Escondido en el recuerdo

Fragmento

Creditos

1.ª edición: octubre, 2015

© 2015 by Natalia C. Gallego

© Ediciones B, S. A., 2015

Consell de Cent, 425-427 - 08009 Barcelona (España)

www.edicionesb.com

ISBN DIGITAL: 978-84-9069-115-1

Maquetación ebook: Caurina.com

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Contenido

Contenido

Portadilla

Créditos

 

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Epílogo

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Prólogo

Londres, tarde del lunes 6 de julio

Lucas Palmer estaba de pie en mitad de su salón. El sol entraba a raudales por los grandes ventanales, pero, él, lo único que veía eran sombras. Todo a su alrededor era oscuridad y vacío. Giró la cabeza hacia ambos lados intentando memorizar las formas del que había sido su hogar durante los últimos cuatro años. Le resultó difícil reconocerlo, no solo por su visión mermada, sino porque todos sus muebles y pertenencias ya no estaban. Volvía a encontrarse tan desierto como el primer día que se lo dieron, aunque, en este caso, no sentía la adrenalina de un nuevo comienzo; no había nada bueno en esa marcha, sino tristeza. La casa destilaba un halo de derrota que se asemejaba demasiado a la que él mismo emitía. Cerró las manos con fuerza, enfadado por los golpes que la vida le había dado. Se compadeció de sí mismo por todo lo que sabía que había perdido y que nunca recuperaría. Se sentía como un despojo humano, alguien que había sido expulsado del camino que él mismo había trazado. Ahora se encontraba perdido, en un punto muerto, y no tenía forma de volver a ser el que una vez fue.

¿Qué haría a partir de ahora? ¿Cómo podría seguir adelante como cualquier persona normal cuando la vida le había arrebatado su propia esencia?

Estaba claro, no podía.

Se tocó el rostro y, de forma deliberada y con el único fin de herirse a sí mismo, trazó la forma de la herida que cubría la parte derecha de su cara. Sintió la tensión de la piel, la textura más rugosa y menos sensible. Hacía ya meses que el dolor y la quemazón habían desaparecido, pero eso no significaba que las heridas estuvieran curadas; ni mucho menos. Eran profundas y supuraban un odio corrosivo que estaba destrozándolo de forma lenta, y directamente desde su interior.

Un suave golpe fue el único aviso que le indicó que su hermano había vuelto. Desde que John había ido a Londres a ayudarle a empacar sus cosas, hacía un mes, ese sonido había sido su marca de identidad. Cada vez que entraba en una habitación, o simplemente se movía por la casa, daba un par de golpecitos en la pared o en los muebles, lo que fuera con tal de avisarle que se acercaba. Así, pensaba que a él le sería más sencillo acostumbrarse al cambio tan radical que había sufrido, o, quizá, que, de esa forma, no lo asustaría. Lucas no lo sabía, pero una parte de él estaba empezando a detestar ese sonido.

—Ya está, acaban de llevarse el último paquete. Según me han dicho, llegarán a casa de nuestros padres en dos semanas.

—Perfecto.

—También me he ocupado de que todos los muebles lleguen a sus compradores —comentó con un tono cansado. Para él había sido un mes muy duro al tener que cuidar de su hermano y, a la vez, encargarse de toda la mudanza y venta de muebles—. ¿Estás seguro de lo que has hecho? Tenías unos muebles muy buenos, debieron haberte costado mucho.

Así era. Pero no solo habían sido caros, sino que, incluso, algunos de ellos los había pedido por encargo —y otros eran ediciones limitadas—. Si las cosas hubieran ido bien, y su vida no se hubiese hecho pedazos, jamás se habría librado de ellos.

—Eso ya no importa —dijo tanto para sí mismo como para John—. En casa de nuestros padres no hay sitio para ninguno de ellos, y el dinero que hemos sacado me vendrá bien.

—De acuerdo, después de todo, son tus cosas —contestó con tranquilidad, y Lucas se lo imaginó encogiéndose de hombros—. Si ya lo tienes todo, vámonos. Tenemos un par de aviones que coger —comentó con un tono desganado. Había cosas que no cambiaban, y el desagrado de su hermano hacia los aviones era una de ellas.

Lucas cerró su ojo sano durante un segundo, sumiéndose por completo en la oscuridad que, ahora, tanto le aterraba, y emitió un largo suspiro. Un nuevo, y forzado, comienzo lo esperaba; uno que era tan gris y brumoso como su propia visión. Volvió a abrir el ojo y, moviéndose entre las formas difuminadas que ahora representaban todo su mundo, se dirigió hacia su hermano.

Había llegado el momento de coger la maleta y volver a casa.

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Capítulo 1

Martes 7 de julio

Kingston, Ontario (Canadá)

Solo había un sonido que Olivia Sanders adorara más que la buena música, y ese era el que emitían sus herramientas. Le encantaba escuchar el leve rugido que la sierra de calar producía en los tablones de madera o cómo el martillo golpeaba el metal de los clavos…

Para ella, su trabajo como diseñadora y restauradora de muebles era algo vocacional que ocupaba gran parte de su vida. Sabía que mucha gente de su entorno no comprendía qué encontraba de interesante en algo que durante años había sido considerado una tarea de hombres, pero ver como los clientes disfrutaban comprando muebles a los que ella había dado forma —o incluso había conseguido devolverles una utilidad— era todo un orgullo.

—Esto ya está —dijo, dejó la lija en la caja de herramientas y dio un par de pasos hacia atrás para contemplar su obra.

En esa ocasión estaba inmersa en acabar un tocador con un espejo incrustado. Quizás estuviera mal que ella lo dijera, pero estaba quedando perfecto. Su clienta le había pedido que añadiera un dibujo de flores a la parte frontal de los tres cajones, lo cual había aumentado el trabajo de Olivia —aunque también elevó el precio—. Llevaba dos semanas intercalando ese pedido con el resto que tenía en su lista de espera y estaba agotada. Se inclinó sobre el mueble y acarició la superficie de madera, intentando asegurarse que lo había lijado lo bastante como para que no resultara desagradable al tacto. Cuando sintió que todo estaba perfecto, lo limpió de toda la suciedad que la lija había levantado y decidió que había llegado el momento de tomarse un pequeño descanso. Ya solo debía darle un par de capas de barniz, y el mueble estaría listo para ir a casa de su nueva dueña.

Olivia emitió un leve suspiro, sabía que era estúpido por su parte, pero siempre sentía algo de pena al tener que despedirse de sus creaciones. Para ella, eran sus bebés, les dedicaba días y días y, en algunas ocasiones, estaba tentada de quedárselos…, hasta que luego recordaba que necesitaba el dinero para que su tienda siguiera en marcha. Entonces, todas sus dudas desaparecían, y podía despedirse de sus retoños sin ningún problema.

—Luego volveré a acabarte —dijo con cariño a la vez que le daba un par de palmadas al marco del espejo.

Olivia fue hacia la puerta, que había al final del taller, con un marcado bamboleo de cadera producido por una leve cojera. La abrió y se adentró en la tienda contigua. Cuando había comprado el local para formar su negocio, tuvo claro que debía ser lo bastante grande como para que pudiera tener una zona para la tienda y otra para el taller. Había tenido que insonorizar las paredes del taller para que, así, a sus clientes no les molestaran los golpes que ella normalmente producía, pero el gasto extra había valido la pena.

Nada más salir, se encontró con su amiga, Trissa, que limpiaba el mostrador mientras esperaba a que entraran nuevos clientes.

—¿Ya has terminado el tocador?

—Sí. Ya solo queda el barniz y podré decir que ha quedado perfecto —aseguró, orgullosa de sí misma—. ¿Y tú, qué tal? ¿Ha habido buenas ventas?

