Los veraneantes

Fragmento

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Contenido

Día uno

Día dos

Día tres

Día cuatro

Día cinco

Día seis

Día siete

Día ocho

Día nueve

Día diez

Día once

Día doce

Día trece

Día catorce

Agradecimientos

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Para River, que tiene una vida entera y una
eternidad de vacaciones familiares por delante.

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No se trata tanto de viajar como de partir; ¿quién de nosotros no tiene algún dolor que olvidar o algún yugo que sacudir?

GEORGE SAND, Un invierno en Mallorca

Seré la isla desierta
donde vivirás en libertad.

Seré el buitre

y podrás capturarme y devorarme.

THE MAGNETIC FIELDS, Desert Island

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Día uno

La partida siempre tenía un componente de sorpresa, por mucho que la fecha llevara tiempo marcada en el calendario. Jim había preparado la maleta la noche anterior, pero ahora, en los momentos previos a la hora programada de salida, titubeaba. ¿Habría cogido libros suficientes? Deambuló por delante de la biblioteca del despacho y seleccionó varias novelas, tirando de ellas por el lomo para devolverlas acto seguido a su lugar. ¿Había metido en la maleta las zapatillas deportivas? ¿Y la espuma de afeitar? Jim oía a su esposa y a su hija por toda la casa, inmersas como él en el ataque de pánico de última hora, subiendo y bajando las escaleras con objetos olvidados, que empezaban a apilar junto a la puerta.

De poder hacerlo, Jim habría sacado varias cosas de la maleta: el último año de su vida, y los cinco anteriores, cuando todo cayó por su propio peso; las miradas de Franny desde el otro lado de la mesa a la hora de la cena; la sensación de estar en el interior de otra boca por primera vez en tres décadas, y lo mucho que deseaba seguir allí; el vacío que le aguardaba tras el vuelo de regreso, los días en blanco que tendría que llenar, llenar y llenar. Jim se sentó a su escritorio y esperó a que alguien reclamara su presencia.

Sylvia esperaba delante de la casa, con la mirada fija en la calle Setenta y cinco, en dirección a Central Park. Sus padres eran de los que pensaban que los taxis aparecían justo en el momento en que los necesitabas, sobre todo los fines de semana de verano, cuando el tráfico en la ciudad vivía sus horas bajas. Sylvia maldijo para sus adentros. Lo único capaz de superar el incordio de tener que ir de vacaciones con sus padres, durante dos de las últimas seis semanas que tenía libres antes de ingresar en la universidad, sería perder el avión y encima pasar la noche en el vestíbulo del aeropuerto, intentando dormir en una silla con la tapicería pringosa. Por ello, había decidido ocuparse personalmente de conseguir un taxi.

Tampoco es que le apeteciera pasarse el verano entero en Manhattan, que se convertía en un sobaco de hormigón derretido. Lo de Mallorca resultaba atractivo, en teoría; era una isla, y eso significaba olas y brisa, y podría practicar el español, que se le había dado muy bien en el colegio. Nadie de su clase (nadie, en el sentido literal de la palabra) iba a hacer nada en todo el verano, excepto celebrar fiestas cuando los padres se marcharan a Wainscott, Woodstock o dondequiera que fuese para instalarse en aquellas casas con tejado de madera que parecían destartaladas a propósito. Sylvia llevaba los últimos dieciocho años viendo a diario la cara de esa gente y se moría de ganas de perderlos a todos de vista. Sí, claro, había otros cuatro chicos de su clase que también irían a Brown, pero ya no tendría que hablar nunca más con ellos si no le apetecía, y ese era el plan. Encontrar nuevas amistades. Crearse una nueva vida. Estar por fin en un lugar donde el nombre de Sylvia Post no estuviera acompañado por los fantasmas de la niña que había sido con dieciséis años, con doce, con cinco; donde pudiera desligarse de sus padres y de su hermano y ser solamente ella, como el astronauta que flota en el espacio, sin la restricción que impone la gravedad. Pensándolo bien, a Sylvia le gustaría poder pasar el verano entero en el extranjero. Porque, tal y como estaba todo planificado, aún tendría que padecer el agosto en casa, momento en el cual las fiestas alcanzarían su lloroso y desesperado momento cumbre. Y llorar no entraba en los planes de Sylvia.

Un taxi con la luz de libre encendida dobló en aquel momento la esquina y se aproximó lentamente hacia donde estaba ella, esquivando los baches. Sylvia extendió un brazo mientras marcaba el teléfono de casa con la otra mano. Sonó y sonó, y seguía sonando todavía cuando el taxi se detuvo ante ella. Sus padres continuaban dentro, haciendo Dios sabe qué. Sylvia abrió la puerta del taxi y metió la cabeza.

—Espere un momento —dijo—. Lo siento. Mis padres salen enseguida. —Hizo una pausa—. Son terribles.

No siempre había sido así, pero lo era ahora, y no se cortaba en afirmarlo.

