Título original: Hannibal: Enemy of Rome
Traducción: Mercè Diago y Abel Debritto
1.ª edición: octubre 2012
© Ben Kane, 2011
© Ediciones B, S. A., 2012
Consell de Cent, 425-427 - 08009 Barcelona (España)
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Depósito Legal: B.22792-2012
ISBN DIGITAL: 978-84-9019-266-5
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Para Ferdia y Pippa, mis preciosas hijas
Contenido
Portadilla
Créditos
Dedicatoria
1. Hanno
2. Quintus
3. Captura
4. Hombría
5. Malchus
6. Esclavitud
7. Cambio gradual
8. El asedio
9. Minucius Flaccus
10. Traición
11. A la búsqueda de un pasaje seguro
12. Planes
13. La partida
14. El enfrentamiento
15. Los Alpes
16. Los viajes
17. El debate
18. La Galia Cisalpina
19. El reencuentro
20. Contratiempos
21. El plan de Aníbal
22. Cara a cara
23. Comienza la batalla
24. De cerca
25. Táctica inesperada
Nota del autor
Glosario


1
Hanno
Cartago, primavera
—¡Hanno! —La voz de su padre resonó entre las paredes de estuco pintadas—. Es hora de marcharse.
Hanno miró hacia atrás sorteando con cuidado la zanja que transportaba los residuos líquidos hacia el pozo ciego de la calle. Se debatía entre su obligación y los gestos apremiantes de su amigo, Suniaton. Las reuniones políticas a las que su padre había insistido recientemente para que asistiera le aburrían como una ostra. Todas parecían cortadas por el mismo patrón. Un grupo de ancianos barbudos y engreídos, claramente encantados con el sonido de su voz, pronunciaban discursos interminables criticando que las acciones de Aníbal Barca en Iberia excedían el cometido que se le había encomendado. Malchus, su padre, y sus aliados más cercanos, partidarios de Aníbal, decían poco o nada hasta que los barbudos se callaban, y entonces les tocaba el turno uno detrás de otro. Lo habitual era que Malchus hablase el último. Casi siempre decía lo mismo. Aníbal, que había sido comandante en Iberia durante solo tres años, estaba realizando una labor extraordinaria consolidando el dominio de Cartago sobre las tribus indígenas, había formado un ejército disciplinado y, lo más importante, llenaba las arcas de la ciudad con la plata extraída de sus minas. ¿Qué otro hombre llevaba a cabo tales hazañas virtuosas enriqueciendo a la vez a Cartago? Al defender a las tribus que habían sido atacadas por Saguntum, ciudad aliada de Roma, no hacía más que reforzar la soberanía de su pueblo en Iberia. A juzgar por estos motivos, había que dejar que el joven Barca se las arreglara solo.
Hanno sabía que lo que motivaba a los políticos era el temor, apaciguado en parte por el hecho de pensar en las fuerzas de Aníbal, así como la avaricia, satisfecha también en parte por los cargamentos de metal precioso que llegaban de Iberia en barco. Las palabras bien escogidas de Malchus solían decantar al Senado a favor de Aníbal, pero los debates se alargaban varias horas. El politiqueo interminable hacía que a Hanno le entraran ganas de gritar y de decir a esos vejestorios lo que realmente opinaba de ellos. Por supuesto, nunca avergonzaría a su padre de tal modo, pero se veía incapaz de pasar otro día encerrado. La idea de salir de pesca le resultaba demasiado tentadora.
Uno de los emisarios de Aníbal traía a su padre noticias de Iberia con regularidad y hacía menos de una semana que les había visitado. Se suponía que las citas nocturnas eran un secreto, pero Hanno no había tardado mucho en reconocer al oficial con capa y de tez amarillenta. En alguna ocasión, a Safo y Bostar, sus hermanos mayores, se les había permitido asistir a las reuniones. Bostar había informado a Hanno después pero haciéndole jurar que lo mantendría en secreto. Ahora, cuando podía, escuchaba a hurtadillas. En pocas palabras, Aníbal había encomendado a Malchus y sus aliados que se aseguraran de que los políticos siguieran apoyando sus acciones. El enfrentamiento con la ciudad de Saguntum era inminente, pero el conflicto con Roma, el viejo enemigo de Cartago, todavía no se vislumbraba.
La voz profunda y grave volvió a llamarle y resonó por el pasillo que conducía al patio central. Ahora ya tenía un deje irritante.
—¿Hanno? Llegaremos tarde.
Hanno se quedó parado. No temía el rapapolvo que su padre iba a darle sino su mirada de decepción. Malchus, que descendía de una de las familias más antiguas de Cartago, predicaba con el ejemplo y esperaba lo mismo de sus hijos. Hanno, que tenía diecisiete años, era el más joven. También era el que con más frecuencia no estaba a la altura de tales exigencias. Por algún motivo, Malchus esperaba más de él que de Safo y Bostar, al menos es la impresión que él tenía. Sin embargo, la agricultura, la fuente de riqueza tradicional de la familia, le interesaba poco. La guerra, la vocación preferida de su padre y la gran fascinación de Hanno, le estaba vetada por culpa de su edad. Sus hermanos embarcarían rumbo a Iberia en un futuro inminente. Ahí, sin duda, se cubrirían de gloria con la toma de Saguntum. Hanno se sentía lleno de frustración y resentimiento. Lo único que podía hacer era practicar sus habilidades montando a caballo y manejando armas. La vida que su padre le había planificado era un aburrimiento, pensó, haciendo caso omiso de la frase que Malchus tantas veces le repetía: «Ten paciencia. Todo lo bueno se hace es-
perar.»
