.

—Whaikorero. El arte de hablar de forma bella. Y tohunga significa «maestro» o «experto». Según los maoríes, mi padre es uno de ellos. Les gustan sus considerandos...

Elaine abrió la puerta de la pensión. No obstante, él se negó a pasar antes que ella y aguantó diestramente la puerta abierta con el pie para que la joven entrara. Ella estaba radiante.

William recordó que el padre de la muchacha era juez de paz y su hermano Stephen estudiaba Derecho. Tal vez debería mencionar sus propias aspiraciones en ese terreno.

—Vaya, yo no he llegado tan alto en mis estudios jurídicos —dejó caer—. ¿Y habla usted maorí, señorita?

Elaine se encogió de hombros, si bien con la alusión a los estudios de Derecho sus ojos se habían abierto como platos, tal como él esperaba.

—No tan bien como debería. Siempre hemos vivido bastante lejos de la tribu más cercana. Pero mis padres lo conocen bien, asistieron a la escuela, en las llanuras, con niños maoríes. Yo sólo veo maoríes cuando hay pleitos entre ellos y los pakeha, y mi padre tiene que intervenir. Y por suerte esto pasa pocas veces. ¿De verdad ha estudiado Derecho?

William le informó de forma vaga sobre los tres semestres en Dublín. Pero había llegado el momento de separarse. Las campanillas de la puerta habían resonado cuando ellos entraron, así que de inmediato aparecieron Mary y Laurie y los saludaron con un alegre gorjeo. Una de las mellizas cogió a William la colada y no se contuvo en alabarlo por su colaboración. La otra le indicó que tenía el baño preparado. Debía darse prisa porque la comida se serviría pronto; el resto de los comensales ya estaba en el comedor y seguro que nadie querría esperar.

William se despidió cortésmente de Elaine, cuya decepción resultó patente. Así pues, el joven tenía que intentar algo más.

—¿Qué se hace en Queenstown cuando se desea invitar a una señorita a un respetable pasatiempo? —preguntó poco antes de la cena al más joven de los empleados del banco.

Habría preferido que la señorita Helen no lo oyera, pero ella, aunque de edad avanzada, tenía oído de lince. Dirigió su atención de forma discreta a la conversación de los hombres.

—Depende de lo decente que sea —respondió con un suspiro el empleado—. Más bien, depende de la dama en cuestión. Hay ladies para quienes casi ningún pasatiempo es lo suficientemente virtuoso... —Sabía de lo que hablaba, pues llevaba semanas intentando cortejar a su compañera de hospedaje, la joven profesora—. A ella, como mucho, se la puede acompañar el domingo a la iglesia... lo que no constituye precisamente un pasatiempo. Pero a las señoritas normales se las puede invitar a las comidas campestres que celebra la comunidad. O incluso tal vez al squaredance cuando la asociación de amas de casa organiza un baile. En el Hotel de Daphne hay uno cada sábado, claro, pero no es de los respetables...

—Deje que la señorita O’Keefe le muestre la ciudad —terció el empleado de mayor edad—. Seguro que lo hace de buen grado, a fin de cuentas se ha criado aquí. En cualquier caso, es una actividad inofensiva.

—Si no se internan en los bosques —se entremetió con sequedad la señorita Helen—. Y si la dama en cuestión es en efecto mi nieta, es decir, una señorita muy especial, antes debería quizá pedir permiso a su padre...

 

 

—¿Qué sabes con certeza de ese joven?

Se trataba de otra cena, pero el tema era el mismo. En este caso, Ruben O’Keefe interrogaba a su hija. Si bien hasta el momento William no había osado invitarla, Elaine se lo había vuelto a encontrar justo al día siguiente. De nuevo «por pura casualidad», en esta ocasión ante la entrada de la funeraria. Un punto de encuentro mal elegido, pues a Elaine no se le ocurría qué asunto urgente podría tener que resolver en ese lugar. Por añadidura, Frank Baker, el enterrador, era un viejo amigo de su padre y su esposa era una cotilla. La relación entre Elaine O’Keefe y William Martyn («un tipo de los campamentos de buscadores de oro», como sin duda lo definiría la señora Baker) ya era conocida por todos los lugareños.

