Éire

Fragmento

Creditos

1.ª edición: abril, 2015

© 2015 by Salva Alemany

© Ediciones B, S. A., 2015

Consell de Cent, 425-427 - 08009 Barcelona (España)

www.edicionesb.com

Depósito Legal: B 9382-2015

ISBN DIGITAL: 978-84-9069-053-6

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—¡Hey Mac! ¿Qué cojones es esto? —preguntó Rob con el pico en la mano.

—¿El qué? —contestó su jefe mientras descargaba una pila de tubos de cobre.

—Parece un hueso —dijo Rob extrayendo y mostrando un fémur pequeño, amarillento y lleno de tierra.

—No lo parece, es un hueso —afirmó Mac observándolo sin atreverse a tocarlo— joder, igual alguien ha enterrado un perro en el jardín.

—No me jodas, ¡qué asco! —exclamó Rob mientras escarbaba de nuevo con el pico.

—Mételo en una bolsa y luego lo tiramos —concluyó Mac dándose la vuelta.

—Mac… —dijo Rob con la voz apagada.

—Mételo en una bolsa Rob —ordenó su jefe sin volverse.

—Mac… —repitió Rob con la voz entrecortada.

—¿Qué coño quier…? —Mac se había dado la vuelta y su voz se detuvo en seco cuando vio lo que su empleado estaba mirando. Se aproximó sin decir nada y se quedó de pie con la mirada fija en lo que sobresalía de la tierra del patio. Ninguno de los dos había visto nunca un cráneo humano.

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2

Bruno había recogido unos cuantos folletos de vacaciones al pasar por una agencia de viajes camino de su casa. Se sentía cansado y necesitaba un respiro. Algo que le alejase un poco de los problemas y le distrajese de las miserias humanas a las que le enfrentaba constantemente su trabajo. Nadie acude a un detective privado para darle una buena noticia. Tampoco para encargar un trabajo divertido. Todo eran problemas relacionados con los más bajos instintos de la condición humana. Celos, rencillas, ajustes de cuentas, tráfico de drogas, espionaje. Nada que le reconciliase a uno con la bondad del género humano, en la que por otra parte, hacía ya mucho tiempo había dejado de creer. Últimamente se preguntaba a menudo por qué se había hecho detective privado. Ya no lo recordaba. Atrás quedaba ya esa imagen romántica y aventurera de las viejas películas de cine negro en las que los detectives eran tipos duros y atractivos, casi siempre investigando tramas en las que con frecuencia aparecía alguna femme fatale de costumbres dudosas y moral distraída que invariablemente sucumbía a sus encantos. Ahora el oficio estaba casi exclusivamente en manos de compañías de seguridad y bufetes de abogados que ofrecían la investigación en su cartera de servicios. Los detectives ya no eran esos tipos de ética inquebrantable y hábitos noctámbulos. En la actualidad se parecían más a ejecutivos con trajes baratos y despachos asépticos. Ya nadie tenía secretarias con faldas de tubo, piernas largas y melenas rubias.

Bruno caminaba despacio pensando todas estas cosas cuando su estómago rugió advirtiéndole de que ya iba siendo hora de comer como dios manda. Acostumbrado a ingerir a deshora bocadillos pasados de moda en tugurios infectos, de vez en cuando reclamaba una comida decente. Bruno no era mal cocinero, pero desde que se había quedado solo se prodigaba más bien poco en la cocina. Se le ocurrió que estaría bien cocinarse un pescado; y si en pescados pensaba, su destino no podía ser otro que Rosita.

