1.ª edición: abril, 2015
© 2015 by Jorge Cantero
© Ediciones B, S. A., 2015
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HORACIO. — ¡Oh! Día y Noche. ¡Qué extraño prodigio es éste!
HAMLET. — Por eso como a un extraño debéis darle la bienvenida. En el cielo y en la tierra, Horacio, hay más cosas de las que alcanza a soñar tu filosofía.
William Shakespeare — Hamlet
El castigo es el arte de curar la maldad.
— Platón
— Brava comparación — dijo Sancho —, aunque no tan nueva que yo no la haya oído muchas y diversas veces, como aquella del juego del ajedrez, que, mientras dura el juego, cada pieza tiene su particular oficio; y en acabándose el juego, todas se mezclan, juntan y barajan, y dan con ellas en una bolsa, que es como dar con la vida en la sepultura.
Miguel de Cervantes Saavedra — El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha
Contenido
Portadilla
Créditos
Cita
Prólogo
Primera Parte: Ajedrez y Silencio
CAPITULO 1
CAPITULO 2
CAPITULO 3
CAPITULO 4
CAPITULO 5
CAPITULO 6
CAPITULO 7
CAPITULO 8
CAPITULO 9
Segunda Parte: Culpa y Sentencia
CAPITULO 10
CAPITULO 11
CAPITULO 12
CAPITULO 13
CAPITULO 14
CAPITULO 15
CAPITULO 16
Tercera Parte: Castigo y Reparación
CAPITULO 17
CAPITULO 18
CAPITULO 19
CAPITULO 20
CAPITULO 21
CAPITULO 22
Epílogo
Prólogo
Al niño lo encontraron en el sótano, encadenado de los pies a lo que quedaba del calentador de agua, y acostado sobre el piso, con las piernas encogidas y los brazos alrededor de las rodillas. Tenía la ropa maltrecha, la piel amoratada y un par de manchas grises alrededor de los ojos.
Su mirada, en blanco.
Mantenía los párpados abiertos, y en cambio sus dilatadas pupilas nada registraban a su alrededor. Veían hacia el frente, como fijadas en su sitio por un par de grapas puestas ahí a propósito. Dos policías habían intentado hablarle pero el niño se rehusaba a contestarles, ya fuera porque estaba incapacitado para hacerlo o simplemente porque no lo deseaba. Se limitaban a eso, pues tocarlo estaba fuera de la cuestión. Ya le moverían cuando los médicos decidieran aparecerse. Aquella mirada estática, obsesiva, les había alarmado de tal modo que preferían mantenerse lo más alejado de él que les fuera posible. Nada les importaba que tuviera el aspecto de un animal enflaquecido que no ha comido en quién sabía cuantos días, o que tuviera la boca constreñida en esa extraña mueca, con las encías expuestas; para ellos daba lo mismo. Hubieran jurado, si se les hubiese pedido que así lo hicieran, que aquel pequeño era tóxico, y que al primer intento de acercárseles les hubiera echado los dientes encima, arrancándoles los dedos en el acto y luego devorándolos.
Algunos minutos más tarde, por fin se presentó el médico en escena, y enseguida demostró equivocados a aquellos dos cretinos. Cuando el galeno se agachó para aproximarse al niño, éste no se le vino encima a mordidas, ni mucho menos hizo el intento de resistirse al examen. Lo que es más, permaneció perfectamente quieto, guardando en todo momento idéntica posición. Y sus ojos, como era de esperarse, también seguían inmutables y vacíos.
— Está en shock — declaró el médico —. Ignoro el motivo, pero lo más probable es que se deba a la falta de alimento. Hay que sacarlo inmediatamente de aquí y llevarlo a un hospital.
Uno de los policías examinaba el calentador del agua; parecía como si hubiese detonado desde dentro. Al oír al medico dejó su tarea y fue a reunirse con él.
— Al menos él tuvo mejor suerte que los demás — sentenció lacónico.
— ¿Cómo dice? — preguntó el Dr. Aquello le había parec