Pura sangre (Los Cynster 13)

Fragmento

 

Título original: What Price Love?

Traducción: M.ª José Losada Rey y Rufina Moreno Ceballos

1.ª edición: septiembre 2009

© Savdek Management Proprietory Ltd., 2006
 © Ediciones B, S. A., 2012
 Consell de Cent, 425-427
 08009 Barcelona (España)

www.edicionesb.com

Depósito Legal:  B.15640-2012

ISBN EPUB:  978-84-9019-130-9

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Contenido

Portadilla

Créditos

 

Árbol Genealógico

Prólogo

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Prólogo

 

Agosto de 1831

Ballyranna, Condado Kilkenny, Irlanda

 

—Estoy buscando a Paddy O’Loughlin.

Parada delante de la barra del Pipe & Drum, lady Priscilla Da-lloway intentó atraer la atención del tabernero deseando haber disimulado su acento. Sin embargo, por la mirada de reconocimiento de Miller, se dio cuenta de que no le habría servido de nada. Vestía un viejo traje de montar y un sombrero de ala ancha, pero no había nada que ocultara su rostro; un velo no hubiera contribuido a que se ganara la confianza de Paddy O’Loughlin.

Miller, un hombre musculoso con la cabeza redonda y calva, continuaba estudiándola como si ella resultara algún tipo de amenaza exótica. Suspirando para sus adentros, Priscilla se apoyó en el mostrador con aire inocente.

—No quiero causarle problemas..., sólo quiero hablar con él. —Suavizó el leve acento irlandés, pero Miller ni siquiera pestañeó. Priscilla infundió un tono más persuasivo a su voz—. Paddy dejó recientemente su trabajo y mi hermano ha ocupado su puesto. Quería saber qué podía contarme sobre el lugar y las condiciones de trabajo.

Eso era todo lo que estaba dispuesta a revelar. Quería asegurarse de que Rus estaría bien, pero no pensaba airear los trapos sucios de los Dalloway ante Miller, alguien a quien, sin duda, le encantaría difundir cotilleos.

Miller frunció el ceño y echó un vistazo alrededor.

Eran las dos de la tarde; había tres personas más en el otro extremo de la barra, y otras tantas en las mesas, todas mirando disimuladamente a la dama que había entrado en su guarida. Las ventanas de la taberna eran pequeñas, con un cristal grueso y esmerilado que apenas dejaba pasar la luz del sol. La estancia era una mezcla de colores, monótonos y sombríos, donde sólo destacaban las botellas y los vasos relucientes de detrás del mostrador.

Miller echó un vistazo al resto de los clientes, luego dejó a un lado el vaso que había estado secando, se inclinó sobre la barra y bajó la voz.

—¿Está diciendo que el joven lord Russell ha aceptado el puesto de trabajo del viejo Paddy?

Pris se esforzó en no rechinar los dientes.

—Sí. Pensaba que quizá Paddy podría informarme sobre los establos de lord Cromarty. —Ella se encogió de hombros como si fuera perfectamente normal que el hijo de un conde se convirtiera en mozo de cuadras y que su hermana cabalgara dos horas campo a través para averiguar todo lo que pudiera sobre las condiciones de trabajo de otra persona—. Es sólo por curiosidad.

También quería averiguar por qué un hombre como Paddy O’Loughlin abandonaba lo que era un trabajo excelente. Era una leyenda local en lo que a caballos se refería; había ayudado a entrenar a numerosos y magníficos caballos de carreras durante años. No lo conocía, pero había descubierto que vivía a las afueras del pueblo y deducido por tanto cuál era el mejor lugar para preguntar por él.

Miller la estudió, luego señaló con la cabeza a un hombre enorme con ropa de trabajo que estaba sentado ante una pinta de cerveza en el rincón más oscuro de la taberna.

—Lo mejor es que le pregunte a Seamus O’Malley. Paddy y él eran muy buenos amigos.

Pris arqueó las cejas ante el uso del tiempo pasado.

El tabernero asintió seriamente con la cabeza.

—Si alguien puede ayudarla, ése es Seamus. —Dio un paso atrás, añadiendo—: Si se tratara de mi hermano, hablaría con él.

La preocupación se transformó en inquietud. Pris se enderezó.

—Gracias.

Girándose, observó con detenimiento a Seamus O’Malley. No sabía nada de él. Se apartó de la barra y atravesó la estancia.

O’Malley estaba sentado y encorvado sobre la mesa, sosteniendo la cerveza entre unas manos ásperas por el trabajo. Deteniéndose a su lado, Pris esperó hasta que él levantó la mirada hacia ella. Parpadeó como un búho al verla. Y aunque la reconoció, no entendía qué estaba haciendo allí.

Se dirigió a él con suavidad.

—Estoy buscando a Paddy O’Loughlin... Miller me sugirió que hablara con usted.

—¿Sí? —Seamus miró hacia la barra.

Ella no se molestó. Seamus volvió a mirarla con aire dubitativo tras recibir el gesto de asentimiento de Miller. Pris retiró una silla de la mesa y se sentó.

—Miller me dijo que usted conocía a Paddy muy bien.

Seamus le lanzó una mirada cautelosa.

—Sí.

—¿Y... dónde puedo encontrarlo?

El hombre parpadeó, luego volvió a fijar la mirada en la jarra de cerveza que seguía casi intacta.

—No lo sé. —Antes de que Pris pudiera hacer otra pregunta, él continuó—: Nadie lo sabe. Estuvo aquí hace una semana. Se fue a casa a la hora de cerrar como solía hacer siempre. Pero nunca llegó. —Seamus la miró y le sostuvo la mirada por un instante—. El camino a su casa atraviesa los páramos.

Pris se sintió invadida por una oleada de pánico. Estaba segura de que sus palabras no podían ser malinterpretadas.

—¿Está diciendo que lo asesinaron?

Seamus se encogió de hombros, devolviendo la mirada a la jarra.

—¿Quién sabe? Pero Paddy ha recorrido ese camino miles de veces desde que era niño y esa noche ni siquiera estaba borracho, sólo un poco achispado. Resulta difícil creer que se perdiera por ahí y muriera así sin más, pero nadie le ha visto el pelo desde entonces.

Un temor frío se asentó en el estómago de Pris.

—Mi hermano, lord Russell, ha ocupado el puesto de Paddy. —Oyó su propia voz, clara pero distante, y notó al instante el interés de Seamus—. Quería hacerle unas preguntas a Paddy sobre los establos de Cromarty. ¿Le ha comentado algo sobre el lugar, los demás empleados o el trabajo?

La expresión de la cara de Seamus era una perturbadora mezcla de preocupación y simpatía. Dio un sorbo a su cerveza y luego dijo en voz baja:

—Trabajó allí durante tres años. Al principio le gustaba bastante el lugar, dijo que los caballos eran buenos, pero hace poco... comentó que estaban pasando cosas raras que no le gustaban nada. Por eso lo dejó.

—¿Cosas raras? —Pris se inclinó un poco hacia delante—. ¿Yno dijo nada más? ¿Quizás alguna pista sobre lo que estaba ocurriendo?

Seamus hizo una mueca.

—Todo lo que dijo fue que ese demonio de Harkness, el jefe de establos de Cromarty, estaba metido hasta el cuello, y que tenía que ver con el registro.

Pris frunció el ceño.

—¿El registro?

