Azótame

Fragmento

 

Título original: Spank Me

Traducción: María José Losada Rey y Rufina Moreno Ceballos

1.ª edición: octubre de 2010

© Accent Press Ltd 2008

© Ediciones B, S. A., 2010 para el sello Vergara, Consejo de Ciento 425-427 - 08009 Barcelona (España)

 

www.edicionesb.com

Depósito Legal:  B.19307-2012

ISBN DIGITAL:  978-84-9019-185-9

 

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Contenido

Portadilla

Créditos

 

Amo, regresa a por mí. Kitti Bernetti

Instruyendo a James. Bryn Allen

Mi iniciación. Eva Hore

El cliente siempre tiene razón. Jade Taylor

El tirón. Sommer Marsden

Un trasero para milord. Chloe Devlin

Mi terapeuta en acción. Eva Hore

Remembranza. Imogen Gray

Mis pantalones nuevos. Sommer

La idea de mi marido. Eva Hore

Caza de brujas. Lynn Lake

La zapatilla de gimnasia. Ivana Chopski

La casera. Primula Bond

Perfección. Cathryn Cooper

En el Paddles. Caesar Pink

Jugando al billar. Stephen Albrow

Rescátame. Jean-Philippe Aubourg

Enséñame el amor. Landon Dixon

Complaciendo al cliente. Elizabeth Coldwell

No hay crimen sin castigo. Chloe Devlin

Otros títulos de la colección

CAUTÍVAME

COMPLÁCEME

SATISFÁCEME

SEDÚCEME

 

AMO, REGRESA A POR MÍ

Kitti Bernetti

 

Termino de escribir. Suspiro cansada. Estoy sentada a solas, ante la luz de la vela que arde incansable, esforzándome por oír sus pesados pasos en el camino empedrado. Me llevo una mano al corpiño de terciopelo color vino que me cubre los pechos en un intento de apaciguar mi palpitante corazón, que se alborota al pensar en sir Hunter Tremayne.

Tú también lo harías, querido lector, si tuvieras la suerte de sentir el beso de su latigazo en tu temblorosa piel desnuda. Ruego a Dios para que guíe a su corcel tan rápido como pueda y no tarde en llegar a mi lado. No puedo resistirme a apartar la cortina y escudriñar la oscura y húmeda tierra de abajo, esperando, deseando, verle llegar. Mis oídos se esfuerzan por captar el sonido de cascos acercándose, pero todo lo que oyen son las gotas de lluvia que repican en el marco de la ventana como si fueran guijarros. El reloj marca los interminables minutos. Me siento fría y helada sin él.

La pluma se agita en el portaplumas con el aire que se cuela por el marco de la ventana. Sir Hunter estará pronto conmigo. Muy pronto.

Para pasar el rato y no volver a pasearme por la estancia, cojo los papeles del escritorio y leo las palabras que he escrito allí. El primer documento es mi última voluntad y testamento, que terminé de redactar hace tan sólo una hora. Firmaron como testigos la cocinera, el ama de llaves y el mayordomo, a los que posteriormente di permiso para que se retiraran a dormir. Mis tres fieles testigos.

 

Yo, Elizabeth Langdale, de Hampshire, Inglaterra, en pleno uso de mis facultades mentales y sin que medie coacción, amenaza, fraude, error o influencia indebida, declaro que ésta es mi última voluntad y testamento y que los legados aquí descritos deberán ser ejecutados según mis deseos a día de hoy, 15 de diciembre de 18...

 

Pero, mi fiel lector, no hay duda de que estarás más interesado en el segundo documento que he escrito. En él relato mi primer encuentro con sir Hunter, lo que él me enseñó y la explicación al extraño legado que hago en mi testamento. Soy una mujer rica y sé que muchos protestarían por haber dejado mi considerable fortuna a Frederick March, un simple sirviente sin parentesco alguno conmigo, por eso os explicaré las razones de este curioso legado.

Venga. Acompáñame mientras me recojo las faldas y me siento a la luz de la lumbre para recordar. Lee, sigue leyendo...

