Pequeños monstruos. El largo aprendizaje de la maldad

Fragmento

Creditos

1.ª edición: abril, 2015

© 2015 by Francisco Pérez Abellán

© Ediciones B, S. A., 2015

Consell de Cent, 425-427 - 08009 Barcelona (España)

www.edicionesb.com

Depósito Legal: B 5718-2015

ISBN DIGITAL: 978-84-9069-035-2

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Contenido

Contenido

Portadilla

Créditos

 

Prólogo

I. ¿Por qué matan los más pequeños?

II. Los menores pagan menos

III. Los monstruos de Liverpool

IV. Los asesinos de Sandra Palo

V. Escalofrío en el instituto Columbine

VI. El asesino de la catana

VII. Las niñas asesinas de San Fernando

VIII. El asesinato de la niña de Orihuela

IX. Menores que no tienen miedo a nada

X. El error de la Ley del Menor

XI. La muerte de la turista griega

XII. Los menores presos tendrán derecho a practicar sexo

XIII. ¿Qué son capaces de hacer los menores?

XIV. Los menores de edad y la pena de muerte

XV. Los menores y las bandas

XVI. Los centros de reclusión

XVII. Ladrones de tres años

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Prólogo

¿Puede haber ladrones de tres años, homicidas de cuatro y asesinos de diez? ¿Hay adictos a la cocaína de ocho años?

En este trabajo del mejor periodismo encontrará todos los datos para valorar la situación real que nos amenaza: bandas organizadas de jóvenes que protagonizan atracos y crímenes, menores envalentonados que se enfrentan a la policía gritando «cuidado conmigo» y los peores asesinatos de chicos que experimentan con el satanismo, la brujería, la búsqueda de la fama a través del crimen y la satisfacción despiadada de sus deseos, en la falsa creencia de que les saldrá barato.

En nuestro país ya hay criminales de catorce años, capaces de planificar violaciones con estrangulación, fabricación de coartada, borrado de pruebas y ocultación del cadáver. Y se descubren con frecuencia otros en la franja de los dieciséis como el asesino de la catana y las niñas asesinas de Cádiz.

Todavía no hemos llegado a los asesinos de diez años que se dan en otros países, pero ¿se hace algo para evitarlo? ¿Es apropiada la justicia de menores?

En la actual legislación se ha creado «un niño jurídico» que resulta un tremendo anacronismo con los jóvenes actuales, formados e informados, que cometen los peores delitos. Los chicos de catorce hoy están mucho más preparados que los de veintiuno de hace sólo unas décadas. En nuestro país un adolescente de trece años, según el Código Penal, puede hacer el amor con quien quiera y si es niña algunos estamentos sociales ven con buenos ojos que tome la píldora poscoital sin que se informe a los padres, para todo lo cual son responsables y se les reconoce dueños de sí mismos, pero si cometen un homicidio pasan a ser inimputables, jurídicamente no responsables, porque se convierten de nuevo en niños. Malvados, pero niños. Los niños asesinos, como demuestran algunas reflexiones de los imputados, son conscientes de que tienen bula para experimentar las sensaciones más atroces.

Crece la delincuencia entre los más pequeños y cada vez son más los delitos graves cometidos por menores, lo que alarma a policías y jueces. Los criminales empiezan antes con los delitos que afectan a la integridad y la vida. ¿Qué le pasa a la sociedad que no protesta y exige que se hagan leyes adecuadas a los tiempos que vivimos?

Una democracia no tiene por qué ser débil y mucho menos tonta.

La reciente Ley del Menor es protestada y combatida. Se la acusa de provocar impunidad. ¿Es ciertamente una ley de laboratorio que ignora la realidad? ¿Por qué se gasta mucho más dinero en el tratamiento de los delincuentes que en la prevención del delito?

El criminal no nace sino que se hace en la infancia. Los menores se convierten en delincuentes porque crecen abandonados. No suelen ser objeto de atención hasta que integran una de las muchas Bandas del Chupete.

Si nadie introduce orden en este desbarajuste, que considera a los chicos responsables sólo como sujetos de derechos pero no de deberes, la delincuencia crecerá como una bola de nieve arrollando todo a su paso.

Francisco Pérez Abellán

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I

¿Por qué matan los más pequeños?

