1.ª edición: febrero, 2013
© Teófilo Palacios, 2013 www.teopalacios.com
© Ediciones B, S. A., 2013
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ISBN DIGITAL: 978-84-9019-196-5
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Para ti, papá,
por todos esos años de madrugar.
Y para ti, mamá,
por tantas cosas...
Contenido
Portadilla
Créditos
Dedicatoria
Algunas explicaciones
Personajes de la primera parte
Personajes de la segunda parte
Personajes de la tercera parte
Personajes de la cuarta parte
Prefacio
PRIMERA PARTE
1
2
3
4
5
6
7
8
9
SEGUNDA PARTE
10
11
12
13
14
15
TERCERA PARTE
16
17
18
19
20
21
22
23
24
CUARTA PARTE
25
26
27
28
29
30
31
32
Epílogo
Agradecimientos
Algunas explicaciones
Escribir una novela histórica sobre un periodo tan confuso, convulso y complejo como es el de los reinos de taifas conlleva una serie de dificultades añadidas a la labor de todo novelista. Las decisiones a tomar son constantes y continuas. Los nombres propios, por ejemplo, son una de las primeras a tener en cuenta: ¿cómo nombrar, por poner un caso, a las ciudades: por el nombre actual o por el que se usaba en la época? Evidentemente, la segunda opción sería la más idónea desde el punto de vista histórico y de ambientación, sin embargo, la descarté a favor de una mejor comprensión y ubicación del lector, que no tiene por qué conocer que a la actual Silves se la llamaba Xelb en aquel tiempo, por poner un simple ejemplo. Es cierto que se podían usar notas a pie de página, pero preferí entendimiento inmediato a la ralentización de la lectura que conllevan las notas. Por ese motivo he intentado reducirlas tanto como he podido.
En ocasiones me ha resultado imposible determinar con exactitud las fechas en las que suceden determinados acontecimientos, como pueden ser las muertes de algunos personajes históricos que se citan a lo largo de la narración. Un caso puede ser el del rey Badis. Algunos la sitúan en 1073, otros en 1075 y algunos más en 1077. En esos casos, no he tenido más remedio que adecuarlos y adaptarlos para que se produjeran en un momento apropiado dentro de la narración a fin de tener un relato lo más coherente posible.
Algo parecido me sucedió con la conversión de la moneda a la actual, que fue casi imposible de realizar excepto en momentos muy concretos y documentados.
Del mismo modo, algunos lugares que aparecen en la novela son hoy por hoy imposibles de identificar. Es el caso, entre otros, del castillo de Belillos, que, en general, se cree desaparecido. Sin embargo, Manuel Martínez Martín dedica su tesis a intentar demostrar que el castillo de Moclín, situado en el cauce del río Velillos, puede ser el que alzaron castellanos y sevillanos al unir sus fuerzas contra la taifa de Granada.
Lo mismo sucede con los personajes. Es imposible conocer con detalle cada paso de su vida, más aún con aquellos que tuvieron un peso histórico relativo. La inmensa mayoría de los personajes que aparecen en esta novela tienen su eco en la historia, si bien algunos han tenido que ser, necesariamente, creados para cumplir sus papeles. Ese «relleno», esa fabulación en la historia de un personaje real, es en mi opinión uno de los mayores atractivos de este género. Y en esta novela he podido disfrutarlo como nunca antes.
En especial, he podido saborear esa experiencia con Muhammad Ibn Ahmad Ibn Abdūn al-Tuchibi, uno de los protagonistas indiscutibles de esta historia. Más conocido como Ibn Abdūn, es un personaje histórico real. Sin embargo, solo conocemos de él un único dato: tras la conquista de Sevilla por los almorávides escribió un tratado judicial con el fin de regular determinadas actividades en la ciudad. Nada más sabemos de él, de modo que todo cuanto aparece en estas páginas no es más que una ficción de lo que, tal vez (¿quién puede decir que no?), pudiera haberle sucedido a lo largo de su vida.
Incluso personajes tan inverosímiles como el bandido conocido como Halcón Gris son reales. Se desconocen sus orígenes, aunque sabemos que durante mucho tiempo aterrorizó la campiña sevillana, pero la increíble resolución de su vida está bien documentada.
He tratado de ser fiel, por lo tanto, a todo aquello que conocemos sobre el periodo y sus personajes, intentando, dentro de lo posible, seguir un orden cronológico a la hora de narrar los sucesos históricos. Pero, al fin y al cabo, esto no es más que una novela... ficción... sueños.
Personajes de la primera parte
En orden alfabético
Los personajes históricos aparecen en negrita
Abbad Ibn Abu al-Qasim Muhammad: Hijo y heredero de Abu al-Qasim. Visir de Sevilla. Conocido como Al-Mutadid.