 

Mi historia comienza el primer día que sir Hunter me dirigió la palabra. Yo era una pobre muchacha de quince años, que sólo había visto fugazmente al amo en la iglesia parroquial en la misa de los domingos. Allí inclinaba la cabeza y, desde el alejado banco que ocupaba en la iglesia, miraba de reojo la arrogante figura de sir Hunter, de más de uno ochenta, cuando se dirigía con paso firme a recibir la comunión. Me gustaba contemplar su regio porte, la nariz aristocrática por encima de la cual miraba altivamente a aquellos de nosotros que no éramos dignos de él. Nada me habría inducido a acercarme a ese gran hombre. ¿De qué podría hablar yo, la hija de una simple lechera que se dedicaba a lo mismo que su madre, con semejante pilar de la comunidad? Nuestros caminos sólo se cruzarían en ocasiones como ésa. Sabía que él jamás se dignaría a mirarme dos veces.

Sin embargo, debo rectificar. Hubo un incidente aislado durante el cual fui testigo de un ligero interés de sir Hunter hacia mi humilde persona. Fue un caluroso día de verano, donde el calor sofocante nos pilló de sorpresa a todos. Me hubiera desmayado en la iglesia de haber sido propensa a ello. El sermón de ese día se convirtió en un monólogo interminable, el calor se hizo cada vez más insoportable y en el aire flotaba el olor dulzón de los lirios que se marchitaban en los floreros que adornaban el altar. Demasiado tímida para abandonar el servicio religioso, traté de aliviar mi desasosiego aflojándome el vestido. Llevé la mano lentamente a la sudorosa piel de mi clavícula y luego a las cintas que me ataban el corpiño. Esperando que nadie se fijara en una simple campesina, las agarré y las fui desatando una a una. Los ojos se me cerraron ante el alivio que sentí y me temo que me quedé dormida. Desperté, alarmada, ante el sonido del órgano y noté que la congregación ya se levantaba para abandonar la iglesia. Confieso que me puse en pie de un salto sin saber siquiera dónde me encontraba. Al hacerlo, mi corpiño, libre de la restricción de las cintas, se deslizó para revelar el nacimiento de mis insolentes pechos y uno de mis pequeños pezones, rojo como una cereza. Un reguero de sudor discurría entre los redondos montículos y mojaba el algodón de la camisola. Angustiada y avergonzada ante la posibilidad de que alguien pudiera verme casi desnuda, agarré la tela y la apreté contra mi pecho. En ese instante sentí unos ojos sobre mí y levanté la vista, encontrándome con la mirada voraz de sir Hunter clavada en mí. Había algo en esa mirada que produjo una fuerte reacción en mi interior. Los ojos del amo brillaban con una dureza que me provocó un hormigueo en el vientre. Me recordaba a la mirada de un espadachín antes de acabar con su contrincante. El extraño ceño de su frente me dijo que sir Hunter no sólo había sido testigo de mi desasosiego, sino que además había disfrutado con él. Una palabra se formó en sus labios: «puta». Un ardiente rubor me inundó el cuello. Temiendo desmayarme, recogí la cesta y, a pesar del intenso y sofocante calor, me ceñí el chal y hui como alma que lleva el diablo.

Incluso después de ese momento de conexión, y de que coincidiéramos varias veces más en la iglesia, sir Hunter jamás volvió a dirigirme ni una sola mirada. Siguió ignorándome como siempre había hecho. Me avergüenza admitir que recé (que Dios me perdone por ello) a solas en mi cama para que las circunstancias fueran diferentes. En algunas ocasiones, él invadía mis pensamientos y yo deslizaba las manos bajo el dobladillo del camisón. Introducía los dedos en mi cuerpo febril mientras imaginaba cómo sería ser explorada por los elegantes dedos de sir Hunter. Pero salvo en mis sueños más ardientes, él nunca se acercó a mí. Poco a poco acepté que aquella penetrante mirada azul jamás volvería a posarse en una pobre lechera como yo.

Y así fue hasta que un día, tres años después, en una miserable calle de Londres, después de llamar a la puerta de un desconocido, me sorprendí al encontrarme con el rostro de sir Hunter. Pero estoy yendo demasiado rápido, querido lector, y corro el riesgo de dejarte atrás. Deja que me explique. A los diecisiete años, vivía feliz en el pueblo donde me conformaba con ver a sir Hunter de lejos. Un día, al regresar a mi humilde morada, me encontré con la terrible noticia de que mi querida madre había fallecido. Fue una muerte inesperada. Siempre había sido una mujer robusta de mejillas sonrojadas. Nadie hubiera podido imaginar que se muriera de repente. Como un árbol caído bajo el hacha de un leñador, un minuto estaba con nosotros y al siguiente la metíamos en un ataúd y la enterrábamos bajo la gélida tierra, donde su dulce cuerpo sería pasto de los gusanos.

