Los pecados de verano

Fragmento

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Contenido

PRIMERA PARTE. EL PUEBLO

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SEGUNDA PARTE. LA PLAYA

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PARTE FINAL. LA VUELTA

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ACLARACIÓN

AGRADECIMIENTOS

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A mi madre, siempre,
porque no imagino maestra mejor

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Del 11 al 13 de mayo de 1951 se celebró en España el Primer Congreso Nacional de Moralidad en Playas y Piscinas, en el que autoridades, prelados y representantes de todas las provincias debatieron —muy intensamente, todo sea dicho— sobre la decencia en el baño y en las zonas costeras. De este peculiar acto da fe un documento que recogió las preocupaciones, los desvelos y las propuestas de los castos asistentes. El simposio se repitió en años posteriores en un intento férreo e incansable por mantener a raya las disolutas costumbres de los españoles, cada vez más influenciados por los turistas extranjeros.

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Eran tiempos raros, y también curiosos, en los que los hombres no podían coger el cigarro con la mano derecha, usar paraguas, fregar los platos o tener otro hobby que no fueran los deportes. Para las mujeres quedaban reservados los bailes regionales, las flores, la decencia, los espejos y, por supuesto, la cocina. Se deseaba —o se envidiaba— a Gilda, se pedía consejo a la señorita Francis y se rezaba el rosario en familia. Eran, sin duda, tiempos raros, o quizá curiosos, en los que el Caudillo competía en devotos con el mismísimo Dios.

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PRIMERA PARTE

EL PUEBLO

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Se despierta sudando y sudada; su camisón chorrea, como un traje de playa recién salido del mar. Aún no ha terminado de abrir los párpados y una expresión de asco ya le deforma el rostro: parece que una lengua de tela le estuviera lamiendo todo el cuerpo. Se retuerce, incómoda. Nace al día pegajosa y húmeda, que es lo mismo que nacer a la vida manchada del pecado original. «Dios mío, qué calor.» Está empapada. La cara, el cuello, las axilas, las ingles, incluso las yemas de los dedos. Que ella recuerde no ha tenido ninguna pesadilla ni está febril —se toca la frente con la mano derecha y se la limpia de sudor—. No, es solo el calor, esta calor. Con el asco ahora en la punta de los dedos, se separa el camisón del cuerpo, pero de poco le sirve: la tela vuelve a la piel, a señalarle con obscenidad las hechuras y las redondeces, la lozanía. Se levanta de la cama sin querer rozarse con ella misma, el colmo de la escrupulosidad, y va dejando las huellas de sus pies impresas en las negras losas de pizarra. Abre los ventanales, sube la persiana. La luz limpia de las ocho de la mañana la molesta. Arruga la frente, retrocede, vuelve la cara. Tiene la intuición de que la vida va siempre por delante de ella, como un tren que acabara de escapársele, y encima lo ve alejarse, pitando de alegría, perdiéndose en el verde del paisaje. «¿Adónde irá?» Se sacude el pelo, que le cuelga por la espalda como un matojo de algas, y cierra los ojos, esperando una brisa que nunca la refresca.

Quieta delante del balcón de su dormitorio, encoge los dedos de los pies y deja que se le escape un bostezo. Su vecina Angelita, con un paño de cuatro nudos sobre la cabeza, igualita que un albañil, prepara la cal para blanquear la fachada. ¿Cómo quitará esos nidos que han hecho las golondrinas en las cornisas y en lo alto de las ventanas? Las dificultades ajenas la reconfortan: lo interpreta como un signo de «Justicia Divina», esa expresión que tanto usa don Ramón en sus homilías para calmar a sus fieles. «Mía es la venganza», dice el Señor (Romanos 12, 19), y susurra ella. Baja la persiana, cierra los ventanales, abre más los ojos. Atrapa en su dormitorio la penumbra, el aire mil veces respirado. «Dios mío, qué calor», se repite para que no se le olvide. Se sopla la cara con la palma de la mano y se quita el camisón, que queda en el suelo como un charco de tela. Se santigua. La intimida su desnudez; se siente violentada, tanto, que mantiene erguida la barbilla y la mirada al frente. Con el paso firme, vuelve a la cama de matrimonio, a la parte seca de su Marido, y se queda boca arriba, las piernas y los brazos extendidos, esperando a que el día la embista.