La sociedad se avergüenza del crimen cometido por un niño. No sólo los padres y demás parientes, sino todos lo que le rodean, la totalidad de los naturales del país en el que sucede. El crimen por mano de un niño pone de relieve los males de la educación, del comportamiento de los adultos, de su falta de atención y cuidado. Por eso suele inventarse con frecuencia lo del «hecho accidental». Raras veces se trata de un homicidio premeditado o de un claro asesinato. Las más de las veces la muerte provocada por un niño suele maquillarse, como resultado de algo imprevisible o inevitable. El homicida más joven del que se tiene noticia no pertenece a un país perdido en el mapa, subdesarrollado y miserable. El lugar donde se empieza a matar a más tierna edad es la nación más poderosa de la Tierra, el lugar de la superabundancia, el triunfo de la técnica y los avances científicos: Estados Unidos de América. Allí se ha dado el caso de un pequeño de tres años que ha disparado contra otro de dos, llamado Willis Hills, en Tampa, Florida, hiriéndole de gravedad en la cabeza, por lo que fue ingresado en el hospital en estado crítico. Según las explicaciones urgentes de los adultos, fue herido al dispararse «accidentalmente el arma» con la que jugaba. Para las autoridades se trató de «un trágico accidente». Mucho mejor esto que reconocer que los instintos dominadores del «pequeño matón» le hicieron disparar contra el que consideraba su adversario. Cierto que a tan corta edad es difícil establecer qué grado de percepción tiene un ser humano. Pero resulta evidente que dispone de las facultades para distinguir un arma de todo lo demás del entorno y es capaz de apretar el gatillo. Un dato más: la única forma de que el proyectil se inserte en la cabeza de otro es que el cañón le esté apuntando. Hay una posibilidad entre millones de que todo sucediera por casualidad: el arma estaba en un lugar inadecuado, cargada, el niño golpeó el gatillo sin querer, el cañón apuntaba a la cabeza del otro… Porque hay una posibilidad más real de que el frustrado homicida de tres años, por un impulso que sólo los expertos, si lo buscan, podrán determinar, se hiciera con el arma sabedor de lo que era capaz de hacer y apuntara con ella al amigo con el que jugaba. ¿No nos sorprenden los niños pequeños con sus sonrisas y sus aciertos? ¿Por qué no pueden sorprendernos con su agresividad o impulsos de dominación?

En un mundo que no quiere reconocer el mal ejemplo que da a sus retoños, decir que los niños de tres años, según puede comprobarse, son capaces de elegir un arma y disparar más allá de un simple juego, parece una herejía. No obstante, la realidad es tozuda porque precisamente se impone en una sociedad compleja, presidida por los intereses económicos, la competitividad feroz y el afán de dominio, y no en una tribu perdida, donde se dan casos de homicidas casi lactantes, algo que debería hacernos reflexionar sobre la pirámide de valores que se traduce en una mala influencia, en la que crece el niño rodeado de estímulos negativos.

Sin salir de Estados Unidos, luz y ejemplo de tantas cosas, en abril de 1998, en Greensboro, Carolina del Norte, un niño de cuatro años mató a otro de seis durante la celebración del cumpleaños de este último. Se trataba de uno de los amiguitos invitados a la fiesta que se hizo con una pistola del 38, cargada y lista para disparar, y de un solo tiro atravesó el cuello de Carlos G., que murió en el acto. Una testigo, de doce años, que asistió a la fiesta, declaró que el homicida acostumbraba a perseguir a sus amigos con pistolas de juguete, por lo que es posible que hiciera lo mismo con el muerto porque muchas pistolas de juguete son parecidas a las de verdad. Por supuesto que hay una responsabilidad criminal en quien dejó al alcance un arma cargada, pero tan evidente como eso es que el niño fue capaz de empuñarla, dirigirla al blanco y disparar acertando el tiro. No habría pasado nada si hubiera apuntado hacia otro lugar, pero lo hizo hacia la víctima que quería abatir. Es posible que se tratara sólo de una fantasía, puesto que los niños de esa edad no son capaces de distinguir la gravedad de sus actos. Sin embargo, no es menos cierto que su intención era eliminar a un adversario real o fingido, como también lo es que en seguida los encargados de quitar hierro al drama recurrieron al juego como explicación. Ya sabemos que los niños tan pequeños son inimputables por ley, pero ¿son también incapaces de actuar con intención?

