1.ª edición: junio, 2015
© 2015 by Ana Re
© Ediciones B, S. A., 2015
Consell de Cent, 425-427 - 08009 Barcelona (España)
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ISBN DIGITAL: 978-84-9069-139-7
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Contenido
Portadilla
Créditos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 1
Elisabeth Harrigthon golpeó el abanico tres veces contra su pecho y contuvo un bufido nada femenino, ni propio de su delicada constitución. Hija del duque de Newark había sido nombrada «la Incomparable» en su primera temporada. Su belleza, de melena rubia cual hilos de oro, ojos verdes casi gatunos y unas facciones dulces que agradecía a su madre, le habían granjeado un sinfín de admiradores, y el añadido de su escandalosa dote un número indecente de proposiciones matrimoniales.
Pero ocho años después de aquel magnifico debut, allí seguía, asistiendo a las fiestas más importantes de la temporada en Londres y maldiciéndose por su traspiés con el marqués de Worcester, Sebastian Harley. Y por mucho que su doncella y mujer de mayor confianza, Marie Lamont, le dijese que era una torpeza muy fácil de ocultar, ella jamás lo vio tan claro. Teniendo en cuenta quién era y lo que poseía, ni siquiera se le había pasado por la imaginación que Sebastian no le propusiese matrimonio un segundo más tarde de la pérdida de su inocencia, pero, lamentablemente, su padre, el duque de Washaven, tenía una idea muy distinta. Según las propias y muy cobardes palabras de Sebastian: «Me ha prohibido tajantemente un matrimonio contigo y me ha amenazado con desheredarme», y tras las demás disculpas que Elisabeth relegó en lo más profundo de su memoria, su carácter egoísta y caprichoso la ayudó en esos momentos a ni siquiera sentir más dolor que el de la humillación, y la caballerosidad de Sebastian a que aquel incidente quedase en secreto.
Aquellos acontecimientos no le habían molestado durante mucho tiempo, hasta ahora que, con asombro y una pizca de inocencia por su parte, se veía delante del anuncio de compromiso de Sebastian Harley con su prima Christine. Hacía un año que había muerto el duque de Washaven y Elisabeth había anidado la esperanza de que ese hecho propiciara un cortejo por parte de él para reparar el daño pasado. Craso error. Allí estaba, en la cabecera de la mesa brindando por su prima de anodinos rasgos y unos quince años menor que él.
—Parece que nuestra querida prima ha hecho el mejor lazo de la temporada. —Tristan Harrigthon era sin duda su primo favorito, con él asistía desde hacía cinco años a todos los eventos y se aseguraba diversión. Tenían tanta complicidad que más de una vez quiso revelarle su pequeño secreto, pero la vergüenza la detenía—. Ni siquiera yo, que soy familiar suyo, entiendo qué ha visto en ella —se burló.
Elisabeth contuvo una carcajada y desplegó su abanico de nuevo.
—Puede que este sea mi año también —se rio—, estoy en el punto límite de convertirme en una solterona consagrada.
—Lo cual no deja de ser sorprendente. ¿Cómo van las propuestas este año?
—Cinco menos que a estas alturas del año pasado, pero de todos modos no tengo una proposición de matrimonio decente desde hace al menos tres años. Mi belleza comienza a resquebrajarse, no así mi dote, gracias a Dios. —Y se abanicó dos veces más—. Quizás debería hacerme desear un poco más y asistir a la mitad de las fiestas.
Tristan soltó una exclamación de horror que atrajo la mirada del comensal de su lado. Esperó a que este volviera a su conversación anterior y le murmuró:
—Querida Lissy, si faltas a más de dos fiestas, ya puedes ir haciendo tus maletas y mudarte con tía Pippa a Bath, porque habrás dado por concluida tu caza para todas estas matronas, y esperaran con los brazos abiertos que te unas a ellas en sus rincones oscuros al lado de la mesa de la limonada.
