El código Aretusa (Criptonomicón 3)

Fragmento

Creditos

Título original: Cryptonomicon

Traducción: Pedro Jorge Romero

1.ª edición: mayo, 2015

© 2015 by Neal Stephenson

© Ediciones B, S. A., 2015

Consell de Cent, 425-427 - 08009 Barcelona (España)

www.edicionesb.com

Depósito Legal: B 14383-2015

ISBN DIGITAL: 978-84-9069-130-4

Diseño de colección: Ignacio Ballesteros

Maquetación ebook: Caurina.com

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Contenido

Contenido

Portadilla

Créditos

 

Presentación

Origen

Gólgota

Seattle

Roca

El mayor número de cigarrillos

Navidad 1944

Pulso

Buda

Pontifex

Glory

El primario

Diluvio

Detención

La batalla de Manila

Cautiverio

Seducción

Buen juicio

Caída

Metis

Esclavos

Aretusa

El sótano

Akihabara

Proyecto X

Números pseudoaleatorios

En tierra

Goto-sama

R.I.P.

Regreso

Ganchos

Cayuse

La Cámara Negra

Pasaje

Liquidez

Apéndice

El autor

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Presentación

Para no verme obligado a repetir casi todo lo que ya dije en la introducción a la primera y a la segunda de las tres partes de este sin par CRIPTONOMICÓN, por una vez y sin que sirva de precedente voy a recurrir a palabras ajenas.

El haber publicado el libro en tres volúmenes permite que antes de la aparición del tercero existan ya, incluso en España, reseñas críticas del mismo. Como sea que Luis Fonseca ha leído ya las tres partes del libro y ha glosado brillantemente el carácter excepcional de esta obra, me parece de lo más adecuado traer aquí su comentario crítico aparecido en EL ARCHIVO DE NESSUS.

EL ARCHIVO DE NESSUS es un entrañable rincón de la web que se presenta, con excesiva modestia, como «una web de libros». Incluye muchas más cosas que la reseña de CRIPTONOMICÓN, y a la red les remito (http://www.archivode nessus.com). Pero, por si no disponen de ADSL o no están en horas de tarifa plana, aquí tienen el texto con el que Luis Fonseca comenta este irrepetible libro de Neal Stephenson, tras valorarlo con las cinco estrellas que son la calificación máxima que se puede otorgar a una obra en EL ARCHIVO DE NESSUS.

Muy comentado en los corrillos de la cf, Cryptonomicon es, como dijo John Updike de la novela Todo un hombre de Tom Wolfe, «un libro que desafía a no leerlo». No pierdo el tiempo en decir que al respecto recomiendo el enfoque de Oscar Wilde, según el cual la mejor forma de combatir una tentación es sucumbir ante ella.

Llegados a este punto este servidor lamenta haber sido generoso con los adjetivos a lo largo de su «carrera» como reseñador. Aunque tampoco hay que rasgarse las vestiduras. Por un lado, cuando uno reseñaba en el pasado no podía imaginarse que Stephenson llegara a escribir algo como esto, y por otro lado, Cryptonomicon escapa a la adjetivación más común. Así pues, agotados o inadecuados los adjetivos, me limitaré a endosarle sólo uno: este libro es sencillamente inconmensurable, y no lo digo sólo por su dilatadísma extensión.

Desde luego, entre los diferentes aspectos que cabe mencionar de este libro se encuentra el de su extensión: no puede acusarse a su autor de ir al grano. Más de novecientas páginas en versión original (un buen pellizco más en castellano, de forma que se ha publicado por entregas) hacen de cualquier libro un libro objetivamente largo, aunque en descargo del presente éste rara vez lo parece.

Volviendo a la ciencia ficción, difícilmente podríamos encuadrar Cryptonomicon en este género. Arriesgando un segundo calificativo lo describiría como «mainstream asimilado». Asimilado con gusto por la comunidad de la ciencia ficción, sin duda, en recompensa por los servicios prestados por la corta, pero intensa obra de Stephenson (Zodiac, La era del diamante y, especialmente, Snow Crash).

El apelativo de «mainstream», sin embargo, quizá no haga justicia a esta novela, ya que su autor, en evidente estado de gracia, lejos de participar de ninguna corriente va camino de constituir una especie aparte con un único ejemplar. No en vano su forma de novelar deja a los escritores habituales de best sellers a la altura de esforzados escribanos y, tras leer este libro, la posibilidad de que uno se eche a la cara una trama más rica y más compleja es menor que la de encontrar agua en el desierto con la ayuda de dos palitos.

Por supuesto, huelga decir que es difícil hacer un resumen completo de esa trama sin recurrir a la escritura de un libro mediano, así que simplemente diré que en esta novela se reúnen (como poco) dos libros en uno, la trama de uno ellos anterior a la del otro, aunque relacionados por el parentesco de determinados personajes. Las dos historias se van a desarrollar bastante independientemente, salvo por pequeños puntos de encuentro dosificados como las pistas de un crimen.

En la primera asistimos a los esfuerzos de personajes reales e imaginarios del bando aliado para romper los códigos secretos del Eje durante la Segunda Guerra Mundial, lo que trae como consecuencia el levantar la liebre de un suculento e inusitado botín en las Filipinas. La caza del tesoro va a ser la finalidad última, aunque no la primera, de una segunda trama más actual, plagada de unos personajes con los que hoy en día nos toparíamos más frecuentemente si no se hubiera desinflado la burbuja.com. Auténtica Nueva Economía.

