La serpiente peluda

Fragmento

Creditos

1.ª edición: noviembre, 2015

© 2015 by Ana Álvarez

© Ediciones B, S. A., 2015

Consell de Cent, 425-427 - 08009 Barcelona (España)

www.edicionesb.com

ISBN DIGITAL: 978-84-9069-213-4

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Dedicatoria

 

 

 

 

 

Para todas aquellas personas que han hecho posible que hoy esté a punto de publicar mi tercera novela: quien siempre creyó en mí, quien me metió en el cuerpo el gusanillo de publicar y me animó a mandarla, quienes me dieron la oportunidad, me apoyaron y me respaldaron en todo momento, y finalmente quienes ríen, lloran y se emocionan con mis historias.

Contenido

Contenido

Portadilla

Créditos

Dedicatoria

 

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Epílogo

Nota de autora

Promoción

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Prólogo

Junio 2001

La habitación casi en penumbra apenas dejaba adivinar las dos siluetas tendidas en la cama, sobre la arrugada colcha de colores.

La tarde se había ido convirtiendo en noche y ambas amigas sabían que las horas que faltaban para la despedida se estaban agotando rápidamente.

Eva no podía evitar las lágrimas mientras escuchaba en el viejo equipo de música, que su hermano le había pasado después de sustituirlo por uno nuevo, los discos de moda, los favoritos de todas las adolescentes de trece años de cualquier generación, que hablaban de amores imposibles, separaciones, distancia y amistad.

Así se sentía ella, desgarrada y llorosa. Leticia, su amiga desde los seis años iba a marcharse al día siguiente a Zaragoza, donde habían destinado a su padre, militar de carrera. Toda la familia se trasladaría y ella temía que jamás volvería a ver a su amiga, por mucho que esta jurase lo contrario.

Eva había conocido a Leticia en primero, en el patio del colegio, recién llegada a Granada, sin amigos y con un aspecto físico poco agraciado, algo que no había mejorado con los años, sino al contrario.

Leticia se había caído en un charco del patio y a su alrededor se arremolinaba un gran grupo de chicos, burlándose de ella.

Eva, una chica rubia, guapa y con un buen corazón heredado de su madre, se había aventurado en el charco con su uniforme azul marino y sus botas de agua, y le había tendido la mano para ayudarla a salir. Y aquel apretón de manos había sellado una amistad firme e incondicional que había durado siete años.

Se habían hecho inseparables. Juntas habían caminado por la infancia y estaban entrando en la adolescencia y, con los años, Eva había comprendido que aquella niña débil, de quien todos se burlaban, era en realidad la más fuerte de aquella amistad. También pudo comprobar que aquella caída en el charco solo había sido la primera de las muchas ocasiones en que ella había tenido que recogerla del suelo.

Leticia era torpe y despistada, muy propensa a los accidentes y a todo tipo de situaciones embarazosas que la hacían quedar en ridículo, y Eva tenía que estar sacándola de apuros constantemente. A veces llegaba a pensar que era la que más sufría por aquellas situaciones. Leticia se levantaba, erguía la cabeza y seguía adelante sin que al parecer le importara ni el ridículo ni las burlas. En el instituto la llamaban la Serpiente peluda. «Serpiente» porque pasaba más tiempo en el suelo que en pie y «peluda» porque su padre, un anticuado y rígido militar, no le permitía depilarse, y el pelo negro y la piel morena la hacían padecer de una considerable cantidad de vello corporal que no siempre conseguía ocultar. Cuando podía usaba pantalones para que no se vieran sus piernas de futbolista, como decía ella burlándose de sí misma. Más difícil le resultaba esconder el vello de los brazos y de las axilas en las clases de gimnasia cuando tenían que cambiarse en el vestuario, y sobre todo el fino bigote negro que poblaba su labio superior y las espesas cejas que daban a su cara morena y traviesa un aire duro.

Oliver, el hermano de Eva, un joven adolescente de diecisiete años, estúpido como solo puede serlo un chico de esa edad, resultón y mimado por las niñas, le había preguntado si era verdad lo que se decía en el colegio, que Leticia no se depilaba los sobacos.

Él era uno más de los que se burlaban de su amiga, que a su aspecto físico poco agraciado y a su torpeza, tenía que añadir un corrector dental que llevaba sin demasiados complejos, como todo lo demás.

