Mi adorable institutriz

Fragmento

Creditos

1.ª edición: octubre, 2015

© 2015 by Lola Rey

© Ediciones B, S. A., 2015

Consell de Cent, 425-427 - 08009 Barcelona (España)

www.edicionesb.com

ISBN DIGITAL: 978-84-9069-199-1

Maquetación ebook: Caurina.com

Todos los derechos reservados. Bajo las sanciones establecidas en el ordenamiento jurídico, queda rigurosamente prohibida, sin autorización escrita de los titulares del copyright, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, así como la distribución de ejemplares mediante alquiler o préstamo públicos.

Dedicatoria

 

 

 

 

 

Con cariño y agradecimiento a Esther Ortiz.

Contenido

Contenido

Portadilla

Créditos

Dedicatoria

 

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Epílogo

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Prólogo

—¡Milord! ¡Ya está de vuelta!

Lord Ferdinand Pridetong, conde de Colchester, esbozó una sincera sonrisa al ver a la niña correr hacia él. Haciendo un gesto estiró los doloridos músculos que sentía entumecidos tras el largo viaje en carruaje.

—Así es, pequeña, y espero no tener que volver a esa condenada ciudad hasta dentro de mucho tiempo. —Tras decir esto, el conde hizo un cómico gesto que arrancó una risueña carcajada a la niña.

—Bienvenido, milord. —Al llegar junto al conde, había dejado de correr y se había inclinado en una grácil reverencia.

Lord Pridetong apoyó una mano en el hombro de la pequeña, en un gesto lleno de cariño. En ese momento el mayordomo acompañado de un robusto lacayo apareció en la entrada.

—¡Milord! Disculpe, por favor, no lo esperábamos tan pronto. —El mayordomo dio unas rápidas instrucciones al lacayo, quien se apresuró a coger el escaso equipaje del conde.

—¿Tan pronto dice, señor Sommington? Créame, a mí me ha parecido una eternidad cada minuto que he pasado lejos de Greenhill House.

El mayordomo asintió en silencio, con la impasibilidad que se esperaba de él.

—¿Se encuentra la condesa en casa?

—No, milord, salió hace una hora a visitar a la señora Wickam y todavía no ha vuelto.

—Bien, bien… —Al señor Sommington no le pasó desapercibido el leve gesto de alivio que cruzó el semblante del conde.

—Vamos, Elizabeth. —El mayordomo se dirigió a su hija extendiendo la mano—. Lord Pridetong debe descansar.

Apretando el hombro sobre el que aún apoyaba su mano, el conde exclamó:

—No, por favor, señor Sommington, diga a alguna doncella que nos sirva el té en la biblioteca. Espero que mi joven amiga me cuente qué ha estado pasando aquí durante mi ausencia. —Y tras decir estas palabras guiñó un ojo a la niña, que rio complacida.

—Por supuesto que sí, milord, ya sabe usted que a mí no se me escapa nada.

—¡Elizabeth Sommington!

Pero la niña y el conde se alejaban ya hacia el interior de la casa mientras el mayordomo y padre de la descarada joven movía la cabeza de un lado a otro, sin poder evitar que una divertida sonrisa se dibujara en sus finos labios.

Unos minutos más tarde, con una taza de té en la mano y sentado en el sillón orejero, el conde escuchaba con genuino interés la perorata de la niña.

—…Lucas y yo vamos cada día y les damos leche que empapamos en un paño. Mi madre dice que son demasiado pequeños para comer otra cosa ya que aún deberían estar mamando, pero que seguramente su madre los ha abandonado o ha tenido un accidente. —Tras decir esto, la niña hizo una pequeña pausa y arrugó la naricilla—. Ambas cosas son horribles, ¿no le parece?

—¿Y dónde se encuentran los nuevos habitantes de Greenhill House? —preguntó el conde, obviando la pregunta de la joven.