—Paddy nunca dijo de qué registro se trataba ni qué importancia tenía. —Seamus contempló su cerveza, luego miró a Pris—. He oído por ahí que su hermano tiene buena mano con los caballos, pero nunca oí decir que sobornara a nadie, ni que drogara a un caballo, ni que estuviera involucrado en asuntos turbios. Dios sabe que Paddy no era un santo, pero si descubrió algo en los establos de Cromarty que le revolvió las entrañas, es muy probable que su hermano no tarde en descubrirlo.

Pris clavó los ojos en él.

—Y ahora Paddy ha desaparecido.

—Sí. Creo que debería advertir a su hermano. —Seamus vaciló, luego, con más amabilidad, preguntó—: Son gemelos, ¿no?

Pris asintió con la cabeza.

—Sí. —Tuvo que aclararse la voz—. Gracias. Le contaré lo que me ha dicho sobre Paddy.

Pris se levantó. Luego se detuvo y rebuscó en el bolsillo. Deslizó seis peniques de plata sobre la mesa.

—Bébase otra pinta... a la salud de Paddy.

Seamus miró los seis peniques, luego gruñó por lo bajo.

—Gracias. Dígale a su hermano que mantenga los ojos bien abiertos.

Pris se giró y salió deprisa de la taberna.

 

 

Dos horas más tarde, entró en la salita de Dalloway Hall.

Su tía paterna, Eugenia, que era viuda y llevaba siete años viviendo con la familia, desde la muerte de la madre de Pris, estaba sentada en el sofá con su labor de encaje. Acurrucada en el asiento junto a la ventana, Adelaide, la ahijada huérfana de Eugenia y ahora su pupila, leía con interés una novela.

Era una chica bonita con brillante pelo castaño, dos años más joven que Pris, que tenía veinticuatro. Levantó la vista del libro y la miró.

—¿Has descubierto algo?

Quitándose los guantes, Pris se dirigió con premura hacia el escritorio junto a la ventana.

—Tengo que escribir a Rus de inmediato.

Eugenia dejó la labor.

—Eso significa que has averiguado algo perturbador. ¿De qué se trata?

Pris soltó los guantes sobre el escritorio, se recogió las pesadas faldas del vestido, y se sentó en la silla delante del mismo. Eugenia y Adelaide sabían a dónde había ido y por qué.

—Esperaba averiguar que Paddy se había peleado con el jefe de establos o algo por el estilo. Que el motivo de que abandonara Cromarty se debiera a algo simple e inocuo. Desafortunadamente, no es así.

Por encima de la espléndida alfombra Aubusson, Pris se encontró con la sabia mirada de Eugenia.

—Paddy le comentó a un amigo que en Cromarty sucedían cosas que no le gustaban nada, por eso se fue. Y ahora está muerto... o por lo menos eso piensan sus amigos.

Eugenia agrandó los ojos.

—¡Santo cielo!

—¡Oh, cariño! —Llevándose la mano a la garganta, Adelaide la miró fijamente.

Inclinándose sobre el escritorio, Pris abrió un cajón.

—Voy a escribir a Rus para decirle que deje de inmediato el trabajo de Cromarty. Si está ocurriendo algo horrible con los caballos..., bueno, ya sabéis cómo es Rus, se involucrará para solucionarlo. Y no quiero que corra peligro, no cuando la gente está desapareciendo por ello. Si no puede soportar volver a casa y arreglar las cosas con papá, tendrá que buscar trabajo en otro sitio.

Para su horror, la voz comenzó a temblarle. Hizo una pausa para respirar hondo y tranquilizarse.

Rus siempre había sido un apasionado de los caballos. Su gran ambición era entrenar un campeón para el Derby de Irlanda. Aunque no compartía su entusiasmo, Pris comprendía sus sueños. Por desgracia, su padre, Denhan Dalloway, conde de Kentland, tenía otra opinión al respecto. Su hijo y heredero debía hacerse cargo de las propiedades familiares. Criar y entrenar caballos era una buena ocupación para las personas de clases inferiores, pero no para el próximo conde de Kentland.

De los tres hijos varones del conde, Rus era al que menos satisfacía el papel de hacendado del condado como única ocupación en su vida. Como Pris, se parecía a su madre —más irlandesa que inglesa—, una mujer apasionada, intensa y vivaz. La administración de la hacienda era algo que no atraía en absoluto a ninguno de los dos. Por fortuna, su hermano pequeño, Albert, que ahora tenía veintiún años, y se parecía a su padre, era firme, responsable y ecuánime. Sabía cómo manejar la hacienda y disfrutaba con ello.

Pris, Rus y Albert siempre se habían llevado muy bien, como todos los hijos de los Dalloway, pero los otros tres, Margaret, Rupert y Aileen, eran demasiado pequeños —de doce, diez y siete años, respectivamente— y no podían apoyarlos en su plan. Antes de la muerte de su madre, los tres hermanos mayores habían llegado a un acuerdo: Rus acataría los deseos de su padre y dirigiría la hacienda hasta que Albert volviera de la universidad de Dublín. Luego revelarían el plan a su padre. Albert se encargaría de manejar las propiedades en nombre de Rus mientras éste cumplía su sueño de entrenar caballos de carreras.

Para los tres hermanos era un buen plan.

Albert había regresado de Dublín dos meses antes, tras finalizar sus estudios. Una vez que se había puesto al corriente de los asuntos de la hacienda, los tres habían informado al conde de sus intenciones, pero éste se había opuesto enseguida.

Rus debía continuar dirigiendo la hacienda. Y si Albert así lo deseaba, podía ayudarle. Al margen de eso, ningún Dalloway se rebajaría jamás a entrenar caballos de carreras.

Y no había nada más que discutir.

Su hermano había explotado, lo que era totalmente comprensible. Durante siete años, Rus había dejado a un lado sus deseos, sólo para hacer lo que su padre había querido, y ahora sentía que merecía la oportunidad de vivir la vida tal como él quería.

El conde había fruncido los labios, negándose en redondo a considerarlo ni siquiera un segundo.

Entre padre e hijo se habían dicho cosas muy duras e hirientes. Harto de todo, Rus había salido violentamente de Dalloway Hall llevado por una furia salvaje. Había metido todo lo que le cabía en las alforjas y se había largado.

Siete días después, hacía de ello unas tres semanas, Pris había recibido una carta suya en donde le decía que había encontrado trabajo en los establos de lord Cromarty, considerado uno de los más importantes establecimientos de carreras en el condado limítrofe de Wexford.

El abismo entre su padre y su hermano era ahora más profundo que nunca. Pris había intentado reconciliarlos, pero las heridas tardarían mucho tiempo en curar y no podía hacer nada más al respecto. Sin embargo, con Rus lejos de casa por primera vez en su vida, se sentía muy sola y vacía, como si su hermano se hubiera llevado consigo una parte de sí misma. Ese sentimiento de vacío era incluso más intenso que cuando su madre había muerto ya que entonces había tenido a Rus a su lado.

Había ido en busca de Paddy para intentar tranquilizarse, para apaciguar la creciente inquietud que sentía por la seguridad de su hermano. Pero, por el contrario, había descubierto que Rus podía estar en peligro.

Sacando un papel del cajón, lo colocó sobre el secante.

—Si le escribo ahora mismo una nota, Patrick puede coger el caballo y entregársela esta tarde.

—Pris, cariño, antes de escribirle creo que deberías leer esto.

Pris vio que Eugenia sacaba una carta de debajo de su interminable labor de encaje.

Eugenia le tendió la misiva.

—Es de Rus. La recibimos después del almuerzo. Al no encontrarte, Bradley me la entregó a mí en vez de dejarla en la bandeja del vestíbulo.

