Para Leyre y Gael,
porque desde el mismo momento
en que llegasteis a este mundo,
llenasteis mi vida del sonido de la risa,
del color más hermoso del arcoíris,
del tacto de una suave caricia
y del aroma de la felicidad.
Porque lo sois todo, absolutamente todo
Prólogo
Caía.
Me deslizaba girando sobre mí misma una y otra vez, sin descanso, en un espacio oscuro e infinito.
Los rostros de las personas que había amado a lo largo de mi vida se mostraron, asomándose como espectros atrapados, de forma continuada, sin que yo lograra memorizar su imagen: mi madre, mi padre, Gala, Yago, mi bebé en mis brazos y él.
Pero ¿quién era él? Aquel hombre de pelo rubio, con una tristeza indescriptible en la verde mirada, fue el único que tendió una mano para detener mi caída.
Aullé de dolor al no poder retenerlo, al perder su recuerdo mientras seguía girando, sintiendo el viento golpeándome el cuerpo, arañando mi piel, llevándose todo lo que había sido. Y, entonces, ella se asomó con una sonrisa de triunfo. Mi otro yo, la mujer que me perseguía en mis pesadillas. Su gesto de profundo odio me paralizó, y dejé de respirar. Soltó una risa ronca y su mueca obscenamente vengativa reverberó en mis pupilas enfocadas hacia la nada.
El golpe final. La velocidad se hizo vertiginosa y supe que ya no quedaba mucho para que mi cuerpo, mi vida, se deshicieran en pedazos para no recomponerse jamás. El olvido.
«¿Es eso lo que se siente al morir, Connor?», pensé con desesperación.
«¿Olvidarte?»
1
Ginebra, solo tienes
que mirar al cielo...
Royal Infirmary
Edimburgo. Diciembre de 2011
—¡Geneva!
—¡Gin!
—¡Ginebra!
Mi nombre era pronunciado con diferentes grados de intensidad, con distintos acentos y entonaciones, pero ninguno de ellos tenía sentido. Un instante después, llegó el silencio.
Un silencio que se transformó en un estruendo ensordecedor, para convertirse paulatinamente en un zumbido molesto que me aturdía. Mi cerebro me devolvió mi propia imagen mostrando una mueca despiadada, pero no era yo sino Melisande, con un rictus de amargura, envuelta en siniestras sombras negras. Solté un grito aterrador intentando aferrarme, sin conseguirlo, a los recuerdos que se desprendían de mi piel. El rostro de Melisande se disolvió, dando paso a los ojos grises, nublados por las lágrimas, de mi hermana Gala, que me sonreía con dulzura.
Fue en ese momento cuando lo oí.
—¡Genevie!
Desvié la mirada hacia el dueño de aquella voz tan similar a la de mis recuerdos, y esbocé una sonrisa. Aquel hombre se inclinaba sobre mí con un claro gesto de preocupación.
—Doctor, ya está preparada la siguiente descarga —anunció una mujer a mi izquierda, y reconocí el zumbido del desfibrilador.
—Apáguelo. No es necesario —ordenó el hombre con aquella voz particular y diferente. Después me observó con seriedad y preguntó suavemente—: ¿Sabe quién es?
—Gi... Ginebra Freire —balbucí. No conseguía filtrar las palabras y el dolor había regresado con mucha intensidad, como si me hubiera sacudido una descarga eléctrica paralizante. Apenas respiraba, y aquel hombre me puso la mascarilla de oxígeno sobre la boca, lo que hizo que tuviera unos segundos de descanso.
—¡Ha regresado! ¡Está aquí de nuevo! —exclamó Gala, volviendo la cabeza hacia la persona que había conseguido que despertara de nuevo—. ¡Gin! ¡Respóndeme, Gin! —gritó, concentrando toda su atención en mí.
Una luz intensa me deslumbró. Parpadeé, confusa y aterrada. No quería estar allí, pero tampoco conseguía recordar dónde deseaba estar. Sentí que alguien sujetaba mi mano con fuerza. Permanecí inerte, demasiado aturdida para reaccionar a cualquier estímulo.
—Meu ceo,* por favor, despierta. Vuelve a mí —susurró, quejumbrosa, una voz de hombre.
Intenté descifrar el significado de aquellas palabras, pero solo encontré sentido a la última frase. «Vuelve a mí.» No. No era la voz que yo deseaba oír.
—Yago, ¡apártate! —Mi hermana se había alejado y yo cerré los ojos. Me sentía cansada, confusa, y no llegaba a entender ni reconocer dónde me encontraba ni la gente y las voces que me rodeaban.
—¡No! No me iré. Necesito que me escuche, que me perdone, necesito... —La voz se apagó y el zumbido regresó con intensidad.
En ese instante, la imagen de Melisande mirándome despectivamente brotó de mis recuerdos y emitió un aullido que desgarró mis entrañas, mientras tendía las manos y caía a la oscuridad. Abrí los ojos y traté de incorporarme, luchando con el terror a perderlo todo.
—Tranquilícese. —El hombre inclinado sobre mí me miró fijamente y quedé atrapada, de forma inexorable, por aquellos ojos verdes. Lo recordaba, a él sí lo recordaba. Algo me decía que podía confiar en él. No me haría daño—. Le he suministrado un calmante por vía intravenosa. Debería dormirse en unos instantes.
«¡No! —deseé gritar—. No quiero dormir. Si duermo lo perderé.»
Pero no logré pronunciar palabra. Y la oscuridad me rodeó, robándome aquello que más dolor me producía, aquello que nunca deseé olvidar.
—Agua —murmuré con los ojos todavía cerrados y sin saber a ciencia cierta cuánto tiempo había transcurrido. Oí el crujido de una silla y los pasos firmes de un hombre acercándose presuroso a mí. Intenté abrir los ojos y tuve que recurrir prácticamente a toda la fuerza que me quedaba para conseguirlo. Ante mí estaba Sergei.
—Has sufrido un ataque —murmuró con tono tranquilizador, respondiendo a una pregunta sin formular—. Habías despertado y de repente te hundiste de nuevo en las tinieblas.
Lo miré sin comprender nada, pero él siguió hablando lentamente, para que yo lo entendiese.
—Luchaste con ella para regresar y perdiste la batalla, Gin.
—¿Con quién? —mascullé con voz extremadamente áspera.
—Ella está intentando recuperar su cuerpo y tú ansías también el suyo. Debes regresar, Gin. Debes concentrarte e intentar ganar o perderás todo aquello por lo que has luchado estos últimos meses. —Tras pronunciar aquellas palabras, que no logré discernir, tendió la mano y pulsó el mando para incorporar la cama hasta que nuestros rostros quedaron a la par—. Mira atentamente este grabado. —Me mostró la imagen de una joven con una mirada ensoñadora, amorosa, tan real que hacía daño, y continuó—: Eres tú, Gin, convertida en otra persona. Pero eres tú. No tengo duda al respecto. —Me observó unos instantes con cuidado y sacó un fajo de papeles de la cartera de piel marrón que colgaba de uno de sus hombros—. ¿Crees que estás en condiciones de leer? —inquirió.
