Ciega obsesión (Barrymore 3)

Fragmento

Contents
Índice de contenido
Dedicatoria
Prólogo
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Epílogo
ciega

A mis lectores, por su paciencia y por haber esperado hasta el tercer libro de la serie para conocer la verdadera personalidad de Sergey. Y como no podía ser de otra manera, también dedico esta novela a nuestro ruso, porque después de tres años pensando en él y en cómo sería su historia, espero poder conocerlo en persona algún día, aunque sea en otro mundo.

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Prólogo

Chicago. Estado de Illinois

Una vez que abandonó a toda prisa el estudio fotográfico, aflojó la presión de los dedos sobre el volante, redujo la marcha y tomó una bocanada de aire. Estaba sudando, le temblaba la mandíbula y, a pesar del calor, podía escuchar cómo le castañeteaban los dientes por la subida de adrenalina que acababa de experimentar.

De nuevo había ocurrido con la misma fuerza e intensidad que cuando era un muchacho. Apenas duró un instante, pero suficiente para que su cuerpo se endureciera como entonces; todo él se había excitado al ver el hilillo de sangre que delineaba un recorrido lento sobre el muslo de la modelo. Solo se trataba de un arañazo que se produjo a sí misma con los puntiagudos adornos del escenario, pero que resultó ser el detonante que le hizo impacientarse. La joven soltó un alarido, la tramoya del decorado cayó por los suelos y él se puso duro como una piedra; aquel grito sonó como música celestial para sus oídos.

Instantes después la vio abandonar el casting a toda prisa. Lo hizo con un rictus de enojo en sus bonitas facciones, mientras se colgaba al hombro la pesada bandolera con las sugerentes ropas de modelo y su inseparable book. Tal era su enfado por no haber sido seleccionada que ni siquiera reparó en él cuando pasó por su lado. Aunque ya no se sentía herido en su orgullo, hacía mucho tiempo que nadie se fijaba en su persona, por lo que había llegado a la conclusión de que eso le beneficiaba.

Vislumbró la salida de la autopista y se internó a gran velocidad en uno de los peores barrios de la ciudad, mientras se limpiaba el sudor de la frente. Después, echó un vistazo a la nota manuscrita que llevaba en la mano para comprobar que no se había equivocado al copiar la dirección a toda prisa. «Louise Hawes», leyó su nombre en voz alta, mientras disminuía la marcha al ver un coche patrulla estacionado dos calles más abajo. Aquel era un barrio un tanto descolorido, en el que la mayoría de sus lugareños eran latinos. Las chimeneas de algunas fábricas se alzaban tras los enjutos edificios ennegrecidos, lanzando columnas de humo oscuro hacia el cielo, que contrariamente se mostraba azul y luminoso como correspondía al principio del verano. Pronto se pondría el sol y entonces...

Intentó proyectarse hacia delante en el tiempo, imaginándose con ella a su lado, paseando lentamente bajo las estrellas mientras escuchaba su triste historia de modelo despechada, deseoso de poder tomarla en sus brazos para acallar su llanto; se vio a sí mismo jadeando mientras le alisaba el pelo oscuro, suave y brillante como una cortina de seda negra; sujetándola por la cintura para colocarla en la postura correcta, antes de aliviar la pena que la embargaba. Sumisa. A su merced.

Pero la imaginación no era suficiente.

Se moría por hacer realidad sus fantasías, sí, pero no debía dejarse llevar por la impaciencia. Ahora todo era diferente, las cosas habían cambiado y no podía precipitarse. Ya cometió algunos errores cuando comenzó a desahogar su furia con estas prácticas, y aunque era joven e impulsivo se adentró en una espiral que lo condujo a la zozobra. Las fotografías de los cadáveres de las chicas estuvieron saliendo durante semanas en los medios de comunicación, se creó tal alarma social que se dispararon todas las alertas. Y, claro, el cerco se fue cerrando y todo se truncó.

Pero ahora, años después, las circunstancias eran otras. Había tenido mucho tiempo para perfeccionar al milímetro sus entretenimientos, aunque reconocía que hoy, por primera vez, se estaba dejando llevar por un impulso.

Tomó aire una vez, dos... una tercera...

Había sido la visión de ese hilillo rojo deslizándose por la piel de la muchacha lo que le había sacado de sus casillas. Se vio obligado a salir pitando de aquel lugar, antes de que nadie descubriera que se había corrido en los pantalones. Afortunadamente, ninguna modelo reparó en él. ¡Joder, hacía muchos años que no le ocurría aquello!

