1.ª edición: mayo 2012
© Mariana Caetano Caetano, 2012
© Ediciones B, S. A., 2012
para el sello Vergara
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Depósito Legal: B.15623-2012
ISBN EPUB: 978-84-9019-114-9
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A mi hijo Ian,
mi pequeño pedazo de cielo en la Tierra
El destino es el que baraja las cartas, pero nosotros somos los que jugamos.
WILLIAM SHAKESPEARE
Contenido
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Londres, 1850
—¡Maldita sea, Haygarth! ¿Has vuelto a perder? —La voz de Miles Parker retumbó como un trueno en todo el salón, causando miradas de desaprobación en el resto de los asistentes.
—Es solo una mala racha —respondió su amigo, agitando un as en su mano derecha—. La próxima será la jugada de mi vida.
—Más te vale, si no quieres que tu padre te mate.
Julian Haygarth le miró fijamente.
—Papá no haría eso. Tiene que dejarle a alguien el título, y Brandon está muerto. Así que...
Una mujer elegantemente vestida y con un prominente escote se acercó a ellos.
—Caballeros —dijo sentándose en el regazo de Julian—. ¿Hay suerte esta noche?
—Me temo que no —contestó Miles, levantándose de la mesa—. Nos vamos a ver obligados a retirarnos.
—Ni hablar —protestó Julian—. No pienso irme.
—Claro que sí. Y lo harás ahora —le espetó Parker, arrastrándole hasta la salida del Hodge’s, su sala de juegos favorita.
—¿Pero qué diablos crees que haces? —gruñó Julian al cerrarse las puertas de entrada tras ellos.
—Salvarte el pellejo. Unos minutos más y te hubieras jugado Haygarth Park.
—Si no fueras mi mejor amigo, te daría una buena paliza por meterte en mis asuntos.
—Vamos Julian, mírate. El futuro marqués de Rockingham, con un prometedor futuro por delante, comportándose como un vulgar vagabundo. ¿Es que no tienes dignidad?
—Déjame en paz —dijo este, bajando las escaleras con dificultad—. Solo quiero disfrutar de mi libertad mientras dure.
—Te acompaño a tu casa. No puedes irte solo en ese estado.
—No. Voy a pasear. Necesito aire fresco.
—Julian...
—Ya me has oído.
Miles vio cómo su amigo se alejaba tambaleándose, y se arrepintió de haberle llevado al Hodge’s esa noche. Pensó en seguirle para asegurarse de que llegaba sano y salvo a casa, pero eso significaría otra bronca. Sabía que era una pérdida de tiempo discutir con un hombre tozudo como él.
Pasadas las dos de la madrugada, Julian entró en el salón de estar de su mansión en Mayfair. Se sirvió una copa de brandy y se dirigió al sillón más cercano. Las palabras de lord Rockingham, su padre, vinieron de nuevo a su mente como una pesadilla:
—Eres un perfecto inútil, Julian. Ahora que Brandon ha muerto no me queda más remedio que poner mis esperanzas en que seas tú quien me suceda. No sé qué le habré hecho al cielo para merecer semejante desgracia.
Él permanecía de pie, inmóvil, sin dar crédito a lo que oía. ¿Tanto le odiaba? ¿Cómo era posible que le soltara eso justamente en el funeral de su hermano?
—Padre, este no es el momento. —No tenía fuerzas para decir nada más.
El marqués hizo una mueca.
—Tu ineptitud nos ha puesto en esta situación. Espero que me recompenses de alguna manera el haberme quitado a mi hijo —le reprochó Craig Haygarth con los ojos rojos de ira contenida, dando un portazo tras de sí al abandonar la estancia.
Julian se llevó la copa a los labios, sorbiendo lentamente su bebida, recordando aquellas palabras llenas de amargura y dirigidas a él como dardos venenosos apuntando a su corazón. El dolor perduraba a pesar de que hubieran transcurrido ya dos años desde la tragedia.
—Futuro prometedor... qué sabrá él... —murmuró para sí antes de quedarse completamente dormido, derramando el brandy sobre la alfombra.
Una luz cegadora le despertó de golpe, provocándole una horrible jaqueca. Aún estaba vestido, y no se encontraba en su habitación. Trató de incorporarse. Gimió al sentir una punzada de dolor en el cuello, haciendo que David, su ayuda de cámara, que trataba de correr las cortinas, se sobresaltara. Se dio cuenta entonces de que había pasado la noche en el sillón de la sala de estar.
—Buenos días, milord. ¿Se encuentra bien?
—Sí, gracias, David. ¿Qué hora es?
—Las diez, señor. ¿Desea que le prepare el baño?
—Sí, por favor.
—Sobre su cita con lord Parker, ¿desea enviar una nota para posponerla?
—¡Oh, Dios, la cita! —exclamó Julian llevándose las manos a la cara—. No, no es necesario. Pide que me preparen el carruaje. Saldré en media hora.