Abu al-Qasim: Cadí y gobernador de Sevilla tras la caída del Califato de Córdoba. Nombre completo: Abu al-Qasim Muhammad Ibn Abbad.
Abu Amir: Visir cordobés enamorado de Wallada. Nombre completo: Abu Amir Ibn Abdus.
Abu Bakr Ibn Ammar: Ver Ibn Ammar.
Abu Yafar: Ceramista toledano. Nombre completo: Abu Yafar Ibn Muhammad Ibn Mugit.
Ahmad: Padre de Ibn Abdūn.
Al-Mutammid: Segundo hijo de Al-Mutadid.
Amir: Comerciante de Beja.
Badis: Rey de Granada. Nombre completo: Badis ben Habús.
Bizilyani: Malagueño que llegó a Sevilla y trabó una fuerte amistad con el príncipe Ismail, llegando a hacer funciones de secretario para él.
Farah: Madre de Ibn Abdūn.
Habib: Consejero y confidente de Abu al-Qasim.
Hadiyyah: Esclava de Ibn Zaydun.
Hasan: Astrólogo de Al-Mutadid.
Husaam: Niño de Silves, hermano mayor de Naylaa e hijo de Sirag.
Ibn Ammar: Uno de los poetas más reconocidos de la época. Llegó a ser uno de los estadistas y diplomáticos más importantes de su tiempo. Nombre completo: Abu Bakr Ibn Ammar al-Mahri.
Ibn Ocacha: Cordobés al servicio de Ibn as-Saka, el gobernador de la ciudad. Nombre completo: al-Hakam Ibn Ocacha.
Ibn Rasiq: Amigo de Ibn Ammar. Originario de una familia noble de Vilches. Nombre completo: Abu Muhammad Abderramán al-Kuxayri Ibn Rasiq.
Ibn Zaydun: Político y poeta cordobés. Amante de la princesa Wallada. Nombre completo: Ahmad ibn Abd All¢h ibn Amad ibn G¢lib ibn Zayd¦n.
Ismail: Primogénito y príncipe heredero de Al-Mutadid.
Itimad: Nombre con el que se conoce a la esposa de al-Mutammid.
Muhammad: Segundo hijo de Al-Mutadid, príncipe de Sevilla. Nombre completo: Muhammad Ibn Abbad. Conocido como Al-Mutammid.
Muhammad: Niño de Silves. Hijo de Farah y Ahmad. Nombre completo: Muhammad Ibn Ahmad Ibn Abdūn al-Tuchibi.
Naylaa: Niña de Silves, hermana menor de Husaam e hija de Sirag.
Rashid: General sevillano.
Rumaiq: Comerciante sevillano.
Rumaiquilla: Esclava al servicio de Rumaiq.
Wallada: Pricesa de Córdoba. Amante de Ibn Zaydun. Una reconocida poetisa y mujer de extraordinaria belleza.
Personajes de la segunda parte
En orden alfabético
Los personajes históricos aparecen en negrita
Abd al-Malik: Gobernador de Córdoba.
Abu Yafar: Ceramista toledano.
Alfonso: Príncipe de León, hijo de Fernando I.
Al-Mutadid: Rey de Sevilla.
Al-Mutammid: Príncipe de Sevilla.
Al-Zarqali: Matemático y astrólogo toledano. Nombre completo: Abu Ishäq Ibrahim Ibn Yahyà al-Zarqali.
Badis: Rey de Granada.
Bizilyani: Amigo y secretario de Ismail.
Fernando I: Rey de Castilla.
García: Príncipe de Galicia, hijo de Fernando I.
Halcón Gris: Bandido sevillano que aterrorizó durante años en los caminos.
Husaam: Joven de silves, apodado ahora Halcón Gris.
Ibn Ammar: Poeta y preferido de Al-Mutammid. Expulsado de Sevilla y al servicio ahora del rey de Zaragoza.
Ibn Ocacha: Cordobés anteriormente al servicio de Ibn as-Saka y que pasa a servir al rey de Toledo tras su caída en desgracia en Córdoba. Pasa un tiempo salteando caminos.
Ibn Zaydun: Visir de Sevilla.
Isaac: Comerciante granadino.
Ismail: Primogénito y heredero de Al-Mutadid.
Itimad: Esposa de Al-Mutammid.
Mustafa: Mendigo de Sevilla. El personaje y el hecho en el que participa es histórico, aunque no nos ha llegado su nombre.
Nabil: Zalmedina de Sevilla.
Nadir: Comerciante de tejidos.
Pedro de Ansúrez: Conocido también como Peranzules. Uno de los más leales siervos de Alfonso.
Personajes de la tercera parte
En orden alfabético
Los personajes históricos aparecen en negrita
Abbad: Hijo de Al-Mutammid, gobernador de Córdoba.