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Amalia duerme poco. Se levanta siempre de noche, antes incluso de que cante el gallo de la Jacinta; da igual que sea domingo, Navidad o fiesta de guardar. Ella aprovecha el letargo general —de su casa, del pueblo— para baldear la fachada, regar el patio y desayunar con Madre, que aparece en la cocina al olor del pan tostado. Las dos, en bata de boatiné, se sientan alrededor de la mesita pequeña y hablan de sus cosas mientras restriegan un diente de ajo en sus rebanadas; después, un buen chorro de aceite de oliva, y se beben un vaso de leche caliente con su poquito de café portugués, del bueno, traído de contrabando y pagado a precio de oro. La criada cuenta con la boca llena que le ha dicho una amiga suya, la Juani, la que trabaja en casa de la señora Eulalia, la que vive a las traseras del mercado, que su señor tiene una querida. Se ha dado cuenta porque, como es ella la que lava la ropa, vio que un día, después de un viaje a la capital, tenía una marca en la camisa, «roja como la sangre, pero claro, no era sangre».

—Hija, come con la boca cerrada, que eso está muy feo.

Amalia traga, se repasa los dientes con la lengua y, para demostrar que es maleducada solo por descuido o por exceso de confianza, se limpia la comisura de los labios dándose golpecitos con la punta de la servilleta, como ha visto hacer a la Señora.

—Pues eso, doña Trinidad, lo que le estaba contando, que seguro que su mujer ya lo sabe o por lo menos se lo imagina, es que hay que ser tonta para no coscarse. ¡Tonta de remate! Si no, a ver cómo se explica la pobre que ese hombre vaya tantas veces a la capital, que sí, que él dice que es por trabajo, que tiene todas las semanas reuniones «muy importantes» y que tiene que verse con no sé quién, pero me ha dicho la Juani en secreto que a veces hasta pasa allí las noches. Porque se hace tarde, dice, y que no hay autobuses de vuelta al pueblo... ¡Ja! Seguro que ese tiene allí un pisito, si no, al tiempo.

Madre, que no deja de comer, la escucha y niega con la cabeza, incrédula.

—¡Cómo está el mundo, qué pena!

—Y eso es de lo que nos enteramos. Figúrese usted la de cosas que no sabemos. —Sube un segundo las cejas—. ¡Figúrese! —Y se concentra en rebañar el poco aceite del plato con un pellizco de pan.

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Cuando Amalia toca con los nudillos en la puerta del dormitorio de su Señora, ya se ha puesto el uniforme gris, se ha recogido su generosa cabellera en un moño y se ha enjuagado la boca dos veces, por eso del aliento a ajo. La sirvienta está esperando una respuesta, o más bien una orden, cuando se espanta de una telaraña que, oscura, centellea en un rincón del techo. «¡Maldita sea!» Pero ¿cómo se le ha podido pasar algo así, con lo limpia que es ella, Dios mío? Ahora mismo bajará a por el escobón y la quitará en un momento. Pensándolo bien, hoy le va a dar un buen fregao al pasillo, que ya le va haciendo falta. Amalia carraspea y sube la voz:

—Señora, buenos días. Son las ocho y media. ¿Quiere usted el desayuno? —Con los oídos pegados a la puerta, sacude la cabeza una y otra vez, obsesionada ya con ese nido de hilos negros, a los que no es capaz de quitarle los ojos de encima. Ya está de mala leche, empieza el día sulfurada. Qué poco le dura la tranquilidad.

A la Señora, tumbada y aún sudada, todo le supone un esfuerzo, igual que un tartamudo se acobarda frente a un monosílabo: se da media vuelta, se traga su saliva-pegamento.

—Señora, ¿Señora? ¿Está usted bien? —Arruga los labios, sorprendida: no es propio de ella dormir tanto—. Son las ocho y media. Las ocho y media. ¿Me está escuchando?

Con la cabeza casi hundida en la almohada, bufa:

—Me he enterado, Amalia. Ahora bajo. —Allí, aislada de su casa y del mundo, con la puerta y la ventana cerradas a conciencia, descubre una cueva de libertad. No tiene intención de levantarse, al menos de momento. Sabe que no está preparada para la vida y mucho menos para la gente—. Unos minutos más, por favor —se pide a ella misma. Quizá sea la desnudez, que la vuelve miedosa y vulnerable. Mujer-desarmada.