Se levantó con la cabeza aún martilleándole y subió corriendo las escaleras hacia su dormitorio.
Era una mañana soleada, aunque fría. No sabía por qué, pero ese día todas las piedras de la ciudad parecían estar en su camino. El carruaje se tambaleaba cada dos por tres, provocándole así un malestar continuo. Miles le esperaba en la terraza leyendo el periódico, y al verle, preguntó sorprendido:
—¿Te ha pasado una manada de bueyes por encima?
—Buenos días, Miles.
—Para ti no son tan buenos, por lo que veo. ¿Encontraste tu casa, o dormiste en la calle? —dijo, señalando una silla a su lado.
—Muy gracioso. No bebí tanto.
—Porque te saqué de allí. Suerte la tuya.
—Si esperas que te dé las gracias, andas listo. Me surge la oportunidad de recuperar el dinero que perdí, y vas tú y te las das de héroe.
Parker enarcó las cejas, fingiendo estar ofendido:
—No puedo creerlo. Encima que te salvo...
—¿Salvarme de qué?
Miles se puso serio.
—Vamos, Julian, sabes que tengo razón. Si te juegas tu fortuna a las cartas, pronto no te quedará un céntimo. Solo un título vacío. Y tu padre no tolerará esto por más tiempo.
—Al cuerno con mi padre y lo que piense de mí. ¿Qué más da que me tome por un borracho jugador, si ya me ha dejado claro que nunca podré obtener su aprobación en nada de lo que haga?
—Eso no es cierto.
—Aún me culpa por la muerte de Brandon.
—Fue un accidente.
—Me llamó asesino, Miles.
—Le dolió profundamente su pérdida. Fue la desesperación lo que le hizo hablarte de ese modo.
—No le conoces. Él jamás olvida ni perdona un error.
El joven vizconde se apoyó en su respaldo, mirando fijamente a su amigo.
—Conviértete en el hombre que él quiere que seas. Tendrás de nuevo su confianza. Tienes los veintitrés cumplidos. Podrías buscar esposa, para empezar. Una señorita de alta alcurnia que te dé vástagos fuertes y sanos, herederos que continúen el linaje. Seguro que eso le encantaría al marqués.
—¿Has perdido el juicio?, ¿casarme? Definitivamente, no.
—Algún día tendrás que hacerlo.
—Tú lo has dicho. Algún día. Y ese día aún no ha llegado.
Un ligero ruido procedente del interior de la vivienda captó la atención de ambos. Henrietta, la hermana menor de Miles, salió a su encuentro. Ataviada con un vestido azul claro y el cabello recogido en un favorecedor moño hecho con trenzas entrelazadas y adornadas con pequeños lacitos del color de su vestido, se mostraba radiante. Julian, al verla, inclinó la cabeza, admirado por la belleza en la que se había convertido aquella niña que solía visitar Haygarth Park con su hermano años atrás.
—Hola Julian.
—¿Cómo estás, Henrietta? —saludó este besándole la mano.
—Hermosa, como siempre —observó Miles.
—¡Miles!
—Es verdad. ¿O no, Julian?
—Desde luego —afirmó Haygarth, sonriendo a la joven.
—Miles, me voy a hacer unas compras. Estaré fuera toda la mañana. Lady Kennedy me acompaña —dijo Henrietta, poniéndose los guantes.
—Oh, sí, para eso estamos en esta mugrienta ciudad. En cuanto empiece la temporada, veremos cómo exhiben a mi dulce hermanita por los salones de fiestas más lujosos del país, y le llueven escandalosas propuestas de soborno.
Ella le clavó una mirada de indignación.
—Eres incorregible. Espero que tu amistad con Julian te haga cambiar algo.
Parker soltó una sonora carcajada, haciendo que Julian pusiera cara de pocos amigos.
—¿Cambiar?, ¿con este? —bromeó señalando a Haygarth—. Imposible.
Su hermana le dio la espalda y se dirigió a Julian.
—No sé cómo le aguantas.
Y, tras atarse el sombrero, se fue.
—Henrietta tiene toda la razón. No sé cómo te aguanto —aseveró Julian con gesto divertido—. ¿Vais a presentarla en sociedad este año?
—Yo me niego, pero madre insiste.
—Es lo que debe hacerse.
—Sí, ya lo sé, pero solo pensar en esos carcamales babosos ofreciendo indecentes cantidades de dinero para llevársela a sus guaridas, me dan ganas de vomitar.
—No seas tan dramático, hombre. Además, parece que a ella le gusta la idea de entrar a formar parte del mercado matrimonial.
—Eso es porque no conoce a los hombres en absoluto. Van a rifársela, Julian, como si fuese un jarrón o un cuadro. Si pudiera evitarle el trago...
—¿Cómo?
Parker le sonrió con picardía.
—Tú podrías ayudarme. Cásate con ella.
Julian se atragantó con el café que acababa de servirse.
—No puedes estar hablando en serio.