Rosita era una pescadera del mercado municipal que estaba a tan solo dos manzanas de su casa. Era guapa y jovial pese a haber superado ya el ecuador de su vida, siempre regalando sonrisas a sus clientes y siempre cariñosa con Bruno, al que había jurado gratitud de por vida. Hacía un par de años, el marido de Rosita había contratado los servicios de Bruno. Estaba seguro de que ella tenía un amante y quería que la siguiese y confirmase sus sospechas. Normalmente Bruno detestaba este tipo de trabajos. Solían resultar tediosos, muchas veces infructuosos y casi siempre desagradables. El marido, un tipo malencarado y con modales violentos, desagradó a Bruno desde el primer momento en que entró en su despacho. En circunstancias normales quizá hubiera despachado a aquel sujeto alegando que no tenía tiempo para un seguimiento personal, pero al saber que su mujer tenía un puesto en el mercado municipal, sintió curiosidad. Decidió, sin embargo, cobrarle una tarifa bastante más elevada de lo normal. Como casi todos los maridos prepotentes, machistas y violentos, aceptó la tarifa sin rechistar. Quería fotos, grabaciones, lo que fuera que confirmase que su mujer se la estaba pegando, según sus palabras textuales. Bruno no necesitó más de cuatro días para estar seguro de que Rosita sí tenía un pretendiente. Acudía a diario al puesto de pescado, siempre a la misma hora, y compraba el género más caro que Rosita tuviera por vender. En los ojos de ella Bruno leyó la sublimación mutua que ambos sentían. Sin embargo sus encuentros eran fugaces, simples paseos de dos o tres manzanas al salir del mercado hacia la parada del metro, durante los cuales ella miraba nerviosa en todas direcciones, sin duda temerosa de ser descubierta. Nunca vio un beso, una caricia, nada más allá de sus miradas enamoradas. Su pretendiente parecía respetar también sus deseos y sus miedos. Nunca intentó besarla ni tocarla. Se despedían siempre con una sonrisa dulce, con la promesa de un futuro que ambos eran incapaces de acometer. Él permanecía en el andén hasta que el vagón en el que ella viajaba se perdía por el oscuro túnel. Luego, con la mirada triste, salía a la calle de nuevo. Pagaba siempre su billete para poder estar con Rosita unos instantes, aunque nunca hacía uso de él. Bruno meditó qué hacer durante un par de días. Sabía por experiencia que las pruebas constituirían una excusa para que su marido la golpeara, pero también que su inexistencia no impediría que ocurriese de todos modos. Antes de entregar el informe a su marido, decidió hablar con Rosita. Ella se mostró tremendamente abrumada y asustada al saber que su marido lo había contratado para seguirla. Se sintió culpable, aunque sabía que no había hecho nada que pudiera considerarse como adulterio. Sus sentimientos la delataban, y no tuvo valor para negarle a Bruno que efectivamente había alguien especial en su vida, aunque le juró que nunca se había atrevido a nada con él. Bruno la tranquilizó y le aseguró que no le importaba lo que hubiera hecho. Que no iba a decirle a su marido nada de lo que había visto, puesto que no había visto nada más que a dos amigos charlando de camino a casa. Ella se sintió profundamente aliviada. Le confesó que su matrimonio había sido un infierno desde que se había casado a los dieciocho años en su pequeño pueblo natal. Su marido, tal y como Bruno había sabido a primera vista, era una persona violenta y dominante, consumida por celos irracionales. Nunca la había agredido, según Rosita, pero a veces llegaba a casa borracho y la emprendía a empujones con ella o le gritaba que era una furcia. Bruno pensó lo