Abbas: Soldado almorávide.
Abu Becr Ibn Zaydun: Hijo del visir Ibn Zaydun y aliado de Itimad.
Abu Becr: Hijo del antiguo visir Ibn Zaydun.
Alfonso: Rey de León.
Al-Mamun: Rey de Toledo.
Al-Muqtadir: Rey de Zaragoza.
Al-Mutammid: Rey de Sevilla.
Al-Rasid: Príncipe sevillano, hijo de Al-Mutammid.
Álvar Fáñez: Primo de Rodrigo Díaz de Vivar, el Cid. Uno de los principales capitanes de Alfonso VI.
Al-Zarqali: Matemático y astrólogo toledano.
Asad Ibn Bashir: Murciano representante del gremio de los vidrieros.
Ben Salib: Judío al servicio de Alfonso.
Farûq: Mozo de caballerizas del rey de Sevilla.
Fath: Príncipe sevillano, hijo de Al-Mutammid.
García: Rey de Galicia, vencido y destronado por sus hermanos.
Halcón Gris: Bandido sevillano que aterrorizó durante años en los caminos.
Husaam: Ver Halcón Gris.
Ibn al-Labbana: Poeta valenciano, uno de los más fieles amigos de Al-Mutammid.
Ibn Ammar: Visir sevillano.
Ibn Ocacha: Cordobés al servicio del rey de Toledo tras su caída en desgracia en Córdoba.
Ibn Rasiq: Amigo de Ibn Ammar. Originario de una familia noble de Vilches. Nombre completo: Abu Muhammad Abderamán al-Kuxayri ibn Rasiq.
Ibn Tahir: Rey de Murcia.
Imad Ibn Marzuq: Murciano representante del gremio de los ceramistas.
Itimad: Esposa de Al-Mutammid.
Malika: Concubina de Abbad.
Mohammed: Hijo de Martín, soldado de origen cristiano que ocupaba el puesto de jefe de la guarnición de Córdoba.
Pedro de Ansúrez: Conocido también como Peranzules. Uno de los más leales siervos de Alfonso.
Pedro: Infante de Aragón.
Rodrigo: General de los ejércitos en Zaragoza. Nombre completo: Rodrigo Díaz de Vivar, conocido como el Cid.
Ruwayda: Muchacha cordobesa.
Sancho: Rey de Castilla.
Urraca: Aliada de su hermano Alfonso.
Wafiq Ibn Bahir: Murciano representante del gremio de los plateros.
Y¢bir: Sirviente de Ibn Ammar.
Yussuf Ibn Tasufin: Emperador Almorávide:
Personajes de la cuarta parte
En orden alfabético
Los personajes históricos aparecen en negrita
Abu Bakr: General y emperador almorávide que deja su poder a Yussuf Ibn Tasufin.
Ahmed Ibn Fahd: Comerciante de Fez.
Al-Bacri: Autor de varios libros sobre Geografía, Botánica e Historia.
Anwar: Niña de Ceuta.
Atira: Hija de Sharîf.
Halcón Gris: Bandido sevillano.
Hazim Ibn Taqi: Faquí de Sijilmasa.
Ibn Abdūn: Ceramista de Silves.
Ibn Umar: Almorávide.
Ibn Yasin:
Mâred: Posadero de Sijilmasa.
Naylaa: Niña de Silves.
Rafiq: Príncipe almorávide.
Sharîf: Ceramista de Sijilmasa.
Tamin: Hijo de Yussuf.
Yussuf Ibn Tasufin: Emperador almorávide.
Zaynab: Esposa en primer lugar de Ibn Umar y más tarde de Yussuf Ibn Tasufin.
Prefacio
Año 1048
La sombra de los olmos y el frescor de la orilla los amparaba del intenso calor del verano. Los chiquillos estaban tumbados, boca arriba, jadeantes después de la carrera que los había llevado desde la ciudad, atravesando el puente que levantaran los romanos tanto tiempo atrás, hasta uno de sus lugares de juego habituales: una pequeña curva del río que servía de protección a Silves. Frente a ellos podían ver parte de la muralla y, por encima de ella, más alejadas, algunas de las torres de al-Hamra, el castillo rojo.
El que parecía mayor de los tres fue el primero en recuperar el resuello. Se levantó, saliendo de la protección que le daban los árboles, y se acercó hasta la orilla, donde metió los pies desnudos haciendo que saltara una pequeña rana, que hasta entonces había permanecido oculta. Tomó unas piedrecillas con la mano derecha y comenzó a lanzarlas con la izquierda sobre las aguas tranquilas, levantando ligeras ondas en la superficie del río.
—Deberías haber traído los anzuelos tal como te dije, Naylaa —espetó con rabia.