Eva mandó al diablo a su hermano diciéndole que era un gilipollas y que si Leticia no se depilaba era porque su padre no la dejaba, no porque ella no quisiera. Él añadió cruel, que aunque lo hiciera eso no la volvería más bonita, que después de todo, el pelo le tapaba la fealdad. Eva le tiró a su hermano lo primero que pilló a mano, especialmente dolida porque sabía que Leticia estaba colada por aquel capullo desde hacía años.

Oliver era su ídolo, el amor imposible y romántico de sus once, doce y trece años. Eva se enfadaba con su amiga porque siempre lo defendía hiciera lo que hiciera. Por mucho que se burlara de ella, solía decir:

—Es normal que se burle, ahora soy muy fea. Pero cuando sea mayor y me ponga guapísima se enamorará de mí y me pedirá perdón, ya lo verás.

Eva no se sentía con el valor suficiente para decirle a su amiga que quizá de mayor su aspecto no fuera tan despampanante como ella pensaba. Sabía que de todas formas nada la convencería de que su aspecto no iba a cambiar drásticamente cuando creciera. Leticia era tozuda y nada ni nadie la hacía cambiar de opinión sobre nada. También era insistente y perseverante y conseguía todo lo que se proponía, aunque solo fuera porque poca gente podía aguantar el latazo que daba. Al único que no conseguía convencer era a su padre, igual de tozudo que ella.

Mientras todas estas imágenes cruzaban por su cabeza, Eva sentía las lágrimas de tristeza rodar por su cara. Aquella tarde era su despedida. Leticia se marcharía al día siguiente y ella tenía la espantosa sensación de que jamás volverían a verse. Sentía el apretón cálido de la mano de su amiga dándole ánimos.

—No llores, Eva.

Su voz sonaba firme y confortadora. Como siempre, ella era la más fuerte de las dos a pesar de ser la que tenía que marcharse y desarraigarse de su entorno.

—Esto no es una despedida, volveremos a vernos.

—¿Cuándo?

—En vacaciones.

—Tu padre no te dejará venir a verme.

—No, pero yo convenceré a tu madre para que te deje ir a ti a Zaragoza.

Eva sonrió. Si Leticia lo decía, sería así.

—Y nos escribiremos todas las semanas.

—Sí.

—Y además te prometo que algún día, cuando sea mayor, guapa e independiente, viviremos juntas como siempre hemos planeado.

—No será así… —dijo abatida—. Te olvidarás de estos planes, organizarás tu vida en Zaragoza y ya no querrás venir a vivir conmigo, ni volver a Granada.

—¡Claro que volveré a Granada! Nunca te podrás librar de mí. ¿Y sabes por qué?

—¿Por qué?

—Porque voy a casarme con tu hermano.

Eva sonrió entre lágrimas. Su amiga había dicho aquello firmemente convencida, pero ella dudaba de que Leticia consiguiera eso. Trató de disuadirla.

—No comprendo por qué te gusta Oliver, ¡si es el tío más antipático y borde del mundo! Y tiene toda la cara llena de granos.

—Eso se le pasará, como a mí me quitarán el aparato de los dientes. Entonces mi mandíbula se pondrá preciosa. Me lo ha dicho el dentista.

—Mi hermano siempre se está metiendo contigo.

—Es normal… ahora soy fea… y torpe. Cuando vuelva convertida en una chica guapísima se enamorará de mí. Entonces yo podré mirarle a los ojos y ya no me pondré nerviosa ni me caeré cuando me mire. Ahora, cuando lo hace, mis rodillas se aflojan, me vuelvo torpe y acabo en el suelo.

—Leti… te caes también cuando Oliver no te mira… cuando ni siquiera está delante.

—Ya lo sé; también superaré eso. Cuando vuelva a verle ya no me caeré, y podré mirarle a los ojos y decirle que es el amor de mi vida y que quiero tener diez hijos.

—¿Diez?

—Sí, diez. Esto de ser hija única es una lata.

—Tener un hermano también lo es… ¡No te digo nueve! No podría soportar a nueve como Oliver.

Leticia ignoró el comentario de su amiga y siguió hablando:

—Y entonces le confesaré…

—Que le quieres, ya lo has dicho.

—Y algo más…

—¿Qué?

—No sé si decírtelo, te vas a enfadar conmigo.

