Título original: Ancillary Justice
Traducción: Victoria Morera
1.ª edición: abril 2015
© Ediciones B, S. A., 2013
Consell de Cent, 425-427 - 08009 Barcelona (España)
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Depósito Legal: B 9785-2015
ISBN DIGITAL: 978-84-9069-097-0
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Presentación
En los años veinte del pasado siglo, el sociólogo estadounidense William Fielding Ogburn (1886-1959) ya expresó su clásica visión del llamado determinismo tecnológico. La idea central era que la tecnología venía a ser el principal motor del progreso humano y Ogburn estudió como la tecnociencia cambiaba nuestras vidas con gran facilidad y rapidez.
Más tarde, en 1970, fue el ensayista, también estadounidense, Alvin Toffler quien popularizó el concepto en su famoso y popular libro El shock del futuro (Future Shock, 1970). La idea seguía siendo sencilla: por efecto de la ciencia y la tecnología, el futuro que nos aguarda ya no va a ser como ha sido el pasado y ni siquiera como es el presente. El cambio preside nuestras vidas de una manera incluso «chocante» por la sorpresa que nos puede causar vivir de manera distinta de como lo hemos hecho hasta un determinado momento.
No me negarán que los ordenadores, los teléfonos móviles inteligentes y su intervención en las redes sociales son un buen ejemplo de todo ello. Como también lo son las ecografías, las resonancias magnéticas, los TAC como herramientas de diagnóstico médico o los nuevos sistemas de intervención quirúrgica no invasivos. Por poner solo algunos ejemplos.
En este sentido, la ciencia ficción, que Isaac Asimov consideraba como «la literatura que trata de la respuesta humana a los cambios en el nivel de la ciencia y la tecnología», parecía haber quedado sumamente afectada por esta consciencia, hoy general, de que la tecnociencia es capaz de cambiar con suma rapidez el mundo y, con él, nuestra manera de vivir.
Pero, al mismo tiempo, esa potencia transformadora de la ciencia y la tecnología ha llevado (y me he quejado muchas veces de ello en los últimos años) a que la ciencia ficción reduzca en demasía su ámbito especulativo. Temiendo los cambios que pueden deparar la ciencia y la tecnología en nuestra manera de vivir en el futuro, muchos autores recientes de ciencia ficción, para no quedar en ridículo con el paso del tiempo, se han limitado a especulaciones en el llamado futuro cercano (near future), al no saber lo que nos puede deparar la tecnociencia en las próximas décadas. En este sentido, muchas de las novelas de ciencia ficción de los últimos años se confunden con el thriller tecnológico basado sobre todo en nuevos desarrollos (inventados o incluso sumamente predecibles) de las biotecnologías o las infotecnologías.
Sin embargo, para mi satisfacción (y, tal vez, para llevarme un poco la contraria...) hay algunas sorpresas que también «chocan» con esas expectativas respecto de la ciencia ficción de nuestros días. Algunas novelas vuelven al sentido original de la mejor ciencia ficción de la historia y se atreven con especulaciones brillantes, no centradas en el futuro cercano. Y esa es una noticia a celebrar.
En este caso se trata de una novela impresionante, Justicia auxiliar, de la debutante Ann Leckie, que, como era de esperar, ha batido todos los récords. Publicada en 2013, hasta el presente ya se ha hecho con todos los premios mayores de la ciencia ficción mundial en justo reconocimiento a su valía. Primero obtuvo el premio Nebula, después fue considerada por los lectores de la influyente revista Locus como la mejor primera novela del año. Con ese bagaje no es extraño que obtuviera también el premio Hugo y, por el momento, también el premio Arthur C. Clarke y el premio BSFA de la ciencia ficción británica. Y les aseguro que no serán los únicos. La novela es tan buena, y sugiere tantas cosas, que va a merecer muchos más. Hugo, Nebula, Locus, Arthur C. Clarke y BSFA componen un bagaje inicial impresionante. Y lo más importante: sumamente merecido.
Y las primeras preguntas que vienen a la mente resultan evidentes: ¿quién es Ann Leckie? Y ¿qué tiene Justicia auxiliar para merecer todo este despliegue de premios?
Vayamos por partes.
Cuando leí la novela no tenía la menor idea de quién era Ann Leckie. Pero eso también me ocurrió con el autor de El marciano, Andy Weir. Señal que los tiempos están cambiando y que todavía existe la posibilidad de maravillosas y gratas sorpresas en la ciencia ficción. Casi siempre de la mano de autores nuevos. El género sigue vivo pese a sus muchos enterradores...
Ahora, tras intentar averiguar algo sobre Leckie, me he enterado de que ha escrito y publicado algunos relatos cortos y, sobre todo, que ha asistido al taller de trabajo literario Clarion West Writers Workshop. Y eso ya me sitúa un poco más.
El Clarion es el curso más famoso y de mayor prestigio de entre los varios que enseñan a escribir ciencia ficción y/o ficción especulativa. Nació en 1968 en el Clarion College de la Universidad de Pensilvania, organizado por Robin Scott Wilson. Se repite anualmente y se le sigue llamando Clarion aunque a veces cambie de localización geográfica. El primer año, el curso fue una extensión de un ciclo de verano en el que se contó con la colaboración de famosos autores y estudiosos del género (como Damon Knight y Kate Wilhelm) para dirigir los talleres creativos de una semana de duración.
El Clarion West es la versión que se hace en Seattle (Washington, Estados Unidos) desde 1971, cuando fue fundado por Vonda N. McIntyre. Hoy es un curso de verano de seis semanas de duración. Tal como se anuncia, el taller de trabajo Clarion West está «orientado a ayudar a los estudiantes a prepararse para una carrera profesional como escritores de ficción especulativa. Cada clase está limitada a 18 alumnos, y cada semana cuenta con un autor muy respetado o editor diferentes que ofrecen una perspectiva única sobre el campo. El taller de trabajo Clarion West es uno de los más respetados entre los talleres de ciencia ficción y fantasía en el mundo». Y lo cierto es que algunos de los mejores autores de la actualidad han asistido a alguno de estos cursos.