Ahora, más tranquilo y sosegado, leyó de nuevo la dirección de su próxima víctima y viró a la derecha, justo delante de las narices de la policía. Saldría bien, no venía mal improvisar un poco. Al fin y al cabo, nadie las echaba de menos. Todo era perfecto. No había hecho más que aparcar cuando la vio bajar del autobús. Llevaba su pesada bandolera colgada del hombro y caminaba deprisa, por lo que atrajo su atención con el claxon y agitó una mano por la ventanilla al verla girarse.

—¡Ah, es usted! —Sonrió Louise al llegar junto a él y reconocerlo.

—Sí. Sí. Hola, llevo un rato esperándote. Sube —la invitó con jovialidad, procurando que su impaciencia pasara desapercibida. Señaló el asiento del copiloto con unos golpecitos y le devolvió la sonrisa—. Te has marchado tan deprisa del estudio que no he podido salir detrás de ti, y cuando he llegado a la calle ya te habías esfumado.

Arrancó el coche nada más tenerla sentada a su lado, pero la visión de una mujer al otro lado de la calzada, en un pequeño deportivo de color rojo, llamó su atención. La vio sacar el brazo por la ventanilla, igual que había hecho él para avisar a la modelo, y ajustándose la visera de la gorra hasta las cejas, hizo un giro en mitad de la calle con la intención de alejarse en sentido contrario y evitarla.

—¡La verdad es que no sé qué decir! —Louise se apartó la melena rubia del rostro y sus preciosos ojos azules lo miraron con gratitud—. Ya estaba a punto de tirar la toalla. ¿Sabe? Menos mal que me ha llamado cuando iba en el autobús.

—No hay que perder la esperanza, mujer —la animó moviendo la cabeza como si la comprendiera—. ¿Llevas mucho tiempo sin un trabajo?

—Tres meses. Y ya he agotado todos los recursos. Es deprimente ir de un sitio a otro, intentando demostrar lo que sabes hacer...

—Perfectamente. Me dedico a rescatar a incrédulas como tú, que están a punto de abandonar. Por cierto, ¿te duele la pierna? —Ella lo miró como si no comprendiera y él le aclaró—. Cuando te cortaste con un saliente del decorado, te pusiste tan nerviosa que tiraste todos los bártulos. Te vi sangrar. —Hizo una pausa—. Me puse malísimo al ver tu piel blanca manchada de sangre.

—No ha sido nada, solo un arañazo, pero gracias por su interés. —Le sonrió con gratitud—. Espero que la herida no sea un impedimento para la prueba, apenas si ha sido un arañazo invisible —él negó con énfasis—. ¿Puede explicarme de qué va?

—¿La prueba? Se trata de una representación, pero ya te lo explicaré con más detalle cuando lleguemos —dijo con suavidad, al tiempo que alzaba la visera de la gorra de los Chicago Bulls, para mirarla de reojo.

Ella suspiró algo más relajada.

—¿Sabe? Estaba a punto de regresar a casa. De hecho, casi tengo las maletas preparadas. Es triste tener que reconocer que te has equivocado y que tu hermana mayor tiene razón. Ella no hace más que decirme lo que debo hacer, no sé si me entiende.

—¿Estás sola en Chicago? —Fingió que no lo sabía, que no había leído la ficha que ella había rellenado antes de la prueba.

—Sí. Llegué hace seis meses con la intención de conseguir un buen trabajo.

—Sin amigos, sin familia... sola en una ciudad desconocida. No me extraña que comenzaras a desesperarte.

Abrió la guantera para asegurarse de que llevaba la pequeña cámara digital. Era fundamental guardar un recuerdo del antes y después de la joven. También lo era su firma, aunque hacía tanto tiempo que no dejaba carta de presentación que le sudaban las manos por la anticipación. La última obra le había llevado mucho tiempo, y él sentía despertar sus instintos con la culminación de cada trabajo.

Miró por el retrovisor el asiento trasero, observó el pequeño macuto de color marrón, junto a la bandolera que la muchacha había dejado al subir, y le pidió que lo abriera.

—Encontrarás maquillaje, una peluca negra y un pañuelo. Si quieres, puedes ir maquillándote y recogiendo tu pelo para ocultarlo. Un detalle importante es que la modelo tiene que ser morena, pero eso no va a ser un inconveniente para nosotros, ¿verdad? —Desvió los ojos de la carretera que se internaba en un frondoso bosque.