—Totalmente. Sois amigos desde niños; te tiene un gran afecto. No encontrará mejor partido que tú. Sé que la tratarás bien.
—Te recuerdo que ayer me sacaste borracho de un club, Parker.
Miles se frotó la barbilla.
—Sí, pero ese no es el Julian que yo conozco. Estás atravesando un mal momento.
—Que ya dura dos años. No merece a alguien como yo. Encuéntrale un duque o un conde que valga la pena y haz un buen negocio.
—Tú serás marqués.
—Miles...
Parker se envaró.
—Henrietta no está en venta. No la entregaré al mejor postor.
—Entonces no me la ofrezcas a mí. Es como mi hermana. No soy capaz de verla con otros ojos.
—¡No me digas que estás esperando a tu «princesa azul»!
Julian lanzó un suspiro.
—¿Estás seguro de que el que bebió ayer fui yo, Miles? Cada día me preocupas más.
—Estoy más sobrio que un cura. Me pica la curiosidad por saber desde cuándo esa parafernalia absurda del mito del matrimonio por amor te interesa tanto.
—No me interesa el matrimonio, con amor o sin él.
—Hasta que te veas obligado a cumplir con tus obligaciones. Entonces escogerás a cualquier vaca de sangre noble y cargada de pasta.
—Mira que eres bruto, ¿eh?
—Y yo te compadeceré y te acordarás de nuestra conversación de hoy. Terminarás tus días ahogado en una botella de whisky barato, lamentándote por no haber hecho caso a tu amigo del alma.
—Qué futuro tan tenebroso me espera. Pero aún no hemos hablado del tuyo.
—¿El mío? Yo me casaré con una americana. Mandaré todo a tomar viento y me dedicaré a criar caballos al otro lado del Atlántico.
—¿Y qué harás con tu título?
—Renunciaré a él y lo legaré a algún hijo bastardo que tenga por aquí.
Julian rio con ganas.
—Eso si la madre de la criatura no te chantajea para que te cases con ella.
—Eres un aguafiestas, ¿lo sabías?
—Perdona. Soñar no cuesta nada, ¿verdad?
—¿De qué te sirve tener el mundo a tus pies si eres preso de tu propio destino? Soy un desagradecido, lo sé. Pero piénsalo: hagamos lo que hagamos, estamos atrapados. El pobre no duerme porque le suena el estómago, y el rico tampoco porque sus obligaciones lo estrangulan como una maldita cuerda alrededor del cuello. Eso no es vida.
Parker mordisqueó un pastel, y preguntó a continuación:
—¿Cuándo viene tu padre?
—Mañana. Hay unos negocios pendientes que quiere tratar conmigo.
—Perfecto.
—¿Por qué?
—Podrás acompañarme a casa de Richardson. Una pequeña reunión de amigos.
—¿Esta noche?
—Sí. No nos demoraremos demasiado. Unas manos al póquer, un par de copas y a casa.
—De acuerdo. Ahora, si me disculpas —dijo Julian levantándose de su asiento—, debo atender unos asuntos. Nos vemos esta noche.
—Au revoir, amigo. Y ve por la sombra.
Julian subió a su carruaje pensativo. Lord Rockingham volvería al día siguiente, y la tranquilidad que se respiró en la mansión la semana transcurrida durante su ausencia se esfumaría en cuanto hiciera su aparición.
Mark Richardson se paseaba nervioso de un lado a otro por el salón. Esperaba tener una velada tranquila, pero sabía que Oliver Lawson se lo iba a poner difícil. No recordaba ni una sola ocasión en la que el muy cínico no se metiera en algún lío. Y esta vez, por supuesto, no sería diferente. Contando con su presencia allí, el espectáculo estaba asegurado.
Pidió que le trajeran una copa y se dispuso a observar a sus invitados. Algunos de ellos, como lord Lannister, conde de Hereford, estaban enfrascados en una apuesta sin importancia, mientras otros solo bebían y miraban sin atreverse a participar.
Mark soltó un sonoro suspiro. La velada no parecía muy prometedora.
Al ver llegar a su compañero de juergas favorito, salió de su ensimismamiento y corrió a saludarle.
—¡Parker! Pensé que no vendrías.
—Hola Richardson —respondió Miles estrechándole la mano—. ¿Cómo va la partida?
—Aburridísima. Las apuestas están por los suelos.
—Eso es porque en el Hodge’s ya les han desplumado —observó Julian—. ¿Qué tal, Mark?
El joven le estrechó la mano con fuerza.
—Hoy no va a ser tu noche, compañero —le advirtió el conde con gesto de preocupación.
—¿Y eso? —inquirió Miles.
—Lawson está aquí.
Haygarth miró a Richardson de soslayo.
—¿Y se puede saber por qué narices le has invitado? —le susurró Parker, intentando que nadie le oyera—. Ese imbécil es un gallo de pelea. No se queda a gusto si no provoca a alguien.
—Él siempre va a los lugares sin ser invitado. No nos dará problemas. Si lo hace, le echaré.
