1.ª edición: enero, 2016
© 2016 by Jimena Cook
© Ediciones B, S. A., 2016
Consell de Cent, 425-427 - 08009 Barcelona (España)
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ISBN DIGITAL: 978-84-9069-246-2
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Contenido
Portadilla
Créditos
Prólogo
Capítulo I
Capítulo II
Capítulo III
Capítulo IV
Capítulo V
Capítulo VI
Capítulo VII
Capítulo VIII
Capítulo IX
Capítulo X
Capítulo XI
Capítulo XII
Capítulo XIII
Capítulo XIV
Agradecimientos
PRÓLOGO
Notaba su respiración muy próxima a mí, cada vez era menos la distancia entre ambos. Los pantalones y mi capa de peregrino, ahora mojados por la humedad del suelo después de la lluvia, pesaban mucho y me dificultaban cada uno de mis movimientos. Miraba por encima del hombro y veía a aquel hombre, fuerte, alto, persiguiéndome ágil y velozmente. Él gritaba, pero no lograba entender lo que decía.
Mi corazón latía acelerado. Los largos mechones rizados me tapaban los ojos y hacía verdaderos esfuerzos para que aquello no volviese a suceder, sujetaba muy fuerte la capucha de mi capa para que mi larga melena, recogida ahora en una coleta, no desvelase mi imagen de mujer.
Estaba tras de mí, me agarró fuerte del brazo, lo que obligó a detenerme, pero no me daba por vencida, iba a seguir luchando hasta el final. Me asió los antebrazos y le propiné una patada en la espinilla, intuí que aquello le enfureció; acto seguido, con su mano recia y ancha, sujetó mis dos muñecas, y con el otro brazo rodeó con fuerza mi cintura, me atrajo hacia él, retrocedí, y aquel movimiento me llevó a pisar la capa y caer al suelo arrastrando a aquel hombre conmigo.
Me fijé en su rostro moreno y bello, era un hombre muy atractivo, y aquello me hacía sentir débil frente a él. Sus grandes ojos verdes me miraban fijamente, proyectaban odio o, al menos, eso era lo que yo creí ver en ellos. Su cuerpo corpulento me aprisionaba, me hacía daño y apenas me permitía respirar, estaba atrapada, sabía que ya no había escapatoria. Mi orgullo estaba herido.
Logró inmovilizarme, y cuando ya se vio el ganador de aquella pelea, levantó su rostro, todavía acalorado de la lucha y la persecución, fijó sus bonitos ojos en mí. Por un instante deseé que me besara, sus labios estaban tan próximos a los míos que prácticamente me acariciaban. No lo hizo, él pensaba que era un muchacho que ahora le pertenecía.
—¡No lo vuelvas a hacer! —gritó—. ¡La próxima vez no seré yo el que te persiga!
Se incorporó de un salto, desde mi posición, me sentía insignificante, diminuta ante un hombre con esa envergadura, fuertes brazos, ancha espalda, musculadas piernas y una gran estatura. Cogió mi mano y me levantó del suelo, sujetó con firmeza ésta, me hacía daño, pero mi altivez me impedía protestar ante aquel hombre, no estaba dispuesta a que viese un ápice de debilidad en mí.
CAPITULO I
La huida
Aquella mañana me desperté muy temprano, era mi décimo noveno cumpleaños e intuía que no sería el mejor día de mi vida. Mi padre me había adelantado la tarde anterior sus intenciones de anunciar, durante el baile que tendría lugar esa noche, mi compromiso con el Almirante portugués Acurcio, gran amigo de este, compañero inseparable de batallas y poseedor de riquezas y prestigio frente a la corona de Castilla en Portugal. La noticia provocó que me revelase contra él.
—¡No pienso casarme! —le dije enojada.
—¡Sí, María!, ¡te vas a casar con el hombre que yo te ordene! —Me miró furioso.
—¡Mamá nunca lo hubiese permitido! —le respondí mientras se me saltaban las lágrimas.
—Tu madre siempre obedeció a su padre, al igual que tú tienes que hacerlo. —Hubo una pausa—. Mañana anunciaré tu compromiso en el baile. Se lo he prometido. Le debo un favor. Además, eso beneficia a tu familia, nos fortalece. —Dicho esto se marchó.