Retoza en las sábanas, siempre con los párpados echados. De vez en cuando, suspira, como si estuviera triste. De la calle llegan, amortiguados, los saludos de unas vecinas, diría que son Gregoria y Vicenta, «¿Qué pasa, hija?», y ella se coloca en posición fetal, esa posición creada por Dios para los cobardes o los doloridos. Le importa un bledo lo que ocurra a las afueras de su cama. En la planta de abajo, reconoce la algarabía de los niños y siente la presencia de Madre. Piensa en la vieja como una sombra y no por su luto, sino por su presencia, tan hiriente, tan pesada. La Señora, como le ha pedido a su criada que la llame, aprieta a la vez los ojos y la mandíbula. Se da la vuelta y se queda boca abajo.

—Señora, ¿le voy calentando la leche, entonces?

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Dicho y hecho. Amalia, a la que pocas cosas le dan más placer que una pared blanca, un patio sin matojos y un mueble reluciente, baja las escaleras a toda prisa, saluda a los niños con un «Buenos días» atropellado —su mente está en otra cosa—, y vuelve a subir a la primera planta con el escobón en alto, como quien blande un hacha. Sirvienta-guerrera. Se coloca frente a su presa y, con la mala leche de un macho, destroza, rompe, aplasta y deshace la telaraña hasta reducirla a una bolita negra y repugnante que queda enganchada a las cerdas del escobón. La Señora, mientras tanto, se muerde el puño: le gustaría tener fuerzas para gritar como una loca, para sublevarse y pedir silencio. La araña gorda, que ha caído al suelo, muere de un pisotón certero. «Ea, arreglado.» Y así, llenando los pulmones de aire fresco y con su arma boca abajo, regresa a la planta principal, repite los «Buenos días», ahora sonriente, y se mete en la cocina.

—A ver, niños, ¿qué os pongo de desayunar? ¿Lo de siempre, unas tostaditas con aceite y azúcar? Hoy os voy a echar en la leche una cucharadita de miel, que no me gustan nada esas toses que tenéis, pero ¡nada! Me da a mí que os estáis resfriando otra vez. Ya lo dice vuestra madre, que tenéis que tener cuidado con el asma. Yo creo que es este tiempo, que no es normal tanta calor a principios de mayo, que nos vamos a achicharrar. Yo estoy ya sudando y no son ni las nueve de la mañana...

—Esta noche he tosido mucho —cuenta el mayor, y se esfuerza en toser para darle veracidad a sus palabras.

—Pues haberme llamado, que yo en mi cuarto no me entero de ná. Cuando te pase algo, tú bajas las escaleras con cuidaíto para no caerte, y me lo dices. Y si no me despierto, me haces así en el brazo —se da unos golpecitos en el antebrazo—, que duermo como un tronco. Duermo poco, pero vamos, el ratito que cierro los ojos...

—¿Tú roncas?

Amalia se queda parada y parece hacer memoria:

—Hijo, yo qué sé, nunca me he escuchado. Además, las mujeres no roncamos.

—La abuela ronca.

—Es que tu abuela está ya mayor. Pero a ver, dejaros ya de cháchara. Os voy a preparar un vasito de leche con miel, que es mano de santo. ¿Y qué más queréis? ¿Pan tostado con aceite y azúcar o perrunillas? —Se coloca frente a la alacena, los mira y se hace la impaciente—. Venga, que no tengo toda la mañana.

—Las dos cosas —responde uno.

—Sí, las dos cosas, que estamos malos —repite el otro. Y tose.

Amalia se cruza de brazos, reprime una sonrisa:

—El resfriado no os ha quitado el hambre, ¿verdad, granujas?

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—Ya está aquí el verano.

