Las reglas de la pasión

Fragmento

 

Prólogo

 

Leonard Kastner había pensado seriamente en retirarse. Debería haber hecho algo más que pensarlo. Había llegado el momento adecuado. Había amasado más dinero del que creía posible mediante el uso de sus habilidades. Estaba en la cúspide de su carrera profesional, con éxitos incontestables, y nunca había rechazado un trabajo. Sus clientes lo sabían. Los detalles carecían de importancia. De hecho, en la mitad de las ocasiones ni siquiera se los daban hasta después de haber aceptado un trabajo. Sin embargo, su profesión cada vez le desagradaba más y estaba perdiendo habilidad. Si nada importaba, todo era válido. Si uno empezaba a cuestionarse sus propios actos, las cosas cambiaban.

Con más riqueza de la que necesitaba desde hacía bastante tiempo, ya no tenía necesidad de arriesgarse y tampoco le hacía falta aceptar ese trabajo en concreto. Pero le habían ofrecido más dinero del que podía rechazar, mucho más de lo que había ganado en los últimos tres años, y le habían pagado la mitad por adelantado. Aunque la increíble cifra no era de extrañar. Era uno de esos encargos raros en los que el matón de turno que lo había contratado quería que se comprometiera de antemano, antes de que le dijeran de qué se trataba.

Jamás lo habían contratado para matar a una mujer. Sin embargo, iba a terminar su carrera con un crimen más horrible todavía: iba a matar a un bebé. Y no a cualquier bebé, sino a la heredera al trono. ¿Un asesinato político? ¿Venganza contra el rey Frederick? No se lo habían dicho y tampoco le importaba. En algún momento de su vida, había perdido la humanidad. Solo era un trabajo más. Tenía que repetírselo una y otra vez. No iba a terminar su carrera con un fracaso. Si el encargo le resultaba desagradable, se debía a que quería a su rey y a su país. Pero el rey podía tener más hijos en cuanto abandonara el luto y se casara de nuevo. Seguía siendo un hombre joven.

Entrar en el palacio del rey Frederick durante el día era fácil. Las puertas del palacio, situadas en el patio de la antigua fortaleza que se alzaba sobre la capital de Lubinia, rara vez se cerraban. Por supuesto, dichas puertas estaban vigiladas, pero se les negaba la entrada a muy pocas personas, incluso cuando el rey se encontraba en palacio. Que no era el caso. El rey se había retirado a su residencia invernal en las montañas justo después de que se celebrara el funeral por la reina, hacía cuatro meses, para llorarla en paz. La reina había muerto apenas unos días después de dar a luz a la heredera que alguien quería muerta.

Habrían detenido a Leonard en las puertas si hubieran tenido la más mínima sospecha de quién era, pero pasó desapercibido. Leonard tenía una reputación nefasta, pero estaba asociada a Rastibon, su alias. Habían puesto precio a su cabeza en su propio país y en varios países colindantes. Pero nadie sabía qué aspecto tenía Rastibon. Siempre se había cuidado de ocultar su cara, usando capuchas, reuniéndose con sus contactos en callejones oscuros y ocultando su voz cuando era necesario. Siempre había pensado retirarse en su propio país sin que nadie supiera cómo había amasado su fortuna.

Vivía en un barrio muy próspero de la capital. Su casero y sus vecinos no eran muy curiosos, y cuando le preguntaban por su trabajo se limitaba a hablar de un negocio de exportación de vinos para explicar sus frecuentes ausencias. Porque sabía de vinos. Podía hablar de vinos largo y tendido. Pero había dejado bien claro que no estaba por la labor de perder el tiempo charlando, de modo que tenía fama de ser un hombre taciturno al que era mejor dejar tranquilo, cosa que él prefería. Un hombre con su oficio no podía permitirse tener amigos a menos que fueran del mismo gremio. Pero incluso en ese caso tendrían un problema de competición.

No era tan sencillo entrar en el ala donde se encontraba la habitación infantil, pero Leonard tenía recursos. Había descubierto qué mujeres cuidaban de la heredera de Frederick y había elegido a la niñera como objetivo.

Se llamaba Helga. Una viuda joven y de aspecto corriente, con una hija a la que seguía amamantando, razón por la que había conseguido el trabajo en el palacio. Le llevó una semana engatusarla para meterse en su cama durante sus breves visitas familiares en la ciudad. Pero era un hombre agradable de unos veintitantos años, algunos dirían que apuesto con su pelo castaño oscuro y sus ojos azules, y conservaba cierto encanto de la época en la que no era un asesino despiadado. También tendría que matar a Helga si quería retirarse en su país natal. Si la dejaba con vida, podría identificarlo.

Tardó otras tres semanas en organizar un encuentro en el dormitorio de Helga, emplazado en el ala de la habitación infantil, la noche que la otra niñera descansaba y no estaría en el palacio. Aunque Helga le había asegurado que nadie visitaba la habitación infantil de noche, solo los dos guardias que hacían sendas rondas, la niñera temía perder su trabajo si alguien lo descubría. Al fin y al cabo, la guardia de palacio se doblaba durante la noche. Sin embargo, al final ganó la pasión y las puertas adecuadas se abrieron para él. Solo tenía que esconderse un instante, hasta que los guardias abandonaran el ala de la habitación infantil.

Al final, no mató a la mujer. Aunque habría sido lo más lógico. Había utilizado otro nombre falso con ella, no para ocultarle el crimen que iba a cometer, sino para evitar que ella (o cualquier otra persona) relacionara a Leonard Kastner con Rastibon. No tenía intención de ocultar su crimen. Quienquiera que lo hubiese contratado necesitaba que se supiera. Pero no había motivo para matar también a la niñera cuando podía dejarla inconsciente con una poción en su copa de vino. Sintió una punzada al hacerlo.