No podía dar crédito a todo lo que me estaba sucediendo, mi vida se desmoronaba de la noche a la mañana. Ese hombre, con el que mi padre quería casarme, era su fiel reflejo: mujeriego, agresivo, dominante y de la misma edad que él, no podía soportar la idea de tener que pasar una noche con aquel ser despreciable.
Mi padre nunca había sido un buen esposo, yo había escuchado muchas noches llorar a mi madre en silencio por culpa de él, le había visto agredirla física y verbalmente. Al morir esta, mi hermano Juan y yo sentimos un gran vacío en nuestras vidas, mi padre nunca se había interesado por nosotros, es más, éramos un obstáculo para él, ya que cada vez que pasaba la noche en cama ajena tenía que mirarnos a la cara al día siguiente y justificar su ausencia. Juan y yo nos refugiamos en el cariño de nuestra tata Ana, ella siempre había estado a nuestro lado y, en esos momentos tan tristes, nos dio todo su amor.
Todavía no había podido contárselo a Ana ni a mi hermano, apenas había dormido aquella noche. Me miré en el espejo y me asusté al ver reflejado en este un rostro demacrado, con la presencia marcada de las señales del cansancio. Las lágrimas empezaron a recorrer mis mejillas, «este no puede ser mi destino», pensé. Me dirigí hacia el balcón y salí a tomar aire, me ahogaba, respiré hondo y fijé mi mirada en los grandes cañones que protegían el río Lobos, a pesar de la lejanía, se distinguía su fortaleza y la majestuosidad de aquella naturaleza soriana. Numerosos peregrinos recorrían estas tierras para llegar a los cañones y, así, poder avanzar hacia Compostela, Fisterra, para posteriormente, muchos de ellos, embarcar a las cruzadas dirección Jerusalén.
Levanté mi vista al cielo y allí estaba ella, el águila imperial que surcaba los valles, laderas, montes de mi tierra, «así quiero ser yo, libre como tú, dueña de mi propia vida», pensé. En aquel pequeño instante tomé una determinación, me escaparía, no estaba dispuesta a que forzasen mi propio destino, mi madre siempre me repitió que nunca debía dejar que un hombre tomase las decisiones por mí, y así lo haría. Recordé aquella noche antes de que ella muriese, estaba muy pálida, tumbada en la cama, apenas se pudo incorporar al verme, llevaba algo en la mano, lo encerraba en ese momento en su puño ante mi mirada curiosa.
—¡María! —dijo con voz débil—, prométeme que siempre protegerás tu honor, tus raíces.
—¿Por qué me dices eso, mamá? —la voz se me entrecortaba y las lágrimas empezaron a recorrer mi rostro.
—¡Prométemelo! —insistió.
—Te lo prometo —respondí.
Sonrió. Su mirada estaba perdida, sabía que quería decirme algo que para ella era de suma importancia.
—¡Ven! ¡Acércate! —Me señaló con su mano un hueco en su cama muy próximo a ella.
—¿Qué te pasa, mamá? Estás muy rara —le pregunté.
—Tú sabes que yo vivía en León, en la casa donde reside la tía Isabel. —Asentí. Muchos veranos habíamos ido mi hermano y yo con mi madre a ver a mi tía y pasar los tres meses estivales con ella—. ¿Te acuerdas cuando viste hace mucho tiempo al abuelo con una capa blanca y un estandarte que llevaban impresos una insignia?
—Sí, lo recuerdo, primero se lo vi al abuelo y luego a otros muchos caballeros que se reunían allí, hasta tú tenías una capa igual. Yo quería tener una, recuerdo cómo me gustaba. —Ambas nos reímos.
—Pues esa capa representa los orígenes de tu familia. Esa insignia es una cruz, simula una espada con forma de flor de lis en la empuñadura y en los brazos. La flor representa el honor, la espada el carácter caballeresco del apóstol Santiago, ya que fue decapitado con una daga.
—¿Qué estás queriendo decirme, mamá? No entiendo nada. —No comprendía el porqué de aquellas explicaciones.