—Bastantes. A la gente parecen gustarle mucho los nuevos muebles en miniatura que has hecho. Y también las muñecas, esas las adoran.

Olivia asintió, apuntando mentalmente que debería hacer más de ambos productos. Si ahora se habían puesto de moda, lo mejor era que hiciera cuantos más, mejor, mientras la tirada estuviera en alza.

Desde que había estudiado diseño y se había especializado en el de muebles, había tenido una cosa clara: no podría vivir solo de la creación de estos. Por lo menos no en Kingston. Para mantenerse a flote tendría que crear todo tipo de cosas artesanales para que la afluencia de compradores nunca bajara. Por suerte, por ahora, había conseguido que así fuera.

Echó un vistazo a la tienda; no era demasiado grande —consecuencia directa a la división que se había visto obligada a hacer—, pero Trissa le había ayudado a darle un aire acogedor y dulce que conseguía que resultase un lugar agradable. La mayoría de muebles los había hecho Olivia bajo las indicaciones de su amiga —podía tener solo veinticuatro años, pero tenía grandes ideas sobre interiorismo—. Era una pena que no estuviera interesada en estudiar ninguna carrera.

—Te mereces un descanso —le dijo Trissa y le acercó un taburete que había colocado tras el mostrador—. ¿Quieres que te traiga un café? ¿O quizá prefieres algo para comer?

—No quiero nada, y siéntate tú, que yo prefiero estar de pie.

—Pero…

Trissa bajó la mirada hacia la pierna izquierda de Olivia. No tuvo que decir nada, su rostro hablaba por sí mismo. Todo el mundo que la conocía y sabía por lo que había pasado intentaba protegerla. Creían que no podía mantenerse demasiado tiempo de pie o andar más de diez minutos. Era cierto que había muchas cosas que ya no podía hacer como antes, como correr, pero eso no significaba que no pudiera tener una vida normal.

—Nada de peros, estoy perfectamente, ¿entendido? —anunció en un tono ligeramente cortante—. Cambiando de tema, ¿tienes todos los papeles listos para el mercado de Springer Square?

Era el mercadillo más famoso de Kingston. Tenía lugar en el corazón de la ciudad y se llevaba celebrando desde 1801. Era un sitio de encuentro para compradores y vendedores, y Olivia siempre trataba de tener presencia allí, aunque fuera solo durante unas semanas.

—Sí. —Trissa sacó un par de folios de uno de los cajones y se los tendió para que echara un vistazo—. Aquí tienes los certificados y el lugar en donde estará tu puesto.

Olivia hojeó los papeles, leyendo un poco por encima toda la información para así asegurarse que todo estaba bien.

—También me han dado ya las fechas; estaremos tres semanas, del 21 de julio al 11 de agosto. Nos han tocado unas fechas muy buenas; si tenemos suerte, podríamos aumentar las ventas que hicimos el año pasado.

«Eso sería maravilloso, aunque imposible», pensó Olivia.

En realidad, no podía quejarse porque todo le iba muy bien; a la gente le gustaba lo que hacía, y eso le permitía continuar trabajando en lo que adoraba. Se conformaba con vender la mitad del material que llevara.

—No pidamos más de lo que podamos abarcar —dijo, apartó la atención de los papeles y la centró en el rostro un tanto aniñado de su amiga—. Aunque debemos prepararnos, todavía quedan dos semanas para el 21 de julio, y debo encontrar una persona que me acompañe o se haga cargo del stand mientras nosotras estemos trabajando.

—¿Has pensado en alguien? —Olivia negó con la cabeza, un tanto abatida—. Pero… ¿y la mujer que se hizo cargo el año pasado? Parecía agradable.

—Y lo era. Hubiera sido perfecta si no fuera porque la pillé robando.

Trissa hizo dos movimientos seguidos; primero abrió la boca, y después frunció el ceño en un gesto hostil que amedrentaría al más valiente. Podía tener un aspecto dulce e inocente con su cabello rubio y rizado y sus ojos azules, pero lo cierto era que poseía un temperamento temible.

—¡¿Que nos robó?! ¡Dame ahora mismo su dirección! —anunció haciendo que sus nudillos sonaran con un crujido un tanto desagradable—. Voy a ir a verla y decirle un par de cosas. Ya veremos si, después de hablar conmigo, sigue teniendo las manos tan largas.

—No es necesario…

—¿Que no es necesario? ¡Por supuesto que lo es! —gritó un tanto fuera de sí—. Has puesto toda tu alma y dedicación en esta empresa, y no voy a permitir que nadie se atreva a pisotearte.

Olivia estuvo tentada de recordarle que ella era la más joven de las dos y que si, en algún caso, alguna tuviera que interpretar el papel de matón, sería ella misma, pero se mantuvo en silencio. En parte le agradaba que su amiga tratara de protegerla. Tenía veintiocho años y estaba completamente sola. Y aunque no lo admitiera en voz alta, en más de una ocasión echaba en falta tener a alguien a su lado —ya fuera una pareja o a su familia— para que le echara una mano cuando las cosas se torcían.

Colocó las manos sobre los hombros de Trissa en un intento por calmarla antes que hiciera alguna locura.

—Ya tuve una larga conversación con ella en su momento. Y, antes que me preguntes, me devolvió el dinero que se había llevado.

«O, al menos, eso creo», pensó.

Esa mujer le había asegurado, una y otra vez, que no volvería a hacerlo y que le pagaría todo lo que se había llevado, pero Olivia no era tonta y, sin saber exactamente cuánto le había robado, no podía asegurar si no faltaba nada.

—Está bien, pero esta vez déjame a mí elegir quién va a ayudarnos. Yo tengo mejor ojo para la gente.

Olivia enrojeció, un tanto avergonzada.

Lo cierto era que no se le daba demasiado bien calar a las personas. Confiaba demasiado rápido en los demás y nunca creía que podían tratar de hacerle daño. Como era lógico, en un gran porcentaje de los casos, se equivocaba. Por desgracia, no era capaz de cambiar esa parte de su carácter; por muchos desengaños que se llevaba, siempre terminaba viendo el lado bueno de las personas —incluso de aquellas que casi no tenían ninguno—.

El sonido de la puerta al abrirse captó la atención de ambas mujeres, las cuales levantaron la vista y la centraron en el nuevo cliente. Olivia sonrió al encontrarse con Paul Harley, un cliente recurrente que, casualmente, todos los días se escapaba un rato del trabajo y pasaba por allí para saludarlas. No era tonta y desde el primer día había tenido claro cuáles eran las intenciones del hombre: ligar con Trissa. Por desgracia para él, ella no parecía dispuesta a ponerle las cosas fáciles.

Olivia le echó una mirada apreciativa. Se fijó en su traje de etiqueta, en su cabello castaño y en la forma que tenía de andar, que denotaba una firme seguridad en sí mismo. Olivia sabía que trabajaba en unas oficinas cerca de donde ellas estaban, pero nunca le había preguntado qué hacía, aunque solo con verlo una se daba cuenta que era una persona que estaba acostumbrada al mando. Otra cosa que quedaba clara nada más posar los ojos en él era que le gustaba el deporte físico. No tenía una musculatura exagerada, pero sí lo bastante marcada como para que se insinuara debajo de la chaqueta del traje.

Era, sin lugar a dudas, un hombre atractivo.

—Hola, ¿qué tal va todo por aquí?

—Bastante tranquilo —mencionó Trissa antes de coger de nuevo el trapo y empezar a limpiar el mostrador como si le fuera la vida en ello.

Olivia deseó darle un codazo a su amiga para que levantara la cabeza. Él había ido hasta la tienda para verla, pero ella lo estaba ignorando de forma descarada y un tanto insultante. Paul no pareció preocuparse porque lo hiciera y continuó hablando, y mirándola, con una sonrisa en los labios, como si ese tipo de desplantes fueran algo habitual.