—Es un caballero, papá. De verdad. Su padre tiene una propiedad en Irlanda. ¡E incluso ha estudiado Derecho! —informó Elaine, no sin orgullo al referirse a los estudios. Era en efecto un auténtico triunfo en el currículo de su hombre ideal.

—Ajá. Y luego decidió venir a buscar oro, ¿no? ¿Hay en Irlanda demasiados abogados o qué? —ironizó Ruben.

—¡Tú también buscaste oro en tus tiempos! —le recordó su hija.

Él sonrió. Elaine tampoco habría sido una mala abogada. En el fondo, le resultaba difícil ser severo con ella, pues por mucho que quisiera a sus hijos varones, adoraba a su hija. Además, Elaine se parecía demasiado a su amada Fleurette. Salvo por el color de los ojos y la naricilla puntiaguda, era casi una réplica de su madre y su abuela. El tono rojizo de su cabello se diferenciaba un poco del de sus antecesoras. El pelo de Elaine era más oscuro y quizás algo más fino y rizado que el de Fleurette y Gwyneira. Ruben, por su parte, sólo había legado a los hijos sus serenos ojos grises y el cabello moreno. Stephen, en especial, era «el vivo retrato de su padre». El más joven, Georgie, era emprendedor e inquieto. En el fondo, todo encajaba estupendamente: Stephen seguía los pasos de su padre respecto a la jurisprudencia y Georgie se interesaba por el comercio y soñaba con abrir filiales de los Almacenes O’Kay. Ruben era un hombre afortunado.

—William Martyn se vio involucrado en un escándalo —intervino Fleurette, mientras depositaba un gratinado sobre la mesa. Ese día se servía el mismo plato en la pensión de Helen. Así pues, Fleurette no había cocinado, sino encargado a Laurie y Mary una «cena para llevar». Tampoco había estado en la tienda.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó su marido, mientras Elaine casi dejaba caer el tenedor de la sorpresa.

—¿Un escándalo? —susurró.

Un rayo cruzó el rostro todavía marfileño de Fleurette. Siempre había sido una magnífica espía. Ruben todavía recordaba el modo en que ella le había desvelado «el misterio en torno a O’Keefe y Kiward Station».

—Bueno, hoy por la tarde he ido de visita a casa de los Brewster —respondió como quien no quiere la cosa. Ruben y Fleurette conocían a Peter y Tepora Brewster desde su niñez. Peter era un agente de importaciones y exportaciones y al principio había abierto un negocio de lana en las llanuras de Canterbury. Luego, cuando su esposa Tepora, que era maorí, había heredado tierras en Otago, se habían mudado allí. Ahora vivían cerca de la tribu de Tepora, unos quince kilómetros al oeste de Queenstown, y Peter dirigía la exportación del oro que ahí se extraía—. Acaban de recibir visita de Irlanda: los Chesfield.

—¿Y crees que ese William Martyn es más conocido que la reina Victoria en toda Irlanda? —preguntó Ruben—. ¿Cómo se te ha ocurrido preguntarles?

—Pues he acertado, ¿no? —replicó Fleurette con picardía—. Ahora en serio. No podía saberlo, claro. Pero lord y lady Chesfield pertenecen a la genuina aristocracia británica. Y por lo que la abuela Helen averiguó, el joven proviene de círculos afines. E Irlanda tampoco es tan grande, ¿verdad?

—¿Y qué es lo que ha hecho el tesorito de Lainie? —preguntó Georgie, curioso, mientras dirigía una mueca a su hermana, disfrutando de su apuro.

—¡No es mi tesorito! —protestó Elaine, y se contuvo. A fin de cuentas, también ella quería saber en qué escándalo se había visto envuelto William Martyn.

—Bueno, tampoco lo sé con exactitud. Los Chesfield han hecho conjeturas. Sea como fuere, Frederic Martyn es un importante noble rural, en eso Lainie tiene razón. Sin embargo, William no tiene herencia pues es el hijo menor, además de la oveja negra de la familia. Simpatizó con la Liga Irlandesa de la Tierra...

