Aleación de ley (Wax & Wayne 1)

Fragmento

Agradecimientos

Agradecimientos

Creo que le sugerí por primera vez a mi editor la idea de una serie de novelas de Nacidos de la Bruma de épocas posteriores ya en 2006. Hacía tiempo que lo planeaba para Scadrial, el planeta donde tienen lugar estos libros. Quería alejarme de la idea de los mundos de fantasía como lugares estáticos, donde pasan milenios sin que la tecnología cambie jamás. El plan entonces era situar una segunda trilogía épica en una era urbana, y una tercera trilogía en el futuro, con la alomancia, la feruquimia y la hemalurgia como hilos comunes que las unieran.

Este libro no es parte de esa segunda trilogía. Es un desvío, algo emocionante que creció inesperadamente en mi planificación de hacia dónde debería ir el mundo. El objeto de contarles todo esto, sin embargo, es explicar que sería imposible hacer una lista de todas las personas que me han ayudado a lo largo de los años; en cambio, lo mejor que puedo hacer es mencionar a las maravillosas personas que me han ayudado con este libro en concreto.

Los lectores alfa incluyeron, como siempre, a mi agente, Joshua Bilmes, y a mi editor, Moshe Feder. De hecho, este libro está dedicado a Joshua. Profesionalmente, ha creído en mi trabajo más tiempo que nadie aparte de mi grupo de escritura. Ha sido un recurso maravilloso y un buen amigo.

Otros alfas fueron mi grupo de escritura: Ethan Skarstedt, Dan Wells, Alan y Jeanette Layton, Kaylynn ZoBell, Karen Ahlstrom, Ben y Danielle Olsen, Jordan Sanderson (más o menos) y Kathleen Dorsey. Finalmente, por supuesto, está el Inseparable Peter Ahlstrom, mi secretario y amigo, que hace todo tipo de cosas importantes para mis escritos y nunca recibe suficiente agradecimiento.

En Tor Books, mi agradecimiento a Irene Gallo, Justin Golenbock, Terry McGarry, y muchos otros a quienes no podría mencionar: todos desde Tom Doherty hasta el departamento de ventas. Gracias a todos por vuestro excelente trabajo. Una vez más, siento la necesidad de mostrar un agradecimiento especial a Paul Stevens, que hace mucho más de lo que yo podría esperar razonablemente en cuestión de ayuda y explicaciones.

Los lectores beta incluyeron a Jeff Creer y Dominique Nolan. Mi agradecimiento especial a Dom por su información referida a las armas y pistolas. Si alguna vez necesitan algo a lo que disparar adecuadamente, ya saben a quién llamar.

Fíjense en la bella portada de Chris McGrath, a quien pedí específicamente por su trabajo en la serie en rústica de Nacidos de la Bruma. Tanto Ben McSweeney como Isaac Stewart volvieron a proporcionar ilustraciones interiores para este libro, ya que su trabajo para El camino de los reyes fue simplemente asombroso. Siguen sorprendiendo. Ben también proporcionó ilustraciones igualmente asombrosas para el juego de rol de Nacidos de la Bruma recientemente publicado por Crafty Games. Comprueben en crafty-games.com, sobre todo si les interesa la historia del origen de Kelsier.

En último lugar me gustaría dar una vez más las gracias a Emily, mi maravillosa esposa, por su apoyo, sus comentarios y su amor.

Prólogo

Wax se arrastró agazapado junto a la irregular verja, rozando con sus botas el seco suelo. Alzaba su Sterrion 36 sobre la cabeza, el largo y plateado cañón manchado de barro rojo. El revólver no era bonito a la vista, aunque el tambor de seis tiros estaba engarzado con tanto cuidado en el armazón de acero que solo había fluidez en sus líneas. No había ningún brillo en el metal ni ningún material exótico en la empuñadura. Pero encajaba en su mano como si estuviera hecho para estar allí.

La verja de apenas un metro de altura era endeble, la madera gastada por el tiempo, sujeta por ajados trozos de cuerda. Olía a edad. Incluso los gusanos habían renunciado a esta madera hacía tiempo.

Wax se asomó por encima de las tablas atadas, escrutando el pueblo vacío. Líneas azules flotaban en su campo de visión, extendiéndose desde su pecho para apuntar a fuentes cercanas de metal, un resultado de su alomancia. Quemar acero producía ese efecto: le permitía ver la localización de fuentes de metal, y luego empujar contra ellas si quería. Su peso contra el peso del objeto. Si era más pesado, era empujado hacia atrás. Si el más pesado era él, era impulsado hacia delante.

Sin embargo, en este caso, no empujó. Solo observó las líneas para ver si algún elemento de metal se movía. No lo hacía ninguno. Los clavos sujetaban los edificios, los casquillos de bala gastados yacían dispersos por el polvo, las herraduras se apilaban en la silenciosa herrería... todo estaba tan inmóvil como la vieja bomba manual plantada en el suelo a su derecha.