—Hoy nada puede hacer que me enfade contigo.

—¿Prometes que me guardarás el secreto y no se lo dirás a nadie?

—Lo prometo.

—¿Y que no me echarás un sermón ni me obligarás a hacer nada que yo no quiera?

—¡Que sí! ¡Venga dilo ya! Me tienes en ascuas.

—Tu hermano… ¿No ha perdido nada de ropa en los últimos meses?

—¿Algo de ropa? ¡Caramba, sí! Hay una camiseta de baloncesto que no encuentra. Hace algo más de un mes montó una bulla espantosa acusándonos a todos de habérsela quitado y perdido. Pero supongo que ya debe de haberla encontrado porque dejó de dar la lata.

—No ha podido encontrarla… la tengo yo.

Los ojos de Eva se agrandaron en la oscuridad.

—¿Tú? ¿Cómo que la tienes tú?

—Hice algo espantoso, lo sé. Yo la cogí de encima de su cama. Una tarde, cuando me marchaba a casa la puerta de su habitación estaba abierta y la camiseta que acababa de quitarse estaba tirada sobre la cama, arrugada y sucia. Con su olor… Entré solo para tocarla, para tocar algo que él hubiera llevado puesto, y de pronto, antes de que me diera cuenta la había cogido y guardado en mi mochila. Me dije que solo para tenerla una noche, para dormir con ella puesta. Que la devolvería al día siguiente… pero no fui capaz. Y menos cuando supe que tendría que marcharme lejos de Granada. Compréndelo, es lo único suyo que tengo, que tendré en mucho tiempo.

«¡Y que tendrás jamás!», pensó Eva, pero no fue capaz de decírselo a su amiga.

—No me delates, por favor. No me hagas devolverla.

—Claro que no. Se lo merece, por capullo. Pero espero que al menos la hayas lavado.

—Sí, claro. La aguanté dos o tres días, pero luego tuve que lavarla. Se ha convertido en mi pijama favorito.

Las sombras se instalaron en la habitación y el silencio se hizo espeso, terrible, apurando los últimos minutos que les quedaban de estar juntas en mucho tiempo. Después, cuando ya fue hora de marcharse, Leticia se levantó como cualquier otra tarde y sin permitir que su amiga la acompañase a la puerta se marchó como siempre…, como si fuera una día más, sin despedirse de los padres de Eva ni de Oliver. Como si no fuera a tardar muchos años en volver.

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Capítulo 1

Siete años después.

El asa de plástico de la bolsa se le clavaba a Leticia en las manos mientras subía deprisa las escaleras que llevaban hacia su futura casa. Por fin, uno de sus sueños de niña iba a convertirse en realidad. Por fin, Eva y ella iban a compartir piso.

La última tarde que estuvieron juntas, Leticia había prometido a su amiga que algún día compartirían piso y no había parado hasta conseguirlo. Al fin iba a tener una casa y a echar raíces en algún sitio.

En sus veinte años de vida se había visto obligada a cambiar de ciudad, de casa y de amistades una y otra vez, debido a la carrera de su padre. A Zaragoza, donde vivieron dos años y medio, siguió Gerona y en la actualidad estaban preparando un traslado a la capital. Pero por fortuna, ella ya no iría con ellos. Por fin iba a verse libre de eso. Regresaría a Granada, una de las ciudades donde más le había gustado vivir, y se quedaría allí para siempre. Con Eva, su amiga incondicional de toda la vida.

Leticia era muy tozuda, en eso no había cambiado, aunque sí en otras muchas cosas, y todos los esfuerzos y decisiones de su vida habían ido encaminados a vivir en Granada y olvidarse de cambiar de residencia una y otra vez.

La amistad entre las dos niñas había continuado en la distancia. Se habían escrito y llamado por teléfono, y Eva había ido a visitarla en todas las ocasiones posibles, allí donde estuviera. Ella no había vuelto a Ganada en siete años.

Había terminado el bachillerato con excelentes calificaciones en las asignaturas de ciencias y apenas simples aprobados en las demás, y había preparado rápidamente unas oposiciones a la Diputación de Granada que le permitieran mantenerse. Por supuesto, como todo lo que se le metía en la cabeza, las había aprobado sin ninguna dificultad.