En Estados Unidos, varios de los más famosos autores de ciencia ficción suelen intervenir en estos cursos y también en multitud de conferencias sobre el género, su temática y sus obras. El precedente data de 1956, cuando James Blish, Damon Knight y Judith Merril convocaron a una treintena de autores a la ya histórica Milford Conference, en Pensilvania, en el marco de la convención mundial que aquel año se convocó en la vecina Nueva York. De una reunión basada en los intercambios de opinión, se transformó, con el tiempo, en los «talleres de trabajo» que están en el origen de los muchos cursos actuales de «escritura creativa». En dichos cursos, como en la primitiva conferencia de Milford, generalmente cada asistente somete uno o varios manuscritos a la atención, crítica y discusión del resto.
Por eso, Leckie, en los agradecimientos al final de esta novela, explicita que «no sería la escritora que soy sin los beneficios del Clarion West Writers Workshop y mis compañeros de curso».
En mi lectura de los efectos de ese taller de trabajo, acude inmediatamente a mi mente la idea de un intento por aprender a narrar historias con una sobresaliente calidad literaria. De ahí que NPR Books haya definido Justicia auxiliar como una novela «segura, fascinante y con estilo». Ahí es nada para una debutante...
Diré también que Leckie asistió al Clarion West Writers Worshop en 2005 y tuvo como tutora nada más y nada menos que a Octavia Butler (1947-2006), una de las mejores escritoras del género y, a su vez, asistente como estudiante al Clarion en 1971. Tras asistir al Clarion, Leckie retomó un viejo borrador y dedicó seis años a escribir Justicia auxiliar, cuyos derechos vendió en 2012 y se publicó, como ya he dicho, en 2013. Luego vinieron los premios...
Y lo bueno en este caso es que Justicia auxiliar es solo el primer libro de una trilogía que va a ser completada por Ancillary Sword (2014) y Ancillary Mercy (2015) y que espero podamos ofrecerles en un futuro, esta vez sí, cercano. Si Justicia auxiliar puede verse, también (más abajo hablo de ello), como una peculiar space opera con sus batallas y la parafernalia habitual (aunque haya mucho más que eso en la novela...), la continuación, Ancillary Sword, pasa a un registro más íntimo y personal, siempre en torno al mismo personaje. Pero de todo ello ya tendremos tiempo para hacer el comentario pertinente, cuando vayamos publicando esos títulos, para mí ya imprescindibles en la ciencia ficción moderna.
Y llegamos (¡por fin!) a la novela que ahora nos ocupa: Justicia auxiliar. Como he dicho, se trata de una verdadera sorpresa que finaliza, además, con una explosión creativa y literaria muy sugerente de la que, evidentemente, no les puedo hablar aquí.
Sin embargo, sí les hablaré de ese futuro inventado por Ann Leckie, ese imperio galáctico del Radch, en el que las inteligencias artificiales (IA) dominan y usan a los humanos como simples extensiones dotadas de movimiento pero pertenecientes a la IA de la que forman parte.
Ese es un tema muy propio de la ciencia ficción y que preside las mejores novelas de un autor como Vernor Vinge en la que ha dado en llamarse la serie de la Zona de Pensamiento (Thought Zone), integrada por Un fuego sobre el abismo (A Fire Upon the Deep, 1992), Un abismo en el cielo (A Deepness in the Sky, 1999) y The Children of the Sky (2011).
Pero la idea central ya la expresó el mismo Vernor Vinge en 1992 en una comunicación en un congreso patrocinado por la NASA. Allí, Vinge habló por primera vez de la llamada «singularidad tecnológica», lo que ocurriría cuando haya realmente inteligencias artificiales y el futuro sea construido no solo por humanos, sino por estos y aquellas. Al no saber cuáles serán los objetivos de esas IA, lo cierto es que ese momento se ha de ver como una singularidad (en sentido matemático: un punto en el tiempo, como el momento del big bang, del que no se puede decir nada...), ya que la incorporación de IA como agentes de la historia del futuro es totalmente imprevisible en lo que a sus consecuencias se refiere.
De ese tema trata, en el fondo, Justicia auxiliar. El (o la) protagonista es el humano Breq, alias Esk Una, alias la nave Justicia de Toren. Leckie, brillante creadora de mundos imaginados, nos ofrece una compleja visión de un futuro lejano donde la presencia de IA ha alterado radicalmente el papel de los humanos en la historia futura. Una especulación inesperada, arriesgada y sumamente sugerente.
Con un efecto añadido en el que, imagino, la mano de la tutora de Ann Leckie en Clarion, Octavia Butler, tal vez no sea del todo ajena. Y es el papel del género (masculino/femenino) en la novela. Como extensiones de las IA, los humanos en realidad vienen a ser seres neutros y por eso es imposible considerar que Breq es un «él» o una «ella». En el fondo sería un «lo».
Estos «juegos» con el género son posibles en inglés con una relativa facilidad. Pero hay problemas al verterlos al castellano, una lengua que tiene género de manera mucho más explícita que el inglés original de la novela.
Un problema parecido lo tuvimos, hace ya años, con la publicación en NOVA de Serpiente de Sueño (1978), de Vonda N. McIntyre. En esa novela, una sanadora que usa serpientes y su veneno como elemento curativo, recorre un planeta devastado buscando una serpiente de sueño capaz de reemplazar a la que se le ha muerto, dejándola sin la posibilidad de ejercer su labor. En su periplo, y al menos por un par de veces, la autora hace que, al llegar a una población, la sanadora pueda hablar con quien ejerce la alcaldía, o quien lleva la gestión de la farmacia, etc. Solo al cabo de unas páginas, cuando todos (llevados por lo que suele ser habitual en nuestro mundo cotidiano) pensamos en la figura de un alcalde (masculino), un farmacéutico (también masculino...), etc., la autora incluye el «she» como característico de ese personaje, enseñándonos que nuestra suposición era un prejuicio. Lo más duro es cuando eso pasa por segunda vez en la lectura de la novela... Uno se da cuenta de sus propios prejuicios y eso resulta sumamente didáctico.