Se había encariñado con Helga a lo largo de ese mes. Había cambiado su plan original de forma drástica. Eso quería decir que ya no se retiraría en su propio país, dado que ella podía identificarlo. Pero había tomado esa decisión de repente ese mismo día, y no estaba familiarizado con la única poción somnífera que había encontrado, de modo que no sabía de cuánto tiempo disponía y, por tanto, debía darse prisa. A última hora, tomó otra decisión improvisada: le ataría las manos a la espalda para que no la creyeran cómplice del crimen. Sin embargo, lo peor fue que no pudo matar al bebé en la habitación infantil, donde Helga vería su cuerpo al despertarse. La niñera adoraba a la hija del rey, y aseguraba que la quería como si fuera suya.

La primera intención de Leonard fue la de llevar a cabo el encargo en ese lugar. Eso conllevaba muchísimo menor riesgo. Pero después de ver a Helga tumbada en la cama, y a sabiendas de que pronto se despertaría, empezó a buscar un saco. No encontró nada en la habitación principal. La hija del rey estaba siendo criada con todos los lujos, le habían regalado cubiertos de oro y su moisés valía una fortuna con las sábanas de satén, el encaje y las piedras preciosas. En un estante vio unos preciosos juguetes para los que la niña era demasiado pequeña. Había numerosas cómodas pegadas a las paredes, con una ingente cantidad de ropa que se le quedaría pequeña antes de que pudiera ponérsela siquiera.

Las niñeras no tenían camas para dormir en la habitación infantil. No tenían permitido dormir mientras estaban de guardia, razón por la que la princesa tenía dos niñeras. Cada una contaba con un pequeño dormitorio adyacente a la habitación infantil, donde dormían cuando no estaban de guardia y donde cuidaban a sus propios hijos. En un rincón de la habitación infantil, Leonard vio un montón de cojines de todos los tamaños imaginables, que seguramente se utilizaban cuando se permitía que el bebé jugara en el suelo. Cogió uno de los cojines más grandes de la parte superior del montón, rajó la costura de uno de los laterales y le sacó el relleno. A continuación, hizo tres agujeros para permitir el paso del aire. Serviría para sus propósitos.

Se apresuró a meter a la niña en la funda, aunque lo hizo con mucho cuidado para no despertarla. La princesa tenía cuatro meses. Si se despertaba, se pondría a llorar. Aún tenía que recorrer un larguísimo pasillo y un estrecho corredor antes de llegar a la escalera que conducía a la puerta lateral por la que había entrado, por no mencionar que debía escabullirse de los dos guardias. Sería muy sencillo siempre y cuando el bebé no llorara.

La noche anterior había atado una cuerda en la muralla posterior de la fortaleza, la cara que no daba a la ciudad. Esa misma noche había dejado su caballo en un bosquecillo. Había tomado esas precauciones porque las puertas del palacio se cerraban por la noche y estaban muy bien custodiadas, de modo que necesitaba otra vía de escape. Sin embargo, las murallas de la fortaleza suponían otro desafío. Aunque Lubinia no estaba en guerra, varios guardias recorrían las almenas de noche.

Por suerte para él, esa noche no había luna. Las lámparas del patio estaban encendidas, pero eran más una ayuda que un impedimento, ya que creaban sombras en las que podía esconderse mientras se escabullía por el patio. Consiguió llegar a la muralla y subir las estrechas escaleras hasta las almenas sin incidentes. El bebé seguía dormido. Los guardias seguían en la parte delantera de la fortaleza. En cuestión de minutos, Leonard habría salido de la fortaleza. Tuvo que atarse el improvisado hatillo al cinturón porque necesitaba ambas manos para descender por la cuerda. El saco se balanceó durante el descenso e incluso llegó a golpearse contra el muro. Se escuchó un gemido del interior, no demasiado alto; además, no había nadie lo bastante cerca como para escucharlo.

Por fin llegó a la seguridad del bosquecillo donde había dejado su caballo. Se metió el saco por dentro de la chaqueta. No brotó sonido alguno del interior. Galopó por los Alpes, hasta que amaneció. A la postre, se detuvo en un descampado, muy lejos de cualquier ciudad, de cualquier interrupción o de cualquier persecución. Había llegado el momento. Ejecutaría el encargo con rapidez. El puñal que utilizaría para llevarlo a cabo llevaba afilado desde que se lo encomendaron.

Se sacó el bulto de la chaqueta, abrió la funda del cojín y la dejó en el suelo. Sostuvo al bebé dormido con una mano, se sacó el puñal de la bota y colocó la hoja contra su pequeña garganta. Ese bebé inocente no merecía morir; quien le había pagado sí. Pero Leonard no tenía alternativa. Él solo era un instrumento. De no ser él, otro estaría ocupando su lugar. Al menos, él podía hacerlo de modo que provocara el menor dolor.

Titubeó demasiado tiempo.

El bebé que tenía acunado en el brazo se despertó. Lo miró a los ojos... y sonrió.

1

 

La larga hoja del estoque se curvó cuando Alana presionó con fuerza su extremo contra el pecho del hombre que tenía enfrente. Habría sido un golpe letal si no estuvieran practicando con sendas chaquetas protectoras.

—Deberías haberlo logrado sin necesidad de hacer los tres últimos movimientos —dijo Poppie, que se quitó la máscara con el propósito de que Alana pudiera ver la decepción que reflejaban sus penetrantes ojos azules—. ¿Por qué estás distraída hoy?

Tenía que tomar decisiones, ¡demasiadas decisiones! ¿Cómo no iba a estar distraída? ¿Cómo se iba a concentrar en la clase de esgrima con tantas cosas como tenía en la cabeza? Debía tomar una decisión que alteraría su vida. Tenía tres opciones posibles, cada cual con su propio aliciente, y debía tomar la decisión de inmediato porque se le había acabado el tiempo. Ese día cumplía dieciocho años. No podía posponerlo más.