Elisabeth se rio, pero tenía razón. A los veinte había parecido exigente al no elegir marido, a los veintitrés demasiado caprichosa, ahora a los veintiséis estaba a punto de convertirse en excéntrica gracias a su título, pero sin su título y dote sería una pobre infeliz para los demás.
—Afortunadamente mi madrastra está ocupadísima este año presentando a Gabriella, y mi padre parece haber puesto toda su atención en ello también, así que al menos podré descansar tres comidas sin oír algo sobre mi matrimonio.
—Me pregunto si vería algo más en ella que las tierras que colindan con su propiedad. —Tristan volvía a tener la mirada puesta en Sebastian y la sonrojada novia, que recibía con una media sonrisa todas las felicitaciones, mientras la gente se levantaba para ir al salón de baile—. Cualquier otro motivo se escapa a mi imaginación.
—Es joven, de buena familia… —Le golpeó el hombro con su abanico—. Puede que le guste.
—¿Gustarle? —Soltó una carcajada—. Podría tener a cualquier pollita de esta sala, y las hay cien veces más agradables a la vista que ella.
—Parece tener unas buenas caderas… Un heredero es importante —dijo aguantando la risa. Si ella seguía a ese ritmo igualaría las de su prima: había engordado cinco kilos desde su debut, sus corsés lo atestiguaban, la mitad se habían ido a sus pechos y la otra mitad a su trasero. Siempre había sido una mujer menuda pero un poco voluptuosa, dos temporadas más y tendría que sentarse como su tía Milly en los extremos de las sillas para no desmayarse con la presión del corsé.
—Vamos a felicitar a la pareja. —Reacia, Elisabeth se cogió del brazo de su primo, era inevitable que tendría que enfrentarse a Sebastian en algún momento de la noche. Todas las temporadas sufría ese primer encuentro que la dejaba apática durante las siguientes dos fiestas, las tres siguientes furiosa y una más con ganas de encerrarlo en la habitación más cercana y desnudarlo. Esos pensamientos eran indecorosos, pero ella no tenía la culpa de que fuese tan endiabladamente atractivo. A pesar de sus muchos defectos, tenía un cuerpo que recordaba vigoroso, un rostro que haría sufrir de envidia al mismo demonio, unos ojos azules que brillaban aún más al estar enmarcados por su cabellera negra; y era al menos una cabeza más alto que ella. Una vez más frente a él, se saltó el rutinario proceso de aquellos ocho años, y ya fuera por verlo prometido o porque esa noche estaba más arrebatador que nunca, la apatía y la furia de las siguientes cinco fiestas dejaron paso en una sola a la sexta, en la que desearía meterse en cualquier alcoba con él y que le hiciese cualquiera de las maravillas que recordaba tan lejanas.
—Washaven, mi enhorabuena, has capturado a la más deliciosa de mis primas. —Tristan era muy malvado, Christine lo sabía, se odiaban desde su mismo nacimiento, o al menos eso se decía entre sus parientes. Su prima se puso roja por un instante, pero mantuvo la compostura como era lo propio en una dama, y le sonrió.
—Gracias, querido primo.
—Gracias, Lord Tristan, soy un hombre afortunado. —Sonrió a Tristan, y entornó los ojos hacia Elisabeth mientras daba la mano a su primo, ella alzó las cejas ante el comentario y le dedicó una amplia sonrisa a Christine mientras le besaba la mejilla.
—Washaven. —Elisabeth pareció paladear el nombre y, como siempre, él suspiró en su presencia—. Mis felicitaciones, tu padre estaría muy orgulloso —dijo aquello con todo el cinismo que pudo, se lo merecía el muy canalla—. Es una gran unión y estamos encantados de tenerte en nuestra familia.
—Lady Elisabeth. —Besó el dorso de su mano enguantada, pero ella sentía el calor de aquellos labios como si estuviesen por su cuello desnudo, ¡oh, por qué tenía que ser tan guapo! No le dejaba pensar con lucidez—. Como siempre, estáis deslumbrante.
Ella hizo un gesto de asentimiento con la mano y se separó más centímetros de Washaven, su cercanía no era buena para ella, no lo había sido nunca.