Yo no sé si la voluntad de Ann Leckie en Justicia auxiliar es didáctica (que debe de serlo...), pero sí veo muy claro que en un futuro dominado por las IA y en el que los humanos son meras extensiones de las mismas, no parece que el género (como constructo social y no meramente como sexo, como decía Simone de Beauvoir) tenga excesivo sentido. No obstante, ello no elimina la dificultad de la traducción de una novela como esta. Seguro que la traductora ha hecho un buen trabajo.
En cuanto a la trama de la novela, la idea es que una nave, Justicia de Toren, se ha convertido, tras millares de años, en una especie de mezcla entre humano y un borg (sí, recordemos aquí Star Trek) y está compuesta de diversas partes intercambiables.
Años atrás, un soldado llamado Breq era una parte de esa nave espacial cuya inteligencia artificial (IA) coordina y dirige miles de soldados de cadáveres que sirven al imperio Radch. Ahora, un acto de traición ha dejado a Breq con un único y frágil cuerpo humano y un deseo insaciable de venganza contra la Lord del Radch, una inteligencia multicuerpo conocida como Anaander Mianaai.
Ese Breq (que es también Esk Una y, en el fondo, la propia nave Justicia de Toren), justo en los confines del vasto imperio Radch, acaba violando la primera norma de esa peculiar cultura radchaai. Una regla que viene a decir que supuestamente los humanoides auxiliares no han de disparar a sus amos, no importa lo malos que estos sean.
Y hasta aquí puedo llegar... El final es una verdadera traca literaria y temática que abre el camino a los otros libros de la trilogía y completa una espectacular primera novela que, al menos a mí, me ha reconciliado con la ciencia ficción moderna a la que, con ejemplos como el de Weir o Leckie (sin olvidar a los hoy ya clásicos Stephenson, Simmons, Willis, etc.), veo claramente capaz de emular a los viejos maestros.
No les digo aquello habitual de «que ustedes la disfruten», porque sé de su inteligencia y de las bondades de esta novela. Es seguro que la disfrutarán.
MIQUEL BARCELÓ
Para mis padres, Mary P. y David N. Dietz-
ler, quienes no llegaron a ver este libro publi-
cado, pero siempre tuvieron la certeza de que
se publicaría.
Agradecimientos
Es común afirmar que escribir es un arte solitario. Y es verdad que el acto concreto de escribir las palabras es algo que la escritora tiene que hacer por sí misma. Aun así, ocurren muchas cosas antes de escribir esas palabras y también después, al intentar darle la mejor forma posible a la obra.
No sería la escritora que soy sin las enseñanzas del taller Clarion West y mis compañeras de clase. También he recibido la generosa y perspicaz ayuda de muchos amigos: Charlie Allery, S. Hutson Blount, Carolyn Ives Gilman, Anna Schwind, Kurt Schwind, Mike Swirsky, Rachel Swirsky, Dave Thompson y Sarah Vickers. Todos ellos me han ayudado mucho y me han animado, y este libro no sería lo que es sin ellos. De todos modos, cualquier error es totalmente mío.
También quiero dar las gracias a Pudd’nhead Books, de Saint Louis; a la biblioteca de la Universidad Webster; a la biblioteca comarcal de Saint Louis y al consorcio municipal de bibliotecas del condado de Saint Louis. Las bibliotecas constituyen un recurso vasto y valioso y creo que nunca serán demasiadas.
Gracias, también, a mis magníficos editores, a Tom Bouman y a Jenni Hill, cuyos agudos comentarios ayudaron a que este libro sea lo que es. De nuevo, cualquier error es totalmente mío. Y gracias a mi fabulosa agente, Seth Fishman.
Por último, pero no por eso menos importante, debo reconocer que ni siquiera habría empezado a escribir este libro sin el amor y el apoyo de mi marido Dave y de mis hijos Aidan y Gawain.
1
El cuerpo estaba desnudo y boca abajo. Su piel era de un color gris cadavérico y había salpicaduras de sangre a su alrededor, sobre la nieve. La temperatura era de quince grados bajo cero y se había producido una tormenta apenas unas horas antes. A la tenue luz del amanecer, la capa de nieve se extendía, uniforme, en todas las direcciones y solo unas pocas huellas conducían a un edificio de hielo cercano. Se trataba de una taberna; o lo que en aquella ciudad se consideraba una taberna.
Había algo intrigante y familiar en aquel brazo extendido, en el contorno que iba del hombro hasta la cadera. Pero era casi imposible que conociera a aquella persona porque no conocía a nadie en aquel lugar. Estaba en el extremo helado de un planeta frío y aislado que estaba tan lejos del mundo civilizado, según la concepción radchaai, como se podía estar. Había viajado hasta allí, a aquel planeta, a aquella ciudad, solo porque tenía asuntos propios y urgentes que resolver. Los cuerpos tendidos en la calle no eran asunto mío.
A veces, no sé por qué hago lo que hago. Incluso después de tanto tiempo, no saberlo, no tener órdenes que cumplir segundo a segundo todavía me parece algo nuevo, así que no puedo explicar por qué me detuve y con un pie levanté el hombro desnudo de aquella persona para verle la cara.