Cauteloso, también él permaneció quieto. El acero continuaba ardiendo confortablemente en su estómago, y, por eso, como precaución, empujó suavemente hacia fuera en todas direcciones. Era un truco que había aprendido a dominar hacía unos cuantos años: no empujaba ningún objeto de metal concreto, sino que creaba una especie de burbuja defensiva a su alrededor. Todo metal que viniera corriendo en su dirección sería desviado levemente de su rumbo.

Distaba de ser perfecto: todavía podían alcanzarlo. Pero los disparos se desviarían, sin dar en el sitio donde apuntaban. Le había salvado la vida en un par de ocasiones. Ni siquiera estaba seguro de cómo lo hacía: la alomancia a menudo era para él una cosa instintiva. De algún modo incluso conseguía eximir el metal que llevaba, y no empujaba su propia pistola para arrebatarla de sus manos.

Hecho esto, continuó avanzando por la verja, todavía observando las líneas de metal para asegurarse de que nadie lo seguía. Feltrel había sido en tiempos una población próspera. Eso fue veinte años atrás. Entonces un clan de koloss se asentó cerca. Las cosas no habían ido bien.

Hoy, la ciudad muerta parecía completamente vacía, aunque Wax sabía que no era así. Había venido persiguiendo a un psicópata. Y no era el único.

Se agarró a la parte superior de la verja y saltó, los pies rechinando sobre el barro rojo. Tras agazaparse, corrió hasta el lado de la vieja fragua. Sus ropas estaban terriblemente cubiertas de polvo, pero eran de buen paño: un bonito traje, un pañuelo plateado al cuello, chispeantes gemelos en las mangas de su elegante camisa blanca. Había cultivado un aspecto físico que parecía fuera de lugar, como si planeara asistir a un baile de gala en Elendel en vez de recorrer una población muerta en los Áridos a la caza de un asesino. Completando el conjunto, llevaba un sombrero hongo en la cabeza para protegerse del sol.

Un sonido: alguien había pisado una tabla al otro lado de la calle, haciéndola crujir. Fue tan débil que casi lo pasó por alto. Wax reaccionó de inmediato, avivando el acero que ardía dentro de su estómago. Empujó un grupo de clavos en la pared que tenía al lado justo cuando la detonación de un disparo hendía el aire.

Su súbito empujón hizo que la pared se sacudiera, los viejos clavos oxidados se tensaron. Se impulsó a un lado, y rodó por el suelo. Una línea azul apareció durante un parpadeo: la bala, que golpeó el suelo donde él se encontraba un momento antes. Mientras se incorporaba, se produjo un segundo disparo. Este llegó cerca, pero se desvió un pelo mientras se aproximaba a él.

Desviada por la burbuja de acero, la bala zumbó junto a su oído. Otra pulgada a la derecha, y la habría recibido en la frente, con burbuja de acero o no. Respirando con calma, alzó su Sterrion y apuntó al balcón del viejo hotel al otro lado de la calle, de donde había surgido el disparo. El balcón tenía delante el cartel del hotel, capaz de ocultar a un pistolero.

Wax disparó, luego empujó la bala, lanzándola con más fuerza para hacerla más rápida y más penetrante. No usaba las típicas balas de plomo o con chaqueta de plomo y cobre: necesitaba algo más fuerte.

La bala de gran calibre recubierta de acero alcanzó el balcón, y su poder extra hizo que atravesara la madera e hiriera al hombre que había detrás. La línea azul que conducía al arma del hombre tembló mientras caía. Wax se levantó despacio, sacudiéndose el polvo de la ropa. En ese momento otro estampido quebró el aire.

Maldijo, empujó de nuevo por reflejo contra los clavos, aunque sus instintos le decían que sería demasiado tarde. Cuando se oía un disparo, ya era demasiado tarde para que empujar sirviera de algo.

Esta vez se lanzó al suelo. Aquella fuerza tenía que ir a alguna parte, y si los clavos no podían moverse, tenía que hacerlo él. Gruñó mientras golpeaba el suelo y alzó su revólver, el polvo pegado al sudor de su mano. Buscó frenéticamente a quien le había disparado. Habían fallado. Quizá la burbuja de acero había...

Un cuerpo salió rodando desde lo alto de la herrería y cayó al suelo, levantando una vaharada de polvo rojo. Wax parpadeó, luego se llevó la pistola al pecho y se situó de nuevo detrás de la verja, agachándose para ponerse a cubierto. No dejó de observar las líneas azules alománticas, que podrían advertirle si alguien se acercaba, pero solo si la persona que lo hacía llevaba o vestía metal.

El cuerpo que había caído junto al edificio no tenía ni una sola línea apuntándolo. Sin embargo, otro grupo de líneas temblorosas apuntaba a algo que se movía a lo largo de la parte trasera de la fragua. Wax alzó su arma y apuntó mientras una figura corría hacia él siguiendo el lado del edificio.

