Benditas tierras

Fragmento

Creditos

1.ª edición: junio, 2015

© 2015 by Andrea C. Pereira

© Ediciones B, S. A., 2015

Consell de Cent, 425-427 - 08009 Barcelona (España)

www.edicionesb.com

ISBN DIGITAL: 978-84-9069-141-0

Maquetación ebook: Caurina.com

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Dedicatoria

 

 

 

 

 

Porque con decisión y tristeza, él también buscó sus Benditas Tierras para encontrar un futuro mejor, este libro quiero dedicárselo a mi papá, Cacho. Te amo.

Contenido

Contenido

Portadilla

Créditos

Dedicatoria

 

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Epílogo

Nota de la autora

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CAPÍTULO 1

—Señora, ¿se siente mejor?

—Estoy mejor Majo, tranquilízate.

—La niña está con Margarita encerrada en su cuarto y el señor se ha marchado.

—Gracias a Dios —suspiró—. Quiero dormir un rato, luego tráeme a Gabriela.

—La niña se impresionará mucho si la ve en ese estado, señora.

—Más se impresionará si no permito que esté a mi lado. Ella ha escuchado lo que ha ocurrido y debe estar muy nerviosa. Ve con ella y dile que estoy descansando. En cuanto despierte puede venir.

—Sí, señora.

La nerviosa criada salió de la enorme y oscura habitación matrimonial después de acomodarle las mantas sobre la cama y la dejó sola. Ilse cerró los ojos obligándose a dormir. Sabía que no lo lograría. Las imágenes del horror reciente la acosaban, sin mencionar el temblor que no podía contener. Los recuerdos impedirían que llegara el tan deseado descanso. Las lágrimas volvieron a desbordarse de sus ojos, y sus manos doloridas se alzaron para inspeccionar las partes lastimadas y terriblemente inflamadas de su cuerpo. Comenzó una lenta oración pero sus intenciones no eran buenas, así que no invocó a nadie en particular. Solo rogaba que su tirano y cruel esposo no regresara nunca y el mar lo acunara para siempre como hizo con su hijo.

Diez años atrás con tan solo dieciséis años, Ilse fue entregada en matrimonio al comandante Rodolfo de La Torre Nueva, un joven español, valiente y destacado que integraba y comandaba una de las compañías más encumbrada del ejército, a las órdenes del Emperador Carlos V, que cumplía una misión en su Alemania natal, combatiendo contra los luteranos que pretendían reformar los dogmas de la Iglesia Católica. Allí el oficial se unió al cuerpo de soldados alemanes conducidos por el teniente coronel alemán Paúl Gyessen, padre de Ilse, que también se oponía a las reformas que proclamaba un tal Martín Lutero, y que conseguía cada vez más seguidores para luchar contra la ortodoxia de la iglesia romana. En una de las batallas, el gallardo militar español recibió un disparo de arcabuz cuando se interpuso entre el arma y su nuevo líder alemán. Luego de ganada la contienda, el teniente coronel llevó al comandante herido a su residencia alemana en la ciudad de Tréveris, a orillas del río Mosela al sudoeste de Alemania, donde recibió del anfitrión las mejores atenciones para su rápida mejoría y algo más a cambio de su arrojo y valentía.

A las dos semanas de hospedarse en la gran residencia del alemán, Rodolfo merodeaba por toda la comarca. La herida debajo del hombro derecho había sido impresionante pero no grave. Era un hombre en la plenitud de la vida, fuerte, joven, de físico entrenado, que se recuperó con facilidad. En una de sus caminatas por los bosques que se encontraban dentro de la propiedad, conoció a las cuatro hijas del teniente y quedó instantáneamente prendado de Ilse, la mayor de las hermanas. La muchacha con sus suaves ondas color miel, cubiertas con una delicada cofia, sus azules ojos de mirada bondadosa y su encantadora sonrisa lo había embelesado. No podía evitar sentir estremecimientos si imaginaba esas largas y sedosas piernas, que ocultaba bajo una abultada y pesada falda, enredadas con las suyas. Rodolfo se ocupó rápidamente de conseguir información sobre Ilse, y supo por los criados que la muchacha tenía dieciséis años, pero la diferencia de edad no amedrentó su interés. No perdía ocasión de hablar con ella. La buscaba por las noches después de la cena para pasear por el gran jardín poblado de inmensos robles que rodeaba la mansión, y durante el día la ayudaba en sus labores diarias, aun si ello incluía sostener un aburrido bastidor. Se había enterado por la propia Ilse de que en el pasado había estado prometida a un terrateniente alemán, pero este había muerto en altamar meses atrás, a causa de una peste que se propagó rápidamente en la nave que su prometido capitaneaba y cuyo deceso la había dejado libre de compromiso.

El teniente coronel Paúl Gyessen, era un aclamado dirigente alemán. Importante por su experimentada colaboración, por su pericia y lealtad al emperador, estaba siempre de campaña militar por toda Europa, y hasta ese momento, no había logrado comprometerla con ningún otro pretendiente.

La noticia de la muerte del prometido de Ilse llenó de entusiasmo al comandante español, que se propuso pedir en matrimonio a la dulce y delicada muchacha para llevarla a España con él.

Ilse se sentía volar con los halagos de aquel moreno caballero, gentil y de modales nobles. No podía creer que tuviera tantas atenciones con una muchacha tan sencilla. Él era un hombre de mundo. Estaba segura de que había conocido en su vida a cantidad de bellas damas, que sin ninguna duda habrían caído a los pies de aquel oficial apuesto de ojos negros y sonrisa ladina. Ella se mostraba radiante cuando estaba en su compañía, pues él hacía florecer en ella, un sentimiento desconocido y vertiginoso que la elevaba más allá de las más alocadas fantasías románticas que pudiera tener. Y luego de dejarse robar unos pocos besos, decidió que estaba enamorada del español.

Todas las hermanas estaban comprometidas con algún elegido de su padre, solo tenían que esperar a cumplir los dieciséis años y se marcharían con sus respectivos futuros esposos. No tenían hermanos varones, su madre había muerto diez años atrás. Ilse y Helena, las dos hermanas mayores, recordaban que era una mujer sumisa, sometida a las actitudes autoritarias de su padre, y muy pocas veces recordaban haberla visto sonreír en su presencia. Ellas disfrutaban a su madre en aquellos momentos en los que su padre no se encontraba en la casa, pero por aquel entonces él no se ausentaba tan asiduamente. Las hermanas menores, un par de gemelas idénticas, de pelo casi blanco y ojos azules, ni siquiera recordaban su cara, pero creían a Ilse cuando les contaba que Helena era su vivo retrato. El padre de las muchachas vivió resentido con su mujer por la ausencia de hijos varones. Reprochaba aun después de tener a su esposa muerta, el hecho de que la mujer no había podido mantener con vida a los dos pequeños que había dado a luz, y sin embargo, había tenido éxito con la vida de sus hijas mujeres. Las muchachas estaban convencidas de que por eso, su padre no tuvo muchos reparos ni exigencias al momento de entregar a sus hijas. El teniente alemán había tenido dos dudosos hijos bastardos (y otras tantas hijas) con diferentes aldeanas que trabajaban en la casa, a quienes había reconocido como propios cuando éstos entraron en la adolescencia. Ambos tenían pocos meses de diferencia con Helena, uno era mayor y otro menor. Lo que indicaba a las claras que su madre había compartido a su esposo desde el comienzo del matrimonio. Estos muchachos eran los que realmente preocupaban a su padre y compartían con él mucho más tiempo que las hijas. En esas circunstancias habían crecido las cuatro hermanas. Nunca tuvieron carencias materiales pero se habían criado sin el afecto paternal de su padre y el de su madre les había protegido demasiado poco. Solo se tenían entre ellas, conocían bien su futuro y se habían resignado a ello con la promesa de que ellas sí formarían una familia, y les darían a sus hijos e hijas todo el amor que a ellas les fue negado.