A pesar de lo helada, amoratada y ensangrentada que estaba, la reconocí. Se llamaba Seivarden Vendaai y, mucho tiempo atrás, había sido una de mis oficiales, una teniente joven a quien, con el tiempo, ascendieron y le asignaron el mando de otra nave. Creía que hacía mil años que había muerto, pero, indudablemente, allí estaba. Me agaché y comprobé si tenía pulso, o el más leve de los alientos.
Estaba viva.
Seivarden Vendaai ya no era de mi incumbencia, no era responsabilidad mía. Además, nunca había sido una de mis oficiales favoritas. Yo había obedecido sus órdenes, por supuesto, y ella nunca había maltratado a ninguna auxiliar, nunca había dañado a ninguno de mis segmentos como hacía, ocasionalmente, alguna oficial. No tenía ninguna razón para pensar mal de ella, sino todo lo contrario, porque sus modales eran los de una persona bien educada y de una buena familia. Claro que ella nunca empleó sus buenos modales conmigo, desde luego, porque yo no era una persona, sino una pieza de un equipo, una parte de la nave. En cualquier caso, nunca me había preocupado por ella especialmente.
Me levanté y entré en la taberna. El local era oscuro y el blanco de las paredes de hielo hacía tiempo que estaba cubierto de suciedad o cosas peores. El aire olía a alcohol y a vómito. Detrás de la barra había una camarera de pie. Se trataba de una nativa, baja y gorda, de piel pálida y expresión ingenua. Tres clientas estaban repantingadas en sillas alrededor de una mesa sucia. A pesar del frío, no llevaban más que pantalón y camisa acolchada. En aquel hemisferio de Nilt era primavera y disfrutaban de la cálida temporada. Fingieron no notar mi presencia, aunque sin duda ya me habían visto en la calle y sabían qué me había empujado a entrar. Probablemente, una o varias de ellas habían estado implicadas en lo sucedido, porque Seivarden no llevaba mucho tiempo allí fuera; si no, ya estaría muerta.
—Quiero alquilar un trineo —anuncié—. Y comprar un equipo de hipotermia.
Detrás de mí, una de las clientas se rio y exclamó en tono burlón:
—¡Vaya, una niña dura!
Me volví para mirarla, para estudiar su cara. Era más alta que la mayoría de las nilteranas, pero gorda y pálida como todas ellas. Era más corpulenta que yo, pero yo era más alta y también considerablemente más fuerte de lo que parecía. No se dio cuenta de con qué estaba jugando. A juzgar por el contorno anguloso del acolchado de su camisa, debía de tratarse de un hombre, aunque no estaba completamente segura. Si estuviéramos en el espacio del Radch, eso no tendría importancia. Para las radchaais no es relevante ser hombre o mujer y el idioma que hablan, que es el mío, no indica, de ninguna forma, la distinción entre sexos. Sin embargo, el idioma que estaba hablando en aquel momento sí que hacía esa distinción y, si utilizaba el género equivocado, podía meterme en un lío. Tampoco ayudaba el hecho de que las pistas que identificaban el sexo cambiaran de un lugar a otro, a veces radicalmente; y casi nunca tenían mucho sentido para mí.
Decidí no responder. Al cabo de un par de segundos, sin causa aparente, la clienta descubrió algo interesante en la superficie de la mesa. Podría haberla matado allí mismo sin mucho esfuerzo y la verdad es que la idea me pareció atractiva, pero, en aquel momento, Seivarden era mi prioridad. Me volví de nuevo hacia la camarera, quien relajó los hombros con actitud despreocupada y dijo, como si no nos hubieran interrumpido:
—¿Qué tipo de lugar crees que es este?
—El tipo de lugar donde me alquilarán un trineo y me venderán un equipo de hipotermia —contesté. De momento, me mantenía en un territorio lingüístico seguro, donde no necesitaba hablar en masculino o en femenino—. ¿Cuánto me va a costar?
—Doscientos shenes. —La cifra debía de ser, como mínimo, el doble del precio habitual. De eso estaba segura—. Eso por el trineo. Está en la parte de atrás. Tendrás que ir a buscarlo tú misma. Y otros cien por el equipo.
—Tiene que estar completo —advertí—. Y nuevo.
De detrás de la barra extrajo uno cuyo sello parecía intacto y dijo:
—Tu colega de ahí fuera tiene una cuenta pendiente.
Quizá se tratara de una mentira. Quizá no. En cualquier caso, el importe sería pura ficción.
—¿Cuánto?
—Trescientos cincuenta.
Podía encontrar la manera de seguir evitando referirme al sexo de la camarera. O podía intentar adivinarlo. En última instancia, se trataba de una posibilidad de error del cincuenta por ciento.
—Eres muy confiado —afirmé suponiendo que era un hombre— al permitir que un indigente —sabía que Seivarden era un hombre, ese era fácil— acumule semejante deuda.
La camarera no dijo nada.
—¿Seiscientos cincuenta lo cubre todo?
—Sí —contestó la camarera—. Casi todo.
—No, absolutamente todo. Llegaremos a un acuerdo ahora mismo. Y si alguien va en mi busca más tarde y me reclama más dinero o intenta robarme, morirá.
Silencio. Entonces oí que alguien, detrás de mí, escupía.
—¡Escoria radchaai!
—Yo no soy radchaai.
Lo que era cierto, porque tienes que ser humana para ser radchaai.
—Él sí que lo es —afirmó la camarera moviendo levemente un hombro en dirección a la puerta—. No tienes el acento, pero apestas a radchaai.
—El olor es de la bazofia que sirves a tus clientes.
Las clientas que había detrás de mí se rieron. Metí la mano en un bolsillo, saqué un puñado de billetes y los eché sobre la barra.
—Quédate con el cambio. —Me volví para marcharme.
—Será mejor que tu dinero sea bueno.
—Será mejor que tu trineo esté en la parte de atrás como me has dicho. —Y salí de la taberna.