Mi pena fue indescriptible y se vio agravada por la espantosa certeza de que ahora me encontraba sola en el mundo y de que la inclemente pobreza llamaba a mi puerta. El amable campesino que nos había dado empleo y que nos había proporcionado nuestra humilde morada sucumbió a una enfermedad pulmonar un mes después de morir mi madre. El nuevo propietario, un hombre rudo y desconocido en el pueblo, se relamió la boca al conocerme y, alzando la barbilla, me dijo:

—Sin duda alguna eres una jovencita descarada. ¿No te gustaría albergar mi virilidad en tu sexo virgen?

Una noche, cuando dormía sola en la cama, le oí entrar en la casa que ahora le pertenecía. El aliento le olía a whisky; arrancó las mantas de la cama, me agarró por el cuello y me acarició con sus manos callosas. Al verle comenzar a desabrocharse los pantalones me dejé llevar por el pánico, le di una fuerte patada en sus partes viriles y escapé a toda velocidad sin más equipaje que un vestido, un chal y unos peniques. Con mis escasas pertenencias, fui de pueblo en pueblo. Pero era joven y muy delgada. Y no había trabajo para mí. En todos los mercados elegían a doncellas voluptuosas o a jóvenes patanes. Siempre era la muchacha que dejaban de lado. Era la que provocaba más comentarios y a la que nadie quería contratar.

Como tantas jóvenes antes que yo, me dirigí a Londres para buscar fortuna en sus calles infestadas de ratas. Oh, fueron días de miseria y sufrimiento. Encorvada como una vieja bruja y ciñéndome el sucio chal con firmeza, caminé bajo tormentas con unos zuecos de madera y las faldas llenas de barro. Dormí bajo setos y robé para comer. Sobreviví gracias a las manzanas silvestres tan amargas como la leche agria.

Cuando por fin llegué a la ciudad, todo en ella me resultó extraño. Estaba poblada por cientos de individuos que apenas subsistían en los rancios callejones. Mis últimos peniques, que había ahorrado cuidadosamente, los gasté en una pequeña habitación en una pensión que había encima de una taberna. Allí pude lavar mi destrozado cuerpo y mi ropa. Mi único golpe de suerte en aquellos días oscuros fue conocer a una chica, con acento provinciano y dos años mayor que yo, que se hospedaba cerca de Fleet Street. Puede que viera reflejado parte de su pasado en mí. Mi querida Martha poseía la apariencia y las manos de un ángel. Me dejó compartir su alojamiento y me alimentó por mucho menos de lo que pagaba por mi habitación. Un día, en su acogedor dormitorio en el desván de la casa, a la luz del fuego que nos secaba la ropa, me preguntó:

—¿Tienes referencias para encontrar trabajo en Londres?

—No —respondí—, pero me han dicho que es fácil encontrarlo aquí.

—Bah, no lo creas. En las calles de Londres encuentras más coles que oro. Y, por desgracia, nadie necesita lecheras en este lugar. No obstante, hay un caballero que ofrece trabajo a jóvenes doncellas como tú. Sólo viene a la ciudad en contadas ocasiones, pues se dice que tiene una vasta hacienda en el campo. Pero, actualmente, se encuentra aquí. Lo sé porque el otro día trabajé para él. —En ese momento me tomó la barbilla y me la acarició mientras me miraba con fijeza—. Lávate bien a fondo, pequeña Lizzie. Estoy segura de que tu piel cremosa y tus ojos de gatita serán muy apreciados por este caballero en particular.

—Si ese caballero pudiera ayudarme, haría cualquier cosa por él. Trabajaría duramente, fregaría suelos y le serviría sin rechistar —le dije. No creía que resultara fácil conseguir buenos sirvientes en Londres, pero yo trabajaría duro si él me rescataba de la penosa situación en la que me encontraba. Mientras Martha me cepillaba el cabello húmedo, haciendo que reluciera, comencé a sentir una pizca de esperanza.

Martha continuó peinándome hasta que se me secó el cabello.