Su tío siempre se tomaba las clases de esgrima con gran seriedad. De modo que ese no era el momento de hablarle del dilema que se le había presentado. Sin embargo, necesitaba hablarlo con él, y lo habría hecho hacía mucho tiempo si no lo hubiera visto tan preocupado durante los últimos meses. Porque no era un estado habitual en él. Cuando le preguntó si le pasaba algo, él le restó importancia con una sonrisa y le dijo que no. Reacción que tampoco era habitual.

Alana había sido capaz de disimular la preocupación que sentía hasta ese día. Pero claro, su tío le había enseñado a ocultar sus emociones, entre muchas otras cosas, a lo largo de los años.

Sus amigas decían que era un hombre excéntrico. ¡Porque la animaba a usar armas! Sin embargo, ella siempre aducía que tenía derecho a ser diferente. Al fin y al cabo, no era inglés. Sus amigas no deberían compararlo con uno de sus compatriotas. Con el paso del tiempo, había perdido algunas amistades debido a la amplia educación que Poppie quería que recibiese, pero a ella le daba igual. La estirada que acababa de mudarse a la puerta de al lado era un ejemplo perfecto de la estrechez de miras de muchas personas. Al poco de conocerla, Alana le había comentado algunos de sus más recientes estudios, así como lo fascinante que encontraba las Matemáticas.

—Hablas como mi hermano mayor —comentó la muchacha con desdén—. ¿Qué necesidad hay de que tú y yo sepamos tantas cosas sobre el mundo? Lo único que debemos aprender es la mejor forma de llevar una casa. ¿Sabes hacerlo?

—No, pero soy capaz de atravesar con mi estoque una manzana lanzada al aire antes de que caiga al suelo.

No se hicieron amigas. A Alana no le importó. Tenía muchas otras amistades fascinadas por su variada educación, que achacaban a su condición de extranjera, como en el caso de Poppie, aunque ella llevaba toda la vida en Inglaterra y se consideraba inglesa.

En realidad, su tío no se llamaba Poppie. Ese nombre se lo había puesto ella de pequeña porque le gustaba fingir que era su padre en vez de su tío. Tenían casi la misma altura y aunque él rondaba los cuarenta y cinco años, no tenía una sola arruga en la cara y su pelo era tan oscuro como siempre lo había sido.

Su verdadero nombre era Mathew Farmer, un nombre muy inglés, cosa que era graciosa porque tenía un marcadísimo acento extranjero. Era uno de los muchos aristócratas europeos que habían huido del continente durante las guerras napoleónicas para comenzar una nueva vida en Inglaterra. Y la llevó consigo porque era la única familia que le quedaba a Alana.

Sus padres habían muerto cuando ella era pequeña. De forma trágica, en una guerra en la que ni siquiera luchaban. Al recibir la noticia de que la abuela materna de Alana se estaba muriendo, emprendieron un viaje a Prusia para verla. Durante el trayecto, fueron asesinados a manos de simpatizantes franceses que los tomaron por enemigos de Napoleón. Poppie suponía que el motivo fue su evidente condición de aristócratas, y el hecho de que esos palurdos ignorantes consideraran a todos los aristócratas enemigos de Francia. Su tío desconocía los detalles y le entristecía mucho especular sobre el tema. Sin embargo, le había contado tantas cosas de sus padres mientras crecía que Alana tenía la impresión de haberlos conocido, de atesorar esos recuerdos como si fueran suyos.

El hermano de su padre siempre había sido su tutor, su maestro, su compañero y su amigo. Era todo lo que podía desear de un padre y lo quería como tal. Lo que les sucedió a sus padres fue espantoso, pero estaba muy agradecida de que hubiera sido Poppie quien la había criado.

Puesto que era un hombre rico, la vida con él era una mezcla de privilegios y situaciones inesperadas. Había contado con una larga ristra de maestros, tantos que había perdido la cuenta. Cada uno le había enseñado una disciplina diferente y apenas ocupaban el puesto unos meses. Lady Annette había sido la que más tiempo había permanecido a su lado. Una viuda joven y venida a menos que se había visto obligada a buscar empleo. Su tío la había contratado para que le enseñara a Alana todo lo necesario para convertirse en una dama, y después siguió a su lado como dama de compañía, de modo que a esas alturas Annette llevaba con ellos nueve años.

Los días de Alana se volvieron mucho más ocupados en cuanto cumplió los diez años y comenzó su entrenamiento con las armas. Poppie le enseñó a usar algunas. El día que la llevó a la estancia en cuyas paredes colgaban los estoques, los puñales y las armas de fuego y cuyos muebles acababan de quitar por aquel entonces, Alana recordó algo que su tío le había dicho cuando era más pequeña y que posiblemente debería haber olvidado: «Antes mataba personas, pero ya no lo hago.»

Aunque sabía que su tío había luchado en las guerras instigadas por Napoleón a lo largo y ancho de todo el continente europeo, las guerras de las que había huido, le resultó extraño que hablara de esa forma de su pasado. Ese día en concreto, Poppie le puso el estoque en la mano y ella le preguntó:

—¿Con este arma matabas a las personas?

—No, pero estaba entrenado para manejarlas todas y esta es la que requiere mejor forma física, más destreza, más rapidez, más agilidad y más astucia, así que entrenar con ella aporta más de un beneficio. Sin embargo, en tu caso te enseñará a evitar que te manoseen, cosa que los hombres intentarán hacerte pensando que pueden reducirte gracias a la superioridad de su fuerza física. Con el estoque aprenderás a mantener las distancias, sea cual sea el arma que manejes.

—Pero es posible que nunca tenga que recurrir al estoque para defenderme, ¿verdad?

—No, no llevarás un estoque para defenderte. Para eso aprenderás a usar una pistola.

La esgrima solo era una estrategia para mantenerla en forma. Alana era muy consciente de ello. Y al cabo de un tiempo, le gustaban tanto las clases de esgrima con Poppie que se convirtieron en el momento álgido del día. A diferencia del resto de sus maestros, Poppie siempre era muy paciente con ella.