flexible que podía ser el término agresión en según qué circunstancias. Rosita confesó que si no fuese por el miedo que tenía a su marido, lo dejaría plantado y se iría con su otro pretendiente, que era todo lo contrario, amable, sensible y educado. Ella era económicamente independiente, tenía su pescadería y el piso era una herencia de un tío que había muerto sin descendencia. No tenían hijos, según él por culpa de ella, aunque Rosita afirmaba que era él el que no podía tenerlos y por eso bebía tanto. Bruno le propuso hablar con su marido, convencido de que si era él quien le comunicaba los deseos de Rosita, aceptaría su decisión. A ella se le iluminó la mirada con la proposición y a continuación se echó a llorar como una niña. Tenía mucho miedo, pero era valiente y estaba harta de sufrir inútilmente. Siempre había sido trabajadora y buena esposa. Nunca había anhelado nada que no pudiera tener, y por primera vez desde que contrajo matrimonio, se dio cuenta de que su infelicidad podía no ser para siempre. Le dijo a Bruno que le contestaría en un par de días, que quería pensarlo. Él imaginó que lo hablaría con su pretendiente, que necesitaban estar de acuerdo en esto para atreverse a continuar con su decisión. A los dos días fue a verle a su despacho para decirle que había decidido dar el paso. Se la notaba nerviosa y atemorizada, pero firme. Bruno llamó a su marido y lo citó para el día siguiente. Éste apareció, altanero y con la mirada desafiante, convencido de que el detective le haría entrega de fotografías de su mujer con otro hombre. Bruno le pidió que se sentase. A continuación sacó de un cajón de su mesa el dinero que éste le había entregado como anticipo del trabajo y lo depositó frente a él. El marido de Rosita no pareció comprender. Se quedó mirando el dinero con cara de besugo y preguntó qué coño significaba aquello. Bruno le informó de que su mujer no tenía ningún amante, pero que sin embargo le había contratado a él para decirle que deseaba separarse y pedirle el divorcio. Siguió sin comprender. Empezó a decir que su mujer era una puta y que estaba loca si pretendía separarse de él, pero no pudo decir mucho más. Bruno se movió deprisa, rodeó la mesa como una exhalación y cuando aquel quiso darse cuenta, estaba tendido boca arriba con la rodilla del detective sobre su pecho. Lo cogió del cuello mientras le informaba de que nadie hablaba así de sus clientes en su presencia, y de que si Rosita sufría cualquier percance, aunque fuese un esguince de tobillo fortuito, se encargaría personalmente de que necesitase ayuda para mear el resto de su vida. Se quedó perplejo, paralizado por el terror, incapaz de reaccionar. Como la mayoría de los cobardes, solo mostraba valentía con quien sabía que no podía dañarlo, sin embargo se arrugaba ante cualquiera que le plantase cara de verdad. Bruno se levantó, le puso el dinero en el interior de la americana y le rogó que saliese de su despacho, aconsejándole que se mantuviera alejado de su mujer. Rosita nunca supo que los dos policías que paseaban por el mercado las dos semanas siguientes a su separación lo hacían para protegerla. Bruno había utilizado su amistad con Hugo, su íntimo amigo policía, para ponerle protección sin que ella lo sospechase. Su marido merodeó por el mercado un par de días, pero la presencia de la policía lo disuadió de hacer ninguna tontería. Sin oficio ni beneficio, sin un hogar al que volver y sin otra cosa que hacer que pasear sus penas por los bares, Rosita supo que él había vuelto al pueblo, a la que fue la casa de sus padres, a vivir un destino no por desgraciado menos merecido.