—En las cuadras, milord. —Titubeando, Elizabeth continuó explicando—: Intenté traerlos conmigo, pero la señora condesa me descubrió y me ordenó que me deshiciera inmediatamente de ellos. —Sin poder evitar que el resentimiento se trasluciera en su voz, añadió—: Los llamó «asquerosos bichos», pero no lo son, milord, son unos gatitos preciosos.

—Estoy seguro de ello, y en cuanto haya descansado un poco estaré encantado de conocerlos.

En ese momento un golpe en la puerta interrumpió la conversación. La señora Sommington, después de hacer una reverencia, exclamó:

—Disculpe milord, pero necesitan a Elizabeth en la cocina.

—Sí, claro, por supuesto.

La niña ya se había puesto en pie y se disponía a salir detrás de su madre cuando la voz del conde las detuvo.

—Señora Sommington, quédese un momento.

La mujer asintió en silencio mientras su hija salía. Una vez a solas dirigió su atención al conde, que acababa de dejar la taza en la que le habían servido el té en la mesa auxiliar que tenía junto a su sillón preferido y la miraba con fijeza.

—Usted dirá, milord.

—¿Por qué necesitan a Elizabeth en la cocina?

—Es la aprendiz de la señora Garret, milord.

—¿Elizabeth? ¿Una cocinera?

—Sí, milord. En unos pocos años puede llegar a serlo, si se aplica.

El conde acarició su barbilla mientras sopesaba la idea y su ceño se frunció.

—Su hija es una joven inteligente y capaz, ¿no cree que merece algo mejor?

—Milord, ser cocinera en Greenhill House es un honor que muchas jovencitas querrían para sí.

—Eso sería como usar un purasangre para tirar de un carro.

—Me halaga la opinión que usted tiene de Elizabeth, pero créame, tanto el señor Sommington como yo misma pensamos que ella será muy feliz sirviendo aquí en Greenhill House, además ¿qué otra cosa podría hacer?

Al escuchar a su ama de llaves, lord Pridetong sonrió para sí, convencido como estaba de que esa joven despierta y llena de vida que alegraba sus días con su ingenuidad y desinteresado afecto, podría llegar a ser lo que se propusiera.

—Déjeme pensar un poco, estoy seguro de que podemos proporcionar a Elizabeth un destino mejor que el de preparar guisos y pasteles.

Unos meses más tarde, Elizabeth, vestida con un bonito vestido de viaje y un gracioso gorrito a juego, se despedía de sus padres. Junto a ellos Lucas observaba la escena con seriedad, sin apenas reconocer en esa elegante jovencita a su compañera y amiga de juegos, con la que tenía una relación que era más de hermanos que de amigos.

—Escríbenos todas las semanas.

—Claro que sí, mamá.

La niña, impresionada por la evidente emoción que reflejaba el rostro de su madre, trataba de mantener la compostura sin acabar de lograrlo.

Según le habían explicado sus padres, el conde se había mostrado más que generoso ofreciéndose a pagar los gastos de su educación en un exclusivo colegio de señoritas, y aunque ella no sentía el más mínimo deseo de marcharse de Greenhill House y había protestado cuando se había enterado, su padre, con la serenidad que acostumbraba, le había dicho:

—Hija, la oportunidad que nos ofrece el conde es la más alta prueba de estima hacia nosotros que podía darnos. Aunque la separación sea difícil, sé que es lo mejor para ti y nosotros nunca habríamos podido ofrecerte algo así.

Ahora se aferraba con fuerza a su madre, que la besaba en la mejilla. Su padre, generalmente tan comedido, la encerró entre sus brazos en cuanto su esposa se separó un poco y le dijo al oído:

—Estoy orgulloso de ti. Eres lo mejor que he hecho en esta vida.

Elizabeth miró a su padre con sorpresa, poco acostumbrada a que este le mostrase su afecto de una manera tan directa.