—Pues eso más bien habla en favor del chico —terció Ruben—. Lo que los ingleses hacen en Irlanda es un crimen. ¿Cómo puede permitirse que la mitad de la población se muera de hambre cuando uno tiene los sacos llenos de grano? Los arrendatarios trabajan por una miseria, mientras los terratenientes no dejan de engordar. ¡Me parece muy elogiable que el joven apoye a los campesinos!

Elaine estaba radiante.

Su madre, por el contrario, parecía preocupada.

—No cuando las cosas degeneran en actos terroristas —observó—. Y eso es lo que ha contado lady Chesfield. William Martyn estuvo implicado en un atentado.

Su marido frunció el entrecejo.

—¿Cuándo? Por lo que sé, los últimos y mayores levantamientos se produjeron en Dublín en 1867. Y de actividades aisladas de los fenianos o de otras organizaciones independentistas no se menciona nada en el Times. —Ruben solía recibir periódicos ingleses con un retraso de varias semanas, pero los leía con atención.

Fleurette se encogió de hombros.

—Probablemente fracasara antes de causar daños graves. O puede que sólo estuviera en la etapa de planificación, no sé. Al fin y al cabo, William tampoco está en una cárcel, sino que corteja abiertamente y con su auténtico nombre a nuestra hija. Ah, sí, hablando del tema se mencionó otro nombre. Un tal John Morley...

Ruben sonrió.

—Entonces seguro que se trata de una equivocación. John Morley de Blackburn es el ministro para Irlanda y reside en Dublín. Respalda la Ley de Autonomía. Es decir, está del lado de los irlandeses. Matarlo no favorecería en absoluto a la Liga de la Tierra.

Fleurette empezó a servir.

—Es lo que digo, los Chesfield no se han expresado con toda claridad al respecto —comentó—. También podría ser que no tuviera nada que ver. Una cosa sí es segura: ahora William Martyn está aquí y no en su amada Irlanda. Algo raro en un patriota. Cuando se exilian por propia iniciativa es a América, donde se reúnen con sus correligionarios. Un activista irlandés en un yacimiento de oro de Queenstown es algo bastante raro.

—¡Pero no malo! —se precipitó a aclarar Elaine—. Puede que quiera encontrar oro y luego comprarle tierras a su padre y...

—Muy probablemente —intervino Georgie—. ¿Podría comprarle toda Irlanda a la reina?

—En cualquier caso tenemos que vigilar a ese joven —dijo Ruben, dando por terminado el tema—. Si quiere salir de paseo contigo —añadió haciendo un guiño a Elaine, a quien casi se le cortó la respiración ante la mera idea—, y es una intención que ha expresado, según me ha contado un pajarito, puedes invitarlo a cenar. Bien, y ahora tú, Georgie. ¿Qué me ha dicho esta mañana la señorita Carpenter sobre tus deberes de matemáticas?

Mientras su hermano se volvía para explicarse, Elaine apenas logró dar bocado debido a los nervios. ¡William Martyn se interesaba por ella! ¡Quería ir a pasear con ella! ¡Puede que hasta a bailar! O al menos a la iglesia. ¡Sí, eso sería fabuloso! Todo el mundo vería que ella, Elaine O’Keefe, era una señorita cortejada por el único caballero británico que se había perdido en Queenstown. ¡Las otras chicas se pondrían verdes de envidia! Y sobre todo su prima, esa Kura-maro-tini de la que todos decían que era tan hermosa y cuya visita a Queenstown se hallaba rodeada de un oscuro misterio. Seguro que había involucrado un hombre. ¿O qué otros misterios oscuros iba a haber? Elaine apenas si podía esperar a que William le pidiera para salir. ¿Y adónde irían a pasear?

 

 

Al final ambos jóvenes salieron, una vez que William le hubo preguntado galantemente si le apetecería enseñarle Queenstown. Elaine lo consideró una excusa galante. Queenstown consistía prácticamente en la calle Mayor, y la barbería, la herrería, la oficina de correos y los almacenes no precisaban de mayores explicaciones. Interesante era, como mucho, el Hotel de Daphne, pero Elaine y William describirían, como era natural, un rodeo para evitarlo. Finalmente, Elaine decidió ampliar un poco el concepto de «ciudad» y llevar a su príncipe azul por el camino del lago.