Donde su padre podría haberla visto. Bradley era el mayordomo; como la mayoría de los sirvientes de la casa, sus simpatías estaban con Rus.

Levantándose, Pris cogió la carta. Tras regresar al escritorio, rompió el lacre de su hermano. Luego se hundió en la silla, desdobló las hojas, las alisó y las leyó.

Lo único que se oía en la estancia era el sonido repetitivo de las agujas de tejer de Eugenia, que se contraponían al tictac del reloj de la repisa de la chimenea.

—¡Oh, no!

—¿Qué pasa? ¿Qué ha ocurrido?

Las inquietas preguntas de Adelaide trajeron a Pris de vuelta al presente. Mirando a Adelaide y luego a Eugenia, se dio cuenta de sus expresiones de preocupación, percatándose de que debían de reflejar su propio y creciente horror.

—Rus está en Inglaterra, en Newmarket, entrenando a los caballos de carreras de Cromarty. —Se humedeció los labios, repentinamente secos, y miró de nuevo las páginas que sujetaba en la mano—. Dice... —Hizo una pausa para que su voz sonase tranquila—. Dice que piensa que Harkness, el jefe de establos, planea alguna estafa con los purasangres mientras estén en Newmarket. Oyó sin querer cómo Harkness le daba instrucciones a uno de los mozos, un rufián según Rus, sobre un trabajo ilícito que tenía que ver con el registro. Rus no escuchó lo suficiente para saber en qué consistía el plan, pero piensa que el registro al que Harkness hacía referencia era el de los purasangres que participan en las carreras inglesas.

Pasó a la siguiente página, y luego añadió:

—Rus dice que no conoce los detalles del registro, pero dado que planea convertirse en criador de caballos de carreras, tiene intención de informarse e investigar ese registro que se guarda en el Jockey Club de Newmarket.

Pasó a la última página, luego hizo un sonido de desagrado.

—El resto no son más que perogrulladas sobre que estará a salvo y que todo irá bien. Que si se tropieza con algo ilícito, se lo dirá a lord Cromarty para que tome cartas en el asunto, que no me preocupe... Y luego firma «Tu cariñoso hermano, ¡en plena aventura!».

Dejando la carta sobre el escritorio, miró a Eugenia y a Adelaide.

—Tengo que ir a Newmarket.

Adelaide alzó la barbilla en un gesto terco.

—Las tres iremos a Newmarket, no puedes ir sola.

Pris le dirigió una fugaz sonrisa, luego miró a Eugenia.

Su tía la estudió, luego asintió con la cabeza y, con serenidad, dobló su labor de encaje.

—De hecho, cariño, no veo otra alternativa. Todas queremos a Rus, y no podemos permitir que se ocupe él solo de lo que sea que esté investigando. Si hay algo ilícito en todo esto, no puedes arriesgarte a enviarle una carta de advertencia que pueda caer en manos equivocadas. Tienes que hablar con él en persona.

Entrelazando las manos sobre la labor de encaje en su regazo, Eugenia miró con expresión interrogativa a Pris.

—¿Qué historia le vamos a contar a tu padre para explicar esta repentina necesidad de pasar una temporada en Inglaterra?

 

 

1

 

Septiembre de 1831

Newmarket, Suffolk

 

—Había esperado que pudiéramos disfrutar de un poco de intimidad. —Cerrando a sus espaldas la puerta del Twig & Bough, la cafetería de la calle mayor de Newmarket, Dillon Caxton bajó a la acera acompañado de Barnaby Adair—. Por desgracia, el buen día ha hecho salir en masa a las matronas con sus hijas.

Observando los carruajes que pasaban por la calle mayor, Dillon se vio forzado a sonreír a dos matronas, cada una con un par de hijas. Tirando del brazo de Barnaby, empezó a caminar.

—Si nos quedamos aquí parados, no tardarán en tomarlo como una invitación.

Riéndose entre dientes, Barnaby acomodó sus pasos a los de Dillon.

—Pareces aún más desencantado con esas dulces jovencitas que el propio Gerrard.

—Tú que vives en Londres, estás sin duda acostumbrado a lo peor, pero no estaría de más que pensaras en aquellos que apreciamos una existencia bucólica y tranquila. Para nosotros, incluso la temporada de baile es un recordatorio de algo que deseamos evitar fervientemente.

—Al menos, con este último misterio tienes algo para distraerte. Una buena excusa para estar en otra parte, haciendo otras cosas.

Al ver que una matrona le daba instrucciones a su cochero para detener el landó junto a la acera unos metros más adelante, Dillon juró por lo bajo.

—Por desgracia, este misterio debe permanecer en el más estricto secreto. Me temo que lady Kershaw va a ser la primera en hacer sangre.

La dama, una reconocida e influyente matrona local, les hacía señas imperiosamente para que se acercaran. No había escapatoria; Dillon se aproximó al carruaje ahora parado. Intercambió los saludos de rigor con lady Kershaw y su hija, Margot, y luego les presentó a Barnaby. Permanecieron allí de pie charlando cinco minutos. Por el rabillo del ojo, Dillon notó muchas miradas fijas en ellos y que otras damas estaban maniobrando para conseguir una posición ventajosa en la acera.

Miró a Barnaby, que estaba a la altura de las expectativas de la señorita Kershaw, e hizo una mueca para sus adentros. Podía imaginar la estampa que ofrecían; él era moreno, con un cierto aire dramático al más puro estilo byroniano, y Barnaby, un adonis de cabellos dorados y rizados, y brillantes ojos azules, era el contrapunto perfecto. Ambos eran altos, musculosos y vestían de manera elegante. En una sociedad tan restringida como Newmarket no era de extrañar que las damas se pusieran en fila para acosarlos. Era una pena que su destino, el Jockey Club, estuviera aún a más de cien yardas; todavía quedaban muchos obstáculos por franquear.

Procedieron a hacerlo con la habilidad adquirida en las interminables veladas de la aristocracia. A pesar de su preferencia por lo bucólico, durante la última década y gracias a su prima Flick —Felicity Cynster— Dillon había pasado buena parte de su tiempo inmerso en el torbellino de la temporada —ya fuera en Londres o en cualquier otro lugar donde Flick dispusiera—, y por lo tanto podía considerarse un experto.

Sólo había una pregunta para la que no tenía respuesta. Antes de caer en desgracia y de que el escándalo sacudiera su vida, siempre había asumido que se casaría, tendría familia y todo lo demás. Pero después de haberse pasado la última década poniendo en orden su vida, pagando sus deudas tanto sociales como morales, y restableciendo su honor ante los ojos de todos aquellos que le importaban, se había acostumbrado a una existencia solitaria, a la vida de un caballero sin cargas afectivas.

Dirigiéndole una sonrisa a lady Kennedy, la tercera matrona que pretendía detenerlos, tomó a Barnaby del brazo y lo obligó a seguir camino. Echó una mirada a la larga hilera de carruajes y a sus bellas ocupantes. Ninguna de ellas despertaba su interés. Ninguna de esas dulces caras estimulaba su curiosidad.

Desafortunadamente, parecer un caballero de corazón duro, uno no susceptible a las tentaciones femeninas, sólo había servido para avivar el interés de las damas. La mayoría de ellas lo consideraban ahora un reto, un varón recalcitrante al que tenían intención de meter en vereda. Por no hablar de sus madres. Cada año que pasaba se veía forzado a ir con pies de plomo, a mantener los ojos bien abiertos para no caer en las trampas sociales que las matronas tendían a los incautos.