—¡Venga! —le instó Suniaton, dándole un golpe en el brazo. Los pendientes de oro tintineaban mientras apuntaba con la cabeza en dirección al puerto—. Al amanecer, los pescadores han encontrado bancos de atún enormes en la bahía. Con la bendición de Melcart, los peces no habrán ido lejos. Los pescaremos a docenas. ¡Piensa en el dinero que ganaremos! —Bajó la voz hasta convertirla en un susurro—. He cogido un ánfora de vino de la bodega de mi padre. Podemos compartirla en la barca.
Incapaz de resistirse a la oferta de su amigo, Hanno se tapó las orejas para no oír a Malchus, que se acercaba. El atún era uno de los peces más preciados del Mediterráneo. Si los bancos estaban próximos a la costa, era una lástima desaprovechar esa oportunidad. Salió a la calle con surcos y volvió a echar un vistazo al símbolo tallado en la losa de piedra ante la entrada de la casa de tejado plano. Representaba a la deidad más importante de su pueblo: un triángulo invertido coronado con una línea recta y un círculo encima. Había pocas casas en las que no estuviera. Hanno pidió el perdón de Tanit por no satisfacer los deseos de su padre, pero estaba tan emocionado que se olvidó de pedir la protección de la diosa madre.
—¡Hanno! —La voz de su padre sonó muy próxima.
Sin más preámbulos, los dos jóvenes salieron disparados por entre la multitud. Las familias de ambos residían cerca de la cima de la colina de Birsa. En la cúspide, a la que se llegaba por una escalinata monumental de sesenta peldaños, se encontraba un templo inmenso dedicado a Eshmún, el dios de la fertilidad, la salud y el bienestar. Suniaton vivía con su familia en el complejo que se extendía detrás del santuario, donde su padre ejercía de sacerdote. Eshmuniaton, así llamado en honor de la deidad y que se abreviaba como Suniaton o sencillamente Suni, era el mejor y más antiguo amigo de Hanno. Apenas habían pasado un día sin disfrutar de su mutua compañía desde que aprendieran a caminar. El resto del vecindario era sobre todo residencial. Birsa era uno de los barrios más ricos, tal como ponían de manifiesto las calles amplias y rectas y las intersecciones en ángulo recto. La mayoría de las calles serpenteantes de la ciudad no tenían más de diez pies de ancho pero aquí de media tenían el doble. Además de comerciantes ricos y militares de alto rango, los sufetes —jueces— y muchos ancianos lo consideraban su hogar. Por este motivo, Hanno corría con la cabeza gacha contemplando la tierra compacta y los agujeros del pozo ciego que aparecían bajo sus pies a intervalos regulares. Mucha gente le conocía. Lo que menos le apetecía era que uno de los numerosos oponentes políticos de Malchus le parara e hiciera preguntas. Volver a rastras a casa de la oreja resultaría bochornoso y traería la deshonra a su familia.
Mientras no llamaran la atención de nadie, él y su amigo pasarían desapercibidos. Como iban con la cabeza descubierta, camiseta de tirantes de lana roja ajustada, con una raya blanca en el centro y una tirilla blanca característica, además de pantalones bombachos que les llegaban a la rodilla, la pareja presentaba un aspecto similar a otros jóvenes adinerados. Su atuendo resultaba mucho más práctico que las túnicas de lana largas y rectas y sombreros de fieltro cónicos que vestían la mayoría de los hombres adultos, y más cómodo que la chaqueta ornamentada y delantal plisado que llevaban los de origen chipriota. Los puñales envainados colgaban de unas tiras de cuero sencillas que llevaban al hombro. Suniaton portaba un paquete abultado a la espalda.
Aunque la gente decía que podían pasar por hermanos, Hanno no estaba muy de acuerdo. Si bien él era alto y atlético, Suniaton era bajito y achaparrado. Ambos tenían el pelo negro y rizado y la tez oscura, pero el parecido acababa ahí. Hanno tenía el rostro delgado, con una nariz aguileña y pómulos marcados, mientras que el rostro rubicundo de su amigo y la nariz chata se complementaban con una mandíbula que sobresalía. Había que reconocer que los dos tenían los ojos verdes. Ese rasgo, inusual entre los cartagineses pues solían tener los ojos marrones, era probablemente el que hacía que los tomaran por hermanos.
Suniaton, que iba un paso por delante, a punto estuvo de chocar contra un carpintero que llevaba varias planchas largas de ciprés. En vez de disculparse, le hizo burla y echó a correr hacia los muros de la ciudadela, que estaban a solo cien pasos de distancia. Reprimiendo el deseo de acabar la travesura, echándose encima del artesano enfadado, Hanno lo dejó atrás también rápidamente con una amplia sonrisa en el rostro. Otra similitud que compartían Suniaton y él era el carácter insolente, que chocaba bastante con el talante serio de la mayoría de sus paisanos. A menudo hacía que se metieran en líos y era motivo constante de irritación para sus padres.