El libro es tan largo y su autor tan bueno que hay espacio suficiente para que Stephenson salpique la novela con abundantes digresiones de la trama. Algunas de ellas dan lugar a escenas antológicas, como el ataque de Pearl Harbor o el reparto de la herencia familiar. Otras son auténticas travesuras literarias, como los párrafos dedicados a describir cómo deben comerse los cereales con leche, o la escenificación científica de la relación entre lo salido que se encuentra un personaje dado y su rendimiento intelectual rompiendo códigos.

Hay, por último, un tercer tipo de digresiones que en este libro alcanza la categoría de obra maestra, y que configura la aviesa o traviesa, pero muy eficaz, forma de hacer divulgación científica de Stephenson, con un sabroso uso del lenguaje y con conocimientos de este amplio campo. De este tipo de digresiones también pueden extraerse innumerables ejemplos, como el uso de la cadena y de los piñones de la bicicleta de... Alan Turing (pionero de las ‘matemáticas’ de los ordenadores) para mostrar un determinado tipo de código secreto, o la bienhallada y tácita equiparación del funcionamiento de un órgano y el de una memoria electrónica.

Pero lo mejor de todo es que ese espíritu impregna buena parte del libro y así, miga a miga, Stephenson va repartiendo por su trama esos lugares comunes del saber científico y tecnológico, y a la vez marcando el camino que va de la inteligencia del autor a la del lector informado. Definitivamente, si uno está en este tipo de onda, le va a parecer que este libro está escrito para él y le hará alcanzar el nirvana (o «nerdvana» en el original).

Ese inusitado sustento neuronal no es lo único de lo que uno disfruta a lo largo de la lectura de este libro. El sentido del humor, en su variante inteligente y hasta mordaz, es otro aspecto del que está generosamente dotado. Esta forma de humor emparenta directamente con su último libro publicado entre nosotros, Snow Crash.

Menos pirotécnico, pero igual de vívido y adrenalítico, Cryptonomicon también tiene otras cosas en común con la anterior obra. Por ejemplo, en ambos libros Stephenson reflexiona sobre determinados mitos antiguos y los pone en relación con aspectos de la sociedad moderna, lo que a este hábil autor le confiere además la categoría de ente pensante. En Snow Crash los mitos eran sumerios y se les sacaba punta desde el punto de vista de nuestra sociedad de la información y la comunicación. En Cryptonomicon los mitos son griegos, en concreto la dualidad/rivalidad entre Ares y Atenea (particular diosa protecnológica en la interpretación de Stephenson), y se ve traducida en nuestros días como las particulares tareas que determinada gente ha de hacer para que las guerras las ganen los «buenos», santa y tecnológicamente hablando.

En definitiva, si es que puede ponerse punto y final a la descripción de un libro de esta naturaleza, Cryptonomicon de Stephenson es como una de esas grandes y raras gotas de ámbar con infinidad de bichos dentro: diferentes historias vitales puestas en relación por un envoltorio mágico, brillante, pegajoso y atenazador. Naturaleza, en aquel caso, o narrativa, en éste, hecha piedra preciosa.

LUIS FONSECA

Y nada más, les remito a lo ya dicho en mis presentaciones a los anteriores volúmenes, aunque, ante la remota posibilidad de algún lector que haya llegado precisamente al CRIPTONOMICÓN con este tercer volumen, sí parece necesario volver a comentar aquí algún aspecto de nuestra edición.

El original estadounidense se publicó en 1999 en un sólo volumen, algo que parece que en Europa no resulta conveniente cuando se obtienen libros de más de mil páginas. El editor francés, por ejemplo, decidió cortar el libro en tres partes (precisamente en las páginas 320 y 620 del original) e inventar títulos parciales: «El código Enigma», «La red Kinakuta» y «Gólgota» que se ofrecieron con varios meses de diferencia al público lector (octubre 2000, abril 2001 y septiembre 2001).

Ante la escasa conveniencia de que nuestra edición fuera en un único volumen, hemos decidido seguir el ejemplo francés y repetir lo que ya hiciéramos en el lejano 1990 con CYTEEN de C.J. Cherryh, presentada en tres volúmenes (números 30, 31 y 32 de NOVA). Para «cortar» CRIPTONOMICÓN hemos utilizado el mismo criterio que el editor francés (páginas 320 y 620 de las 918 del original estadounidense), pero hemos optado por otros subtítulos para cada parte. Creo que nuestra solución refleja mucho más claramente el tema criptográfico que anuncia el título original Cryptonomicon. Por eso, siguiendo la sugerencia del esforzado y brillante traductor, el físico e informático Pedro Jorge Romero, hemos utilizado como subtítulos diversos códigos de los varios que aparecen en la novela. Así, en España, los títulos completos serán: CRIPTONOMICÓN I: EL CÓDIGO ENIGMA (NOVA ciencia ficción, número 148, marzo de 2002), CRIPTONOMICÓN II: EL CÓDIGO PONTIFEX (NOVA ciencia ficción, número 151, mayo de 2002), CRIPTONOMICÓN III: EL CÓDIGO ARETUSA (NOVA ciencia ficción, número 153, junio de 2002).

Y nada más. Sólo constatar que, incluso en este mundo actual con tan exagerado predominio de lo audiovisual, sigue siendo una verdadera gozada poder disfrutar de lecturas tan excepcionales como la del CRIPTONOMICÓN. Se lo aseguro: la satisfacción está garantizada.