Eva, un año mayor, había terminado magisterio y encontrado plaza en el colegio privado donde ambas realizaron sus estudios de primaria y donde se habían conocido. En este momento, habían alquilado un piso en la ciudad para vivir juntas. Leticia, además, iba a matricularse en la facultad de matemáticas para estudiar, tranquilamente y sin prisas, esta carrera. Una pasión que su familia no entendía.

Todo el mundo le preguntaba que para qué servían las matemáticas. Nadie comprendía su pasión por los números ni por el cálculo. Pero ahora era independiente, no tenía que darle explicaciones a nadie.

Había llegado a Granada tres días antes y se había instalado provisionalmente en casa de la madre de Eva, mientras terminaban de arreglar el piso que su amiga había alquilado para las dos.

Hacía dos días que estaba trabajando y el piso aún estaba vacío en espera de una buena limpieza, y de que ambas amigas eligieran unos cuantos muebles para poder instalarse.

Aquel mediodía, después de salir del trabajo y comer algo, se decidió a comenzar ella misma con la tarea, en vista de que Eva tenía clase. Compró abundante material de limpieza en el supermercado cercano y se propuso darle la sorpresa de que el piso estuviera reluciente cuando la viera aquella noche.

Cuando subía los dos pisos de escaleras, el dolor de las palmas de las manos era casi insoportable. Soltó las bolsas en el suelo y rebuscó en el bolsillo de los vaqueros viejos y gastados las llaves para abrir la puerta.

Ella no había visto el piso, solo sabía de él lo que su amiga le había contado. Abrió la puerta y entró en un corredor largo lleno de puertas a ambos lados. Con el pie le dio un suave empujón a la de entrada, cerrando a su espalda, y con la cadera izquierda empujó otra, la primera que encontró, imaginando que era la cocina. Se giró con el tiempo justo de comprobar que no era así, sino que se encontró dentro de un cuarto de baño de azulejos blancos y grises. Lanzó un grito al descubrir de espaldas a ella y de pie ante el inodoro, a un hombre alto y rubio vestido únicamente con unos vaqueros casi blancos de puro gastados y que obviamente estaba orinando.

Al sentir su grito, él se giró aún con el pene en la mano. La bolsa resbaló de los dedos de Leticia estrellándose contra el suelo. La botella de lejía reventó y salpicó las piernas de ambos esparciendo el penetrante olor a su alrededor.

Todo había transcurrido en cuestión de segundos.

—¡Qué demonios…! —gruñó él.

—¿Qué hace usted aquí? —preguntó ella tratando de apartar la mirada de su mano y mirarle a la cara.

Al darse cuenta, el chico cerró rápidamente la cremallera de los vaqueros y por un largo momento se miraron uno al otro. Los ojos verdes de él echaban chispas y ella sintió golpearle el corazón con fuerza, mientras su cerebro trataba de asimilar la visión que estaba contemplando: los ojos verdes, el cabello rubio oscuro con mechas más claras que le caía sobre los hombros, la barba apenas incipiente.

—¿Oliver? —susurró.

Él frunció el ceño.

—¿Nos conocemos?

—Soy la compañera de piso de Eva.

—Sí, ya lo supongo. Pero no tenemos el gusto de conocernos personalmente.

—Sí, claro que nos conocemos. ¿Tu hermana no te ha dicho quién soy?

—Eva y yo no hablamos mucho. Solo sé que iba a vivir con una amiga.

—Soy Leticia. No sé si te acuerdas de mí… del colegio.

—¿Leticia? ¿La serp…?

—Sí, la Serpiente peluda —dijo ella con la voz un poco tensa—. Creí que Eva te había dicho que iba a vivir conmigo.

—No tenía ni idea. Y disculpa, se me escapó el mote que te decían en el colegio. No te había reconocido, estás muy cambiada.

—Bueno, ya no llevo el corrector en los dientes y he crecido algunos centímetros tanto a lo largo como a lo ancho.

—Sí, ya lo veo —dijo lanzándole una apreciativa mirada a la atractiva figura enfundada en los vaqueros y camiseta de tirantes, deteniéndose un poco más de la cuenta en los pechos llenos y firmes.

—Tu pelo también está diferente.

—Tinte —dijo tocándose los mechones rojizos que le caían sobre la frente—. El color de mi tono original no me favorece demasiado.