Primero el equipo de hipotermia. Volví cara arriba a Seivarden. Rompí el sello del equipo, desprendí el sensor interno de la tarjeta y lo introduje en la sangrienta y medio congelada boca de Seivarden. Cuando el indicador de la tarjeta se puso en verde, desplegué el delgado envoltorio, me aseguré de que la carga fuera la adecuada, envolví a Seivarden con él y lo encendí. Entonces me dirigí a la parte trasera de la taberna en busca del trineo.
Nadie estaba esperándome, lo que fue una suerte, porque no quería dejar cadáveres a mi paso, todavía no. No había viajado hasta allí para causar problemas. Tiré del trineo hasta la parte delantera del edificio, monté en él a Seivarden y barajé la posibilidad de quitarme el abrigo exterior y cubrirla con él, pero al final decidí que eso no incrementaría significativamente el efecto del envoltorio de hipotermia. Puse en marcha el trineo y me largué.
Alquilé una habitación en las afueras de la ciudad. Se trataba de uno de los doce cubículos del edificio; eran cubos mugrientos de plástico prefabricado, de un color gris verdoso y de dos metros de lado. No había cama y las mantas se pagaban aparte, igual que la calefacción. Pagué lo que me pidieron, al fin y al cabo ya me había gastado una cantidad exorbitante para sacar a Seivarden de la nieve.
Le limpié la sangre lo mejor que pude, comprobé el pulso, que todavía latía, y la temperatura, que iba en aumento. Antes, habría sabido cuál era la temperatura corporal sin siquiera detenerme a pensar en ello, y también el ritmo cardíaco, la concentración de oxígeno en la sangre y la de hormonas. Solo con desearlo, habría percibido todas sus heridas. Pero ahora era como si estuviera ciega. Era evidente que la habían golpeado; tenía la cara hinchada y el torso amoratado.
El equipo de hipotermia tenía un correctivo muy básico, solo uno, y adecuado únicamente para primeros auxilios. Seivarden podía sufrir heridas internas y una conmoción cerebral grave, y yo solo podía curar cortes y esguinces. Con un poco de suerte, la hipotermia y las moraduras serían lo único a lo que me enfrentaba, porque no tenía muchos conocimientos médicos. Ya no. Cualquier diagnóstico que hiciera sería elemental.
Le introduje otro sensor interno en la garganta y realicé otro chequeo. Tenía la piel tan fría como cabía esperar dadas las circunstancias y no estaba sudorosa. Su color, aún teniendo en cuenta los morados, recuperaba un tono moreno normal. Llevé a la habitación un recipiente con nieve para que se fundiera, lo dejé en una esquina, donde esperaba que ella no lo volcara si se levantaba, y me fui echando la llave al salir.
El sol estaba más alto, pero la luz apenas era más intensa que antes. Había más huellas interrumpiendo la uniformidad de la capa de nieve formada por la tormenta de la noche anterior y por la calle caminaban un par de nilteranas. Llevé el trineo de vuelta a la taberna y lo aparqué en la parte de atrás. Nadie me importunó y no oí ningún ruido procedente de la oscura entrada del local. Me dirigí al centro de la ciudad.
Las ciudadanas iban de un lado a otro, ocupadas en sus asuntos. Unas niñas gordas, pálidas y vestidas con pantalones y camisas acolchadas se lanzaban nieve unas a otras a patadas. Cuando me vieron, se detuvieron y me contemplaron con sorpresa y con los ojos muy abiertos. Las adultas me ignoraban, pero cuando se cruzaban conmigo, me miraban. Entré en una tienda y pasé de lo que en aquel planeta se consideraba luz diurna a la penumbra y a una temperatura que apenas era cinco grados superior a la del exterior.
En el interior de la tienda, una docena de personas charlaban unas con otras, pero, cuando entré, de repente se hizo el silencio. Me di cuenta de que mi cara era inexpresiva y adapté los músculos faciales a una expresión agradable que no resultara comprometedora.
—¿Qué quieres? —gruñó la tendera.
—Me parece que ellos van delante de mí. —Mientras hablaba, deseé que se tratara de un grupo mixto, como indicaban mis palabras. Solo obtuve silencio como respuesta—. Quiero cuatro barras de pan y un pedazo de grasa. Y también dos equipos de hipotermia y dos correctivos de uso general, si es que tienen.
—Tengo de diez, veinte y treinta.
—De treinta, por favor.
La tendera apiló mis compras en el mostrador.
—Trescientos setenta y cinco.
Detrás de mí, alguien tosió. Volvían a cobrarme más de la cuenta.
Pagué y me fui. Las niñas seguían divirtiéndose en la calle y las personas adultas siguieron cruzándose conmigo como si no existiera. Realicé otra parada. Seivarden necesitaría ropa. Después regresé a la habitación.
Seivarden seguía inconsciente, pero, por lo que vi, no mostraba signos de padecer un shock. Buena parte de la nieve del recipiente se había derretido, así que introduje en él media barra de aquel pan duro como una piedra para que se reblandeciera.
Las alternativas que entrañaban mayor peligro consistían en que padeciera daños cerebrales o de algún otro órgano interno. Abrí el envoltorio de los dos correctivos que acababa de comprar, levanté la manta y le apliqué uno en el abdomen. Contemplé cómo se licuaba, se extendía y, luego, se endurecía y se convertía en una especie de caparazón transparente. Después apliqué el otro correctivo en el lado de la cara que tenía más amoratado. Cuando se endureció, me quité el abrigo exterior, me tumbé y me dormí.
Algo más de siete horas y media más tarde, Seivarden se movió y yo me desperté.
—¿Estás despierta? —le pregunté.
El correctivo que le había aplicado en la cara le mantenía un ojo y la mitad de la boca cerrados, pero las moraduras y la hinchazón se habían reducido considerablemente. Reflexioné, durante un instante, sobre cuál sería la expresión facial adecuada y la adopté.