La noticia de la muerte del prometido de Ilse llegó a Tréveris unas semanas después de ocurrida, y en ese entonces, la muchacha se sintió aliviada y desprotegida a la vez, desde los trece años sabía quién sería su esposo, esa era su edad cuando acompañó a su padre a firmar el acuerdo nupcial. En esa ocasión pudo conocerlo. Su prometido era un noble viudo, de treinta años, de barriga prominente, ojos en forma de ranura y manos llenas de anillos que ostentaban la riqueza e importancia de su posición. A pesar del aspecto poco familiar para una niña, con el tiempo Ilse se hizo a la idea de que al cumplir los dieciséis años compartiría con ese hombre el resto de su vida muy lejos de su casa. Al enterarse del deceso, se derrumbaron sus proyectos. Primero se sintió acongojada, pero luego de dos o tres días comenzó a vislumbrar su buena suerte. Su padre estaba muy ocupado en su lucha contra los reformistas y no tenía tiempo ni ganas de andar tras los candidatos para su hija mayor, lo que le daba más tiempo para disfrutar junto a sus hermanas.

—¿Crees que te pedirá en matrimonio? —preguntó sonriente Brigitte una de las gemelas de trece años, recostada cómodamente sobre su vientre en la cama y levantando las pantorrillas para que el vestido amarillo liberase sus piernas del encierro.

—No lo sé —respondió Ilse—. Pero espero que lo haga o moriré de tristeza cuando se marche —agregó con aire ilusionado.

—Yo lo veo muy interesado —agregó Stteffy, la otra gemela que lucía el mismo aspecto y ropa que su gemela idéntica, mientras intentaba correr a su hermana con su cuerpo para compartir el espacio.

—A mí ese hombre no me gusta nada —sentenció Helena con el rostro enjuto, sin mirar al resto de sus hermanas, ocupándose de doblar un vestido sobre su propia cama.

—¿Y por qué no? —preguntó mortificada Ilse, girándose hacia ella.

—No lo podría decir, pero no quiero que te marches a España. Sufrirás allí.

—Tú eres muy joven aún, no puedes opinar sobre el matrimonio. Yo creo que el oficial español es muy apuesto y agradable —dijo Brigitte.

—Mucho más que el barrigón de Kusftein.

—¡No hables de los muertos! —regañó Ilse a su hermana Stteffy, y en ese momento se arrepintió de haberle descrito a su hermana menor la apariencia de su difunto prometido—. ¡Tú eres más pequeña que Helena y opinas sobre todo! —regañó también a Brigitte. Luego se volvió hacia su reticente hermana—. Helena, me agrada Rodolfo, estoy enamorada de él y espero que pida autorización a nuestro padre para poder casarnos. Yo quiero ir a España con él —le habló Ilse dulcemente sosteniéndole las delgadas y pálidas manos.

—Y yo espero por tu bien que nuestro padre se lo niegue —enfatizó y se retiró de la habitación en la que se encontraban reunidas, agitando violentamente la falda del oscuro vestido de tafetán.

—Está celosa —la defendió Ilse ante las gemelas que la miraban acusadoramente por haberlas regañado a ellas que estaban de acuerdo con que se casara con el comandante español—. Ustedes dos deberán atender a Helena si yo partiera, no podrán dejarla fuera de sus juegos como siempre han hecho. Tienen que prometerme que la protegerán —les recriminó muy seria, pero luego se acercó a ambas y las abrazó agradeciéndoles su conmiseración. Las hermanas pequeñas se abalanzaron sobre ella en una efusiva muestra de cariño y conformidad, prometiendo con sonrientes y pícaras miradas azules que velarían por Helena. La segunda de las hermanas era un año menor que Ilse y tenía una conducta solitaria, siempre tenía que ser alentada por Ilse para integrarse en sus juegos. Las gemelas eran crueles con ella y siempre remarcaban la diferencia que había entre ella y el resto de la familia, Helena no era rubia, ni tenía ojos azules, sin embargo era muy bella con sus rizos negros y ojos grises, y a pesar de las bromas, las gemelas querían y respetaban a su hermana mayor, e Ilse estaba segura de que si se marchaba, Helena ocuparía el lugar de protectora que ella siempre había tenido hacia sus hermanas menores y las niñas no pondrían objeción alguna.

Paúl Gyessen no solo no tuvo problemas en entregar en matrimonio a su hija con el comandante español, sino que obtuvo una importante dote y más influencia sobre el emperador gracias a la unión con la familia De La Torre Nueva de lo que él hubiese imaginado nunca. Dos semanas después, los recién casados abandonaban Tréveris para trasladarse a España definitivamente. Navegarían hasta el extremo sur de la península hasta llegar a Sevilla, donde Ilse comenzaría su nueva vida como señora de la casa De La Torre Nueva. Despedirse de sus hermanas fue muy difícil, pero las atenciones de su devoto esposo le hacía más llevadera la separación, él no hacía más que atenderla y proveerle el bienestar que necesitaba. Ilse se sentía en la gloria y agradecía a Dios haber llevado a Rodolfo hasta ella.

El viaje fue largo y agotador para toda la tripulación, pero la flamante pareja no sufría de contrariedades. Pasaban largas horas dentro de su camarote y salían por la tarde a recibir la fresca brisa marina entre risas y besos. Rodolfo olvidó por completo su aversión por la navegación y se mostró sumamente tierno y apasionado. Era un hombre protector y posesivo. Le describió mil veces la gran casa que poseía en Sevilla, y toda la heredad que tendrían que administrar cuando su padre, el Hidalgo de Tánger y la costa mediterránea, le legara el título. También le habló del desacuerdo que mantenía con su padre a causa de sus servicios al emperador Carlos V del reino de Castilla.

Mientras duró la travesía Ilse pudo saber la situación que le esperaba al llegar a Sevilla, y temía que el padre de Rodolfo fuera como el suyo. Su miedo crecía a medida que se acercaban a destino. Ella supo que el padre de Rodolfo esperaba que su hijo mayor al cumplir la edad necesaria velara por las tierras de Tánger, situado del otro lado del mar Mediterráneo en el extremo norte de África, dominios que permitían proteger en el mar las posiciones que pertenecían al reino, pero el joven heredero había preferido la aventura en tierra. En aquel entonces, Rodolfo apenas podía soportar navegar por el canal que separaba Sevilla de Tánger cuando obligatoriamente tenía que hacerlo. Padecía de una rara enfermedad que lo postraba desde el momento en que el barco levantaba anclas. Al cumplir diecisiete años dijo a su padre que mientras él estuviera con vida, no interferiría en Tánger y se ocuparía de las tierras de Sevilla, pero dos años después, se unió a un ejército del emperador que se hospedó en la comarca y cuando se marchó partió con ellos. El hidalgo se opuso fervientemente a la decisión y envió a sus hombres para que lo trajeran de nuevo a sus tierras, pero no pudieron encontrarlo. Luego de varios años de desperdiciar el tiempo en la infructuosa actividad de hacer regresar a su hijo, se resignó a la vida que había elegido Rodolfo, y le apoyó enviando sus propios hombres para sumarse a las filas que en poco tiempo comandó, y de las cuales el emperador se sentía muy satisfecho. Transcurrieron varios años de calma, pero la disputa se reanudó dos años atrás, en un encuentro en la casa de Sevilla. Su padre le ordenó abandonar las huestes militares para hacerse cargo de sus tierras, y que se desposara con una heredera que lo esperaba ansiosa desde hacía tres años. La pelea se desarrollaba mientras Rodolfo se preparaba para partir hacia Alemania. Su padre, furioso, le había reclamado que doce años de servicios al ejército eran demasiados y tenía que asumir las responsabilidades para las cuales había nacido y fue educado. Rodolfo partió a Alemania dos días después.