—Tus antepasados estuvieron en el lugar y momento exacto en que se descubrió la tumba del apóstol Santiago. Tu abuelo me contó que su padre le relató una y mil veces el momento en que nuestro familiar, junto con otras personas, vio una enorme estrella posada en el bosque Libredón, que brillaba tanto que hacía daño a la vista. Tuvieron mucho miedo. Se dirigieron hacia aquel lugar, tenían curiosidad por ver qué producía ese resplandor y, cuando llegaron a aquel sitio, observaron a un ermitaño llamado Pelayo postrado ante una tumba, lloraba y daba gracias a Dios. Ellos notaron cómo una fuerza extraña les forzaba a doblar sus rodillas ante aquellos restos. Tu antepasado cogió algo en ese momento, estaba en la mano del apóstol, envuelto en un pequeño paño de terciopelo rojo, era una espina que estaba oscurecida en su punta. Según me dijo mi padre se trataba de una de las espinas de la corona que pusieron a Jesucristo durante su pasión y, aquella mancha, era su sangre.
—¡No entiendo nada, mamá!
—Espera que te siga contando... Después de estos hechos y el descubrimiento de los restos de un discípulo de Jesús, transcurrió el tiempo y un grupo de hombres, entre ellos antepasados tuyos, formaron la orden de Santiago, cuyo objetivo fue proteger a los peregrinos que transitaban el camino dirección a Compostela y, así, defender el cristianismo frente a los musulmanes. Pues bien, tu abuelo formaba parte de esta orden, y como no tuvo hijos varones, eligió entre sus dos hijas a una para que fuese la guardiana de la espina sagrada, tesoro que fue pasando de generación tras generación. Esta espina tiene un poder incalculable para muchas personas, son varios los que intuyen que es nuestra familia la que la posee, pero nadie debe saberlo nunca, ya que matarían por ella. Muchos caballeros y hombres cercanos a la corona, utilizan las reliquias de Jesús para la guerra contra los musulmanes y, tú sabes y tu abuelo también tenía conocimiento de ello, que Jesús nunca fue partidario de la violencia. Él siempre abogó por la paz, por este motivo siempre la escondió. Mi padre me hizo prometer que yo haría lo mismo, jamás tendría que desvelar a nadie el secreto familiar.
Mi madre abrió la mano y mostró una pequeña espina, muy afilada, metida en una diminuta caja de plata. Temblé solo de pensar que se trataba de una de las muchas que formaron parte de la corona que le pusieron a Jesús.
—Hija, te la entrego a ti. —Me la posó en mi mano—. Cariño, no le digas nada a nadie de esto, ni siquiera a tu propio hermano. Desde hoy tú serás la responsable de la espina sagrada y, si puedes, la deberías hacer llegar al lugar de donde vino, allí tendrá que esconderse, para que no se derrame más sangre por ella. Seguro que eso es lo que hubiese querido Jesucristo.
Aquellas palabras me provocaron un mar de dudas e inseguridades.
—Mamá, ¿por qué no puedo decírselo a Juan?
—Hija, tu hermano es muy visceral, impulsivo... Esta espina jamás puede extraviarse. Yo sé que tú cumplirás tu promesa, tu hermano, bueno... ya sabes que él a veces se olvida de haberlas hecho. Si alguien, por indefenso que parezca, conoce este secreto, créeme hija mía que matará por ella.
Desde aquel día guardé la cajita de plata entre mis joyas e introduje la espina sagrada en una diminuta cruz de Santiago que siempre llevaba colgada en el cuello. Esa cruz era de mi madre, yo siempre la recordaba con ella puesta, si apretabas esta con los dedos se abría automáticamente y, allí, en su interior estaba la espina bien sujeta, sin posibilidad de que se desprendiese ante cualquier caída o golpe.
Apreté la cruz con mis manos, me escaparía aquella noche, mientras todos estuviesen dormidos me marcharía de mi hogar. Me entristecía tener que separarme de mi hermano Juan y de Ana, pero sabía que tenía que hacerlo si quería alcanzar la felicidad. Comunicaría solo a Juan mi decisión, ya que sabía que él era el único que me entendería.