En ese momento llegó el turno de Lucas, el cual se encontraba visiblemente incómodo. También Elizabeth se sintió cohibida de repente; aunque se habían criado juntos estaban más acostumbrados a pelearse que a demostrarse aprecio. Pensar que ya no podría jugar con él, descubrir lugares secretos ni contarle todos sus pensamientos le hizo comprender como ninguna otra cosa hasta el momento que realmente se iba muy lejos de Greenhill House, entonces todo su apuro se esfumó. Abrazándolo fuerte sintió cómo las lágrimas que había estado reprimiendo a duras penas, comenzaban a resbalar por su rostro.

—Cuida a Peludo, a Zarpitas, a Negrito y a Travieso por mí.

Lucas se limitó a asentir, horrorizado por la posibilidad más que segura de romper a llorar. En ese momento apareció el conde y Elizabeth se secó las lágrimas con la manga del vestido. No quería parecer ingrata, así que esbozó una temblorosa sonrisa.

—Milord. —Hizo una perfecta reverencia que el conde ignoró.

Tomándola de los hombros como solía hacer, exclamó:

—Adiós, pequeña, espero recibir alguna carta tuya poniéndome al día de lo que suceda por allí. —Al decirlo le guiñó el ojo en un gesto de complicidad que era de ambos.

—Claro que sí, milord. —Y en un gesto instintivo, Elizabeth se puso de puntillas y besó fugazmente al conde en la mejilla.

Desde la ventana de su saloncito, situado en el piso superior, la condesa torció el gesto al ver la cercanía con la que su marido se conducía con los sirvientes mientras una expresión de desagrado afeaba su rostro.

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Capítulo 1

Siete años más tarde.

Vincent Pridetong, conde de Colchester, apretó ligeramente la mano de su hijo; este miraba con los ojos muy abiertos cómo echaban tierra sobre el ataúd de su madre, sin saber qué estaba sucediendo.

Vincent tragó saliva y cerró los ojos por un momento, abrumado por el pesar. Su esposa había sucumbido a la escarlatina y él no sabía cómo iba a explicar su muerte a su hijo. Christine había sido una madre entregada y cariñosa, sin duda alguna su ausencia sería muy dura de sobrellevar para el pequeño Charles. En ese momento sintió sobre él las miradas de los asistentes al sepelio, hasta los sollozos de su suegra parecían haberse interrumpido. Levantó la vista del implacable agujero que parecía querer absorberlo y se topó con la mirada penetrante de su madre; esta hizo un leve gesto, y entonces reparó en la rosa amarilla que apretaba en su mano derecha. Las rosas amarillas habían sido las preferidas de Christine y recordar ese detalle nimio hizo que una punzada de dolor atravesara su pecho, sorprendiéndolo por su intensidad. Apretando la mandíbula y desasiéndose con suavidad de los dedos de su hijo, enroscados en los suyos propios, se acercó hasta el borde bajo la mirada compasiva de los que lo observaban y, tras besar los aterciopelados pétalos, arrojó la rosa sobre el oscuro ataúd.

El enterrador continuó arrojando paladas de tierra mientras él permanecía impasible, observando cómo el ataúd iba desapareciendo de la vista, engullido por el manto de tierra. No se dio cuenta de que los asistentes comenzaban a alejarse, tampoco fue consciente de que la señora Sommington agarraba a Charles y lo alejaba del sombrío escenario, ni siquiera pareció reparar en los gruesos y fríos goterones que comenzaron a caer cada vez con mayor intensidad.

Unas horas más tarde, y tras haber tomado un largo baño caliente, parecía haber salido de su estupor. Sentado en la biblioteca, en el sillón preferido de su padre, vestido con comodidad y con una generosa copa de brandy en las manos se sintió con la serenidad suficiente como para pensar en el futuro que se presentaba ante él. La entrada de su madre provocó en él una leve mueca de contrariedad.

—Sírveme una copa.

Vincent dio un largo sorbo a su copa antes de levantarse y hacer lo que su madre le había pedido. La condesa se sentó en un diván frente al sillón que había ocupado su hijo, dio un trago a la copa que este le había preparado y luego lo miró con fijeza, clavando sus ojos verde aceituna en el rostro pálido de su único vástago.