Sin apartar los ojos de Trissa, preguntó:

—¿Tienes una lista de espera muy larga, Olivia?

—Bastante, pero ya sabes que nunca digo que no a un nuevo encargo. —Aunque eso significara que fuera a perder horas de sueño—. ¿Qué es lo que necesitarías?

—Una cama de matrimonio.

A la respuesta de Paul le siguió un golpe en el cristal del mostrador. Incómoda, Olivia echó un vistazo por el rabillo del ojo para ver como el tesón con el que Trissa limpiaba había aumentado. En realidad, lo había hecho tanto que, si no tenía cuidado, podría llegar a romper el cristal. Continuó hablando como si nada en un intento porque Paul no se percatara de la reacción de su amiga.

—Eso me llevará algo de tiempo, además, tendría que ir a medir a tu casa y, ahora, con la apertura del stand para el mercado, no creo que vaya a poder —sopesó mientras se acariciaba la barbilla—. Aunque podría pasarme después de haber cerrado la tienda, es un poco tarde, pero, si no te molesta, yo no tengo ningún problema.

Paul se metió las manos en el pantalón e hizo un gesto juguetón con la nariz. Vestido con ese traje gris daba la impresión de ser alguien estirado y un tanto duro, pero sus gestos, y su sonrisa sesgada, lo delataban. En ese hombre no había nada desagradable, o frío, todo era amabilidad —y, por supuesto, seducción—.

—Sé todo el trabajo que tienes y no deseo incomodarte. —Hizo una pausa en la que intentó dar a entender que estaba pensando seriamente cuál sería la solución para su problema—. Quizá sea una locura, pero ¿y si, en lugar de venir tú, se acerca Trissa a tomar las medidas? Así tú puedes descansar, y no te doy más problemas.

—Eso no puede ser —contestó, tajante, Trissa—. Yo nunca voy a tomar medidas, eso es algo que debe hacer personalmente Olivia para que no haya ningún error en la pieza.

Otro se hubiera rendido tras escuchar esa contestación, pero él no; Paul, simplemente, se encogió de hombros y siguió intentándolo.

—Puedes hacer una excepción esta vez —apuntó con amabilidad—, después de todo, tu jefa va a tener unas semanas repletas de trabajo y necesitará de tu ayuda.

Trissa soltó el trapo y, por primera vez, levantó la cabeza y le dedicó una mirada incendiaria que asustaría al más valiente.

—¿Acaso estás insinuando que no hago nada?

—No, solo estoy diciendo que no te costaría acercarte a mi casa a tomar las medidas.

Olivia se mordió el labio inferior a la espera de la respuesta de su amiga. No quería meterse en medio de una discusión que, claramente, iba más allá del simple encargo de un mueble, pero no podía dejar que las cosas se desmadraran demasiado. Trissa inspiraba de forma pesada, como si cada nueva respiración le costara más que la anterior. Estaba claro que, si fuera por ella, ya lo habría echado de la tienda, increpándole por todo lo que le hubiera hecho, pero, por respeto a Olivia —o por miedo a que pudiera enfadarse—, mantenía la compostura como buenamente podía.

—No, no me costaría nada —admitió a regañadientes—, pero no es así como trabajamos.

—Siempre podéis cambiar un poco las normas por un viejo conocido.

Era como ver un duelo entre dos aves rapaces, una más joven y temperamental, y otra, algo más mayor y más tranquila y lista. La primera dejaba que la furia la dominara, mientras que la otra, de una forma más paciente y con gestos estudiados, agredía a su oponente en donde sabía que era más vulnerable. No hacía falta ser muy inteligente para saber quién de los dos iba a ganar.

—Está bien, iré a tomar las condenadas medidas —rezongó Trissa con un ligero mohín en los labios.

—Perfecto. —Paul sacó una tarjeta y la dejó sobre el mostrador—. Este es mi número de la oficina. Llámame mañana, y quedamos para acordar el día y la hora —anunció antes de darse la vuelta para marcharse.

—¡Espera! Tienes que darnos tu dirección para que Trissa pueda acercarse a tu casa.

—Tranquila, ella ya sabe cómo llegar, ¿verdad?

La aludida chasqueó la lengua, convirtiendo ese sonido en su única respuesta. Paul emitió una ligera carcajada y desapareció por la puerta, dejando tras de sí un olor fresco a colonia y after shave y un «adiós» que más que el final de algo daba la impresión de ser el comienzo.

Olivia se quedó allí de pie sin saber qué hacer. Por un lado, no le parecía bien volver a encerrarse en el taller sin haber hablado con su amiga y, al mismo tiempo, no sabía qué podía decirle. Pero la pregunta era: ¿cómo la abordaba? Porque, según el genio que tenía, no quería ni imaginarse qué le haría si no le gustaba lo que estaba a punto de decirle.

—Esto… Trissa…

—¡¿Qué?!

«Te recuerdo que soy tu jefa, y esa no es forma de hablarme», pensó, pero mantuvo la boca cerrada y no hizo ningún comentario al respecto. En esos momentos, a su amiga le daba igual quién fuera, lo único que le importaba era el agravio que, para ella, Paul le había hecho.

—¿Desde cuándo sabes dónde vive?

Esa no era la mejor pregunta que podría haberle hecho, pero lo cierto era que se trataba de la que más curiosidad le daba. Paul llevaba meses yendo a la tienda a hacerles visitas constantes, y, en todas ellas, Trissa había intentado ignorarlo. Había sido agradable con él, incluso, en algunas ocasiones, casi podría decir que habían coqueteado, pero en ninguna de ellas había visto que le diera su número de teléfono o aceptara tener una cita con él.

—¿Eso es lo único que te preocupa? —inquirió usando cada palabra como si fuera un cuchillo—. ¿Y por qué no has dicho nada, eh? ¡Tendrías que haberme respaldado! —Olivia abrió la boca para responder, pero su amiga levantó una mano y la silenció—. No digas nada, ya es demasiado tarde. Ahora tendré que ir a su casa para tomar medidas en su dormitorio, y que así pueda tener una maravillosa cama de matrimonio para meter en ella a quién quiera.

Olivia formó una o con la boca, empezaba a comprender qué era lo que estaba pasando. Al parecer, ella no había sido demasiado receptiva, y esos dos tenían una historia más profunda de lo que suponía.

—¡Y no hay forma de limpiar este condenado cristal!

Decidiendo que lo mejor que podía hacer era darle su espacio y que así pudiera calmarse por sí misma, Olivia se despidió y se introdujo de nuevo en el taller para continuar trabajando en sus muebles. Se acercó hasta sus herramientas y, con una media sonrisa en los labios, dijo:

—Por una vez, me alegra que vosotras seáis lo más masculino que haya en mi vida.

Se mentiría a sí misma si dijera que no le encantaría tener a alguien a su lado con el que mantener una relación seria, pero tenía demasiado trabajo encima como para ponerse a buscar a un posible candidato. Además, tampoco tenía tiempo, ni ganas, de introducirse en la eterna espiral de citas inagotables y de explicaciones que siempre llevaban al mismo punto: que la dejaran plantada. Se tocó la pierna izquierda, rozándose el muslo en una tierna caricia. No, se había acabado el tener que ver la compasión reflejada en los ojos de otra persona. Por ahora, se encontraba bien tal y como estaba. No necesitaba a nadie más.

Cogió un martillo y empezó a trabajar, olvidándose de todo lo demás.