MIQUEL BARCELÓ

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Origen

Hay que admitir que desde el punto de vista de los tecnócratas blancos privilegiados como Randy Waterhouse y sus antepasados, el Palouse era como un inmenso y habitado laboratorio de aerodinámica no lineal y teoría del caos. Allí no había demasiadas cosas vivas, por lo que las observaciones no se veían interrumpidas continuamente por árboles, flores, fauna y las actividades tercamente lineales y racionales de los seres humanos. Las Cascadas bloqueaban en gran parte la brisa fresca y agradable del Pacífico, acumulando la humedad para cubrir zonas de esquí para los habitantes de Seattle de pieles cubiertas de rocío, y dirigiendo la cantidad sobrante al norte hacia Vancouver y al sur en dirección a Portland. En consecuencia, el aire del Palouse tenía que venir en masa desde el Yukón y la Columbia Británica. Fluía sobre la costra volcánica de la zona central de Washington formando (suponía Randy) una lámina más o menos continua que, cuando golpeaba el territorio del Palouse, se ramificaba en un vasto sistema de torrentes, ríos y arroyuelos serpenteando por entre las colinas desgastadas y que volvían a combinarse en los resecos declives. Pero nunca volvían a combinarse exactamente como antes. Las colinas le habían añadido entropía al sistema. Como un puñado de monedas en una masa de pan, la entropía se podía mover de un sitio a otro, pero no eliminar por completo. La entropía se manifestaba en volutas, ráfagas violentas y remolinos efímeros. Todos esos fenómenos eran claramente visibles, porque durante todo el verano el aire permanecía lleno de polvo y humo, y durante todo el invierno estaba lleno de nieve movida por el viento.

Whitman tenía diablillos de polvo (diablillos de nieve en invierno) de igual forma como se supone que la Guangzhou medieval tenía ratas. Cuando era niño, Randy seguía los diablillos de polvo hasta el colegio. Algunos eran tan pequeños que casi podías cogerlos entre las manos, y algunos eran como pequeños tornados, de unos cincuenta o cien pies de alto, que aparecían sobre una colina o encima de los centros comerciales como si fuesen profecías bíblicas vistas por la tecnología de efectos especiales de bajo presupuesto y los ojos dolorosamente literales de un director de películas épicas de los cincuenta. Al menos, cagaban de miedo a los recién llegados. Cuando Randy se aburría de la escuela, miraba por la ventana y observaba cómo esas cosas se perseguían unas a otras por el patio del colegio completamente desierto. En ocasiones, un diablillo de polvo de más o menos el tamaño de un coche se deslizaba por las canchas cuadradas y por entre los columpios y daba de lleno con el parque de juegos, que era una vieja unidad sin protección, capaz de paralizar a un niño, montada por algún herrero de las edades oscuras y plantada sobre cemento sólido, un verdadero representante de la escuela de los golpes rudos y la supervivencia de los mejores. El diablillo de polvo parecía detenerse al empezar a envolver el parque de juegos. Perdía por completo la forma y se convertía en un soplo de polvo que empezaba a depositarse sobre el suelo como debían hacer todas las cosas más pesadas que el aire. Pero, de pronto, el diablillo reaparecía al otro lado del parque de juegos y seguía su marcha. O quizás aparecían dos diablillos en direcciones opuestas.

Randy pasó mucho tiempo persiguiendo diablillos de polvo y realizando experimentos improvisados con ellos mientras iba y venía del colegio, hasta el punto de rebotar en una ocasión sobre el radiador de un Buick cuando perseguía uno del tamaño de un carrito de la compra hasta media calle con la intención de subirse en su centro. Sabía que eran frágiles y tenaces por igual. Podía pisotear uno y en ocasiones se limitaría a esquivar el pie y volar a su alrededor para seguir su marcha. Otras veces, como cuando intentabas atraparlo entre las manos, se desvanecía, pero luego alzabas la vista y veías otro igual a seis metros por delante, alejándose de ti. Tiempo más tarde, cuando empezó a estudiar física, la idea en sí de la materia organizándose de forma espontánea para producir sistemas absurdamente improbables, claramente capaces de perpetuarse a sí mismos y razonablemente robustos producía escalofríos a Randy.

No hay espacio para los diablillos de polvo en la leyes de la física, al menos en el modelo rígido que se enseña habitualmente. Hay una especie de connivencia tácita en la enseñanza habitual de la ciencia: obtienes un profesor competente pero aburrido, inseguro y por tanto pesado que habla a un público dividido entre estudiantes de ingeniería, a los que se hará responsables de la fabricación de puentes que no se desmoronen y aeroplanos que no caigan de pronto en picado a seiscientas millas por hora, y que por definición se ponen nerviosos y adoptan una actitud rencorosa cuando el profesor se sale de pronto del camino marcado y comienza a hablar de fenómenos escandalosos y para nada intuitivos; y estudiantes de física, que obtienen gran parte de su autoestima del hecho de saber que son más inteligentes y moralmente más puros que los estudiantes de ingeniería y que, por definición, no quieren oír nada que no tenga sentido. La connivencia propicia que el profesor diga (algo similar a): el polvo es más pesado que el aire, por lo tanto cae hasta dar con el suelo. Eso es todo lo que es preciso saber sobre el polvo. A los ingenieros les encanta porque les gusta que los problemas estén muertos y crucificados como mariposas bajo el vidrio. A los físicos les encanta porque les gusta pensar que lo comprenden todo. Nadie plantea preguntas difíciles. Y más allá de las ventanas, los diablillos de polvo siguen brincando por el campus.