Julian se apartó de ellos y caminó hacia la mesa donde unos cuantos hombres jugaban la primera mano al póquer de la noche.
—Caballeros —dijo a modo de saludo, sentándose junto a sir Winston Wells, un baronet amigo de su padre.
—Vaya, Haygarth, qué agradable sorpresa.
—Buenas noches, sir Wells.
—¿Cómo está su padre, joven?
—Goza de buena salud, gracias a Dios.
—Eso no es algo que debería alegrarte —bromeó uno del grupo desde el otro lado de la mesa.
Se oyeron risas por todo el salón. Julian levantó la vista. Oliver Lawson le miraba desafiante.
—No tengo tanta prisa por ser marqués como la tienes tú por recuperar todo lo perdido durante tus noches de juerga, Lawson.
Las risas eran ahora más fuertes.
—No es precisamente mi dinero el que ha llenado los bolsillos de la banca del Hodge’s —apuntó Lawson tratando de devolverle el golpe.
—Oh, no, claro. El tuyo se lo llevaron las fulanas de los muelles.
Lawson se levantó de su asiento dispuesto a empezar una trifulca, cuando Richardson, acercándose a ellos, dijo con calma:
—Tengamos la fiesta en paz, ¿de acuerdo?
Los dos hombres se calmaron a intante y continuaron jugando. Julian no apostaba grandes cantidades. Al fin y al cabo era solo un juego entre amigos y estaba lo suficientemente sobrio como para no hacer ninguna tontería. Miles, en cambio, no demostraba poseer tanto sentido común.
—No me puedo creer lo que estoy viendo —le soltó Julian al verle apostar—. ¿Te ha dado por intentar superarme?
—Es solo esta noche.
—¿Va todo bien? Tú nunca apuestas como lo estás haciendo ahora.
Miles miró a su amigo.
—Estoy desesperado por dejar esta ciudad. La temporada comenzará dentro de poco, y me tocará aguantar los interminables bailes, los coqueteos de Henrietta, y las charlas de mi madre para convencerme de que busque esposa.
—Así que es eso. Miles, eres vizconde.
—No lo he olvidado.
—El matrimonio es un negocio, Miles, un negocio como otro cualquiera. Para ambas partes. Pero aún no estás arruinado, y no hay prisa para dar herederos a tu título y propiedades. Así que respira tranquilo. Aún nos quedan unas cuantas bocanadas de aire puro que respirar —afirmó Julian guiñándole un ojo.
—¿Aire puro? En el campo hay aire puro, no en Londres.
—Está bien, lo reconozco. Pero en el campo lo único que tienes son caballos y pasto. La capital al menos proporciona diversión.
—Una diversión que cuesta muy cara.
Julian sonrió.
—Hablando de diversiones... —dijo con tono serio—. ¿Has vuelto a ver a Suzanne?
—No —respondió Parker abatido—. Creo que tiene nuevas «amistades». Ella de verdad me gustaba, Haygarth. Era la única mujer con la que se podía tener una conversación coherente. No como esas cabezas de chorlito vestidas de blanco que andan por los salones de baile deambulando como fantasmas dispuestos a apropiarse de tu alma y llevársela al infierno.
—Comúnmente se las llama debutantes.
Miles miró a su amigo de reojo.
—¿Te hace gracia?
—Vamos, Parker, ¿qué esperabas de una mujer como ella? Es una actriz. Sabías a qué atenerte cuando comenzaste a frecuentarla. No eras el primero, y estaba clarísimo que no ibas a ser el último.
—Tendré que darte la razón a mi pesar.
Una voz conocida les interrumpió. Era Mark. Se había puesto en pie y parecía que iba a anunciar algo. Carraspeó antes de hablar.
—Caballeros —dijo elevando ligeramente el tono—. El fin de semana que viene organizaré una partida de caza en Derby Hall. Cuento con la asistencia de todos ustedes.
—¡Cuenta con ello, Richardson! —se escuchó al fondo de la estancia.
Miles y Julian se miraron un instante. Todos. Incluido Lawson.
—Supongo que nos honrará con su presencia, lord Haygarth —observó sir Wells.
—Bueno, yo...
—No lo creo, sir —intervino Oliver Lawson con una sonrisa irónica—. El futuro marqués posee muy mala puntería.
Julian se puso tenso. Ese patán se refería al accidente de su hermano. Respiró hondo y se mantuvo callado. Miles examinaba el rostro de ambos con detenimiento. Se preparó para lo peor.
—El señor Lawson ha acertado, sir Wells. No podré acudir. Estaré ocupado estos días.
Se dio media vuelta para marcharse, cuando escuchó la réplica de Lawson a su espalda:
—Me dejas más tranquilo, amigo. Así no tendremos que cuidarnos de que alguien nos pegue un tiro.
Se detuvo en seco. Se mordió el labio inferior con fuerza hasta hacerse daño, y susurró:
—No entraré en este juego. No albergo ni la más mínima intención de sucumbir a tus provocaciones. Buenas noches.