*****

5 horas más tarde

Para Lucas, el viaje en avión había resultado largo y agotador, no ya solo por las más de siete horas de vuelo, sino por la escala que se habían visto obligados a hacer en Toronto. Nunca le habían gustado demasiado los aeropuertos. Odiaba el trajín que suponía hacer un nuevo viaje, el tener que asegurarse que no perdía de vista su equipaje de mano, o que la compañía que había elegido en esa ocasión no decidiera que resultaría divertido que perdiera la maleta. Resultaba paradójico que le gustara conocer otras ciudades, o países, cuando renegaba tanto de los aeropuertos, pero así era como se sentía.

Emitió un suspiro de cansancio y apoyó la frente contra el frío cristal de la ventanilla del coche. Iban de camino a la casa de sus padres, y John conducía con la tranquilidad de alguien que siente que está volviendo a donde pertenece. Silbaba una canción que no supo reconocer y había perdido ya toda la tensión que antes cargaba sobre sus hombros. Él, en cambio, seguía acongojado. Se veía a sí mismo como un pajarillo que volvía a la jaula de la que una vez logró escapar. Así no era como deseaba volver a casa. No como un inválido, no como alguien a quien le habían arrebatado la posibilidad de vivir cumpliendo su sueño.

Sabía cuáles serían las reacciones de sus padres. Por un lado, su madre, Margareth, lo miraría, con aquellos inmensos ojos verdes cargados de compasión, y le diría: «Todo está bien, cariño. Ya verás como, poco a poco, las cosas mejoran».

Por su parte, su padre, Richard, con su rostro taciturno y mucho más escueto de palabras, simplemente le aseguraría que se encargaría de encontrarle un trabajo. Para ellos, con eso estaría todo arreglado. Se olvidarían de la cicatriz que devoraba una parte de su rostro, o de cómo uno de sus ojos había quedado completamente inútil y el otro no era capaz de suplir la falta de su compañero. Ellos encontrarían el lado positivo de la situación, ya que se sentían felices solo con tenerlo a su lado.

Notó un vacío en el estómago y unas ganas terribles de llorar.

Él no podía ser como ellos. Era incapaz de ver nada bueno dentro de todo el desastre en que se había convertido su vida. Lo único que podía hacer era compadecerse de su situación y, en las noches en que la pena se convertía en algo inaguantable que le desgarraba por dentro, desear que todo hubiera acabado ese fatídico día. Si no podía ser quien siempre había sido, si esto era todo lo que la vida le depararía, quizá hubiera sido mejor haber desaparecido por completo.

Se acarició el puente de la nariz con la mano derecha, intentando evaporar esos pensamientos y la presión que empezaba a sentir en la cabeza, y echó un vistazo al exterior. El sol ya casi había descendido por completo; el crepúsculo bañaba el cielo con un tono anaranjado que hacía que las sombras de los coches se alargaran y parecieran perderse en la línea infinita del horizonte. Estaban cruzando el puente de La Salle, el cual pasaba justo por encima del río Cataraqui, y el tránsito de coches todavía no era muy elevado. Lucas recordó las miles de veces que había hecho ese mismo recorrido cuando era un adolescente, cómo había ido con sus amigos de Pittsburg —una zona más bien rural y centrada en la agricultura— al centro de Kingston. Por un momento se vio a sí mismo bromeando y riendo, creyendo que la vida siempre le sonreiría y que podría hacer lo que quisiera con ella.

Qué estúpido había sido.

—Ya queda poco para que lleguemos a casa, ¿qué tal vas?

Esa pregunta inocente significó, para Lucas, un puñetazo en el estómago. Si todo estuviera bien, si él no hubiera quedado marcado, su hermano mayor jamás le habría preguntado algo así. No, él le habría gastado alguna broma y, como era costumbre en ellos, habrían pasado el trayecto peleando por sus equipos de béisbol favoritos. Ahora, todo en lo que podía pensar John, era en no decir o hacer nada que pudiera molestarlo. Se movía a su alrededor como si él estuviera hecho de cristal y en cualquier momento pudiera llegar a quebrarse. Poco sabía ya que no quedaba en él nada más que quebrar.

—Estoy perfectamente —mintió. Hacía mucho que no sabía qué era estar bien.

John apretó un segundo el volante, aceptando la mentira e intentando no ahondar más en ella.

—Tengo unas ganas locas de llegar a casa, comer una de las chuletas de mamá y tumbarme en el sofá con tres kilos de más —comentó, intentando crear la semilla para una conversación distendida.

—¿No vas a volver a casa con Barbara?

—No. Ya la llamé en el aeropuerto y le he dicho que iba de camino a casa de mis padres, ella irá para allá. Seguramente, llegará antes que nosotros.

Lucas asintió, o al menos eso creyó. No le apetecía ver a Barbara, no tenía nada en contra de la esposa de su hermano, pero no quería más atenciones de las que ya le esperaban.

—Vamos a pasárnoslo genial, ya lo verás.

Las mentiras siempre habían sido una asignatura pendiente para John. Desde pequeño había intentado llevarlas a cabo con soltura, pero, por mucho que lo había intentado y practicado, sus nervios siempre lo delataban en el peor momento. Nunca sería capaz de mirar a los ojos a alguien y mentirle con descaro. Esa honestidad impuesta por su cuerpo lo convertía en una persona incapaz de apaciguar el dolor de alguien con otra cosa que no fuera la pura verdad.

Lucas volvió a centrar su atención en el exterior e intentó probarse a sí mismo; ver hasta qué punto su ojo izquierdo era capaz de distinguir los objetos que lo rodeaban. Este había sido un ejercicio que lo sacó de quicio cuando debía hacerlo en la rehabilitación y veía como nunca conseguía todo lo que él quería.

«Jamás volverás a ver como lo hacías antes», le había dicho el médico, cuando cerraba las manos por la frustración, cada vez que se tropezaba con algo al andar o no era capaz de coger ni tan siquiera un vaso de agua porque no lograba calcular bien la distancia en donde se encontraba —o peor, porque su ojo le fallaba y empezaba a ver borroso—.

Y a pesar de lo mal que lo había pasado haciendo esos ejercicios, después de duros meses trabajando, se había acostumbrado a forzar la vista y a retarse a sí mismo.

«Enfoca un punto y concéntrate en él».

Recordó las palabras del doctor e intentó hacer lo que le había dicho. Todo su mundo se convirtió en un juego de luces rojizas que danzaba de forma aleatoria sobre los objetos en los que se posaba. Las farolas se estilizaban, alargándose en dirección al techo a la vez que sus sombras se hundían más y más en el asfalto. Los coches no eran más que líneas de colores que se unían unas a otras, mezclándose en un arco iris que le dañaba la retina. Lucas tuvo deseos de gritar, de llorar hasta que todo el dolor que cargaba se hubiera desintegrado por completo, pero no hizo nada. Se mordió el labio inferior y cerró el parpado, sumiéndose en una completa oscuridad y, por enésima vez, se preguntó si esa oscuridad sería su futuro.

¿Llegaría el día en el que perdería la vista por completo? Si eso ocurría, ¿qué haría? ¿Cómo se despediría del mundo que lo rodeaba y seguiría hacia adelante? No se veía capaz de hacerlo. Era un cobarde.

Se mantuvo en silencio, con el ojo sano cerrado y el otro tapado por un parche, a la espera de que llegaran a su destino y su hermano detuviera el coche. Poco a poco, notó como el suave asfalto daba paso a unas carreteras empedradas y supo que ya estaban cerca de su destino. Estaba en casa y, aun así, sentía como si la palabra hogar no pudiera definir ese lugar nunca más; como si él ya hubiera perdido su sitio y tuviera que hacerse a la idea que jamás lo recuperaría.

—Vamos, dormilón, ya hemos llegado —le dijo John a la vez que posaba su mano sobre su hombro y lo movía un poco.