Annette se arriesgó a perder su empleo cuando se enfrentó a su tío a causa del nuevo rumbo que habían tomado los estudios de Alana. Ella misma escuchó el final de dicha discusión mientras pasaba un día por la puerta del despacho de Poppie.

—¿Armas? ¡Por el amor de Dios! Ya es demasiado intrépida y atrevida por naturaleza. ¿Y encima quiere ponerle un arma en la mano? Le ha ofrecido una educación masculina. ¿Cómo quiere que yo contrarreste dicha educación a estas alturas?

—No espero que la contrarreste —fue la serena respuesta de su tío—. Espero que le enseñe que la vida le dará muchas oportunidades para tratar a las personas de distinta forma. Usted la critica por ser intrépida e incluso algo masculina, pero a la larga Alana se verá beneficiada precisamente por eso.

—Pero no son características femeninas en absoluto.

Poppie rio entre dientes en ese momento.

—Bastará con que le enseñe usted a comportarse con elegancia y a hacer el resto de las cosas que hace una dama. Piense que no va a crear una dama de la nada. Ya lo es por nacimiento, y de la más regia cuna. Pero no pienso negarle una educación completa solo por su condición de mujer.

—Pero siempre cuestiona todo lo que le enseño, tal como haría un hombre.

—Me alegro de escucharlo. Me he esforzado en enseñarle a que analice todas las situaciones con cuidado e incluso con meticulosidad. Si algo le resulta extraño, no descartará el motivo, sino que ahondará para entenderlo. Confío en que usted será perseverante sin perjudicar lo que ya ha aprendido.

Y ese último comentario, pronunciado con un deje amenazador, puso punto y final a la discusión.

Alana recordó dicho episodio mientras se alejaba de su tío para colgar el estoque en la pared. Había llegado el momento de decirle a su tío por qué estaba distraída. Ya no podía demorarlo más.

—Poppie, tengo que tomar una decisión inesperada. ¿Podemos hablar del tema esta noche durante la cena o tan pronto como vuelva del orfanato?

Sabía que su tío estaría frunciendo el ceño. Aunque no se lo había prohibido abiertamente, no le gustaba que fuera al orfanato, por más que él fuese el responsable de la institución. El año anterior, Alana descubrió con gran incredulidad la existencia del orfanato que su tío había puesto en marcha poco después de llegar a Londres y que llevaba respaldando desde entonces. No alcanzaba a entender por qué se lo había ocultado. ¿Porque la etapa más reciente de su educación se centraba en los conocimientos necesarios para ser una dama? ¿Porque las damas no debían relacionarse con los pillos callejeros? No obstante, la explicación de su tío fue muy sencilla.

—Aquí encontré una nueva vida, me dieron una segunda oportunidad. Y me sentía poco merecedor de la misma. Necesitaba hacer algo en agradecimiento, intentar ofrecerle a los demás la misma oportunidad que había encontrado yo para cambiar el rumbo de mi vida. Sin embargo, tardé unos años en comprender que las personas que más necesitaban mi ayuda, los más desesperados, eran los huérfanos de la calle.

Una causa noble. ¿Cómo no iba a ponerse ella a la altura de su tío? Le pareció lo más natural del mundo ofrecerse para dar clase a los huérfanos. Su educación había incluido tantas áreas tan diversas y tantos conocimientos prácticos que estaba mucho más capacitada que el resto de los maestros. Y le encantaba lo que hacía. Una de las decisiones que debía tomar era si seguía o no impartiendo clases en el orfanato, ya que la enseñanza no era del todo compatible con los otros dos caminos posibles que podía tomar.

—Yo también he tomado una decisión —dijo su tío, que estaba detrás de ella—. Nunca imaginé que este día sería tan trascendental para ti, pero no puedo seguir evitando el tema. Ven a mi despacho.

¡Por Dios! ¿Acaso iba a descubrir nuevas opciones que sumar a las que ya tenía? Se volvió con brusquedad y vio que Poppie parecía muy incómodo. Sin embargo, su tío no podía ver el temor que asomaba a sus ojos grises porque aún no se había quitado la máscara de esgrima. ¿Trascendental? Eso parecía más importante que su propio dilema.

Poppie se volvió hacia la puerta, esperando que ella lo siguiera.

—Espera, Poppie. Los niños han organizado una fiesta de cumpleaños. Se llevarán una tremenda decepción si no los visito hoy.

Poppie guardó silencio en un primer momento. ¿Acaso tenía que pensarlo? ¿A pesar de que quería a esos niños tanto como ella?

A la postre, contestó:

—Muy bien, pero no tardes mucho.

Y salió de la estancia sin detenerse a ver su titubeante asentimiento de cabeza. Alana se quitó la máscara, la chaqueta protectora y la cinta que sujetaba su larga melena negra de forma mecánica. En esos momentos, estaba muy asustada.

2

 

La fiesta no ayudó a que Alana se relajara ni a que dejara de pensar en su futuro más inminente. Muy al contrario, las riñas entre los niños la exasperaron hasta tal punto que tuvo que regañarle a Henry Mathews.

—¿Quieres que te dé un tirón de orejas?

Henry era uno de sus preferidos. Muchos de los niños residentes en el orfanato que desconocían sus apellidos habían adoptado el nombre de Poppie para tal fin con permiso de este. Henry había elegido una opción distinta y había adoptado su nombre de pila.