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Jocelyn aparcó frente al vetusto edificio en el que vivía Louise y tecleó en el teléfono, convencida de que no obtendría respuesta. Apenas la conocía desde hacía unas semanas, cuando se presentó en el taller con una carta de recomendación de un fotógrafo para que desfilara con las joyas en las que llevaba meses trabajando. Entonces, a Jocelyn le había parecido una buena chica de expresivos ojos claros y larga melena rubia que enmarcaba sus dulces facciones. Igual que a Michel y a Bernard, sus socios y amigos con los que compartía el taller.

Aquel día le mostró las alhajas que guardaba en la antigua caja fuerte de Bernard, ya que el hombre tenía que hacerles algunos retoques antes de devolverlas a la prestigiosa joyería Townsend. Jocelyn estaba entusiasmada ante la oportunidad de poder exhibir sus diseños, junto a los de sus socios y otros orfebres de renombre en la exposición de arte y joyería que se celebraría, como todos los años, en el hotel Sheraton de Chicago. Nadie imaginaba que en su próxima visita al taller, Louise llegaría deshecha en lágrimas porque no había sido seleccionada.

«El director del casting ha dicho que mi book resulta vulgar, que no tengo el brillo que precisan las gemas de la joyería Townsend y me ha eliminado de la prueba», explicó entre sollozos.

Jocelyn trató de animarla y pasó a su despacho para telefonear al señor Townsend; ya que, al fin y al cabo, las joyas de la exposición eran suyas. Consiguió hablar con su secretario, pero cuando regresó al obrador para decirle que había conseguido que volvieran a evaluarla, Louise ya se había marchado.

Más tarde, recibió un extraño e-mail de la joven en el que le pedía perdón por haber sustraído los diseños. Había escuchado como convencía al señor Townsend para que le dieran otra oportunidad y quería hacerse un nuevo book antes de ir a ver al director de casting del desfile. Necesitaba mostrar su belleza realzada por joyas de verdad, como las que llevaría en la exposición. Le agradecía de antemano que no la denunciara y le prometía que, en cuanto terminara la sesión de fotos, se las devolvería.

Jocelyn corrió a la caja fuerte con la esperanza de que todo fuera una broma, pero no era así. Estaba abierta y vacía. Louise debió de ver a Bernard mientras guardaba la llave en la vitrina de los bronces y al quedar a solas en el obrador, la había robado.

Afortunadamente, dos días más tarde la llamó para cumplir su promesa.

Jocelyn estaba estacionando en el barrio donde se habían citado cuando la vio a lo lejos, mientras tiraba su abultada bandolera en la parte trasera de un todoterreno antes de montarse en el asiento del copiloto. Ella trató de alertarla de su presencia, tocando el claxon varias veces y sacando el brazo por la ventanilla, pero no sirvió de mucho.

No era de extrañar que no se enterara con el ruido que había en la calle. Los inmuebles parecían conectados entre sí mediante cuerdas de tender que mostraban la colada como si fueran banderas ondeando en el atardecer. Además, por algunas de las ventanas abiertas podían escucharse los gritos de una pareja que discutía, mezclados con los anuncios televisivos de un canal de teletienda.

Ahora, una semana después, estaba muy preocupada, no solo porque el tiempo del que disponía para preparar la exposición se le echaba encima, sino porque ni la modelo, ni las joyas, daban señales de vida; por decirlo de una manera elegante.

Tenía que haber un motivo justificado para que aquella jovencita de sonrisa dulce no se pusiera en contacto con ella, rezaba para que fuera así, y no la hubiera timado. La última vez que hablaron antes de que se llevara prestados sus diseños le comentó que si las cosas no mejoraban se vería obligada a regresar a casa de su hermana, pero ni siquiera sabía de dónde era, ni dónde encontrarla.

El calor y un tufo nauseabundo a carne rancia la abofeteó sin piedad nada más salir de su pequeño Ford Mustang. Después cerró bien el coche, ya que aquel barrio debía de ser todo un peligro al caer la noche, y ni siquiera quiso fijarse en los muchachos que se cruzaron con ella mientras se movían al son del rap de un equipo de música que uno llevaba en la mano. Consciente de que su ropa y su aspecto elegante llamaban la atención, empujó la ennegrecida puerta de hierro y se internó en el frescor del edificio.