Incluso esas selectas damas con las que, en ocasiones, coqueteaba discretamente en la capital tenían sus propias aspiraciones. Su última amante había intentado convencerle de los múltiples beneficios que obtendría si se casaba con su sobrina. Beneficios, claro está, que también disfrutaría ella.

Pero aquello era algo que ni lo ofendía, ni lo sorprendía. Simplemente el matrimonio quedaba fuera de sus planes.

—Señora Cartwell, es un placer volver a verla. —Tomando la mano que le extendía la arrogante matrona, se la estrechó y recorrió con la vista a la belleza sentada al lado de ella, luego dio un paso atrás y presentó a Barnaby. Siempre educado, Barnaby intercambió algunos tópicos con la preciosa señorita Cartwell; Dillon se lo agradeció en silencio, se apartó a un lado y lo dejó hacer.

La señora Cartwell seguía el intercambio entre su hija y Barnaby —que como tercer hijo de un conde era igual de apetecible que el propio Dillon— sin perder detalle. Ahora que ya no le prestaban atención, la mente de Dillon regresó al tema que Barnaby y él habían estado discutiendo en el Twig & Bough y que se había visto interrumpido por la aparición de las damas. Habían escogido ese tranquilo y refinado salón de té en vez de la cafetería del club por la simple razón de que el tema a discutir podría atraer la atención de oídos interesados, provocando rumores que las malas lenguas se dedicarían a esparcir.

Y otro escándalo en las carreras era precisamente lo que estaba tratando de evitar.

Y esta vez no se encontraba del lado equivocado; esta vez había sido reclutado por los buenos, por el todopoderoso comité del Jockey Club, para investigar los rumores de carreras amañadas que habían comenzado a circular tras las primeras carreras de primavera.

Con aquella petición, el comité le había dado un voto de confianza, dejándole claro que había perdonado la indiscreción de su juventud y que había pasado página. Y no sólo eso. Había demostrado que tenía fe en su integridad, en su discreción, y en su devoción por las carreras de caballos que el comité supervisaba, y a las que él siempre había servido, igual que su padre antes que él.

Su padre, el general Caxton, llevaba tiempo retirado, y Dillon era ahora el responsable del Registro Genealógico de Caballos y del Libro de los Sementales, los dos tomos oficiales donde estaban apuntados los purasangres que participaban en las carreras de caballos ingleses. Y precisamente, debido al cargo que Dillon desempeñaba le habían pedido que investigara los rumores.

Los rumores eran rumores, y como en este caso habían surgido en Londres, había reclutado al honorable Barnaby Adair, un buen amigo de Gerrard Debbington, para que le ayudara. Dillon conocía a Gerrard desde hacía años, por las conexiones que ambos tenían con la poderosa familia Cynster; recientemente Barnaby había ayudado a Gerrard a resolver un asesinato. Cuando Dillon le había comentado la posibilidad de que las carreras de caballos pudieran estar siendo amañadas, los ojos de Barnaby se habían iluminado.

Eso había sido a finales de julio. En agosto, Barnaby había investigado y le había informado de que si bien circulaban rumores, todo era demasiado ambiguo. Y aunque existía mucha tensión entre las personas que esperaban ganar y habían perdido, algo que por otra parte era habitual en el mundo de las carreras, no había encontrado ninguna prueba que confirmara los rumores. Nada por lo que él pudiera tomar cartas en el asunto.

En ese momento, sin embargo, cuando ya se estaban corriendo las carreras de otoño, habían ocurrido más cosas extrañas. Tan extrañas como para que Dillon volviera a llamar a Barnaby.

En el tranquilo salón de té Twig & Bough, le había relatado los detalles de las tres veces que habían intentado forzar la entrada del Jockey Club, y las informaciones que tenía de un hombre que estaba preguntando sobre el registro en las cervecerías locales y en las tabernas donde se reunía la escoria del pueblo.

Justo acababan de discutir lo que sabían del curioso hombre —irlandés por el acento— cuando la afluencia de damas los había hecho abandonar el local. Ahora se dirigían al despacho de Dillon en el Jockey Club, el único lugar donde podrían hablar sin temora ser interrumpidos.

Pero llegar hasta allí se estaba convirtiendo en una odisea. Tras librarse de la señora Cartwell, cayeron en las garras de lady Hemmings. Cuando por fin dejaron a la dama, Dillon no dudó ni un segundo en aprovechar la oportunidad de escabullirse al ver que los dos grupos de señoras que tenían delante estaban entretenidas contándose los últimos cotilleos. Sin pérdida de tiempo empujó a Barnaby entre dos carruajes hacia la acera de enfrente y se alejaron a toda prisa. Para cuando las damas se dieron cuenta de la estratagema, ellos ya habían desaparecido, y caminaban por la larga avenida flanqueada por altos árboles que conducía a la puerta principal del Jockey Club.

—¡Uf! —Barnaby lo miró de reojo—. Ahora entiendo lo que quieres decir. Esto es peor que Londres. Hay muy pocos infelices a los que echar el guante.

Dillon asintió con la cabeza.

—Por fortuna, ahora estamos a salvo. Las únicas hembras que veremos tras esos muros consagrados son las de la hermandad de mujeres locas por los caballos, no las que andan a la caza de maridos.

No había nadie, ni varón ni hembra, en el camino de entrada de la puerta principal, así que aminoraron el paso y retomaron la discusión anterior.

—Si tenemos en cuenta la puerta forzada y que alguien está haciendo preguntas sobre el registro, todo indica que el Registro Genealógico es el blanco de nuestro presunto ladrón. No hay nada más de valor en el Jockey Club.

Caminando ahora sin prisas, Barnaby miró el edificio de ladrillo rojo que estaba al final de la sombreada avenida.

—Pero sin duda también habrá otras cosas de valor como copas, bandejas, medallas, cosas que se puedan fundir y que podrían interesar al ladrón.

—La mayor parte de los trofeos son chapados. Su valor es lo que representan. Y este ladrón no es un profesional, aunque parece bastante resuelto. Además, es demasiada coincidencia. Primero aparece alguien indagando sobre el registro y luego alguien intenta forzar la puerta del club donde se encuentra el Registro Genealógico de Newmarket.

—Cierto —reconoció Barnaby—. ¿Por qué el Registro Genealógico es tan valioso? ¿Podrían pedir un rescate por él?

Dillon arqueó las cejas.

—No se me había ocurrido pensar en eso. De perderse el Registro Genealógico habría que suspender todas las carreras. Si lo usaran para pedir un rescate, sería una catástrofe. Si eso llegara a ocurrir, rezaría para que todo se resolviera milagrosamente en menos de tres días —miró a Barnaby—. Esta industria no está preparada para ocuparse de algo así.

Barnaby frunció el ceño.

—Pero creo haberte oído decir que el registro es lo que piensas que busca el ladrón.

—No es el registro en sí, el juego de libros, sino la información que contiene. Ése es su valor.

—¿Por qué?

—Pues —admitió Dillon— es algo que no sé con seguridad, no sé cómo podrían utilizar esa información. Sin embargo, y en vista de los últimos rumores, se me ocurre alguna idea.

Miró a los ojos azules de Barnaby.

—Para sustituir los caballos. Es lo que se hacía hace años, antes de implantar este sistema. Un caballo adquiría una reputación como campeón, luego, en una carrera, los dueños lo sustituían por otro haciéndolo pasar por el caballo ganador, y los jugadores perdían las apuestas. Los dueños estarían compinchados con algunos corredores de apuestas, y se llevarían un buen pellizco de las apuestas perdidas, así como el dinero que hubieran apostado, ellos o sus amigos, contra el campeón.