—¿Qué te preocupa?

Vincent esbozó una sonrisa socarrona al oír la pregunta.

—Acabo de perder a mi esposa y lo que es aún peor, mi hijo ha perdido a su madre, ¿realmente tengo que explicarte qué es lo que me preocupa?

Su madre ignoró el sarcasmo y Vincent se dio cuenta de que siempre le había envidiado la capacidad para abstraerse de todo aquello que pudiera importunarla. A sus sesenta y siete años, la condesa viuda mantenía un físico envidiable; alta y delgada, de cabellos grises y ojos y piel aceitunada, parecía tan firme como una colina. Vincent no recordaba haberla visto perder la compostura jamás, ni siquiera tras la muerte de su padre.

—Encontrarás otra esposa pronto. Eres el conde de Colchester y por si esto no fuese suficiente pareces gustarle bastante a las mujeres.

—No tengo la menor intención de volver a casarme.

—¡Oh, vamos!, eso lo dices ahora porque acabas de enterrar a Christine, en unos meses cambiarás de idea.

Vincent apretó la mandíbula y se obligó a contar hasta diez antes de responder.

—No necesito una esposa, ya tengo un heredero.

—Un heredero es poco…

Una furia helada cubrió el rostro de Vincent como una máscara. Lo que su madre insinuaba era horrible y el pensamiento que conjuró en su mente le retorció las entrañas de dolor.

—No entiendo cómo puedes siquiera insinuar que…

—No insinúo nada, Vincent. Deja de dramatizar. Tan solo te digo que deberías volver a casarte y tener más hijos, ¿cuántos años tienes? ¿Treinta y tres? ¿Treinta y cuatro?

—Treinta y siete. —Su voz sonó cortante al añadir—: Deberías saberlo, al menos tengo entendido que fuiste tú la que me parió, ¿no es así?

La condesa no respondió, se limitó a dar un largo sorbo a su copa a la vez que se recostaba sobre el diván en el que se había sentado.

—Ahora deberías buscar a alguien que se ocupe de tu hijo, hasta que veas las cosas con más claridad.

—Sí, ya había pensado en eso.

—Me alegro, y ya tengo la persona idónea.

Su hijo alzó una ceja al oírla. Debía haber imaginado que su madre ya lo tenía todo planificado.

—No me mires así, hasta tú vas a estar de acuerdo con mi elección. Se trata de la hija de los Sommington. —Entre dientes añadió—: Ya es hora de que nos retribuya algo de lo mucho que nos debe.

—¿Te refieres a la pequeña Elizabeth? ¿La hija del mayordomo?

—La misma. —Torciendo el gesto añadió—: Ya no es tan pequeña y gracias a la generosidad de tu padre ha recibido una educación exquisita. Ella puede ocuparse de Charles hasta que…

—Está bien —la cortó Vincent que se había levantado con brusquedad, incapaz de soportar un minuto más de charla con su madre—. Llama a la hija de los Sommington si te place. Yo me voy a descansar.

Elizabeth miraba absorta por la ventanilla del carruaje; el paisaje le fascinaba, a pesar de que no era la primera vez que recorría el camino que llevaba de la residencia para señoritas de la Señora Smithson a Greenhill House, la imponente residencia de campo de lord Pridetong, conde de Colchester y lugar donde ella misma había nacido y se había criado. Extensos prados salpicados de pequeñas arboledas suponían un agradable descanso para la visión tras los largos meses pasados en Londres donde el humo de las chimeneas y los oscuros edificios componían una imagen de lo más deprimente. Desde que habían entrado en el condado de Essex el contraste había sido abrumador y el familiar paisaje había contribuido a levantar el ánimo de la joven, a pesar de las nubes grises que cubrían el cielo y el ligero pero húmedo viento que hacía aletear la cortinilla que cubría la ventana de su carruaje. Pero nada podía empañar el buen ánimo de Elizabeth, que volvía a su hogar para quedarse y esta vez como empleada de la casa.