El análisis mutuo al que se estaban sometiendo uno al otro distrajo a Leticia de la bolsa que se había estrellado contra el suelo y solo cuando notó empaparse la suela de sus zapatillas de lona bajó la mirada.

La lejía se desparramaba por el suelo a sus pies y el bajo de los pantalones de ambos presentaban salpicaduras blancas y el color comido. Sus zapatillas de lona, además, estaban completamente arruinadas, al igual que los viejos zapatos de deporte de Oliver. Él siguió la mirada de Leticia, y exclamó:

—¡Mierda! ¡No me digas que era lejía lo que tenías en la bolsa!

Leticia se encogió de hombros.

—Pensaba desinfectar a fondo la cocina y el baño mientras tu hermana trabaja. Queremos mudarnos lo más pronto posible y Eva no me dijo que tú estarías aquí.

—La persiana del salón no funciona bien y me pidió que le echara un vistazo. Probablemente se habrá olvidado; ya sabes lo despistada que es.

—En realidad yo tampoco le he dicho que iba a venir hoy. Se me ocurrió de repente —dijo mirando apenada la ropa de Oliver—. Siento lo de tu ropa. Por supuesto te la pagaré, si puedes esperar a que cobre mi primer sueldo. Acabo de empezar a trabajar hace dos días y los ahorrillos que traía los necesitamos para los muebles.

Oliver se encogió de hombros, con el ceño ligeramente fruncido.

—Son viejos; solo los uso para trabajar.

—En la obra.

Él frunció el ceño más aún.

—¿Sabes dónde trabajo?

—Eva y yo somos amigas desde hace mucho tiempo. Sé todo sobre ti y sobre tu familia. Somos muy charlatanas las dos.

—Sí, lo recuerdo. Volvíais loco a todo el mundo con vuestra cháchara.

Leticia no quiso decirle que ella le preguntaba por él en todas sus cartas y le exigía a su amiga que le contara con detalle todo lo que se refiriese a la vida de su hermano. Sabía que era aparejador y que tenía su propia y modesta constructora y una cuadrilla de albañiles trabajando para él. También sabía que era un trabajador incansable y que la musculatura que había podido observar, así como el bronceado, era de trabajar duro junto a sus hombres y no del gimnasio ni de la piscina.

Leticia no podía apartar los ojos de su pecho ni de sus hombros desnudos, y permanecía allí como una tonta, hasta que él dijo, sintiéndose molesto por el descarado examen de que era objeto:

—Bueno… ¿Piensas recoger la lejía del suelo o vas a esperar a que se coma el color de las losas? Porque este suelo no es muy bueno que digamos… Yo no me arriesgaría.

—Sí… sí, claro —respondió apartando la vista y buscando una fregona con los ojos.

—Creo que está en la cocina.

—¿Qué?

—La fregona.

—¡Ah, sí! La fregona.

Se volvió para salir del baño con mucha rapidez, pero al llegar a la puerta se volvió a preguntarle.

—Pensaba que esta era la cocina. ¿Puedes decirme dónde está? No quisiera encontrarme más sorpresas.

—La puerta del frente, al fondo del pasillo. No creo que te encuentres más sorpresas, aquí no hay nadie más que yo. Y te aseguro que cerraré por dentro la puerta la próxima vez que tenga que usar el baño.

—Lo siento —dijo sin poder evitar enrojecer un poco al recordar que él se había vuelto a mirarla sin haberse abrochado los pantalones. Oliver soltó una sonora carcajada y le dijo mirándola con sorna:

—Si para ti no ha supuesto ningún trauma, para mí tampoco.

—Pues claro que no ha supuesto ningún trauma. ¿Qué te crees? ¿Que soy tonta? No eres el primero.

—¿Ah, no? ¿Sueles sorprender a tíos meando muy a menudo?

—No quería decir eso… quise decir que no eres el primero que veo…, que he visto hombres desnudos antes.

—Perfecto. Me quitas un peso de encima —respondió con un evidente tono de guasa.

—No te burles, le puede pasar a cualquiera.

—La lejía… —dijo cambiando de conversación.

—Sí, claro.

Salió precipitadamente maldiciéndose para sus adentros. El amor de su adolescencia… Tantos años imaginando cómo sería volver a verle… ¡Y tenía que pasarle esto!