—Es un hombre muy rico y sólo le gustan las cosas finas. Las chicas hacen cola para estar bajo su protección. Pero es muy selectivo. No elige a cualquier doncella. —Me separó los mechones del pelo que me llegaba hasta la cintura y los enrolló en trozos de tela sin dejar de hablar—. Cuando haya terminado de arreglarte el pelo, rebuscaremos en mi armario y te probarás uno de mis viejos vestidos. Al llegar aquí estaba tan delgada como tú. Aunque he engordado bastante desde entonces, estoy segura de que podremos encontrar algo mejor para ti que ese harapo gris que llevas puesto.

Al rato sacó del armario el vestido de seda azul medianoche más delicioso del mundo.

—¿Cómo es posible que tengas un vestido tan elegante? —exclamé—. ¿Dónde lo has conseguido?

Martha sonrió.

—Oh, es fácil ganar dinero en esta ciudad si sabes cómo obtenerlo. El caballero del que te he hablado te enseñará, mi pequeña Lizzie. Sólo tienes que dejarte llevar y hacer todo lo que él te pida como una buena chica.

Me ayudó a ponerme el vestido y de pronto me vi tan resplandeciente como una dama. Curvas que antes no pensaba poseer aparecieron al ponerme las faldas con vuelo y el estrecho corpiño que tenía un escote con un ribete de encaje negro y diminutas cuentas negras que brillaban bajo la luz de la vela. El escote era tan bajo que dejaba al descubierto el nacimiento de mis pechos, pero Martha se rio de mis preocupaciones y me dijo que al caballero le encantaría.

Esa noche dormimos juntas en su pequeña cama. Me sentí agradecida por la ayuda que me había prestado y por la manera en que me abrazó. «Para calentarnos», me dijo. Me frotó la espalda y el cuello, según ella para aliviarme el cansancio y los dolores. Nunca me habían acariciado así y me provocó una extraña humedad entre las piernas que me hizo sentir avergonzada.

La cabeza me dio vueltas cuando llevó la mano a mi pecho. Soltó una risita tonta mientras me ahuecaba los senos, alabando lo hermosos que eran. Me dijo que eran como bollos recién hechos y que tenía que probarlos. Me escandalicé un poco cuando bajó la boca hacia ellos y los besó. De repente me sentí sorprendentemente caliente y tuve que subirme el camisón para enfriarme.

Amablemente, Martha me ayudó a quitármelo por los brazos y la cabeza. De alguna manera me sentía extraña al estar desnuda, pero perfectamente segura con alguien tan buena y amable como Martha. Sentí que ella también comenzaba a calentarse, y oí su aliento entrecortado mientras se daba un festín con mis pezones, que se endurecieron como nunca lo habían hecho antes, salvo cuando me los lavaba en pleno invierno antes de salir a ordeñar las vacas.

Todo era muy extraño y diferente en esa curiosa ciudad, pero no tanto como esa alocada noche. Cuando Martha también se quitó el camisón, me sorprendí del tamaño y el volumen de sus senos, que se veían pesados bajo la brillante luz del fuego. Noté una opresión en el estómago y de repente me resultó difícil respirar. Jamás había visto a otro ser humano desnudo antes, pero dado que era una mujer y no un hombre, suponía que no había nada malo en ello. Martha me cogió la mano para que tocara sus magníficos pechos. Eran suaves y plenos, como las ubres de las vacas. Por instinto le apreté el pezón suavemente como lo hacía cuando ordeñaba las vacas y observé que los ojos verdes de Martha chispeaban de deseo.

Era excitante y reconfortante ver nuestros cuerpos desnudos y bañados por la cálida luz del fuego. Me tendí de espaldas en la cama y sentí que Martha se ponía encima de mí. La mata de vello de su entrepierna me hizo cosquillas en el interior de los muslos separados. Guiada por una ardiente pasión tomé su enorme pecho en mi ansiosa boca y lo succioné. Oí cómo un suave ronroneo escapaba de mi garganta y me aferré a la sábana mientras Martha emitía unos agudos gemidos. Sin saber por qué, separé aún más las piernas, en un intento quizá de aliviar el ardor de mi piel. En ese momento, Martha comenzó a deslizarse lentamente hacia abajo, dejando un sendero de besos en mi vientre plano, lamiéndome el ombligo, los huesos de las caderas y más abajo, entre los muslos. Sentí que su pelo sedoso se rozaba contra mi sexo.

Luego, mi querido lector, me recorrió una sensación asombrosa cuando Martha enterró su cálida y húmeda boca entre mis muslos. Levanté la vista y bajo la luz del fuego p

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