El propietario de los apartamentos la sorprendió golpeando la puerta al no encontrar ningún timbre. El hedor a sudor y a basura en el rellano era insoportable, así como la minuciosa mirada a la que Jocelyn se vio sometida por aquellos ojillos demasiado juntos y rojos como chinches.

—No debería dejarle entrar —dijo el hombre de mala gana al escuchar su extraña petición mientras abría—. Esto es ilegal, ¿sabe? Podría buscarme un problema.

—Ya le he dicho que solo quiero comprobar que mi amiga está bien. No tocaré nada, si es lo que le preocupa.

—Y yo ya le he dicho que hace tiempo que esa no aparece por aquí, ni siquiera se ha preocupado por su gato, que lleva días maullando de hambre en la terraza.

—¿Y eso no le indica que a Louise puede haberle pasado algo?

—¿Por qué? —Él se encogió de hombros y mordisqueó el palillo que llevaba en la comisura de los labios—. Igual la palomita se ha largado sin pagarme las tres semanas que me debe y ha decidido dejarme en prenda su peluda mascota. —Chasqueó la lengua mientras entraba delante de ella, al tiempo que miraba a los lados por si el animal estaba cerca—. Tenga cuidado, esos bichos cuando tienen hambre se vuelven salvajes.

—Está bien, señor, gracias por facilitarme la entrada. —Se interpuso en su camino con toda la intención de no dejarle avanzar más. Si no lo había hecho antes para interesarse por la joven, no tenía sentido que ahora invadiera su intimidad—. Yo me ocuparé del gatito y de localizar a su dueña.

—Si la ve dígale que, o me paga, o me quedaré con sus cosas —señaló las maletas y demás objetos personales que había en el centro del apartamento, como si alguien se dispusiera a marcharse de viaje.

—Eso sí sería una ilegalidad —le advirtió ella, interponiéndose en su camino cuando lo vio con intención de coger algunas de las ropas que sobresalían de la maleta.

—Oiga, encanto. ¿Acaso pretende darme clases de moralidad o qué?

—Yo solo quiero encontrar a Louise. —Jocelyn sacó un par de billetes del bolso y se los entregó—. ¿Con esto queda saldada la deuda? —inquirió con fiereza, a sabiendas de que sobraba dinero. Al ver que él lo guardaba en un bolsillo, añadió antes de abrir la puerta para invitarle a marcharse—: Recogeré el recibo al salir. Si es tan amable de dejarme a solas. Por favor.

—Señoritingas... todas sois iguales. —Cabeceó él, cambiándose el palillo de lado en la boca y desapareciendo por el pasillo.

Ella regresó al centro del apartamento y comenzó a llamar al gatito del que no había ni rastro.

Una hora después, había revisado las pocas pertenencias que encontró sobre la mesa y seguía preguntándose qué podía haberle ocurrido a la joven modelo. También ojeó varias fotografías recientes de ella, entre las que reconoció los pendientes y una de las gargantillas con gemas en forma de lágrimas que le había prestado. Así como una dirección subrayada en rojo, en la que la palabra «estudio fotográfico» llamó su atención y un número de teléfono junto a un nombre, Sophia, en un post-it que estaba pegado en la pantalla de un portátil. Por si pudiera serle de utilidad, se guardó la nota y las fotografías.

Todo parecía indicar que Louise no pasaba tiempo en casa, no había muchos alimentos en el frigorífico, la mayoría eran latas de comida para gatos, aunque numerosos artículos de tocador abarrotaban los estantes del cuarto de baño. También un almohadón en un rincón y diversos juguetes de mascota esparcidos por el suelo.

El maullido lastimero del animal llamó su atención. Acababa de aparecer por la cornisa de la terraza de la cocina y asomaba su pequeña cabeza, como si no se creyera que por fin alguien le fuera a llenar el recipiente de comida. Era muy pequeño, de color naranja y grandes ojos verdes que la miraban con reproche. Ella sonrió mientras lo llamaba con suavidad, como si pretendiera disculparse porque alguien lo hubiera dejado olvidado durante días.

—Toma, pequeñín —le dijo, balanceando la lata de comida en el aire.

El peludo animalejo corrió como un rayo hasta sus pies.

Lo observó comer durante unos minutos, preguntándose qué más podría hacer para encontrar a su dueña, y lo acarició entre las orejas, mientras se daba todo un festín. Después, cerró la puerta y se marchó del apartamento con la extraña sensación de que a la modelo le había ocurrido algo. Nadie compraba tantas latas de comida y juguetes para luego abandonar a su mascota durante una semana.