Lucas no lo sacó de su error, simplemente, abrió el ojo y miró hacia delante. Como había supuesto, la casa no había cambiado nada; seguía teniendo ese aspecto digno que siempre la había definido. Su fachada blanca seguía tan cuidada como el primer día, y las luces, cálidas y tenues, que traspasaban los cristales de la primera planta, resultaban tan acogedoras como le habían parecido cuando lo recibían tras volver de la escuela.

La imagen de su hermano y él, cuando solo eran unos críos, inundó su mente. De pequeños, los dos habían recorrido los alrededores de la casa constantemente. Habían jugado entre los árboles y por el terreno empedrado, inventándose mil travesuras.

Todo era idéntico a como lo dejó cuando se fue a la universidad, excepto él.

John salió del vehículo antes que él, deseando introducirse en el calor del hogar. Por su parte, Lucas se hizo de rogar. Tuvo que inspirar varias veces y aunar fuerzas para abrir la puerta y posar los pies sobre el suelo empedrado. Cerró tras de sí y echó un vistazo a la camioneta de su padre, la cual estaba aparcada a escasos metros de ellos. Richard había usado ese trasto desde que tenía memoria. Según le había contado cuando era un niño, ese fue el primer coche que había podido costearse nada más hacerse cargo de la pequeña empresa de construcción de su padre, y para él era como un viejo compañero que había estado con él en los peores momentos.

«¿Cómo voy a encontrar mi lugar aquí cuando es como si hubiera viajado atrás en el tiempo?».

Su hermano se acercó a él, arrastraba las dos maletas y cargaba con la mochila al hombro. Por quinta vez en ese largo día, Lucas intentó coger sus cosas, pero de nuevo John se lo impidió haciendo todo el trabajo duro.

«Esto es para lo que sirvo ahora», pensó con amargura. «Solo soy un tullido al que deben cuidar porque no puede hacerse cargo de sí mismo».

—Tengo un hambre voraz. Como mamá me deje, estoy dispuesto a repetir, si puedo, hasta tres veces.

Él, en cambio, tendría suerte si conseguía acabar con el primer plato.

Siguió a su hermano hasta la puerta principal, subió los tres escalones y esperó a que sus padres respondieran al timbre. La puerta se abrió en cuanto el último timbrazo desapareció en el aire. Las bisagras emitieron un ligero quejido, y el rostro de Barbara apareció en el umbral. La mujer de John era como una muñeca, su piel era de porcelana, y sus ojos, ligeramente alargados, le conferían un aspecto gatuno que pegaba con su carácter. Su cabello, de un negro azabache, caía en una cascada de largos rizos sobre su espalda. Era una mujer menuda y atractiva, alguien que, desde que John se la presentó —el verano tras su primer año de universidad—, había logrado que este, quien nunca se había interesado en las relaciones estables, se sintiera pletórico por tener una con ella.

—¡Por fin habéis llegado! —los saludó con una sonrisa brillante—. Pasad, que la cena ya está lista.

Se apartó para que pudieran entrar. En cuanto John pasó, lo primero que hizo fue dejar las maletas y la mochila contra la pared y encerrar a su mujer en un abrazo. La levantó del suelo varios centímetros y le dio un fuerte, y apasionado, beso en los labios. Lucas vio como ella se dejaba hacer, contenta porque su marido estuviera tan eufórico por volver a verla. Cuando se separaron, Barbara tenía las mejillas encendidas y, mirándolo de reojo, le dio un golpe juguetón a John en el brazo.

—¡Bájame! No es momento de juegos —intentó que su comentario sonara reprobatorio, pero lo cierto era que se notaba lo feliz que se sentía por estar de nuevo con él.

—No —dijo John sin ningún pudor antes de volver al ataque y darle un beso en el cuello—. Tengo que ponerme al día contigo después de tanto tiempo fuera.

—¡Para! ¡Me estás haciendo cosquillas!

Ella se removió entre sus brazos, intentó alejarse de él antes que las atenciones de su marido consiguieran volverla loca. John pareció comprender que necesitaba algo de espacio porque la dejó sobre el suelo y dio un par de pasos hacia atrás, tratando de parecer más inocente de lo que era. Lucas vio cómo su cuñada ponía los brazos en jarras y se disponía a increpar a su marido. A pesar de que su tono de voz fue alto, no llegó a entender qué le dijo; estaba demasiado enfrascado en sus pensamientos como para que la voz de Barbara llegara hasta él. Se sentía sucio y asqueroso, un ser vil y rastrero, por envidiar a su hermano, la vida que este tenía. Cuando a él todo le iba bien y se encontraba cumpliendo su sueño de ser un afamado fotógrafo en Londres, siempre había creído que John se había equivocado al volver, tras acabar sus estudios universitarios, a Kingston. No comprendía por qué había decidido asentarse en una pequeña casa cerca de donde vivían sus padres, le había pedido matrimonio a Barbara y había decidido trabajar en la construcción con Richard. Siempre pensó que se había conformado con algo demasiado sencillo, que por lo menos podría haber intentado luchar por un sueño mayor, pero ahora daría cualquier cosa por tener lo que él poseía. Ya no le quedaba nada. Su vida de sueños se había venido abajo; tenía treinta años y lo mucho que había luchado por hacerse un hueco en el mundo de la fotografía, ahora, ya no valía de nada.

Jamás podría hacer una fotografía de nuevo.

Pero lo que era peor, tampoco tendría una relación de complicidad como la que tenía John con su mujer. Antes tenía un rostro interesante, apuesto incluso, que se amoldaba al resto de su cuerpo musculoso y formado gracias a horas de gimnasio. Ahora, todo lo que tenía era una cicatriz que le cubría toda la parte derecha del rostro y que incapacitaba a la gente a mirarlo con deseo. El anhelo que antes había visto reflejado en los ojos de las mujeres con las que ligaba había sido sustituido por la repulsión, la compasión o una mezcla de ambas. Desde la primera vez que se había mirado al espejo —cuando consiguió despertar tras horas de anestesia— supo que nadie sería capaz de mirarlo a la cara y decirle «te quiero».

¿Quién podría hacerlo si ni tan siquiera él mismo conseguía ver su reflejo sin sentir asco?

—¿Qué tal ha ido el viaje, Lucas?

La pregunta de Barbara, y el tono amable de su voz, lo sacó de sus pensamientos y lo devolvió a la realidad del momento. Estaba en casa, con su familia, en el único sitio que le quedaba.

—Ha estado bien —contestó, escueto.

Ella esbozó una sonrisa un tanto tirante que le dio a entender a Lucas que ya no sabía cómo hablar con él. Esa cicatriz lo había cambiado, no solo físicamente, y, ahora, todo el mundo caminaba de puntillas a su alrededor por miedo a decir o hacer algo que pudiera molestarlo. Eran cuidadosos, demasiado. A esa sonrisa se sumaron las miradas huidizas, esas que trataban por todos los medios de permanecer el menor tiempo posible en su rostro, como si, al evitarlo, fueran a conseguir que él olvidara la marca que surcaba su piel. A veces sentía unos deseos ardientes de gritarles que lo miraran, que observaran en qué se había convertido y dejaran de intentar minimizar los daños. No había forma de hacerlo.

Como salida de una silenciosa invocación, Margareth apareció. Llevaba puesto un delantal de flores, de los muchos que poseía, y un moño tenso recogía su cabello blanco. Su rostro estaba surcado de arrugas, pero su sonrisa seguía siendo tan pura y dulce como la de un niño pequeño.

—¡Chicos! —exclamó, se acercó a ellos y encerró en un abrazo asfixiante primero a John y después a él—. ¿Qué tal todo? No habéis tenido ningún contratiempo en el viaje, ¿no?

—No, todo ha ido perfecto —le aseguró John.

—Bien, eso está muy bien.