Una construcción inmensamente grande, construida con grandes bloques de piedras que se elevaban cuatro pisos hacia arriba, era la casa que albergaría a la joven señora De La Torre Nueva. Dos imponentes torres delanteras, vigilaban el movimiento de todo el poblado que se movía frente a la heredad, y advertía la llegada de cualquier visitante que entraba por el camino principal. Había una muralla externa donde se encontraban las torres, que se elevaban como gigantes y oscuros colosos escondidos tras la hiedra que los envolvía completamente. Para llegar a la casa tenían que atravesar otra muralla más pequeña con un gran portal de oscura madera, reforzada con poderosas barras de hierro que se cruzaban diagonalmente formando una gigantesca X.

Rodolfo notó la palidez de Ilse al comenzar a ascender el frondoso camino que llegaba hasta la casa. La envolvió en sus brazos para darle ánimo y susurrarle al oído la confianza que tenía en ella para llevar adelante los quehaceres diarios de la casa, y asegurarle que todos los habitantes del lugar la atenderían como si de él mismo se tratara. Además colaborarían con ella en las actividades diarias. Sonriente ante las palabras de su esposo, Ilse se tranquilizó, y supo que tendría todo el apoyo y compañía de Rodolfo. Se relajó en el asiento del carruaje que los conducía hasta la puerta de la propiedad y decidió disfrutar el momento, prediciendo que le llevaría meses conocer todas las habitaciones y dependencias de su nuevo hogar.

Al entrar en la casa, Ilse pudo comprobar que realmente era tan grande como su esposo le había contado. A pesar de la devoción que demostraba su Rodolfo, ella se sentía muy poca cosa para ser la señora de una casa tan grande e importante, y habría preferido que su esposo estuviese exagerando cuando le describía su hogar, pero en ese momento, podía comprobar que no solo no había mentido, sino que además, había omitido mencionar algunos detalles, como por ejemplo que era el responsable de todo un pueblo que yacía a los pies de la propiedad.

El terrateniente junto con su hijo menor los estaba esperando. El recibimiento no fue muy simpático, lo que minó en parte la pequeña cuota de confianza que Rodolfo había depositado en Ilse, pero el trato indiferente y poco amigable solo duró los primeros días. Los ánimos se fueron suavizando a medida que el tiempo transcurría. Las diferencias entre padre e hijo quedaron en el olvido a dos meses de llegar a Sevilla con su flamante esposa alemana. El señor José de La Torre Nueva, un hombre de cincuenta y ocho años, evidenciaba que en su juventud había gozado de una contextura física parecida a la de Rodolfo y una apariencia similar. Sin embargo, a pesar de seguir siendo un hombre grande, su espalda se curvaba con el peso de los años. Un vientre prominente se abultaba bajo el impecable jubón y sus modales bruscos habían perdido distinción. Ilse aprendió a respetar y conocer al honorable anciano, encontrando bajo las capas superficiales de rudeza a un hombre complaciente, y se convirtió en pocas semanas en un padre afectuoso y condescendiente con ella.

El entrecano hombre mayor encontraba encantadora a su joven nuera. Jamás hubiera creído que su hijo de treinta y dos años pudiera desposarse con una mujer que casi era una niña, aunque Ilse lo defendiera informándole con un mal español que en unas semanas cumpliría los diecisiete años. El viejo hidalgo había esperado que finalmente su hijo sentara cabeza, y volviera a casa para casarse con la señorita Francisca Antonia de Nevares y Rojas, la muchacha que él pretendía como nuera. Con ella Rodolfo obtendría una heredera sofisticada, aristocrática, más tierras y riquezas, pero para nada comparable a la belleza de la joven mujer que llevaba su apellido, y cada vez que la miraba comprendía y aceptaba con mayor docilidad que era la mujer ideal para su rebelde hijo mayor, y lo que era destacable en la jovencita era que lo había traído a casa con intención de quedarse.

La vida de Ilse con su amado Rodolfo parecía de ensueño, cada día lo amaba más. Se sentía la princesa de un cuento que había sido rescatada por su bello príncipe y viviría feliz para siempre. En su primer aniversario de casados tuvieron la bendición de recibir a su primogénita, a quien bautizaron con el nombre de Gabriela. Una niña que creció feliz, rodeada de afecto y el amor incondicional de sus padres y su abuelo. Dos años después, la familia se agrandó cuando llegó al mundo Máximo. Este niño era el orgullo de su padre, parecido a él en todos los aspectos. Era moreno, robusto, con una mente brillante y unos ojos color peltre que no paraban de admirar la belleza que lo rodeaba, aunque para poder hacerlo se metía en más de un problema mientras exploraba el mundo.

Rodolfo ya no servía a la corona. Había solicitado el retiro cuando regresó a Sevilla, luego de contraer matrimonio con Ilse. Seis años después del matrimonio, la familia tuvo la primera gran angustia. La muerte inesperada del hidalgo de Tánger, que hasta el mismo día de su muerte gozó de buena salud. El médico de la familia afirmó que la causa del deceso fue un ataque al corazón. A partir de ese momento, la familia alternaba sus vidas entre Tánger y Sevilla. Generalmente, se trasladaban a las tierras africanas solo en los meses de invierno, y el resto del año vivían en su querida Sevilla.

Nuevamente, el tiempo fue menguando el dolor por la irremplazable pérdida, y sus vidas siguieron con sus tareas cotidianas. A Ilse lo único que le incomodaba, era la eventual pero muy molesta presencia de su cuñado, una persona que no llamaba la atención. Era más bajo que su hermano, de cuerpo delgado y cara redonda. Sus rizados cabellos castaños se encrespaban alrededor de la cabeza, y sus ojos verdes eran el único rasgo que Ilse podría recordar si alguien preguntaba por él, no por el color sino por la forma en que dirigía su mirada hacia ella. Si coincidían en algún lugar, él la miraba de manera extraña. Ella no podía discernir si se trataba de un mal hábito o lo hacía para molestarla. Tenía la sensación de que de estar solos la abordaría, asaltándola como un depredador a su presa. Osmar dejaba vagar su mirada obscena sobre toda la extensión de su cuerpo, deteniéndose en sus pechos con expresión sedienta. Nunca lo hacía si su hermano estaba presente, algo que difícilmente ocurría. Ellos casi no se hablaban y mucho menos permanecían más de treinta segundos en la misma habitación. Nunca se habían llevado bien, y la muerte de su padre había agrandado el abismo entre ellos. No hubo muchos encuentros, pero los pocos que tuvieron dejaron a Ilse con un gusto amargo en la boca.

Una tarde de otoño de 1546, ocho años después que Rodolfo abandonó el ejército, recibió una misiva que le envió el mismo Carlos V, invitándolo a presentarse en su corte. Sin perder tiempo y despidiéndose a su pesar de la familia, abandonó Sevilla para presentarse ante el emperador. Dos meses después, Ilse recibía una carta con el sello lacrado de su esposo en la que informaba que a expreso pedido de su majestad el emperador Carlos V, marcharía con él al frente de un ejército. Su destino era Alemania y el objetivo, frenar el avance de los reformistas luteranos, quienes se extendían rápidamente por los estados alemanes proclamando su doctrina. Carlos V, tenía como objetivo supremo mantener la universalidad de la iglesia romana en su reino y atacaba todo lo que amenazaba a su suprema creencia, y su esposo se hacía eco de tales ideales ayudando al emperador a cumplir con su cometido.