—¡Ya te he dicho que no pude cogerlos! Padre no se quedó dormido después de comer —replicó la niña. Era la más pequeña de los tres. Había nacido tres años después que Husaam, su hermano, y dos más tarde que Muhammad, que permanecía callado, tumbado junto a ella; pero la niña tenía un cuerpo tan menudo y frágil que parecía no haber visto las seis primaveras que habían pasado desde su nacimiento.
—Pues tendrías que haberle ayudado a beber un poco más de vino —continuó criticando.
—No quise... luego empieza a dar gritos y a pegarnos.
—Eso es a ti, porque, como eres un renacuajo, no eres capaz de escapar y siempre te coge. En cambio, yo soy rápido como el halcón y nunca me atrapa.
—Déjala ya, Husaam. ¿Por qué no nos bañamos? —propuso Muhammad, que conocía que esas riñas entre los dos solían acabar con el llanto de su amiga, estropeando toda la diversión. Dando ejemplo, se aproximó al río.
No había llegado a tocar aún el agua cuando Husaam se lanzó contra él de cabeza, tomándolo por la cintura y tirando de él hacia el suelo. Ambos empezaron a forcejear entre resoplidos. Una y otra vez Muhammad acababa de cabeza en el río, y una y otra vez salía entre risas, chorreando agua y lanzándose de nuevo contra su amigo, pese a que sabía que no tenía nada que hacer contra él; Husaam le sacaba una cabeza y era mucho más fuerte.
Llevaban un rato con ese juego cuando la voz aguda de Naylaa llegó hasta ellos en poco más que un susurro.
—Oigo algo... parece un perro gruñendo —comentó con cierto temor.
Husaam se detuvo de inmediato y se acercó corriendo hasta donde se encontraba su hermana.
—Sí, se oye algo... pero no parece un perro. Es en el claro de las abejas. —Y sin decir más comenzó a caminar con sigilo hacia el lugar del que provenía el sonido.
Muhammad había llegado a la altura de la niña, buscó un palo por las inmediaciones y, tras darle la mano a la atemorizada Naylaa, siguió los pasos de su amigo. Llamaban el claro de las abejas a un círculo desnudo de árboles, algo alejado de la orilla, en el que un día Husaam había golpeado un panal con una piedra, provocando el ataque de las furibundas abejas, que los mantuvieron un buen rato en el río. Ninguno de ellos pudo librarse de una decena de picaduras.
No tuvieron que caminar mucho hasta que encontraron lo que buscaban. En el pequeño claro, iluminado por el sol, se toparon con un hombre que no debía tener más de veinticinco años. Era evidente que llevaba dormido un buen rato. En uno de los movimientos del sueño, su cabeza había quedado en una postura extraña, atrapada entre las telas que le servían de almohada y una raíz del árbol bajo el que descansaba, lo que provocaba unos ronquidos que resonaban en el bosquecillo.
—No habléis... es un comerciante.
Husaam estaba muy quieto, observando la escena con atención, examinando con la mirada las ropas del durmiente. Bajo las telas que le sostenían la cabeza halló lo que buscaba y una sonrisa le iluminó el rostro.
—¿Qué pasa? —susurró Muhammad.
Husaam lo miró agrandando su expresión y, llevándose el dedo a los labios, les indicó que se mantuvieran en silencio y permanecieran bajo la protección de los árboles. Acto seguido, tomó el palo que portaba su compañero y, con mucha precaución, se acercó al hombre. Cuando ya estaba suficientemente cerca, adelantó la mano cuanto pudo, introduciendo la vara entre los cordones que sobresalían de las telas. Fue tirando hacia atrás con mucha lentitud, manteniendo la respiración, hasta que al fin quedó a la vista la pequeña bolsa de cuero. Siempre con el mayor cuidado, la alzó atrayéndola hacia sí, dejando que se deslizara por la rama hasta que pudo cogerla con la mano. Satisfecho, se volvió, radiante de felicidad, hacia Muhammad: en la bolsa había un buen puñado de monedas que podía sentir entre los dedos. Pero esa felicidad fue su perdición.
Al volverse sin prestar atención para regresar por donde había venido, tropezó con una piedra, que descendió por la suave pendiente hasta golpear una roca que lanzó un fuerte crujido. Antes de que se diera cuenta, el comerciante estaba despierto.
Husaam echó a correr hacia los árboles.
—¡Naylaa! ¡Corre, corre! —gritó observando la cara de terror de su hermana.
Muhammad se dio la vuelta a su vez, y sin soltar la mano de la pequeña comenzó a correr, en un intento de encontrar algún lugar en el que esconderse.
Pero los gritos del comerciante, que sospechaba lo ocurrido, ya se dejaban escuchar a sus espaldas antes de que entraran en el refugio de las sombras.