La mujer lucía un sobretodo blanco, enrojecido por la parte inferior. Tenía el pelo oscuro recogido en una cola, y llevaba pantalones y un cinturón ancho, con gruesas botas en los pies. Tenía el rostro cuadrado. Un rostro fuerte, con labios que a menudo se alzaban levemente por la parte derecha en una media sonrisa.

Wax dejó escapar un suspiro de alivio y bajó el arma.

—Lessie.

—¿Has vuelto a tirarte al suelo? —preguntó ella mientras llegaba a la cobertura de la verja junto a él—. Llevas más polvo en la cara que Miles tiene muecas. Tal vez es hora de que te retires, viejo.

—Lessie, soy tres meses mayor que tú.

—Son tres meses muy largos. —Ella se asomó a la verja—. ¿Has visto a alguien más?

—Abatí a un hombre en el balcón —dijo Wax—. No pude ver si era Sangriento Tan o no.

—No lo era —respondió ella—. No habría intentado dispararte desde tan lejos.

Wax asintió. A Tan le gustaban las cosas personales. De cerca. El psicópata lamentaba cuando tenía que usar un arma, y rara vez le disparaba a alguien sin poder ver el miedo en sus ojos.

Lessie escrutó el silencioso pueblo, luego lo miró, dispuesta a moverse. Bajó la mirada un momento, centrándose en el bolsillo de su camisa.

Wax siguió su mirada. Del bolsillo sobresalía una carta, entregada antes ese mismo día. Era de la gran ciudad de Elendel, e iba dirigida a lord Waxillium Ladrian. Un nombre que Wax no empleaba desde hacía años. Un nombre que ahora le parecía extraño.

Guardó la carta en las profundidades del bolsillo. A Lessie le pareció que el gesto implicaba algo más. La ciudad no albergaba nada para él ahora, y la Casa Ladrian podía vivir sin él. Tendría que haber quemado esa carta.

Wax asintió, señalando al hombre caído junto a la pared para distraerla de la carta.

—¿Cosa tuya?

—Tenía un arco —dijo ella—. Puntas de piedra. Casi te alcanzó desde arriba.

—Gracias.

Ella se encogió de hombros, los ojos brillando de satisfacción. Esos ojos tenían ahora arrugas en las comisuras, curtidas por la fuerte luz de los Áridos. Hubo una época en que Wax y ella llevaban la cuenta de quién salvaba más a menudo a quién. Los dos habían perdido la cuenta hacía años.

—Cúbreme —dijo Wax en voz baja.

—¿Con qué? —preguntó ella—. ¿Con pintura? ¿Besos? Ya estás cubierto de polvo.

Wax alzó una ceja.

—Lo siento —dijo ella, haciendo una mueca—. He jugado demasiado a las cartas con Wayne últimamente.

Él bufó y corrió agazapado hasta el cadáver y le dio la vuelta. El hombre era un tipo de rostro cruel con barba de varios días en las mejillas: la herida de bala sangraba en su costado derecho. «Creo que lo reconozco», pensó Wax para sí mientras registraba los bolsillos del hombro y encontraba un vial de cristal rojo como la sangre.

Corrió de regreso a la verja.

—¿Bien? —preguntó Lessie.

—Del grupo de Donal —dijo Wax, mostrando el vial.

—Hijos de puta —dijo Lessie—. No podían dejarnos hacerlo a nosotros, ¿eh?

—Le pegaste un tiro a su hijo, Lessie.

—Y tú mataste a su hermano.

—Lo mío fue en defensa propia.

—Lo mío también —replicó ella—. Ese chico era un coñazo. Además, sobrevivió.

—Perdió un dedo del pie.

—No hacen falta diez. Tengo una prima con cuatro. Le va bien. —Alzó el revólver, escrutando el pueblo vacío—. Naturalmente, se la ve un poco ridícula. Cúbreme.

—¿Con qué?

Ella hizo una mueca y dejó atrás la cobertura y corrió hacia la fragua.

«Armonía —pensó Wax con una sonrisa—. Quiero a esa mujer.»

Se mantuvo alerta por si detectaba a más pistoleros, pero Lessie llegó al edificio sin que se dispararan nuevos tiros. Wax le asintió y luego cruzó corriendo la calle hacia el hotel. Entró con cautela, vigilando las esquinas. La taberna estaba vacía, así que se puso a cubierto tras la puerta e hizo señas a Lessie. Ella corrió hasta el siguiente edificio de su lado de la calle y comprobó.

La banda de Donal. Sí, Wax había matado a su hermano: el tipo estaba robando un tren en ese momento. Sin embargo, por lo que sabía, a Donal ni siquiera le importaba su hermano. No, lo único que le molestaba era perder dinero, y probablemente por eso estaba aquí. Había puesto precio a la cabeza de Sangriento Tan por robar un cargamento de bendaleo. Donal probablemente no esperaba que Wax viniera a cazar a Tan el mismo día que él, pero sus hombres tenían órdenes de matarlo a él o a Lessie nada más verlos.

Wax casi sintió la tentación de dejar aquel pueblo muerto y que Donal y Tan se las arreglaran solos. Sin embargo, la idea le provocó una mueca de repulsa. Había prometido entregar a Tan. Eso era todo.