—El Wakatipu es enorme, pese a que no parezca tan grande debido a las montañas que lo circundan. Pero de hecho mide casi trescientos kilómetros cuadrados. Además, siempre está en movimiento. El agua sube y baja continuamente. Los maoríes dicen que son los latidos del corazón de un gigante que duerme en las profundidades del lago. Pero claro, eso sólo es una leyenda. Los maoríes cuentan muchas historias de esa clase, ¿sabe?

William sonrió.

—También en mi país abundan las leyendas. De hadas y leones marinos que en las noches de luna llena adoptan forma humana...

Elaine asintió con vehemencia.

—Sí, lo sé. Tengo un libro de cuentos irlandeses. Y mi caballo lleva el nombre de un hada: Banshee. ¿Le gustaría conocerlo? Es una yegua cob. Mi otra abuela trajo de Gales a sus antepasados.

William fingió interés, pues los caballos no le atraían demasiado. Tampoco le importaba que Gwyneira Warden hubiera traído de su tierra a los ancestros del animal. Sí le importaba, y mucho, el hecho de que por la noche, tras el paseo, conocería a los padres de Elaine, Ruben y Fleurette O’Keefe. Claro que ya los había visto y habían mantenido una breve conversación, pues había comprado todo en su tienda. Sin embargo, ahora lo habían invitado a cenar e iba a establecer una relación privada. Y tal como estaba la situación, eso era de extrema urgencia. Por la mañana, Joey había acabado disolviendo su sociedad. Si bien el experimentado buscador de oro había aguantado pacientemente los primeros días, la «falta de chispa» de William, como él lo llamaba, había acabado con sus nervios en poco más de una semana. William, a su vez, encontraba normal dedicarse a terminar el lavadero de oro más pausadamente tras los primeros días de trabajo duro, sobre todo porque quería que se le pasaran las agujetas. Y tenían tiempo, al menos William. Joey, por el contrario, le había dejado claro que, para él, cada día que pasaba sin encontrar oro era un día perdido. Y no se refería a pepitas grandes como canicas, sino a un poco de polvo de oro que le garantizara el whisky y su porción diaria de cocido o carne de carnero en el campamento.

«Con un chaval tan malcriado como tú nunca se llega a nada», le había espetado. Y se había buscado otro socio, uno que tenía una concesión tan prometedora como la de William y que había aceptado repartir beneficios con Joey.

Así pues, William debía continuar por su cuenta o buscarse otra ocupación. Y prefería esto último. Al anochecer ya se apreciaba un anticipo del invierno en las montañas. En julio y agosto, Queenstown debía de estar totalmente nevada, lo que sin duda ofrecería un hermoso espectáculo. Pero ¿lavar oro en un río helado? No era capaz de imaginarse algo peor. Seguro que Ruben O’Keefe le daría buenos consejos.

 

 

William ya había visto la casa de los O’Keefe junto al río. Comparada con la finca de su padre no impresionaba demasiado: una acogedora casa de madera con jardín y un par de establos. Claro que, en lo que a residencias señoriales se refería, uno tenía que bajar el nivel en ese nuevo país. Y salvo por su arquitectura algo primitiva, Pepita de Oro tenía puntos en común con las residencias de la nobleza rural inglesa. Por ejemplo, los perros que se abalanzaban sobre uno cuando pisaba el terreno. La madre de William había tenido corgis, pero aquí se dedicaban a la cría de una especie de collie. Perros pastores, y, como Elaine explicó encantada, también importados de Gales. La madre de Elaine, Fleurette, había traído consigo la perra Gracie de las llanuras de Canterbury y Gracie se había afanado en multiplicarse. William ignoraba para qué necesitaban tantos chuchos, pero para Elaine y su familia formaban simplemente parte de la casa. Ruben O’Keefe todavía no había llegado, así que William tuvo que aguantar todavía un paseo por los establos y conocer la maravillosa Banshee de Elaine.

—¡Es especial porque es blanca! En los cobs es algo bastante extraño. Mi abuela sólo tenía negros y canelos. Pero Banshee desciende de un pony galés de montaña que le regalaron a mi madre cuando era niña. Es sumamente viejo, hasta yo lo he montado.