Había ingresado en la prestigiosa escuela para señoritas de la señora Smithson a los catorce años, ya habían pasado siete y su formación se había completado, solo había vuelto a casa desde su ingreso en la escuela unos días cada Navidad y durante las vacaciones de verano y siempre, tras esas ocasiones, sentía que cada vez le resultaba más duro abandonar el hogar en el que había crecido para volver a la ciudad.

El año anterior había fallecido el anciano conde; recordarlo hizo que su gesto se nublara y sus labios se fruncieran en una mueca de dolor. Lord Pridetong había sido como un abuelo para ella, gracias a él había recibido una educación que ninguna otra joven de su procedencia habría podido disfrutar y su infancia estaba llena de recuerdos del amable conde tratándola como a un miembro más de su familia. Su muerte había sido repentina y aún le extrañaba estar en Greenhill House y no verlo.

El título había pasado a lord Vincent, su único hijo, al que apenas conocía ya que desde que tenía uso de razón este siempre había estado viajando y además pasaba la mayor parte del año en Londres. Recordaba una figura alta y oscura, entrevista en los pasillos o a través de la ventana mientras se alejaba o acercaba al galope en su bello semental, amable pero distante con el personal del servicio. Ahora él era el nuevo conde de Colchester y ella debía cuidar de su pequeño hijo. Debía ser terrible perder a una madre. Una oleada de compasión por el pequeño la inundó.

De repente sintió que el carruaje reducía el ritmo de la marcha ya que estaban subiendo una ligera pendiente; sonrió quedamente porque eso significaba que se acercaban a Greenhill House. Sacó la cabeza por la ventanilla y, en efecto, a lo lejos divisó la gran mansión de los condes de Colchester sobre la colina que le daba nombre, una hermosa mansión de piedra gris y blancas balaustradas rodeada por un enorme jardín de forma circular en el que destacaba un gran lago sobre el que pasaba un romántico puente. Por unos segundos se perdió en ensoñaciones de su infancia correteando por esos mismos jardines y mirando fascinada hacia el lago desde el viejo puente. Era maravilloso volver a casa, y sobre todo, volver para quedarse.

Elizabeth se atusó el peinado colocando tras la oreja derecha un rebelde mechón de pelo que había escapado del moño que llevaba peinado en la nuca, arregló las cintas de su pequeño sombrero de viaje y trató de alisar las pequeñas arrugas que se habían formado en la falda de su sencillo vestido color añil. Notó con sorpresa que se sentía un poco nerviosa, pero era una inquietud en la que había más de expectación que de inseguridad.

Unos veinte minutos después sintió cómo el carruaje se detenía; el cochero se bajó y abrió la puerta para que ella bajara. Elizabeth dedicó una sonrisa al hombre, conocía a Thomas de toda la vida a pesar de lo cual él se había empeñado en tratarla de acuerdo a su nuevo rango; tampoco se había sorprendido demasiado: el viejo Thomas siempre había sido de lo más ceremonioso. Nada más bajar del carruaje vio a sus padres de pie ante los escalones que llevaban a la pequeña puerta lateral que utilizaban los empleados. Sin duda habían estado esperando su llegada. Una gran sonrisa escapó de sus labios y le costó mucho mantener la compostura y no salir corriendo para abrazarlos; su madre no fue tan comedida y dando un gritito de alegría corrió a estrecharla entre sus amorosos brazos. Su padre observaba la escena con una discreta sonrisa de satisfacción: tantos años como mayordomo manteniendo un semblante impasible en todo momento le habían enseñado a controlar sus emociones. Elizabeth se volvió hacia él y le dio un cariñoso beso en la mejilla.

—¡Oh, papá! No puedo creer que esté aquí —a la vez que decía esto aprovechó para estirar discretamente los brazos y mover las piernas; se sentía entumecid

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