Lessie saludó desde dentro de su edificio, luego señaló hacia atrás. Iba a salir en esa dirección y arrastrarse tras los siguientes edificios. Wax asintió, luego hizo un gesto cortante. Intentaría conectar con Wayne y Barl, que habían ido a comprobar el otro lado del pueblo.

Lessie desapareció, y Wax se abrió paso a través del viejo hotel para llegar a una puerta lateral. Dejó atrás viejos y sucios nidos hechos por ratas y hombres. El pueblo recogía bribones como un perro recogía pulgas. Incluso pasó ante un lugar donde parecía que algún vagabundo había hecho una pequeña hoguera sobre una placa de metal con un círculo de piedras. Era asombroso que el idiota no hubiera quemado todo el edificio hasta los cimientos.

Wax abrió con cuidado la puerta lateral y salió a un callejón entre el hotel y el almacén contiguo. Los disparos de antes habían hecho ruido, y alguien podría venir a mirar. Era mejor no dejarse ver.

Wax rodeó la parte trasera del almacén, pisando con mucho cuidado el suelo de barro rojo. La ladera en esta parte estaba repleta de hierbajos a excepción de la entrada a una vieja y fría bodega. Wax la rodeó, luego se detuvo, mirando el pozo enmarcado en madera.

Tal vez...

Se arrodilló junto a la abertura y se asomó. Había habido una escalera antes, pero se había podrido: los restos eran visibles abajo, entre un montón de viejas astillas. El aire olía rancio y húmedo... con un leve atisbo de humo. Alguien había encendido una antorcha allá abajo.

Wax dejó caer una bala en el agujero, y luego saltó al interior, el arma en la mano. Mientras caía, llenó su mente de metal de hierro, reduciendo su peso. Era un nacidoble, feruquimista además de alomántico. Su poder alomántico era empujar acero, y su poder feruquimista, llamado ajuste, era la habilidad de hacerse más pesado o más liviano. Era una poderosa combinación de talentos.

Empujó contra la bala que tenía debajo, reduciendo su caída, de modo que aterrizó con suavidad. Devolvió su peso a lo normal, o lo que era normal para él. A menudo empleaba tres cuartas partes de su peso sin ajustar, haciéndose más ligero, más rápido para reaccionar.

Avanzó despacio en la oscuridad. Había sido un camino largo y difícil hasta encontrar dónde se ocultaba Sangriento Tan. Al final, el hecho de que Feltrel se hubiera vaciado de otros bandidos, vagabundos y desgraciados había sido una pista importante. Wax pisaba el suelo con suavidad, internándose en la bodega. El olor de humo era fuerte allí dentro, y aunque la luz menguaba, distinguió una hoguera junto a la pared este. Eso y una escalera que podía colocarse junto a la entrada.

Se detuvo. Aquello indicaba que quien había convertido en escondite esa bodega (podía ser Tan o podía ser otra persona) estaba todavía allí abajo. A menos que hubiera otra salida. Wax avanzó un poco más, entornando los ojos en la oscuridad.

Había luz delante.

Amartilló su arma con cuidado, luego sacó un pequeño frasco de su gabán de bruma y le quitó el tapón con los dientes. Apuró de un trago el whisky con acero, restaurando sus reservas. Avivó su acero. Sí... había metal delante, al fondo del túnel. ¿Qué longitud tenía esa bodega? Había supuesto que sería pequeña, pero las vigas de madera que servían como refuerzo indicaban algo más profundo, más largo. Más bien como la galería de una mina.

Avanzó, concentrado en aquellas líneas de metal. Alguien tendría que apuntarlo con una pistola si lo viera, y el metal temblaría, dándole una oportunidad de empujar el arma y arrancársela de las manos. No se movió nada. Se deslizó hacia delante, oliendo el suelo mustio y húmedo, los hongos, las patatas arrumbadas. Se acercó a una luz trémula, pero no pudo oír nada. Las líneas de metal no se movieron.

Finalmente, se acercó lo suficiente para ver una lámpara colgando de un gancho en una viga de madera cerca de la pared. Otra cosa más colgaba en el centro del túnel. ¿Un cuerpo? ¿Ahorcado? Wax maldijo en voz baja y echó a correr, consciente de que era una trampa. Era un cadáver, sí, pero eso lo dejó aturdido. A primera vista, parecía tener años de antigüedad. Los ojos habían desaparecido del cráneo, la piel se había consumido contra el hueso. No apestaba y no estaba hinchado.

Le pareció reconocerlo. Geormin, el cochero que llevaba el correo a Erosión desde las aldeas más lejanas de la zona. Este era su uniforme, al menos, y parecía su pelo. Había sido una de las primeras víctimas de Tan, la desaparición que había lanzado a Wax a la caza. Eso había sucedido hacía solo dos meses.