—Hombre, siempre queda la hipótesis de que no fuera un accidente —le espetó Oliver, llevándose una copa de vino a los labios.
Todo sucedió en fracciones de segundo. Julian se abalanzó sobre Lawson con furia, y lo tiró al suelo de un puñetazo certero. Miles y algunos más procuraron detenerle, pero su odio era tan grande que se zafaba de cualquier brazo que intentara sujetarle, volviendo de nuevo a enzarzarse en la lucha con el hombre que más detestaba.
—¡Quitadme de encima a este animal! —gritaba su oponente a pleno pulmón.
Todos los asistentes a la velada comenzaron a agruparse alrededor. Entonces Miles exclamó:
—¡Fuera todo el mundo! ¡Esto no es un espectáculo! ¡Por Dios bendito, que alguien me ayude a separarlos!
Lord Hereford, un caballero robusto y tan fuerte como Julian, lo tomó por los brazos y lo arrastró fuera del alcance de Lawson, mientras a este le ayudaban a incorporarse.
—¡Me pagarás caro esta ofensa, maldita bestia! —bramó lleno de ira, limpiándose la sangre de los labios con una mano.
Una vez fuera, el conde trató de tranquilizar a Julian.
—¿Se encuentra bien? —le preguntó con aire preocupado.
En ese momento el joven imaginó que no tendría buen aspecto.
—Lo siento, milord. No pretendía arruinarles la noche a ninguno de ustedes.
—Por mi parte no es necesario que se disculpe. Todos vimos cómo le provocaba. Ese americano sin modales... ¿Puedo preguntarle por qué se tienen tanta aversión?
—En realidad no lo sé. Una vez nos interesó la misma dama...
—Oh, entiendo...
Miles les salió al encuentro.
—¿Estás entero? —le espetó, ignorando la presencia del conde.
—Espero que sí.
—Llévele a casa, lord Parker —propuso lord Hereford—. Allí estará mejor.
—Sí, eso haré. Gracias por su ayuda, milord.
Mientras el conde se alejaba, Miles dijo:
—No sé en qué narices pensabas, pero casi le partes la cara en dos. Y parece que él también ha hecho un buen trabajo.
—¿De verdad estoy tan mal?
—Ahora mismo das miedo. Vamos al carruaje, anda.
Con dificultad Julian pudo acomodarse en el asiento, y al llegar a la mansión, Parker le ayudó a apearse.
—Necesitas curarte esas heridas, compañero —le aconsejó, recordando que lord Rockingham volvía al día siguiente.
—No te preocupes. Me las arreglaré.
—Mañana vendré a verte. Por cierto, Mark te envía sus disculpas.
—No es culpa suya. Ese Lawson es un perfecto idiota, que un día sacará a alguien de sus casillas y aparecerá con un puñal clavado en el pecho en algún callejón.
—No lo dudes. Que descanses, amigo. He ordenado que traigan tu carruaje mañana a primera hora.
—Gracias.
—Buenas noches.
Julian abrió la puerta de sus aposentos y se sentó en la cama. Le dolía la cabeza y todo le daba vueltas. Se tocó el rostro un momento. Cielos... dentro de unas horas tendría un ojo hinchado.
«Me dejas más tranquilo, amigo. Así no tendremos que cuidarnos de que alguien nos pegue un tiro.»
Volvió a sentir ganas de estrangular a Oliver Lawson.
Él no pudo salvarlo. Brandon agonizaba en sus brazos, y sus manos ensangrentadas trataban de tapar la herida mortal del pecho de su hermano. Gritó pidiendo auxilio hasta quedarse afónico, pero de nada sirvió. ¡Maldición! ¡Estaba seguro de que la escopeta de caza no estaba cargada!
Alguien llamaba. Julian se levantó a abrir. Era...
—¿Padre?
Lord Rockingham le observaba desde la penumbra. Llevaba puesta una bata.
—¿Dónde estabas?
—Te esperaba mañana...
—Llegué hace dos horas. ¿Dónde estabas?
—En casa de lord Richardson.
—Veo que te lo has pasado bien. Hablaremos mañana.
Se fue andando por el pasillo, y antes de entrar en su dormitorio, dijo:
—Y límpiate la cara antes de ir a dormir. Pareces un vagabundo.
A las siete y media Julian bajó a desayunar, con el cuerpo totalmente dolorido por lo de la noche anterior. Esperaba encontrar a su padre, pero este solicitó a la doncella que le sirviera el desayuno en su despacho. No le vio hasta las diez, cuando recibió el recado del mayordomo de que el marqués deseaba verle.
—Pasa —oyó su voz grave y ronca al otro lado de la puerta.
Julian entró y tomó asiento.
—¿Y bien? ¿Has hecho algo de provecho mientras he estado fuera?
—Me ocupé de las inversiones que me pediste.
—Así que has sido buen chico, ¿eh?
—Padre...