—¡No corráis, hijos de Satán! ¡Os atraparé! ¡Os llevaré ante el caíd! ¡Nadie le roba a Rumaiq!
Naylaa lloraba mientras avanzaba tan rápido como podía. Sin soltar la mano de Muhammad, ponía tierra de por medio con el comerciante, que no conocía el terreno mientras que ellos solían jugar en la zona casi a diario. Muhammad giró a su izquierda. Sabía que no muy lejos, en una pequeña elevación del terreno, había un grupo de grandes piedras que podrían servirles de escondite. Con toda seguridad, Husaam, al que ya no escuchaba, se habría refugiado allí.
Se encontraban ya a mitad de la pendiente cuando algo chocó contra ellos, separando sus manos.
—¡Daos prisa! —urgió en un ronco susurro Husaam ayudando a levantarse a Muhammad—. ¡Vamos, Naylaa!
Pero la niña no hizo el menor movimiento.
—¡Vamos! ¡No es momento de detenerse!
Husaam se agachó junto a ella, zarandeándola mientras la urgía. Y, al hacerlo, pudo ver que de su frente surgía un pequeño reguero rojizo que se deslizaba por la roca que le había golpeado la cabeza.
Los dos niños se miraron espantados, pero no tenían tiempo que perder. Más abajo volvían a escucharse ya los gritos del comerciante.
—¡Vámonos!
—¡No podemos dejarla aquí, Husaam!
—¡Vámonos! Iremos hasta la ciudad y diremos que mientras jugábamos escuchamos unos gritos en la orilla, cuando nos acercábamos a ver qué sucedía, Naylaa resbaló y se golpeó en la cabeza.
Muhammad estaba indeciso. Tenía miedo, pero no podía dejar sola a la pequeña con la que tan buenos ratos compartía y tanta ternura le inspiraba. Un nuevo grito llegó desde la orilla y les pareció que el hombre se alejaba.
—¡Corre! Si no nos ve a nosotros tampoco la verá a ella —aseguró Husaam, que empujó a su amigo.
Muhammad comenzó a caminar mirando hacia atrás, a medias contemplando el cuerpo inerte de Naylaa y a medias rogando a Dios que el comerciante no apareciera tras la línea de árboles.
Se separaron antes de cruzar el puente. Husaam se adelantaría para encaminarse a su casa y pedir ayuda a su padre, mientras que Muhammad debía permanecer oculto para evitar que los vieran salir juntos de la ribera. A continuación, debía ir a su propia casa, pasar allí la tarde y encontrarse de nuevo con él a la caída de la noche, junto al pozo. Sería entonces cuando sabría qué había pasado con Naylaa. Hasta entonces no debía decir nada de lo ocurrido. Una vez juntos, se repartirían las monedas de la bolsa, que Husaam había escondido previsoramente.
El tiempo que pasó solo bajo aquellos árboles, todavía empapado por sus juegos en el río, fue uno de los instantes más tristes en la vida de Muhammad Ibn Ahmad Ibn Abdūn al-Tuchibi, a pesar de que el destino le reservaba momentos de crueldades impensables, el primero de los cuales le llegaría antes de la caída del sol.
Cuando Muhammad llegó a su casa estaba vacía. Se tumbó en una estera, cerrando los ojos y dejando que, por primera vez desde lo ocurrido, las lágrimas cayeran libres por su rostro de niño. Agotado, se quedó dormido. Cuando despertó, el sol ya había comenzado a bajar y mostraba los reflejos dorados del principio de la tarde. Por un instante pensó que lo había soñado todo, pero su cuerpo aterido por la humedad de la camisa de algodón fue constatación suficiente de que todo era cierto. No pudo evitarlo: rompió a llorar sin que hubiera nadie cerca para ofrecerle consuelo.
Fue pensando precisamente en eso que se calmó. No era habitual que su madre no estuviera en el hogar a esa hora. Era aún demasiado pronto para recoger el agua del pozo, y normalmente aprovechaba el frescor de la casa blanqueada y la intensa luz de la tarde para realizar sus labores de costurera. De hecho, sus útiles de costura estaban sin tocar, en el estante donde solía dejarlos. Junto a ellos se encontraba el collar que siempre llevaba al cuello, un amuleto que, según decía, la protegía de todo mal. Fue entonces cuando le llegó el ruido del tumulto.
Al principio se asustó, pensando que, tal vez, lo buscaban por lo sucedido con el comerciante. Se acurrucó contra una de las paredes en sombra procurando pasar desapercibido. Ni siquiera pensó en cerrar la puerta. En ese momento pudo ver a una multitud que pasaba frente a su casa. Parecía enardecida. Era evidente que pasaba algo importante.
Estaba pensando en levantarse para intentar descubrir qué ocurría cuando una silueta oscura se perfiló en el vano de la puerta.