«Lo han momificado —pensó Wax—. Lo han preparado y secado como si fuera cuero.» Se sintió asqueado: había tomado alguna copa con Geormin, y aunque el hombre hacía trampas a las cartas, era un tipo amigable.

Tampoco colgaba de una forma normal. Habían usado alambres para alzarle los brazos, que se extendían hacia los lados, la cabeza gacha, la boca abierta. Wax se apartó de la horrible visión, el ojo temblando.

«Cuidado —se dijo—. No dejes que te irrite. Mantén la concentración.» Tendría que volver para bajar de aquí a Geormin. Ahora mismo, no podía permitirse hacer ruido. Al menos sabía que estaba en buen camino. Este era sin duda el cubil de Sangriento Tan.

Había otra zona de luz a lo lejos. ¿Qué longitud tenía el túnel? Se acercó a la luz, y allí encontró otro cadáver, este colgado de lado en la pared. Annarel, una geóloga ambulante que había desaparecido poco después de Geormin. Pobre mujer. La habían secado de la misma forma, el cuerpo clavado a la pared en una pose muy específica, como si estuviera de rodillas inspeccionando una pila de rocas.

Otro charco de luz le impulsó a continuar. Estaba claro que esto no era una bodega, sino algún tipo de túnel de contrabandistas que quedaba de los tiempos en que Feltrel era una población floreciente. Tan no lo había construido, no con estas ajadas vigas de madera.

Wax encontró otros seis cadáveres, cada uno iluminado por su propia linterna brillante, cada uno colocado en una pose distinta. Uno sentado en una silla, otro desplegado como si volara, unos cuantos pegados a la pared. Los últimos eran más frescos, el último recién asesinado. Wax no reconoció a aquel hombre delgado que colgaba con la mano en la cabeza como saludo.

«Herrumbre y Ruina —pensó Wax—. Esto no es el cubil de Sangriento Tan..., es su galería.»

Asqueado, Wax avanzó hacia el siguiente charco de luz. Este era diferente. Más brillante. Mientras se acercaba, advirtió que estaba viendo la luz del sol que entraba por un agujero cuadrado en el techo. El túnel llevaba hasta allí, probablemente se trataba de una antigua trampilla que se había podrido o se había desplomado. El suelo se empinaba gradualmente hacia el agujero.

Wax gateó por la pendiente y asomó con cautela la cabeza. Se encontró con un edificio, aunque el tejado había desaparecido. Las paredes de ladrillo estaban en su mayoría intactas y había cuatro altares en la parte frontal, justo a la izquierda de Wax. Una antigua capilla del Superviviente. Parecía vacía.

Wax salió del agujero, el Sterrion a un lado de la cabeza, la chaqueta manchada de tierra. El aire limpio y seco le sentó bien.

—Cada vida es una representación —dijo una voz, resonando en la iglesia abandonada.

Wax inmediatamente esquivó a un lado, rodando hasta un altar.

—Pero nosotros no somos los actores —continuó diciendo la voz—. Somos las marionetas.

—Tan —dijo Wax—. Sal.

—He visto a Dios, vigilante de la ley —susurró Tan.

¿Dónde estaba?

—He visto a la misma Muerte, con los clavos en los ojos. He visto al Superviviente, que es la vida.

Wax escrutó la pequeña capilla. Estaba sembrada de bancos rotos y estatuas caídas. Rodeó el lado del altar, juzgando que el sonido procedía del fondo de la sala.

—Otros hombres dudan —dijo la voz de Tan—, pero yo lo sé. Sé que soy una marioneta. Todos lo somos. ¿Te gustó mi espectáculo? He trabajado mucho para construirlo.

Wax continuó por la pared derecha del edificio, dejando con las botas un rastro en el polvo. Respiraba de manera entrecortada, una línea de sudor corría por su sien derecha. Su ojo temblaba. Veía mentalmente los cadáveres en las paredes.

—Muchos hombres nunca tienen una oportunidad de crear verdadero arte —dijo Tan—. Y las mejores representaciones son aquellas que jamás pueden ser reproducidas. Meses, años, de preparación. Todo en su sitio. Pero al final del día, la putrefacción comienza. No pude momificarlos de verdad: no tuve tiempo ni recursos. Solo pude preservarlos lo suficiente para preparar este único espectáculo. Mañana se habrá estropeado. Tú fuiste el único que lo ha visto. Solo tú. Entiendo... que todos somos marionetas... ¿Sabes?

La voz procedía del fondo de la sala, cerca de unos escombros que bloqueaban la visión de Wax.

—Alguien más nos mueve —dijo Tan.

Wax rodeó el montículo de escombros, alzando su Sterrion.

Tan estaba allí de pie, sujetando a Lessie ante él, amordazada, los ojos muy abiertos. Wax se quedó inmóvil, la pistola alzada. Lessie sangraba por una pierna y un brazo. Le habían disparado, y su rostro palidecía. Había perdido sangre. Así había podido someterla Tan.

Wax no se movió. No sintió ansiedad. No podía permitírselo: podría hacerle temblar, y temblar podría hacer que fallara el tiro. Podía ver el rostro de Tan detrás de Lessie; el hombre sujetaba un garrote alrededor de su cuello.