En ausencia de su esposo, Ilse se hizo cargo de la gran hacienda de Sevilla. Tuvo la oportunidad de tener roce social con la aristocracia española, algo que no hacía a menudo porque a Rodolfo no le agradaba asistir a las fiestas que organizaban las damas de la alta sociedad. Las tildaba de metidas y difamadoras, y conocía más que bien a las más jóvenes, y ese era el principal motivo por el que no quería que su Ilse se mezclara con ellas. Sabía que podían ser muy crueles con su joven esposa, y además Ilse podía encontrar en sus conductas ladinas y poco decorosas un modelo a seguir, aunque en su fuero más íntimo confiaba plenamente en su esposa, y estaba convencido de que era muy diferente a todas las damas que había conocido en sus años de soltería, por eso se había casado con ella.

Su cuñado Osmar cuidaba de los intereses de Tánger, como lo hizo desde que tenía dieciocho años bajo la mirada atenta de su padre. En más de una ocasión Rodolfo habló con Ilse sobre la decisión de ceder definitivamente a Osmar la flota marina, los dominios y las responsabilidades de Tánger, pero sus encuentros siempre terminaban mal si duraban más de dos minutos, y esa conversación con su hermano siempre quedaba pendiente. Al despedirse antes de partir, entre otras cosas informó a Ilse que hablaría con el rey sobre esta decisión. Traería listos los papeles a su regreso y los entregaría a su hermano sin demasiada ceremonia ni reuniones de por medio.

Osmar visitó a la familia de su hermano por única vez los primeros días de 1547, para informar que partía a Francia en busca de provisiones para Tánger. Esa noche, por cortesía y buena educación, Ilse lo invitó a cenar en la casa. Inmediatamente después de acabada la cena y luego de soportar insidiosas miradas durante gran parte del día, aún con los niños presentes, lo despidió rogando que no decidiera pasar la noche en la casa, algo que su cuñado no hizo y ella agradeció profundamente. El viaje despertaba la curiosidad de Ilse. Le hubiese gustado preguntar cuáles serían las provisiones de las que hablaba, ya que todo lo que necesitaba Tánger era satisfecho por Sevilla y esa era una de las razones por las cuáles era tan difícil la administración dividida de las tierras, sobre todo si sus administradores eran reacios a hablarse, pero resolvió no pedir explicaciones y Osmar tampoco las dio. Ella le deseó buen viaje y que hiciera buenos negocios con los franceses.

La primavera comenzaba cuando Ilse recibió la primera carta de Rodolfo después de iniciada la campaña. En ella relataba algunas pintorescas hazañas realizadas, aunque presentía que no se encontraba tan bien como quería hacerle creer. También le contaba que se encontraba en el noroeste alemán, en Sajonia y que en pocos meses volvería a casa. Terminaba la nota con la promesa de que sería la última misión que cumpliría con el ejército y, a pesar de que todavía faltaban varios meses, prometía que empezarían el siguiente año con la familia unida. Nada contaba de batallas, enfrentamientos o muerte.

El año se encontraba en la recta final, e Ilse no tenía novedades del regreso de su esposo a casa. Habían llegado dos cartas más. En la última le contaba alegremente que habían triunfado sobre la Liga de Esmalcalda y apresado a sus líderes en la batalla de Mülhberg, durante el mes de abril. Terminaba la misiva prometiendo nuevamente que comenzarían el año juntos, pero la nota no tenía fecha de regreso y habían pasado seis meses desde que la había recibido. Su cuñado tampoco regresaba de su viaje a Francia. Los criados de las dos residencias estaban en continuo intercambio, llevando y trayendo productos y mercancías, de esta manera Ilse siempre estaba al tanto de todo lo que ocurría en Tánger. Su vida se había vuelto monótona y aburrida, ya no asistía a eventos sociales. Había llegado a la misma conclusión por la cual su marido odiaba esos eventos y dejó de asistir.

Dos semanas antes de navidad regresó su cuñado de su viaje a Francia y a Ilse no le pareció extraño que pasara por Sevilla antes de cruzar el estrecho hacia Tánger,. Pensó que esperaría encontrar a su hermano, y aunque no tenían mucho ni buen trato, la sangre lo llamaba para comprobar que se encontraba bien y recibir de primera mano las noticias sobre la situación de los reformistas. Pero cuando Ilse lo vio recostado en el sillón de la sala con la cabeza entre las manos, tuvo un mal presagio. Intuía que era portador de malas noticias y quiso salir corriendo para no oírlas. Al sentirla en su espalda Osmar se puso de pie y solemnemente anuncio «Rodolfo está muerto».

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CAPÍTULO 2

Unos días después que Osmar le diera la terrible y trágica noticia de la muerte de Rodolfo, llegó el anuncio oficial enviado por el secretario personal de Su Majestad, el emperador Carlos V. El comunicado relataba los trágicos sucesos: «Regresando al hogar, luego de la victoria, el ejército se dispersó y la tropa con la que viajaba el comandante Rodolfo de la Torre Nueva, fue emboscada por un grupo de rebeldes protestantes que intentaban intercambiarlos por sus líderes apresados en la batalla perdida. Las negociaciones se extendieron durante meses, y cuando el ejército real llegó hasta el lugar dónde los tenían ocultos, en el mes de noviembre, encontró a todos sus servidores muertos». El rey Carlos se lamentaba de que tan valiente servidor de su majestad, hubiese encontrado la muerte lejos de su hogar, y que su familia no pudiera darle el último adiós en su tumba, ya que el estado en que encontraron a los cincuenta soldados apresados no permitía traslado alguno. Fueron inmediatamente enterrados en tierras cristianas alemanas.

La casa se sumergió en el más absoluto silencio, que se había convertido en la mejor compañía para la tristeza. Madre e hijos intentaban en vano darse ánimos mutuamente, pero no podían esconder por mucho tiempo el dolor que amenazaba con ahogarlos. Osmar regresó a Tánger unas semanas después de la lamentable noticia, dejando a la familia de su hermano llorar su pérdida.

La vida en la gran casa de Sevilla siguió su inevitable curso. El tiempo no respeta pérdidas ni duelos. Continúa su marcha arrastrando con ella el destino de los vivos. A mediados del año Osmar regresó, y anunció que se haría cargo de todos los bienes de la familia hasta que el joven Máximo tuviera edad para administrarlas y dirigirlas. Ya había enviado la correspondiente carta pidiendo la autorización oficial a Su Majestad, y estimaba que en unos pocos meses, contaría con el documento que avalaría su autoridad incuestionable sobre todos los bienes pertenecientes a la familia De La Torre Nueva los próximos once años. Ilse no tuvo ningún reclamo que hacer a su cuñado. Comprendía que no estaba en condiciones de manejar ni dirigir los complicados negocios que eran responsabilidad de su esposo. La casa de Sevilla no era problema, aunque era una hacienda inmensa que albergaba a casi cien familias que trabajaban la tierra, se encargaban de la cría de ganado y producían todos los granos de cereales necesarios para la subsistencia de todos sus habitantes y los de Tánger, cada uno de sus habitantes continuaba con sus labores diarias como si su señor estuviese en casa. Sabía que para tal empresa podía contar con el administrador y mano derecha de su esposo, Don Francisco de Miranda y Toledo, quien habitualmente se encargaba de todo cuando Rodolfo se ausentaba. Siempre había sido así y no cambiaría ahora. Pero la heredad de Tánger era otra historia, siempre había tenido a algún De La Torre Nueva al frente, y según sospechaba Ilse, su esposo no había hablado ni con su rey ni con su hermano sobre la cesión de derechos de la tierra y de las responsabilidades que ellas conllevaban. La actividad principal en Tánger consistía en la flota de pequeñas canoas, goletas y bergantines, patrullando por el mar interino hasta Orán, donde comenzaba la propiedad de otro terrateniente también bajo las órdenes del Reino de Castilla. Sobre el océano Atlántico poseían grandes y modernas embarcaciones armadas con potentes cañones, que protegían de los corsarios ingleses y franceses la partida y arribo de naves españolas, provenientes de las indias occidentales. Por ese motivo, la tutela de las tierras y del heredero del desaparecido terrateniente indudablemente recaería en su único hermano, pese a todos los reclamos que una viuda pudiera presentar si Ilse hubiera encontrado el ánimo y la intención de hacerlo.