Margareth levantó la vista hacia Lucas y posó sus manos sobre sus anchos hombros. Lo miró a la cara durante un minuto antes de recorrerlo con la mirada de arriba abajo para asegurarse de que estaba bien.

—Todo va a ir bien a partir de ahora, cariño.

Lucas sabía que ella decía eso en un intento por proporcionarle algo de paz y sosiego, pero lo cierto era que había conseguido justo lo contrario: había agrandado más su herida. Para ellos no era más que un cervatillo moribundo al que tenían que curar y proteger para que no volviera a hacerse daño nunca más.

«Pero eso es imposible», se dijo con pena. «Nadie puede proteger a alguien del sufrimiento. No sin arrebatarle la libertad».

—Vamos a cenar, que vuestro padre ya habrá terminado de poner la mesa.

Los cuatro se adentraron en la puerta que quedaba a su derecha —por la que momentos antes había salido Margareth— y que pertenecía a la cocina. A diferencia de otras casas de la zona, la cocina de los Palmer era el lugar más importante de toda la casa. Tan grande como dos salones unidos, era un sitio donde se mezclaban los olores de la comida recién hecha y el aroma a limpio, el cual denotaba lo mucho que Margareth se preocupaba porque la cocina siempre fuera un lugar agradable.

El espacio se dividía en dos; a la izquierda se encontraba la zona de los fogones, armarios, una ancha isla y el frigorífico de dos puertas; a la derecha estaba la mesa del comedor donde se sentaban a disfrutar de sus copiosas comidas.

Richard estaba ligeramente inclinado sobre la mesa, cortando una barra de pan en trozos idénticos para que nadie tuviera que molestarse en hacerlo por su cuenta. Él le había visto hacer lo mismo durante años, a pesar de que su madre odiaba esa costumbre y siempre le recriminaba que así le llenaba el mantel de migas. Él se disculpaba y prometía recogerlas luego —cosa que hacía—, pero al día siguiente volvía a cortar el pan en el mismo sitio.

—¡¿Cuántas veces tengo que decirte que no cortes el pan ahí, Richard?! —exclamó Margareth, yendo hacia su marido con la furia de un vendaval.

—¡Argh, lo siento, Margareth! Esta será la última vez.

—¡Eso me dices siempre! Y en cuanto me doy la vuelta, vuelves a hacerlo. Mira —arguyó y señaló las migas que ya empezaban a danzar por la mesa—, ya está todo perdido y ni siquiera hemos empezado a cenar.

—Está bien, está bien, no te enfades. Luego lo recogeré.

Lucas esbozó una sonrisa cansada y un tanto triste.

Cuando tu vida daba un giro drástico y todo quedaba patas arriba, siempre había un instante en el que pensabas que el resto de personas también habían sentido el cambio. Que si la Tierra se había detenido, para luego dar un brinco y cambiar su eje, alguien más lo debía haber notado. Al menos eso era lo que él había creído, pero se había equivocado.

Nadie había notado los cambios.

La vida de los demás seguía igual, de la misma forma que la de él no se había visto influida por los bruscos cambios que sufrían las de otras personas. Comprendía que para sus padres tampoco había sido fácil, había sido testigo de su sufrimiento, pero también sabía que, en el fondo, él era el único que no encontraba ningún motivo para continuar comportándose como antes. Para encontrar un equilibrio entre la cotidianidad del día a día y el dolor de las heridas que supuraban en su interior.

En cuanto Richard terminó con lo que estaba haciendo, levantó la vista, y sus ojos azules se cruzaron con los de su hijo menor. Lucas percibió un escalofrío, el mismo que de pequeño había sentido cada vez que su padre lo pillaba en alguna travesura. Richard no era una persona violenta, pero sí era alguien serio a quien le gustaba el orden. Quería a sus hijos, pero, debido a su carácter un tanto distante, le costaba expresarlo debidamente. A pesar de todo, para Lucas, su padre siempre había sido una figura a la que imitar, alguien a quien respetaba y del que deseaba que se sintiera orgulloso de él. Durante años lo había conseguido —quizá su padre no entendía del todo el trabajo que tenía, pero estaba contento porque pudiera salir adelante haciendo lo que amaba—, pero, tras el incendio, sentía que había perdido todo ese respeto. Había estallado como una burbuja de jabón y dudaba que en algún momento fuera a volver a reconstruirse.

—Ya lo has traído.

No dijo un «hola» ni un «¿qué tal estás?». Ni tan siquiera le preguntó directamente a él, solo se dirigió a John como si lo que hubiera traído a casa fuera comida y no una persona.

—Sí, ya estamos todos juntos. Ahora vamos a comer algo o es posible que me desmaye aquí mismo de inanición.

La broma exagerada de John debería haber relajado el ambiente, pero, aunque Barbara y Margareth emitieron una risa suave, Lucas no se dejó engañar: esa no iba a ser una cena tranquila.

Sin más que decir, los cinco ocuparon sus sitios a la mesa y se dispusieron a disfrutar de la comida que había preparado Margareth. Lucas vio pasar ante sí boles de puré de patatas, judías, chuletas y zanahorias. Se echó un poco de todo, no porque tuviera hambre, sino porque no deseaba que su madre, quien observaba todas las porciones que descansaban en su plato con ojo crítico, decidiera que también debía regular la comida que ingiriera. Durante un rato, todo fue bien, la conversación fluyó hacia temas tranquilos, cosas poco interesantes que le permitieron mantenerse en silencio, pero, como había supuesto, la tranquilidad no duró demasiado tiempo.

—¿Qué es lo que tienes pensado hacer, Lucas?

La pregunta cayó sobre él como un jarro de agua fría. ¿Qué tenía pensado hacer? Lo cierto era que nada. Se sentía perdido, desamparado, y no tenía ni idea de qué hacer para cambiar esa horrible desazón que había echado raíces en su pecho. Dejó los cubiertos sobre el plato y miró a su padre, justo enfrente suyo al otro lado de la mesa, en busca de la respuesta que él no tenía. Al no encontrarla, respondió con lo único que podía:

—No lo sé.

Esperaba que el hombre le gritara, que le azuzara para que empezara a moverse e hiciera algo con su vida, pero no lo hizo. Aceptó su contestación como si eso fuera lo que estaba esperando; como si fuera lo único que podría haberle dicho.

—Bien, pues entonces trabajarás para mí. Me ayudarás con las chapuzas menores. Y poco a poco te iré enseñando cómo funciona el negocio para que tu hermano y tú podáis encargaros de él.

No fue una orden, pero estuvo a punto de serlo. Lucas respetaba el trabajo de su padre, pero no era eso lo que deseaba hacer con su vida.

—No creo que eso sea para él, cariño —terció Margareth, visiblemente inquieta. Por su actitud, estaba claro que esta no era la primera vez que tenían esa conversación—. Ahora, lo que necesita es descansar un poco, ya nos ocuparemos sobre dónde trabajará dentro de unos meses…

—No, esto es algo que es mejor hacer cuanto antes. Se lo tomará con calma y aprenderá desde cero —sentenció y volvió su atención a su hijo menor—. Irás al ritmo que necesites, pero empezarás en cuanto te hayas instalado.

—Papá, quizá sea un poco apresurado. Dale algo de tiempo para que se adapte…

—¿A qué debe adaptarse, John? Creo que ya ha quedado claro que nunca más podrá trabajar como fotógrafo, ahora debe encontrar otra cosa a la que dedicarse. De esa forma dejará de pensar en otras cosas.

El poco tacto de su padre abrió otra brecha en el muro que había erigido para protegerse del mundo. Lo que decía era cierto; debía despertar del letargo en el que se había sumido y aceptar que su vida nunca sería como antes, pero no podía. No era capaz de dar el paso y decir adiós a todo lo que había sido, a todo lo que sentía que todavía seguía siendo.

