Mañana es otro mundo (Serie Pat MacMillan 2)

Fragmento

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Contenido

Prólogo

PRIMERA PARTE: Verano. El camino del Tao

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SEGUNDA PARTE: Otoño. La brevedad de la vida

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TERCERA PARTE: Invierno. La vida en los bosques

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CUARTA PARTE: Primavera. El horticultor autosuficiente

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Epílogo

Nota del autor

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A Maitetxu. Porque existe la magia

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Era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos. La edad de la sabiduría pero también de la locura. La época de las creencias y de la incredulidad. La era de la luz y de las tinieblas. La primavera de la esperanza y el invierno de la desesperación. Lo poseíamos todo, pero no teníamos nada.

CHARLES DICKENS,
Historia de dos ciudades, 1859

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PRÓLOGO

Fueron dos o tres segundos.

Solo dos o tres largos y jodidos segundos.

Nada más.

Tres segundos dan para mucho. Repasó su vida en ese breve instante. Su infancia cuidando vacas en aquella aldea gallega de la que salió un día para no regresar jamás. Su llegada a Madrid en los años setenta, prácticamente sin saber leer ni escribir, y aquella pensión de mierda en la calle Príncipe, donde vivió tres años rodeado de ratas y cucarachas mientras trabajaba descargando fruta en el mercado central para pagar la academia a la que iba por las tardes a sacarse el graduado escolar.

—¡¡Papá!! ¡¡Papá, abre la puerta!!

Ignoró por completo los gritos de su hija mientras su mente volaba a su graduación en la Facultad de Derecho, ya con treinta y cuatro años recién cumplidos. Recordó como aquel día pensó con satisfacción que por fin había conseguido salir de la miseria para siempre. Comenzó de abogado laboralista, con el tiempo hizo buenos contactos y unos años más tarde los del partido le dieron la gran oportunidad.

—¡¡Enrique, hazme el favor de abrir ahora mismo!!

Ahora era su mujer la que le gritaba mientras aporreaba la puta puerta. «Las mujeres son todas unas histéricas», pensó.

Rechazó por enésima vez una llamada en su teléfono móvil y lo dejó en silencio, no paraban de entrarle mensajes de Whatsapp y necesitaba pensar. Recordó cómo accedió a la carrera judicial por el llamado cuarto turno, reservado a juristas de reconocido prestigio. «Juristas de reconocido prestigio con buenos amigos en el gobierno de turno, claro —pensó sonriendo—. Putos políticos», dijo con desprecio. Rememoró entonces cómo tuvo que empezar de nuevo, desmontando su vida por completo y cargar con su mujer y las tres niñas por varias ciudades de España, haciendo méritos en juzgados de tercera. Pero unos años después consiguió por fin su objetivo. Primero fue una plaza importante en Zaragoza, luego la Audiencia Provincial de Madrid y desde ahí, el salto al Tribunal Supremo fue solo cuestión de paciencia y de dictar las sentencias a favor de quien en cada momento le señalaba desde arriba con el dedo. Paciencia. Mucha paciencia. Esa era su principal virtud.

—¡¡Enrique, abre la puerta ahora mismo o llamo a la policía!!

Cuando ya pensaba que su carrera profesional había tocado techo, a tan solo un par de años de la ansiada jubilación, su baraka habitual le permitió una vez más dar un último paso de gigante. Al juez preparado por el Gobierno para asumir el puesto, le destapó la prensa varios casos de corrupción durante su mandato en el Consejo General del Poder Judicial. Fueron debidamente filtrados por el partido de la oposición, el candidato no era santo de su devoción.

Finalmente decidieron quitárselo de en medio y buscar un recambio transitorio a toda velocidad, solo hasta que encontraran la pieza perfecta de nuevo. Necesitaban alguien dúctil y manejable, un juez que no diera problemas, salir momentáneamente del paso y apartarle un tiempo después del cargo a cambio de una jugosa pensión en agradecimiento a los servicios prestados. Y ahí estaba él, siempre dispuesto a todo, siempre en el sitio oportuno en el momento oportuno. Con paciencia. Siempre con mucha paciencia.

—¡¡Papá, te lo pido por última vez, abre la puerta!! —le gritó su hija rota por las lágrimas mientras golpeaba desconsoladamente la puerta—. ¡¡Déjame que hablemos cinco minutos, solo cinco minutos!!

«La vida es una mierda», susurró mientras echaba de nuevo un vistazo a su Facebook y a ese maldito periódico. Después introdujo en su boca la Holland & Holland que tantas alegrías le había dado en sus largas jornadas de caza, cerró los ojos por última vez y se reventó la tapa de los sesos.