—Te encontré en la nieve, delante de una taberna. Me pareció que necesitabas ayuda.
Seivarden exhaló de una forma leve y ronca, pero no volvió la cara hacia mí.
—¿Tienes hambre? —No obtuve ninguna respuesta, solo una mirada vacía—. ¿Has recibido algún golpe en la cabeza?
—No —contestó ella en voz baja, con las facciones relajadas y fláccidas.
—¿Tienes hambre?
—No.
—¿Cuándo comiste por última vez?
—No lo sé.
Su voz sonó calmada y monocorde.
La incorporé y la apoyé con cuidado contra la pared gris verdosa; no quería causarle más daños ni que se desplomara y se golpeara contra el suelo, pero ella se mantuvo erguida. Entonces le introduje, lentamente, un poco de pasta de pan y agua en la boca, más allá del extremo del correctivo.
—Traga —le indiqué, y ella me obedeció.
Le di, de esta manera, la mitad de lo que había en el recipiente. Luego me comí lo que quedaba y volví a llenar el recipiente de nieve.
Ella me contempló mientras yo sumergía otra media barra de pan en la nieve, pero no dijo nada, y la expresión de su cara siguió siendo apacible.
—¿Cómo te llamas? —le pregunté.
Ninguna respuesta.
Supuse que había tomado kef. Casi todo el mundo te dirá que el kef suprime las emociones y es cierto, pero ese no es su único efecto. Hubo un tiempo en el que podría haber explicado, exactamente, los efectos que provoca y cómo lo hace, pero ya no soy lo que era.
Por lo que yo sabía, la gente tomaba kef para dejar de sentir algo. O porque creían que la supresión de las emociones los conduciría a una racionalidad superior, a una lógica absoluta y, en última instancia, a la verdadera iluminación. Pero no es así como funciona.
Sacar a Seivarden de la nieve me había costado un tiempo y un dinero de los que no podía desprenderme así como así. ¿Y para qué? Si la abandonaba a su suerte, se tomaría otra dosis de kef, o tres, se dirigiría a un lugar parecido a aquella sucia taberna y acabaría muerta. Si era eso lo que quería, yo no tenía ningún derecho a impedírselo, pero, si quería morir, ¿por qué no lo había hecho limpiamente?, ¿por qué no había registrado su intención y había acudido a un médico como haría cualquiera? No lo comprendía.
Había muchas cosas que no comprendía, y diecinueve años fingiendo ser humana no me habían enseñado tanto como esperaba.
2
Diecinueve años, tres meses y una semana antes de que encontrara a Seivarden en la nieve, yo era una crucero de batalla que orbitaba alrededor del planeta Shis’urna. Las cruceros de batalla son las naves radchaais de más envergadura, con dieciséis cubiertas, una encima de la otra: cubierta de mando, administrativa, médica, de cultivos hidropónicos, de ingeniería, de acceso a la unidad central y una para cada decuria, y zonas de trabajo y viviendas para mis oficiales. Yo era consciente incluso de la más leve de sus respiraciones o del menor temblor de cualquiera de sus músculos.
Las cruceros de batalla no suelen moverse. En aquella época, yo estaba en órbita estable, como llevaba haciéndolo durante la mayor parte de mis dos mil años de existencia en uno u otro sistema, mientras percibía el frío glacial del vacío en el exterior del casco. Desde mi posición, la superficie del planeta Shis’urna parecía hecha de cristal blanco y azul. Su estación orbital giraba a su alrededor mientras un flujo continuo de naves llegaban y se acoplaban a ella o se desacoplaban para dirigirse a uno u otro de los portales espaciales señalizados con faros y balizas. Desde mi órbita, las fronteras entre las naciones y territorios de Shis’urna no eran perceptibles, aunque, en su lado nocturno, las ciudades brillaban aquí y allá, y también las redes de carreteras que las entrelazaban y que habían sido restauradas desde la anexión.
Sentía y oía, aunque no siempre veía, mis naves colegas, las espadas y las misericordias, que eran más pequeñas y rápidas, y las justicias, que eran cruceros de batalla como yo y que, en aquella época, eran las más numerosas. La más vieja de nosotras tenía casi tres mil años. Nos conocíamos desde hacía mucho tiempo y, por aquel entonces, teníamos poco que decirnos que no nos hubiéramos dicho ya muchas veces. En general, y sin contar las comunicaciones rutinarias, había entre nosotras un silencio amigable.
Como en aquella época yo todavía tenía auxiliares, podía estar en más de un lugar a la vez. También estaba destacada en la ciudad de Ors, en el propio planeta Shis’urna, a las órdenes de la teniente Awn, quien estaba al mando de la Decuria Esk.
La mitad de la ciudad de Ors estaba asentada en territorio anegado, y la otra mitad, sobre un lago pantanoso. La mitad del lago estaba construida sobre plataformas cuyos cimientos se hundían en lo más profundo del lago. Un limo verde crecía en los canales, en las juntas de las plataformas, en los extremos inferiores de las columnas estructurales y en cualquier elemento fijo al alcance del agua, lo que variaba según la estación. El hedor constante a ácido sulfhídrico solo se disipaba ocasionalmente, cuando las tormentas de verano hacían que la mitad de la ciudad que estaba asentada sobre el lago temblara y se balanceara, y que el agua, que procedía del otro lado de las barreras de contención, cubriera los puentes hasta las rodillas. Eso solo ocurría de vez en cuando, porque, en general, las tormentas hacían que el hedor empeorara; temporalmente provocaban que el aire fuera más fresco, pero el alivio no solía durar más que unos pocos días y, después, el tiempo volvía a ser húmedo y caluroso.