—¡Ajá! —Barnaby entrecerró los ojos—. Pérdidas inesperadas..., como dicen los rumores que ha ocurrido en la temporada de primavera.

—Ni más ni menos. Y ahí es donde entra en función el Registro Genealógico. Es un listado obligatorio de las características de un caballo, confirmando sus derechos a competir en las carreras inglesas bajo el patrocinio del Jockey Club. Los ascendientes están muy bien documentados en el Libro de los Sementales, mientras que el Registro Genealógico es, en esencia, un listado de licencias. Cada caballo tiene que ser aprobado antes de poder participar en cualquier carrera auspiciada por el Jockey Club. Además, cada entrada del registro debe contener una descripción física del animal: nombre, edad, ascendencia, y otras características generales que permitan distinguir un caballo de otro.

Dillon bufó.

—Como es imposible estar seguro al cien por cien, incluso armados con todas esas descripciones, los jueces de pista examinan a los caballos al principio y al final de una carrera. Por ese motivo, los caballos son traídos a las carreras con semanas de antelación, para que los jueces puedan disponer de una copia de la descripción que corresponde a cada corredor.

—¿Y todas las descripciones provienen del Registro Genealógico que se conserva aquí, en Newmarket?

—Mis ayudantes se dedican a hacer copias del registro para los jueces, al menos durante la temporada de carreras.

—¿Qué interés tienen para nuestro presunto ladrón las descripciones del registro? ¿En qué se puede beneficiar?

—Puedo pensar en al menos dos posibilidades. —Dillon miró al frente; estaban casi en la puerta del Jockey Club—. La primera de ellas es que si el dueño de un campeón pretende sustituirlo por otro caballo, necesita conocer las características que figuran en la descripción del registro porque el caballo que lo sustituya tiene que poseer los mismos rasgos.

Deteniéndose ante los escalones de piedra que conducían a la puerta del club, se volvió hacia Barnaby.

—La segunda posibilidad es que quienquiera que haya enviado al ladrón, tiene prevista una nueva sustitución, pero aún no ha localizado al caballo a sustituir adecuado. Mirar todas las descripciones del registro llevaría su tiempo, pero no cabe duda de que sería la mejor manera de averiguar cuál es el mejor caballo a reemplazar.

Luego hizo una pausa y añadió:

—Ten presente que el sustituto sólo tiene que superar el examen previo a la carrera, que no es muy minucioso. Porque como luego acaba en los últimos lugares, nadie se molestará en examinarlo de nuevo.

Barnaby frunció el ceño.

—De lo que podríamos deducir que ya en algunas carreras de primavera se efectuaron sustituciones de caballos sin que nadie se diera cuenta, y que un irlandés, probablemente en representación de algún propietario, quiere tener acceso al Registro Genealógico para facilitar más sustituciones.

Dillon asintió con la cabeza.

—Apostaría lo que fuera a que ambos sucesos están relacionados.

Llegaron a la puerta principal del club. Ambos se detuvieron cuando a través de la vidriera de la puerta vislumbraron al portero del club, apresurándose para alcanzar el picaporte.

Abriendo las puertas, el portero se inclinó con respeto, casi tropezando consigo mismo cuando se echó a un lado para dejar pasar a una dama.

Y no era una dama cualquiera. Ataviada con un elegante vestido de color verde esmeralda, la mujer se detuvo en el escalón superior, sorprendida de encontrarse ante ese par de torsos masculinos.

Su cabeza, coronada con una sedosa caída de tirabuzones color negro azulado, se levantó instintivamente. Los ojos, de un verde esmeralda más intenso todavía que el elegante vestido, se alzaron también; y se agrandaron al cruzarse con la mirada de Dillon.

Barnaby murmuró una disculpa y retrocedió un paso.

Dillon no se movió.

Durante un interminable momento, el mundo desapareció y sólo existió esa cara.

Esos ojos.

De un verde brillante con pintitas doradas; estaban llenos de promesas y misterio.

Era de estatura media pero al estar dos escalones más arriba, esos gloriosos ojos quedaban a la misma altura que los de Dillon. Notó la simetría clásica de sus rasgos, su piel perfecta —muy blanca y casi translúcida—, la nariz pequeña, y la boca un poco demasiado ancha. Tenía los labios llenos y sensuales, pero en lugar de alterar su belleza perfecta, esos labios atraían la atención.

Como un joven imberbe, él se quedó inmóvil y con la mirada fija en ella.

Con los ojos muy abiertos, Pris trató de recobrar el aliento. Sintió como si uno de sus hermanos le hubiera dado un puñetazo en el estómago; cada uno de sus músculos estaba tenso y paralizado, y no lograba relajarlos.

A su lado, el servicial portero sonrió.

—Vaya, aquí tiene al señor Caxton, señorita.

Pris sintió que la cabeza le daba vueltas.

Dirigiéndose a los caballeros, el portero dijo:

—Esta dama preguntaba por el registro, señor. Le hemos explicado que debe hablar con usted.

¿Cuál era Caxton? Por favor, que no fuera él.

Arrancando la mirada de esos ojos oscuros que de una manera hipnótica habían atrapado los suyos, miró llena de esperanza al dios griego, pero la buena fortuna no quiso estar de su parte. El dios griego estaba mirando a su oscuro compañero. A regañadientes, ella hizo lo mismo.

Los ojos oscuros que un momento antes reflejaban una sorpresa similar a la de ella —dudaba que él hubiera conocido a muchas damas con una belleza tan impresionante como la de él— ahora eran duros. Ella observó, fascinada, cómo se entrecerraban.

—¿De veras?

La perfecta dicción y el arrogante tono de superioridad, le indicaron a Pris todo lo que necesitaba saber sobre su clase social y sus orígenes. El matiz autoritario que impregnaba esa voz le hizo alzar la cabeza como la hija de un conde que era. Sonrió con seguridad.

—Esperaba poder ver el registro, si es posible.

Al instante, Pris sintió la absoluta atención de los dos caballeros, algo que no hizo flaquear su sonrisa. Sin apartar la mirada de Caxton, de esos ojos oscuros en los cuales, a no ser que estuviera muy equivocada, afloraba la sospecha, volvió a repetirse mentalmente sus palabras, pero no recordó nada que pudiera explicar tal reacción. Volviendo la mirada al dios griego, observó la atenta mirada que le dirigía a Caxton... ¿Había sido su acento lo que había provocado esa reacción?

Como toda la aristocracia anglo-irlandesa, Pris hablaba un inglés perfecto, pero no existían lecciones de dicción que pudieran hacer desaparecer el suave acento irlandés que delataba sus orígenes.

Y a Rus, naturalmente, le pasaba lo mismo.

Invadida por una repentina oleada de emoción —una mezcla de temor y expectación— miró de nuevo a Caxton. Al cruzarse con su mirada, arqueó una ceja.

—Señor, quizás ahora que ha regresado, pueda ayudarme en mis investigaciones.

Pris no iba a permitir que esa varonil belleza y su propia reacción ante ella, la apartaran de su misión.

Además, podía utilizar la reacción del señor Caxton ante ella a su favor. Haría cualquier cosa, todo lo que fuera necesario, para ayudar a Rus; aunque eso implicara tener que coquetear con un inglés.

Dillon asintió con la cabeza y con un gesto de la mano le indicó que volviera a entrar en el edificio, en sus dominios. Con una sonrisa coqueta, Pris se dio la vuelta y esperó a que el portero retrocediera para permitirle pasar al vestíbulo.