Al cabo de un momento, pasaron bajo las inmensas murallas, que tenían treinta pasos de ancho y casi la misma altura. Al igual que las defensas exteriores, la muralla estaba construida a partir de grandes bloques cuadriláteros de arenisca. Las capas y más capas de cal garantizaban que la luz del sol rebotara en la piedra, lo cual exageraba su tamaño. Las fortificaciones, coronadas por un pasadizo ancho y con torres a intervalos regulares, resultaban realmente sobrecogedoras. Sin embargo, la ciudadela no era más que una pequeña parte del todo. Hanno no se cansaba nunca de bajar la mirada hacia el extenso malecón que aparecía en cuanto dejaba atrás la sombra de la entrada. Discurría a lo largo del perímetro de la ciudad desde el norte y se extendía por el sureste hasta el puerto doble, abrazándolos antes de continuar hacia el oeste. En los laterales empinados del norte y el este y hacia el sur, donde el mar otorgaba una protección añadida, una muralla se consideraba suficiente, pero en el lado occidental, el más cercano a la tierra de la península, se habían construido tres defensas: una zanja ancha reforzada por un terraplén de tierra y luego una muralla enorme. Los muros, que en total medían ciento ochenta estadios de largo, también contenían secciones con viviendas a dos niveles. Tenían capacidad para muchos miles de soldados, caballería y sus monturas, y cientos de elefantes de guerra.
La ciudad, con una población de casi un cuarto de millón de personas, también merecía atención. Justo debajo se encontraba el ágora, el gran espacio abierto flanqueado por edificios gubernamentales e infinidad de comercios. Era la zona en la que los residentes se reunían para hacer negocios, manifestarse, tomar el aire nocturno y votar. Más allá se encontraban unos puertos sin parangón: el enorme puerto comercial externo rectangular y los muelles navales interiores circulares con una pequeña isla central. El primero contaba con cientos de amarraderos para buques mercantes, mientras que el segundo tenía capacidad para más de doscientos trirremes y quinquerremes en cobertizos construidos especialmente para ellos. Al oeste de los puertos se encontraba el viejo santuario de Baal Hammón, cuya importancia había decaído, pero venerado todavía por muchos. Al este se encontraba la Choma, el enorme desembarcadero artificial donde amarraban los barcos de pesca y las embarcaciones pequeñas. Ahí se dirigían.
Hanno se enorgullecía profundamente de su hogar. No tenía ni idea de cómo era Roma, el viejo enemigo de Cartago, pero dudaba que pudiera compararse con la grandiosidad de su ciudad. De todos modos, no tenía ningunas ganas de comparar Cartago con la capital de la República. La única visión que quería tener de Roma era la de su caída, a manos de un ejército cartaginés triunfante, antes de que quedara reducida a cenizas. Amílcar Barca, el padre de Aníbal, había inculcado el odio hacia todo aquello que guardara relación con los romanos, y lo mismo había hecho Malchus con Hanno y sus hermanos. Al igual que Amílcar, Malchus había servido en la primera guerra contra la República y había luchado en Sicilia durante diez largos e ingratos años.
No era de extrañar que Hanno y sus hermanos conocieran los detalles de cada escaramuza en tierra y batalla naval durante el conflicto, que en realidad se había prolongado más de una generación. El precio que Cartago había pagado en número de vidas, territorio y riqueza había sido muy elevado, pero las heridas de la ciudad eran mucho más profundas. Su orgullo había sido pisoteado por la derrota y aquella ignominia se había repetido justo tres años después del término de la guerra. Roma había obligado de forma unilateral a Cartago a entregar Sicilia, además de a pagar más indemnizaciones. Aquel acto ruin demostraba sin atisbo de duda, como despotricaba Malchus a menudo, que todos los romanos eran perros traicioneros, sin honra. Hanno estaba de acuerdo y ansiaba que llegara el día en que las hostilidades volvieran a reanudarse. Teniendo en cuenta la ira acumulada que sentía Cartago hacia Roma, el conflicto era inevitable y se originaría en Iberia. Pronto.
Suniaton se giró.
—¿Has comido?
Hanno se encogió de hombros.
—Un poco de pan con miel cuando me he levantado.
—Yo también. Pero eso fue hace horas. —Suniaton sonrió y se dio una palmadita en el vientre —. Mejor que vayamos a buscar suministros.
—Buena idea —repuso Hanno. En la barca guardaban cántaros para el agua en forma de calabaza junto con los aperos de pesca, pero comida no. Faltaba mucho para el atardecer, que es cuando regresarían.
Las calles de bajada de la colina de Birsa no seguían el tra-
zado regular de la cima, sino que irradiaban como los muchos afluentes de un río con meandros. Ahora se veían muchas más tiendas y negocios: panaderos, carniceros y puestos en los que se vendía pescado fresco, fruta y verduras compartían el lugar con los plateros y artesanos del cobre, comerciantes de perfumes y sopladores de vidrio. Las mujeres se sentaban en el exterior de sus casas a trabajar en los telares o a cotillear sobre sus compras. Los esclavos transportaban a hombres ricos en literas o barrían el suelo delante de las tiendas. Había fabricantes de tintes por todas partes, cuya abundancia se debía a la habilidad de los cartagineses para recoger el murex, el crustáceo local, y machacar su carne para obtener un tinte púrpura por el que se pagaban precios muy elevados por todo el Mediterráneo. Los niños corrían de aquí para allá, jugaban a pillar y se perseguían los unos a los otros arriba y abajo de las escaleras que se iban intercalando para vencer la inclinación de la calle. Un trío de hombres bien vestidos y enfrascados en una conversación pasaron junto a ellos caminando tranquilamente. Como Hanno se dio cuenta de que eran ancianos que probablemente se dirigían a la reunión a la que se suponía que debía asistir, mostró un interés repentino por la hilera de piezas de barro cocido que había en el exterior de una alfarería.