Está bien que se cuestione la facilidad de acceso de los menores a las armas de fuego en Estados Unidos, pero no que se oculte la inclinación de los homicidas, desde muy pequeños, a utilizar las pistolas contra los demás. La policía, tal vez porque no es su trabajo, no se toma en serio la indagación de las circunstancias de un disparo mortal como el que analizamos. Sencillamente, dos pequeños manipulaban una pistola cuando se disparó. Vistas así las cosas no puede ser sino «un tiro accidental», cosa que, como se ha dicho, rara vez se produce. En una jornada de caza, uno de la partida puede manipular incorrectamente el arma, o alguien, de forma imprevista, cruzarse en el ángulo de tiro. Pero también hay que recordar que muchas veces se disfraza un suicidio con el socorrido asunto de que al estar limpiando el arma se disparó. Por supuesto que quien limpia un arma antes se asegura de que está descargada, como quien al cambiar una bombilla quita los plomos. No es que el accidente no exista, sino que la mentira es una moneda frecuente para comprar la conciencia.

Desde luego, los adultos son culpables del comportamiento delictivo de los niños, por eso tratan de disfrazarlo o taparlo. Llegan incluso a tratar a los pequeños como bestias irracionales: cualquier cosa con tal de no admitir que han engendrado en ellos un impulso homicida. Como es sabido, no sólo los padres de los pequeños, sino la sociedad en su conjunto reacciona de forma hipócrita y falsa a la hora de analizar un crimen protagonizado por niños. Están dispuestos a indagar la responsabilidad de quien dejó el arma al alcance de los pequeños pero no la culpa del que disparó: ¿quién dejó a su alcance la idea de matar? No quieren saberlo. Es mejor que la cosa quede en un juego de niños.

Carlos murió en la casa de su abuela, que le estaba cuidando. La pobre señora se encontraba en la cocina cuando se produjo el disparo en el primer piso. Mientras se sorprendía al encontrarse con su nieto moribundo, el agresor bajó a la calle donde lo encontró la policía inmerso en sus juegos como si tal cosa. ¿Y por qué no? Hemos dicho que era un homicida, no que hubiera dejado de ser un niño. Pese a su edad, fue capaz de imaginar que su mundo estaría mejor si derribaba a su amiguito, contra el que a lo peor guardaba algún tipo de rencor, envidia o amenaza. De lo que no cabe duda es de que con la pistola en la mano se sintió superior; es decir, como un adulto. Una cosa es que la ley no deba procesarle ni castigarle y otra que la sociedad ignore el hecho por el que un cachorro humano se transforma en criminal. Prestar oídos sordos es una práctica a nivel planetario, porque de esta forma se mantiene la hipocresía que disfraza los males de una comunidad, que produce monstruos muy poco después de haber sido destetados. El biberón en una mano y la pistola en la otra. La imagen de una sociedad avanzada que apenas presta atención a los niños, especialmente a los que crecen con problemas, trastornos emocionales o disfunciones de la personalidad en construcción.

El autor de la muerte de Carlos perseguía a todos con una pistola de juguete, seguramente porque era su forma de imponerse, una manera adquirida en un entorno en el que las armas son frecuentes e incluso su manejo o utilización produce un hábito que se hereda; esto es, que los bebés ya tienen una predisposición a tirar del gatillo, presuntamente desarrollada del modo en que se aprenden tantas cosas a base del hábito dominante. En Estados Unidos hay muchos lugares en los que los niños, desde muy pequeños, usan armas con la asistencia y compañía de un adulto, aunque está prohibido que las usen para cometer un delito, faltaría más. Por eso es un hecho admitido y supuestamente normal que los padres lleven los fines de semana a sus hijos a hacer prácticas de tiro. Esto explicaría la habilidad de los niños con las armas, pero en ningún modo su intención de matar.

Una vez entrenados, podrían ejercitarse disparando a botes o farolas, pero, sospechosamente, los jóvenes homicidas dirigen el cañón al cuerpo de sus enemigos. Incluso durante el juego, el arma no sirve para amenazar o disparar a los que forman parte del grupo de apoyo, sino contra las huestes enemigas: el odiado, el envidiado, el temido que deja de infundir temor en el punto de mira.