El taxista asintió y puso en marcha el taxímetro, evidentemente encantado ante la perspectiva de pasarse el día esperando, de tener que hacerlo. En condiciones normales, el taxi habría interrumpido el tráfico por haberse parado en aquel lugar, pero ahora mismo no había demasiado tráfico que interrumpir. Sylvia era la única persona de la ciudad que parecía tener prisa. Pulsó la tecla de rellamada y esta vez su padre respondió a la primera.

—Vámonos —dijo Sylvia, sin esperar a oír la voz de su padre—. El taxi ya está aquí.

—Tu madre está tomándose su tiempo —dijo Jim—. Salimos en cinco minutos.

Sylvia colgó el teléfono, entró en el taxi y se deslizó por el asiento trasero.

—Ya salen —dijo.

Se recostó, cerró los ojos y notó que se le enganchaba el pelo en un fragmento de la cinta aislante que mantenía el asiento unido. Pensó en la posibilidad más que real de que solo apareciera uno de sus progenitores, y ahí se acabaría todo, envuelto en un halo de culebrón, sin final feliz.

Con el taxímetro en marcha, Sylvia y el taxista permanecieron sentados en silencio durante más de diez minutos. Cuando Franny y Jim salieron por fin de la casa, los cláxones de los coches que habían ido acumulándose detrás del taxi los acompañaron a modo de marcha procesional, increpante y victoriosa. Franny se instaló detrás, al lado de su hija, y Jim delante, las rodillas, enfundadas en el pantalón beige de algodón, pegadas al salpicadero. Sylvia no estaba ni feliz ni infeliz de tenerlos a los dos en el taxi, pero se sintió aliviada por un instante, aunque nunca se dignaría reconocerlo.

—On y va! —dijo Franny, cerrando la puerta.

—Eso es francés —observó Sylvia—. Vamos a España.

—¡Ándale!1

Franny ya había empezado a sudar y se abanicó las axilas con los pasaportes. Iba ataviada con su uniforme de viaje, perfeccionado con esmero gracias a numerosos vuelos y desplazamientos en tren por todos los rincones del mundo: mallas negras, túnica de algodón negro hasta las rodillas y un fino pañuelo para protegerla del frío del avión. Cuando Sylvia le preguntó en una ocasión acerca de sus inmutables costumbres viajeras, su madre le espetó: «Al menos yo no viajo con un cargamento de whisky, como Joan Didion.» Cuando la gente le preguntaba qué tipo de escritora era su madre, Sylvia solía explicar que era como Joan Didion, solo que con más hambre, o como Ruth Reichl, pero con un problema de actitud. Aunque esto no se lo contaba a su madre.

El taxi se puso en marcha.

—No, no, no —dijo Franny, inclinándose hacia la mampara de vidrio plastificado—. Gire a la izquierda por aquí y luego otra vez a la izquierda cuando llegue a Central Park West. Queremos ir al aeropuerto, no a Nueva Jersey. Gracias. —Se recostó de nuevo en el asiento—. Hay cada uno... —dijo en voz baja, y ahí se calló.

Nadie dijo nada más durante el resto del trayecto, con la excepción de responder en qué compañía volaban a Madrid.

A Sylvia siempre le gustaba ir al aeropuerto porque significaba recorrer en coche una parte completamente distinta de la ciudad, tan distinto como podía ser del resto de Estados Unidos ese rincón conocido como Hawái. Había viviendas unifamiliares, vallas metálicas, solares abandonados y niños que paseaban por la calle en bicicleta. Al parecer, allí la gente conducía su propio coche, un detalle que a Sylvia le resultaba tremendamente emocionante. Lo de tener coche era algo que solo salía en las películas. Sus padres tenían uno cuando era pequeña, pero acabó convirtiéndose en un viejo trasto y caro de mantener, aparcado siempre en el garaje, por lo que terminaron vendiéndolo siendo ella aún demasiado joven como para apreciar que aquello era un lujo. Ahora, siempre que Franny o Jim hablaban con alguien que vivía en Manhattan y seguía teniendo coche, reaccionaban horrorizados, como quien en una reunión social se ve obligado a soportar los desvaríos de una persona achacada por algún tipo de enfermedad mental.