Había docenas de figuras, grandes y pequeñas, dispuestas en mesas bajas. Hanno reconoció a todas las deidades del panteón cartaginés. Ahí estaba Baal Hammón, el protector de Cartago, en su trono, Tanit a su lado representada según el modo egipcio: un cuerpo de mujer esbelta con un vestido bien hecho, pero con la cabeza de leona. Una Astarté sonriente con una pandereta. Su consorte, Melcart, llamado el «rey de la ciudad» era, entre otras cosas, el dios de los mares. Varias figuras de colores vivos lo representaban emergiendo de entre las olas a lomos de un monstruo de aspecto feroz y con un tridente en un puño. Baal Safón, el dios de la tormenta y de la guerra, estaba sentado a horcajadas en un bello corcel, tocado con un casco provisto de un penacho largo y suelto. También había una selección de horrendas máscaras pintadas que sonreían —demonios tatuados, enjoyados y espíritus del submundo— que se utilizaban como ofrendas en las tumbas para ahuyentar el mal.
Hanno se estremeció al recordar el funeral de su madre tres años atrás. Desde que muriera por culpa de una fiebre, su padre, que nunca había sido afectuoso, se había convertido en una presencia sombría y severa que solo vivía para vengarse de Roma. A pesar de su juventud, Hanno era consciente de que Malchus presentaba una máscara de control al mundo. Seguía afectado por la pérdida de su esposa, sentimiento que compartían él y sus hermanos. Arishat, la madre de Hanno, había sido la luz en la oscuridad de Malchus, la risa en sus momentos de gravedad, la suavidad de su dureza. El sostén de la familia, que les había sido arrebatada en dos días con sus respectivas noches de lo más horroroso. Arengados por el inconsolable Malchus, los mejores cirujanos de Cartago habían intentado hacer todo lo posible por salvarla. Hanno tenía grabados en la memoria hasta el último detalle de sus horas finales. Las vasijas de sangre que le extrajeron en un intento inútil por bajarle la altísima fiebre. Su rostro demacrado y febril. Las sábanas empapadas de sudor. Sus hermanos que intentaban no llorar sin conseguirlo. Y, por último, su silueta inerte en la cama, más delgada de lo que había estado en la vida. Malchus arrodillado a su lado, hecho un mar de lágrimas, su cuerpo musculoso destrozado. Era la única vez que Hanno había visto llorar a su padre. Desde entonces, el suceso no había vuelto a mencionarse, ni tampoco su madre. Tragó saliva y como vio que los ancianos habían pasado de largo, siguió adelante. Resultaba muy doloroso pensar en esas cosas.
Suniaton, que no había advertido la angustia de su amigo, hizo una parada para comprar pan, almendras e higos. Deseoso de animarse, Hanno se fijó en la forja del herrero que estaba a un lado. La chimenea tosca despedía volutas de humo y en el aire dominaba el olor del carbón, la madera en llamas y el aceite. Oyó unos fuertes sonidos metálicos. En los huecos del establecimiento de frente abierto, atisbó una figura con un delantal de cuero y unas tenazas para levantar con cuidado un trozo de metal candente del yunque. Se oyó un fuerte silbido cuando la hoja de la espada quedó sumergida en una tina de agua fría. Hanno notó que se le empezaban a mover los pies.
Suniaton le impidió el paso.
—Tenemos cosas mejores que hacer, como ganar dinero
—exclamó, tendiéndole una bolsa repleta de almendras—. Lleva esto.
—¡No! Si de todas formas, te las comerás tú todas. —Hanno apartó a su amigo con una sonrisa. Una broma habitual entre ellos era que su pasatiempo preferido era quedar cubierto de ceniza y mugre mientras que Suniaton prefería planificar su próxima comida. Estaba tan enfrascado en sus risas, que no vio al grupo de soldados que se acercaba, una docena de lanceros libios, hasta que fue demasiado tarde. Hanno chocó en seco contra el gran escudo circular del primer hombre.
No era ningún golfillo de la calle, y el lancero reprimió un juramento instintivo.
—¡Mira por dónde vas! —exclamó.
Al ver a los dos oficiales cartagineses en medio de los soldados, Hanno maldijo. Eran Safo y Bostar. Ambos vestían el uniforme de gala. Iban tocados con cascos acampanados con el borde grueso y penachos de plumas amarillas. Bajo las corazas de bronce bruñido colgaban las pteryges de lino a capas para cubrir la entrepierna y llevaban la parte inferior de las piernas cubiertas con unas grebas moldeadas. Sin duda ambos iban camino de la reunión. Hanno, que se disculpó ante el lancero con un murmullo, retrocedió y bajó la vista al suelo para intentar que no lo reconocieran.
Suniaton, ajeno a la presencia de Safo y Bostar, se carcajeaba del choque de Hanno.
—Vamos —le instó—. Mejor que no lleguemos muy tarde.
—¡Hanno! —Bostar le llamó con tono amable.
Fingió no haberle oído.
—¡Hanno! ¡Vuelve! —gritó una voz más grave y autoritaria, la de Safo.
Hanno se giró de mala gana.
Suniaton intentó apartarse discretamente pero también le habían visto.
—¡Eshmuniaton! Acércate —ordenó Safo.
Suniaton se acercó a su amigo arrastrando los pies con expresión compungida.