Un grito me despertó de mis pensamientos.
—¡María! ¡María!
Era él, mi hermano, estaba montado en su caballo negro dispuesto a salir a cabalgar, algo que nos apasionaba a ambos.
Una sonrisa iluminó mi rostro. Levanté mi brazo para saludarle.
—¡Venga, perezosa! ¡Vístete! ¡Te espero!
Entré rápidamente al dormitorio y cogí el vestido de montar que había pertenecido a mi madre, un traje de terciopelo verde entallado hasta la cintura, de largas y anchas mangas. Me recogí el pelo en una coleta y sin reparar en mi aspecto bajé las escaleras en dirección al establo, allí estaba esperándome Mabile, la yegua que perteneció a mi madre. Se la había regalado mi padre al volver de una de sus batallas, Su dueña, según este, fue una de las mujeres de un califa árabe. La monté y fui al encuentro de mi hermano. Al verme sonrió.
—¡Felicidades, hermanita! —me dijo.
Me miró fijamente a los ojos, y sin apenas pestañear gritó.
—¡Hasta el nacimiento del río Ucero! ¡Vamos!
Antes de finalizar la frase empezó a cabalgar riéndose al ver mi cara de asombro.
—¡Tramposo! —dije—. ¡Has salido antes!
Juan era muy buen jinete, pero yo también disponía de esa habilidad, siempre le había resultado muy difícil vencerme en una carrera, tenía un don especial con los animales y, en concreto, con Mabile.
Desde pequeños nos gustaba escaparnos a la fuente Galiana, así llamado el lugar donde nacía el río Ucero. Nos emocionaba escondernos en una pequeña cueva oculta entre los árboles y terreno pedregoso que la camuflaban, desde allí divisábamos sin ser vistos todo el valle y a todos los transeúntes que se dignaban a pasar por el lugar. Ana siempre fue reacia a que nos alejásemos tanto del castillo, temía que nos hiciesen algún daño, pero nosotros éramos valientes, jóvenes y no teníamos miedo a nada ni a nadie.
Juan llegó el primero, escondió a su caballo dentro de la cueva y allí me esperó de pie, con los brazos en jarra y una gran sonrisa en su rostro. A los pocos segundos llegué yo, sofocada y excitada por la carrera, Juan se acercó a mí y me ayudó a desmontar, me agarró de la cintura, me abrazó y empezó a dar vueltas sobre sí mismo.
—¡Felicidades hermanita! ¡Te quieroooo! —Me dio un fuerte beso en la mejilla.
Me sentía feliz.
—¡Anda, pesado! ¡Quieres parar ya! ¡Me estoy mareando! —Se rio.
Ambos nos metimos dentro de la cueva y nos acomodamos en nuestro rincón privado, como solíamos llamarlo.
Si andabas hacia el interior de la gruta, llegabas a un lugar donde la erosión del agua y el viento había desgastado la roca y parecía como una ventana hecha en la propia piedra de esta, desde ahí se veía todo el valle, el río y a cualquier persona o animal que se atreviese a pasar por aquel paraje de la naturaleza soriana. Ambos nos tumbamos mirando el cielo azul.
—¿Cómo te sientes hermanita?
—¿Por qué me lo preguntas?
—Sé que algo te preocupa. Te conozco demasiado. —Se puso de medio lado para mirarme, su semblante estaba serio.
—¡Uff! —suspiré—. Ayer padre me dijo que hoy anunciaría mi compromiso con el odioso Acurcio.
—¡Qué! —exclamó mi hermano.
—Sí, dice que le ha prometido mi mano. Será hoy, en el baile.
—¿Cómo puede hacerte eso padre? ¡No lo permitiré!
—No puedes hacer nada Juan, ya sabes cómo es padre cuando toma una determinación. Nunca nos ha escuchado ni nos ha tenido en cuenta en ninguna de sus decisiones, ahora tampoco lo va a hacer. —Hice una pausa, mi voz se entrecortaba—. Él nunca nos ha querido.
—Bueno... Al menos nos tenemos el uno al otro. —Mi hermano se acercó a mí y me abrazó.