La voz de la Señora precede a su cuerpo. Baja por las escaleras apoyándose en la pared y tanteando con los pies cada uno de los peldaños. La floreada bata de seda, que se hincha y se deforma con sus pasos, le confiere un aire voluble, casi onírico. Parece vestida para desmayarse con las manos a la altura de los hombros, igual que una actriz de cine, o para echar a volar y escaparse por una de las ventanas. «Ojalá.» Por su cara —brillante y pálida, copiada de las mártires a las que tanto reza en la iglesia—, todos adivinan que trae alguna de sus jaquecas. La vida, como siempre desde que ella recuerda, no se interrumpe con su llegada. Señora-prescindible. «¿Cuánto tiempo ha pasado?» Los niños, ya desayunados, vestidos de pitiminí y perfumados más que mujeres viejas, la miran con los ojos grandes, la saludan desde la distancia, y después retoman sus risas y sus juegos. Están otra vez sentados en el suelo con los cromos, volviéndolos a contar, intercambiándose los repetidos y dispuestos a pelearse por cualquier tontería. Hoy no han ido al colegio. Supone que es por las toses y el asma, aunque da igual por lo que sea. Sus hijos están hermosos y sanos, al menos por fuera. El mayor de ellos recordará este día como el que creyó verla bajar las escaleras sin rozar los escalones. Así de vaporosa va. Madre, en su sillón, con sus agujas de punto bajo las axilas, la saluda con el moño, perfecto y tenso sobre la cabeza. Ella le responde con una caída de pestañas. Amalia entra, sale, vuelve a entrar, limpia, resopla, barre y, justo después de darse una palmada silenciosa sobre la frente, se pierde un segundo en el patio y vuelve con los orinales (ya limpios) de la abuela y los niños. Los lleva a sus dormitorios y los esconde debajo de las camas.

—Ahora mismo le pongo el desayuno —grita desde algún sitio.

La Señora se queda quieta en su propio salón, como pasmada o aterrorizada, sin saber adónde ir ni qué hacer, y mucho menos qué decir. Como un personaje que se ha colado en otra obra. Ya está agotada. Ya da esta batalla por perdida.

—Esta noche he tosido —le dice uno de sus hijos.

—¿Te ha dado Amalia algo? —susurra ella.

—Leche con miel.

—Dice que es mano de santo —añade el otro.

—Lo es.

—¿Qué es «mano de santo»?

—Que vas a estar curado ya mismo.

—Pero ahora me duele la garganta.

—Eso no es nada.

—¿Me has oído toser? Toso mucho.

—Eso no es nada —repite, ahora en un murmullo.

La Señora se da media vuelta e inicia la ascensión hacia su dormitorio. Se cruza con la criada:

—Lo he pensado mejor: hoy quiero desayunar arriba. Tráigame una palangana con agua y un vaso de leche con una perrunilla. Y un Okal. —Se alegra a medida que sube escalones y va dejando atrás a esos.

Espera a Amalia sentada en el borde de la cama, ya con la ventana abierta, pero aún en penumbra. La trata con autoridad, a veces con desprecio. Le gusta mirarla de soslayo y hablarle siempre desesperada, como si la otra no se enterara, como si le hubiera repetido lo mismo treinta veces. No quiere que la pobre analfabeta le note que nunca ha tenido sirvienta, y mucho menos que se crea que es de la familia. «Eso ni mijita.» Que después, le escuchó decir el otro día a doña Eulalia, se crecen y ya no hay quien las controle. Amalia, que está sudando, entra en la habitación y deja la palangana de agua sobre el tocador.

—Está tibia, como a usted le gusta. Ahora mismo le traigo el desayuno. —Se echa un vistazo fugaz en el espejo, ¡presumida!, y se extraña ante el camisón mojado, caído en el suelo. La Señora, con los ojos, le ordena que lo recoja y la otra, cómo no, obedece. Se asombra de que su criada no muestre ni un ápice de repulsión ante aquella tela sudada—. ¿Le subo la persiana?

Niega con la cabeza. La oscuridad la consuela.

—Como usted quiera.

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Parada ante la bandeja de perrunillas que le compró ayer mismo a doña María, la mujer del antiguo cartero —pobre hombre, que perdió una pierna en la Guerra y claro, ya no trabajó más repartiendo la correspondencia—, Amalia duda y después elige la que cree que es la mejor. La más dorada. La más gordita. La más redonda. La coloca en un plato pequeño, justo en el centro. Lo hace con tanto tiento que parece que manejara una hostia consagrada. Se chupa los dedos con los que ha cogido la torta, rebañando el azúcar, y contempla la leche, ya sobre el fogón, pero todavía en calma. La sirvienta se acerca y no le aparta la mirada, como metiéndole prisas. Tamborilea los dedos sobre la encimera. La Señora no se bebe la leche si no está hirviendo.