Los hermanos de Hanno se abrieron paso entre la gente para situarse ante ellos.
—Safo, Bostar —dijo Hanno con una sonrisa fingida—. Qué sorpresa.
—¿Ah, sí? —preguntó Safo, frunciendo las cejas pobladas. Tenía veintidós años y era un hombre bajito y fornido de talante serio, como Malchus. Era joven para ser oficial de rango medio pero, al igual que Bostar, había destacado durante la instrucción—. Se supone que todos nos dirigimos a escuchar a los ancianos, ¿no? ¿Por qué no estás con nuestro padre?
Hanno bajó la vista sonrojado. «Maldita sea», pensó. A ojos de Safo, lo más importante del mundo era servir a Cartago. En un instante se habían desvanecido sus posibilidades de pasar un día en el mar.
Safo dedicó una mirada severa a Suniaton cuando se fijó en el paquete y las provisiones que llevaba en las manos.
—Porque pensabais escabulliros, ¿verdad? ¿A pescar, no?
Suniaton arrastró el dedo gordo del pie por la tierra.
—¿Se os ha comido la lengua el gato? —preguntó Safo con acritud.
Hanno se colocó delante de su amigo.
—Íbamos a pescar atunes, sí —reconoció.
Safo adoptó una expresión más huraña.
—¿Y eso es más importante que ir a escuchar el Consejo de Sabios?
Como de costumbre, la actitud despótica de su hermano dolía a Hanno. Era típico que le sermoneara. Daba la impresión de que Safo pretendía ser su padre. No era de extrañar, pues, que a Hanno le molestara.
—Seguro que los ancianos no dicen nada que no hayan dicho ya mil veces —replicó—. Son todos unos fanfarrones.
Suniaton soltó una risilla burlona.
—Como uno que yo me sé. —Vio la mirada de advertencia de Hanno y se calló.
Safo apretó los dientes.
—Menudo par de insolentes... —empezó a decir.
Bostar frunció los labios y le colocó una mano encima del hombro a Safo.
—Tranquilo —dijo—. Hanno no va muy desencaminado. A los ancianos les encanta el sonido de su voz.
Hanno y Suniaton intentaron disimular una sonrisa.
Safo no entendía qué divertía tanto a Bostar pero guardó silencio con expresión colérica. Aparte de la envidia que sentía, era dolorosamente consciente de que no era el oficial de mayor rango ahí presente. Aunque Safo era un año mayor, a Bostar le habían ascendido antes que a él.
—No es que esta reunión sea cuestión de vida o muerte
—continuó Bostar lleno de razón. El guiño, que Safo no vio, indicó a Hanno que no estaba todo perdido. Le devolvió el gesto con astucia. Al igual que Hanno, Bostar se parecía a su madre, Arishat, en lo delgado del rostro y en los ojos verdes penetrantes. A diferencia de la nariz de Safo, que la tenía ancha, él la tenía larga y estrecha. Larguirucho y atlético, llevaba el pelo largo y oscuro recogido en una cola de caballo que le salía de debajo del casco. Hanno tenía mucho más en común con el discreto Bostar que con Safo. De hecho, últimamente sentía cierto desagrado por su hermano.
—¿Nuestro padre sabe dónde estás?
—No —reconoció Hanno.
Bostar se dirigió a Suniaton.
—Entonces supongo que Bodesmun tampoco sabe nada.
—Por supuesto que no —espetó Safo, deseoso de recuperar el control—. Como es habitual cuando se trata de estos dos.
Bostar pasó por alto el exabrupto del hermano.
—¿Y bien?
—Mi padre cree que estamos en casa, estudiando —reveló Suniaton.
Safo adoptó un semblante un poco más santurrón.
—Ya veremos qué opinan Bodesmun y papá cuando descubran lo que estabais tramando realmente. Tenemos tiempo de sobra antes de que se reúna el Consejo. —Hizo un gesto con el pulgar a los lanceros—. Colocaos entre ellos.
Hanno frunció el ceño pero de poco servía resistirse. Safo estaba en un plan especialmente severo.
—Vamos —musitó a Suniaton—. Ya iremos otro día a por los bancos de peces.
Antes de que tuvieran tiempo de dar un paso, Bostar habló.
—No veo por qué no pueden ir a pescar.
Hanno y Suniaton intercambiaron una mirada de asombro.
Safo arqueó las cejas.
—¿Qué quieres decir?
—Dentro de poco nos resultará imposible realizar tales actividades y las echaremos en falta. —Bostar hizo una mueca—. A Hanno también le llegará el momento. Deja que se divierta mientras pueda.
A Hanno le dio un vuelco el corazón aunque no captó la trascendencia de las palabras de Bostar.
Safo adoptó una expresión pensativa. Sin embargo, al cabo de un momento, recuperó el gesto de mojigato.
—El deber nos llama —declaró.
—Alegra esa cara, Safo. ¡Tienes veintidós años, no cincuenta y dos! —Bostar lanzó una mirada a los lanceros, todos sonrientes.
—¿Quién advertirá la ausencia de Hanno aparte de nosotros y nuestro padre? Y eres tan responsable de Suni como yo.
Safo apretó los labios al oír la burla, pero cedió. La idea de que Bostar fuera un oficial de rango mayor le resultaba demasiado dolorosa.
—A papá no le hará gracia —dijo secamente— pero supongo que tienes razón.
Hanno apenas daba crédito a lo que oía.
—¡Gracias!
Suniaton se hizo eco de la misma exclamación.