Christine miraba a Elisabeth esperando que a ella también le dijese algo, era de sobra conocida la envidia que le profesaba a su bellísima prima, y por una vez se veía tan superior a ella que no podía borrar la sonrisa del rostro mientras la miraba.
—Querida prima, hacéis una pareja encantadora.
No supo decirle más, era eso o ser descortés.
—Ay, Elisabeth, lo sé, espero que este año tú también anuncies tu compromiso y podamos charlar sobre preparativos para nuestras bodas. —Y soltó una risilla tonta que a su prima simplemente le hizo levantar las cejas.
Se abanicó dos veces y miró a Sebastian entornado los ojos gatunos y lanzando una de sus sonrisas más seductoras.
—Sebastian. —Se inclinó despidiéndose y dejando a una Christine roja de furia… Y el rojo no era un color que le favoreciera dado su pelo anaranjado y el vestido amarillo que llevaba.
—¡Qué demonios ha sido eso! —Tristan prácticamente tiró de ella hacia el salón de baile, su perpetua expresión risueña había desaparecido—. ¿Quieres cavar tu propia tumba ahora que ya está pillado?
—No sé lo que quieres decir. —Se encogió los hombros fingiendo indiferencia.
—Lo sabes, claro que lo sabes.
Elisabeth cerró los ojos negándose a creer que había sido tan transparente, aunque quizás solo era que Tristan la conocía a la perfección y se había dado cuenta durante aquellos años de lo que pasaba.
—Espero que bailes al menos tres piezas con cualquiera de los caballeros aquí presentes para aplacar los rumores que Christine hará correr sobre ti.
—No se atreverá. —Y soltó un grito ahogado—. Es su futuro marido, no se ha visto en otra igual, callará por no enfadarlo.
—¿Y qué te hace pensar, queridísima, que al ahora duque de Washaven le importa lo que se comente sobre ti? —Tristan ladeó la cabeza con una media sonrisa y una ceja levantada.
—Soy la hija del duque de Newark, mi padre tiene fama de tener muy buena puntería. —Eso era cierto. Nadie, absolutamente nadie, se atrevía a lanzar un rumor sobre los Harrigthon desde hacía treinta años lo menos, cuando George Harrigthon se alzó con un ducado y una impresionante fortuna en sus bolsillos. El último había sido un pobre diablo que ahora vivía de la caridad en no se sabía qué pueblo del norte de Escocia.
—Eso es cierto —dijo Tristan meneando la cabeza afirmativamente—, ni siquiera esa zorra codiciosa se atrevería a enfadar a tu padre.
—Sobre todo teniendo en cuenta que es él quien ha puesto el dinero para su dote por si algún día se casaba.
—Es de mal gusto que comentes esas cosas, Elisabeth —sonreía—, pero son muy jugosas.
Elisabeth desplegó su carnet de baile dando por zanjada la conversación y frunció el ceño.
—Tengo libres al menos tres bailes… no me ocurría eso desde… —ahogó una exclamación—. No me había ocurrido nunca. Santo cielo, acabaré siendo sacada a bailar solamente por Bhane y su pandilla de cachorros cazafortunas.
Era bien conocida la fama del conde Bhane de intentar conseguir año tras año una heredera que salvase a su familia de la inminente bancarrota que sufriría. Desgraciadamente no poseía ni el encanto, ni la belleza necesaria para que se pasase por alto el hecho de sus bolsillos rotos, ni siquiera su título parecía convencer a nadie, quizás porque su fama de jugador… y perdedor, también era de sobra conocida.