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Parece que a la Señora le gusta sacarse de quicio. Quizá lo hace para experimentar con su paciencia, para encontrar cualquier motivo con que justificar su rabia y entender su comportamiento desde las afueras de sus cabales. Se sienta en la cama —espalda ligeramente encorvada, hombros encogidos, pies descalzos en el suelo, uno sobre otro— y agarra el vaso de leche humeante con las dos manos mientras sopla la nata hasta que la arruga y la pega al cristal. Después la sacará con la cucharilla. La detesta. «¡Puaj! Qué asco.» Le entran arcadas solo con imaginarse esa telilla blandengue y escurridiza dentro de la boca. Debe decirle a la criada que a partir de ahora se la quite, que no vuelva a ocurrir, que lo sume a su amplísima lista de tirrias: al pan duro o demasiado tostado, a la sopa tibia y a los plátanos pasados, a los caracoles, al conejo y a los callos, al olor a lavanda... y ahora a la nata. Así es ella, mujer de mil manías. No sabe de dónde las ha sacado, porque antes no era así, pero ahí las tiene, siempre a flor de piel, siempre a punto de sacarla de sus casillas. Huele la perrunilla para justo después hundirla hasta la mitad en la leche, morder el trozo empapado y dar rienda suelta a sus pensamientos.

Menea la cabeza y sonríe: «¡Qué lista es Amalia, que acompaña el desayuno con el frasco de miel!» Ya sabe la pobre que si no lo trae, se le hubiera antojado y la hubiera mandado a grito pelado a por él. Así que para curarse en salud, se lo ha llevado, aunque bien sabe la criada que ella no es mujer de endulzarse la leche. Hoy sí, se le acaba de antojar y hasta ella misma se sorprende. Señora-impredecible. Saca la cucharilla envuelta en miel pegajosa, líquida casi como agua, y la mete en el vaso. Remueve con todas sus fuerzas. Ti-ti-ti-ti-ti-ti. El tintineo metal-cristal es exasperante, angustioso, casi claustrofóbico. Quiere salir de ahí. Ti-ti-ti-ti-ti. Su mano, independiente de su cuerpo y de su cerebro, no para. Lo hace ahora con más rapidez. Ti-ti-ti-ti-ti-ti. Le duele la muñeca, pero sigue. ¿Romperá el vaso? Ti-ti-ti-ti-ti-ti. Y ella se enerva, se alborota, se solivianta, suda, se encorva aún más, encoge los dedos de los pies, aprieta los labios, parece que no puede respirar, como si estuviera debajo del agua. Ti-ti-ti-ti-ti-ti. Al final, la mano se apiada de ella y toma la decisión de detenerse. La Señora suspira, agotada, y tira la cucharilla en la bandeja. Es el corazón ahora el que se ha disparado, como una metralleta. Ta-ta-ta-ta-ta. Cierra los ojos y respira hondo para tranquilizarse. Se toma el Okal con un buche de leche. Se achicharra la garganta. No es capaz ni de gritar.

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Como si tuviera un sol —grande, de verano— dentro del pecho, la Señora vuelve a sudar. Se seca con las dos manos las mejillas, la frente y el cuello. Incendiada por dentro, respira con la boca abierta, se pone de pie y camina por la habitación, intentando escapar de esas llamaradas calientes que tiene detrás de las costillas y que le abrasan hasta la garganta, aún con el regusto de la leche y de la miel. Hasta el aire le parece caliente, rojo. Ha terminado de desayunar, aunque ha dejado en el plato la mitad de la perrunilla. No tiene más hambre. Sabe que se la comerá Amalia de camino a la cocina. Y si no, Madre, en uno de sus viajes furtivos a la alacena. Así son ellas, rapiñadoras por naturaleza, glotonas insaciables... La nata cuelga sobre uno de los bordes del vaso, como un cadáver blando, como un reloj de Dalí.

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Y qué más le da que la tomen por perezosa. No es pereza ni vagancia, solo dinero. (Billetes, pesetas, perras gordas, parné, cuartos, como quieran llamarlo los que la critican.) Su Marido gana lo suficiente como para que ella pueda pasearse por la casa como un alma desganada, con los hombros caídos y el paso vacilante, igual que alguien que busca un sitio donde caerse muerto. Decidió, mucho tiempo atrás, no hacer nada a lo que no estuviera obligada. Y lo cumple a rajatabla: voto de desgana que renueva cada mañana. El día la arrolla, sus horas le pasan por encima como vagones de tren, y la Señora casi ni se inmuta. Como una muerta que ya no puede morir más. No cocina ni pone la mesa, ni tampoco baña a sus niños. No airea las alfombras ni zurce calcetines, ni lava las sábanas. Tampoco borda, con lo bien que se le daba el punto de cruz. A la Señora le basta con aguantar a su Marido y con odiar a Madre. Lo único que los demás han aprendido a esperar de ella es que se vista de punta en blanco —da igual que sea un lunes vulgar, como hoy— con esos trajes que encarga a la modista y que copia de los Ecos de Sociedad. Viste de raso su condición de Señora. Perlas, tacones y hasta su poquito de carmín. Y con ese atuendo, se dice a ella misma, ¿quién va a cocinar, a poner la mesa o a bañar a los niños? ¿Quién va a airear las alfombras, a zurcir calcetines o a lavar sábanas?