Sin embargo, el niño también era distinto en muchas otras cosas. No solo demostraba una gran inteligencia porque asimilaba con rapidez todo lo que se le enseñaba, sino que también había descubierto y potenciado una habilidad que le resultaría muy útil cuando abandonara el orfanato. Era capaz de tallar la madera y convertirla en hermosas figuritas: objetos de adorno, personas y animales. Un día le regaló a Alana una talla de sí misma. Se la dejó en las manos y se fue corriendo, avergonzado. El gesto la conmovió tanto que lo premió llevándolo un día de paseo a Hyde Park y lo alentó a llevar algunas de sus figuritas. Uno de los vendedores que exponían su mercancía en el parque le compró unas cuantas por varias libras, una cantidad de dinero que el niño jamás había tenido en los bolsillos. Eso por fin lo convenció de que su talento era valioso.

En ese momento, Alana lo había pescado peleándose con uno de los más pequeños por culpa de una de sus figuritas. Sin embargo, su amenaza solo sirvió para que Henry la mirara con una sonrisa descarada.

—No me tirará de las orejas. Es demasiado buena.

Cierto, no lo haría. Porque tenía una herramienta mucho mejor: lo miró decepcionada.

—Creía que estabas aprendido a compartir tus tallas con los que son menos afortunados que tú.

—Este no es menos...

—Y que habías aceptado que es un gesto caritativo —le recordó.

Henry agachó la cabeza, pero le dio de mala gana el soldadito al otro niño, que salió corriendo en cuanto lo tuvo en la mano.

—Como lo rompa, le parto el pescuezo —murmuró Henry.

Alana chasqueó la lengua.

—Creo que deberíamos trabajar un poquito en tus modales. La generosidad debería ablandarte el corazón, sobre todo porque no te costará trabajo reemplazar el soldadito.

Henry la miró, horrorizado.

—¡Tardé cuatro horas en hacerlo! Me dormí tarde y al día siguiente me quedé dormido en clase y me castigaron. Y él me lo ha robado del baúl. En vez de enseñarme a mí a regalar el fruto de mi duro trabajo, a lo mejor debería enseñarle a él a no robar.

Alana gimió y extendió un brazo para evitar que el niño saliera corriendo, pero Henry era demasiado rápido. Y ella había sido demasiado dura con él. El hecho de que estuviera preocupada no justificaba su actitud. Se disculparía con él al día siguiente, pero en ese momento debía volver a casa.

Sin embargo, Henry regresó cuando estaba en la puerta, atándose la capa. El niño la abrazó con fuerza por la cintura.

—¡No lo he dicho de verdad, no lo he dicho de verdad! —exclamó con énfasis.

Ella le dio unas palmaditas en la cabeza.

—Lo sé y soy yo quien debe disculparse. Un regalo no es un regalo a menos que se dé libremente. Mañana le diré que te devuelta el soldadito.

—Ya me lo ha devuelto —le aseguró el niño, que se apartó de ella—. Solo quería irritarme, por eso me lo quitó. Fue corriendo al dormitorio y lo dejó en mi cama. Además, era para usted, maestra, un regalo de cumpleaños. Para que acompañe a la otra talla y no esté sola, ¿sí?

Alana cogió la figurita que Henry le tendió. El soldadito estaba meticulosamente tallado. Sonrió.

—¿Me ves emparejada con un soldado?

—Son valientes. Y un hombre tiene que tener mucho valor para...

Alana comprendió lo que quería decirle y lo interrumpió con una carcajada.

—Vamos, ¿tan intimidante soy como para que un hombre necesite echarle valor para casarse conmigo?

—No es eso, es lo que tiene aquí... —contestó el niño, golpeándose la cabeza—. Las mujeres no tienen que ser tan listas como usted.

—Mi tío no opina igual. Él fue el responsable de mi educación. Además, Henry, estamos en una época ilustrada. Los hombres ya no son tan brutos como antes. Han abierto los ojos.

Henry reflexionó unos instantes y después dijo:

—Si Mathew Farmer piensa eso, deber de ser cierto.

Alana enarcó una ceja.

—¿No piensas rebatir mis palabras para defender tu argumento?

—No, señorita.

Su rápida respuesta le arrancó una carcajada. Los niños idolatraban a su tío. Y jamás le llevaban la contraria en nada ni le ponían peros a lo que hacía o decía.

Alana le pasó una mano por el pelo, despeinándolo.

—Pondré el soldadito con la otra talla. Será su protector. Eso le gustará a mi figurita.

Henry esbozó una radiante sonrisa y después se marchó a la carrera. Henry acababa de tomar la decisión por ella, comprendió de repente. ¿Cómo no seguir dando clases en el orfanato?

Al salir, una fría ráfaga de viento estuvo a punto de arrancarle el bonete mientras corría hacia el carruaje que la esperaba. Ojalá Mary hubiera preparado el brasero. Mary había sido su niñera antes de convertirse en su doncella y carabina ocasional, pero se estaba haciendo mayor. Podría haber entrado en el orfanato con ella, pero prefería la tranquilidad del carruaje, donde podía seguir tejiendo a placer.

Alana creía que era absurdo que el carruaje la esperase en la acera. Podrían haber vuelto a casa y después recogerla a la hora convenida. Sin embargo, el vehículo la esperaba por orden de Poppie. Nunca permitía que Alana esperase en ningún sitio y jamás podía salir de casa sin escolta, que incluía dos lacayos y una mujer que hiciera las veces de carabina.

Lady Annette había sido su carabina durante sus seis primeros meses como maestra en el orfanato. Aunque lady Annette apoyaba las obras de caridad, desaprobaba firmemente que Alana diera clase todos los días porque parecía un «trabajo». Sin embargo, Annette había acabado encariñándose con los niños tanto como ella, de modo que incluso empezó a impartir algunas clases. Y pareció disfrutar de la ocupación hasta que lord Adam Chapman se acercó un día a ellas cuando salían.

—¿Alana?

El lacayo que había abierto la portezuela del carruaje para que entrase volvió a cerrarla para que Mary no se enfriara mientras ella se volvía al escuchar su nombre. Casualidades de la vida, quien la llamaba era precisamente lord Adam Chapman, que se apresuró a quitarse el sombrero para saludarla. Alana lo miró con una cálida sonrisa. Su presencia la relajaba y lo atribuía a la amabilidad y al maravilloso sentido del humor del caballero.