—Marchaos antes de que cambie de opinión —advirtió Safo.
A los amigos no les hizo falta más insistencia. Con una mirada de agradecimiento a Bostar, que les dedicó otro guiño, la pareja desapareció entre la muchedumbre con una sonrisa de oreja a oreja. Hanno pensó que, de todos modos, les pedirían explicaciones pero no hasta la noche. De nuevo dejó volar su imaginación con la imagen de un barco lleno de atunes.
—Safo es serio, ¿verdad? —comentó Suniaton.
—Ya sabes cómo es —repuso Hanno—. A sus ojos, actividades como la pesca son una pérdida de tiempo.
Suniaton le dio un codazo.
—Pues entonces menos mal que no le he dicho lo que estaba pensando. —Sonrió al ver la expresión interrogante de Hanno—. Que le convendría relajarse más... ¡yendo a pescar, por ejemplo!
Hanno se quedó boquiabierto antes de echarse a reír.
—¡Gracias a los dioses que no se lo has dicho! Entonces no nos habría dejado marchar ni por casualidad.
Sonriendo aliviados, los amigos prosiguieron su camino. Pronto llegaron al ágora. Los cuatro lados, cada uno de ellos de un estadio de largo, estaban formados por pórticos majestuosos y pasadizos cubiertos. Era el centro neurálgico de la ciudad, sede del edificio donde se reunía el Consejo de Sabios, así como de las oficinas del gobierno, numerosos templos y comercios. Las noches de verano también se reunían allí, a una distancia prudencial, grupos de jóvenes de ambos sexos de familias acomodadas para desnudarse con la mirada. Socializar con el sexo opuesto no estaba bien visto y las carabinas de las jóvenes siempre rondaban cerca. A pesar de ello, era habitual inventarse maneras de aproximarse al objeto deseado. En los últimos meses, aquel se había convertido en uno de los pasatiempos preferidos de los dos amigos. Seguían prefiriendo la pesca, pero no por mucho tiempo, pensó Hanno con nostalgia, escudriñando a la muchedumbre en busca de carne femenina atractiva.
Sin embargo, en vez de las bandadas de bellezas jóvenes y tímidas, el ágora estaba llena de políticos con expresión adusta, comerciantes y soldados de alto rango. Se dirigían a un lugar en concreto: el edificio central, en cuyo recinto sagrado se reunían más de trescientos ancianos con regularidad, tal como hicieran durante casi medio milenio sus predecesores. Supervisados por los dos sufetes, los gobernantes que se elegían cada año, los hombres más importantes de Cartago tomaban todo tipo de decisiones, desde las políticas comerciales a las negociaciones con estados extranjeros. El alcance de su poder no terminaba ahí. El Consejo de Sabios también tenía el poder de declarar la guerra y la paz, aunque ya no nombraba a los generales del ejército. Desde la guerra contra Roma, tal elección quedaba en manos del pueblo. Los únicos prerrequisitos para la candidatura al consejo era ser ciudadano de pleno derecho, disponer de riquezas, ser mayor de treinta años y demostrar aptitud en el ámbito agrícola, mercantil o militar.
Los ciudadanos de a pie podían participar en la política a través de la Asamblea del Pueblo, que se reunía en el ágora una vez al año, por orden de los sufetes. Durante los momentos de crisis profunda, estaba permitido reunirse de forma espontánea y debatir los asuntos del día. Aunque tenían poderes limitados, elegían a los sufetes y a los generales. Hanno esperaba ansioso la llegada de la siguiente reunión, que sería la primera a la que asistiría como adulto, con derecho a voto. Aunque la enorme popularidad de Aníbal garantizaba su reelección como comandante en jefe de las fuerzas cartaginesas en Iberia, Hanno quería demostrar su apoyo al clan de los Barca. En esos momentos solo podía hacerlo así. A pesar de su insistencia, Malchus no le permitía alistarse al ejército de Aníbal, tal como hicieran Safo y Bostar tras la muerte de su madre. Él, por el contrario, tenía que acabar sus estudios. No valía la pena enfrentarse a su padre por ello. Cuando Malchus dejaba clara su opinión, era inamovible.
Siguiendo la tradición cartaginesa, Hanno se había valido por sí mismo desde los catorce años, aunque seguía durmiendo en casa. Había trabajado en una fragua, entre otros sitios, y por tanto ganaba lo suficiente para vivir sin delinquir ni cometer actos vergonzosos. Era parecido al estilo espartano, aunque no tan duro. También había estudiado griego, íbero y latino. A Hanno no le gustaban los idiomas especialmente, pero había llegado a aceptar que tales conocimientos le resultarían útiles entre la amalgama de nacionalidades que formaban el ejército cartaginés. Su pueblo no era bélico de por sí, por lo que contrataban a mercenarios o alistaban a sus súbditos para que lucharan por él. El ejército cartaginés se beneficiaba de las distintas cualidades que aportaban los pueblos libios, íberos, galos y baleáricos.
La materia preferida de Hanno eran los asuntos militares. Malchus le había enseñado personalmente la historia de la guerra, desde las batallas de Jenofonte y las Termópilas hasta las victorias conseguidas por Alejandro de Macedonia. Su padre solía centrarse en los detalles más intrincados de las tácticas y la planificación. Prestaba una atención especial a las derrotas de los cartagineses en la guerra contra Roma y los motivos de ellas.