Suecia, otro país desarrollado, puntero en la lucha por los derechos humanos y el bienestar social, registra igualmente niños asesinos de muy corta edad. En agosto de 1998, en Arvika, dos hermanos de cinco y siete años, dieron muerte por estrangulamiento a Kevin, un pequeño de cuatro, hecho que sólo se descubrió tras dos meses de ardua investigación. Es decir, que los asesinos no sólo cometieron el crimen, sino que trataron de ocultarlo, comportándose como verdaderos delincuentes adultos.

Lo curioso es lo que dijo el comisario Rolf Sandberg para explicar la muerte de Kevin. Recurrió al tópico mundialmente aceptado: «Fue consecuencia de un juego —dijo. Y añadió—: Se trataba de decidir quién mandaba.» Más allá del topicazo para abúlicos, el policía pone el dedo en la llaga: los niños mataron por algo que suele ser motivo de guerra, disputa y asesinato sin cuento. O sea que mataron por lo que se suele matar. ¿Qué diferencia hay, por tanto, además del escándalo de la edad temprana, entre un asesino adulto y uno menor? Matan por las mismas cosas.

Los niños se estaban acometiendo tratando de establecer la supremacía, como los alemanes y los aliados en la Segunda Guerra Mundial, los rojos y los nacionales en la guerra española, los caballeros que se enfrentaban en duelo, como ha sucedido desde el principio de la humanidad, cuando la pelea dio con Kevin en tierra, donde los hermanos homicidas aprovecharon para estrangularlo con la rama de un árbol. En la indagación subsiguiente se descubrió que también le pisaron la garganta. El comisario, hijo de una civilización de la que se siente orgulloso, tras horrorizarse por la acción de los pequeños monstruos, dictaminó que necesitaban atención psicológica y reclamó la intervención de los asistentes sociales. Esas acciones lavan la culpa de la cloaca social. No sólo los inimputables son los propios niños delincuentes sino que la sociedad les exonera a la vez que se libra de su propia culpa.

Pese a ello, el comisario no actuó a la ligera y en su trabajo pudo recabar que había signos suficientes para determinar que el niño de siete años «comprendía lo que hacía». Todavía más: «Incluso hay indicios de que el de cinco años también sabía lo que hacía.» Con estas evidencias, que en el caso de adultos los habría hecho reos de asesinato, el asunto de los niños no es tal sino sólo «un juego que ha acabado mal». Es decir, que los niños, aunque sepan lo que hacen, sólo matan cuando juegan. O mejor, la muerte es sólo un juego para la infancia. Siguiendo con su indudable asesinato, los hermanos suecos arrastraron el cuerpo del adversario hasta dejarlo semioculto junto a un lago, donde también depositaron la rama de árbol que fue arma del crimen. Eso complicaría mucho la investigación que primero trató de capturar a un presunto obseso sexual, y luego, señaló a hijos de inmigrantes, como posibles autores; todo antes de reconocer que el mal crece en la avanzada sociedad sueca, entre retoños de ciudadanos llenos de privilegios, de protección social, educación y calidad de vida.

Los jóvenes mataron y ocultaron el cadáver: quizá jugaban a escapar del castigo, que es algo a lo que también jugaba mucho Al Capone, que dicho sea de paso fue un niño con problemas. Pequeño equivocado, que aprende a matar en sus juegos, según la hipócrita sociedad del bienestar.

En un ambiente menos opresivo por las maneras y el disimulo constante de las democracias occidentales, un niño ruandés, de nueve años, confesó ser el autor de varios asesinatos de pequeños. Entre sus víctimas hubo varias a las que torturó. En su caso está claro que la influencia llega del entorno, puesto que los hechos tuvieron lugar durante el genocidio reciente de la guerra de hutus y tutsis, olvidado por los pueblos civilizados que se miran el ombligo. En 1994, se produjeron unas ochocientas mil muertes. El padre del homicida fue a la cárcel por haber participado directamente en la matanza. En noviembre de 1999, en la prefectura de Cyangugu, el criminal de nueve años confesó el asesinato de una niña de tres, a la que liquidó a pedradas y bastonazos. Luego arrojó el cuerpo al retrete. Radio Ruanda informó de que el pequeño dijo haber cortado el cuello de otra víctima, estrangulado a una tercera y ahogado a otros. Tal y como lo explicó, el ruandés coincidió con la crème de la crème del crimen: «Cuando los mataba, una fuerza en mi interior me empujaba a hacerlo.»