La vida de Ilse y la de sus dos hijos, básicamente no tuvo ningún cambio luego del anuncio de Osmar. Los niños pese a la tristeza seguían creciendo. Gabriela se parecía cada día más a su madre. Ilse notaba el parecido físico, sin embargo, no apreciaba en la pequeña la apariencia frágil que Rodolfo siempre decía ver en ella. Muy por el contrario la veía fuerte, a sus casi nueve años vislumbraba en ella las facciones de una futura mujer muy bella. Su aventurero y travieso Máximo era un investigador innato. No paraba de meterse en dificultades por descubrir nuevos lugares donde encontrar los bichos más asquerosos. Brújulas y astrolabios eran víctimas de su incesante búsqueda de respuestas. Cada día el rostro de Rodolfo iba apareciendo en las facciones de su pequeño hijo, y eso la llenaba de satisfacción. El funcionamiento de la casa y de las personas no tuvo ninguna modificación, y su fiel servidor Don Francisco seguía al frente de la administración. Todo siguió igual después del anuncio de Osmar, e Ilse solo deseaba que el futuro trajera el consuelo y la resignación a su alma, y que las cosas en Sevilla continuaran de la misma manera.

Una mañana de noviembre, Ilse se despertó con un gran movimiento proveniente de la sala principal de la casa. Se levantó apresuradamente y al bajar se encontró con Osmar y decenas de hombres de piel oscura que venían con él. Ante la mirada inquisidora de Ilse, su cuñado anunció que el año de duelo había concluido, que tenía la autorización que lo nombraba tutor del pequeño heredero y de los bienes de la familia y que en tres días ella contraería nuevas nupcias con su servidor. Ese fue, para Ilse, el primer paso hacia el infierno.

Aunque se resistió, tres días más tarde se encontraba tendida junto a su flamante marido, quien yacía dormido a su lado, exhausto, después de haberla violado reiteradas veces en su noche de bodas, a pesar de los ruegos y las súplicas de clemencia.

Los golpes se iniciaron solo unos días después del matrimonio, al principio porque no respondía a la pasión que desbordaba en Osmar. Su flamante marido amenazó con matar a sus hijos si ella no era más receptiva en sus encuentros amorosos. Por tal motivo, Ilse no tuvo más remedio que ceder y demostrar agrado aunque por dentro la furia, el asco y el odio pujaban por salir a la superficie como la incandescente lava que espera su momento pacientemente bajo la superficie, pero un buen día estalla.

La obsesión que sentía Osmar por Ilse era enfermiza. La misma noche de bodas le confesó una y otra vez mientras se encontraba dentro de ella, que la deseó desde el mismo instante que la vio entrar por la puerta. Cada vez que la tenía cerca su deseo se inflamaba de tal manera, que lo único que deseaba era que su hermano muriera para poder tomar su lugar. Cuando la tomaba comenzaba de manera dulce acariciando y besando el cuerpo de Ilse, hasta el punto de encontrar cierta respuesta en el cuerpo de ella, aunque su mente se resistiera. Pero cuando la pasión aumentaba, se descontrolaba y se tornaba violento, embistiéndola brutalmente. La castigaba por haber elegido a su hermano antes que a él. Y aunque nunca encontraba respuestas a sus irracionales acusaciones, la obligaba a responder cuando le preguntaba quién era el mejor en la cama. Si no respondía la golpeaba por pensar que el mejor había sido su hermano, y si tímidamente le respondía que él era el mejor amante que había tenido, la golpeaba llamándola «perra mentirosa».

Dos meses después de su imprevisto casamiento y del comienzo de su calvario, Osmar tuvo que viajar a Tánger urgentemente. En esa oportunidad no tuvo el tiempo necesario para que su mujer hiciera los preparativos para trasladarse a África, por eso viajó con sus hombres pero se llevó al pequeño Máximo para asegurase de que su mujer no lo abandonaría en su ausencia, y dejó la promesa de matar a su hijo si lo intentaba siquiera.

Ilse intentó rehacer su vida normalmente durante la ausencia de su esposo, retomar sus tareas cotidianas, que incluían dar largas cabalgatas con sus hijos por la vasta heredad. A pesar de no contar con Máximo, igualmente salía con Gabriela, y tuvo plena conciencia de que ella sabía lo que estaba pasando. En uno de sus paseos, Gabriela le confesó que había escrito una carta a su tía Helena que vivía en Francia, y le pedía su ayuda para rescatarlas de Osmar. Ilse al escuchar la desesperación en la voz de Gabriela, sintió una gran pena por su pequeña hija, y una gran culpa por ser la responsable de ella y no poder hacer nada por remediarlo. Se sentía atrapada, atada de pies y manos. Condenada a padecer los tormentos a los que la sometía su esposo, arrastrando con ella la felicidad de sus hijos, que aunque no presenciaran los malos tratos, los presentían. Hasta ese momento, nunca Osmar había ejercido hacia ella la más mínima violencia frente a los demás. Contrariamente a su conducta en el lecho conyugal, frente al resto del mundo era un marido sumamente tierno, atento y cariñoso. Pero esa fachada no engañaba a su dulce Gabriela, e intuía que a su listo Máximo tampoco. Apesadumbrada, no tuvo más remedio que decirle a Gabriela que no envíe ninguna carta a ninguna de sus tías, porque lo único que estaba pasando era que todavía extrañaba mucho a su padre, pero ese casamiento con Osmar era necesario para que nadie pudiera arrebatarle los bienes a la familia, además de ser una orden de Su Majestad. La alentó para que confiara que todo estaría bien en poco tiempo, y pidiéndole paciencia le garantizó que el tiempo todo lo acomodaría y volverían a tener una vida armoniosa y agradable.

Gabriela no convencida del todo de las vacilantes palabras de su madre, prometió que no pediría ayuda a su tía. Pero a cambio reclamó a su madre más tiempo juntas y retomar las labores de costuras para confeccionarse los vestidos más bonitos de Sevilla, tarea que habían dejado de hacer desde la muerte de su querido padre.

A fines de abril volvió Osmar con el séquito de hombres que siempre lo acompañaba, y comunicó que se trasladarían a Tánger hasta finalizar el año. Los barcos que ingresaban desde las Indias Occidentales cargados con los tesoros que desde allí traían eran cada vez más numerosos, y consecuentemente los ataques de piratas ingleses, franceses y holandeses eran cada vez más intrépidos y arriesgados con tal de arrebatarles su carga. Generalmente estos ataques ocurrían cerca de las costas de África, donde los corsarios podían rápidamente bajar a tierra el botín, para luego hacerse a la mar y abordar alguna otra nave en el final de su trayecto, cuando sabían que sus tripulantes fatigados luego de su largo viaje a través del océano, no ofrecerían mucha resistencia a los frescos y descansados saqueadores. Se había reforzado el control de las embarcaciones patrullando el océano, bordeando las costas atlánticas de África mucho más allá de lo que solían hacerlo, e internándose varias millas mar adentro cuando tenían noticias de que arribaría una nave, para acompañarla hasta el puerto español de destino. Ello requería pasar más tiempo en Tánger y Osmar no quería seguir sacrificando tiempo sin compañía de Ilse.