—¡Ah! Estás aquí. —La voz de su padre se alzó en la casa—. Ven, sígueme. Tienes que ver esto.
Muhammad se levantó cauteloso. Temía a su padre, sus estallidos de ira, y con el tiempo había aprendido a molestarlo lo menos posible. Pero, esta vez, Ahmad se mostró inusualmente tierno con su hijo. Lo tomó de los hombros, y al hacerlo pudo notar el temblor que los sacudía. Interpretando de forma errónea el motivo de su terror, le apretó con firmeza y lo condujo al exterior mientras le hablaba:
—Muchos murmuraban, Muhammad, pero yo no quería escuchar. Estaba ciego, y sordo. No quería ver lo que realmente ocurría. —Su voz sonaba como velada por la congoja, y el niño olvidó sus propios temores para prestar atención a lo que le decían, pues por primera vez veía cierta debilidad en su padre—. Pero ayer me advirtieron. Fue Sirag, el padre de tus amigos, quien hizo la luz en mí. Hoy la seguí hasta la iglesia del asqueroso cura cristiano. Y allí vi lo que ningún hombre debe ver...
Ahmad había ido bajando la voz pero, aunque hubiera gritado, Muhammad no habría podido escuchar sus palabras: habían llegado ya junto a la muchedumbre, que rugía cada vez más exaltada. Giraron a la derecha, hacia una casa próxima. Ascendieron por la escalera exterior y, siempre llevándolo de los hombros, Ahmad acercó a su hijo hasta la baranda.
En la calle, la multitud se agolpaba cerrando un amplio círculo en cuyo centro se encontraba una figura solitaria. Se hallaba enterrada hasta la cintura, completamente inmóvil. La tensión creció y creció y, en un momento dado, la primera piedra voló por los aires, golpeando la mejilla de la mujer que sería lapidada. Fue un golpe doloroso, pero el brazo que lanzó la piedra se había mostrado tímido por ser el primero, de manera que no efectuó más daño que una magulladura.
La siguiente piedra fracturó la nariz en un crujido enorme que quedó silenciado por la multitud, y un chorro de roja sangre manchó el suelo y las ropas de la mujer. La tercera rozó el cuero cabelludo y cayó, inútil, más allá de la cabeza. La cuarta golpeó su pecho, dejándola por un instante sin respiración.
Muhammad, que hasta ese momento había permanecido completamente inmóvil ante los acontecimientos, comenzó a luchar contra las manos de su padre, que se cerraron como garras sobre su cuerpo, obligándolo a mirar.
—¡Mamá! —gritó con toda la fuerza de sus pulmones. Nadie pareció oír su voz. Nadie excepto Farah, que volvió la cabeza hacia donde se encontraba Muhammad, apenada porque lo obligaran a ver aquel espectáculo.
Pero el movimiento resultó fatal para ella. Las piedras ya caían una tras otra sobre su cuerpo, y al levantar la cabeza para contemplar por última vez a su hijo, una de ellas llegó desde un costado e impactó contra la sien, provocando a la libertina y adúltera Farah un dolor agudo y lacerante, justo en el instante en que una noche de dura roca ocultaba el sol.
Durante mucho tiempo, Muhammad se quedó de pie en aquella azotea, incapaz de moverse. Fue la voz del almuédano cuando llamaba a los fieles a la magrib, la cuarta oración, la que lo sacó de su estado. Comprobó entonces que, efectivamente, ya había anochecido. Recordó a Naylaa y bajó corriendo los escalones para encaminarse al pozo.
No podía saber que pasarían varios años antes de que pudiera contemplar de nuevo sus ojos.
PRIMERA PARTE
Al-Ándalus (1040-1058)
1
El mensajero llegó a la orilla del Guadalquivir antes de que se llamara a la segunda oración del día. Había acortado el tiempo del viaje fustigando a las monturas que tomó a lo largo del camino, quemando etapas y dejando a los animales casi reventados. El puerto que llevaba desde Triana, la zona a la que se habían visto relegados los cristianos, que eran uno de cada cuatro sevillanos, tras la conquista de la ciudad por parte de los musulmanes trescientos años antes, hasta Sevilla, cruzando el río, rebosaba actividad; decenas de barcas surcaban las aguas arriba y abajo trayendo artículos de todo tipo, y los mercaderes y comerciantes se apiñaban alrededor, buscando oportunidades de hacer negocio.