Balbuceé de nuevo, sin comprender absolutamente nada, y él dejó los folios sobre mis piernas inertes y procedió a encender la luz sobre el cabecero de la cama. Parpadeé y entorné los ojos, agotada. Estuve a punto de quedarme dormida de nuevo. Un paño empapado en agua fría, que él pasó por mi rostro, me despejó lo suficiente para que lo mirara, no sin desconfianza.
—¿Qué recuerdas, Gin? ¿Recuerdas dónde estuviste? —preguntó con insistencia.
Recordaba la fiesta de Halloween, incluso creí sentir de nuevo la mano cálida de aquel joven posada sobre mi cintura, el desordenado tamborilear de mi corazón y el sonido de la música reverberando por las viejas paredes del edificio de la Old Town. Después, nada. Solo un vacío inmenso.
—No. —Tragué saliva y barboteé de forma dificultosa esa única sílaba. Me dolía la cabeza, y el sonido del respirador resultaba tremendamente molesto. Volví el rostro levemente y el tirón de los tubos que me insuflaban oxígeno me detuvo momentáneamente. Quería ordenar a mis manos que se movieran, pero era un esfuerzo inútil.
Sergei resopló, nervioso, y dobló mis piernas para que las páginas impresas estuvieran más cerca de mis ojos. Paseé la vista por las primeras frases sin lograr asimilar nada concluyente. Fruncí el ceño y luché por no perder la conciencia. Con pequeños parpadeos le iba indicando que pasara las hojas, saltándome párrafos enteros, sin conseguir mantener la atención más de unos pocos segundos. Sin embargo, lentamente, sin darme cuenta apenas, algunos datos se filtraron de forma sinuosa en mi mente. Ahogué un gemido cuando mi cerebro por fin procesó lo que estaba leyendo y miré con dolor a Sergei. Las hojas cayeron al suelo, balanceándose en un vuelo silencioso, y allí quedaron abandonadas y a la vez siendo recordadas por siempre.
—¿Por qué me haces esto? —pregunté con la voz rota.
—¿Recuerdas ahora? —inquirió él a su vez, palideciendo. Observé que dirigía miradas nerviosas a la puerta cerrada, como si temiera que alguien fuera a interrumpirlo de un momento a otro.
Negué lentamente con la cabeza.
—Mira de nuevo el dibujo, Gin. Concéntrate. Recuerda cuándo te retrataron.
Quise contestar que la imagen de aquella mujer no era yo, y, sin embargo, el parecido era asombroso. Dejé caer la cabeza hacia atrás y cerré los ojos.
Sergei pareció molestarse y me sujetó por los hombros.
—No hay tiempo que perder. Lee esto. —Me entregó un pliego doblado y de considerable antigüedad. Lo desplegó frente a mí y lo miré con todo el enfado que fui capaz de expresar—. Lee, Gin, tienes que hacerlo —insistió con voz ronca.
Dirigí con cansancio la vista de nuevo hacia el texto y obedecí a regañadientes.
He pensado una y otra vez qué me hizo huir de mi cuerpo y buscar refugio en esta época. Sí, lo he pensado una y otra vez sin encontrar una respuesta válida. ¿Quién soy yo? ¿Quién es Melisande? ¿Por qué estamos unidas a través del tiempo? Solo he encontrado una respuesta que se acerque a lo que verdaderamente necesito averiguar, y esa eres tú. Tenía que encontrarte, por la simple razón de que siempre estuvimos juntos, esperando a reunirnos y cerrar el círculo.
Búscame en el cielo. Esas fueron tus palabras exactas. Cuando algo te pellizque el corazón, levanta la vista, y allí estaré esperándote a que regreses junto a mí. Pero no tendrás que esperar, ¡maldito terco escocés!, porque no pienso dejarte nunca. Nunca pienso olvidarte. Seré más fuerte que ella. Porque yo tengo algo que ella desconoce. Tengo tu amor y eso me salvará. Nunca lo olvides.
—Connor... —musité, sin saber realmente quién era ese hombre.
—Sí. —Me confirmó Sergei—. Lo escribiste tú hace aproximadamente trescientos años para obligarte a recordar en el caso de que olvidaras. Estaba escondido en el libro de tu madre, Moll Flanders.
—Pero yo no...
Un rayo de luz entró por la ventana e iluminó la oscura habitación con las primeras luces del amanecer, distrayéndome. Observé las motas de polvo bailar una danza desordenada al trasluz y tragué saliva con dificultad.
—Acércame a la ventana —pedí con voz más firme.
Sergei me miró, dudando, y, finalmente, tras quitarme con suavidad la máscara de oxígeno, me cogió en brazos y me depositó en el sillón frente al amplio ventanal que daba al cielo escocés que despertaba a un nuevo día. Ese simple acto me dejó totalmente exhausta, y me apoyé en el respaldo con los ojos cerrados, sintiendo la fría calidez del sol de invierno acariciando mis mejillas.
—Vete —dije entre sollozos.
—No, me quedaré contigo y te ayudaré a recordar.
—¿Realmente es eso lo que quieres? —pregunté sin poder evitar un tono de sarcasmo.
Él me observó calladamente.
—Mi hermana, mi padre, Yago, ¿dónde están? —añadí.
—Los insté a irse a casa a descansar. Como ya te he dicho, solo nos queda una oportunidad.
—¿Qué ganas tú con esto? —Hablaba mirando al cielo, sin reparar en la expresión de su rostro.
—Te doy la oportunidad de reparar el daño causado, de vivir la vida que has deseado y que ahora estás perdiendo.
Solté una carcajada histérica y volví con dificultad el rostro.
—Vete —dije con enorme tristeza—. Vete.
Él retrocedió y recogió los folios esparcidos por la cama y el suelo y los guardó en la cartera. Se acercó a mí por detrás y me dio un beso en la coronilla.
—Hazlo, Gin. Todo está escrito desde el principio —sentenció, y salió en silencio de la habitación.
—¡Dios mío, Gin! ¿Qué haces fuera de la cama?
El sonido ronco de la voz de mi hermana me despertó, y abrí los ojos como platos sin saber dónde me encontraba. Me llevé una mano temblorosa al pecho y noté que el corazón latía de forma desacompasada.
—No lo sé —balbuceé.