El verano los encontró en las africanas costas mediterráneas, y aunque Ilse no lo pudiera creer, no lo estaba pasando mal, Osmar había cambiado su actitud violenta. Tampoco se veían muy a menudo. Él estaba al frente de las operaciones y en los meses siguientes a su traslado, los ataques a las embarcaciones provenientes del Occidente habían cesado. Esto tenía a Osmar de muy buen humor y la familia entera se favorecía de ello, pero Ilse recelaba de este cambio. En su fuero interno sabía que ese giro emocional de Osmar traería consigo un nuevo sufrimiento. Durante las noches que pasaban juntos, su esposo se mostraba considerado, hasta le había preguntado en varias ocasiones si la manera en que le había hecho el amor le había gustado. Con temor a que le desagrade su respuesta, obvia y tímidamente Ilse había asentido, pero en rigor de la verdad, sinceramente le habían resultado placenteras.

Los niños habían adoptado una actitud más relajaba en virtud de la armonía reinante en la casa. Estaban más alegres y obstinados con respecto a sus antojos, como lo habían hecho en el pasado cuando su padre vivía y felizmente para ellos sus deseos eran cumplidos. Osmar comenzó a comportarse como un verdadero padre, y en las pocas ocasiones que estaba presente en la cena, no paraba de hablar de su exitoso método para repeler los ataques piratas, y lo orgullosos que tenían que estar sus sobrinos por tener un tío tan valiente y victorioso. Máximo lo veía como un héroe. Gabriela a pesar de fingir una sonrisa complacida de aceptación, no engañaba a su madre con su falsa simpatía. Para Osmar era suficiente y estaba conforme, pero no dejaba de proclamar que un hijo suyo estaría muy orgulloso de su gallardo padre. Esa aseveración se hacía cada vez más pesarosa para Ilse, tanto como una roca que se ata a un cuerpo para que se hunda sin resistencia en aguas tranquilas, y para su desasosiego el cuerpo que se hundía era el suyo. Majo, su criada personal le enseñó a hacer una poción de hierbas que debía tomar unas horas antes de tener relaciones maritales si es que quería evitar un embarazo, y ella desde que estaba casada con Osmar, cada vez que él estaba cerca, la había tomado. La pócima era sumamente efectiva, al menos en ella. Nunca tuvo sobresaltos en ese sentido. Después del parto difícil y complicadamente doloroso en el alumbramiento de Máximo, Rodolfo se había asustado tanto con la perspectiva de perderla, que apenas superado el trance ambos llegaron a la conclusión de que no tendrían más hijos. Majo, además de ser su ama de llaves era una matrona experimentada. Había asistido los dos partos de Ilse y ella estaba segura de que si había sobrevivido al alumbramiento de su hijo varón, se lo debía a su vieja ama de llaves. La criada le enseñó la fórmula, y le aconsejó que si en algún momento cambiaba de parecer con respecto a lo de tener más hijos, tendrían que pasar varios meses sin tomarla para recuperar su fertilidad.

Ilse se sentía en falta por atentar contra la armoniosa convivencia que habían logrado, pero no estaba dispuesta a tener un hijo de Osmar. Se había adaptado a un matrimonio impuesto intempestivamente pero no le daría un hijo. No podría concebir un hijo de una persona que hacía solo algunas semanas atrás había dejado de aborrecer para pasar solo a tolerarlo. No lo haría si lo podía evitar y eso tal vez fuera su salvación. Cuando Osmar se diera cuenta de que no podría tener descendencia con ella, quizá se buscara a otra y eso acabaría con la enfermiza obsesión. Con determinación se juró llevar a cabo esa empresa y si fallaba en su cometido de alejarlo de ella, al menos no le daría el gusto de sufrir todavía más por su causa.

Durante varios meses, la misión contra los corsarios tuvo a Osmar alejado de su hogar, y cuando regresaba solo se quedaba dos o tres días y luego volvía a partir. Al finalizar un nuevo año, su esposo regresó a Tánger anunciando que volverían a Sevilla. La situación estaba controlada en las costas occidentales africanas. Los corsarios habían comprendido que por esa ruta les era imposible abordar a los navíos españoles, así que decidieron buscar otra ruta y eso ya no era competencia de Osmar. Su misión estaba cumplida. Hacía dos meses que no tenían noticias de ningún intento de abordaje, ni siquiera se habían avistado naves extrañas. Esto daba un respiro a la guardia costera y un dolor de cabeza a Ilse.

El invierno se advino sobre el sur de España con una ola de frío inusitada. Era imposible salir de casa. Toda actividad al aire libre estaba suspendida, y Osmar tenía mucho tiempo para pasar con Ilse en la cama. Durante el primer mes de convivencia ininterrumpida la frustrante desilusión de no haber arraigado su semilla en su esposa, alteró el ánimo de Osmar, mostraba el descontento despotricando con todo aquel que tenía cerca. Y sobre todo con Ilse, que tuvo que soportar los degradantes insultos y humillaciones en la alcoba durante todo el período. Al segundo mes del fallido intento de embarazar a su mujer, comenzaron los empujones y gritos. Los amenos días de grata convivencia habían llegado a su fin, y Osmar comenzaba a mostrar su verdadera cara. Aquella que había mantenido oculta para lograr su objetivo que al verse frustrado, reveló su auténtica naturaleza despreciable y perversa. Los ataques violentos a la hora de tomarla se reanudaron más brutales que antes. Había una nota cruel y sádica en Osmar que Ilse había descubierto en sus primeros encuentros, pero creyó que era parte de la obsesión que perduraba por todo aquel tiempo que no pudo poseerla, y que iría disminuyendo a medida que se saciara de ella, pero nuevamente surgió esa actitud, y reconoció que su naturaleza brutal no era solo con ella. Él era así y no iba a cambiar por nada ni por nadie. Solo tenía el poder de ocultarlo cuando estaba bajo control, cosa que no ocurría en la cama. Al tercer mes, vino la infaltable amenaza contra sus hijos y el ultimátum de separarlos de ella si no le daba un hijo propio. En la cena había gritado frente a todos que si no engendraba a su hijo en el próximo mes, sus otros hijos serían enviados lejos. Incluso le dio a entender que podría embarcarlos hacia las indias Occidentales para que se entendieran con los nativos caníbales que allí habitaban. Si no había hijos propios en la casa, no habría hijos de nadie más. Todos se quedaron pasmados al escuchar al tierno Osmar gritar semejantes amenazas, y lo tomaron como un exabrupto en una riña de pareja. Todos salvo Gabriela. Ilse se asustó con la amenaza de Osmar y decidió muy a su pesar dejar de beber la pócima. Tal vez tuviera suerte y en un mes ya llevaría un hijo en su vientre.