A la mañana siguiente todos los periódicos abrían con la misma noticia. El suicidio del eminente jurista don Enrique Sánchez Florensa, presidente del Tribunal Constitucional. Pocas horas después el presidente del Gobierno, en una comparecencia de urgencia sin preguntas, lamentaba profundamente los hechos acaecidos y rogaba una oración por su alma. El escándalo solo acababa de comenzar.

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PRIMERA PARTE

Verano

EL CAMINO DEL TAO

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Quien ve solo cinco colores en el mundo es parecido a un ciego, porque los cinco colores lo único que realmente hacen es nublar la visión.

Quien oye solo los sonidos del mundo material es parecido a un sordo, porque las cinco notas lo único que realmente hacen es aturdir el oído.

Quien comiendo percibe solamente el sabor de la comida se engaña, porque los cinco sabores arruinan el paladar.

Quien obsesionado por las ganancias corre a toda prisa es un demente, porque la prisa y la ambición solo arrebatan el corazón.

Quien persigue tesoros y adornos, solo actúa en su propio detrimento, porque los objetos preciosos solo sirven para perturbar la conducta.

Los esfuerzos de la persona verdaderamente sabia se concentran tan solo en tener suficiente comida para alimentarse, y no en atesorar cosas inútiles que no significan absolutamente nada.

Y, entonces, contentándose únicamente con lo imprescindible del mundo material, el sabio solo se centra en una cosa. Lo Primordial.

LAO-TSÉ,
Tao Te Ching, siglo VI a.C.

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Por el amor de Dios, no me aburría tanto desde aquella maldita tarde en la que tuve la feliz idea de meterme en el cine a ver Gravity. Cerré el libro, cogí mi iPad y abrí el documento «Escritores sobrevalorados». Madre mía, aquella lista era interminable. Introduje directamente en la barra de búsquedas a Haruki Murakami y pude comprobar para mi sorpresa que no lo tenía anotado, y eso que ya había leído un par de años antes Tokyo Blues. Lo escribí en el Excel rápidamente para no volver a caer en el error y dejé el libro con cuidado sobre el césped para regalárselo al gilipollas del director del banco en mi próxima visita y vengarme de él haciéndole perder impunemente veinte horas de su vida. «Que se joda», pensé.

Di un par de caladas al Montecristo y me quedé absorto unos minutos mirando la inmensidad del mar desde mi jardín. La vista desde allí era sencillamente extraordinaria. A aquella hora de la tarde hacía todavía mucho calor y lucía un sol extraordinario. Las altas temperaturas del verano se veían atenuadas por la magnífica sombra que proyectaban los limoneros de los que colgaba mi hamaca, así como por la fresca brisa que proporcionaba un leve viento de poniente.

El mes de agosto estaba llegando a su fin y yo contaba impaciente los días que quedaban para que las hordas de turistas regresaran a sus ciudades y pudiera, por fin, volver a disfrutar de nuevo en soledad de mis amadas playas de la costa gaditana.

«... If your time to you is worth saving, then you better start swimming or you’ll sink like a stone, for the times they are a changing...»

«Si el tiempo es para vosotros algo que merece la pena conservar, entonces mejor que empecéis a nadar u os hundiréis como una piedra. Porque los tiempos están cambiando.» Dylan sonaba en el equipo de música a toda pastilla mientras Ringo dormitaba la siesta a mis pies, emitiendo de cuando en cuando algún pequeño ladrido producto de sus sueños. John y Paul correteaban por allí a la caza de ratones, mariposas, abejas, vencejos o cualquier otro ser de la naturaleza que llamara su atención y resultara más atractivo para sus estómagos que el cansino pienso para gatos «especial bolas de pelo», o las latas de Whiskas a las que cada día hacían más ascos.

Mi escaso contacto con el resto del planeta Tierra se completaba con Thelma y Louise, dos magníficas gallinas ponedoras de la raza leghorn que me regalaban a diario un maravilloso y nutritivo desayuno. Para qué negarlo, si olvidaba que tenía pendientes de pago tres recibos de la luz y que mi saldo bancario ascendía exactamente a ciento treinta euros con setenta y cinco céntimos, debo reconocer que, al menos en aquel momento, mi vida y mi existencia discurrían por un camino bastante feliz.