Elaine no cesaba de parlotear, pero a William no le molestaba. Aquella muchacha le resultaba cautivadora, su temperamento vivaz le levantaba el ánimo. Parecía no poder estarse quieta. Sus rizos pelirrojos se balanceaban al compás de sus gestos. Además, ese día se había arreglado para él. Llevaba un vestido verde hierba adornado con encajes marrones. Intentaba en vano contener la melena con cintas de terciopelo en una especie de coleta, pero ya antes de haber terminado la excursión por la ciudad, su cabello estaba tan alborotado como si no se lo hubiera peinado en absoluto. William empezó a pensar en cómo sería besar a esa criatura asilvestrada. Había vivido experiencias con muchachas más o menos accesibles en Dublín, así como con las hijas de sus arrendatarios; algunas eran muy complacientes cuando a cambio obtenían algún beneficio para sus familias, aunque otras se mostraban recatadamente virtuosas. En cualquier caso, Elaine le despertaba instintos protectores. Por lo menos al principio, William había visto en ella a una muchacha adorable antes que a una mujer. Seguro que sería una experiencia fascinante; pero ¿y si la chica se tomaba el asunto en serio? No cabía duda de que estaba perdidamente enamorada. Elaine era incapaz de disimular: los sentimientos que experimentaba hacia William eran inequívocos.

Naturalmente, tampoco esto se le escapaba a Fleurette O’Keefe, y por eso estaba preocupada cuando recibió a los jóvenes en la galería de la casa.

—Bienvenido a Pepita de Oro, señor Martyn —dijo sonriendo, al tiempo que le tendía la mano—. Pase y tome un aperitivo con nosotros. Mi marido no tardará, se está cambiando para la cena.

Para sorpresa de William, la bodega de los O’Keefe estaba bien provista. Debían de ser buenos conocedores de caldos. El padre de Elaine descorchó un burdeos para que respirase antes de la comida, y sirvió un whisky irlandés de primera calidad. William lo estuvo removiendo en su copa hasta que Ruben brindó.

—¡Por su nueva vida en un nuevo país! Estoy seguro de que añora Irlanda, pero esta tierra tiene futuro. Si se integra aquí, no le resultará difícil amarla.

William brindó con él y propuso otro brindis:

—Por su maravillosa hija, que me ha introducido tan magníficamente en la ciudad. Muchas gracias por el paseo, Elaine. A partir de ahora, sólo veré este país a través de sus ojos.

La joven resplandeció y todos brindaron.

Georgie puso los ojos en blanco. ¡Su hermana ya podía ir diciendo que no estaba enamorada!

—¿Es cierto que se adhirió usted a los fenianos, señor Martyn? —preguntó el muchacho, curioso. Había oído hablar de los movimientos independentistas de Irlanda y estaba ávido de escuchar historias emocionantes.

William pareció alarmarse.

—¿A los fenianos? No entiendo... —¿Qué sabían allí de su vida anterior?

A Ruben la pregunta le resultó incómoda. ¡Su invitado no tenía por qué enterarse de las pesquisas de Fleurette a los cinco minutos de haberse presentado!

—Por favor, Georgie. Claro que el señor Martyn no es un feniano. El movimiento independentista está prácticamente apagado en Irlanda. Cuando se produjeron los últimos levantamientos, ¡el señor Martyn todavía debía de llevar pañales! Disculpe, señor...

—Llámeme William.

—William. Pero mi hijo ha oído rumores... Para los jóvenes de aquí, cualquier irlandés es un luchador por la libertad.

William sonrió.

—No todos lo son, George —dijo mirando al hermano de Elaine—. Si lo fueran, ya haría tiempo que la isla se habría independizado... Pero cambiemos de tema. Tiene aquí una bellísima propiedad...