—Te tengo que decir una cosa —hice una pausa y le miré fijamente—, he decidido huir, escaparme.
—¡Eso no!, no te lo voy a permitir...
—Juan —le interrumpí—, no puedo quedarme aquí, tú lo sabes igual que yo, padre no va a cambiar de idea y yo no quiero ni puedo casarme con ese hombre, sería como condenarme a una muerte en vida, no estoy dispuesta.
—¡Pero María! ¿Dónde vas a ir? Eres mujer, ya sabes lo que significa eso, hermana, te pueden violar, raptar, incluso después de todo eso matar. ¡No lo voy a permitir, me voy contigo!
—No, Juan, esta es mi decisión, mi vida, no estoy dispuesta a arrastrarte conmigo. Quiero ir a refugiarme junto con la tía Isabel, en León... He pensado ponerme tus ropas y, si alguien me detiene por el camino, siempre puedo decir que voy a Compostela de peregrinaje por una promesa al santo.
Juan se tapó el rostro con sus manos.
—¡Es una locura! ¡No lo puedo permitir! ¡Eres lo único que tengo!
—Tienes que cuidar de Ana. Además, es más fácil que huya uno a que nos marchemos los dos, papá puede alertarse al no localizarnos y organizar una búsqueda, ya sabes lo eso significaría, mi condena. De esta forma, si solo me voy yo, tú siempre puedes inventarte algo para darme tiempo y que pueda alejarme del castillo.
—Es muy peligroso, si te pasase algo jamás me lo perdonaría —dijo mirándome fijamente.
—Lo sé, pero es la única salida que veo. ¿Me vas a ayudar?
Juan me miró, me cogió las manos y las acarició con suavidad.
—¡Claro que sí!
Nos abrazamos, sabía que siempre podía contar con él
—¡Prométeme que tendrás cuidado! —me suplicó.
—No me pasará nada. Nadie se mete con un peregrino.
Lo dije para tranquilizarle, pero yo misma tenía miedo por la aventura que estaba dispuesta a emprender.
—Además, en cuanto llegue a la casa de nuestra tía te mandaré un mensajero para que vengas a reunirte conmigo. Quiero irme hoy, hermano, después del baile.
Juan asintió.
Pasamos gran parte de la mañana recordando anécdotas de nuestra infancia hasta que fuimos conscientes de la hora que era. Nos levantamos y ambos nos fijamos en un grupo de caballeros montados a caballo, parecían extranjeros, sus túnicas eran negras al igual que sus capas, llevaban un emblema con una rosa roja en el centro. A los dos nos llamó la atención aquel grupo, hablaban en lengua extranjera. Esperamos a que pasaran y cuando perdimos su rastro nos montamos en nuestros caballos y galopamos hasta el castillo de mi padre.
Ana nos estaba esperando, su cara reflejaba su enfado, Juan y yo nos miramos, éramos conscientes de la regañina que nos esperaba.
—¿Se puede saber dónde habéis estado? —Permanecimos en silencio—. ¿No me vais a contestar? ¡A ti, señorita, quería verte cara a cara!
—¿A mí? ¿Por qué?
—¿Cómo que por qué? ¡Ven aquí! —Me atrajo hacia su cuerpo regordete y me abrazó—. ¡Feliz cumpleaños, mi niña!
—Gracias, Ana.
Ana nos quería como si fuésemos hijos suyos. Había estado con nosotros desde que nacimos, nos conocía a la perfección y sabía cuándo había algo que nos preocupaba.
—Pero bueno... ¿Se puede saber qué te pasa? ¡Vaya cara más triste!
Disimulé, sabía que a ella no podía engañarla tan fácilmente.
—Estoy muy cansada, Juan me ha dado una paliza a caballo.
—¡Vaya dos! ¡Vamos!, id a comed algo y luego a descansar, especialmente tú, señorita, tu padre ha organizado un baile por tu cumpleaños.
A lo largo de la tarde fueron llegando los invitados, personas desconocidas para mí. Conforme se acercaba el momento de la fiesta yo me iba entristeciendo cada vez más. Juan llamó a mi puerta.