Ella apretó los labios sin disimular su enfado y llamó a una enfermera, que me devolvió a la relativa comodidad de la cama de hospital. En ese momento, llegó el doctor Cameron, con una sonrisa perenne en el rostro, y nos saludó.
—¿Cómo se encuentra hoy? —inquirió, leyendo el informe que colgaba a los pies de la cama.
—Bien —susurré.
—Me alegro, todo parece correcto. Ayer nos dio un buen susto, pero su estado se ha normalizado y no quedarán secuelas de la parada cardíaca que sufrió. Seguirá con suero y oxígeno hasta que su tensión sea la adecuada y, entonces, empezaremos con la ingesta de líquidos. ¿Qué le parece?
No escuché ni la primera frase, todo seguía envuelto en una bruma desconcertante, como si yo estuviera en el fondo de un lago y lo viera y oyera todo de forma distorsionada. Así que no contesté. Él sonrió de nuevo y me dejó junto a mi hermana, que me cogió la mano con fuerza y la besó.
—¿Se llama Connor? —inquirí, haciendo un considerable esfuerzo de concentración.
—¿El médico? No, es Robert, ¿no lo recuerdas? —contestó algo extrañada.
—¿Quién es Connor?
—No lo sé, Gin. No conozco a nadie con ese nombre. ¿Tú sí?
—En realidad, no lo sé —murmuré, acomodando la cabeza en la almohada—. Solo sé que ese médico me resulta familiar, me transmite confianza, como si me recordara a alguien.
Gala se pasó el dedo por la nariz, lo que hacía cuando estaba concentrada, y finalmente negó con la cabeza.
—A mí no me recuerda a nadie.
—Creo que algo se me ha olvidado. Algo importante —musité, perdida en mis enredados pensamientos.
—Es normal, Gin, han desaparecido más de dos meses de tu vida. Es posible que solo sean sueños que tuviste estando en coma —dijo ella con voz serena.
—Sergei ha intentado explicarme una... —Vacilé, buscando la forma de explicar el contenido de aquella conversación—. Una historia extraña. Afirma que fui otra persona y que viví en otra época.
Mi hermana frunció los labios y apretó los puños, mostrando su disconformidad.
—¡Sergei y sus historias! —exclamó ella, sobresaltándome—. Es que es imposible, siempre creyendo que somos víctimas de una conspiración. No le hagas caso, ahora lo único que tienes que conseguir es recuperarte y recuperar tu vida.
—¿A Yago? —inquirí, sonriendo a medias.
—Bueno, a él no. Pero a todos los demás, sí —repuso ella con una amplia sonrisa.
Me dormí de nuevo y desperté al atardecer. Gala seguía a mi lado, corrigiendo lo que parecían unos exámenes, totalmente concentrada. Robert Cameron entró de nuevo en la ronda previa a la noche, con expresión jovial. Lo saludé demostrando un entusiasmo quizás excesivo, y noté que me sonrojaba. Él enarcó una ceja y se acercó a comprobar mi estado.
—Veo que todo sigue perfectamente. Ahora procure descansar —murmuró, y al separarse rozó levemente el dorso de mi mano, donde sentí una corriente electrizante que serpenteaba por mi piel. Él abrió los ojos sorprendido, se alejó unos pasos, inclinó la cabeza y se marchó.
—Gin...
El sonido de la voz de mi hermana rompió el extraño hechizo.
—¿Sí?
—¿Qué sucede? No te había visto reaccionar así con nadie hasta ahora —susurró con ostensible sarcasmo.
—Hay algo en él... no sé... algo especial. No sé definirlo.
—No sabes definirlo, pero sí que lo sientes. Lo acabo de ver con mis propios ojos. —Se mordió el labio inferior e hizo un gesto burlón.
Enrojecí de nuevo y negué con la cabeza.
—Es más que eso, Gala. Siento que algo nos une, algo desconocido y a la vez poderoso.
—Es lógico, él te trajo de entre los muertos, no una vez, sino dos. Es normal que percibas una especie de conexión inexplicable.
—Sí —coincidí, dejando vagar mi vista por la habitación en un intento de ordenar mis pensamientos—. Es una conexión inexplicable.
Soltó una carcajada y estuvo entreteniéndome hasta que llegó la noche, contándome extractos de lo que había sucedido en el tiempo que estuve en coma. No la escuché; al caer la noche mi alma se encerró en un mutismo que me producía dolor. Sabía que estaba perdiendo algo sumamente valioso y no lograba recordar el qué. No lograba recordar a quién. Finalmente, se despidió con un beso y la promesa de que al día siguiente nos veríamos de nuevo. Al poco rato, me quedé dormida otra vez.
—¿Quién eres, Connor? —pregunté perdiéndome en la intensidad de su mirada.
—Cuando me veo reflejado en tus ojos tan solo soy Connor, y cuando estoy poseyéndote siento que soy el dueño de tu alma y de tu cuerpo, y solo entonces puedo relajarme y sé que no huirás.
Desperté sobresaltada y tremendamente asustada. La imagen de unos ojos verdes me perseguía sin que yo lograra focalizarla en el caos de mi mente. Comprobé la hora en el reloj de la habitación y descubrí al hombre sentado en la silla del acompañante. Sergei me miraba fijamente, sin pestañear. Inmóvil. Cerré los ojos y me obligué a descansar, haciéndole ver con eso que no quería otra noche de desvelos e historias cruentas sobre guerra, muerte y mujeres que luchan para no perderlo todo.
Antes del amanecer, el sonido de la lluvia hizo que abriera los ojos de nuevo y volví el rostro hacia Sergei, que parecía haberse quedado dormido. Poco después, la lluvia cesó y los primeros rayos de sol, filtrándose entre las nubes, penetraron por la ventana creando un haz de luz casi mágico. Dejé la vista perdida en ese halo, intentando recordar el sueño que se había escabullido de mi mente. Finalmente, Sergei despertó y, creyendo que yo todavía dormía, se acercó y me besó en la frente.
—Tienes que hacerlo, Gin, ya no queda mucho tiempo —murmuró.
Respiré profundamente y supe que no lo había engañado, pero él abandonó en silencio la habitación sin más comentario. Abandoné el lecho y, con gran dificultad, alcancé el sillón situado frente a la ventana. Me dejé caer sobre él con un gesto de cansancio y frente a mí se abrió el cielo, de un azul profundo, en el que el viento arrastraba gruesas nubes.