Ruben y Fleurette hablaron un poco de su finca, Pepita de Oro, con lo que Ruben expuso de forma divertida la historia de su fracasada búsqueda de oro. William se sintió alentado. Si el mismo padre de Elaine había fracasado en las minas, sin duda entendería sus propias dificultades. Al principio no habló de ello, sino que dejó que los O’Keefe condujeran la conversación. Como cabía esperar, lo interrogaron a fondo, pero él se desenvolvió sin problema. Contó con fluidez lo relativo a sus orígenes y formación. Esta última respondía a lo habitual en su estrato social: un profesor privado durante los primeros años, un internado inglés de elite y al final el college. No había concluido los últimos estudios, pero obvió mencionarlo. También dio una vaga explicación acerca de sus quehaceres en la granja de su padre. Por el contrario, se explayó en los estudios de Derecho en Dublín. Sabía que O’Keefe se interesaría por ello y, puesto que éste sacó enseguida el tema de la Ley de Autonomía irlandesa, William habló con soltura. Cuando la cena tocaba a su fin, estaba convencido de haber causado una buena impresión. Ruben O’Keefe mostraba una actitud relajada y amistosa.

—¿Y qué hay de la búsqueda de oro? —preguntó al final—. ¿Ya está a punto de hacerse rico?

Era la ocasión. William puso cara de preocupación.

—Me temo que ha sido un error, señor —admitió—. Y no puedo alegar que no me lo hubieran advertido. Su encantadora hija ya me avisó en nuestro primer encuentro que la explotación de oro era algo más para soñadores que para colonos serios. —Sonrió a Elaine.

Ruben enarcó las cejas.

—Sin embargo, la semana pasada daba usted una impresión muy distinta. ¿No ha comprado todo el equipo necesario para esos menesteres, incluso una tienda de campaña?

William hizo un gesto contrito.

—A veces uno debe pagar por sus errores —respondió quejumbroso—. Pero han bastado unos pocos días en mi concesión para desilusionarme. El rendimiento no ha sido proporcional al esfuerzo...

—¡Eso depende! —terció Georgie—. Mis amigos y yo fuimos a lavar oro la semana pasada y Eddie, el hijo del herrero, encontró una pepita de oro por la que le pagaron treinta y ocho dólares.

—Pero tú te pasaste todo el día y ni siquiera ganaste un dólar —le recordó Elaine.

Georgie se encogió de hombros.

—Tuve mala suerte.

El padre asintió.

—Eso resume la esencia de la fiebre del oro. Es un juego de azar y sólo en pocas ocasiones se obtienen auténticos beneficios. La mayoría de las veces funciona de forma irregular. Los hombres se mantienen a flote con los beneficios de sus concesiones, pero todos esperan el verdadero golpe de suerte.

—Yo creo que la suerte aguarda en otro lugar —declaró William, y lanzó una breve mirada a Elaine.

El rostro de la muchacha se iluminó: todos sus sentidos estaban concentrados en aquel joven sentado a su lado. A sus padres no les pasó por alto el cruce de miradas.

Fleurette no sabía por qué, pero, pese a la imagen impecable que ofrecía su invitado, tenía una sensación desagradable. Su marido no parecía compartirla y sonrió.

—¿Y qué planes tiene ahora? —preguntó cordialmente.

—Pues... —William hizo una pausa efectista, como si no se hubiera planteado esa cuestión hasta el momento—. La noche que llegué, uno de los empleados del banco me dijo que era mejor que me centrara en las cosas que realmente conozco. Bueno, lo más probable es que se refiriera a la administración de una granja de ovejas...

—¿Quiere mudarse? —se alarmó Elaine, pese a que intentó mostrar indiferencia.

William se encogió de hombros.

—A mi pesar, Elaine, muy a mi pesar. Pero el centro de la cría de ovejas está en las llanuras de Canterbury, claro...

Fleurette le sonrió, sintiéndose extrañamente aliviada.

—Tal vez podría proporcionarle una carta de recomendación. Mis padres tienen una gran granja en Haldon y muy buenos contactos.

—Pero eso está muy lejos... —Elaine intentaba dominar la voz, pero aquella noticia inesperada se le había clavado como una espina en el corazón. Si William se marchaba y no volvía a verlo... Notó que la sangre le subía al rostro. Precisamente ahora, precisamente él...

O’Keefe percibió tanto el alivio de su esposa como la desesperación de su hija. Fleurette quería alejar a ese joven de Elaine, incluso si no tenía del todo claro el motivo. De momento, a él le había causado una buena impresión. Y brindarle una oportunidad en Queenstown tampoco significaba un compromiso matrimonial.