—No se me ha olvidado qué día es —siguió lord Chapman, que le entregó un ramo de flores amarillas—. Un día trascendental para la mayoría de las jóvenes.

Alana deseó que no hubiera usado precisamente esa palabra. Porque le recordó lo que la esperaba en casa.

—Gracias —dijo ella—. Pero ¿dónde ha encontrado estas flores a estas alturas del año?

—Tengo mis contactos. —Sonrió de forma misteriosa, pero después soltó una carcajada y confesó—: Mi madre tiene un invernadero, aunque lo cuidan sus jardineros, claro. No se le ocurriría mancharse de tierra por bonitos que sean los resultados.

Sus padres vivían en Mayfair, pero Adam le había dicho que él ocupaba un apartamento de soltero en la misma calle donde se ubicaba el orfanato, de modo que solía verlo un par de veces por semana al salir o entrar. Siempre se detenía para hablar con ella, escuchaba con atención las anécdotas que le contaba sobre los niños y de vez en cuando le explicaba algunos detalles de su vida.

Alana conoció a Adam porque Annette lo conocía antes de casarse con lord Hensen. Una tarde caminaba por la acera del orfanato cuando Alana y Annette salían del edificio, y se detuvo para saludar a Annette con calidez. Desde entonces, el caballero había intentando retomar su amistad, pero aunque Annette se mostraba educada con él, su actitud se tornaba fría y distante cada vez que lo veía. Jamás le explicó por qué a Alana, a pesar de preguntárselo. En un momento dado, dejó de acompañarla al orfanato. No obstante, eso no desanimó a lord Adam, que siguió saludándola.

Alana se sintió halagada cuando el caballero la convirtió en el objeto de sus atenciones. ¿Cómo no sentirse así cuando era tan guapo y simpático? Tenía la misma edad que Annette, unos treinta años, pero parecía mucho más joven.

En ese momento, volvió a pensar en invitarlo a cenar para que conociera a Poppie, pero decidió que no, que no era el día apropiado. Lo había invitado en varias ocasiones, pero él nunca había aceptado porque tenía compromisos previos. No obstante, pronto volvería a hacerlo.

A esas alturas de año, hacía demasiado frío como para estar conversando en la acera, y Mary también debió de pensar lo mismo porque abrió la portezuela del carruaje para recordarle a Alana que debían marcharse.

—Es hora de irnos, querida.

—Cierto —replicó Adam, que la cogió de la mano para acompañarla hasta el vehículo. Una vez que estuvo sentada añadió con una alegre sonrisa—: Hasta la próxima vez que nuestros caminos se crucen.

Alana rio mientras él cerraba la portezuela. Sus encuentros siempre parecían fortuitos, aunque no lo eran. Adam sabía muy bien a qué hora salía del orfanato y elegía ese momento para pasar por la puerta, a fin de poder mantener una de sus conversaciones en la acera.

Adam, que era hijo de un conde y cuya familia era rica, era el tipo de pretendiente que aprobaría Poppie. ¡Y le había regalado un ramo de flores! Era una señal definitiva de que estaba listo para llevar su relación un paso más allá. ¿Habría estado esperando hasta que cumpliera los dieciocho para empezar a cortejarla? Era muy posible. Incluso había mencionado la palabra «matrimonio» el mes anterior, aunque Alana estaba segura de que lo había dicho aduciendo que se acercaba el momento de empezar a planteárselo. No recordaba exactamente cómo había abordado el tema, porque fue entonces cuando lord Adam se convirtió en su tercera opción. O se convertiría, si acababa cortejándola como Dios mandaba.

3

 

Alana rara vez se ponía nerviosa. Tal vez se sentía un poco ansiosa cuando era el momento de que apareciera un nuevo tutor, pero nada era comparable con lo que sentía mientras recorría el pasillo en dirección al despacho de Poppie. ¿Y si Poppie insistía en que se mantuviera en la senda que lady Annette le había preparado hacía dos años? Lady Annette había estado preparándola para su presentación en la alta sociedad, suponiendo que Alana querría hacer lo mismo que les estaban enseñando a todas las jovencitas de su edad. Alana había ansiado la sucesión de interminables fiestas y bailes en los que encontrar a futuros pretendientes... antes de descubrir lo gratificante que era abrir las mentes de los jóvenes a unas posibilidades con las que ni siquiera habían soñado. No se imaginaba renunciando a su trabajo en el orfanato.

Sin embargo, sabía que ambos mundos eran incompatibles.

—Vas a tener que renunciar a dar clases, que lo sepas —le había advertido Annette hacía poco—. Has pasado un año en el orfanato, un gesto muy generoso de tu parte, pero eso no tiene cabida en tu futuro.

Y su amiga Harriet, la hermana menor de una buena amiga de Annette, también se había sumado a esa advertencia.

—No esperes que tu marido te permita ser tan generosa con tu tiempo. Querrá que te quedes en casa y críes a tus propios hijos.

Y ahí radicaba el dilema de Alana. Por esa razón se había decantado por Adam y deseaba que hubiera sido más claro con sus intenciones. No porque estuviera enamorada de él, sino porque apreciaba que Adam admirase su dedicación a los niños. Se lo había dicho en numerosas ocasiones. Adam no le prohibiría seguir dando clases si se convertía en su marido.

Apretó el paso de camino al despacho de Poppie. Henry la había ayudado a tomar una decisión. Sí, estaba nerviosa, pero solo por la opinión de Poppie, no por la decisión que ya había tomado. Ojalá no le dijera que debía poner fin a sus visitas al orfanato dado que se aproximaba su presentación en sociedad y la temporada estaba a punto de comenzar. Ese era el tema que creía que Poppie había estado rumiando y que lo tenía tan preocupado.