—¡Toma! —me dijo.
Era una túnica marrón con pantalones del mismo color, unas botas y una capa oscura con capucha. También me entregó una bota llena de agua y una bolsa con dinero y comida. Le miré, le abracé y me emocioné.
—Gracias, hermano, te quiero. —Mis ojos se llenaron de lágrimas.
—¡Venga!, escóndelo y vístete que ya están los invitados. Cuando acabe la fiesta te ayudaré a escapar, pero si por algún motivo no llego, prométeme que no me esperarás y te marcharás.
—Pero... ¿Por qué no vas a venir? —No entendía el significado de sus palabras. Él titubeó.
—Ya sabes, siempre puede ocurrir cualquier imprevisto. —Me guiñó un ojo. No supe a que podía referirse.
—No te entiendo, Juan, ¿podrías explicarte mejor?
—No me hagas caso, son tonterías. —Me sonrió.
Le di un beso en la mejilla. Él se marchó y yo guardé las cosas que me había dado en un baúl.
Entró Ana dispuesta a ayudarme. Mi padre me había regalado para la ocasión un vestido de terciopelo azul, se ajustaba hasta el principio de la cadera, después caía hasta el suelo. Los hombros quedaban ligeramente al descubierto. Estaba adornada la parte del escote y la cintura con cordón dorado. Ana me colocó una cinta azul en un mechón de mi pelo, después peinó cada uno de mis rizos negros que caían en cascada hasta la mitad de la espalda, era difícil domarlos, pero ella era la única que lo lograba. Cuando me dio la vuelta para que me mirase en el espejo casi no me reconocía, me gustaba lo que veía.
—¡Estás guapísima! Esos hombres que están ahí abajo solo tendrán ojos para ti.
—¡Ana! ¡No exageres!
—¿Que no exagere? Eres muy bella, y quien no lo vea así es que está ciego.
Acto seguido me abrazó con sus regordetes brazos y me dio un beso en la mejilla.
Llegó la hora de bajar al salón de baile, las piernas me temblaban, no quería que llegase aquel momento.
La sala estaba repleta de invitados, todo era colorido y música. Entre la multitud, unos hombres llamaron mi atención, llevaban la misma vestimenta con el emblema de la rosa roja que los extranjeros que habíamos visto en el nacimiento del río Ucero, me inquieté, aunque supuse que serían conocidos de mi padre de alguna de sus batallas. Estaban callados, apartados, observando cada detalle de la fiesta.
Uno de ellos, de edad avanzada, corpulento, larga cabellera rubia y una barba espesa se fijó en mí, sentí repulsa, notaba cómo con su mirada me desnudaba. Aparté mi vista y me centré en encontrar a Juan, en realidad fue él el que dio conmigo, estaba guapísimo, llevaba un traje verde que se ajustaba a la cintura y caía hasta la mitad del muslo. Ambos nos parecíamos bastante físicamente, los dos teníamos mucha altura, de complexión delgada y unos grandes ojos negros heredados de mi madre.
—¡María! —Hizo un gesto con la mano para que le siguiese.
—¿Se puede saber hacia dónde me llevas? —Empecé a reírme—. ¡Estás loco!
Atravesamos toda la sala corriendo hasta el jardín, me obligó a cerrar los ojos y me colocó algo en la mano.
—Ya puedes abrirlos.
Me sorprendí, me había dado una pequeña navaja con la insignia de la orden de Santiago, daga que le regaló mi madre antes de morir.
—Un peregrino siempre lleva una pequeña arma para defenderse de los contratiempos. Es mi regalo de cumpleaños. Para que no te olvides de mí, ni de avisarme cuando llegues a casa de tía Isabel.
—Pero... te la regaló mamá. No puedo aceptarla, hermano.
—Es mi decisión hermanita, además, me hace ilusión que la lleves, aparte de que así estaré más tranquilo sabiendo que puedes defenderte. —Hizo una pausa—. Así te acordarás de mí durante el viaje.
Las lágrimas empezaron a recorrer mis mejillas. Metí la navaja en el amplio bolsillo de mi vestido.