Antes de salir del edificio le pidió al casero la llave, por si la joven tardaba en regresar y tenía que volver a dar de comer al gato, le explicó, procurando que su razonamiento resultara convincente. El hecho de que le entregara una propina, al tiempo que le exigía el recibo de las semanas que había pagado, fueron argumentos más que suficientes para acallarlo.

Más tarde, estacionó frente a la comisaría del distrito de Austin. El frescor del aire acondicionado no invitaba a salir del coche, desde el que podía verse el adoquinado agrietado del suelo del que parecían rezumar sustancias alquitranadas como si fueran heridas. Todo en aquel barrio parecía estar en plena guerra o en fase de recuperación, por lo que tenía la extraña sensación de que no iba a conseguir nada personándose ante la policía. Tampoco sabía realmente qué iba a denunciar, si la desaparición de una joven a la que apenas conocía, o la de las joyas.

Fue entonces cuando lo vio. Era Sergey Saenko, un hombre inquietante en el que había pensado a lo largo de su vida, pero mucho más en los últimos años. Y era toda una sorpresa encontrarlo en Chicago. Salía del edificio acompañado por otro individuo más mayor, de pelo cano y rostro alargado, con el que conversaba mientras se dirigían al aparcamiento.

Ella aferró el volante con las dos manos, deseando escurrirse debajo del asiento al ver que se acercaban hasta un coche que estaba aparcado cerca del suyo, a unos tres metros de distancia. Él estaba diferente. Iba vestido de negro, como lo recordaba de siempre, pero parecía más peligroso. Llevaba gafas de sol, gafas oscuras sobre ojos oscuros. Miró hacia ella pero no la saludó, por lo que dio gracias a Dios porque no la había reconocido. Cuando lo vio despedirse del otro hombre con un apretón de manos, metió la llave en el contacto para salir de allí cuanto antes. Sin embargo, al moverse hacia atrás para maniobrar, se dio cuenta de que él seguía mirándola, por lo que dedujo que sí la había visto. Aunque no la saludó con la mano, ni se acercó para hablarle, solo se limitó a observarla mientras salía del aparcamiento.

Jocelyn tomó con nerviosismo la autopista para salir de la ciudad. Todavía le temblaba el pie sobre el acelerador, le sudaban las manos y se estaba mordiendo los labios con tanta fuerza que le quedarían las marcas de los dientes durante un tiempo. No era cualquier cosa encontrarse con Sergey Saenko después de más de dos años sin saber nada de él. Siempre le había parecido un hombre en el que no se debía confiar, aunque toda su familia, excepto su madre, opinara lo contrario. Nunca le había gustado como la miraba, ni como la hacía sentir caliente y mareada. Era el tipo de hombre del que nadie te quería hablar; alguien que no seguía más reglas que las suyas, que con una mirada era capaz de leer los secretos que ocultabas en el alma. En eso se parecía bastante a su padre y a Sean, su hermano mayor, aunque con el que más se relacionaba por sus asuntos en Nueva York era con Alexander. Por eso no entendía qué podía estar haciendo en Chicago, tan lejos de su zona de trabajo.

Lo conocía desde hacía muchos años, aunque podía decirse que solo había coincidido con él en contadas ocasiones, casi siempre ligadas a episodios traumáticos de su vida; o mejor dicho, cuando estaba siendo pisoteada por alguno de los hombres que la habían utilizado como felpudo, si no algo peor.

La primera vez que lo vio acababa de regresar del internado por vacaciones. Ella tenía seis años, él unos nueve o diez y estaba montado en el coche de su padre, cerca del camino que llevaba a la casa del guardés de la finca. Ambos se quedaron mirándose en silencio durante unos instantes larguísimos, como hacía un rato en el aparcamiento de la comisaría de Austin. Desde entonces, cada vez que se encontraban, ella buscaba dónde esconderse. Sabía que él estaba al tanto de las miserias de su vida y eso le causaba una vergüenza enorme. También sabía por experiencia que era capaz de ocultarse como una sombra en un agujero oscuro. Durante la mayor parte de su vida había pensado en él. Le fascinaba hasta el punto de preguntarse si se habría convertido en una obsesión. Había algo bajo aquel magnetismo que lo rodeaba que haría realidad las fantasías de cualquier mujer. Bajo la superficie del héroe en el que lo había convertido durante su infancia, se ocultaba un hombre real, pero oscuro y aterrador. Un hombre que conocía sus secretos más ocultos y que jamás demostraba que fuera así.