Capítulo 2
Sebastian seguía atónito, inclinaba la cabeza ante cada felicitación pero su mente estaba en otro lugar, concretamente enfrente de la diosa rubia más caprichosa que nunca había conocido. No estaba preparado para verla felicitarlo por su compromiso, aunque sabía que en algún momento esa confrontación existiría ya que Christine era su prima, pero tenía la esperanza de que fuese en otra ocasión más lejana, no cuando sus dudas sobre ese matrimonio eran todavía demasiado fuertes. Verla año tras año en aquellas fiestas siempre había sido emocionante, deseaba encontrarla, incluso ansiaba comenzar con las sesiones en el parlamento porque sabía que aquello significaba que la vería, y el hecho de que aún no se hubiese casado le causaba una tranquilidad y felicidad malsana. Sabía que llegaría un día en que Elisabeth estaría en la cama de otro hombre, pero por Dios que él no quería ni pensar en ello.
Habían adquirido una rutina similar a la de un matrimonio de edad: se encontraban en la primera fiesta, se saludaban y hacían dos o tres comentarios sarcásticos; un baile; dos fiestas más; otros cuatro bailes; una conversación tensa pero divertida, al fin y al cabo ella era una mujer muy entretenida; otras tres fiestas en las que Elisabeth lo intentaba herir con su humor más ácido; otros cinco bailes y una ocasión más en la que la seguía por terrazas y jardines intentando buscar un momento a solas que nunca llegaba. Ella ni se imaginaba lo que daría por volver a tenerla en su cama. No había encontrado a otra mujer que le llenase tanto el alma y el cuerpo, ni que, por una sonrisa suya, hiciese tambalearse una estricta educación recibida durante años para convertirse en el duque de Washaven.
Odiaba a su padre, había llegado a esa conclusión hacía mucho, y ese matrimonio con el que demostraba ser un buen hijo y un buen duque, no hacía que lo odiase menos.
Sebastian ya sabía qué baile le había concedido Elisabeth, durante ocho años siempre era el mismo: el segundo vals. Tenía la impresión de que lo guardaba para él. Siempre tenía el carné de baile muy solicitado, pero Sebastian conseguía bailar con ella alguna otra pieza más a costa de mantener pequeñas conversaciones con alguno de sus pretendientes y estos, de forma amable, le dejaban su baile.
Aún recordaba cómo había llegado al despacho de su padre, alborozado y con el estómago encogido de felicidad, para decirle que le pediría matrimonio a Elisabeth Harrigthon. Sin embargo, el duque de Washaven alzó una de sus cejas y chasqueó la lengua negando con la cabeza.
—Quita esa sonrisa de bobo, no te casarás con la hija del duque de Newark.
—¿Bromea? ¿Qué ve de malo en lady Elisabeth, padre? —Sebastian había contestado de manera arrogante, nadie en su sano juicio descartaría Elisabeth. Era un buen partido en todos los sentidos por su purísima sangre casi real, sus ingresos, su educación ducal y su belleza espectacular.
—En ella, probablemente nada, sería una duquesa perfecta. —Comenzó a hurgar en un cajón de escritorio y sacó una tarjeta—. Pero no quiero a la hija de una zorra codiciosa como dueña de mi casa. Y por si en algún momento se te ocurriese la brillante idea de desavenir mi consejo, aquí mismo tengo la dirección de mis abogados, a los que voy a escribir ahora para modificar mi testamento y desheredarte en caso de que te cases con ella.
—No puede desheredarme por casarme con la hija del duque de Newark, es ridículo, pensarán que ya no rige bien. —Su padre se rio.
—Muchacho, lo haré, porque dejaré muy claro que tengo la certeza de que Elisabeth Harrigthon no es hija del duque de Newark, sino de cualquiera de los amantes de su madre… ¿Podrías mirarla a la cara y decirle que has sido tú el que ha provocado ese escándalo?
—Está claro que no seré yo...
—Eres un imbécil si piensas que se casará contigo sin el ducado a la espalda, y si lo intentas tras mis declaraciones, no habrá ni un solo hombre decente que quiera desposarla, ni una casa donde sea bien recibida. ¿Estás seguro de que ese animal social que es lady Elisabeth podrá vivir encerrada contigo en las propiedades de tu abuelo que posees en el campo? Porque allí es donde quedareis recluidos, muchacho.
—¿Es hija suya? —A Sebastian se le qu