El tiempo siempre pasa demasiado rápido y, casi sin darme cuenta, ya habían transcurrido cerca de dos años desde mi huida del Centro Nacional de Inteligencia y mi traslado a una casa de campo en un pequeño pueblo de Cádiz para salvar el pellejo. Afortunadamente los chicos de la banda terrorista ETA me habían dado por muerto y mis planes para esconderme en Vejer de la Frontera durante un tiempo se habían desarrollado sin ninguna incidencia. Ni por un solo segundo había echado de menos mi antigua vida en Madrid como agente de los servicios secretos españoles. Ya estaba completamente harto de todo aquello, demasiada mierda y demasiado estrés. Confieso que toda aquella última operación me dejó en su momento completamente exhausto, por lo que decidí tomarme mi recuperación física y emocional con calma, aprovechando que contaba con algo de dinero. El descanso me vino muy bien y básicamente me había dedicado los dos últimos años de mi vida a leer libros, escuchar música, ver películas, fumar algún que otro canuto de marihuana, dormir mucho, comer demasiado y beber más de la cuenta.

Dos años dan para mucho y también había puesto tiempo y energías en reconciliarme conmigo mismo. Durante ese tiempo me había entregado al estudio compulsivo de los que se habían acabado convirtiendo no solo en mis libros de cabecera, sino en auténticos pilares de referencia de mi nuevo proyecto de vida. Tao Te Ching, de Lao-Tsé, De la brevedad de la vida, de Séneca, Walden, de Thoreau y El horticultor autosuficiente, de John Seymour.

De los dos primeros había aprendido cuál es el verdadero camino de la felicidad, del tercero cómo ponerlo en práctica y del cuarto, que de una huerta de doce metros cuadrados puede comer una familia numerosa durante todo un año por menos dinero del que cuesta el alquiler mensual de una plaza de garaje en el paseo de la Castellana.

Sí. Había sido una época de mi vida absolutamente extraordinaria y enriquecedora en todos los sentidos. Pero el dinero del fondo se había terminado a principios de año y llegó indefectiblemente el momento de pasar de la filosofía a las matemáticas. Mis planes para fundar una comuna hippy integrada exclusivamente por mí mismo, un perro, dos gatos y dos simpáticas gallinas eran maravillosos, pero como dijo Oscar Wilde, el problema de ser pobre es que te ocupa todo el tiempo. No me quedaba un puto duro y había que ponerse en marcha rápidamente para pagar las facturas. Valoré diversas alternativas profesionales, pero después de darles vueltas y vueltas durante horas, todas me acababan llevando siempre al mismo sitio.

Por un lado, mis posibles perseguidores de la banda terrorista ETA estaban más desaparecidos que el coronel Kurtz en Apocalipse Now. Por otro, siempre me había dedicado a lo mismo y era lo único que sabía hacer para ganarme la vida. «Si tienes limones, no busques naranjas, haz una limonada», me dije finalmente recordando el sabio consejo de Dale Carnegie que tantas veces había aplicado a lo largo de mi vida con excelentes resultados.

Saqué los permisos correspondientes. Limpié y engrasé mi Beretta. Fui al peluquero y me corté la barba y el pelo. Renové mínimamente mi escaso vestuario. Visité a un abogado. Diseñé un logotipo. Hice unas tarjetas. Encargué una página web. Para principios del mes de febrero, Innisfree Detectives e Investigadores Privados S. L. se había convertido en una realidad.

«... There’s a battle outside, and it is raging. It’ll soon shake your windows and rattle your walls, for the times they are a changing...»

«Hay una batalla ahí fuera, y es atroz. Pronto sacudirá vuestras ventanas, y hará vibrar vuestras paredes. Porque los tiempos están cambiando.» Pensaba en todo ello ahora tumbado mirando el mar y me daba cuenta una vez más de lo increíblemente veloz que pasa el tiempo. En los seis meses que habían transcurrido desde entonces no me había faltado trabajo, afortunadamente. Tampoco es que la cosa fuera para tirar cohetes, pero entre algún que otro despacho de abogados, un par de compañías de seguros y cuatro maridos infieles había ido consiguiendo llenar la nevera, pagar la residencia de ancianos de mi madre y abonar uno de cada dos recibos de la luz.

En una primera fase había decidido no fomentar divorcios con mi trabajo, en un intento inútil por imitar al grandísimo Philip Marlowe. Pero tras rechazar varios casos y encontrarme un día en el mostrador de la farmacia sin dinero para poder pagar los medicamentos de mi madre, decidí mantener mi palabra con el mismo rigor y entusiasmo que el presidente Obama para cumplir su promesa de cerrar Guantánamo.