Los adultos que más han matado en la historia no se olvidan de echarle la culpa a una fuerza que les nace de dentro. Es decir, un impulso común a los homicidas de cualquier edad. Como no podía ser menos, una vez reconocido el hecho, autoridades, vecinos, familiares directos y demás parientes, tratan de endosar el mochuelo a algún evento ajeno a la educación, el buen ejemplo, el cuidado y la atención que los niños precisan por el mero hecho de nacer. En este caso es preciso dar por bueno que tienen una excusa: está traumatizado por lo que vivió durante el genocidio.

Puede decirse que en un desastre de esta magnitud hubo muchos niños con traumas que no se convirtieron en asesinos. O más claramente, que sólo matan los que desarrollan impulsos homicidas, cosa que sucede en cualquier sitio, a cualquier edad.

Los estudiosos de la violencia infantil sostienen que existe un fenómeno en espiral que consistiría en que un niño, objeto de malos tratos, traslada esto a otros niños a los que viola o mata, mientras se agrava su propio trastorno. Veremos que hay ejemplos claros de este comportamiento, aunque no explica en su totalidad el fenómeno del asesinato entre los más pequeños.

¿Qué existencia llevan los pequeños antes de matar? ¿De quién aprenden la dureza de corazón que lleva al asesinato? En noviembre de 1998, en Río de Janeiro, Brasil, una niña de diez años reconoció haber dado muerte, por ahogamiento, a un amigo de cuatro, con el que se estaba peleando, como siempre en el transcurso de un juego. Harta de su resistencia le empujó a un riachuelo donde le mantuvo la cabeza bajo el agua hasta que expiró.

Llega el momento de establecer algunas líneas generales: los criminales de corta edad pueden ser tanto niños como niñas, aunque son más los varones que las hembras, es decir como sucede entre los adultos. Se establecen diferencias entre el simple homicidio, o muerte sin intención de matar, y el asesinato o crimen intencionado. Sucede en distintos puntos del globo, con un hecho común: la excusa de que se trata de un juego. Primera regla de oro: la muerte nunca es un juego.

Un delito muy complejo es el rapto de un niño de tres años seguido de violación y muerte. Es el que se le atribuye a un delincuente de sólo diez años en Estados Unidos, en marzo de 2003. La víctima se llamaba Amir Beeks y era de raza negra. Fue encontrado en un desagüe, en un pueblecito de Nueva Jersey. Las características generales son muy parecidas a las que fueron detectadas en un famoso asesinato que tuvo lugar en Inglaterra, donde dos niños de diez años dieron muerte a otro de dos, James Bulger, en 1993. Esto prueba como el crimen se repite en distinta época y país, sin que tenga que ser una copia o imitación, sino porque se reproducen las condiciones objetivas en las que es posible.

La tragedia de Amir Beeks sucedió en unos treinta minutos. Era el miércoles 27 de marzo, por la tarde, cuando agresor y víctima se encontraron en la biblioteca de Woodbridge, una localidad de menos de cien mil habitantes, situada a unos cincuenta kilómetros del corazón de Nueva York. Amir Beeks estaba acompañado por su hermana de cinco años y su madre adoptiva, que sintió la urgente necesidad de ir al baño. Aunque ahora parezca poco acertado, la señora no tuvo reparo en dejar el pequeño al cuidado de la hermanita, mientras atendía sus necesidades. Sólo fue un segundo, como suele decirse, pero lo bastante prolongado para que el agresor se las apañara para llevarse al chico sin utilizar la violencia.