Entró en la cocina estrecha y alargada y rebuscó dentro de los muebles hasta que encontró lo que buscaba. Cogió el cubo y la fregona y se dirigió de nuevo al cuarto de baño, dispuesta a remediar el desaguisado cuanto antes. Y esperando no tener ningún tropiezo más. Cuando estaba nerviosa se volvía muy torpe, mucho más de lo habitual y por aquella tarde ya había tenido bastante.

Recogió el charco amarillento que se había desparramado por el suelo y procedió a fregar el resto del cuarto de baño, incluidas las paredes, a conciencia. Mientras tanto, en el salón escuchaba trajinar a Oliver con la persiana.

Un rato después, él apareció de nuevo en la puerta del baño. Se había puesto una camiseta gris oscuro y le tendía un juego de llaves.

—Ya he terminado. La persiana funciona a la perfección. ¿Vas a ver a Eva pronto?

—Sí, claro, esta noche. Mientras nos mudamos me alojo en casa de tu madre.

—Devuélvele sus llaves entonces, yo no iré por allí hasta el domingo. Y dile que la próxima vez que se las preste a alguien, te avise antes.

—No volverá a pasar, ya estoy prevenida.

—Bien. Si necesitáis que os arregle alguna otra cosa, avisadme con unos días de antelación. Esta semana estaré bastante ocupado.

—Gracias.

—No hay de qué.

Se quedó mirándolo, esperando que se marchase para continuar, pero él seguía de pie en la puerta del baño mirándola con el ceño fruncido.

—Leticia…

—¿Qué?

—Si no cierras el grifo del lavabo va a rebosar dentro de un momento.

Se volvió de inmediato. Apenas faltaba un centímetro para que el agua resbalara por el borde exterior del lavabo. Giró con rapidez el grifo para cortar el agua.

—Gracias por avisarme —dijo sin volverse a mirarle y muy irritada consigo misma por la imagen que le estaba dando. La siguiente frase la enfadó aún más.

—¿Estás segura de que estás preparada para vivir sola?

—Por supuesto que estoy preparada para vivir sola. Pero además eso no va a ser así, voy a vivir con tu hermana.

—¡Tal para cual! ¡A ver si voy a tener que venir todas las noches a dar una vuelta y comprobar el gas y los grifos!

Se volvió furiosa.

—¡Mira, Oliver…! Si se me ha pasado lo del grifo es porque tú estás poniéndome nerviosa.

—¿Te pongo nerviosa?

—No… no es eso. Pero llevas todo el rato riéndote de mí. Y lo que ocurrió antes no es para tanto. Son cosas que pasan.

—Si tú lo dices… Bueno, tengo que irme. Dales recuerdos a Eva y a mi madre.

—De tu parte —dijo deseando que se fuera de una vez antes de que volviera a hacer otra estupidez.

Cuando escuchó la puerta cerrarse, se asomó al pasillo para asegurarse de que se había marchado y se dejó caer sobre el taburete que había en el baño, cerrando los ojos. ¡Dios, qué forma de cagarla! Tenía que reconocer que se había superado. Siete años desde el día que se fue soñando con volver a verle, preparándose para ese momento y ahora le pasaba esto. Él había sido el chico de su adolescencia, por el que suspiraba cuando estaba en el colegio, con el que soñaba después cuando se fue y se encontró sola y perdida, en una ciudad desconocida detrás de otra.

Cuando frente al espejo veía los cambios que experimentaba su cuerpo, imaginaba el reencuentro y la sorpresa de Oliver al ver lo transformada que estaba. Y en su loca imaginación de adolescente, él se enamoraba perdidamente de ella y vivían felices para siempre. Por supuesto ya no era una adolescente y no consideraba a Oliver el hombre de su vida, pero sí una asignatura pendiente que pensaba aprobar en algún momento. Llevaba siete años preparándose para ello. Se había dejado besar por chicos babosos solo para aprender y sorprenderle, y a los diecisiete años se había acostado con el primero que se lo pidió, un chaval algunos años mayor que ella, solo con el propósito de no ser virgen y torpe el día que se acostara con Oliver. Porque por encima de todo y de todos, incluido él mismo, iba a acostarse con Oliver.