Osmar partió hacia Tánger llevándose a Máximo, tal como hiciera en la ocasión anterior. Tenía afecto por su sobrino, pero no desesperaría si algo llegaba a ocurrirle. Cruzaron el estrecho con absoluta facilidad, tal como hacían siempre, y Osmar seguía pensando en las palabras que le había dicho a Ilse. En realidad la idea de hacer desaparecer al heredero de todo lo que él tocaba, le parecía cada vez más brillante. Rodolfo se había ocupado poco y nada por las propiedades de la familia. Mientras que él siempre había estado al lado del cascarrabias de su padre, aguantándolo como un perro faldero para que se congraciara con él, y le tirara las migajas que su hermano no quería. Era infinitamente injusto que sus futuros herederos no gozaran de todos los beneficios, obtenidos en gran parte con el sacrificio que su padre había aportado a esas tierras. Máximo obtendría títulos, tierras, riqueza, prestigio y sus propios hijos serían los lame botas que él había sido alguna vez. No lo permitiría. No condenaría a sus propios hijos, porque pensaba tener más de uno, al ostracismo de las tierras que por esfuerzo y trabajo de su padre les correspondían a ellos, no al hijo del heredero que no sacrificó un solo día de su vida para mantener las propiedades en pie. Una semana después, con la resolución tomada, Osmar y Máximo se embarcaron en una goleta para volver a Sevilla.

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CAPÍTULO 3

—¡Mamá, como te sientes! —llorando Gabriela entró al cuarto de su madre en cuanto confirmó que su tío había abandonado la casa y los criados le dijeron que se llevó a sus hombres para regresar a Tánger.

—Mi niña —respondió Ilse también llorando, y la abrazó, enredando sus doloridos brazos en el suave y largo cabello de su hija que se hizo un ovillito y se apretujó junto a su madre.

—Mamá, tenemos que irnos, no puedes esperar a que vuelva y te castigue nuevamente —exhortó abandonado el calor del cuerpo de su madre para arrodillarse a los pies de la cama.

—No creo tener fuerzas para salir de esta casa, hija —se lamentó Ilse en apenas un murmullo débil.

—Tienes que comer mamá, no puedes seguir así, tienes que hacerlo por mí —Gabriela abandonó el tono de súplica y se limpió las lágrimas con el puño de su camisón, era consciente que su madre necesitaba palabras firmes para salir de esa nebulosa en la que estaba inmersa desde que Osmar regresó sin su hermano.

—Perdóname hija, es que no puedo…

—¡Sí puedes! ¿Es que me quieres dejar sola con él, madre? —pugnó severamente—. ¡Escuché lo que te gritó!

—Hija, no lo permitiré.

—Entonces tienes que estar fuerte para enfrentarlo, tienes que estar fuerte para que podamos marcharnos.

Gabriela tomó el paño limpio que estaba sobre la mesa de noche y lo mojó en agua fría, que vertió de un cuenco para aplicarle compresas frías en los amoratados ojos de su madre.

—¿A dónde iríamos hija?

—Podemos ir a Alemania o Francia, y tratar de encontrar la casa de algunas de tus hermanas. No importa dónde —suavizó la voz, mirándola fijo a los ojos continuó—. Solo tenemos que salir de aquí.

—Majo me dijo que se ha marchado.

—Los criados del establo le dijeron a una de las doncellas que los hombres se habían ido a Tánger. Es nuestra oportunidad de salir de aquí. Hablé con el jefe de las caballerizas y Osmar se llevó a todos los hombres, no quedaron guardias de Tánger, solo los de la casa y ellos no nos detendrían.

—Tu hermano —recordó Ilse llorando sin fuerzas.

—Madre, Máximo desapareció hace dos meses, si seguimos aquí ese será nuestro destino ¡No quiero eso, madre!

Ilse escuchaba hablar a su hija, parecía mucho mayor de sus once años. Tan pequeña y tan valiente se la veía, que revitalizaba las fuerzas que había perdido hacía dos meses, después que Osmar regresara de Tánger, anunciando que Máximo se perdió en el naufragio que sufrieron, al atravesar el estrecho y ser sorprendidos por una violenta tempestad que volteó la goleta, haciendo que su casco quedara flotando sobre las aguas. Había contado que el viento arrastró a la liviana embarcación estrellándola contra la costa rocosa de la península donde se partió en mil pedazos. Aunque los sobrevivientes llegaron exhaustos y moribundos a la costa, igualmente realizaron un trabajo sobrehumano intentando rescatar al pequeño Máximo, que flotaba sobre un madero en el ondeante y embravecido mar, pero ninguno pudo llegar hasta él. El viento en vez de arrastrarlo hacia la costa, lo empujaba mar adentro, y de repente desapareció. Las aguas mediterráneas se lo habían tragado. Desde entonces, Ilse estaba más muerta que viva. Solo los golpes propinados por su esposo a la hora de abordarla, le hacían reconocer que todavía había dolor, por lo tanto estaba viva. Pero esa mañana al despertar, su esposo había entrado en la habitación gritando y proclamando que si no cambiaba su actitud, tomaría a la bella Gabriela en su lugar.

Al escucharlo, una furia desconocida para ella, emergió desde lo más profundo de su ser y saltó sobre Osmar. Lo arañó, lo golpeó, le gritó cientos de cosas que ni siquiera sabía que su mente podía albergar, pero también despertó la furia contenida de su esposo. Las semanas posteriores a la pérdida del pequeño, se limitaba a tomarla, insultarla un poco por la falta de respuesta y luego marcharse de su habitación. La pelea fue feroz y la golpiza también. Tenía los ojos muy hinchados y morados. La presión que sentía en uno de los costados no la dejaba respirar normalmente. Majo la revisó y diagnosticó que el dolor era solo producto de los duros golpes, y por suerte no tenía costillas rotas. Masas de pelo anudado había sobre la cama y en el piso. No podía mover las manos por el dolor, tanto por los golpes que impartió, como por los que recibió al pretender cubrirse el rostro con ellas mientras estaba en el piso. No podía verse la espalda y aunque Majo le dijera que no era mucho lo que estaba marcado con moretones, a ella le dolía como si cien caballos hubieran pasado por allí.

Al terminar la pelea Osmar se fue, y Majo subió a su habitación para atenderla. En ese momento no le dolía tanto, pero luego de unas horas de sueño, se encontraba que no podía dominar su cuerpo debido a los dolores.

—Madre, Majo estaba preparando la cena cuando subí. Seguramente estará viniendo. Tienes que comer. Yo me quedaré a cenar contigo.

—Baja y dile que prepare té para poder dormir.

—Ya lo estaba preparando.

Un golpe en la puerta las hizo girar sobresaltadas, suspiraron aliviadas al comprobar que era Majo que entraba con una bandeja repleta de comida.

—Dentro de un rato le subiré el té para que pueda volver a dormir, señora —avisó la leal asistente de Ilse.

—Yo me quedaré con mi madre esta noche —dijo terminante Gabriela.

—Niña, puede volver el señor —insinuó asustada la rolliza matrona, que dejó de acomodar la comida en las bandejas para enfrentarse a la pequeña tratando que cambiara de opinión.

—Me importa un bledo —replicó.

—Gabriela por favor, no hables así —pidió su madre.

—¡Es un maldito, madre! No puedo hablar de otra manera.

—Hija, tranquilízate y luego de comer te marchas a tu habitación. Nieves estará esperando para arroparte en la cama —señaló a su hija sobre la criada que estaba con ella desde que era un bebé.

—Solo si comes lo suficiente para recuperar fuerzas me iré —dijo sin dejarse convencer y manteniendo su pináculo de terquedad—. Le dije a Nieves que no quería que me esperase, yo iba a dormir contigo.

Su madre sonrió e hizo un gesto de asentimiento. Reconocía con gusto que a pesar de todas las calamidades pasadas, su Gabriela era fuerte y obstinada como una mula.