Les vieron caminar con normalidad sin que aparentemente sucediera nada, por lo que se supone que el secuestrado iba ajeno a los propósitos del agresor. Era un chico blanco que jugaba con su patinete, con enorme tranquilidad, mientras que su víctima le seguía de buen grado. Según un testigo, se dirigían al parque. Mientras, la madre y la hermana buscaban al desaparecido con gran inquietud. Como si temieran que le hubiera pasado algo malo. Por más vueltas que dieron, fueron incapaces de encontrar su rastro. Horas después, alertada la policía, encontraron a Amir Beeks tirado en el desagüe. Su cuerpo mostraba signos de haber sido apaleado con ferocidad, valiéndose de un bate de béisbol. Estaba en coma, pero ya no se recuperaría y habría de morir al día siguiente en la UVI del hospital. La autopsia demostró que había sufrido violación y otros abusos sexuales.

Los policías, en seguida, encontraron la pista que les llevó al presunto responsable. Era un niño que pasaba mucho tiempo en la calle. Muchas veces con su bicicleta y siempre solo, sin amigos. Los vecinos tenían mala opinión de él, señalándolo como conflictivo. Solía reaccionar con violencia cuando simplemente se le prestaba atención. A veces maltrataba a otros pequeños: les tiraba piedras o los asustaba. Solía insultar a los mayores. Pudo saberse que vivía con su padre y que algunas vecinas desconfiaban de él, por lo que lo denunciaron en repetidas ocasiones a los servicios sociales. La madre había muerto mucho antes. El padre es abogado e incluso se le reconocen valores como haber trabajado en pro de los discapacitados, destacando en defender las normas que protegen a los ciegos, por ejemplo, a la hora de cruzar las calles, con lazarillo o bastón, concediéndoles siempre preferencia.

En el momento del asesinato, el agresor, del que no se difundió el nombre, había sido expulsado de la escuela, precisamente por haber agredido con una silla a su maestra. Debido a que por tener menos de catorce años no puede ser juzgado como adulto, fue conducido ante el tribunal de familia, donde le acusaron formalmente de secuestro, asesinato en primer grado y asalto sexual. La pena por asesinato se eleva a veinte años de prisión. Las conclusiones del fiscal no pueden ser más frívolas: «Creo que es un caso espantoso —declaró a los medios informativos. Y añadió—: Todo se debió a una trágica coincidencia. La víctima estaba en el peor sitio, en el peor momento.» Con esa visión del problema, por parte de los hombres de la ley, no es extraño que el crimen infantil crezca sin parar.

No se puede explicar a la sociedad una visión vaga y no comprometida, como si los hechos fueran resultado del azar. Un suceso terrible e inevitable sobre el que tomaremos algunas decisiones, también inevitables, como enterrar a la víctima, encerrar al pequeño asesino y olvidarnos del caso.

La primera cosa que debemos apreciar es que probablemente los hechos fueron resultado de una maquinación. El niño fue raptado con limpieza y rapidez porque el agresor estaba al acecho, en una ronda de merodeador a la busca de víctima. Luego se lo llevó, bajo engaño, con la incitación del juego y la facilidad para entablar relación que tienen los niños. Los hechos se precipitaron, puesto que se supone que sólo transcurrió un corto espacio de tiempo entre el momento del rapto y el de la violencia. Una vez a su disposición en un lugar solitario, el criminal, de diez años, abusó sexualmente de la víctima. Es probable que repitiera una conducta que le había tocado padecer. Pero todo esto no puede ocultar que estamos ante el comportamiento de un asesino que, más allá de su corta edad, ha planificado fríamente un crimen, con un propósito sádico. Basta con apuntar esta posibilidad con la intención de poner de relieve la crudeza y realidad de lo que muchas veces se enmascara como el acto irresponsable de un niño. No podemos afirmar que el pequeño agresor fuera plenamente consciente de las consecuencias terribles de sus actos, pero sin ninguna duda sabía que aquello estaba mal, producía dolor, entre otras cosas porque él mismo lo había sufrido, y proporcionaba un placer insano, prohibido. Por eso, tras golpear y violar a Amir Beeks, hasta dejarlo moribundo, huyó del lugar tratando hasta donde le permitía su percepción de la realidad de escapar del castigo. No es una conducta aislada, puesto que es mundialmente conocido el hecho similar que tuvo lugar en Liverpool, como se explica en otro lugar de este libro.

Los niños de diez años son capaces, por tanto, de sentir un impulso imparable que les empuja al abuso de víctimas menores, por tanto indefensas y fáciles de agredir, a las que apartan de los lugares habitados, para que queden por completo a su merced. Tra

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