Subiendo los escalones, Dillon la siguió dentro. Él había observado la mirada calculadora de esos brillantes ojos verdes y se consideró debidamente advertido. ¿Una dama irlandesa que pedía ver el registro? Oh, sí, claro que hablaría con ella.

Deteniéndose en el vestíbulo, Pris lo miró con altivez por encima del hombro. A pesar de los dictados de su intelecto, Dillon no pudo evitar que su cuerpo reaccionara, pero al mirar esos ojos directos y desafiantes, se preguntó si las acciones o miradas de ella eran realmente calculadas o simplemente instintivas.

¿Cuál de las dos opciones planteaba un mayor riesgo para él?

Con una sonrisa evasiva, él señaló el pasillo de la izquierda.

—Mi despacho está por aquí.

Ella le sostuvo la mirada un instante, olvidando, aparentemente, a Barnaby.

—¿Y el registro?

La insinuación en su tono le hizo contener una amplia sonrisa. No era sólo increíblemente hermosa, tenía ingenio y una lengua afilada.

—El último tomo está allí.

Ella asintió y se dirigió al pasillo. Él la siguió medio paso por detrás. Lo suficientemente lejos para apreciar su figura, la diminuta cintura y las caderas curvilíneas que la moda imperante, con cinturas elevadas, no hacía nada por ocultar, imaginando la longitud de esas piernas que se extendían desde esas caderas, que se movían de manera provocativa, hasta unos botines sorprendentemente delicados que él había vislumbrado bajo el dobladillo de las faldas color verde esmeralda.

Un sombrerito, que lucía una pequeña pluma teñida, descansaba en medio de los bucles oscuros de la parte posterior de su cabeza. Por delante, sólo era visible el extremo de la pluma, que se curvaba encima de la oreja derecha.

Dillon sabía lo suficiente de moda femenina para identificar que tanto el vestido como el sombrero seguían la última moda de Londres. Quien quiera que fuera esa dama, no era ninguna pobretona sin dinero ni pertenecía a las clases sociales inferiores.

—La próxima puerta a la derecha. —Estaba deseando tenerla en su despacho, sentada ante el escritorio, donde él podría examinarla e interrogarla a fondo.

Ella se detuvo delante de la puerta; él pasó por su lado y la abrió. Con una regia inclinación de cabeza, la dama entró en la habitación. Dillon la siguió y la invitó a sentarse en la silla frente al escritorio. Luego rodeó el amplio mueble situado entre las dos ventanas y tomó asiento.

Barnaby cerró la puerta sin hacer ruido, luego se retiró al sillón del otro lado, frente a la estantería donde estaba guardado el último volumen del Registro Genealógico. Después de mirar a Barnaby, Dillon comprendió que su amigo pretendía mantenerse a un lado, dejándole a él las preguntas para de esa manera concentrarse en observar a la señorita...

Volviendo la mirada hacia ella, sonrió.

—Y su nombre, señorita, es...

Aparentemente cómoda en la mullida silla en la que se había sentado, Pris le devolvió la mirada.

—Dalling. Señorita Dalling. Confieso que no tengo interés alguno ni en los sementales ni en las carreras de caballos, pero esperaba poder ver ese registro del que tanto se habla. El portero me dio a entender que usted es el responsable de la custodia de ese famoso libro. Había imaginado que estaba disponible para el público como los registros de nacimientos y defunciones, pero al parecer no es así.

Tenía una voz melódica, casi hipnótica, no como la de una sirena sino como la de un narrador de cuentos, que le tentaba a creer, aceptar y responder.

Dillon luchó contra la tentación y se obligó a escucharla de manera desapasionada, manteniendo las distancias. Más que afirmar, sus palabras sonaban como una pregunta.

—El registro al que usted se refiere es conocido como el Registro Genealógico, y no, no es un documento público. Es un archivo del Jockey Club. Es, en efecto, un listado de los caballos que pueden correr en las carreras que supervisa el club.

Ella parecía absorber todo lo que él decía.

—Ya veo. Así que... si quisiera comprobar si un caballo en particular ha sido aceptado para correr en tales carreras, tendría que consultar el Registro Genealógico.

Otra pregunta expresada como una afirmación.

—Sí.

—Entonces es posible ver ese Registro Genealógico.

—No. —Él sonrió con condescendencia cuando ella frunció el ceño—. Si usted desea saber si un caballo en particular ha sido aprobado para participar en las carreras, tiene que solicitar la información.

—¿Solicitar?

Por fin, una pregunta directa y franca; la sonrisa de Dillon se hizo más amplia.

—Rellena un formulario, y uno de los ayudantes del registro le proporcionará la información requerida.

Ella parecía disgustada.

—Una simple formalidad. —Tamborileó con los dedos en el brazo de la silla—. Supongo que esto es Inglaterra, después de todo.

Él no respondió. Cuando quedó claro que no iba a picar el anzuelo, probó otro camino.

Se inclinó hacia delante, sólo un poco, como disponiéndose a hacer una confidencia, fijó su verde mirada en la cara de Dillon, a la vez que reclamaba su atención hacia unos pechos realmente impresionantes, no demasiado grandes, pero aun así deliciosamente tentadores.

Habiéndose percatado de sus acciones, él logró no apartar la mirada de su cara.

Ella sonrió levemente, con coquetería.

—Seguramente a usted no le importará que le eche un vistazo, ¿verdad?

Los ojos verdes esmeralda capturaron los suyos y cayó bajo su hechizo. Otra vez. Esa voz seductora tenía un cierto matiz conmovedor que amenazaba con arrastrarlo de nuevo; tuvo que luchar para liberarse del efecto hipnótico.

No fruncir el ceño le costó todavía más.

—No —respondió, y suavizó la respuesta—: me temo que no es posible.

Ella frunció el ceño, su expresión era totalmente genuina.

—¿Por qué no? Sólo quiero mirarlo.

—¿Por qué? ¿Qué interés tiene en el Registro Genealógico, señorita Dalling? No, espere. —Endureció la mirada, y dejó que afloraran sus sospechas—. Ya nos ha dicho que no le interesan estas cosas. ¿Entonces, por qué es tan importante para usted mirar el registro?

Ella le sostuvo la mirada con firmeza. Un momento después soltó un suspiro y, sin perder la calma, se recostó en la silla.

—Es por mi tía. —Cuando él mostró su sorpresa, ella agitó la mano con despreocupación—. Es algo excéntrica. Su última pasión son los caballos de carreras... Por eso estamos aquí. Tiene curiosidad por conocer hasta el más mínimo detalle de las carreras de caballos. Oyó mencionar la existencia de ese registro en alguna parte, y ahora no quiere más que dominar la materia.

Lanzó un teatral suspiro.

—Pensé que aquí no se molestarían en recibir a una excéntrica ancianita, así que vine en su lugar. —Fijando esos perturbadores ojos verdes en él, continuó—: Es por eso por lo que me gustaría echarle un vistazo al Registro Genealógico. Sólo una miradita.

La última frase sonó casi burlona. Dillon consideró cómo responder.

Podría dirigirse a la librería, tomar el último volumen del registro, y exponerlo sobre el escritorio ante ella. Pero la cautela le aconsejaba no mostrarle el registro aunque fuera para echar sólo una mirada. Podría decirle qué información estaba incluida en cada entrada del registro, pero incluso eso podría ser muy tentador para un cómplice de quienes planearan las sustituciones de caballos. Eraun riesgo demasiado grande para poder ignorarlo.