El mensajero no se entretuvo, pese a que hubo varios vendedores que intentaron llamar su atención, y se dirigió a la primera almadía que encontró disponible y preparada para cruzar a la otra orilla. Subió sin decir una palabra y sin abonar el peaje. El dueño de la balsa estaba a punto de llamar su atención cuando el viajero se volvió hacia él, clavando una mirada fiera en su rostro. El hombrecillo, bajo y rechoncho, observó con detenimiento sus ropas, sucias por un viaje a toda prisa pero de calidad muy superior a las que podía ver día a día en los que llevaba de una orilla a otra; comprobó el filo del alfanje que lucía al cinto, y se encontró pensando que aquel hombre era de los que sabían utilizar bien el arma que portaba. De modo que lo pensó mejor, dejó en paz al mensajero, y empezó a apremiar al resto de los que habían subido a su almadía a que tomaran los remos. De nada sirvieron las protestas; ya que no iba a cobrar aquel peaje, al menos dejaría que los brazos de los suyos descansaran un rato.
Cuando desembarcaron en la otra orilla, cerca del lugar en el que varios barcos descargaban las enormes cantidades de carbón que requería la ciudad, que ya casi igualaba a la población de Córdoba, el recién llegado pudo apreciar las nuevas murallas.
En los últimos años se habían ido realizando diversas mejoras en la protección de la ciudad. Desde el ataque vikingo que tuviera lugar doscientos años atrás, la seguridad se había convertido casi en una obsesión para los sevillanos. Así, se habían construido unas nuevas atarazanas, situadas río abajo, tras el siguiente codo que formaban las aguas, con el fin de potenciar el poderío naval. Las mismas murallas habían ido sufriendo diversas mejoras con el tiempo. Abu al-Qasim Muhammad Ibn Ismail Ibn Abbad, el cadí sevillano desde la caída del califato, había ordenado unas nuevas, muy altas y robustas, de argamasa, que estaban defendidas por cien torres. En la parte norte de la ciudad, donde el río no ofrecía defensa alguna, se había edificado una sólida barbacana.
No le había resultado fácil a Abu al-Qasim hacerse con el poder. Cuando el califato se desmoronó, era el terrateniente más rico de la ciudad, proveniente de una larga estirpe que se remontaba a Itaf, uno de los capitanes que había tomado parte en la conquista de al-Ándalus. Durante siete generaciones, su familia había ido aumentando sus tierras y su influencia, hasta que, finalmente, Ismail Ibn Qarais, el padre de Abu al-Qasim, fue nombrado imán de Ibn Adabbas, la mezquita principal. Ismail se ganó el afecto de las gentes gracias a sus firmes principios y el prudente carácter del que hacía gala.
Su hijo, sin embargo, era bien distinto: egoísta y ambicioso.
A la muerte de Ismail había esperado ser nombrado cadí, pero eso no había ocurrido. Acudió entonces al califa, al que conocía bien por haber compartido fiestas, vino y mujeres durante el tiempo en que este fuera gobernador en Sevilla. Fue gracias a su ayuda que ocupó el puesto, pero cuando se inició una nueva guerra civil por el califato y al-Qasim al-Mamum se dirigió a Sevilla para rearmarse, Abu al-Qasim levantó a la población contra el soberano, apresó a sus hijos y lo obligó a abandonar sus territorios.
La importancia de Abu al-Qasim creció aún más tras ese episodio y le ofrecieron el puesto de gobernador. Sin embargo, pese a desearlo con todo su ser, no aceptó. Su situación aún no era tan fuerte como para sobrevivir en el poder. Desde Córdoba podían pedir su cabeza por sublevarse contra el califato, y si esto no ocurría, los mismos nobles sevillanos podrían ir buscando su puesto, cuando no su vida. Por tanto, aceptó solo cuando accedieron a nombrar un grupo de personas para compartir el poder, a modo de triunvirato, que tendrían que ser consultadas antes de tomarse cualquier tipo de decisión.
Abu al-Qasim se apresuró a desarmar la tropa berberisca, que había sido fiel al califa destronado, y a levantar un ejército propio, basado en la compra de esclavos que eran adiestrados en el ejercicio de las armas y en el pago de fuertes sumas a las milicias que quisieran unirse a ellos.
Aun así, su poder era limitado, y en un intento de abortar la alianza berberisca que crecía en Córdoba, cinco años atrás había nombrado califa a Hixem II. O mejor dicho, a un impostor, esterero de profesión, que tenía un parecido asombroso con el califa desaparecido veinte años antes.
Desde entonces, Abu al-Qasim, que con anterioridad ya se había desembarazado de sus compañeros de gobierno, era quien regía a su antojo en Sevilla. Había estado a punto incluso de apoderarse de Córdoba, pero en el último instante la población cordobesa dio al traste con su plan.
A pesar del contratiempo, Sevilla se había ido expandiendo a lo largo y a lo ancho a través de los años, fortaleciendo su posición entre las demás taifas, haciendo por igual amigos y enemigos, de modo que a quien iba a ver el mensajero era uno de los personajes más importantes de la época.