Sergey apenas prestó atención a lo que le comentaba el inspector de policía Phil Andrews. Se la quedó mirando mientras salía del aparcamiento con su pequeño deportivo rojo y se perdía en aquel barrio de las afueras de Chicago.

Aquello le preocupó porque nadie deambulaba sin protección en un lugar como aquel, a no ser que estuvieras deseando ser asaltado o algo peor. Decir que era peligroso sería un eufemismo. Y volver a verla después de tanto tiempo le había impactado como si acabaran de darle un puñetazo en el estómago. Siempre había sido así, desde la primera vez que la observó en la distancia y en todas las ocasiones en las que habían coincidido. No sabía qué le pasaba con ella, lo único que entendía era que tenerla cerca lo dejaba paralizado. Y también lo enfurecía. Mucho.

Consideraba a Jocelyn una mujer especial desde que era una mocosa delgaducha y de largas trenzas castañas. La conoció un día en el que su padre, entonces el severo fiscal del distrito de Nueva York, lo condujo a su propiedad en el asiento trasero de su elegante coche. Había estacionado cerca de la mansión, en el camino que llevaba a la casa del guardés de la finca, se giró hacia él con gesto indulgente y le anunció que a partir de ese día, en el que había quedado huérfano, aquel sería su hogar. El hombre frunció el ceño al escuchar la escueta negativa de un muchacho de nueve años, demasiado orgulloso para aceptar la limosna de nadie a pesar de sus extremas circunstancias. Jason Barrymore señaló a su hija, una niña larguirucha que revoloteaba alrededor de sus hermanos mayores, como si en ella radicara la justificación a su sugerencia de vivir en sus dominios. Lo miró fijamente y, en tono que no admitía réplica, le propuso: «A cambio, tú, chico, cuidarás de que nunca le pase nada a mi hija.»

Desde ese día, Sergey cumplió sin faltar a su compromiso. En las pocas veces que la muchacha regresaba a Manhattan para pasar unas semanas con la familia, él se convertía en su sombra, una sombra invisible para ella. Pero un día la imprudencia lo dominó. Jocelyn cumplía quince años y a él no se le ocurrió otra cosa que golpear a un desgraciado que había intentado propasarse con ella. Cuando se lo quitaron de las manos lo acusaron de ser un inadaptado, por pegar al muchacho hasta sumirlo en la inconsciencia. Pero fue el señor Barrymore quien le explicó con tranquilidad en qué consistía su naturaleza salvaje y cómo podría sacar provecho de ella. Le dio a escoger entre un internado a las afueras del Bronx, en el que los rusos no eran bienvenidos, o el ejército. Escogió el ejército, por supuesto, aunque las cosas no resultaron nada fáciles. Allí tuvo que abrirse hueco con los puños hasta ganarse el respeto. Cuando comenzó a destacar como francotirador profesional de un escuadrón de élite, ya era considerado un peligro para todo aquel que se cruzara en su camino. Hasta que un mal día se topó con un superior de su unidad que le hizo abandonar la vida militar con honores de deshonor. De nuevo, Jason Barrymore, que por entonces ya era juez asociado de la corte suprema, volvió a ocuparse de su futuro, aunque no tenía ninguna obligación que él supiera. Le propuso colaborar con la justicia como únicamente sabía hacerlo, en la sombra y al margen de todo. Con sus propias normas. Y así era hasta hoy.

El apellido Barrymore estaba indiscutiblemente ligado al poder. En gran parte del país, tanto el padre como los hijos eran conocidos como «los hombres de ley». Él no era uno de ellos, aunque podría decirse que, de alguna manera, formaba parte de aquella familia que desde siempre estaba a su lado. El juez había exigido de sus hijos, y de él, mucho más que de cualquier otra persona, incluso de la pequeña Josie como la llamaba amorosamente el mayor de los hermanos. Aunque a ella se limitó a enviarla a un internado para convertirla en toda un señorita. Siempre los trató con mayor rigor que a los demás, sin aceptar excusas, reclamándoles siempre lo mejor de sí mismos. Y ellos siempre hicieron lo imposible por estar a la altura. También él, que no era de la familia, hecho que siempre tuvo muy presente, tanto por el trato discriminatorio que recibía de la señora Barrymore como por las barreras que él mismo erigía.