Apreté los labios y observé una nube blanca en forma de tétrica calavera que se resistía a desvanecerse. Un desagradable presentimiento se apoderó de mí de inmediato. Algo se revolvió en mi interior y me incorporé para posar la mano sobre el cristal. Lo conseguí con un esfuerzo sobrehumano. Levanté la vista al cielo y emití un hondo gemido. «Si alguna vez sientes que me olvidas, mira al cielo, allí estaré esperando.» La voz profunda, sensual y grave de Connor atravesó mis entrañas hasta el punto de producirme un dolor insoportable. Caí de forma desmadejada al suelo y comencé a temblar al percibir que la oscuridad volvía a cernirse sobre mí. A mis oídos llegó, lejano, el rumor de unos pasos enérgicos y el murmullo de voces llamándose las unas a las otras.
—¡Enfermera! —gritó un hombre, e intenté abrir los ojos para enfocarlo. Sentí sus dedos presionando mi cuello y abriendo mis párpados—. ¿Cómo ha podido levantarse? —Su tono grave sonaba imperativo y claramente enfadado.
—Dilo —le supliqué, con la mirada fija en sus ojos verdes.
Él me miró algo confuso.
—Dilo —insistí—. Pronuncia mi nombre tal como lo hiciste cuando desperté.
—Genevie —murmuró Robert Cameron, desconcertado.
Emití un leve y bronco gemido, a la vez que apretaba fuertemente los párpados. Solo él me llamaba así, solo él pronunciaba mi nombre con una cadencia casi musical. Solo Connor supo alcanzar mi corazón con una simple palabra. La sensación de inesperada soledad hizo que me tambaleara precariamente entre la realidad y mis recuerdos. El pánico cerró mi garganta en un lacerante dolor. Me sentía perdida, herida y vulnerable. El desgarrador vacío de su ausencia arrolló mi alma hasta hacerla pedazos. Él había muerto, ya no quedaba nada de Connor a lo que aferrarme. Sentí un terror indescriptible. Terror a perder mi alma, a no regresar, a regresar al fin.
—Connor —murmuré, sintiéndome desfallecer—. Ayúdame.
El frío agarrotó mi cuerpo casi inmóvil. Podía oír los gritos y las órdenes del médico, pero yo ya no sentía nada. Nada en absoluto. Entonces lo vi, envuelto entre tinieblas, y no supe si se trataba de un recuerdo o de su alma rescatando la mía. Su imagen silenciosa se deslizó entre los recovecos de mi mente, rompiendo las barreras que había levantado para defenderme del dolor de saber que lo había perdido, e inundó mi memoria con su media sonrisa, con un hoyuelo marcado en la mejilla, con sus ojos del color del agua marina, tan hipnóticos, tan amados.
Si hubiera extendido la mano, habría podido acariciar su piel curtida, sentir la aspereza de su barba, la suavidad de su cabello rubio entre mis dedos; si hubiera respirado, habría percibido su aroma a fresco, humo y madera; si hubiera escuchado, habría oído su voz profunda, grave, sensual.
Habría podido alcanzarlo, si él hubiera estado allí.
«Ven a mí», dijo con voz serena. Mi corazón palpitó una vez más y se detuvo. Abandoné el miedo que me corroía y dejé de luchar por mi vida para recuperar la que una vez fue robada. Para regresar al lugar que nunca debí abandonar.
A él. Mi destino y mi condena.
* Mi cielo.
2
El regreso a mi futuro
Hacía demasiado calor, una capa de sudor cubría mi piel, mientras luchaba por deshacerme del velo de turbia oscuridad que me rodeaba. Y el dolor regresó de improviso, haciendo que me tensara y casi dejara de respirar. Posé una mano sobre el pecho sintiendo el furioso latir del corazón y cerré el puño con fuerza. Gemí apretando los dientes y me revolví en la capa de nubes que me tenía atrapada. «¿Dónde estoy?», pensé desesperada. El silencio me envolvía sin contestarme. Quería abrir los ojos pero estos no me respondían. Choqué contra algo duro a mi lado.
—Melisande, mon amour. Qu’est-ce qu’il t’arrive?*
—Mais...? Qui...?** —Mi voz sonaba ronca y distorsionada. Apenas la reconocía, ni siquiera me di cuenta de que estaba hablando en otro idioma. Intenté ubicar la fuente de aquel sonido a la vez que palpaba torpemente frente a mí.
—Melisande. —Otra vez ese sonido. Algo agudo y gangoso. Un hombre hablando en francés. Abrí los ojos de golpe, claramente asustada.
—¡¡Philippe!! —grité.
La grata sonrisa del apuesto amante de Melisande me dio la bienvenida al pasado. Y, en ese mismo instante, añoré con muchísima intensidad el prostíbulo de Edimburgo.
—Oui? —preguntó algo sorprendido el joven moreno—. ¿Es una pesadilla, ma chérie?***
Asentí con la cabeza, sintiendo que las palabras se atropellaban en mi boca sin que me decidiese a pronunciar ninguna, con lo que, finalmente, le contesté con mi cuerpo. Lo empujé con ambos brazos y, como eso no fue suficiente, utilicé también mis piernas. Cayó al otro lado de la cama con un golpe sordo y se incorporó de repente, sacudiendo las manos.
—¡Por todos los diablos! ¿Me acabas de tirar de la cama? —inquirió con un gesto de total estupefacción, mientras gesticulaba.
Lo miré directamente y me tapé hasta la barbilla. Recorrí su cuerpo desnudo y contuve una risa histérica que amenazaba con brotar de un momento a otro de mi garganta.
—Pues sí —contesté con firmeza, recuperando el habla.
—¿Y por qué has hecho tal cosa? —quiso saber, con expresión de incredulidad.
—Porque es hora de que te vayas.
—¿Adónde? Si ni siquiera ha amanecido —señaló.
—Mmm... ¿No te espera nadie? —arriesgué.
—¿Quieres que regrese junto a mi esposa? —preguntó, otra vez con cara de incredulidad.
Por lo visto su rostro no expresaba muchos más sentimientos.
—Será lo mejor. Sí —afirmé—. Y vístete, no creo que le guste ver que apareces desnudo —añadí, lanzándole parte de su ropa, que estaba esparcida de forma descuidada sobre la cama.
Él cogió la camisa blanca al vuelo y se la puso con brusquedad, mientras murmuraba en un rápido francés. Se subió los pantalones y se los ajustó a la torneada cintura. Se agachó un momento, buscando las medias, y se las puso con determinación, para a continuación calzarse de forma mecánica los zapatos, cuyos tacones lo elevaron unos centímetros. Levantó la vista y me observó con los ojos entornados.
—Lo que acabas de hacer es del todo... inconcebible —farfulló con indignación—. Después de lo que yo he hecho por ti. He arriesgado mi matrimonio y mi posición, ¿es esta tu forma de recompensarme por salvarte la vida? —El gesto de estupor regresó a su rostro, en un claro reflejo del mío.
—¿Salvarme la vida? —susurré, confusa. ¿Cuándo me había salvado él la vida?, pensé.