El despacho de Poppie era una de sus estancias preferidas de la enorme mansión de tres plantas. Era acogedor, sobre todo en invierno, con el fuego encendido en la chimenea. También era muy luminosa porque la habitación hacía esquina y tenía dos hileras de ventanas, así como un papel claro en las paredes para contrastar con los muebles oscuros. Había pasado muchas noches en ese lugar, leyendo con Poppie, a veces en voz alta. O hablando sin más. Poppie siempre se interesaba por sus estudios.

Poppie no dijo nada cuando entró en la estancia sin hacer ruido. No estaba sentado a su escritorio, sino en un sillón, cerca de la chimenea. Permaneció callado mientras ella ocupaba el sillón de enfrente. Cuando lo miró, Alana se dio cuenta de repente ¡de que estaba más nervioso que ella!

Jamás lo había visto así. ¿Cuándo se había asustado de algo su tabla de salvación?

Tenía las manos apretadas en el regazo. Alana no creía que fuera consciente siquiera. Además, no la miraba a la cara. Sus ojos azul oscuro estaban clavados en la alfombra. ¡Cuánta tensión! Tanto en su cara como en su pose. Por si fuera poco, tenía los dientes apretados. Seguramente quería aparentar que estaba sumido en sus pensamientos, pero no la engañaba.

Dado que lo quería muchísimo, se desentendió de sus propios miedos e intentó apaciguar los suyos usando el menor de sus problemas.

—Hay un joven caballero a quien me gustaría presentarte pronto para que le dieras permiso para cortejarme. Así no sería necesaria la presentación en sociedad para la que me ha estado preparando Annette. Ya no sé qué más hacer, pero... —Guardó silencio de golpe.

Poppie ya la estaba mirando, y con los ojos entrecerrados, pero no por el motivo que ella creía.

—¿Quién se ha atrevido a hablarte sin mi permiso y antes de que seas mayor de edad?

—Ha sido todo muy inocente —se apresuró a asegurarle—. Nos hemos encontrado tan a menudo a las puertas del orfanato que hemos trabado amistad... Bueno, una amistad de acera, la verdad. Pero hace poco me ha mencionado que por fin ha llegado a una edad en la que debe empezar a pensar en el matrimonio y he tenido la sensación... En fin, es más una esperanza... de que estaba pensando en mí al decirlo.

Poppie suspiró.

—¿Eso quiere decir que sientes algo por él?

—Todavía no —admitió ella—. Me gusta, la verdad sea dicha, pero el motivo de que me agrade es que, aunque se trata de un lord inglés, no le importa que quiera seguir dando clases. Incluso admira mi dedicación. Y quiero seguir dando clases, Poppie.

Ya lo había dicho. Contuvo el aliento a la espera de su reacción. Pero él se limitó a suspirar de nuevo antes de decir:

—Podrías haber seguido haciéndolo.

Frunció el ceño al escucharlo.

—Annette me ha dicho que tendría que renunciar a mis clases, que un marido nunca lo permitiría. Pues, en ese caso, me niego a casarme.

Se sintió aliviada al escuchar su risotada.

—¿Obstinada, princesa? ¿Por nimiedades?

Le encantaba que la llamara de esa manera. Siempre la hacía sentir especial. Y aunque se alegraba de que la tensión hubiera abandonado su cuerpo, ella no creía que fuera una nimiedad ni mucho menos. Estaban hablando de un punto de inflexión en su vida.

Sin embargo, Poppie no había terminado.

—Supongo que debería haber especificado más en vez de limitarme a sugerir que no tenías por qué seguir al rebaño si no querías. Alana, no quiero que te cases todavía. Me da igual que sea una convención social. Eres joven. No hay prisa. Y no estoy preparado para...

—¿Perderme? —sugirió al ver que él guardaba silencio—. Eso no va a pasar. Pero ojalá hubiéramos hablado antes del tema. He dejado que todo se me echara encima como si tuviera un plazo para tomar una decisión... un plazo que acababa hoy.

Se echó a reír, aliviada, pero solo duró un momento. Poppie volvía a estar tenso. En ese momento, se percató de dos cosas que hicieron que la invadiera de nuevo el miedo. Había dicho que podría haber continuado dando clases, no que podría continuar haciéndolo. Y acababa de dar algo por sentado, cuando Poppie le había enseñado que nunca debía hacerlo; y él se lo había permitido porque así podía retrasar el momento de contarle lo que tenía que decirle. Su decisión trascendental.

Titubeante, con la esperanza de que lo negara, le preguntó:

—Aunque nada de eso importa ya, ¿verdad?

—No.

—¿Por qué no?

—Siempre supe que llegaría este día, que llegaría el momento de contarte la verdad. Creía que tendría más tiempo, al menos unos cuantos años más. Creía que podría introducirte en la alta sociedad con tus amigas y disfrutar de las fiestas sin la presión de tener que casarte. Te has esforzado tanto con tus estudios que quería que te divirtieras con estas frivolidades. Creía que te lo merecías. Pero estaba asumiendo un riesgo al hacerlo.

—¿Hay riesgo en que me divierta? Eso no tiene sentido...

—No, era un riesgo pese a mi certeza de que no tenías que pensar el matrimonio de momento, ya que algún joven podría llamarte la atención en una de esas fiestas a las que asistirías. Eso me habría obligado a actuar, porque tu matrimonio es demasiado importante como para malgastarlo aquí.

—¿Aquí? ¡Pero te gustan los ingleses! Me has educado para ser inglesa. Me he pasado toda la vida aquí, así que ¿dónde si no me iba a casar...? —Se interrumpió con un jadeo—. ¿¡No estarás pensando en Lubinia!? —Poppie no lo negó, y la sorpresa la llevó a recordarle—: Cuando te he preguntado por tu país natal, siempre me has dicho que era un país retrasado, casi medieval en muchos aspectos, que tuvimos suerte de escapar. Me dijiste que nunca le contara a nadie que habíamos nacido allí, que debíamos decir que éramos austríacos porque nos mirarían por encima del hombro si sabían que éramos lubinios. Y nunca le he contado la verdad a nadie porque el único de mis maestros que incluyó a Lubinia en sus clases no contradijo lo que tú me habías contado. Me confirmó que se trata de un país retrasado cuyo progreso se ha visto afectado por su aislamiento. Es imposible que quieras que me case allí —terminó con desdén.