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2

Jocelyn aparcó en la avenida Michigan, cerca de su taller, y decidió ir dando un paseo a lo largo del parque Millennium hasta el estudio fotográfico que estaba en la calle Parade. El sol comenzaba a ponerse tras los altos rascacielos de la milla magnífica, confiriéndoles cierto tono anaranjado. El sonido de un concierto al aire libre y las risas de los clientes en una terraza cercana le recordaron que acababa de comenzar un nuevo fin de semana veraniego en la ciudad. Comprobó que había llegado a la dirección correcta, la misma que había escrita en una de las notas que llevaba guardadas en el bolso y entró en el lujoso vestíbulo.

El estudio se encontraba en el primer piso. Un apartamento muy grande en el que se habían suprimido las paredes, dejando un cuerpo central con ventanales que daban al parque y por los que entraba una ligera brisa de atardecer. Era tarde y el lugar estaba vacío, pero una voz masculina la atrajo hacia el fondo, tras innumerables objetos decorativos en una especie de escenario de madera, paraguas y pies de focos que la hicieron serpentear en el trayecto.

—Ya era hora. ¿Te envía el señor Townsend? —Fue el saludo que recibió de un hombre que estaba de espaldas a ella—. Quítate la ropa detrás del biombo, ponte la bata que encontrarás en la percha y siéntate en el taburete.

Ni siquiera la miró al hablar. Llevaba el pelo muy largo, una melena castaña que le llegaba hasta los hombros, y estaba inclinado sobre una mesa de trabajo, observando unas fotografías bajo la potente luz de un halógeno.

—Disculpe, no he venido para una sesión de fotos. —No se le ocurrió nada mejor que decir.

Aquello llamó la atención del fotógrafo porque se giró hacia ella y la miró interrogante.

—Entonces ¿qué quieres? Estoy muy ocupado. Ya le dije al señor Townsend que necesito a la modelo o no podré terminar a tiempo.

—Busco a una muchacha..., ella sí es modelo, se llama Louise Hawes.

—Por aquí pasan cientos de modelos.

Jocelyn sacó del bolso las fotografías que había guardado de la joven y se las mostró.

—Por favor, mire a ver si la recuerda. Necesito localizarla. Vino a mi taller con una carta de presentación suya y estuvo aquí hace unos días para hacerse un nuevo book.

El hombre echó un vistazo a los retratos y frunció los labios. Después señaló una, dando unos golpecitos con el dedo.

—No la recuerdo, ya te he dicho que fotografío a decenas de mujeres todos los días y siempre les doy cartas de presentación. Pero sí recuerdo sus joyas. Se trataba de verdaderas filigranas, nada de burdas imitaciones. Sé de lo que hablo. No fue seleccionada para el casting de la exposición de joyería, si es lo que quieres saber. La empresa buscaba un rostro clásico, más elegante... Algo así como el tuyo. ¿No te interesaría el trabajo? Seguro que das el perfil idóneo para la imagen que busca mi cliente.

—No, gracias. —Procuró ser todo lo amable posible en su negativa.

—Es una pena, porque con este pelo tan sano también tendrías muchas posibilidades de un buen contrato con alguna firma capilar. —Tomó un mechón oscuro entre sus dedos y lo dejó caer como una cascada—. Y esos ojos azules tan maravillosos... Eres un manojo de posibilidades, ¿lo sabías?

—¿Hizo usted el casting para el señor Townsend? —Ella procuró mantener la conversación inicial al tiempo que se alejaba de él para que dejara de manosearla.

—Claro. Es mucho más rápido para el cliente si los fotógrafos nos encargamos de seleccionar a las modelos adecuadas, incluso nos quedamos con un composite para futuros proyectos, si no tiene agente. Ya sabes, una recopilación de sus mejores fotografías. ¿De verdad no te interesa posar para mí? Tienes una piel tan blanca, sin una sola imperfección en el rostro que... —La sujetó por la barbilla para observarla de cerca y ella se apartó con disimulo.

—¿Y usted se quedó su carta de presentación, su... composite, a pesar de no seleccionarla? —insistió sin querer parecer grosera.

—Me parece que la información que me estás pidiendo es demasiado confidencial. —Cambió de actitud, al verse rechazado otra vez.

—Necesito encontrar a la muchacha. Es muy importante que hable con ella.

—Ya. Y para mí es muy importante encontrar a la nueva modelo de la línea de mi cliente.

—Mire, señor...