—¡No me interrumpas! —gruñó Craig Haygarth airado—. ¿Qué me vas a decir? ¿Vas a contarme cómo es que parece que te ha atropellado un carruaje?
—No lo creo necesario. Ya conoces la historia. Eres un excelente investigador.
—¡No me chulees, mocoso insolente! ¡Pues claro que lo sé! ¿Y quién no lo sabe a estas alturas? No haces más que desprestigiar tu apellido con ese ridículo comportamiento tuyo. Además, acaba de llegarme una factura del Hodge’s. ¿Es que pretendes despojarnos de todo antes de que me muera?
—No. Trabajo duro para recibir tu aprobación al menos en algo de lo que haga, mas mis esfuerzos son inútiles. Te devolveré hasta el último centavo que haya gastado. Y respecto a lo de anoche, sí, estuve enfrascado en una pelea. No toleraré que nadie haga burla a la memoria de mi hermano.
El marqués le miró estupefacto. No esperaba esa respuesta.
—Así que fue por Brandon... bien. Pero no te he mandado llamar para discutir contigo ese asunto. Vas a hacer un viaje.
Julian se incorporó en la silla.
—¿Un viaje?
—Sí. Vivirás en el campo una temporada.
Esa revelación fue como una bofetada.
—¿El campo? ¿Por qué?
—Allí no tendrás ese... tipo de distracciones a las cuales estás acostumbrado aquí. Veremos si los verdes prados de Hampshire te rehabilitan.
—No preciso de rehabilitación de ningún tipo.
—Oh, sí. Harás lo que yo te diga. Irás a Hampshire y te quedarás en la casa solariega de tu primo James por tres meses.
—Pero... no voy a serte útil perdido en mitad de la nada.
—Tampoco lo serás aquí expuesto a todos los vicios imaginables. Está decidido. Y como me desobedezcas te juro que te desheredo.
Julian tragó saliva. No le quedaba otra salida.
—¿Y cuándo deseas que parta?
Craig inspiró hondo antes de contestar.
—Mañana.
2
Hampshire
—¡Cógelo! —exclamó Cassandra Doyle a su prima Ada, mientras corrían tratando de alcanzar a un lechón que acababa de escaparse del corral.
Ada trató de acorralar al animal, que pasó bajo sus piernas como una flecha. Al verse incapaz de agarrarlo, se dejó caer al suelo, exhausta.
—Toreada por un cerdo —murmuró para sus adentros.
Cassandra se acercó a ella riendo y se sentó a su lado.
—Un poco de ejercicio nunca viene mal.
—Tú te ríes, pero ese cochino es un sinvergüenza. Es la tercera vez que se escapa.
Oyeron un ruido tras ellas y ambas se volvieron. Y allí estaba él, mirándolas fijamente.
—Nos está desafiando —dijo Ada en voz baja pellizcando a su prima.
De pronto se quedaron inmóviles. Jonathan, el padre de Cassandra, se acercaba por detrás del animal con el sigilo de un gato, haciendo señales a las jóvenes de que se estuvieran lo más quietas posible para no asustar al lechón. Por un momento, ambas dejaron de respirar. Y... ¡zas! El granjero cayó sobre el cerdo con la rapidez de un ave de rapiña, arrancando aplausos y vítores de su sobrina y su hija.
—¡Lo cazaste! —exclamó Ada llena de júbilo.
—Os vi corriendo tras él y vine a echar una mano —explicó el señor Doyle.
—Muchas gracias, papá. Eres el único capaz de atrapar a Theodore —dijo Cassandra abrazando a su padre.
—¿Theodore? —preguntó Ada incrédula—. ¿Es que le has puesto nombre? ¡Cassie, por todos los santos!
—Bueno, vuestro perro tiene un nombre. Theodore es parte de la familia, ¿verdad, papá? —afirmó Cassie mirando a Jonathan, que las miraba con gesto divertido.
—Bueno... lo es, hasta que lo asemos en Navidad.
Ada estalló en carcajadas sin poder contenerse. Su prima arqueó una ceja y le espetó:
—No tiene gracia. Además, te informo de que fue tu hijo quien me dio la idea de ponerle Theodore.
—Así que el responsable final es el pequeño Johnny, ¿humm? Vaya vaya...
—No le regañes, por favor... él me dio el lechón y me hizo jurar sobre su piedra mágica que lo cuidaría.
Jonathan frunció el ceño.
—¿Piedra mágica?
—Sí, tío —intervino Ada—. Es una piedra gris redondeada que encontró en el monte. Su padre la talló para él, haciéndole el dibujo de un mago.
—Ese niño tiene muchos pájaros en la cabeza —afirmó rotundamente el granjero.
—Solo tiene cuatro años, papá —dijo Cassie intentando disculpar a la criatura—. Y teniendo una madre como Ada, ¿qué íbamos a esperar?
Jonathan rio al ver la cara de pocos amigos de su sobrina.
—Te voy a dar una azotaina con el gancho de la chimenea, jovencita —espetó Ada frunciendo el ceño.