Las palabras de Richard provocaron un profundo silencio; ahora, todos los ojos estaban fijos en él a la espera de una respuesta. De un grito, de un asentimiento… de cualquier cosa, pero no había nada que pudiera decir. Ningún argumento que pudiera hacer para que, milagrosamente, las cosas volvieran a como estaban antes.

Sin apetito, y derrotado, alejó la silla de la mesa y se levantó. En otro tiempo, su madre le habría lanzado una mirada fulminante y lo habría obligado a permanecer en su asiento hasta que todos hubieran terminado. Esta vez lo dejó marchar, como si supiera que obligarlo a permanecer allí fuera una tortura.

—¿Dónde vas? —inquirió Richard.

—A dar un paseo.

—¿No puedes esperar hasta que terminemos de cenar? Así John podría acompañarte.

Lucas sintió deseos de reír, de soltar una carcajada amarga que agriara todavía más el ambiente. No lo comprendía. No lograba entrever cómo sería posible que él trabajara para su padre cuando este tenía miedo que saliera solo a dar un simple paseo.

—No. Necesito estar solo.

—Pero…

Lucas detuvo la respuesta de Richard con una mirada de reproche, la primera que le dedicaba desde que estaba allí.

—Por una vez —comenzó, regulando su voz para que la frustración no hiciera que comenzara a rechinar los dientes—, quiero estar solo. Pensar y moverme por mi cuenta sin que nadie esté detrás de mí vigilando que no dé ningún traspié. ¿Acaso estoy pidiendo demasiado?

Ninguno de ellos dijo nada, solo bajaron la mirada y se sonrojaron. Lucas no esperó a más, salió de la cocina y se precipitó al exterior de la casa con el ansia de alguien que lleva siglos encerrado. La oscuridad le dio la bienvenida, lo abrazó con su manto de frialdad y lo arrulló con el viento como a un hijo perdido.

—Este es mi lugar —se dijo.

A esto era a lo que debía acostumbrarse, a ser uno con las sombras; al vacío. A no ser nada y a esperar. A que, si todavía quedaba algo de esperanza en él, esta hiciera su trabajo y le brindara un nuevo giro en su vida. Uno que le trajera un comienzo del que pudiera sentirse orgulloso.

*****

Olivia había salido demasiado tarde de la tienda.

A veces le pasaba, se quedaba terminando alguno de los pedidos después que Trissa se hubiera marchado —y cerrado la tienda a los clientes—, y las horas se le volvían minutos. Cuando se colocaba ante un pedazo de madera que todavía no tenía forma y comenzaba a moldearlo, perdía la noción del tiempo. Sus manos trabajaban solas, volaban de un lado a otro en busca del ángulo perfecto, del golpe certero que conseguiría transformar esa madera, fría y sin alma, en algo precioso. Algo que consiguiera hacer feliz a otras personas.

Cuando despertaba de esa ensoñación, ya agotada de horas de trabajo sin descanso, recogía todo y se marchaba antes que los deseos de terminar fueran tan fuertes que tuviera que rendirse a ellos. Y eso era lo que había hecho; había ordenado y limpiado el taller, había cogido el coche y se había marchado a casa. Esa noche se sentía más cansada de lo habitual y, por si eso no fuera poco, la prótesis de la pierna le molestaba especialmente. Todo eso contribuyó a que aumentara la velocidad más de lo estipulado —llegando casi al límite que su coche, reformado especialmente para ella, podía alcanzar—. Normalmente, Olivia no era una conductora temeraria, principalmente porque, debido a su minusvalía, no quería tentar a la suerte e ir demasiado rápido. Pero en esa ocasión el cansancio estaba actuando por ella y le gritaba para que llegara a casa cuanto antes.

No estuvo segura de cuánto tiempo tardó en hacer el trayecto del centro de Kingston a Pittsburg, pero estaba convencida que había sido en un tiempo record.

«Deberías sentirte avergonzada por lo que has hecho», se dijo, pero en realidad no lo estaba. No por lo menos cuando ya estaba tan cerca de casa. Como última medida para hacer callar las censuras de su conciencia aminoró la velocidad.

A pesar de la oscuridad que reinaba a su alrededor, y contra la que los faros no tenían nada que hacer, Olivia conducía sin ninguna preocupación. Llevaba años haciendo ese trayecto; se había acostumbrado a conducir con escasa luz y en condiciones desfavorables. Ese era su territorio, allí podía hacer cualquier cosa.

—Ahí está la casa de los Palmer, cinco minutos más y veré la mía.

Para llegar antes, tenía que cruzar una parte de la propiedad de sus vecinos y así coger una carretera —si es que a ese camino empedrado se le podía llamar carretera— que la llevaba hasta su hogar. Por suerte, ellos jamás se habían negado a permitirle el paso —una práctica bastante habitual entre algunos de los vecinos—. No sabía si era porque la conocían desde que era una cría o porque habían sido amigos de sus padres, pero siempre la trataban con infinito cariño, lo cual le hacía la vida mucho más fácil.

Olivia estaba acostumbrada al silencio que reinaba en la noche, al reflejo de las luces del interior de esa casa hogareña y a pasar de largo para buscar la soledad de su hogar. Nunca se lo confesaría a sus vecinos, pero había ocasiones en las que se detenía con el coche, a una distancia prudencial, para observar su casa. No hacía nada, solo se quedaba ahí y recordaba cuando su hogar había tenido tanta vida como ese. Esos años en los que siempre había una luz cuando ella llegaba a casa y alguien que le preguntaba «¿cómo te ha ido hoy el día?» y aguantaba sus quejas o alegrías.

Solo fue un segundo el que Olivia apartó la vista del frente, pero fue tiempo suficiente para que, cuando volvió a posarla allí, se encontrara con una nueva figura. Una sombra que se movía hacia delante con pasos pesados y los hombros caídos. Asustada, al ver que, como no hiciera algo, acabaría chocando contra él, Olivia tiró de la palanca del freno y rezó para que el coche reaccionara a tiempo. Movida por los nervios, emitió un grito y cerró los ojos.

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Capítulo 2

Lucas intentaba alargar su paseo todo lo que podía.

No quería volver a casa de sus padres y tener que enfrentarse de nuevo a Richard. Estaba convencido de que su padre no iba a dar por zanjado el tema y querría continuar con él en cuanto lo viera.

«¿Qué más puede querer decirme? Ya está todo dicho. Por mucho que ese trabajo no me guste, es lo único que me queda. La única salida que tengo».

La idea lo deprimía y hacía que se sintiera todavía peor consigo mismo, pero, aun así, no dejó de andar. Bajó la cabeza y continuó arrastrando los pies contra el suelo empedrado. Durante varios minutos, lo único que se podía escuchar era el sonido lastimero de sus pisadas, ese caminar derrotado que ya se había convertido en su marca personal. Se acostumbró a ese ruido, lo aceptó como otra parte más de él, hasta que otro, más fuerte, se abrió paso en la noche. Lucas no levantó la cabeza, siguió caminando como si nada, y esa fue su equivocación. Cuando el rasgar de la tierra se convirtió en una reverberación que hacía que el suelo vibrara ligeramente, Lucas decidió que era el momento justo para prestarle un poco de atención a lo que ocurría a su alrededor y elevó la mirada.

Era demasiado tarde.

Un coche iba directo hacia él. Los faros le dieron justo en el ojo bueno, cegándolo más de lo que estaba. Su instinto de supervivencia le gritaba para que se echara a un lado y se apartara de la trayectoria de ese vehículo, pero no lo hizo. Por mucho que su cerebro le gritaba para que hiciera algo, sus músculos se habían quedado congelados. Daba igual lo que intentara, las decenas de órdenes que les mandara, sus piernas no se movían.