—Perdimos por la falta de determinación de nuestros líderes. Solo pensaban en cómo contener el conflicto, no en ganarlo. Cómo minimizar costes, no en desestimarlos en pos de una victoria absoluta —había vociferado Malchus durante una clase memorable—. Los romanos son unos perros bastardos pero, por todos los dioses, hay que reconocer que saben lo que quieren. Siempre que han perdido una batalla, han reclutado a más hombres y reconstruido los barcos. No se dan por vencidos. Cuando las arcas públicas estaban vacías, los líderes no tuvieron reparos en gastarse su fortuna. Su dichosa república lo es todo para ellos. Sin embargo, ¿quién se ofreció en Cartago a enviarnos suministros y soldados cuando tanto los necesitábamos en Sicilia? Mi padre, los Barca, y otros pocos. Nadie más. —Había soltado una risotada breve y airada—. ¿De qué me sorprendo? Nuestros antepasados eran comerciantes, no soldados. Para vengarnos como es debido tenemos que seguir a Aníbal. Es soldado por naturaleza y un líder nato, igual que su padre. Cartago nunca dio a Amílcar la posibilidad de vencer a Roma, pero podemos ofrecérsela a su hijo, cuando llegue el momento.
Un corpulento senador sulfurado se abrió paso a empujones soltando improperios. Asombrado, Hanno reconoció a Hostus, uno de los enemigos más implacables de su padre. El político engreído tenía tanta prisa que ni siquiera se había fijado en la persona con que había chocado. Hanno carraspeó y escupió, aunque se guardó de hacerlo en dirección a Hostus. Él y los charlatanes de sus amigos se quejaban continuamente de Aníbal, pero no dudaban en aceptar los barcos cargados de plata que enviaba desde las minas de Iberia. Como se llenaban los bolsillos con parte de esta riqueza, no tenían ganas de volverse a enfrentar a Roma. Hanno, por el contrario, estaba más que dispuesto a dar su vida luchando contra su viejo enemigo, pero el fruto de la venganza no estaba maduro. Aníbal se estaba preparando en Iberia y con eso bastaba. Por el momento, tendrían que esperar.
La pareja rodeó los límites del ágora para evitar a la muchedumbre. Por la parte posterior del Senado los edificios no eran tan majestuosos sino que presentaban un aspecto tan desastrado como cabe esperar en las proximidades de un puerto. De todos modos, los tugurios suponían un contraste acusado con respecto al esplendor tan cercano. Había pocos negocios y las casas de una o dos habitaciones eran construcciones míseras hechas con ladrillos de barro que parecían todas ellas estar a punto de derrumbarse. Las rodadas endurecidas de la calle tenían una profundidad de más del ancho de una mano y amenazaban con romperles el tobillo si tropezaban. No había ninguna brigada de trabajadores que rellenara los agujeros con tierra, pensó Hanno, recordando la colina de Birsa. Sintió un agradecimiento incluso mayor por su posición acomodada en la vida.
Unos niños raquíticos, con la nariz llena de mocos y vestidos con poco más que harapos, se arremolinaron a su alrededor clamando por una moneda o un chusco de pan, mientras sus madres embarazadas y con el pelo apagado los observaban con una expresión insensible fruto de una vida de miseria. En algunos portales había chicas medio desnudas que posaban de forma provocativa; a pesar de llevar las mejillas y los labios pintados quedaba claro que apenas acababan de salir de la niñez. Varios hombres desaliñados rondaban por ahí, laminando rabos de oveja en el suelo por unas pocas monedas gastadas. Los miraron con recelo pero ninguno de ellos osó entorpecer el avance de los amigos. Por la noche habría sido distinto, pero se encontraban bajo el amparo de la gran muralla, con los centinelas elegantemente vestidos que desfilaban de un lado a otro de las almenas. Aunque habitual, la anarquía estaba penalizada por las autoridades siempre que fuera posible y un grito de socorro les haría bajar rápida y ruidosamente por una de las muchas escaleras.
El olor penetrante de la sal se notaba cada vez más en el ambiente. Las gaviotas sobrevolaban la zona y se oían los gritos de los marineros desde los puertos. Hanno, cada vez más emocionado, bajó corriendo por un estrecho callejón y subió las escaleras que había al final del mismo. Suniaton le seguía muy de cerca. Era una subida pronunciada pero estaban en forma y llegaron a lo alto sin esfuerzo. Un pasadizo de cemento rojo se extendía a lo ancho de la muralla —treinta pasos— al igual que a lo largo del perímetro defensivo. Había unas torres bien sólidas cada cincuenta pasos más o menos. Los soldados que resultaban visibles se alojaban en los cuarteles, construidos a intervalos por debajo de las murallas.
Los centinelas que estaban más cerca, un cuarteto de lanceros libios, observaron despreocupadamente a la pareja pero, como no les parecieron problemáticos, apartaron la mirada. En épocas de paz, a los ciudadanos se les permitía estar en la muralla durante las horas del día. Contemplando rutinariamente el mar turquesa que se extendía bajo su sección, el oficial de bajo rango volvió a ponerse a cotillear con sus hombres. Hanno pasó trotando por su lado, admirando los enormes escudos circulares de los soldados, incluso mayores de los que utilizaban los griegos. Aunque eran de madera, estaban recubiertos de piel de cabra y ribeteados con bronce. Todos tenían pintado el mismo rostro demoniaco que denotaba la unidad a la que pertenecían.
Desde el puerto naval se oían las trompetas tronando una detrás de otra y Suniaton se abrió paso a empujones.