Rosita recibió a Bruno como siempre, con una amplia y franca sonrisa en la cara que se iluminaba cuando el detective aparecía por el mercado. No lo saludaba efusivamente, ni siquiera le dirigía la palabra mientras atendía a otras clientas. Su timidez hacía que simplemente sonriese con una luz propia del que tiene mucho que agradecer y puede hacer algo por demostrarlo. A veces, ni siquiera levantaba la vista del pescado que estaba preparando, sencillamente sonreía de aquella manera especial.

Tras dos clientas que repasaron la actualidad del corazón detenidamente, le tocó el turno al detective.

—Buenas, caballero –sonrió Rosita—, dichosos los ojos. ¿Es que te has buscado otra pescadera o qué?

—Hola Rosita. Sabes que eso es imposible. He tenido mucho lío últimamente y ni de comer he tenido tiempo —se excusó Bruno.

—Pues comer es lo primero, oiga. Para eso estoy yo aquí, para servirle a usted el mejor pescado del mediterráneo. ¿Qué te pongo? —Bruno miraba el mostrador de Rosita con aire pensativo.

—Si quieres un consejo, llévate una lubina. Aún saltaba cuando la he traído. Es de playa, nada de piscifactoría ni cosas de esas. Mira qué hermosura —dijo Rosita cogiendo una lubina brillante y mostrándosela al detective— Mira qué ojos, chiquillo, si parece que aún ve.

—Vale. Me fío de tu criterio. ¿Algún consejo de preparación?

Mira, te voy a dar una receta infalible que además se prepara en un santiamén. Lubina a los ajos confitados, se llama. Compras una cabeza de ajos grandes, los pelas y los pones en un cacillo con tres dedos de agua y tres cucharadas soperas de azúcar. Los hierves durante cinco minutos y luego tiras el agua de esa cocción. Repites el proceso y reservas los ajos. La lubina te la preparo abierta para hacer a la espalda en el horno. Coges dos o tres de los ajos, los pones en el mortero y los majas con sal, aceite y vinagre de estragón. Haces una salsita con todo eso. Luego untas bien la lubina con la salsa y dejas caer por encima los ajos que habías guardado. Veinte minutos en el horno a doscientos veinte grados y listo. Para chuparse los dedos.

—Parece fácil y suena bien —dijo Bruno—, creo que me acordaré de todo.

Rosita comenzó a preparar el pescado alegremente, feliz de poder atender a Bruno y mostrarle así su agradecimiento. Desescamó la lubina, la cortó y retiró cuidadosa y meticulosamente las tripas, cortó la cabeza y la cola, la abrió por la mitad y retiró la espina central. Luego la lavó con agua para retirar los restos de vísceras y la envolvió en papel. No la pesó. La metió en una bolsa y se la dio a Bruno con una gran sonrisa.

—Ah no —dijo el detective—, eso sí que no Rosita, sabes que eso no lo admito. Si no me cobras la lubina no me la llevo.

—Déjate de tonterías Bruno, ¿cómo te voy a cobrar la lubina? Por Dios, ni hablar.

—Adiós Rosita. —Bruno se dio media vuelta y se alejó de la pescadería lentamente, mirando de reojo y esperando con una sonrisa el grito de ella.

—¡Eh, vuelve! Está bien, te la cobro. —Bruno regresó con una sonrisa en la boca—. Eres un incordio, chiquillo, no sé qué voy a hacer contigo.

—Mira Rosita, sé que somos amigos, y si alguna vez necesito un plato de comida caliente, sé que en tu casa lo tendré. Pero esto es tu trabajo, y el trabajo hay que cobrarlo. Además me llevo la receta gratis y te estoy muy agradecido.

—Anda, déjate de rollos —dijo Rosita haciendo ver que estaba enfurruñada— y paga. Son quince euros.

—Pero si ni siquiera la has pesado –protestó Bruno.

—Mira chiquillo —dijo muy seria— llevo veinticinco años vendiendo, preparando y pesando pescado. Yo le miro el ojo a un besugo y sé lo que pesa sin báscula ni ná. ¿Estamos? Así que no te pases de listo y paga lo que te he dicho.

—Vale, vale, oiga. Cómo se pone usted…

Bruno pagó con una sonrisa y Rosita le devolvió el cambio y una sonrisa aún mayor.

—¿Cómo te trata tu príncipe? —quiso saber el detective.

—Mejor que tú, que no vienes nunca a verme, gandul.

—Me alegro mucho de verte Rosita. Ya te contaré cómo me sale la receta.

—A ver si es verdad. Y que no pasen varios meses antes —dijo con sorna Rosita.

—Te lo prometo —dijo Bruno. Un beso muy fuerte.

—Un beso, chiquillo. Cuídate, que haces mala cara.