—Bueno, muchachas, no peleen —interrumpió el señor Doyle—. Yo me voy a mis quehaceres y a llevar a este bribón de nuevo al corral.
Las jóvenes le vieron alejarse, mientras el cochino se retorcía en sus brazos intentando liberarse. La escena les arrancó una sonrisa de oreja a oreja a ambas.
—Bien, cabecita loca —dijo Ada pasando un brazo por la cintura de su prima y dándole un beso en los cabellos—. ¿Vamos?
—Adelántate tú, prima. Yo tengo que ir a hacer mi visita semanal a los Elliot. La señora Elliot ha vuelto a recaer en ese horrible resfriado que contrajo estas pasadas navidades.
—Pobre mujer. ¿Cuánto tiempo lleva enferma?
—Los últimos dos años. No ha logrado superar la muerte de su hijo Christopher, y eso ha debilitado gravemente su salud.
—Llévale una cesta de manzanas. Vamos un momento a mi casa, te la preparo enseguida.
—De acuerdo. Voy a avisar a papá.
Julian se movía incómodo en su asiento. Tenía el cuerpo dolorido. Durante el viaje se había bajado del carruaje un par de veces, una para estirar las piernas y otra para tomar un refrigerio en una posada. El trayecto era largo, pero no tenía sueño, así que llevó consigo un libro para distraerse. Su progenitor le había condenado a pasar tres largos meses en casa de James, y no le extrañaba en absoluto. Su enfrentamiento con Lawson fue la excusa perfecta para quitárselo de encima. Lord Rockingham y él eran unos desconocidos a pesar de ser padre e hijo, y ahora que el marqués iba a estar una temporada en Londres, era lógico que buscara una manera de verle lo menos posible.
Miles por su parte, se quedó de una pieza al oír la noticia.
—¿Hampshire? —preguntó incrédulo—. Tu padre te odia, sin duda. Mandarte a ver montañas y cabras con lo que te gusta la capital... qué envidia te tengo.
—Eres un cínico incorregible, Parker —replicó Julian, intentando buscarle el lado bueno a su nueva situación.
—Te lo digo en serio, Haygarth. Estarás lejos del bullicio, los vicios y la polución, y encima te perderás la temporada. No tendrás detrás de ti a esos leviatanes babeando por casarte con sus hijas. ¡Te libras por los pelos! ¡Qué suerte tienes, condenado!
Julian rio. Viéndolo así, su amigo tenía razón. La pena era que en esos tres meses no iban a verse.
—Pon en práctica lo que aprendiste en el colegio y haz el favor de escribir —le había advertido, arrancándole un bufido a Miles, que puso los ojos en blanco.
—Sabes que odio escribir cartas. Siempre hablan de muertes, enfermedades o bodas. Y yo huyo de cualquier situación que tenga que ver con esas tres cosas. Pero tratándose de ti, y como sé que mi hermosa letra será el único medio civilizado de comunicación que tengas con el mundo exterior, te haré caso.
Y se despidieron con un fuerte abrazo.
Lo iba a echar de menos.
Se asomó un momento a la ventanilla para inspirar el aire puro del que tanto hablaba el vizconde en sus momentos de nostalgia de la campiña. Una extensión enorme de terreno se abría ante él, poblada de árboles frondosos y florecitas silvestres de todo tipo. El verde intenso de los campos llamó su atención, y contempló embobado el panorama. Miró alrededor. Ni una sola casa. Solo unas cuantas ovejas pastando a lo lejos.
—En medio de la nada —murmuró para sí—. Pero al menos el sitio es bonito.
Solicitó al cochero que fuera más despacio para disfrutar de las vistas. Estiró sus entumecidos y musculosos brazos, y se pasó una mano por su rubia y espesa cabellera. Estaba cansado.
—Necesito una copa —se oyó decir—. Una copa de...
De pronto le pareció ver algo. O mejor dicho, a alguien. Se asomó más a la ventanilla para satisfacer su curiosidad.
—Más despacio, Phillip, por favor —ordenó al cochero.
Ahora distinguía la imagen perfectamente. Una muchacha (de unos diecisiete años, calculó él) caminaba sola por el campo a unos metros del camino de tierra. Se fijó en que tenía una hermosa figura, iba ataviada con un sencillo vestido blanco de algodón raído en el extremo de la falda y sus brillantes cabellos castaños iban sueltos, llegándole hasta la cintura. Portaba una cesta consigo, tapada con una servilleta de cuadros rojos y blancos.
La distancia no le impedía ver bien su rostro. Piel blanca, mínimamente bronceada, nariz fina y delicada y ojos grandes, aunque no distinguía el color. Una belleza.
—Vaya... —murmuró para sí—. Después de todo, quizá este lugar no sea tan tedioso como imaginaba.