Poppie estaba negando con la cabeza, pero Alana supo de inmediato que se debía a la decepción por el pensamiento tan espantoso que acababa de revelar.

—Es muy improbable que tengas que hacerlo, pero no es decisión nuestra... —Se interrumpió para cambiar de tema y centrarse en su actitud—. Me sorprendes. ¿Has desarrollado tanto desdén por tu propio país solo por unos cuantos comentarios?

—No es justo. Tú no quisiste que lo reclamara siquiera como propio. ¿Qué otra cosa podía pensar?

—Había un motivo para eso, pero no el que te di. Aun así, esperaba que algún día te formases una opinión propia cuando tuvieras más hechos, cuando hubieras leído sobre la belleza y la cultura del país que subyacen más allá de su escarpado exterior. Es evidente que he cometido un error al no transmitirte el orgullo por tu tierra antes, y hay mucho de lo que sentirse orgulloso.

—A lo mejor he... he exagerado —admitió, contrita.

Poppie la miró con una sonrisa que era más una leve reprimenda.

—Sí, y por un tema que ni siquiera es un problema a estas alturas. No tienes que pensar en un matrimonio que no está previsto ni en un futuro cercano. Solo te lo he mencionado para explicarte lo que habría sido el detonante de esta discusión. Pero ha sucedido algo distinto que se ha convertido en dicho detonante.

Alana no quería escucharlo porque sabía instintivamente lo que había alterado sus planes: le habían dicho que se estaba muriendo. Poppie nunca se abrigaba cuando salía, y salía a menudo, al orfanato y a la vinatería que poseía; y al menos una vez a la semana sin falta, lloviera o hiciera calor, se llevaba a uno de los huérfanos a una salida especial. Ay, Dios, ¿qué había contraído que lo estaba matando? No parecía enfermo...

—Te quiero, princesa. No lo dudes nunca. Pero no somos familia. No estamos emparentados de ninguna manera.

Su terror se evaporó al instante. Esa revelación era... desconcertante, enervante. Pero desde luego que no era tan mala como lo que había pensado. ¿Sería la primera huérfana a la que había ayudado Poppie? Había ayudado a tantos que no le sorprendía en absoluto que comenzara por adoptar a una y criarla.

—¿Es necesario que lo sepa? —quiso saber.

—Esa información solo es una mínima parte de lo que tengo que contarte.

¡Por Dios! ¿Había más?

—¿Por qué no cenamos antes? —sugirió ella a toda prisa.

Poppie le lanzó una mirada elocuente.

—Tranquilízate y no saques más conclusiones precipitadas. Sabes que no debes hacerlo.

Alana se ruborizó. Poppie le había enseñado todas esas cosas. Los hechos primero. La intuición debía usarse como último recurso. Y él le estaba ofreciendo hechos. ¡Pero ella no quería escucharlos!

Era evidente que Poppie se dio cuenta, porque dijo:

—Antes de venir aquí, estuve pensando en convertirme en granjero.

Ese comentario fue tan desconcertante que Alana parpadeó. ¿Intentaba distraerla para que se tranquilizara? Funcionó... un poquito. Pero después vio la luz.

—No te apellidas Farmer,[*] ¿verdad?

—No. Pero cuando llegamos a esta bulliciosa ciudad me di cuenta de que la mejor forma de ocultarnos sería hacerlo a plena vista, de modo que renuncié a mis sueños de ser granjero. Sin embargo, Farmer era un buen apellido y no sonaba extranjero. Encajaba, al igual que nosotros. —Sonrió antes de añadir—: Aunque intenté plantar un jardín. Incluso me resultó reconfortante durante unos meses, pero después abandoné el proyecto.

—¿Demasiado aburrido en comparación con tu anterior ocupación?

Estaba pensando en las guerras que había librado en el continente. Había oído hablar de esas guerras al estudiar la historia de Europa.

—Qué intuitiva eres. Bien. —Se detuvo un momento, clavando una vez más la mirada en el suelo—. En una ocasión te dije que mataba a personas. Eras muy joven. A lo mejor no te acuerdas, pero tampoco era algo que quisiera repetir.

—Lo recuerdo. ¿Por qué me lo dijiste?

—Eras un encanto de niña, preciosa, curiosa, y yo me estaba encariñando demasiado contigo. Te lo conté para alejarte, para que le dieras vuelta a ese asunto y me tuvieras miedo. Pero no funcionó. No se formó barrera alguna entre nosotros. Eras demasiado confiada y yo ya te tenía demasiado cariño. Te quiero como a la hija que nunca tuve.

—Yo también te quiero, Poppie. Lo sabes.

—Sí, pero eso va a cambiar hoy.

El miedo regresó, con muchísima más fuerza que antes. ¡Por el amor de Dios! ¿Qué iba a decirle que provocaría que dejara de quererlo? No encontró la voz para preguntarlo en voz alta y su mente intentó encontrar explicaciones posibles, pero nada se le ocurrió que pudiera tener ese efecto.

Y Poppie tampoco le dio un motivo. En cambio, comenzó a reflexionar en voz alta:

—Que sepas que no era mi intención criarte de esta manera. Había planeado el aislamiento, por tu seguridad y para que no aprendieras a depender de los demás. Pero a la postre fui incapaz de negarte una vida normal. Tal vez ese sea un problema con el que tendrás que vivir. Pero hasta que estés acomodada, es imperativo que no confíes en nadie.

—¿Ni siquiera en ti?

—Creo que soy la exc

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