Ahora que Randy ha regresado a Whitman por primera vez después de varios años, observando (al ser invierno) que los diablillos de hielo zigzaguean por entre las calles vacías por Navidad, se siente inclinado a adoptar un punto de vista más amplio, que más o menos sigue esta pauta: esos diablillos, esos remolinos, son el resultado de colinas y valles que probablemente se encuentran a varias millas de distancia en la dirección opuesta del viento. Básicamente, Randy, que ha entrado desde el exterior, se encuentra en un sistema de referencia móvil y está viendo las cosas desde el punto de vista del sistema de referencia del viento, no desde el sistema de referencia del niño que apenas salía de la ciudad. Según el sistema de referencia del viento, él (el viento) está estacionario y las colinas y valles son objetos móviles que se estrujan contra el horizonte y luego se acercan volando e interfieren con él, obligando al viento a resolver las consecuencias más tarde. Y algunas de las consecuencias son diablillos de polvo o hielo. Si por el camino aparecen más cosas, como ciudades amplias llenas de edificios, o bosques llenos de hojas y ramas, entonces ahí acaba la cosa; el viento se volverá completamente trastornado y dejará de existir como algo unitario, y toda la acción aerodinámica se producirá a la escala incomprensible de microrremolinos alrededor de agujas de pino y antenas de coches.

Un ejemplo sería el aparcamiento de la Residencia Waterhouse, que normalmente está lleno de coches y mata el viento. No te encontrarás diablillos de polvo en el borde de un aparcamiento lleno, sino una filtración general de viento muerto y desintegrado. Pero son las vacaciones de Navidad y sólo hay tres coches en el aparcamiento, que a su vez sirve de aparcamiento extra durante los partidos de rugby y por tanto tiene el tamaño aproximado de un campo militar de entrenamiento. El asfalto tiene el color gris de un monitor apagado. Un gas volátil de diablillos de hielo se desliza sobre el asfalto con la libertad de una capa de combustible sobre el agua templada, excepto allí donde choca con los sarcófagos de hielo de los tres vehículos abandonados, que evidentemente llevan en el aparcamiento un par de semanas, desde que todos los demás vehículos se fueron por las vacaciones de Navidad. Cada uno de los coches se ha convertido en la causa primera de un sistema de estelas y remolinos estacionarios que se extiende durante cientos de metros. El viento es un fenómeno centelleante y abrasivo, una tendencia perpetua, capaz de arañar la cara y arrancar los ojos, en la estructura del espacio-tiempo, habitado por vastos arcos de fuego rubio platino centrados alrededor del sol bajo del invierno. En el aire hay continuamente agua cristalina en suspensión: fragmentos de hielo que son más pequeños que copos de nieve, probablemente, no más que ramas individuales de copos de nieve cortadas y elevadas cuando el viento azotaba las dunas de hielo de Canadá. Una vez en el aire, allí permanecen, a menos que acaben atrapadas en una zona de aire muerto: el ojo de un remolino o la capa exterior fija de la estela de un coche aparcado. Y durante semanas, los remolinos y las ondas estacionarias se han vuelto visibles, como una representación en realidad virtual y tres dimensiones de ellos mismos.

La Residencia Waterhouse se eleva sobre esa explanada, una residencia de estudiantes alta a la que ninguna persona lo suficientemente importante como para que den su nombre a una residencia de estudiantes querría que pusiesen su nombre. A través de las extensiones climáticamente inapropiadas de ventanales reluce la misma vergonzosa luz verdosa que producen los acuarios domésticos llenos de algas. Los conserjes lo recorren con máquinas del tamaño de carritos de perritos calientes, agitando esos rollos de una milla de largo de cables eléctricos naranja del grosor de un pulgar, limpiando con vapor vómitos de cerveza y lípidos de palomitas cubiertas de mantequilla artificial de las gruesas moquetas grises que, cuando Randy estaba allí, no parecían tanto moquetas como una referencia a las moquetas o a la idea de enmoquetar. Cuando Randy penetra en la entrada principal de vehículos, dejando atrás la gran lápida que dice residencia waterhouse, no puede evitar mirar directamente a través de las ventanas delanteras de la residencia, atravesando primero el parabrisas, hasta el enorme retrato de su abuelo, Lawrence Pritchard Waterhouse, una entre más o menos la docena de figuras, en su mayoría ya fallecidas, que compiten por el título básicamente ficticio de «inventor del ordenador digital». El retrato está atornillado con toda seguridad a la pared de ladrillo de cenizas del vestíbulo y aprisionado bajo una lámina de plexiglás de media pulgada de grueso que es preciso reemplazar cada par de años, ya que se empaña por las limpiezas periódicas y los pequeños actos de vandalismo. Visto a través de esa nebulosa catarata, Lawrence Pritchard Waterhouse resplandece con gravedad ataviado con la vestimenta doctoral completa. Tiene un pie elevado sobre algo, el codo plantado sobre la rodilla alzada, y se ha tirado la túnica tras el otro brazo y ha plantado el puño sobre la cadera. Se supone que es una postura de las de enfrentarse dinámicamente a los vientos del futuro pero, para Randy, que a la edad de cinco años presenció su presentación, era una especie de gesto de qué coño estarán haciendo todas esas personitas allí abajo.