Quizá la pondría en evidencia si le sugería que llevara a su tía a la oficina, pero no importaba cuánto indagara en esos ojos color esmeralda, él no estaba seguro de que estuviera mintiendo acerca de la anciana. Era posible que la historia, aunque un tanto enrevesada, fuera cierta. Y en ese caso se vería obligado a quebrantar la regla, hasta ahora inviolada, de que nadie salvo él y los ayudantes del registro tuvieran permitido mirar el Registro Genealógico, por una viejecita encantadora.

Alguien que por otra parte, también podía hacer correr la voz.

—Me temo, señorita Dalling, que lo único que puedo decirle es que las entradas del registro comprenden un listado de licencias concedidas a los caballos que quieren competir bajo el patrocinio del Jockey Club. —Extendió las manos con pesar—. Es todo lo que estoy en libertad de divulgar.

Los ojos verdes se habían vuelto transparentes y duros.

—Cuánto misterio.

Él sonrió débilmente.

—Creo que también tenemos derecho a nuestros propios secretos.

La distancia entre ellos era demasiado grande para estar seguro, pero le pareció ver una sombra de burla en sus ojos. Durante un instante, no supo lo que ella haría a continuación —si se retiraría o si intentaría alguna otra treta, probablemente con un poco más de persuasión—, pero entonces, ella suspiró de nuevo, cogió su bolso del regazo y se levantó.

Dillon se levantó también, sintiendo el impulso de hacer algo para prolongar la visita. Sin embargo, rodeó el escritorio, y se acercó a ella lo suficiente para ver la expresión de sus ojos. En ellos ardía el mal genio (ese temperamento irlandés a juego con su acento). Y aunque se contenía, ella estaba definitivamente molesta e irritada con él.

Porque no había podido doblegarlo a su voluntad.

Dillon curvó los labios. Por la irritación que se reflejaba en esos profundos ojos verdes, ella debía de haberse dado cuenta de que él no parecía inclinado a caer víctima de sus encantos.

Sin importar cuán encantadora fuera en realidad.

—Gracias por su tiempo, señor Caxton. —Su tono era frío, o más bien helado, marcado por el más suave acento irlandés que pudo pronunciar—. Informaré a mi tía de que tendrá que seguir viviendo con la incógnita.

—Lamento mucho tener que decepcionar a una anciana; de cualquier manera... —se encogió de hombros levemente—, las reglas son las reglas, y existen por una buena razón.

Él observó su reacción, buscando alguna señal de que lo comprendía, pero ella simplemente alzó las cejas con incredulidad y disgusto y se giró.

—La acompañaré a la salida. —La precedió hasta la puerta del despacho y la abrió.

—No es necesario. —Muy brevemente, le mantuvo fija la mirada antes de pasar por su lado—. Seguro que puedo encontrar el camino.

—Insisto. —La siguió al pasillo.

Por la rigidez de esa espalda femenina estaba claro que la había ofendido por no haber confiado en que ella se dirigiría directa al vestíbulo. Pero los dos sabían que si él no la hubiera acompañado, ella se habría desviado de su camino, confiando en que su belleza la sacaría de cualquier apuro en el que se hubiera visto envuelta si la encontraban en algún lugar donde no debiera estar.

Pris no volvió la vista atrás cuando llegó al vestíbulo y se apresuró hacia las puertas principales.

—Adiós, señor Caxton.

Soltó las gélidas palabras por encima del hombro. Desde la entrada del pasillo, él observó cómo el portero, todavía deslumbrado, le abría la puerta. Ella la atravesó velozmente, desapareciendo bajo el sol radiante; las puertas se cerraron detrás de aquella vibrante visión.

 

 

Dillon regresó a su despacho y encontró a Barnaby mirando por la ventana de la esquina.

—Está muy irritada. —Apartándose de la ventana, Barnaby ocupó la silla que ella había dejado—. ¿Qué opinas?

Dillon volvió a sentarse.

—Una conversación interesante. O mejor dicho, una conversación de gran interés para mí.

—No cabe duda. ¿Pero qué opinas? ¿Crees que la envió el irlandés?

Reclinándose en su asiento, Dillon extendió las largas piernas hacia delante y tamborileó con los dedos en el escritorio mientras consideraba la pregunta.

—Creo que no. Para empezar, esa chica pertenece a la clase acomodada, probablemente a la aristocracia. Posee ese inconfundible aire de confianza, característico de la nobleza. Así que dudo que esté relacionada con el irlandés que está haciendo preguntas en las tabernas. Sin embargo, si lo que me estás preguntando es si creo que quien envió al irlandés también la envió a ella, entonces, sí, creo que existe una buena posibilidad.

—Pero ¿por qué molestarse en preguntar si podía mirar el registro? Echarle sólo una miradita como ha dicho ella.

Dillon miró a su amigo a los ojos.

—Cuando nos vio y el portero dijo que uno de nosotros era el señor Caxton, ella esperaba que fueras tú. Ya la viste. ¿Cuántos hombres crees que habrían permanecido inmunes a sus encantos?

—No me habría convencido de nada.

—No, porque te pusiste en guardia en cuanto mencionó el registro, y aún más cuando se explicó. Pero ella, y quien quiera que la enviara, no esperaba eso.

Barnaby consideró las palabras de Dillon.

—Pero tú eres inmune, insensible, y poco impresionable a los encantos femeninos. —Curvó los labios—. En cuanto te vio, en cuanto supo que eras tú el responsable del registro, quedó impactada.

Dillon recordó el momento; impactada, sí, pero ¿en qué sentido? ¿En el bueno o en el malo?

Después de la primera impresión lo había mirado con una evidente curiosidad. Una que él había sentido con la misma intensidad.

—Entiendo lo que dices —continuó Barnaby—. Después de una simple miradita, ella hubiera pedido un vistazo más y luego ¿por qué no dejar a esa pobre y hermosa chica mirar el registro durante una hora o dos? Al fin y al cabo no haría ningún mal a nadie, siempre que permanecieras en el despacho con ella, vigilándola a tu gusto.

—Exacto. —El tono de Dillon fue seco—. Imagino que ése habría sido el plan si yo hubiera sido más susceptible.

—De todas formas, ahora tenemos dos vías de investigación. El irlandés y sus intentos por entrar en el club, y la hermosa señorita Dalling.

Barnaby miró a Dillon a los ojos e hizo una mueca.

—En vista del ingenio que ha demostrado la señorita Dalling, será mejor andar con pies de plomo, así que dejaré que seas tú quien la investigue. Centraré mi atención en el desconocido irlandés y veré si alguien de los alrededores me puede contar algo esta noche.

Dillon asintió con la cabeza.

—Podemos reunirnos mañana por la tarde y compartir lo que hayamos descubierto.

Barnaby se levantó. Mirándolo directamente a los ojos, Dillon sonrió con ironía.

—Mientras estés en esas tabernas, consuélate pensando en que yo estaré buscando a la señorita Dalling en esos acontecimientos sociales que preferiría evitar como a una plaga.

Barnaby sonrió ampliamente.

—Cada uno tendrá que hacer su propio sacrificio. —Se despidió con un gesto de la mano, y salió.

Sentado detrás de su escritorio, Dillon miró fijamente la silla ahora vacía y pensó otra vez en la señorita Dalling y en el misterio que entrañaba.

 

2

 

—No veo a Rus por ningún lado. —Pris escudriñó a la multitud de jinetes, entrenadores y mozos de cuadras que formaban parte de la sesión de entrenamiento en la pista de Newmarket. Iba a disputarse una carrera menor; muchas caballerizas aprovechaban ese tipo de carreras para hacer pruebas que despertaban el entusiasmo de los corredores de apuestas, o eso era lo que le había dicho el mozo de las cuadras de Crown & Quirt.