Jocelyn dejó la frase a medias a propósito, con aquel aire de abogada que hacía años que no utilizaba, o lo que era mejor, con aquella cara de malas pulgas que tantas veces había observado en los hombres Barrymore en el estrado y que tanto intimidaban.

—Irvin Fowler. Pero llámame Irvin, hermosura.

—Bien, señor Fowler, le dejaré mi número de teléfono por si vuelve a ver a la señorita Hawes. —Le entregó una tarjeta—. Es muy importante que consiga localizarla. ¿Comprende? Muy importante.

—¿Tan importante como para que te pongas tan seria, preciosa? —Lo intentó con un nuevo flirteo.

—Tan importante como para que la próxima vez sea la policía la que venga a interesarse por ella, Irvin.

—¿La policía? —Palideció al tiempo que se apartaba—. ¿Eres poli?

—No, claro que no. —Guardó las fotografías en su bolso y añadió—: Por favor, si la ve, dígale que necesito hablar con ella. Estoy preocupada.

Él borró todo rastro de galanteo del tono de su voz y la miró ceñudo.

—Si la veo se lo diré, pero no te aseguro nada. —Miró la tarjeta que le había entregado y enarcó una ceja, como si de repente comprendiera su necesidad por buscar a la modelo—. ¿Diseñadora de joyas?

—Así es. Gracias por todo.

Al llegar a la calle, observó el parque y echó a andar hacia el sur mientras pensaba en cómo notificarle al señor Townsend que había perdido sus joyas. Desde el parque Millennium hasta su taller en la milla magnífica solo había unos minutos de caminata, a lo largo de grandes almacenes y boutiques que llamaban la atención con sus coloridos escaparates. Al llegar a la torre Tribune alzó la cara para observar el pretencioso edificio que destaca por su ornamentación como una coliflor entre numerosas naranjas. De estilo neogótico, daba la sensación de que, en cualquier instante, podría aparecer Batman deslizándose por sus muros, construidos con piedras de distintos monumentos de todo el planeta.

—Hola —la saludó por la espalda una voz susurrante que la ponía ardorosa.

No se trataba de Batman, aunque era tan oscuro e inquietante como el superhéroe del cómic.

—Señor Saenko. —Se quedó sin palabras mientras se volvía y perdía el equilibrio. Reconocería aquella voz hasta en el fin del mundo.

—Perdone si la he asustado. —La sujetó por los brazos, pero inmediatamente se apartó de ella—. La he visto en el aparcamiento de la comisaría del distrito de Austin y he pensado que podría tener problemas.

Se quitó las gafas de sol, a todas luces innecesarias ya por el ocaso, y entornó los ojos de aquella manera que haría retroceder a un hombre sin tan siquiera haber añadido una palabra más. De repente, ella se sintió incómoda y él, que pareció advertirlo, sonrió muy despacio, con aquella economía de emociones que lo caracterizaba, por lo que el gesto de su rostro se transformó.

—No me ha asustado —dijo ella por fin, al darse cuenta de que estaba esperando una respuesta—. Más bien me sorprende encontrarle aquí.

Sergey no solo era bien parecido; aunque lejos de ser guapo como un modelo televisivo, igual que su hermano Alexander, resultaba endiabladamente atractivo.

—¿Aquí? —Miró alrededor como si no comprendiera.

Sus facciones duras parecían esculpidas en piedra. Incluso olía a peligro. Un olor masculino que despertaba sus sentidos al tiempo que acrecentaba su nerviosismo.

—En Chicago —le aclaró. No sabía por qué se había hecho la estúpida idea de que él no saldría nunca de Nueva York.

—Sí, bueno. ¿Y lo tiene? Un problema, quiero decir —añadió al ver que no estaban hablando en la misma onda.

—No, solo estoy paseando.

—Los barrios periféricos no son muy recomendables para una mujer como usted. Me refiero a Austin.

—¿Y cómo es una mujer como yo? —Lo miró extrañada.

Él cambió el peso del cuerpo de una pierna a otra.

—Ya lo sabe —murmuró sin apartar sus ojos oscuros de los suyos.

Sí, lo sabía. Tanto su familia como él la consideraban una persona vulnerable e indefensa que había que proteger incluso de ella misma. Suspiró con la resignación que se podría esperar de una débil flor de invernadero, sabiendo que, en ocasiones, la vida ponía en bandeja lo que uno deseaba; por lo que solo había que alargar la mano y tomarlo. Aunque ella no la alargó, sino que dejó que se escapara, como tantas otras veces había ocurrido en el pasado.

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