Aparte de los tres coches muertos bajo la concha de hielo endurecido, no hay nada en el aparcamiento excepto unas dos docenas de muebles antiguos y algunos otros tesoros como un servicio de té completo de plata de ley y un baúl oscuro y maltratado por el tiempo. Mientras Randy entra con su tío Red y su tía Nina, aprecia que los muchachos Shaftoe han terminado las responsabilidades por las que recibirían el salario mínimo más un veinticinco por ciento durante todo el día: es decir, han trasladado todos esos elementos desde la posición donde el tío Geoff y la tía Anne los habían dejado de regreso al Origen.

En un gesto de compañerismo y bonhomía típico de un tío, el tío Red, para evidente resentimiento de la tía Nina, ha reclamado el asiento del pasajero del Acura, dejando a la tía Nina varada en el asiento trasero, donde evidentemente se siente mucho más físicamente aislada de lo que merece la situación. Realiza movimientos laterales intentando centrar los ojos, primero de Randy y luego del tío Red, en el retrovisor. Randy ha tenido que recurrir exclusivamente a los retrovisores exteriores durante el trayecto de diez minutos desde el hotel, porque cuando mira por el interior lo único que ve son las pupilas dilatadas de la tía Nina que le miran como si fuesen los cañones gemelos de una escopeta. El sonido de la calefacción ha formado una zona de aislamiento acústico allá atrás que, junto a sus evidentes sentimientos de furia casi animal y estrés, la han dejado en un estado volátil y evidentemente peligroso.

Randy se dirige directamente al Origen, como en la intersección de los ejes x e y, que está señalado por un poste eléctrico con su propio sistema de estelas y remolinos creados por el viento.

—Mira —dice el tío Red—, lo único que queremos conseguir es que el legado de tu madre, si ése es el término correcto para las posesiones de alguien que no está realmente muerto sino que se ha traslado a unas instalaciones de cuidado continuo, se divide de forma equitativa entre sus cinco hijos. ¿Tengo razón?

No le habla a Randy, pero éste asiente igualmente, intentando mostrar un frente unido. Lleva dos días seguidos apretando las mandíbulas; los puntos donde los músculos de las mandíbulas se unen al cráneo se han convertido en los focos de tremendos sistemas radiativos de dolor pulsante y en aumento.

—Estarás de acuerdo en que una división equitativa es lo que todos queremos —sigue diciendo el tío Red—. ¿Correcto?

Después de una preocupante pausa, la tía Nina asiente. Randy consigue verle la cara en el retrovisor mientras realiza otro de esos dramáticos movimientos laterales, y ve que tiene una expresión de casi agitación nauseabunda, como si esa idea de la división en partes iguales fuese una trampa jesuítica.

—Bien, pues aquí está lo más interesante —dice el tío Red, que es jefe del departamento de matemáticas del Okaley College en Macomb, Illinois—. ¿Cómo definimos «igual»? Eso es lo que tus hermanos, cuñados y Randy discutimos hasta tan tarde la pasada noche. Si estuviésemos dividiendo un montón de dinero, sería fácil, porque el dinero lleva impreso el valor monetario, y los billetes son intercambiables... uno no se siente emocionalmente atado a un billete de dólar en particular.

—Por eso deberíamos acudir a un tasador objetivo...

—Pero todos estarían en desacuerdo con lo que dijese el tasador, Nina, cariño —dice el tío Red—. Más aún, el tasador dejará de lado el aspecto emocional, que evidentemente en esta familia tiene mucha importancia, o eso parecía basándose en el, eh, digamos carácter melodramático de la, eh, discusión, si discusión no es un término demasiado digno para lo que algunos percibirían más como, bien, una pelea de gatos, que tú y tus hermanas mantuvisteis ayer durante todo el día.

Randy asiente de forma casi imperceptible. Se acerca y aparca cerca del mobiliario que vuelve a estar reunido alrededor del Origen. En el límite del aparcamiento, donde el eje y (que aquí representa el valor emocional asignado) se encuentra con un muro de contención, se halla el bólido de los Shaftoe, totalmente envahado en el interior.

—El problema se reduce —dice el tío Red— a uno matemático: ¿cómo se divide un conjunto no homogéneo de n objetos entre m personas (en realidad, parejas)?; es decir, ¿cómo divides el conjunto en m subconjuntos (S1, S2, ..., Sm) de forma que el valor de cada uno de los subconjuntos esté lo más cerca posible de la igualdad?

—No parece tan difícil —es el débil comienzo de la tía Nina. Es profesora de lingüística qwghlmiana.

—En realidad, es asombrosamente difícil —dice Randy—. Está muy relacionado con el problema de la mochila, que es tan difícil de resolver que se ha empleado como base de sistemas criptográficos.

—¡Y eso sin tener en cuenta que cada una de las parejas estimará de forma diferente el valor de cada uno de los n objetos! —grita el tío Red. Para entonces, Randy ha apagado el coche, y las ventanillas han empezado a cubrirse de vaho. El tío Red se quita una manopla y empieza a dibujar figuras en el vaho del parabrisas, empleándolo como si fuese una pizarra—. Para cada una de las m personas (o parejas) hay un vector de valor de n elementos, V, donde V1 es el valor que esa pareja en particular asigna al elemento 1 (según algún sistema arbitrario de numeración) y V2 es el valor que asignarían al elemento número 2 y así hasta llegar al elemento número n. Esos m vectores, tomados en conjunto, forman una matriz de valor. Bien, podemos imponer la condición de que cada vector debe dar como resultado total la misma cantidad; es decir, podemos especificar arbitrariamente algún valor nocional a todo el conjunto de muebles y otros bienes e imponer la condición de que

donde es una constante.

—¡También podríamos tener opiniones diferentes sobre cuál es ese valor total! —dice con valor la tía Nina.