Acabé llevando todo tipo de casos que pasaran por mis manos y me dejaran dinero suficiente para llegar a fin de mes. Al fin y al cabo, una mujer celosa siempre paga muy bien y nunca está de más liberarla de un tipo desleal que no se atreve a mirarla a los ojos y confesarle que se ha enamorado de otra. O, sencillamente, que la chica esa del bar de la carretera se la chupa muchísimo mejor que ella. Qué más da.

«... And the first one now, will later be last, for the times they are a changing...»

«Y el que ahora es el primero, será después el último. Porque los tiempos están cambiando.» «Definitivamente, mister Robert Allen Zimmerman es uno de los grandes poetas de la Historia de la Humanidad», pensé. Precisamente por ello me vino inmediatamente la idea a la cabeza, pero justo cuando estaba cogiendo de nuevo el iPad para anotar urgentemente a Mario Benedetti en la lista y asegurarme de que no volviera a pasar por mis manos Insomnios y duermevelas, Ringo comenzó a ladrar como un loco y no pude hacerlo. Alguien estaba llamando insistentemente a la puerta.

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—¡Abre, Mac, sé que estás ahí!

—¡Déjame en paz, me acabo de despertar de la siesta!

—Vaffanculo! ¡Que abras, coño! ¡Te traigo tu regalo de cumpleaños!

—¡Nunca celebro mi cumpleaños, ya lo sabes!

—¡Me trae sin cuidado, non mi rompere i coglioni! ¡Abre la puerta, Mac!

—Joder... ¿Contraseña?

—Irlandese di merda... —refunfuñó para sí—. ¡Barbate! ¡«La Chanca»! ¡Bacalao ahumado!

—¡Estoy a dieta, vuelve dentro de cinco kilos!

—¡O me abres o saco mis llaves, joder!

Ya conocía a ese cabrón más que de sobra, era testarudo hasta la saciedad. Si no le abría entraría por las bravas en medio minuto, tenía un juego de llaves de mi casa. No me quedaba otra. Me levanté de la hamaca y le abrí la puerta.

—Tanti auguri a te, tanti auguri a te, tanti auguri, tanti auguri, tanti auguri a te! —dijo canturreando—. Buon compleanno, amico!

—Pasa, anda, viejo siciliano de los cojones —dije con una sonrisa mientras recordaba una vez más cuánto quería a ese tipo.

—También traigo burrata —dijo mientras le rascaba la barriga a Ringo, tumbado boca arriba sobre el césped con las cuatro patas al aire—. Llevo llamándote todo el día para felicitarte, pero tienes el teléfono fuera de cobertura, eres la hostia.

—El día de mi cumpleaños siempre apago el teléfono, no me gusta que me den el coñazo.

—Sei pazzo!

—No, no estoy loco. Sencillamente soy un yonqui de la paz y del silencio. Mi idea perfecta de la felicidad es no recibir llamadas telefónicas y tener un mayordomo. Sordomudo, por supuesto

—Eres un puto cabezón. Como todos los irlandeses que he conocido en mi vida, dicho sea de paso. Y eso que andas por los cuarenta. A partir de los cincuenta te volverás un tipo absolutamente insoportable, ya lo verás.

—Todavía me quedan unos cuantos. Yo soy el doble de cabezón, te recuerdo que soy mitad irlandés y mitad español —le dije mientras cerraba la puerta de la calle—. Una mezcla explosiva.

—No me lo jures...

—Los sicilianos tampoco os quedáis muy atrás, todo sea dicho.

—E cosí.

—Pues, entonces, no te quejes. ¿Qué traes en esas bolsas? Parece que traes comida suficiente para pasar la tercera guerra mundial.

—Lo que te he dicho y un par de botellas de vino. Por cierto, yo que tú iba encendiendo el móvil a la velocidad del rayo.

—¿Por? —pregunté, extrañado.

—Me ha dicho Alina cuando he salido para acá que como no cogieras el teléfono en media hora se presentaba aquí con los niños —dijo impertérrito mientras cruzaba el jardín con un par de bolsas en la mano, poniendo rumbo a la casa.

—¿Están aquí tus nietos? —pregunté con la misma cara que ponían los personajes de la saga Scream justo un segundo antes de espicharla.

—Llegaron ayer —dijo como si nada mientras subía los dos peldaños que daban acceso al interior de mi dulce y tranquilo hogar—. Permesso.