—Gracias, hermano, te quiero. —Rodeé con mis brazos su cuello.
En ese momento la voz de mi padre nos sobresaltó.
—¡María! —gritó.
Miré a mi hermano, intuía lo que iba a decirme.
—¿Dónde estabas? El Almirante Acurcio está esperando conocer a su futura esposa.
—¡No pienso casarme con él! —le dije amenazándole.
Mi padre se aproximó a mí, su rostro reflejaba ira. Me asió fuertemente del brazo, me estaba haciendo daño.
—¡Tú vas a hacer lo que yo te diga! —Me soltó y me miró fijamente a los ojos—. ¡Ven!
Juan me susurró.
—¡Hazle caso! Si no va a sospechar. —Me guiñó un ojo.
Mi padre me guio hacia un grupo de hombres, todos ellos se reían y bebían. Cuando entré en el salón todos me miraron, creí morirme, odiaba a todos esos bárbaros, lo que representaban, jamás entregaría mi vida, mi juventud a cualquiera de ellos.
Mi padre me llevó al centro de la sala, allí captó la atención y el silencio de todos los comensales que asistían, todos desconocidos para mí. Cogió una copa de vino y comenzó a hablar. Juan y yo nos colocamos tras él.
—¡Amigos! Hoy os he invitado a todos a mi hogar para celebrar otra victoria contra los infieles, así como el décimo noveno cumpleaños de mi hija María.
Se apartó, me cogió de la mano y forzó ponerme a su altura.
Yo estaba seria, no podía disimular mi desagrado ante aquella situación.
—Mi regalo para ella es anunciar su compromiso con mi gran amigo el Almirante Acurcio.
Un hombre grueso, de baja estatura, piel oscura, pelo negro y abundante barba del mismo color empezó a caminar hacia donde nos encontrábamos mi padre y yo. Pensé que me iba a desmoronar, aquel desconocido me resultaba repulsivo. Sonreía, su mirada era lasciva y fijaba sus ojos en cada parte de mi cuerpo. Me hubiese gustado abofetearle, enfrentarme a él y a mi padre delante de todo el mundo, pero sabía que no era lo que más me beneficiaba en ese momento.
—¡Vaya, vaya...! ¡Eurico! Nunca me habías dicho que tenías una belleza escondida en tu castillo. Hay que acelerar la boda, estoy deseando casarme.
Dicho esto se acercó a mí y empezó a mirarme de arriba abajo, yo le retuve la mirada, seria, con desprecio, no estaba dispuesta a que aquel ser pensase que tenía mi control. Mi padre le pasó su brazo por los hombros, se lo llevó hasta un extremo de la sala, la música empezó a sonar. Respiré. Me di la vuelta para ver si estaba mi hermano, pero ahí no había nadie. En ese momento me vi arrastrada hacia la zona de baile, alguien me agarró fuertemente de la cintura, me cogió de la mano y me obligó a mirar a los ojos al desconocido que me había llevado hasta el centro de la sala. Era un joven alto, de pelo oscuro y rizado, fuerte, musculado, bastante atractivo, sus grandes ojos verdes no se apartaban de los míos. Me sonreía mientras yo, atónita y ruborizada, me dejaba guiar por él. Llevaba una casaca blanca con una rosa roja en el centro de esta, al igual que los caballeros que estaban en la sala y los que vimos en el río Ucero, la diferencia es que este no iba de negro. Era ágil en el baile.
—No creo que le agrade mucho la noticia que acaba de anunciar su padre —me dijo mientras sonreía.
Por su forma de hablar sabía que era extranjero.
—No creo que a usted le importe mucho lo que yo piense —le respondí.
No sabía quién era aquel hombre que osaba hablar de aquel tema que detestaba conmigo. Él se rio.
—¡Vaya, vaya...! Así que la damita tiene carácter. —Acercó su rostro al mío y me susurró—: Eso me gusta.
—Pues a mí su insolencia y descaro no me agradan en absoluto. —Se empezó a carcajear.
Con una sonrisa en su rostro me atrajo hacia él con fuerza, estábamos tan próximos que podía notar su respiración, sentía su cuerpo e intentaba apartarme, pero resultaba