El reloj del salón desgrana las once en punto. «Qué mañana más larga.» Mientras Amalia hace la cama de matrimonio, estirando las sábanas con la palma de la mano, ella se coloca frente al tocador. El agua de la palangana se le ha quedado fría. Moja tímidamente los dedos y se santigua. «¿Qué estás haciendo, sacrílega?» Le gusta paganizar los ritos cristianos. Es una provocadora, aunque de puertas para adentro, solo en la soledad de su conciencia. A veces, aunque nunca lo reconocerá, se mete un pedazo de pan blanco en la boca, deja que se le deshaga y se lo traga con los ojos cerrados, como si estuviera en pleno éxtasis eucarístico. Ahora sí, forma un cuenco de carne y huesos con sus manos, lo hunde en la palangana y se moja la cara. El agua la ciega durante unos segundos y le gotea por el cuello de la bata floreada: primavera mojada. Espera a que la sirvienta se haya ido para lavarse las axilas.

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Angelita, con su ridículo paño en la cabeza, suda la gota gorda mientras ella, oculta tras la persiana de su cuarto, emperifollada y casi mareada con su propio perfume, se aguanta con las dos manos una carcajada que le abre de par en par los labios rojos. Pobre mujer. Pobre desgraciada. Atrás, en un tiempo que ya nadie recuerda —qué corta es la memoria de este pueblo—, quedaron sus modales de niña bien, su educación refinada, sus caprichitos caros y su futuro resuelto. Mala suerte, Angelita Castellanos. «Hija, así es la guerra, igual de injusta que la paz. Da gracias, que por lo menos estás viva.» Y ahí la tienes, bajo un sol abrasador, removiendo con un palo el bidón de cal viva, como una bruja que remueve su caldero. Sin darse cuenta se le meten en la boca estas palabras: «Cal viva.» La garganta se le reseca al pronunciarlas, se le cierra de golpe y parece que se asfixia. Da un par de pasos atrás y se le van las ganas de reírse. Se aterroriza, se abraza a ella misma, arruga el entrecejo. El miedo se le hincha bajo las costillas como un globo gigante, a punto de estallarle: respira con la boca abierta. Voltea la cabeza, buscando auxilio, y el espejo le devuelve el reflejo de una mujer espantada.

Es culpa de Madre, origen de todos sus males, que la atormentaba desde pequeña con la terrible historia de Virtudes, la niña que quedó desfigurada cuando le cayó en la cara y en las manos un cubo de cal viva. Dejó de ir al colegio, de jugar en la calle, de acompañar a la sirvienta al mercado. Su madre, por lo visto, solo la sacaba de casa los domingos por la tarde, para la Santa Misa, cubierta con un velo negro y tupido, como una viuda en miniatura o peor, como un monstruo venido del mismísimo Infierno. En sus deditos amorfos se balanceaba el Santo Rosario. «¿Ves lo que le ha pasado a tu amiguita? Eso es porque se portaba mal y Dios la castigó.» La Señora-niña se hizo obediente de puro miedo, sumisa y servicial para no acabar como la Virtu. Cualquier travesura (quedarse con una perra chica de alguna vecina, robar un mendrugo de pan, dormirse sin haber terminado de rezar o desear que su amiga Edelmira muriera para quedarse con su muñeca) le parecía suficiente motivo para merecer un baño de cal viva. «¡Virgen Santa!» Y de noche, Virtudes se le aparecía en todos los sitios. A veces, hasta la oía llorar. O eso pensaba ella, que tenía terribles pesadillas imaginando el gurruño de piel que se le había quedado por cara. Ni el coco ni el hombre del saco, ella lo que de verdad temía era que su amiga deforme se abriera paso entre la oscuridad de su cuarto y le tocara las mejillas (o los pies) con sus manitas arrugadas. «¿No querrás que te pase lo mismo que a la Virtu, verdad?», le decía Madre. La Señora, temblando sobre sus tacones, cierr

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