Esperó por el impacto. Antes que llegara a golpearlo, el coche dio un volantazo y se detuvo a unos metros de él. Lucas inspiró con holgura, sintiendo cómo los latidos de su corazón, los cuales hasta no hacía más de dos segundos habían tenido la misma fuerza que un tambor, se relajaban y le permitían pensar con tranquilidad.

¿De quién era ese coche? Y más importante, ¿qué hacía a esas horas en la propiedad de sus padres?

El miedo por ser atropellado dio paso a la adrenalina y el temor porque estuvieran a punto de agredirles o robarles. Mientras había vivido en Pittsburg, su familia nunca había tenido problemas de intrusos ni robos, pero eso era algo que podía cambiar en cualquier momento. Cerró las manos en dos tensos puños y se acercó al coche. Podía ser cierto que, momentos antes, hubiera sido incapaz de encontrar la fuerza suficiente como para dar un solo paso, pero ahora las cosas iban a ser diferentes. No permitiría que su familia corriera ningún peligro. Si para protegerles tenía que hacer una locura, entonces que así fuera.

«Ve con calma», se dijo. «Durante años has practicado boxeo, sabes pelear, aunque nunca te hayas metido en peleas. Tranquilo, no va a pasar nada».

Por mucho que se lo repitió, según se iba acercando, en cuanto vio cómo la puerta del conductor se abría, sintió un aguijonazo de terror en la boca del estómago. Echó los hombros hacia atrás y se preparó para quien fuera a salir de ahí. Una parte de él esperó ver salir a un hombre alto y de espaldas anchas, alguien capaz de tumbarlo con un simple puñetazo, pero lo que se encontró lo sorprendió más que cualquier otra cosa.

—¡Oh, Dios mío! ¡¿Está bien?! —gritó una mujer que se acercaba a él con un bamboleo de caderas consecuencia de una cojera.

Una mujer. No era más que una mujer vestida con unos vaqueros un tanto anchos y una camiseta de cuadros de manga corta. Lucas se la quedó mirando sin saber qué decir; su actitud, y la preocupación que veía reflejada en su rostro, dejaba claro que no había ido allí a robarles. La mujer llegó hasta él con el aliento atascado entre los labios y lo miró de arriba abajo, buscando alguna herida o golpe que estuviera visible.

—Lo siento muchísimo —le aseguró, con esos ojos grandes que, aunque Lucas no pudo distinguir bien qué color tenían, hablaban por sí mismos—. Estaba distraída y no conseguí verte hasta que casi te tenía encima. Dime, ¿te he dado en algún lado? Si te duele algo, solo dímelo y ahora mismo nos vamos al hospital.

—Yo… no…

—Da igual, no digas nada, sube al coche y vamos a que te hagan un chequeo rápido. No me quedaré tranquila hasta saber que no tienes ninguna herida.

Lucas no lograba seguir la diatriba de esa mujer o los constantes movimientos de sus manos, solo podía mirarle los labios, hipnotizado. Se quedó callado y la dejó hablar hasta que sintió su mano sobre el brazo y tiró de él para que se fuera con ella.

—No, espera un momento.

Ella se detuvo, se giró y de nuevo le dedicó una mirada cargada de miedo.

—¿Qué pasa? ¿No puedes andar? —Bajó la cabeza para mirarle las piernas, y Lucas sintió cómo un ramalazo de vergüenza le estallaba en la cara. Sin ser consciente del malestar que le estaba produciendo su escrutinio, la mujer continuó estudiándolo con detenimiento—. No parece que tus piernas estén en mal estado, ni tan siquiera parece que te he rozado…

—Es que no lo has hecho.

—¿Cómo?

—Que no me has golpeado —dijo con un tono un tanto hostil—. Eso es lo que llevo intentando decir desde que has salido.

Tan asustada había estado Olivia, que ni siquiera había reparado en que en ningún momento su coche impactó contra nada. En cuanto esas palabras hicieron mella en su cerebro, volvió a respirar con normalidad. No había pasado nada, simplemente había sido un gran susto —uno que recordaría durante semanas, o meses—. Una parte de ella sintió deseos de llorar de pura felicidad e incluso estuvo tentada de dejarse llevar y darle un abrazo a ese hombre —algo que, siendo un desconocido y tras lo que había pasado no solo sería un error, sino también una falta de respeto—. Intentando darle algo de espacio a ese hombre, dio un par de pasos hacia atrás y lo observó con mayor detenimiento. La poca luz que emitía su coche, y la que salía de casa de los Palmer, no era lo bastante intensa como para que pudiera verlo bien, pero sí suficiente como para que pudiera distinguir su color de pelo, tan oscuro como un cielo sin estrellas, la ropa que llevaba puesta o la gran marca que desfiguraba toda la parte derecha de su rostro. Una persona educada habría apartado la mirada nada más ver esa quemadura, pero Olivia no pudo. Sus ojos quedaron anclados a esa cara, a la extraña conjunción que hacían el lado atractivo —ese que todavía se mantenía intacto, con la piel tersa y bonita— y el deformado.

«Es como si fueran dos personas en una».

Ese pensamiento trajo a su cerebro otro: la certeza de que conocía a ese hombre. Era difícil estar segura con solo medio rostro sano, pero exudaba un halo de familiaridad que no sabía bien cómo catalogar.

—¿Pasa algo? —inquirió el hombre con un tono despectivo y un tanto desagradable.

—No, lo siento, solo estaba mirando tu…

Olivia se calló abruptamente, sin querer admitir que había estado observando su herida, pero no hizo falta que lo hiciera. Él era lo bastante listo como para percatarse de lo que ocurría.

—¿Cicatriz? —Ella asintió levemente—. ¿Te parece interesante o quizás te atrae por lo espantosa que es? Dime, ¿quieres que me acerque un poco más para que así puedas ver bien lo horrenda que es?

Olivia no sabía qué responder ante tanta hostilidad. Ese hombre estaba tan tenso como un junco, se le marcaban los músculos a través de la camisa, creando formas abultadas que resultaban amedrentadoras para un desconocido.

—No, no quiero nada de eso.

Él le dedicó una sonrisa sesgada cargada de pena y acritud. Por un momento, Olivia se vio reflejada a sí misma en el rostro de ese hombre. Conocía ese sentimiento de pérdida y rabia; ese rencor contra todo el mundo también había sido su compañero durante muchos meses. Ese hombre no había perdido una pierna como le pasó a ella, pero la marca en su rostro debía haber sido un duro golpe para él.

Lo escuchó suspirar y negar con la cabeza, como si estuviera manteniendo una lucha interna agotadora. Cuando volvió a hablar, su voz había perdido toda hostilidad y solo le quedaba un tono amargo que a Olivia le puso la carne de gallina.

—No sé quién eres ni qué haces en casa de mis padres, pero será mejor que subas a tu coche y te vayas por donde has venido.

Lucas se estaba comportando como un energúmeno con esa mujer, pero su forma de mirarlo lo estaba poniendo nervioso. La mayoría de las personas apartaban la vista tras unos segundos, rehuyendo su realidad como quien huye de la súplica de un mendigo, pero ella no. Esa mujer lo miraba con asombro, sí, pero sin temor. Lucas estaba seguro que le resultaba desagradable —incluso a sí mismo le costaba observar su reflejo en el cristal—, pero, aun así, mantenía sus ojos fijos en él.

«Valiente. Esta mujer es más valiente de lo que yo seré jamás».

—¿Has dicho tus padres? ¿Los Palmer son tus padres? —inquirió. Lucas asintió, confundido porque los conociera. Frunció el ceño tratando de buscar en su memoria quién podía ser esa mujer. Ella enarcó una ceja y ladeó

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