Tan era un hombre delgado, de dedos finos. Era enterrador. Pelo negro, algo escaso, repeinado hacia atrás. Un bonito traje que ahora brillaba con sangre.

—Alguien nos mueve, vigilante —dijo Tan en voz baja.

Lessie miró a Wax a los ojos. Los dos sabían qué hacer en esta situación. La última vez, lo habían capturado a él. En opinión de Lessie, eso no era una desventaja. Habría explicado que, si Tan no hubiera sabido que los dos eran pareja, la habría matado inmediatamente. En cambio, la había secuestrado. Eso les daba una oportunidad.

Wax apuntó a lo largo del cañón de su Sterrion. Apretó el gatillo hasta que equilibró el peso del percutor hasta el punto de inicio del disparo, y Lessie parpadeó. Uno. Dos. Tres.

Wax disparó.

En el mismo instante, Tan empujó a Lessie a la derecha.

El disparo rompió el aire, resonando contra los ladrillos de barro. La cabeza de Lessie se sacudió hacia atrás cuando la bala de Wax la alcanzó sobre el ojo derecho. La sangre roció la pared de ladrillo que tenía detrás. Se desmoronó.

Wax se quedó inmóvil, petrificado, horrorizado. «No... esta no es la forma... no puede...»

—Las mejores representaciones —dijo Tan, sonriendo y mirando la figura de Lessie— son aquellas que solo pueden representarse una vez.

Wax le disparó a la cabeza.

1

Cinco meses más tarde, Wax caminaba por las salas decoradas de una fiesta grande y animada, dejando atrás hombres con fracs oscuros y mujeres con coloridos vestidos de estrechas cinturas y montones de pliegues en sus largas faldas plisadas. Lo llamaban «lord Waxillium» o «lord Ladrian» cuando le hablaban.

Los saludó a todos, pero evitó verse atraído a ninguna conversación. Deliberadamente se abrió paso hasta una de las salas del fondo, donde las deslumbrantes luces eléctricas (la comidilla de la ciudad) producían un firme brillo, demasiado regular, para espantar la penumbra de la noche. Ante las ventanas, pudo ver la bruma arañando los cristales.

Desafiando el decoro, Wax se dirigió a las enormes dobles puertas de cristal de la sala y salió al gran balcón de la mansión. Allí, finalmente, pudo respirar a sus anchas.

Cerró los ojos, tomó aire y lo expulsó, sintiendo la leve humedad de las brumas en la piel de su rostro. «Los edificios son tan... asfixiantes aquí en la ciudad —pensó—. ¿Lo había olvidado sin más, o no me daba cuenta cuando era más joven?»

Abrió los ojos y apoyó las manos en la barandilla del balcón para contemplar Elendel. Era la ciudad más grande del mundo, una metrópolis diseñada por el mismísimo Armonía. El lugar de la juventud de Wax. Un lugar que no había sido su hogar desde hacía veinte años.

Aunque habían pasado cinco meses desde la muerte de Lessie, todavía podía oír el disparo, ver la sangre manchando los ladrillos. Había dejado los Áridos, regresado a la ciudad, respondiendo a la desesperada llamada para cumplir con su deber para con su casa tras el fallecimiento de su tío.

Cinco meses y un mundo de distancia, y todavía podía oír aquel disparo. Nítido, limpio, como un trueno en el cielo.

Tras él, pudo oír la música de las risas que procedían del calor de la sala. La Mansión Cett era un lugar grandioso, lleno de maderas caras, suaves alfombras y chispeantes lámparas. Nadie se unió a él en el balcón.

Desde este lugar, podía ver perfectamente las luces del Paseo Demoux. Una doble fila de brillantes farolas eléctricas con una firme y ardiente blancura. Brillaban como burbujas a lo largo del amplio bulevar, que estaba flanqueado por un canal aún más amplio donde las luces se reflejaban en sus aguas mansas y silenciosas. Un tren nocturno saludó mientras se dirigía hacia el lejano centro de la ciudad, manchando las brumas con humo más oscuro.

Tras el Paseo Demoux, Wax podía ver bien el Edificio Columna de Hierro y la Torre Tekiel, uno a cada lado del canal. Ambos estaban sin terminar, pero sus entramados de acero ya se elevaban hacia las alturas. Sus dimensiones eran asombrosas.

Los arquitectos continuaban enviando informes de progresos sobre la altura que pretendían alcanzar, cada uno intentando superar al otro. Los rumores que Wax había oído en la fiesta, creíbles, decían que ambos se detendrían cuando superaran los cincuenta pisos de altura. Nadie sabía cuál acabaría siendo más alto, aunque eran comunes las apuestas.