Desde mi órbita, no veía Ors, más un pueblo que una ciudad, aunque, en otra época, había estado asentada en la desembocadura de un río y había sido la capital de un país que se extendía a lo largo de la costa. El comercio se desarrollaba a lo largo del río, y numerosas embarcaciones de fondo plano surcaban las marismas y transportaban a las personas de una ciudad a otra. Con el paso de los siglos, el río se había ido retirando y ahora Ors estaba medio en ruinas. Lo que antiguamente habían sido kilómetros de plataformas rectangulares en una red de canales, se había convertido en un espacio mucho más reducido, rodeado y salpicado de plataformas resquebrajadas y medio hundidas. Algunas todavía conservaban el techo y columnas que emergían de la lodosa agua verde durante la estación seca. Había sido el hogar de millones de personas, pero cuando, cinco años antes, las fuerzas radchaais anexionaron Shis’urna al imperio, en Ors solo vivían seis mil trescientas dieciocho personas y, lógicamente, la anexión todavía redujo más ese número. Sin embargo, en Ors la aniquilación fue menor que en otros lugares porque, cuando llegamos, yo con mi Decuria Esk y mis tenientes, y nos alineamos en las calles de la ciudad con las armas preparadas y las armaduras activadas, la suma sacerdotisa de Ikkt se acercó a la oficial presente de mayor rango, que, como ya he dicho, era la teniente Awn, y le ofreció la rendición inmediata. La suma sacerdotisa informó a sus seguidoras de lo que tenían que hacer para sobrevivir a la anexión y, ciertamente, la mayoría de ellas sobrevivieron; lo cual no era tan común como cabría esperar. Nosotras siempre dejábamos claro, desde el principio, que incluso el más leve de los problemas causado durante la anexión podía significar la muerte y, desde el primer momento, demostrábamos sin titubeos lo que eso significaba, aunque siempre había alguien que no podía resistirse y nos ponía a prueba.
Aun así, la influencia de la suma sacerdotisa demostró ser admirable. En cierto sentido, el pequeño tamaño de la ciudad era engañoso, porque, durante la temporada de la peregrinación, cientos de miles de visitantes circulaban por la plaza situada delante del templo y acampaban en las plataformas de las zonas abandonadas. Para las adoradoras de Ikkt, aquel era el segundo lugar más sagrado del planeta y la suma sacerdotisa constituía una presencia divina.
Normalmente, cuando una anexión finalizaba oficialmente, lo que, con frecuencia, requería cincuenta años o más, se había establecido una policía civil en el lugar anexionado, pero aquella anexión fue diferente: se había concedido la ciudadanía a las shis’urnas sobrevivientes mucho antes de lo normal y ninguna funcionaria de la Administración radchaai confiaba en que las civiles locales trabajaran tan pronto en el ámbito de la seguridad, de modo que la presencia militar todavía era bastante importante. Por lo tanto, cuando la anexión de Shis’urna ya era oficial, la mayoría de las justicias de Toren Esk regresaron a la nave, pero la teniente Awn se quedó, y yo, la Unidad Justicia de Toren Esk Una, que constaba de veinte auxiliares, me quedé con ella.
La suma sacerdotisa vivía en una casa cercana al templo, en uno de los pocos edificios que habían permanecido intactos desde los días en que Ors era una gran ciudad. La casa constaba de cuatro plantas, tenía un tejado de una sola vertiente y estaba abierta por todos los lados, aunque había unas pantallas divisorias que las ocupantes podían desplegar si deseaban privacidad y también era posible bajar las persianas exteriores cuando había tormenta.
La suma sacerdotisa recibió a la teniente Awn en un compartimento de unos cinco metros cuadrados. La luz se filtraba por encima de las oscuras pantallas divisorias.
—¿Servir en Ors no le resulta penoso? —le preguntó la sacerdotisa.
Se trataba de una persona mayor, de cabello gris y barba canosa bien recortada.
Ella y la teniente Awn se habían acomodado en sendos cojines que estaban húmedos, como todo en Ors, y olían a moho. La sacerdotisa llevaba una tela amarilla alrededor de la cintura y los hombros tatuados con formas, algunas curvas y otras angulares, que cambiaban conforme al significado litúrgico del día. Como deferencia a las convenciones radchaais, llevaba guantes.
—¡En absoluto! —contestó la teniente Awn con voz agradable, aunque yo percibí que no era totalmente sincera.
La teniente tenía los ojos de color marrón oscuro y el cabello negro y corto. Su piel era lo bastante morena para que no se la considerara pálida, pero no lo bastante para resultar moderna. Podría habérsela cambiado, y también los ojos y el cabello, pero nunca lo hizo. En lugar del uniforme, que consistía en un abrigo marrón largo adornado con insignias enjoyadas, camisa, pantalones, botas y guantes, iba vestida con el mismo tipo de falda que llevaba la sacerdotisa, una camisa ligera y unos guantes sumamente finos. Aun así, estaba sudando. Yo permanecía de pie en la entrada, erguida y en silencio. Una sacerdotisa subordinada dejó tazas y cuencos entre la teniente Awn y la Divina.
Yo estaba a unos cuarenta metros de allí, en el templo, que constituía un espacio atípicamente cerrado de cuarenta y tres metros y medio de altura, sesenta y cinco con siete de longitud y veintinueve con nueve de anchura. En uno de los extremos, había unas puertas casi tan altas como el techo y, en el otro, elevándose por encima de las fieles, una representación de la vertiente, casi vertical, de una montaña de Shis’urna elaborada con extremo detalle. En la base había una tarima cuyos amplios escalones conducían al suelo de piedra gris y verde de la sala. La luz entraba por docenas de tragaluces verdes y se proyectaba en las paredes, que estaban pintadas con escenas de la vida de las santas que conformaban el culto a Ikkt. Aquel edificio era totalmente diferente de cualquier otro en Ors. Su arquitectura, como el mismo culto a Ikkt, se había importado de algún otro lugar de Shis’urna. Durante la temporada de peregrinación, la sala estaba atestada de fieles. Había otros lugares sagrados en Shis’urna, pero si una orsiana hablaba de peregrinación, se refería a la que se realizaba anualmente a aquel templo. Pero todavía faltaban unas cuantas semanas para eso; de momento, en el templo solo se oían las oraciones que una docena de devotas susurraban en una esquina.