—Sí. Me debes mucho más de lo que pagas calentando mi cama por las noches. —Vi un brillo de maldad en sus ojos oscuros y desvié la mirada, circundando la habitación, reconociéndola de mis sueños.
—No es tu cama la que caliento, sino la mía, así que lárgate. —Apreté los labios, y los nudillos se volvieron blancos de sujetar las sábanas en torno a mi cuello.
Alargó una mano con intención de tocarme y me eché hacia atrás instintivamente. La apartó rápidamente y se volvió hacia la puerta mientras recogía el jubón de ante marrón, que quedó colgado de uno de sus largos brazos.
—Philippe —llamé antes de que abandonara la habitación.
—Oui, mon amour. —Se volvió para mirarme con gesto lascivo. Por lo visto, no solo la incredulidad y el enfado adornaban su rostro.
—Lo que quiera que... haya entre nosotros se ha acabado —dije fríamente.
—¿Qué? —preguntó mientras la expresión de estupor volvía a su rostro.
—Terminado, finalizado, concluido, agotado, finiquitado y expirado. ¿Ha quedado claro?
El portazo que dio fue suficiente respuesta.
Me recosté en la cama completamente agotada. Notaba cada músculo de mi cuerpo temblando por un esfuerzo no realizado. Me quedé con la mirada fija en el techo artesonado de escayola, cubierto con dibujos de querubines en papel de oro, mientras recuperaba poco a poco la estabilidad emocional. Había regresado, o al menos eso pensaba. Era Melisande de nuevo. Pero no estaba en Escocia, ni junto a mi déspota marido, el coronel Darknesson. Me incorporé lentamente, todavía algo mareada, y observé con detenimiento la estancia que me rodeaba. Las paredes estaban cubiertas con paneles de tela satinada con dibujos florales orientales en tonos claros. A ambos lados de la cama con dosel, dos mesillas altas de caoba, adornadas por exquisitas aplicaciones de carey en círculos concéntricos. A la izquierda, una cómoda isabelina de nogal, abombada y achaflanada, de marquetería floral con tiradores delicadamente grabados en plata. Sobre ella, un espejo ovalado ribeteado en una compleja estructura de madera labrada. Estaba en Francia, en el hogar de Melisande. Pero: ¿qué hacía Melisande en Francia? ¿Cómo habría conseguido escapar de su marido para refugiarse en su hogar? Y lo más importante: ¿cuándo lo había hecho, si hacía solo unos días estaba en Fort George?
Hice un esfuerzo sobrehumano para levantarme y permanecí de pie un instante, tambaleándome. Me sujeté a la estructura del dosel y me cubrí con una bata de pesado terciopelo color púrpura, cuidando de no desplomarme debido a mi escaso equilibrio. Con un quejido, caminé despacio hasta el extremo opuesto de la habitación, donde me detuve junto a la ventana, emitiendo un tenue jadeo de protesta.
Descorrí las cortinas de terciopelo granate, sujetas por borlas doradas que arrastraban hasta el suelo y abrí los postigos de madera con dificultad. Estos crujieron, y me asomé temerosa. Ya se percibía la claridad del amanecer, así como la humedad, que brotaba en volutas etéreas en el jardín principal, llenándolo todo de un suave aroma de tierra prensada y abono, mezclado con la fragancia floral de los parterres de rosas y peonías que decoraban el espacio, creando pasillos invisibles.
En la lejanía, oí piafar un caballo y murmullos de voces procedentes de los establos. Cerré la ventana, comprobando que toda la pared frontal de piedra estaba cubierta por una tupida enredadera. ¿Era así como escalaba mi Romeo todas las noches? Intenté hacer a un lado ese pensamiento. Me volví hacia la chimenea, donde había unos troncos apilados; sobre la repisa, un reloj de bronce sujeto por dos ángeles con las alas extendidas. Me acerqué con curiosidad a comprobar la hora. Faltaba poco para que diesen las ocho de la mañana.
Tenía la situación, pero no el motivo. ¿Qué demonios hacía Melisande en Poitiers si debía estar en Inglaterra? Sentí un súbito temor al imaginar que quizá mi empresa no hubiera tenido los resultados que yo había pretendido, salvando a Connor. ¿Habría retirado Edward el indulto para posteriormente recluir a su esposa de nuevo en Francia? De improviso, la imagen del jardín cubierto de flores estalló en mi cerebro. No era invierno. Miré la chimenea apagada y sentí un escalofrío. «¿Qué ha sucedido? ¿Dónde está el tiempo transcurrido?» Me arrebujé en la bata, encontrando algo de seguridad en ese simple gesto, y salí descalza al pasillo, deseosa de encontrar respuestas. Reparé en el silencio de la casa, en la que solo se oía algún crujido de la madera vieja y un suave murmullo de conversaciones en francés procedente de algún punto de la planta inferior. «¿Las cocinas, tal vez?» Bajé deprisa la escalera, de madera oscura pulida, y me detuve en el rellano, donde vi una puerta doble abierta en la pared frontal. Entré y quedé paralizada. Era el salón. Por un instante fui incapaz de asimilar lo que mis ojos me transmitían.
Varias personas conversaban de pie con una copa tallada, llena de vino espumoso, en sus manos exageradamente enjoyadas. Otras se recostaban en los divanes, tapizados en seda colorida, apartados del centro de la sala. Cientos de velas iluminaban la estancia atrapando la luz en sus brillantes llamas. Y en el rincón oriental, una mujer joven, con el cabello rubio recogido en un moño alto adornado con horquillas de diamantes, tocaba en el clavecín una de las composiciones de Jean-Philippe Rameau con extraordinaria habilidad. Sus dedos volaban sobre las delicadas teclas y su pie derecho seguía el ritmo impuesto a la melodía, dejándose oír entre el murmullo de la gente conversando. Aspiré el aroma mezclado de diversos perfumes florales en diferentes grados, junto con el sudor agrio y el inconfundible polvo de arroz que embellecía los rostros de las mujeres y empolvaba cabelleras y pelucas. Quise dar un paso, pero mi propio reflejo vino hacia mí con una sonrisa, haciendo que me clavara en el suelo.
—Melisande —dije cuando estuvo junto a mí.
Ella rio alegremente y abrió un abanico decorado con pavos reales, cubriéndose medio rostro e inclinándose hacia mí. Lucía un vestido de seda salvaje de color violeta que se ajustaba perfectamente al corsé de varillas y una sobrecapa se extendía a su espalda, dejando ver la falda de color más oscuro bordada con hilo de oro.
—¿Qué te sucede, Melisande? Has palidecido de repente —dijo mi reflejo. Y, en ese instante, comprendí que yo no era Ginebra sino Melisande, y el miedo me atenazó e hizo que tragara profusamente la saliva acumulada contra el cielo del paladar.