Lo cual, pensó Pris, explicaba el motivo de por qué había tanto público presente, que al igual que Adelaide y ella misma, permanecían de pie detrás de las vallas de enfrente de la pista, observando a los caballos. Al menos la multitud servía para camuflarlas.

Adelaide entrecerró los ojos mientras miraba la pista.

—¿Puedes ver a alguien de las caballerizas de lord Cromarty?

—No. —Pris examinó a los jinetes sobre sus impacientes monturas, los comentarios volaban entre ellos y los entrenadores, y los jueces de la pista—. Pero no estoy segura de reconocer a nadie salvo al propio Cromarty, que es bajo y rechoncho. También he visto al jefe de cuadras, Harkness, por lo menos una vez. Es alto y moreno, con un cierto aire temible. Hay algunos hombres de esas mismas características por allí, pero no creo que esté entre ellos. No son lo suficientemente morenos, o feroces si lo pienso bien. —Miró a su alrededor—. Caminemos. Quizá Rus o Cromarty estén de este lado de la pista, hablando con alguien.

Abrieron las sombrillas para protegerse del sol de la mañana y pasearon por el césped, atrayendo más de una mirada hacia ellas.

Pris se dio cuenta del interés que despertaba a su paso, pero hacía mucho tiempo que era inmune a ese tipo de miradas. No podía evitar observar con desdén a aquellos que la miraban fijamente, aturdidos y algunas veces babeantes.

Adelaide y ella cambiaron de rumbo entre todo el gentío, buscando con mucho disimulo. Luego, rodeando un numeroso grupo de educados caballeros que comparaban notas con varios corredores. A unos metros delante de ella, vio una figura alta y delgada, y muy morena.

Los ojos oscuros de Caxton estaban fijos en ella.

Pris contuvo el impulso de tomar el brazo de Adelaide, girarse y caminar en dirección opuesta. Pero aunque quería hacerlo, la maniobra despertaría las inoportunas sospechas de Caxton, además de demostrarle que era una cobarde, lo que no era cierto.

El pensamiento de que él la creyera una cobarde la irritó lo suficiente como para alzar la nariz con altivez cuando Adelaide y ella se acercaron a él.

Dillon esperó hasta que se detuvieron delante de él, luego esbozó una leve sonrisa. Una sonrisa que le hizo desear propinarle una patada... y otra a sí misma por tonta. Debería haberse detenido unos metros atrás y esperado a que él se acercara a ella.

Al menos la saludó cortésmente con la cabeza y fue quien habló primero.

—Buenos días, señorita Dalling. ¿Examinando el terreno?

—En efecto. —Se negó a reaccionar a la sutil insinuación de que él no estaba seguro de que fuera el terreno lo que llamaba su interés. Habían pasado años desde que ella había jugado a esos juegos; estaba falta de práctica. Mejor pasarlo por alto y cambiar de tema.

—Ésta es la señorita Blake, una de mis mejores amigas.

Dillon se inclinó de forma respetuosa sobre la mano de la señorita Blake e intercambió con ella los saludos de rigor. La señorita Blake era una hermosa chica con brillante cabello rubio y radiantes ojos color avellana; sin duda destacaría entre la mayoría de las mujeres, pero al lado de la señorita Dalling, esa belleza palidecía.

—¿Es ésta su primera visita a Newmarket?

Él miró a la señorita Dalling, incluyéndola en la pregunta. Ella no le había ofrecido la mano; las había mantenido bien aferradas al mango de la sombrilla.

Fue la princesa irlandesa la que contestó:

—Sí. —Con un frufrú de faldas, que en esta ocasión eran de un vívido color azul, ella se volvió hacia la pista cuando un grupo de caballos pasó con un gran estruendo—. Y hablando de Newmarket... —Señaló a la pista y luego lo miró—. Dígame, ¿participan en esta carrera todas las caballerizas? ¿Es obligatoria?

Él se preguntó por qué motivo quería saberlo.

—No. Los entrenadores pueden participar en las carreras que deseen. Pero la mayoría prefieren aprovechar la ventaja que supone disponer de la pista, aunque sólo sea para que sus corredores conozcan el terreno. Cada pista es diferente. Distinta longitud, distinta forma..., distinta manera de correr en ella.

Pris arqueó las cejas.

—Debo comentárselo a mi tía Eugenia.

—Pensé que como aficionada, lo sabría.

—Oh, su pasión por las carreras es algo reciente, es por eso por lo que quiere conocer todos los detalles. —Lo examinó como si estuviera decidiendo si él podría serle útil.

Él la miró a los ojos, haciéndole ver que conocía sus artimañas.

Ella a su vez le sostuvo la mirada y por un momento pareció que consideraba la idea de retarlo para ver si era capaz de resistirse a sus argucias. Al final decidió ir al grano y preguntó:

—Dado que no me deja ver el registro, quizá pueda decirme con exactitud qué contienen las entradas, así podría decírselo a mi tía y resolver al menos esa duda.

Él le sostuvo la mirada, luego consciente de que la señorita Blake, de pie al lado de ellos, paseaba la mirada de uno a otro, se volvió hacia ella y le preguntó:

—¿La anciana dama también es su tía?

La señorita Blake sonrió con ingenuidad.

—Oh, no. Ella es tía de Pris. Yo solamente soy ahijada de lady Fowles.

Dillon volvió la mirada hacia Pris —¿Priscilla?— a tiempo de captar el fruncimiento de ceño con que obsequió a la señorita Blake, pero cuando levantó la mirada hacia él, sus ojos tan sólo mostraban un moderado interés.

Arqueó una ceja en su dirección.

—¿Las entradas del registro?

¿Cuánto debía divulgar...? ¿Qué la tentaría a indagar todavía más? ¿Cuánto sería suficiente para que ella acabara por revelarle por qué y para quién preguntaba?

—Cada entrada lleva el nombre del caballo, su sexo, color, fecha y lugar de nacimiento, su dueño y su madre, sus ascendientes... Un caballo debe ser de pura sangre para poder competir en las carreras del Jockey Club.

Estaban de pie no demasiado lejos de la valla; a medida que salían los caballos a la pista, los corredores de apuestas, los revendedores de entradas, los apostadores y todo el público en general se apiñaban sobre la valla para poder ver mejor. Uno de ellos lo empujó contra la señorita Blake, ya que él se había quedado mirando fijamente a la señorita Dalling.

Agarró por el codo a la señorita Blake para ayudarla a mantener el equilibrio sin quitarle ojo a la señorita Dalling. Luego la soltó, mientras la señorita Blake mascullaba un entrecortado agradecimiento, y les indicó la zona más alejada de la pista.

—A menos que quieran ver los caballos, será mejor que nos retiremos un poco más lejos.

La señorita Dalling asintió conforme.

—La tía Eugenia aún no se ha obsesionado por ningún animal en particular.

Dillon crispó los labios, conteniendo las ganas de preguntar si la tal tía Eugenia existía de verdad. Pero en su lugar caminó entre ambas señoritas a través del césped, lejos de la pista.

La señorita Dalling lo miró.

—¿Qué más incluyen las entradas del registro?

¿Qué respuesta despertaría más su interés?

—Existen más detalles en cada entrada, por supuesto, pero todos, me temo, son confidenciales.

Pris miró hacia delante.

—¿Así que alguien que desee participar en las carreras de caballos del Jockey Club tiene que registrar el caballo, con todos esos detalles que mencionó, y esos otros que no dijo, para recibir una licencia?

—Sí.

—¿Dicha licencia es un pacto verbal o un impreso? <

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