Bruno se alejó del puesto de Rosita y buscó uno de verduras donde comprar los ajos y el arreglo para preparar una ensalada. Cuando hubo acabado de hacer la compra miró su reloj y comprobó que tenía tiempo de sobra para preparar la lubina sin que se le hiciera demasiado tarde.

Entró en casa y soltó los folletos sobre la mesa junto con el correo que había recogido del buzón. Dejó las bolsas con la compra en el banco de la cocina, volvió a la entrada, colgó la chaqueta de cuero negra y fue a su cuarto a quitarse las botas. De regreso a la cocina encendió un cigarrillo, aspiró una calada, lo dejó en un pequeño cenicero de cristal y mientras sacaba la compra de las bolsas puso en marcha el televisor que tenía en un rincón para escuchar las noticias. Aún con las verduras en la mano, prestó atención cuando la presentadora del telediario hablaba de un macabro hallazgo en el jardín de una casa que aparecía en la pantalla. Algo se removió en su memoria. Había estado allí. No sabía cuándo, pero en algún rincón de su cerebro aquel lugar estaba retenido. Soltó las verduras que tenía entre las manos y subió el volumen del aparato.

La presentadora dio paso al enviado especial en Dublín que se hallaba frente a la casa, rodeada por reporteros y cámaras de televisión. Al parecer, durante unas obras en una población cercana a la capital irlandesa, habían aparecido varios esqueletos enterrados. Se hablaba de al menos cinco cadáveres, aunque las informaciones eran de momento confusas. Bruno escuchaba como hipnotizado. Las cámaras enfocaron de nuevo el lugar de los hallazgos y fue entonces cuando identificó la casa. Hacía muchos años de eso, pero tuvo la certeza absoluta de que era la misma. Él tendría unos trece o catorce años cuando sus padres lo mandaron a estudiar un verano a Irlanda en un programa de esos en los que convives con una familia del lugar. La casa de los hallazgos era contigua a la que él ocupaba en su estancia irlandesa, estaba casi seguro de ello. Cuando el reportaje finalizó, Bruno guardó toda la compra en la nevera y fue a buscar en los armarios en los que guardaba sus viejos álbumes de fotos. No le costó encontrar lo que buscaba y efectivamente pudo comprobar en sus viejas fotografías que la casa en cuestión era la misma que aparecía en el reportaje de la televisión. Se veía claramente en alguna de las instantáneas. De pronto, mirándolas, recordó que durante aquél viaje escribió un diario en el que relataba sus aventuras y experiencias. Un montón de imágenes se agolparon desordenadas en su memoria mientras buscaba con nerviosismo la libreta con su relato. No le fue tan fácil esta vez dar con lo que buscaba y tuvo que registrar varios cajones. Finalmente lo halló. Era una encuadernación de tapa dura en cuya portada se podía leer de su puño y letra la palabra “Irlanda”. Se lo llevó al salón junto con el álbum de fotos y se sentó en su sofá. Abrió el diario y comenzó a leer por la primera página. Le sorprendió la forma de su letra todavía algo infantil.