A Gabriela le costaba mirarle a la cara, y tenía un nudo atravesado en la garganta que le impedía tragar sin dificultad, pero si mostraba compasión o debilidad nunca podría arrancar a su madre de ese lugar, y seguramente ella terminaría de la misma manera.

—De acuerdo —sonrió como pudo levantando solo un lado de la boca.

Majo se retiró para volver luego con sendas tazas de té para ambas. Increíblemente a pesar de su apariencia de niña consentida, Gabriela había logrado hacer comer a su madre una buena cantidad de alimento, mucho más de lo que había ingerido en toda una semana. Cuando Majo retiró la bandeja, la niña le hizo un guiño azul demostrándole que había logrado su objetivo. Majo reconoció una beta madura en la joven Gabriela que no sabía que estaba allí.

A la mañana siguiente el día amaneció tormentoso, y Majo con su experiencia matronil, pronosticó que ese temporal se extendería por varios días. Gabriela enfundada en un sencillo y abrigado vestido color arena de algodón, con puntillas blancas en los puños y de cuello alto, fue hasta el cuarto de su madre para desayunar con ella y cerciorarse de que comiera en abundancia para reponer rápidamente fuerzas, y poder largarse de allí lo más apresuradamente posible.

—Si sigue el temporal Osmar no se aventurará a cruzar el estrecho —dijo su madre.

—Ojalá lo haga y se ahogue en el intento.

—Hija, no me gusta oírte hablar así.

—No me pidas que no sea grosera con ese gusano, madre. No puedo evitarlo.

—Tres de las doncellas que tenían que partir esta mañana, tuvieron que retrasarse a causa de la tormenta —comentó Majo intencionalmente para que Ilse no siguiera regañando a Gabriela.

—¿A dónde van esas doncellas? —preguntó Gabriela, que increíblemente estaba desinformada de lo que ocurría con el personal de la casa. Era habitual que ella tuviera las últimas noticias sobre todos y se las contara a su madre, pero desde la desaparición de Máximo y la cada vez más violenta relación de su madre con Osmar, no se interesaba por esas banalidades.

—A Sanlúcar de Barrameda. Dentro de una semana se embarcan hacia las Indias Occidentales.

—¿Qué van a hacer allá? —volvió a interrogar a la criada, sorprendida de que una persona voluntariamente quisiera viajar a un lugar del cual se escuchaban historias espeluznantes.

—Doña Isabel Becerra Contreras, una dama de Medellín viaja con toda su familia y criados hacia el lejano lugar, con la seguridad que allí encontrarán grandes riquezas y podrán vivir como reyes en grandes extensiones de tierras que la corona les otorgará. Las doncellas son parientes de los criados de doña Isabel y quieren ir a probar suerte en las lejanas tierras. Se dice que cientos de españoles necesitan esposas. Los hombre allá, se han mezclado con las paganas del lugar, y además todas las personas que viajen serán consideradas de la misma condición social una vez que se establezcan en aquellas tierras, sin importar quienes eran cuando partieron.

—¿Conoces al dueño de la embarcación? —interesada, preguntó Ilse.

—No. Pero las muchachas me han contado que doña Mencía Calderón, una extremeña oriunda de Barranquilla, es la viuda de quien era encargado del viaje y quien consiguió el permiso del rey para realizar la expedición. El hombre falleció hace un par de años, y el hijo heredó el título de su padre y la licencia, pero al muchacho al parecer la larga travesía no le agrada demasiado. Es ella quien se puso al frente de la expedición y estuvo juntando mujeres solteras, doncellas y varias familias para llevar a las tierras de los infames y poblarlas con gentes decentes, y casar a los hombres como Dios manda para que no mueran en pecado.

—¿El señor Osmar sabía que esas mujeres iban a abandonar la heredad?

—Sí señora, hace semanas que tres nuevas doncellas están aprendiendo las tareas de la casa para reemplazarlas. El señor Osmar les deseó buen viaje y que se consigan un buen esposo. Se dice que las mozas una vez que lleguen a destino no serán criadas, sino señoras hechas y derechas. Se podrán conseguir sus propias criadas entre las nativas que ahora les están robando a sus hombres.

—Parece un futuro aceptable.

—¡Tendríamos que irnos con ellas! —meditó Gabriela en voz alta, muy seria—. Cualquier futuro incierto será mucho mejor del que nos espera aquí.

—No podemos abandonar la casa —apesadumbrada y tocándose inconscientemente los pómulos inflamados, hablaba Ilse sin mirar a su hija—. Nos alcanzaría antes de llegar al pueblo, y podríamos pasarlo realmente mal si lo enfurecemos de esa manera —se quedó en silencio mirando un punto fijo en la pared como si pudiera ver más allá—. Gabriela, tú podrías…no, no, no.

—Yo no me iría sin ti madre, ni siquiera lo pienses.

—Eres muy joven, no podrías arreglártelas sola.

Majo, que hasta el momento seguía en la habitación descorriendo las pesadas cortinas de las ventanas para dejar pasar la poca claridad del día a través de los gruesos cristales, escuchaba divagar a madre e hija y se compadeció del terrible giro que dieron sus vidas. Dos personas que muy poco tiempo atrás, vivían dichosas de la suerte que le había tocado en la vida, con esposo y padre adorable, ahora buscaban la manera de escapar de esa jaula de oro en la que se convirtió su bella casa, en la que estaban atrapadas sin esperanzas.

—Todos los criados que quedaron en la casa son los de Sevilla —le informó Majo, como queriendo dar a entender algo.

—¿No quedaron guardias bordeando las murallas exteriores? —indagó Ilse.

—Según Don Francisco no. Le pareció muy extraño que el señor Osmar no dejara algunos de sus guardias personales vigilando la propiedad. Aunque también quienes vimos partir al señor, notamos que salió corriendo como alma que persigue el diablo, gritándole a todos como un loco para que se apresuraran a partir, y los pobres desgraciados no hacían más que correr de acá para allá.

—Todos los viejos criados son leales a mi padre y no nos detendrían si saliésemos a dar un paseo.

—Pero si no regresamos, todos sufrirán por la infidelidad hacia su señor.

—Intentemos salir, si no nos detienen por una orden directa de Osmar, entonces no estarían desobedeciendo a nadie, y no serían responsables si no regresamos.

—Las mujeres que parten hacia Sanlúcar podrían llevar vuestro equipaje. De esa manera saldrían sin levantar sospecha alguna —acotó Majo para asegurarle que ellas estaban de su lado. Todas las criadas tenían conocimiento de los maltratos y golpes a los que era sometida su dulce señora, y más de una escuchó lo que le había gritado Osmar la mañana anterior, y estaban indignadas del vil comportamiento de su señor. El maltrato de un esposo hacia su mujer era algo a lo que estaban tristemente acostumbradas, pero amenazar con dañar a un hijo era algo muy distinto y aborrecible en todas las clases sociales. Majo se retiró de la habitación, dejando que madre e hija decidieran el destino que iban a afrontar.

—Tenemos que hacerlo madre —la instó Gabriela—. Es nuestra gran oportunidad de partir hacia una vida nueva. No podemos quedarnos aquí, tengo la seguridad de que algo horrible sucederá y ya hemos vivido muchas penas —terminó en un sollozó que conmovió a Ilse hasta los huesos.

—No sabemos cómo es el lugar dónde irán esas personas. Puede ser que nuestra vida en ese nuevo mundo sea mucho peor que esto —señaló la casa

—Ya hemos perdido a papá y a Máximo. No puede ser peor. Y también puede ser mejor.

—Las mujeres no abandonan a sus esposos. Dios castiga a las que lo hacen.

—Dios debería castigar a los esposos que golpean a sus mujeres y las obligan a que los abandonen pa

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