—¿No crees que es fascinante? —La joven, que descubrí por descarte que no podía ser otra que Annalise, se inclinó todavía más hacia mí sin dejar de sonreír. Cerró el abanico de un golpe e indicó con el mismo una figura en el otro lado de la sala, conversando con dos hombres.
Miré hacia allí y creí que iba a perder el conocimiento. La sangre de mis venas se agolpó en mi cerebro y de forma impulsiva busqué en el bolsillo oculto de mi vestido de brocado gris marengo el abrecartas de plata que, obviamente, aún no existía. Allí, frente a mí y un centenar de personas como mínimo, estaba el conde de Darknesson.
—No, no me parece fascinante —murmuré, sin reconocer mi propia voz y sin poder apartar mi vista de la suya.
—Mon père**** dice que es un hombre altamente considerado en Inglaterra y que esta alianza es lo mejor que puede sucederle a la familia. No debes tener miedo, ma soeur,***** es una persona atenta y educada. Estoy segura de que con el tiempo acabarás amándolo y formando una nueva familia con él.
La miré entornando los ojos.
—No es fascinante, sino cruel —afirmé convencida, sintiendo que los recuerdos de Melisande se mezclaban con el dolor que había sentido al conocerlo. En un acto reflejo, solté mi abanico adornado con plumas y busqué instintivamente con la mano la herida que me había provocado. Fue algo absurdo, pues ese hecho todavía no se había producido.
—No digas esas cosas, Melisande. —Annalise se había agachado y tras coger el abanico me dio con él dos golpecitos en el brazo—. Ya verás que este enlace trae a las dos familias prosperidad y felicidad.
La miré de nuevo, ahora con estupor, comprobando que la hermana de Melisande había caído fruto de los encantos del despótico conde de Darknesson.
—Mon Dieu!****** —exclamé en voz baja.
—¡Vamos! —me instó ella con una risa cantarina—. Cécile está a punto de finalizar esta pieza. Cada vez lo hace mejor, ¿no crees?
—Sí, en eso estoy de acuerdo. —Era lo menos que podía afirmar de la hermosa joven que tocaba el clavecín. Varios hombres estaban arremolinados en torno a ella observándola calladamente. Mantenía la espalda recta y el largo y níveo cuello descubierto, sin desviar ni una sola vez la vista de la partitura. Lucía un vestido de seda color bronce, que a cada pequeño movimiento sinuoso producía destellos, atrayendo así más miradas todavía. Si tuviera que definirla, en aquel momento me pareció un ángel.
Caminamos, esquivando con sonrisas los pequeños grupos, parándonos cada poco a saludar. Yo me mantuve en silencio y noté una mirada fija en mi espalda. Me volví y comprobé que era Philippe, vestido con una levita de terciopelo marrón. Los puños bordados de su camisa se agitaron cuando se llevó la copa a los labios y exhibió una sonrisa ladeada pasándose la lengua por el labio inferior. Lo ignoré y seguí camino, arrastrada por mi hermana. Nos detuvimos frente al coronel Darknesson, que se disculpó con su acompañante y se inclinó hacia nosotras, haciendo una leve reverencia. Ambas le ofrecimos la mano y él nos la besó. Soporté a duras penas el no retirarla y romperle su bonita nariz de un puñetazo. Él, que no percibió más que un cortés interés, se irguió y me miró fijamente.
—Melisande, estoy deseando que nuestro enlace se celebre la próxima semana. ¿Y vos?
—Yo no —repuse con algo muy parecido al odio patente en mi voz.
Él echó la cabeza hacia atrás y soltó una brusca carcajada. Mi hermana fue reclamada y nos quedamos un instante enfrentándonos con la mirada.
—Melisande —susurró dulcemente cogiéndome una muñeca—, debéis comprender que una vez que os convirtáis en mi esposa ya no habrá más escarceos amorosos ni cartas incriminatorias. —Hizo más presión con su dedo, hasta que mi mano se abrió igual que una araña pisoteada. Gemí en silencio, pero no bajé la vista—. En ello os va la vida, no lo olvidéis —añadió, soltándome de repente. Pude ver todo su desprecio reflejado en su iris marrón y sentí absoluto terror.
—¡Melisande! —El grito agudo me hizo regresar a la realidad.
—¿Qué...? —pregunté de forma estúpida, mirando a la mujer de edad avanzada, con el cabello gris recogido en un moño apretado, que, plantada frente a mí, me observaba con un alto grado de reprobación, chasqueando la lengua.
—¿Qué haces levantada a estas horas? Normalmente no sueles amanecer hasta casi el mediodía. ¿Tiene algo que ver con la discusión y el portazo que he oído hace unas horas? Tu padre ya me advirtió que te vigilara, que ibas a causarme más de un quebradero de cabeza. Y tenía razón —añadió, sacando de un bolsillo un pequeño recipiente verde, que abrió y cuyo contenido aspiró con fruición—. ¿Qué haría yo sin mis sales? —Soltó un hondo suspiro y sus facciones se relajaron.
¿Horas? ¿Había pasado horas en estado de trance? No podía permitir que me sucediera más veces, tenía mucho que averiguar y mucho más que hacer. Sin embargo, solo pude permanecer en silencio frente a aquella mujer, mirándola con excesiva curiosidad. Mis manos se cubrieron de sudor cuando descubrí que parte de la esencia de Melisande seguía persistiendo en mi alma, presa de ella, como si se negara a alejarse demasiado de su cuerpo.
—¿Se encuentra bien? —tartamudeé.
—¿Has ingerido algo que no debías? —preguntó ella a su vez, mirándome fijamente desde su rostro redondo, cubierto de arrugas y demasiado polvo de arroz—. No recuerdo una sola vez en mi vida que me hayas preguntado por mi delicada salud.
—Lo siento —musité, consiguiendo con ello sorprenderla aún más—. Ahhh... —Busqué desesperada el nombre de aquella mujer que no lograba recordar.
—Tante******* Marguerite, ¿es que has olvidado quién lleva cuidándote durante estos duros meses?
—Yo... —Pensé una disculpa adecuada, pero no me dio tiempo.
—Hija, verás, sé que ha sido difícil para todos, pero tienes que reponerte. Y déjame darte un consejo: Philippe no es el hombre indicado para ello; tu marido te reclama de forma insistente desde Inglaterra y como llegue a sus oídos lo que está sucediendo aquí, será mucho peor que un dedo roto. —Me cogió la mano con suavidad y por primera vi vez el estado en que había quedado. Mi dedo anular tenía forma de garra, y jamás volvería a doblarlo con facilidad. Cerré la mano sin querer ver más y levanté la vista.