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3

Estoy en un autobús. Aterrorizado. Tengo catorce años y nunca he salido al extranjero. Viajo solo, sin mis padres, mis hermanos ni ninguno de mis amigos. Es un viaje organizado para pasar dos meses estudiando en Irlanda. Se supone que conviviré con una familia. No tengo más datos. Solo sé que estaré cerca de Dublín, aunque no en Dublín. Que acudiré a un colegio por las mañanas a estudiar y que tendré las tardes libres. Nada más. De momento vamos camino de Madrid, donde cogeremos un avión hasta la capital de Irlanda, que es Dublín, por si alguien no lo sabe aún. Es un vuelo chárter, que significa que sale cuando le da la gana al avión. Es de noche y en el autobús se escucha cierta algarabía. Hay chicos que van en pandilla, se conocen y están animados. Yo no. Yo estoy asustado, solo y triste. Es ese tipo de planes que cuando te los plantean seis meses antes te parecen geniales, pero que una vez llegada la hora de la verdad te dan pavor y no comprendes cómo narices te has dejado embaucar en semejante locura. Cuando en mi casa se decidió que yo iría a Irlanda en verano me sentí muy superior a mis hermanos; ellos no iban. Pero hace un rato, cuando nos hemos despedido, tenían una sonrisa de oreja a oreja, y yo estaba más serio que un sepulturero. Hubiera dado todo lo que tengo por haberme quedado con ellos en lugar de estar aquí en este autobús con rumbo a lo desconocido. Hace unos días a mi madre le dieron una carpeta con instrucciones previas al viaje. Las leí con mucho interés pensando que resolverían todas mis dudas y aplacarían todos mis miedos. Ja. Y una mierda. Solo decían la ropa que tenía que coger, que si un impermeable –por lo que se ve allí llueve hasta cuando hace sol— que si algo de abrigo, que si medicinas en caso de ser alérgico, que si un teléfono de contacto por si pasa algo… –si empezamos ya a pensar que algo malo va a pasar, chungo—, pero de las cuestiones verdaderamente importantes, nada. Por ejemplo, cómo es mi familia, cuántos hijos tienen, cómo es la casa, si tendré mi propio cuarto, qué me van a dar de comer, si está muy lejos el colegio, si tendré que ir en autobús o andando, qué pasa si me pongo enfermo y no sé cómo decir lo que me duele en inglés, qué ocurre si me pierdo y no puedo encontrar mi casa ni el colegio, qué sucede si me ataca un perro rabioso y me muerde, o si el dueño de la casa se emborracha y me pega. De todas esas dudas, por supuesto mucho más importantes que si tengo que coger calcetines de lana o de algodón, ni palabra. No lo entiendo. Mi madre se ha pasado un mes entero diciéndome que no me preocupe, que me lo voy a pasar genial, que voy a hacer muchos amigos, que además me echaré una novia y luego no querré volver. Una novia dice. Yo no me he atrevido a decirle que prefiero que me muerda el perro rabioso, que me da menos miedo. En el colegio hay algunos que dicen que ya le han tocado las tetas a alguna chica. Yo ni siquiera he dado un beso en la boca. Solo he tenido una novia y lo único que hicimos fue ir al cine. Encima me llevó a ver Love Story y al final me entraron ganas de llorar. Un desastre. Tardé toda la película en recorrer los tres centímetros que separaban su mano de la mía y cuando estaba llegando a mi destino, la película se terminó y nos tuvimos que ir. Por suerte ella lloraba tanto que no pudo ver mis ojos enrojecidos. Luego nos fuimos a una zumería y nos tomamos un brebaje llamado San Francisco, que parece una bebida de mayores pero no lleva alcohol, aunque sabe igualmente horrible. Eso fue hace un año. Ahora ya he probado el alcohol y además fumo, aunque mis padres no lo saben. Supongo que no pasaría nada, porque mi padre fuma como una chimenea. Pero nunca se sabe. También él dice muchos tacos y cuando yo digo alguno me endiña una torta. Por eso es mejor que no sepan nada del tabaco. Aunque mi madre hace poco me descubrió un mechero en el bolsillo del pantalón. Lo tiré al cesto de la ropa sucia sin comprobarlo primero. Menudo descuido. Me preguntó para qué era aquello. Las madres siempre te dan una oportunidad para que te expliques, no sé si es porque prefieren no creerse la verdad, pero es así. Si hubiera sido mi padre me habría dado una torta y me habría amenazado con castigarme si se enteraba de que fumaba. En cambio a mi madre le dije que era para quemar una hoja de papel de váter cuando hacía caca en el colegio y olía mal, porque me daba vergüenza que entrase alguien luego y pensase que yo era un maloliente cagón. No sé cuál es el principio químico del asunto, pero si lo haces, se va inmediatamente el mal olor, aunque huele un poco a papel quemado. Mi madre se lo creyó y no me hizo más preguntas. Pero en el asunto de las tetas estoy igual que hace un año. Es decir, nada.