Cruzó la muralla por la puerta por la que solía entrar el carbón, alejándose de los rastrillos que usaban para cargarlo y de las voces de las subastas en las que se vendía. Giró a la izquierda y se dirigió hacia el norte, a pesar de que así daría un rodeo, hacia la mezquita de Ibn Adabbas, y llegó al gran mercado que se abría junto a sus puertas. Pudo escuchar las riñas de dos hombres que, en el interior de la mezquita, discutían por ocupar un puesto, y pudo oler, con una mueca de desagrado, el intenso y acre rastro de los caballos que defecaban y orinaban en el interior del recinto, haciendo que la impureza se apoderara del lugar de oración.
Se adentró en el zoco y no tardó en sumergirse en la algarabía: puestos en los que un chiquillo anunciaba la venta de ropa usada, indicando que había pertenecido a judíos o cristianos; puestos en los que los carniceros lo salpicaban todo de sangre al cortar las piezas; la trifulca entre un caminante y un vendedor de leña que había rasgado con uno de sus haces las ropas del primero; bordadoras que, descubriéndose el rostro momentáneamente, se ofrecían a hacerle pasar un buen rato por un precio asequible... Y todo eso mientras intentaba no quedar aprisionado en la capa de lodo y mugre que cubría la plaza y hacía equilibrios para no resbalar con las manchas de tintes y aceites que la engrasaba.
Le costó un buen rato dejar atrás a la multitud. Cuando al fin lo consiguió, descubrió que estaba agotado, casi falto de aliento. Detuvo a uno de los cientos de aguadores que, a lomos de sus burros, abastecían a la ciudad. Este no venía del río, sino de los restos del Castellum Aquae romano, que seguía proveyendo de agua a los habitantes de Sevilla. Le pidió que le llenara un tazón que vació con ansia. Pagó desganado y reanudó su camino, haciendo un giro a la derecha, hasta llegar al palacio. Tuvo que presentar el documento que lo acreditaba como correo y esperar. Pasó el mediodía y estaba a punto de ceder al sueño cuando un oficial vino a buscarlo. Lo introdujo en un salón en el que había al menos una decena de personas. Saludó y esperó a que le dieran permiso para hablar.
Abu al-Qasim lo miró sin detenerse por encima de un documento que tenía en las manos y, con un gesto, le dio permiso para entregar su mensaje. El hombre se acercó con paso firme, aunque sumiso, sin titubeos, con el porte del que está acostumbrado a realizar esas tareas y, sacando un documento que hasta entonces había llevado oculto en sus ropajes, lo entregó al cadí.
—¿Qué dice? —La voz de Abu al-Qasim era sonora y fuerte, pese a que ya no era ningún jovenzuelo. De hecho, había superado hacía tiempo la madurez.
—Mi señor, tu hijo y heredero, Abbad, gobernador de Beja, te anuncia que vuelves a ser abuelo.
Abbad Ibn Muhammad era el segundo hijo del cadí. El primogénito, Ismail, había muerto algún tiempo atrás en una batalla contra las fuerzas conjuntas de Granada y Málaga, que habían acudido en ayuda de Córdoba en uno de los intentos de los sevillanos por hacerse con la ciudad. Ismail cayó acometiendo a las tropas enemigas, intentando organizar a su ejército, que esperaba encontrarse a un contrincante en retirada y a cambio lo sorprendió bien posicionado en un campo de batalla al que había sabido sacar provecho. Ismail se lanzó contra ellos acompañado de parte de sus hombres, pero la mayoría huyó, y el heredero del cadí fue ensartado por las lanzas enemigas. La herencia recayó entonces en el segundo hijo, Abbad, que ejercía de gobernador en Beja.
Esta ciudad había sido durante mucho tiempo objeto de la codicia tanto del cadí sevillano como del berberisco príncipe de Badajoz. Tan pronto como Abu al-Qasim tomó el poder en Sevilla quiso hacerse con ella y reedificarla, pues podía ser un bastión importante, aunque había sufrido mucho durante las guerras acaecidas en los últimos años. Para cuando las tropas sevillanas, todavía comandadas por Ismail, llegaron a sus puertas, encontraron que los hombres de Badajoz la protegían. Los sevillanos pusieron sitio a la ciudad y se dedicaron a arrasar los pueblos que había alrededor hasta llegar al mar. De nada sirvieron los refuerzos que le llegaron a la ciudad desde Mértola: cuando ya habían caído sus mejores hombres, Beja tuvo que rendirse y pasó a estar bajo el gobierno de Abbad, el segundo hijo del cadí de Sevilla.
El primero de los hijos de Abbad recibió el nombre de Ismail, lo que contentó sobremanera a su abuelo, pues había amado a su hijo muerto en combate. Ahora,