—¿Qué ha sucedido... mmm tante Marguerite? —inquirí, sabiendo que quizá me estaba metiendo en arenas movedizas de nuevo. Pero necesitaba información. Desesperadamente.
Ella pareció apenada y, de improviso, me atrajo a sus brazos.
—Todavía recuerdas a tu padre, ¿no es así? Tenemos el consuelo de que el Altísimo lo ha acogido en su seno, haciendo que descanse por fin.
Así supe el porqué del regreso de Melisande a Poitiers. Su padre había fallecido, y solo eso pudo salvarla de la crueldad de su marido inglés. La abracé sintiendo que en mi cuerpo se mezclaban los recuerdos de Melisande y mi enorme pena por haber perdido también a mi padre, pero de una forma totalmente diferente. Ambas lloramos por el mismo sentido de pérdida, provocado por dos personas distintas.
—Vamos, vamos, ma petite.******** —Me dio unos golpecitos en la espalda y se apartó un palmo—. Sube a la habitación, mandaré recado de que te acerquen el desayuno y acudan a acicalarte para el almuerzo.
Sin ánimo para discutir, me volví y caminé lentamente hacia la escalera de nuevo. Una vez en la habitación, me senté frente a la cómoda y me observé en el espejo. No ofrecía una imagen exacta, pero mi rostro seguía siendo el mismo. Solo que unos diez años más joven. Entorné los ojos. ¿Y si hubiera aparecido no cuando pretendía, sino varios meses o años más tarde, cuando ya estuviera todo perdido? Tenía el dónde y también el por qué, pero me faltaba lo más importante, el cuándo.
En ese momento, unos suaves toques en la puerta hicieron que levantara la cabeza con rapidez y exclamara, algo vacilante:
—¡Pase!
Una doncella franqueó la puerta en silencio, portando una bandeja de plata con mi desayuno, y se quedó inmóvil, esperando instrucciones. Era joven, de no más de dieciséis o diecisiete años, con un rostro vivaz cubierto de pecas y el cabello castaño recogido bajo una cofia almidonada y blanca.
—¿Desayunaréis en la habitación, madame? ¿Preferís bajar al salón? —preguntó de forma rápida y con cierto tono de temor.
Esbocé una sonrisa algo trémula.
—Aquí. —Le señalé un hueco en la consola para que depositara la pesada bandeja. Ella lo hizo de inmediato, deseando desaparecer a la mayor brevedad posible. Yo mascullé una frase ininteligible. Eso me daba otro indicio del carácter de Melisande. Ni los sirvientes soportaban su presencia.
—¿Cómo te llamas? —inquirí con voz suave.
La doncella dio un respingo y se volvió sorprendida, todavía sujetando el pomo de la puerta.
—Lo he olvidado —añadí ante mi falta de corrección.
—No tenéis por qué saberlo, nunca me lo habíais preguntado —repuso ella. Y yo maldije mentalmente a la dueña del cuerpo que ahora portaba—. Louise, madame, me llamo Louise.
—Muy bien, Louise —dije en tono halagador, como si al darme su nombre hubiera hecho una proeza—. ¿Puedes decirme qué día es hoy?
Abrió los ojos sorprendida y su mirada revoloteó indecisa por toda la habitación.
—Jueves, madame. El lechero siempre viene los jueves.
Respiré hondo.
—¿Qué fecha? —pregunté, formulando lo que de verdad me interesaba conocer.
Ella pareció algo confusa y comprendí que la importancia del día en que vivías era algo superfluo en un mundo en el que no existían días diferentes de otros.
—Creo... creo que dieciséis de abril, madame.
—¿De qué año? —Contuve la respiración.
Ella sonrió.
—Mil setecientos cuarenta y cinco, madame —señaló con satisfacción y, también, algo desconcertada por mis preguntas un tanto extrañas.
Solté un suspiro de alivio. Y, de repente, una garra invisible me estranguló al darme cuenta de la importancia de la fecha, dieciséis de abril. Quedaba exactamente un año para la batalla de Culloden. ¿Sería fruto del azar, o tendría un significado oculto? Me di cuenta de que ella me observaba con intensidad y agité la mano en un intento patético de imitar a Melisande, indicándole que ya no eran necesarios sus servicios. Ella suspiró a su vez y abandonó la habitación, para dar paso a dos nuevas doncellas. Había cogido una tostada y la solté de inmediato cuando vi que una de ellas portaba en una de las manos el arma más poderosa para cualquier mujer en el siglo XVIII: las odiosas tenacillas de hierro.
—Ah, no, eso sí que no... —empecé a protestar, pero me saludaron con una pequeña reverencia y la más joven se acercó al fuego a depositar el arma sobre una repisa para que absorbiera el máximo calor, con el propósito posterior de torturar mi pelo y a su dueña.
Hicieron caso omiso y en un rápido francés provinciano dictaron órdenes a tres mozos que entraron una pesada bañera de latón para a continuación llenarla con agua humeante. Sin que me diera cuenta, me vi obligada a abandonar el desayuno y bañarme en agua jabonosa que olía a esencia de rosas. Una vez seca y vestida con unas enaguas de hilo blanco, adornadas con bordados de delicadas flores de lis en el bajo y en los puños, me miraron inquisitivas.
—¿Qué vestido deseáis, madame?
Carraspeé buscando una respuesta coherente. No podía permitir que me descubrieran por un simple vestido. Intenté recordar el atuendo de Melisande cuando compartíamos sueños y contesté sin vacilar:
—El rosa.
Ellas se miraron confusas.
—¿No será más adecuado, madame, el negro de seda salvaje adornado con organza blanca en puños y cuello?
Las miré con la boca abierta: ¿Querían vestirme como una cucaracha gigante? Sin embargo, sus rostros serios esperaban instrucciones.
—Sí, ese será perfecto —afirmé con la convicción que no tenía. De improviso, recordé que no debía vestir con otro color que no fuera el negro, ya que estaba de luto por la muerte de mi padre. Me mordí un labio y apagué el sofoco que encendió mi rostro.
Ellas asintieron en señal de conformidad y respiré aliviada. Sacaron del baúl un vestido pesado, liso y oscuro. Y también el otro instrumento de tortura de la mujer del siglo XVIII, la odiosa armadura de hueso de ballena. Lo miré con odio mal reprimido, pero ellas apenas apreciaron mi gesto, haciendo acopio de una gran fuerza mientras yo era engullida hasta parecer un reloj de arena, como una pequeña venganza a su no apreciada dueña. Me pusieron las tres enaguas almidonadas sobre la estructura de hueso, lo que hizo que mi volumen inferior aumentara considerablemente. Después, me pasaron por la cabeza el vestido, lo ajustaron al corpiño con ocho lazadas de terciopelo y atusaron la muselina que me estrangulaba. A continuación me obligaron a sentarme en la silla próxima a la consola, mientras comentaban cómo me recogerían el cabello todavía algo húmedo. Crucé los brazos en ademán contrito, enredándome con el delicado encaje de puntilla española, que sobresalía de las mangas hasta el codo.