La casita de los Elliot estaba situada junto al río, a una milla del pequeño pueblo de Fawley. A pesar de que entre su hogar y el de sus queridos amigos había una distancia considerable y ninguna indicación o un camino que le pudiera guiar, Cassie nunca se perdía. Había recorrido innumerables veces ese lugar, y prácticamente podía llegar a la casa con los ojos vendados. Tenía que cruzar un extenso campo, y en muchas ocasiones solía entretenerse recogiendo flores, con las que luego hacía un ramo improvisado y se lo regalaba a la señora Elliot. Esta siempre le agradecía profundamente sus visitas, sobre todo desde la muerte de su único hijo, y gustosa preparaba unas tartas riquísimas con las manzanas que la joven le llevaba.
El portoncito estaba abierto. Cassie entró en silencio y aspiró el delicioso aroma a canela que venía de la cocina.
—¿Hola? —saludó, esperando recibir respuesta.
—¡Pasa, pasa, niña! —exclamó el señor Elliot al oírla.
Cassie anduvo unos pasos, deteniéndose cerca del huerto donde el señor Elliot cavaba para plantar unas zanahorias.
—Buenas tardes, señor Elliot.
—Hola, pequeña. ¿Cómo está tu padre?
—Bien, gracias. Le envía recuerdos. Mi prima Ada también, junto con estas manzanas —dijo levantando ligeramente la cesta.
—¡Oh, estupendo! Ya sabes que Maggie hace unos pasteles para chuparse los dedos. Agradéceselo a la señora Smith de mi parte.
—Le daré su recado.
—¡Charles! ¿Con quién hablas? —la voz de la señora Elliot se oyó desde el interior de la casa.
—La señorita Cassandra ha venido a vernos, Maggie —contestó él.
Acto seguido la mujer apareció en el umbral de la puerta principal, con un delantal blanco y las manos cubiertas de harina.
—¡Cassie, querida! —exclamó Maggie Elliot haciendo aspavientos, invitándola a entrar—. ¡Pasa, muchacha, no te quedes ahí fuera tostándote al sol con el señor Elliot!
Ambos se miraron, y la joven se dirigió a la entrada de la vivienda.
—Discúlpame que no te salude como es debido —se excusó Maggie—, pero tengo harina hasta en las orejas. Estoy preparando unos bollitos de canela y pasas, que sé que te gustan mucho.
—Oh, señora Elliot, no debía haberse molestado.
—No es molestia, Cassie. Me encanta hacer dulces. De hecho, he preparado una compota de fresas para que se la lleves a tu padre.
—¡Muchas gracias! Le traigo de parte de Ada unas manzanas. Le envía saludos.
Maggie le acercó a Cassie una silla, la invitó a tomar asiento y tomó la cesta, llevándola a la cocina.
—Tu prima y tú como siempre tan generosas —afirmó con una sonrisa en los labios—. Estamos en deuda con vosotros.
—En absoluto, señora Elliot —replicó Cassie negando con la cabeza—. Para nosotros es un placer visitarles.
La anciana le dirigió una mirada cariñosa y preguntó:
—¿Qué tal están los niños de Ada?
—Creciendo y cada vez más traviesos. Evelyn aún es pequeña, solo tiene ocho meses, pero Jonathan... ese sí que es un pillastre.
—Será un joven muy listo el día de mañana.
Charles Elliot entró, dejando su sombrero en el perchero de la entrada.
—¿Y cómo va su resfriado, señora Elliot?
—Mejor, niña, mejor. Ya casi estoy recuperada. Pero ya sabes cómo son estas cosas, una recae cuando menos se lo espera.
—Los achaques de la edad —intervino Charles guiñándole un ojo a la muchacha.
—Somos dos viejos con un pie en la tumba —bromeó su esposa.
Maggie fue a la cocina unos instantes y volvió con una bandeja llena de pasteles de canela recién salidos del horno.
—Esos bollos desprenden un olor fabuloso —observó Charles, a lo que Cassie asintió.
—También he preparado té —respondió la anfitriona, dejando tazas sobre la mesa.
Cassie le ayudó trayendo la leche y el azúcar, y se sentaron los tres a disfrutar de la merienda.
—Por cierto, hoy ha venido a vernos el señor Latimer —dijo Maggie, sirviendo un poco de té a su marido.
—¿Y cómo se encuentra él?
—Bien, bien. Desde que adquirió esa casa solariega a las afueras del pueblo viene por aquí de vez en cuando —explicó Charles—. Es muy amable, de hecho se ofreció a ayudarme a reparar el tejado.
—Siempre tan atento ese caballero. No parece inglés, ¿verdad querido?
—Es americano. De Virginia, creo.
—¿Y reside en Inglaterra? —preguntó Cassie con interés.
—Eso parece. Le gusta mucho nuestra pequeña isla. Dice que somos una cultura interesante. Se dedica al comercio según tengo entendido. Hizo dinero en las Américas y ahora se ha venido aquí. Ha preguntado por ti, señorita Cassandra.
Cassie se sorprendió. Solo había visto a Frank Latimer en dos ocasione