La suma sacerdotisa se rio.
—Es usted muy diplomática, teniente Awn.
—Soy una soldado, Divina —respondió la teniente. Se comunicaban en el idioma radchaai, y la teniente habló despacio y con meticulosidad, poniendo cuidado en su acento—. Y no considero que mi deber sea penoso.
La suma sacerdotisa no respondió con una sonrisa. Durante el breve silencio que se produjo, la sacerdotisa subordinada dejó junto a ellas una jarra con lo que las shis’urnas llamaban té, pero que en realidad consistía en un líquido espeso, tibio y dulce que apenas tenía algo que ver con el té de verdad.
Yo también estaba frente a la entrada del templo, en la plaza manchada de cianobacterias, desde donde contemplaba a las personas que pasaban por allí. La mayoría de ellas iban vestidas con la misma falda sencilla y de vistosos colores que llevaba la suma sacerdotisa, aunque solo las niñas muy pequeñas y las personas muy devotas lucían tatuajes, y solo unas pocas usaban guantes. Algunas de las viandantes eran trasladadas, es decir, radchaais asignadas a empleos o a quienes se les habían otorgado propiedades en Ors después de la anexión. Muchas habían adoptado la sencilla falda y, como la teniente Awn, habían incorporado una camisa ligera y holgada a su forma de vestir. Otras se aferraban con obstinación a los pantalones y la chaqueta, y sudaban copiosamente mientras cruzaban la plaza. Todas lucían joyas que pocas radchaais renunciarían a exhibir y que constituían regalos de amigas o amantes, insignias conmemorativas de la muerte de seres queridos o distintivos familiares o de asociaciones de clientelismo.
Hacia el norte, al otro lado de un tramo rectangular de agua al que llamaban Templo de Proa por el barrio que había existido allí, el terreno se elevaba ligeramente y, durante la estación seca, aquella zona, a la que se referían con deferencia como Ciudad Alta, quedaba asentada sobre tierra firme. Yo también estaba patrullando por allí y, cuando caminaba por la orilla del canal, me veía a mí misma de guardia en la plaza.
Las embarcaciones, impulsadas con pértigas, avanzaban lentamente por el pantanoso lago y por los canales que separaban los grupos de plataformas. El agua estaba turbia por la abundancia de algas y, aquí y allá, los extremos de las plantas acuáticas profundas agitaban la superficie. Lejos de la ciudad, al este y al oeste, unas boyas señalizaban zonas del lago prohibidas y, dentro de sus confines, las alas iridiscentes de las moscas de los pantanos titilaban sobre las masas enmarañadas de algas que flotaban en la superficie. Alrededor de las boyas, había embarcaciones de mayor tamaño y, entre ellas, los grandes dragadores, que aunque ahora permanecían quietos y silenciosos, antes de la anexión extraían el pestilente lodo del fondo.
La vista hacia el sur era similar, salvo por una estrecha franja de mar en el horizonte, más allá del empapado banco de arena que delimitaba el lago. Yo, como estaba en varios lugares cerca del templo y recorría las calles de la ciudad, lo veía todo. La temperatura era de veintisiete grados y el ambiente, húmedo, como siempre.
Esa era la situación de casi la mitad de mis veinte cuerpos. El resto dormía o trabajaba en la casa en la que vivía la teniente Awn, que tenía tres plantas, era espaciosa y, antiguamente, había alojado a una extensa familia y un negocio de alquiler de barcos. Por un lado daba a un canal ancho, verde y lodoso, y por el otro, a la calle más importante de la ciudad.
En la casa, tres de mis segmentos estaban despiertos. Montaban guardia o realizaban tareas administrativas. Yo estaba sentada en una alfombrilla sobre una tarima baja, en el centro de la primera planta, y escuchaba a una orsiana que se quejaba sobre la adjudicación de los derechos de pesca.
—Debería usted trasladar su queja al juez del distrito, ciudadana —le sugerí en el dialecto local.
Yo conocía a todo el mundo en Ors y sabía que aquella persona era mujer y abuela, y debía tener en cuenta ambos aspectos si quería hablarle de forma que fuera no solo gramaticalmente correcta, sino también educada.
—¡Pero yo no conozco al juez del distrito! —protestó ella indignada.
La jueza vivía en una ciudad grande y muy poblada situada río arriba, a muchos kilómetros de Ors y cerca de Kould Ves. La ciudad estaba lo bastante río arriba para que el aire fuera, a menudo, fresco y seco, y las cosas no olieran permanentemente a moho.
—¿Qué sabe el juez del distrito de Ors? ¡En lo que a mí respecta, el juez del distrito no existe!
A continuación me contó la larga historia de la relación que había mantenido su casa con el área delimitada por las boyas, que se correspondía con la zona prohibida y estaría cerrada a la pesca durante los tres años siguientes.
Mientras tanto, como siempre, en el fondo de mi mente era consciente de estar en órbita allá arriba.
—Vamos, teniente —dijo la suma sacerdotisa—. A nadie le gusta Ors, salvo a las desafortunadas que hemos nacido aquí. La mayoría de las shis’urnas, por no hablar de las radchaais, preferirían vivir en una gran ciudad, sobre tierra seca y con verdaderas estaciones climáticas aparte de la lluviosa y la no lluviosa.
La teniente Awn, que seguía sudando, aceptó una taza de aquello que llamaban té y bebió un trago sin realizar una mueca de asco, lo que era una cuestión de práctica y determinación.
—Mis superiores me piden que regrese.
En el relativamente seco