Le seguí hasta la cocina batiendo mi propio récord de la milla y me lancé a encender el móvil como haría el capitán de los All Blacks en el último segundo del partido para hacer un ensayo frente a Australia. Esos dos enanos terroristas ya habían estado en mi casa el verano anterior en una barbacoa y doy fe de que salieron vivos porque, según tengo entendido, el Código Penal da algunas ligeras recomendaciones al respecto.

—No deberías estar solo el día de tu cumpleaños —dijo Luca con su cerrado acento italiano mientras ponía las bolsas sobre la mesa del salón.

—Estoy solo, pero no me siento solo. Voy al huerto a por un par de tomates. Coge una bandeja y si te apetece lo tomamos en el jardín. Va bene?

—Va bene!

Los Rizzo se habían convertido en mi propia familia a los pocos meses de instalarme en aquella casa. Luca era un médico radiólogo de gran prestigio profesional en su país. Al poco de cumplir los sesenta le dio un infarto agudo de miocardio y salvó la vida de milagro. Decidió darse una segunda oportunidad. Él y su mujer dejaron todo atrás y se instalaron a vivir en la que hasta la fecha había sido su casa de vacaciones en España. Ahora trabajaba un par de horas diarias analizando las radiografías, TAC’s, resonancias magnéticas y ecografías que le mandaban por internet desde su antiguo hospital en Milán. El resto del tiempo se dedicaba a cuidar su extraordinario huerto y a navegar en el pequeño velero de ocho metros de eslora que tenía atracado en el puerto de Barbate, a quince minutos escasos de Vejer.

Aquel jodido italiano era, en toda la extensión de la palabra, un hombre completamente feliz. Jovial, inteligente, divertido, cariñoso, un tipo excepcional. Su pelo rizado, la poblada barba canosa y unas gafas de pasta redondas de inconfundible diseño italiano, le daban un aire de filósofo alemán de vuelta de todo. La familia Rizzo vivía también en el campo, a dos minutos de mi casa, y me habían adoptado desde el día en que, completamente desesperado, llamé a la puerta de su hogar porque Ringo se había puesto muy enfermo y obviamente en mi Harley no podía llevarlo a una clínica de urgencias veterinarias. Luca cogió rápidamente las llaves de su Toyota Land Cruiser y diez minutos después Ringo estaba vomitando, sobre un tipo vestido de verde quirófano, la pelota de tenis que se había tragado media hora antes jugando en el jardín de casa.

A partir de ese momento nos habíamos hecho grandes amigos y pasábamos mucho tiempo juntos. Alina, su esposa, era también una mujer absolutamente extraordinaria. Antigua periodista del Corriere della Sera, estaba prácticamente retirada, pero seguía mandando a Italia de vez en cuando algunos artículos sobre diversos temas relacionados con España y también colaboraba con diversas revistas internacionales especializadas en el mundo del vino y la gastronomía, dado que era toda una autoridad en la materia.

Sin ningún género de dudas era una de las mejores cocineras que había conocido a lo largo de mi vida y sus altas dotes culinarias me habían permitido descubrir que más allá de las pastas o las pizzas, la cocina italiana es, en mi opinión, una de las cinco mejores cocinas del mundo, junto a la española, la mexicana, la china y la francesa. De vez en cuando hacía una escapada a Milán para impartir cursos y conferencias o visitar a los nietos, momentos que aprovechábamos Luca y yo para entregarnos al chianti y al marsala de manera desmedida, huérfanos del punto de cordura y sensatez que siempre aporta a cualquier hombre una buena mujer.

Aquel delicioso matrimonio italiano era el principal responsable de mi nueva afición a la horticultura, lo cual tiene mucho mérito, considerando que hasta mi huida a las tierras de Cádiz yo había vivido casi toda mi vida en Madrid y lo más cercano que había visto a una planta de tomate era el rabo verde superior que le cortaba antes de comérmelo.

«Si quieres ser feliz un día, emborráchate. Si quieres ser feliz un año, cásate. Si quieres ser feliz toda una vida, planta un huerto», me dijo un día Luca muy serio mirándome a los ojos. Al día siguiente me regaló La vida en el campo y el horticultor autosuficiente, y, gracias a Luca y a ese inolvidable libro, descubrí lo que con el paso de los meses se había acabado convirtiendo en una de las actividades más enriquecedoras, divertidas y gratificantes que había llevado a cabo en toda mi vida.

Hasta aquel momento, todo mi gran afecto hacia aquel hombre extraordinario obedecía exclusivamente al ya mencionado descubrimiento de la h

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