Ya no era una cría, y no soñaba con casarse con él ni con llevar una vida juntos. Para empezar, ahora no creía en el matrimonio. Pero él había sido el chico de su adolescencia y no iba a llegar a vieja con la espina clavada de no haber tenido nada con él. Aunque solo fuera una noche. Y esa noche tenía que ser perfecta. Para ella sería su primera vez. Lo de aquel estúpido no contaba, no había sentido nada más que dolor, pero ese era un trámite que tenía que cumplir para que luego con Oliver fuera maravilloso. Y si en algún momento de esos años había dudado de realizar su sueño, ahora que había vuelto a verle se había afianzado aún más en su idea. Estaba tan guapo vestido únicamente con aquel pantalón casi blanco de cintura baja… No podía apartar de su mente aquellos pectorales y aquel vientre plano que muy pocos tíos conseguían y, sobre todo, aquellos ojos verdes y chispeantes que se habían parado en sus pechos más tiempo del debido. Sí, él tenía que ser el primer hombre que la hiciera disfrutar, estaba dispuesta a conseguirlo a toda costa.

Oliver Zamora tenía que ser el primero para ella. El que se recuerda toda la vida. A pesar de que ahora la considerase la misma patosa de antaño, aunque sin corrector de dientes y con cuerpo de mujer.

Tenía que quitarle esa imagen de la cabeza, tenía que conseguir que se fijara en ella. Y este mal comienzo solo iba a poner las cosas un poco más difíciles, pero no marcaría su relación con él.

Animada con estos pensamientos, sintió reparado su orgullo y se dispuso a canalizar todas sus energías en dejar relucientes los azulejos del baño. Y sin poder evitar preguntarse por qué era tan inteligente, que las matemáticas, esa terrible enemiga de la mayoría de los estudiantes, le resultaban tan fáciles. Además, si había aprobado unas oposiciones sacando exactamente la plaza que quería entre varios miles de personas, ¿por qué no conseguía sobrevivir con dignidad a las pequeñas cosas que la vida le ponía por delante todos los días, como cerrar un grifo o llamar a una puerta cerrada? O llenar un vaso sin derramar el contenido, una de las cosas más difíciles para ella en su rutina cotidiana.

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Capítulo 2

Hasta veinte días después el piso no estuvo listo para ser habitado. Ambas amigas habían pasado en él todos sus ratos libres pintando, limpiando y colocando muebles y cortinas.

La vivienda solo tenía amueblada la cocina, y ellas lo habían preferido así porque el alquiler era más barato. Además, en los pisos que habían visto amueblados la decoración era tan espantosa y los muebles tan viejos que ninguna de la dos se veía capaz de vivir allí.

Después de pintar y limpiar el piso habían ido a una tienda que vendía muebles económicos desmontados. Habían comprado unas camas y unas cajoneras para guardar ropa y algunas estanterías, y en lo que se habían gastado más era en los muebles del salón: un mullido sofá de tres plazas y un mueble librería. También habían adquirido una mesa, cuatro sillas y un mueblecito para el ordenador de Eva, que ambas iban a compartir de momento y que habían instalado en una pequeña habitación situada junto a la puerta de entrada.

Leticia había comprado una cama de matrimonio, que casi ocupaba toda la habitación, pero cuando Eva le sugirió que escogiese otra más pequeña, le dijo con picardía que su hermano era muy alto y no cabía en cualquier cama.

—¿Todavía estás con eso? —se había burlado su amiga—. ¡No me estarás diciendo que aún quieres casarte con Oliver!

—¡Casarme no, pero tirármelo...! Y más aún después de ver lo bueno que se ha puesto.

—Pues te advierto que vas a tener que ponerte a la cola, porque seguro que hay más de una con la misma idea que tú.

—¿Y él que opina? — preguntó Leticia.

—A algunas les hace caso y a otras no. No se tira a la primera que se le pone por delante, creo. Pienso que escoge.

—Porque puede.

—Sí, claro que puede. Pero no quiere comprometerse ni dejarse enganchar. Ama mucho su libertad y su independencia. Si quieres algo más que un polvo lo vas a tener difícil.

—Me conformo con el polvo. Pero tu hermano es un amor de adolescencia, una espinita clavada en mi pasado, y me la voy a sacar.

—Estás muy segura.

—Me miró las tetas.

—¿Y? Los tíos les miran las tetas a todas las mujeres que encuentran. Las tuyas se han puesto geniales, ya las quisiera yo.

Leticia sacudió la cabe

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