Wax aspiró las brumas. Allá en los Áridos, la Mansión Cett, que tenía tres pisos de altura, habría sido el edificio más alto existente. Aquí se veía empequeñecida. El mundo había seguido su marcha y había cambiado durante los años que había estado fuera de la ciudad. Había crecido, inventando luces que no necesitaban ningún fuego y edificios que amenazaban con alzarse por encima de las mismísimas brumas. Al contemplar aquella amplia calle en la linde del Quinto Octante, Wax se sintió de pronto muy muy viejo.

—¿Lord Waxillium? —preguntó una voz desde atrás.

Se dio la vuelta y encontró a una mujer mayor, lady Aving Cett, que estaba asomada a la puerta. Su pelo gris estaba recogido en un moño y llevaba rubíes en el cuello.

—Por Armonía, buen hombre. ¡Vas a enfriarte ahí fuera! Ven, hay unas personas que quiero que conozcas.

—Voy en un momento, mi señora —respondió Wax—. Estoy tomando un poco el aire.

Lady Cett frunció el ceño, pero se marchó. No sabía qué pensar de él: ninguno de ellos lo sabía. Algunos lo veían como un vástago misterioso de la familia Ladrian, asociado con extrañas historias de los reinos de más allá de las montañas. Los demás asumían que era un inculto bufón rural. Él suponía que probablemente era ambas cosas.

Había estado exhibiéndose toda la noche. Se suponía que debía buscar una esposa, y todo el mundo lo sabía. La Casa Ladrian era insolvente después de la imprudente dirección de su tío, y el camino más sencillo para encontrar dinero era el matrimonio. Por desgracia, su tío también había conseguido ofender a tres cuartas partes de la clase alta de la ciudad.

Wax se inclinó hacia delante en el balcón, los revólveres Sterrion bajo sus brazos se le clavaron en los costados. Con sus largos cañones, no estaban hechos para llevarlos bajo el sobaco. Le habían estado molestando toda la noche.

Sin darse tiempo para pensárselo mejor, saltó por el balcón y empezó a caer hacia el suelo. Quemó acero, luego lanzó una bala usada tras él y la empujó: su peso la envió a la tierra más rápido de lo que él caía. Como siempre, gracias a su feruquimia, era más liviano de lo que tendría que haber sido. Ya apenas sabía cómo era ir por la vida con su peso pleno.

Cuando el casquillo golpeó el suelo, lo empujó y se lanzó en horizontal hacia la muralla del jardín. Apoyando una mano en la piedra, dio una voltereta para salir del jardín, luego redujo su peso a una fracción de lo normal mientras caía al otro lado. Aterrizó con suavidad.

«Ah, bien —pensó, agazapándose y mirando entre las brumas—. El patio de los cocheros.»

Los vehículos que todo el mundo había utilizado para llegar hasta aquí estaban aparcados en ordenadas filas, y los cocheros charlaban en unas cuantas cómodas habitaciones que vertían luz anaranjada a las brumas. Aquí no había luces eléctricas: solo buenos hogares que desprendían calor.

Caminó entre los carruajes hasta que encontró el suyo, y luego abrió el arcón atado atrás.

Se quitó la elegante chaqueta de caballero y se puso su gabán de bruma, un largo atuendo envolvente como un sobretodo con un grueso cuello y mangas vueltas. Metió una escopeta en su bolsillo interior, y luego se ciñó el cinturón y enfundó las Sterrions en las pistoleras de sus caderas.

«Ah, mucho mejor», pensó. Tenía que dejar de llevar encima las Sterrions y conseguirse unas armas más prácticas que pudiera ocultar. Por desgracia, nunca había encontrado algo tan bueno como la obra de Ranette. ¿No se había mudado ella a la ciudad? Tal vez podría buscarla y convencerla para que le fabricara algo. Suponiendo que no le pegara un tiro nada más verlo.

Unos momentos después corría por la ciudad, el gabán de bruma liviano sobre su espalda. Lo dejó abierto por delante, revelando su camisa negra y sus pantalones de caballero. El gabán, que le llegaba hasta los tobillos, había sido cortado en tiras desde la cintura para abajo, y las partes colgantes ondeaban tras él con un suave rumor.

Lanzó un casquillo de bala y se abalanzó al aire, para aterrizar en lo alto del edificio del otro lado de la calle, frente a la mansión. Se volvió a mirarla, las ventanas encendidas en la oscuridad de la noche. ¿Qué clase de rumores iba a iniciar, desapareciendo así del balcón?

Bueno, ya sabían que era un nacidoble: eso era de dominio público. Su desaparición no iba a hacer mucho para ayudar a su familia a reparar su reputación. Por el momento, no le importaba. Había pasado casi todas las noches desde su regreso a la ciudad en un acto social u otro, y no habían tenido una noche brumosa desde hacía semanas.

Necesitaba las brumas. Eran su esencia.

Wax cruzó corriendo el tejado y saltó, dirigiéndose hacia el Paseo Demoux. Justo antes de alcanzar el suelo, lanzó un casquillo vacío y lo empujó, refrenando su descenso. Aterrizó en medio de unos arbustos decorativos que se engancharon en los sueltos de su gabán e hicieron un sonido de roce.