—Eso no tiene importancia matemática —susurra Randy.

—¡No es más que un factor de escala arbitrario! —dice el tío Red fulminante—. Por esa razón, acabé estando de acuerdo con tu hermano Tom, aunque no lo hice al principio, en que deberíamos aceptar el método que él y otros físicos relativistas usan, y asignar arbitrariamente =1. Lo que nos obliga a todos a tratar con valores fraccionarios, lo que pensé que algunas de las damas, exceptuando evidentemente a la presente, podrían considerar confuso, pero al menos enfatiza la naturaleza arbitraria del factor de escala y ayuda a eliminar esa fuente de confusión. El tío Tom se dedica al seguimiento de asteroides en Pasadena para el Jet Propulsion Laboratory.

—Ahí está la consola Gomer Bolstrood —exclama la tía Nina, frotando un hueco en el vaho de su ventanilla, y luego sigue frotando orbitalmente con la manga del abrigo como si estuviese abriéndose una ruta de escape a través del vidrio de seguridad—. ¡La han dejado bajo la nieve!

—En realidad, no está nevando —dice el tío Red—, no es más que nieve traída por el viento. Está seca como un hueso, y si sales y echas un vistazo a la consola, o como la llamemos, descubrirás que la nieve no se funde sobre su superficie, porque ha permanecido en el almacén desde que tu madre se trasladó a la residencia de cuidado y se ha equilibrado a la temperatura ambiente, que creo que todos podemos testificar está por debajo de cero grados Celsius.

Randy cruza los brazos sobre el abdomen, echa la cabeza hacia atrás y cierra los ojos. Los tendones de su cuello están tan rígidos como plastilina a temperaturas subcero y se resisten dolorosamente.

—Esa consola estuvo en mi dormitorio desde el momento de mi nacimiento hasta que me fui a la universidad —dice la tía Nina—. Por cualquier estándar decente de justicia, esa consola es mía.

—Bien, eso nos lleva al descubrimiento que al final se nos ocurrió a Randy, Tom, Geoff y a mí a las dos de la mañana, es decir, que el valor económico percibido de cada elemento, por complicado que ese problema sea por sí mismo, véase el problema de la mochila, no es más que una dimensión de los problemas que nos han situado en un estado emocional tan alterado. La otra dimensión, y aquí realmente quiero decir dimensión en el sentido de la geometría euclídea, es el valor emocional de cada elemento. Es decir, en teoría podría obtener una división de cada conjunto de todos los muebles que te daría a ti, Nina, una parte igual. Pero tal división podría dejarte, cariño, muy profunda, profundamente insatisfecha porque no recibiste esa consola, que, aunque evidentemente no vale tanto como el gran piano, para ti tiene mucho más valor emocional.

—No creo que pueda descartar el cometer violencia física para defender mi derecho de propiedad sobre esa consola —dice la tía Nina, volviendo de pronto a una voz sepulcral.

—¡Pero eso no es necesario, Nina, porque hemos montado todo este tinglado aquí mismo para que puedas manifestar tus emociones tal y como se merecen!

—Vale. ¿Qué tengo que hacer? —dice la tía Nina, saltando del coche. Randy y el tío Red cogen con rapidez sus guantes, manoplas y sombreros y la siguen. Flota alrededor de la consola, observando como el polvo de hielo corre sobre la superficie límpida, prácticamente reluciente, de la consola tras la estela turbulenta de su cuerpo, formando pequeños vórtices epi-epi-epi de Mandelbrot.

—Como hicieron Geoff y Anne antes, y los otros harán después, vamos a mover cada uno de esos elementos a una posición específica, como en coordenadas (x, y), sobre el aparcamiento. El eje x va por aquí —dice el tío Red mirando hacia la Residencia Waterhouse y alzando los brazos en actitud cruciforme— y el eje y por aquí. —Rota noventa grados, de forma que una de sus manos señala ahora el Impala de los Shaftoe—. El valor financiero percibido se mide en el x. Cuando más lejos se está en esa dirección, más valioso crees que es. Incluso podrías darle a algo valor x negativo si crees que tiene valor negativo, por ejemplo, ese sillón demasiado relleno de ahí, que podría costar más reparar de lo que vale en sí. Igualmente, el eje y mide el valor emocional percibido. Ahora, hemos establecido que la consola para ti posee un valor emocional extremo así que creo que podemos ponernos a ello y moverla hasta donde está puesto el Impala.

—¿Puede algo tener valor emocional negativo? —dice la tía Nina, con amargura y probablemente retóricamente.

—Si lo odias tanto que poseerlo cancelaría los beneficios emocionales de tener algo como la consola, entonces sí —dice el tío Red.

Randy se pone la consola al hombro y comienza a recorrer la dirección y positiva.

Los chicos Shaftoe están disponibles para mover muebles de inmediato, pero Randy necesita marcar un poco de territorio, simplemente para indicar que no carece de atributos masculinos, y acaba cargando con más muebles de los que realmente debería. Allá en el Origen, puede oír hablar a Red y Nina.