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4

Bruno descolgó el teléfono y marcó el número de su amigo Jota. Esperó varios tonos hasta que alguien contestó al otro lado del auricular.

—Dígame.

—Hola Jota, ¿tienes un minuto?

—Claro, dispara.

—Necesito consejo profesional.

—Cielos, me lo temía… ¿de qué se trata esta vez?

—De investigar en el extranjero, concretamente en Irlanda.

—Pues no estoy muy puesto en derecho internacional, la verdad. ¿Tan importante eres que te reclaman allende los mares?

—Déjate de coñas, que puede ser importante.

—Joder, qué serio te veo… ¿puedes pasarte por el juzgado?

—¿Ahora?

—Bueno, tengo que parar a comer algo y si quieres me invitas y me cuentas.

—Mejor me invitas tú que para algo eres funcionario del Estado.

—Está bien, te espero en la puerta del juzgado en media hora.

Bruno colgó el auricular y cogió las llaves de su moto y la chaqueta. Bajó al garaje pensando en la suerte que tenía de contar con Jota. Eran amigos desde niños, casi desde que tenían uso de razón. Fueron juntos al parvulario, al colegio, al instituto y a la facultad de Derecho, al menos hasta que Bruno decidió abandonar los estudios y empezar a dar tumbos por la vida, por decirlo según la opinión y las palabras de Jota. Siempre se lo habían contado todo, incluso aquellas cosas que uno sabe que no debería contar a nadie, cosas que no hacen a uno precisamente mejor persona. Tenían una confianza absoluta el uno en el otro. De hecho, ambos sabían sin necesidad de explicitarlo, cuándo el otro estaba hablando de temas absolutamente confidenciales que deberían quedar entre ellos dos. Jota era Juez de lo penal. Había terminado la carrera con resultados más que brillantes y aprobado a la primera las oposiciones a judicatura. Bruno nunca dudó de que Jota lograría lo que se propusiera, en el plazo que se propusiera. Poseía una mente brillante, una capacidad deductiva fuera de lo común y un instinto natural para encontrar las soluciones más sencillas a los problemas más complejos. Bruno recurría a menudo a Jota para solicitar consejo y asesoramiento legal. Y a Jota le divertían enormemente las historias y los problemas que Bruno le planteaba. Cierto que a veces le suponían algún sufrimiento e incluso, en ocasiones, alguna que otra duda moral, ya que no era infrecuente que Bruno traspasase la delgada línea de la legalidad en el desempeño de su trabajo, momentos en los que Jota preferiría no saber nada de su amigo. De igual manera Jota también se aprovechaba de la experiencia como detective de Bruno, pidiéndole información sobre el proceder delictivo de algunos sujetos, la veracidad de algunas informaciones y sobre cuestiones forenses de las que Bruno tenía el conocimiento de un estudioso, en ocasiones muy superior al de algunos profesionales.

No era raro que bromeasen sobre los asuntos que ambos trataban profesionalmente, y si alguien ajeno a su relación hubiese podido escucharlos habría sacado la equivocadísima impresión de que trataban dichos asuntos con superficialidad y falta de rigor. Nada más alejado de la realidad. Cada uno en su campo eran extremadamente rigurosos y trabajadores y quizá por eso su relación no se veía en absoluto condicionada por el papel que cada cual jugaba y defendía en la vida. Sentían admiración mutua. A Bruno le parecía extraordinariamente complicado ser un buen juez y era consciente de que él sería uno pésimo, pues le sobraba vehemencia y le faltaba paciencia. Igualmente Jota reconocía que la labor de Bruno era en ocasiones complicada y necesaria. Llegaba allí donde los brazos de la justicia se veían cercenado

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