Soporté, primero con curiosidad, luego con fastidio y, finalmente, con hastío, el trasiego al que sometieron mi cabello, para terminar aplicando una base de polvos de arroz en mi rostro. En deferencia a mi estado solo espolvorearon una leve capa de colorete.
Y casi cuatro horas después, Ginebra Freire se convirtió definitivamente en lady Melisande Darknesson. Y juré que nunca más iba a pasar por aquello de nuevo. Costara lo que costase, aunque me tuviese que enfrentar a la mismísima corte del rey Luis XV. Me levanté con lentitud y me miré en el espejo sin reconocerme. Suspiré hondo y les agradecí sus atenciones. Ellas se mostraron sorprendidas, pero halagadas, y abandonaron la habitación.
Abrí la puerta y di un paso, tropezando con la falda satinada. Me la recogí mostrando los delicados escarpines forrados en la misma tela que el vestido, terminados en punta y con un tacón de madera en el empeine para soportar el equilibrio, y me asomé con curiosidad. Oí el sonido del clavecín y ese simple hecho me hizo retroceder en un solo instante trescientos años. Intenté respirar, pero me resultaba imposible. Conté hasta diez en silencio y salí al pasillo con paso más firme y la cabeza erguida, demostrando a quienes me esperaban que podía representar un papel, por otro lado, hecho a mi medida.
Bajé la escalera de mármol veneciano y me detuve un instante en el amplio hall, cogiendo aire, mientras observaba la escena que se desarrollaba en el salón, cuyas puertas dobles estaban abiertas de par en par. Volví a sentirme como en una película de otra época, como si estuviera viviendo Las amistades peligrosas, con sus intrigas, rencores y deseos ocultos. Reconocí a la mujer que era mi tía postiza. Tenía demasiado polvo de arroz en el rostro, lo que hacía que su piel luciera un color como de pergamino; estaba conversando con tres mujeres de edades similares. En el centro habían dispuesto una mesa con varios pesados candelabros de plata.
En el rincón más apartado, a la derecha, justo frente a la amplia ventana que daba al jardín, se hallaba el clavecín. Y sentada en el pequeño taburete de madera tapizado de terciopelo dorado, el ángel de mis recuerdos. Sus dedos se deslizaban sobre las teclas con suavidad y precisión, a la vez que su cuerpo se mantenía erguido y su cuello desnudo mostraba un delicado engranaje de perlas y cuentas de oro. Era la misma imagen que recordaba, solo que esta vez no la rodeaba una pequeña cohorte de figuras masculinas observándola. Llevaba un vestido de color ocre, su perfil era suave y elegante, y tenía unas delgadas y arqueadas cejas sobre unos ojos intensamente azules, soñadores y dulces. Aquella joven presintió que la observaba y se volvió, dejando el salón súbitamente triste, sin ningún adorno musical. Me ofreció una sonrisa cariñosa y se levantó presurosa, recogiéndose las voluminosas faldas, que lanzaban pequeños destellos a cada movimiento ondulante de su cuerpo. Quedé como hipnotizada y ni siquiera parpadeé. Llegó a mí en un instante, en que mantuvimos nuestras miradas unidas, y entonces me abrazó y me dio un afectuoso beso en mi excesivamente maquillada mejilla. Su rostro, enmarcado en un cabello rubio claro y rizado que creaba el efecto de una imagen que cualquier fotógrafo hubiera querido plasmar, tenía forma de corazón, y como si no fuera suficiente poseer unos ojos tan bellos, lo ornaban unos labios carnosos y una naricilla respingona.
—Melisande, ma chérie.
Solo conocía su nombre, Cécile, y no supe cómo responder a su saludo. Me quedé mirándola de forma estúpida, sintiéndome, de repente, demasiado alta, demasiado oscura y claramente más inexperta que aquella jovencita con cara de ángel a la que yo, Ginebra, no Melisande, sacaba diez años como mínimo. Afortunadamente, mi tía Marguerite me salvó de cometer algún desliz y, acercándose, nos indicó que fuéramos sentándonos a la mesa. Lo hice con rapidez, tomando posición en un lateral, junto a mi tía y rodeada de las otras cuatro mujeres, que no conocía de nada y cuyo conocimiento Melisande, oportunamente, me había negado. ¿Por qué era capaz de reconocer el idioma, algunos lugares, algunas personas y, sin embargo, otras me eran desconocidas? Supuse que el alma de un ser humano tiene tantos recovecos que algunos recuerdos quedan grabados en su cuerpo y otros desaparecen cuando este lo hace.
Nerviosa, cogí la copa de jerez y me la llevé a la boca con desesperación. Estaba completamente perdida, no sabía qué protocolo seguir ni qué conversación alentar. Y si permanecía en silencio dejaría en evidencia que no era quien afirmaba ser. Comprendí que iba a resultar mucho más complicado que la primera vez, puesto que ahora ya sabía quién era realmente y tenía que vivir la vida de esa persona ocupando su cuerpo.
Me mantuve callada hasta que colocaron sobre la mesa las numerosas bandejas de viandas y nos sirvieron una sopa especiada de cebolla, aderezada con clovisses********* traídas desde la costa de Normandía. Observé todo con curiosidad mal disimulada, perdiéndome en el rápido francés y los guiños y alusiones a los cotilleos de la corte, sin entender apenas nada. A medida que el jerez dio paso al vino y este se iba escanciando, mi corazón volvió a latir a un ritmo tranquilo.
Advertí con claridad que nadie parecía haber notado ninguna diferencia en mi persona, y también me di cuenta de la animadversión de las damas más ancianas, que evitaban mirarme e incluso hablarme. Me relajé tanto que hasta me retrepé en la silla alta y tapizada con terciopelo policromado, algo fuera de todo protocolo y fruto de una mala costumbre adquirida siendo Ginebra. Sentí una fuerte punzada en uno de los riñones producida por una varilla de hueso de ballena y maldije en silencio por..., ya había perdido la cuenta, el maldito corsé que me habían obligado a ponerme. Compuse una mueca torcida al volver a incorporarme y sonreí mecánicamente a la joven Cécile, sentada a mi izquierda.
—¿Sabes que ha estado aquí? —susurró ella, inclinándose hacia mí, con un tono en el que descubrí que compartíamos más de un secreto.
—¿Quién? —pregunté demasiado deprisa.
—Él, ¿quién va a ser?
—Ah...