—Tengo un problema con esto —dice Nina—. ¿Qué le impide a ella ponerlo todo en el extremo del eje y, diciendo que para ella todo tiene un valor emocional extremo? —Ella en este caso sólo puede referirse a la tía Rachel, la esposa de Tom. Rachel es una urbanita multiétnica de la Costa Este que no tiene la suerte o la desgracia de poseer la falta de seguridad obligatoria en los Waterhouse y que por tanto ha sido siempre vista como una especie de encarnación viviente de la rapiña, un buche tragón de deseo. La peor posibilidad dadas las circunstancias es que Rachel de alguna forma vuelva a casa con todo: el gran piano, la plata, la porcelana, el conjunto de comedor Gomer Bolstrood. De ahí la necesidad de establecer reglas y rituales complejos, y un sistema de división del botín cuya justicia pueda demostrarse matemáticamente.

—Para eso están e y $ —dice tranquilizador el tío Red.

—Todas nuestras elecciones quedarán escaladas matemáticamente, de forma que el resultado total será el mismo valor en las escalas emocional y financiera. Por tanto, si alguien lo pone todo en un extremo, después del cambio de escala será como si no hubiese expresado ninguna preferencia.

Randy se acerca al Impala. Una de las portezuelas produce un ruido a medida que el hielo cae de ella. Robin Shaftoe sale del coche, respira sobre sus manos y adopta una posición de descanso, lo que significa que está disponible para aceptar cualquier responsabilidad sobre el plano de coordenadas cartesianas.

Randy mira por encima del Impala, el muro de contención, el paisaje reseco cubierto de nieve y al interior del vestíbulo de la Residencia Waterhouse, donde Amy Shaftoe tiene los pies sobre una mesita de café y repasa algo de la literatura extremadamente triste relacionada con los Cayuse que Randy compró para Avi. Ella le mira, sonríe y apenas, piensa él, contiene el impulso de levantar la mano y girar un dedo alrededor de su oreja.

—¡Así está bien, Randy! —grita el tío Red desde el Origen—, ¡ahora hay que darle algo de x! —Lo que significa que la consola no carece tampoco de valor económico. Randy da un giro de noventa grados y comienza a caminar por el cuadrante (+x, +y), contando las líneas amarillas—. ¡Unos cuatro espacios de aparcamiento! ¡Así está bien! —Randy deja la consola en el suelo, luego se saca un cuaderno de papel milimetrado del abrigo, pasa la primera hoja, que contiene las coordenadas (x, y) del tío Geoff y la tía Anne, y anota las coordenadas de la consola. El sonido se transmite bien en el Palouse, y desde el Origen puede oír como la tía Nina le pregunta al tío Red:

—¿Cuánto e hemos invertido en la consola?

—Si dejamos todo lo demás aquí en y igual a cero, un cien por cien después de escalar —dice el tío Red—. En caso contrario, depende de cómo distribuyamos el resto de las cosas en la dimensión y. Que es la respuesta correcta, aunque totalmente inútil.

Si los días en Whitman no hacen que Amy abandone a Randy aterrorizada, nada lo conseguirá, así que se alegra en cierta forma enfermiza de que esté presenciando el espectáculo. En realidad, hasta ahora no había salido el asunto de su familia. A Randy no le gusta hablar de su familia porque realmente no cree que haya nada qué decir: ciudad pequeña, buena educación, vergüenza y amor propio repartidos en proporciones razonablemente iguales y normalmente en los momentos apropiados. Nada espectacular en la línea de grotescas psicopatologías, abusos sexuales, traumas horribles en masa o rituales satánicos en el jardín. Así que normalmente cuando la gente habla sobre sus familias, Randy se limita a callar y escuchar, creyendo que no tiene nada que decir. Sus anécdotas familiares son tan aburridas, tan pedestres, que sería presuntuoso siquiera contarlas, especialmente después de que alguien haya divulgado algo realmente espantoso y horrible.

Pero allí de pie observando esos remolinos empieza a cambiar de opinión. La insistencia de algunas personas en que «Hoy yo: fumo/soy obeso/tengo mala actitud/estoy deprimido porque: mi madre murió de cáncer/mi tío me metió el pulgar por el culo/mi padre me pegó con el borde de una navaja» le parece excesivamente determinista; parece reflejar una especie de rendición perezosa e idiota a una teleología directa. Básicamente, si todos tienen el derecho adquirido a creer que lo comprenden todo, o incluso que en principio la gente es capaz de comprenderlo (ya sea porque tragarse esa idea reduce sus inseguridades sobre un mundo impredecible, o les hace sentirse más inteligentes que los otros, o ambas cosas simultáneamente) entonces tienes un entorno en el que ideas estúpidas, reduccionistas, ingenuas, fáciles, superficiales pueden circular, como carretillas de mano llenas de dinero inflacionado en los mercados de Yakarta.

Pero cosas como la habilidad del coche aparcado de un estudiante para producir patrones repetidos de remolinos del tamaño de un dedal cien yardas en la dirección del viento, parece aconsejar una visión del mundo más cauta, abrirse a la verdadera y total rareza del Universo, admitir las limitaciones de las facultades humanas. Y si has llegado hasta este punto, entonces puedes argumentar que crecer en una familia carente de gigantescas y claras fuerzas psicológicas, y vivir una vida tocada por muchas influencias sutiles e incluso ya olvidadas en lugar de una o dos grandes (por ejemplo, una participación activa en la iglesia de Satanás) puede producir, muy por delante en la dirección del viento, consecuencias que no carecen completamente de interés. Randy espera, pero duda mucho, que America Shaftoe, sentada bajo la luz color alga y leyendo sobre el exterminio involuntario de los Cayuse, lo vea de tal modo.

Randy se une a su tía en el Origen. El tío Red le ha estado explicando, con algo de condescendencia, que deben prestar mucha atención a la distribución de elementos sobre la escala económica, y, por sus esfuerzos, le han enviado a un largo y solitario paseo por el eje +x cargando con todo el servicio de té de plata.