«Maldición.» Nadie plantaba arbustos decorativos en los Áridos. Se liberó, dando un respingo ante el ruido. ¿Unas pocas semanas en la ciudad y se estaba oxidando ya?

Sacudió la cabeza y se impulsó de nuevo al aire, moviéndose por el amplio bulevar y el canal paralelo. Orientó su vuelo para remontarlo y aterrizó en una de las nuevas farolas eléctricas. Había una cosa buena en una ciudad moderna como esa: tenía un montón de metal.

Sonrió, avivó su acero y se impulsó desde lo alto de la farola, lanzándose en un amplio arco por los aires. La bruma pasaba veloz ante él, girando mientras el viento le azotaba el rostro. Era emocionante. Un hombre nunca se sentía verdaderamente libre hasta que se libraba de las cadenas de la gravedad y surcaba el cielo.

Mientras remontaba su arco, empujó de nuevo contra otra farola, lanzándose hacia delante. La larga fila de postes de metal era como su propia vía férrea personal. Avanzó rebotando, atrayendo con sus proezas la atención de los que pasaban en carruaje, tanto tirados por caballos como sin caballos.

Sonrió. Los lanzamonedas como él eran relativamente raros, pero Elendel era una ciudad importante con una población enorme. No sería el primer hombre que esta gente veía surcar los aires gracias al metal de la ciudad. Los lanzamonedas a menudo actuaban como mensajeros de alta velocidad en Elendel.

El tamaño de la ciudad lo sorprendía todavía. Aquí vivían millones de personas, quizás hasta cinco. Nadie tenía una forma segura de contar cuánta gente había en todos sus distritos: se llamaban octantes, y como cabía esperar, eran ocho.

Millones. No podía imaginarlo, aunque había crecido aquí. Antes de dejar Erosión, había empezado a pensar que se estaba haciendo demasiado grande, pero no podía haber diez mil habitantes en esa ciudad.

Aterrizó en una farola situada directamente delante del Edificio Columna de Hierro. Torció el cuello, mirando a través de las brumas la inmensa estructura de la torre. La cima sin terminar se perdía en la oscuridad. ¿Podría escalar algo tan alto? No podía tirar de los metales, solo empujar: no era ningún nacido de la bruma mitológico de las viejas historias, como el Superviviente o el Guerrero Ascendente. Un poder alomántico, un poder feruquimista, era todo lo que un hombre podía tener. De hecho, tener uno solo era un gran privilegio: ser un nacidoble como era Wax era verdaderamente excepcional.

Wayne decía haber memorizado los nombres de todas las posibles combinaciones de nacidobles. Naturalmente, Wayne también decía haber robado una vez un caballo que eructaba perfectas notas musicales, así que había que coger lo que decía con pinzas de cobre. Wax no prestaba atención a todos los nombres y definiciones: él era un chocador, la mezcla de lanzamonedas y ajustador. Rara vez se molestaba en pensar en sí mismo en esos términos.

Empezó a llenar sus mentes de metal (los brazaletes de hierro que llevaba en los brazos), librándose de más peso, haciéndose aún más liviano. Ese peso podía almacenarse para un uso futuro. Entonces, ignorando la parte más cautelosa de su mente, avivó su acero y empujó.

Se lanzó hacia arriba. El viento se convirtió en un rugido, y la farola era un buen anclaje (montones de metal, firmemente sujeto al suelo) capaz de impulsarlo muy alto. Se había desviado levemente, y las plantas del edificio se convirtieron en un borrón ante él. Se posó unos veinte pisos más arriba, justo cuando su empujón a la farola alcanzaba su límite.

Esta sección del edificio había sido terminada ya, el exterior hecho de un material moldeable que imitaba la piedra labrada. Cerámica, había oído decir que se llamaba. Era una práctica común para los edificios altos, donde los niveles inferiores eran de piedra, pero los superiores usaban algo más ligero.

Se aferró a un saliente. No era tan liviano como para que el viento pudiera hacerlo caer, no con sus mentes de metal en los brazos y las armas que llevaba. Su cuerpo más ligero le facilitó sujetarse.

Las brumas se revolvían bajo él. Parecían casi juguetonas. Miró hacia abajo, decidiendo su siguiente paso. Su acero revelaba líneas de azul, indicando fuentes cercanas de metal, muchas de las cuales eran el armazón de la estructura. Empujar cualquiera de ellas lo enviaría lejos del edificio.

«Allí», pensó, advirtiendo un saliente a unos dos metros más arriba. Escaló por el lado del edificio, los dedos enguantados seguros en la compleja superficie ornamental. Un lanzamonedas aprendía pronto a no temer a las alturas. Se encaramó en el saliente, luego lanzó un casquillo, deteniéndolo con el pie.

Miró hacia arriba, juzgando su trayectoria. Extrajo un frasco de su cinturón, lo destapó y apuró el líquido y las virutas de acero que tenía dentro. Siseó entre dientes mientras el whisky le quemaba la garganta. Buen material, de la destilería de Stagin. «Maldición, voy

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