Jim realizó su ejercicio diario por la Terminal 7. Caminaba, o corría, una hora por las mañanas y no entendía por qué ese día tenía que ser una excepción. Era algo que su hijo y él tenían en común, la necesidad de mover el cuerpo, de sentirse fuertes. Franny y Sylvia, en cambio, se contentaban con gandulear y pasar desapercibidas, con osificarse en el sofá con un libro o con el televisor bramando de fondo. Jim oía incluso el sonido de los músculos de ellas atrofiándose aunque, como por obra de algún milagro, todavía eran capaces de andar, y lo hacían, siempre y cuando estuvieran adecuadamente motivadas. La rutina habitual de Jim lo llevaba a adentrarse en Central Park, hasta el estanque; luego recorría arriba y abajo el lado este del parque y acababa dando un rodeo al embarcadero antes de volver a casa. La terminal no presentaba ni mucho menos ese paisaje, y carecía además de vida salvaje, salvo unas pocas aves confusas que se habían colado sin querer en JFK y habían quedado atrapadas allí para siempre, destinadas a gorjear sobre aviones y desgracias. Jim caminaba con los codos elevados y a paso ligero. Siempre le había sorprendido lo lenta que era la gente en los aeropuertos; era como estar cautivo en un centro comercial, rodeado de culos grandes y niños desquiciados. Vio por allí unas cuantas correas para niños, un detalle que Jim agradeció sinceramente, por mucho que cuando charlaba con Franny sobre el tema se mostrara de acuerdo con ella en que esos inventos eran degradantes. Los padres tiraban de sus hijos para apartarlos del camino de Jim, que continuó con su marcha; pasó por delante del quiosco de Hudson News y del bar, llegó a la tienda de Au Bon Pain y, a partir de allí, dio media vuelta y emprendió camino de regreso. Las cintas transportadoras estaban llenas a rebosar de viajeros con sus equipajes, de modo que Jim decidió caminar en paralelo a ellas y sus largas piernas le ganaron la delantera a las pistas motorizadas.

Jim había estado en España en tres ocasiones: en 1970, cuando terminó el instituto y pasó el verano de gira por Europa con su mejor amigo; en 1977, cuando Franny y él eran recién casados, apenas tenían dinero para el viaje y no comieron más que los mejores bocadillos de jamón del mundo; y luego en 1992, cuando Bobby tenía ocho años y no les quedaba otro remedio que acostarse temprano, razón por la cual pasaron una semana entera sin cenar otra cosa que lo que pedían al servicio de habitaciones, que podía ser tan español como una hamburguesa. Quién sabía cómo se encontrarían España en estos momentos, inmersa como estaba en una situación económica tan delicada como la griega. Jim pasó por delante de la puerta de embarque y vio a Franny y Sylvia sumidas en sus respectivas lecturas, sentadas la una al lado de la otra pero sin hablarse, con ese silencio cómodo que solo se genera entre miembros de una misma familia. A pesar de los muchos motivos que invitaban a no realizar el viaje, Franny y él coincidían en que era buena idea llevarlo a cabo. En otoño, Sylvia estaría en Providence, fumando tabaco de liar con compañeros de su clase de cine francés, tan alejada de sus padres que sería como si viviera en otra galaxia. Su hermano mayor, Bobby, hundido ahora hasta las cejas en el pantanoso mercado inmobiliario de Florida, también lo había hecho. Al principio, las separaciones parecían algo imposible de superar, como si te cortaran un brazo, pero luego todo se ponía en marcha, andaba, aceleraba, y en estos momentos a Jim le costaba incluso recordar cómo era la vida cuando Bobby vivía bajo su mismo techo. Confiaba en que no llegara a pasarle lo mismo con Sylvia, aunque suponía que acabaría sucediendo también, y mucho antes de lo que le gustaría reconocer. Lo que más miedo le daba era que cuando Sylvia se hubiera marchado, y el mundo entero empezara a desmantelarse, ladrillo a ladrillo, el tiempo que habían pasado todos juntos le pareciera una fantasía, la vida cómodamente imperfecta de otra persona.

En Mallorca estarían todos: Franny y él, Sylvia, Bobby y Carmen, esa novia que parecía un albatros, y el querido amigo de Franny, Charles, con su novio, Lawrence. Su marido. Ahora estaban casados, pero Jim olvidaba a menudo ese detalle. Habían alquilado una casa a media hora de Palma a una tal Gemma «no sé qué», una inglesa que Franny apenas conocía y que era amiga de Charles. En las fotografías que Gemma les había enviado por correo electrónico se veía una casa limpia, con mobiliario escaso pero con buena pinta: paredes blancas, piedras extrañas agrupadas de forma decorativa encima de la repisa de la chimenea, sofás de piel. La mujer andaba metida en el mundo del arte, como Charles, y se relajaba recibiendo a desconocidos en su casa siguiendo un patrón inconfundiblemente europeo, lo que facilitaba mucho las cosas. Jim y Fran se habían limitado a mandar un cheque y todo había quedado arreglado: la casa, el jardín, la piscina y un profesor local de español para Sylvia. Charles les había contado que Gemma también habría accedido a dejarles la casa gratis, pero que era mejor así, y todo había resultado un millón de veces más sencillo que los preparativos para los campamentos de verano a los que acudía Sylvia cada año.

Dos semanas eran suficiente, un periodo sólido de por sí. Había transcurrido un mes desde la última jornada de Jim en Gallant y los días habían pasado muy lentamente, cayendo gota a gota como la melaza y adhiriéndose a cualquier superficie disponible, reacios a marcharse. Dos semanas fuera le servirían a Jim para creer que había hecho un cambio y elegido aquella nueva vida de libertad, como hacía tanta gente de su edad. Seguía manteniéndose delgado pese a haber cumplido los sesenta, y su cabello rubio claro permanecía prácti­camente intacto, por fino que fuera. Pero siempre lo había te­nido fino, le decía Franny a veces cuando lo sorprendía tocándoselo frente al espejo. Jim era capaz de correr los mis

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