—¿Por qué no nos quedamos dentro y lo hacemos todo sobre el papel? —preguntó la tía Nina.

—Creímos que mover físicamente las cosas tendría su importancia, al darle a la gente un análogo físico directo de las declaraciones de valor que estaban haciendo —dice Randy—. Además de que sería útil evaluar estos objetos literalmente bajo la fría luz del día; en lugar de tener a diez o doce personas cargadas de emociones gateando por un almacén armadas de linternas, criticándose unos a otros tras los armarios.

—Una vez que todos hayamos manifestado nuestras preferencias, ¿qué? ¿Os sentáis a calcular con una hoja de cálculo o algo así?

—Requiere más potencia computacional para resolverlo de ese modo. Probablemente exigiría un algoritmo genético... ciertamente no habrá una solución matemáticamente exacta. Mi padre conoce a un investigador en Ginebra que ha trabajado con problemas isomórficos a éste, y le envió un correo la noche pasada. Con suerte podremos bajarnos por ftp el software adecuado y correrlo en el Tera.

—¿El terror?

—Tera. Como en teraflops.

—Eso no me sirve. Cuando dices «como en» se supone que debes darme algo familiar que pueda comprender.

—Es uno de los diez ordenadores más rápidos del planeta. ¿Ves ese edificio de ladrillo rojo a la derecha del final del eje -y —dice Randy, señalando colina abajo—, justo detrás del nuevo gimnasio?

—¿El que está lleno de antenas?

—Sí. La máquina Tera está ahí. La fabricó una compañía de Seattle.

—Debe de haber sido muy cara.

—Mi padre les convenció.

—¡Sí! —dice el tío Red con alegría, regresando de los territorios de alto x—. Su capacidad para conseguir donaciones es legendaria.

—Debe de tener una faceta persuasiva que yo todavía no he podido apreciar —dice la tía Nina, vagando con curiosidad hacia unas grandes cajas de cartón.

—No —dice Randy—, más bien es que se acerca y se arroja sobre la mesa de reuniones hasta que los avergüenza tanto que le firman el cheque.

—¿Le has visto hacerlo? —dice la tía Nina escéptica, levantando una caja que lleva escrito ELEMENTOS DEL ARMARIO DE SÁBANAS DEL PISO DE ARRIBA.

—Lo he oído. La alta tecnología es una ciudad pequeña —dice Randy.

—Ha podido capitalizar el trabajo de su padre —dice el tío Red—. «Si mi padre hubiese patentado incluso uno de sus inventos informáticos, el Palouse College sería tan grande como Harvard» dice siempre.

La tía Nina ya tiene abierta la caja. Está llena casi por completo por una única manta qwghlmiana, de un marrón oscuro verdoso sobre un tartán gris amarronado.

La manta en cuestión tiene una pulgada de grosor y, durante reuniones familiares en invierno, era infame como una especie de broma entre los nietos Waterhouse. El olor a naftalina, moho y lana pesada y aceitosa hace que la nariz de la tía Nina se contraiga, al igual que la de la tía Annie antes. Randy recuerda acostarse bajo esa manta en una ocasión a la edad de nueve años, y despertarse a las dos de la madrugada con espasmos bronquiales, hipertermia y vagos recuerdos de una pesadilla en la que le enterraban con vida. La tía Nina cierra las tapas de cartón, se gira y mira en dirección al Impala. Robin Shaftoe ya corre en dirección a ellos. Como él no es nada malo en matemáticas, pilló con rapidez la idea de la operación general, y ahora sabe por experiencia que la caja de la manta hay que enterrarla bien profunda en el territorio (-x, -y).

—Supongo que estoy preocupada —dice la tía Nina—, por la idea de que en mis preferencias medie un superordenador. He intentado dejar claro lo que deseo. Pero ¿lo entenderá el ordenador? —Se detiene junto a la caja de CERÁMICAS de una forma que atormenta a Randy, quien desea con todas sus fuerzas mirar en su interior, pero no quiere levantar sospechas. Es el árbitro y ha jurado ser objetivo—. Olvídate de la cerámica —dice ella—, son cosas de mujeres mayores.

El tío Red se aleja y desaparece detrás de uno de los coches, presumiblemente para echar una meada. La tía Nina dice:

—¿Qué hay de ti, Randy? Como el hijo mayor del hijo mayor, estos objetos deben provocarte alguna reacción.

—Sin duda, cuando les toque a mis padres, ellos me pasarán parte del legado de la abuela y el abuelo —dice Randy.

—Oh, muy prudente —dice la tía Nina—. Pero como el único nieto que tiene algún recuerdo del abuelo, debe haber algo aquí que tú desees.

—Probablemente haya alguna cosilla que nadie quiere —dice Randy. Luego, casi como un imbécil perfecto, un organismo alterado genéticamente para ser un idiota absoluto, mira directamente el baúl. A continuación intenta disimular, lo que hace que sea aún más evidente. Supone que su rostro en su mayoría sin barba debe ser como un libro abierto, y desea no haberse afeitado jamás. Una bala de hielo le golpea en la córnea derecha casi con un sonido audible. El impacto balístico le ciega y la conmoción térmica le provoca un dolor de cabeza de los de helado. Cuando se ha recuperado lo suficiente para ver de nuevo, la tía Nina camina en dirección al baúl, en una especie de espiral en una órbita en descomposición.

—Hum. ¿Qué hay aquí?

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