—En fin... tal vez las habilidades del señor Martyn no se limiten a la crianza de ovejas —intervino con jovialidad—. ¿Qué tal se le da la contabilidad, William? Podría necesitar a alguien en la tienda que me descargue del engorroso papeleo. Claro que si aspira ya a un puesto importante en una granja...

La expresión de Ruben dejó claro que tal aspiración sería ilusoria. Ni Gwyneira Warden ni los demás criadores de ovejas del Este estaban esperando a un joven e inexperto petimetre de Irlanda para que les dijera cómo administrar sus granjas. El propio Ruben no se interesaba por las ovejas, pero había crecido en una granja de esa naturaleza y no era tonto. La cría y mantenimiento de ganado en Nueva Zelanda tenía poco que ver con la ganadería en Gran Bretaña e Irlanda, Gwyneira Warden siempre lo decía. Incluso la granja de su padre había sido demasiado pequeña para arrojar beneficios, y eso que tenía tres mil ovejas. El padre de Gwyneira en Gales no llegaba a tener mil animales y estaba considerado uno de los más importantes criadores del país. Tampoco mencionó a William nada acerca de los pastores o esquiladores pendencieros que trabajaban en las cuadrillas en Nueva Zelanda.

El joven sonrió incrédulo.

—¿Significa eso que me está ofreciendo trabajo, señor O’Keefe?

Ruben asintió.

—Si le interesa. Como contable en mi negocio no se hará rico, pero adquirirá experiencia. Y cuando mi hijo se encargue de las sucursales en otras ciudades pequeñas —señaló a Georgie con un gesto—, habrá más posibilidades de ascenso.

William no tenía ninguna intención de hacer carrera en una ciudad pequeña como encargado de ninguna sucursal. En realidad pensaba en su propia cadena de tiendas o en entrar en el negocio por vía del matrimonio si las cosas seguían evolucionando de forma tan favorable. Pero la oferta de su anfitrión ya era un comienzo.

De nuevo lanzó a Elaine una mirada significativa, y ella contestó feliz, alternando rubor y palidez. A continuación, William se puso en pie y tendió la mano a O’Keefe.

—No lo defraudaré —declaró ceremonioso.

Ruben le estrechó la mano.

—¡Por una buena colaboración! Deberíamos celebrarlo con otro whisky. Esta vez con uno del país. A fin de cuentas, desea usted instalarse por un largo período aquí.

Elaine acompañó a William cuando éste se despidió. Los alrededores de Queenstown mostraban su mejor faceta. La luna iluminaba las imponentes montañas y una miríada de estrellas tachonaban el cielo. El río parecía de plata líquida y en el bosque se oían las aves nocturnas.

—Es extraño que canten a la luz de la luna —dijo reflexivo William—. Como si fuera un bosque encantado.

—Yo no llamaría cantar a ese griterío... —Elaine tenía poco de romántica, aunque se esforzaba. Se acercó discretamente a él.

—Ese griterío es una canción de amor para las hembras —observó William—. La cuestión no reside en lo bien que se hagan las cosas, sino en para quién se hacen.

El corazón de Elaine se desbocaba. ¡Era obvio que él lo había hecho por ella! Sólo por su causa había renunciado a un trabajo bien remunerado en la dirección de una granja de ovejas para desempeñar tareas secundarias con su padre. Se volvió hacia el joven.

—No tendría... Me refiero a que no tendría que haberlo hecho —dijo con timidez.

William contempló aquel rostro franco e iluminado por la luna, alzado hacia él con una mezcla de inocencia y esperanza.

—A veces no hay elección —susurró. Y la besó.

La noche estalló para Elaine.

 

 

Fleurette observaba a su hija desde la ventana.

—¡Se están besando! —exclamó, y vació su copa de vino de un sorbo, como si bebiendo pudiese borrar aquella imagen.

Su marido rio.

—¿Qué otra cosa esperabas? Son jóvenes y están enamorados.

Ella se mordió la lengua y se sirvió más vino.

—Con tal de que no tengamos que arrepentirnos... —murmuró.

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