—¡Rápido! —gritó—. ¡Tal vez estén botando un quinquerreme!
Hanno siguió a su amigo con ganas. La vista del puerto circular que se dominaba desde el pasadizo no tenía parangón. Gracias a una obra maestra de la ingeniería, los buques de guerra cartagineses no resultaban visibles desde ninguna otra posición. Protegidos de las miradas hostiles por el lado de mar gracias a las murallas de la ciudad, quedaban ocultos de los buques mercantes anclados gracias a la entrada delgada del puerto, que apenas tenía el ancho de un quinquerreme, el buque de guerra de mayor tamaño.
Hanno frunció el ceño cuando llegaron a una buena atalaya. En vez de la imagen imponente de un buque de guerra deslizándose hacia el agua, vio a un almirante vestido de púrpura que se pavoneaba a lo largo del malecón que iba de la periferia de los muelles circulares a la isla central, sede de los cuarteles generales de la armada. Sonó otra fanfarria de trompetas para garantizar que todos los hombres del lugar sabían quién había llegado.
—¿De qué alardea? —masculló Hanno.
Malchus reservaba buena parte de su ira a la incompetente flota cartaginesa, por lo que había aprendido a sentir lo mismo. Los días de Cartago como superpotencia naval habían conclui-
do y la flota había quedado reducida a madera flotante a manos de Roma durante la amarga lucha de ambas naciones por Sicilia. Sorprendentemente, los romanos habían sido una raza poco marinera antes del conflicto. Sin arredrarse ante tal desventaja, habían aprendido las técnicas de la guerra naval, además de añadir unos cuantos trucos de cosecha propia. Desde su derrota, Cartago poco había hecho por recuperar su puesto entre las olas.
Hanno exhaló un suspiro. Realmente todas sus esperanzas recaían en tierra, en Aníbal.
Al cabo de un rato, Hanno había olvidado todas sus preocupaciones. A media milla de la costa, su pequeña barca se encontraba encima de un montón de atunes. No les había costado localizar el banco, gracias a la agitación que creaban en el agua los grandes peces plateados mientras cazaban sardinas. Varios barcos pequeños punteaban el lugar y nubes de aves marinas volaban en picado y se sumergían desde arriba, atraídas por la perspectiva de obtener comida. A Suniaton le habían informado bien y ninguno de los dos jóvenes había sido capaz de reprimir la sonrisa desde su llegada. Su misión era sencilla: uno remaba y el otro sumergía la red en el agua. Aunque habían visto épocas mejores, los hilos trenzados seguían siendo capaces de contener una buena captura. Las piezas de madera situadas a lo largo de la parte superior de la red la ayudaban a flotar, mientras las diminutas piezas plomadas tiraban del extremo inferior hacia el agua. Con el primer lanzamiento habían apresado casi una docena de atunes, más largos todos ellos que el antebrazo de un hombre. Los intentos subsiguientes resultaron igual de exitosos y ya tenían el fondo de la barca lleno de peces hasta media pantorrilla. Si la llenaban más corrían peligro de sobrecargar la embarcación.
—Una mañana productiva —declaró Suniaton.
—¿Mañana? —corrigió Hanno entrecerrando los ojos en dirección al sol—. Llevamos aquí menos de una hora. No podía haber sido más fácil, ¿no?
Suniaton le observó con expresión solemne.
—No te infravalores. Creo que nuestros esfuerzos se merecen un brindis. —Con una reverencia, extrajo una pequeña ánfora del fardo.
Hanno se echó a reír; Suniaton era incorregible.
Animado, Suniaton siguió hablando como si estuviera sirviendo a los invitados en un banquete importante.
—No es el vino más caro de la colección de mi padre, que yo recuerde, pero no obstante está pasable. —Valiéndose de su navaja, arrancó el precinto de cera y sacó el tapón. Se llevó el ánfora a los labios y dio un buen sorbo—. Aceptable —declaró, tendiéndole la vasija de barro.
—Inculto. Bebe poco a poco. —Hanno dio un sorbito y lo hizo circular por la boca tal como Malchus le había enseñado. El vino tinto tenía un sabor ligero y afrutado, pero pocas notas de fondo—. Yo diría que necesita unos cuantos años más.
—¿Y ahora quién es el pedante? —Suniaton le tiró un atún con el pie—. ¡Bebe y calla!
Hanno obedeció sonriente y bebió más esta vez.
—No te lo acabes —gritó Suniaton.
A pesar de sus protestas, el ánfora se vació rápidamente. Enseguida la pareja de hambrientos se abalanzaron sobre el pan, los frutos secos y la fruta que Suniaton había traído. Con la panza llena y el trabajo hecho, lo más natural del mundo era tumbarse y cerrar los ojos. Como no estaban acostumbrados a beber vino, enseguida se pusieron a roncar.
Hanno se despertó por culpa del viento frío que le azotaba el rostro. ¿Por qué se movía tanto la barca?, se preguntó vagamente. Tiritaba de frío. Abrió los ojos pegajosos y vio a Suniaton boca abajo delante de él, agarrado todavía al ánfora vacía. A sus pies, los montones de peces con ojos inertes y el cuerpo rígido. Al alzar la vista, Hanno sintió una punzada de temor. En vez del típico cielo azul, lo único que veía eran nubes imponentes de un color negro azulado. Venían del noroeste. Parpadeó porque no quería creerse lo que estaba viendo. ¿Cómo era posible que el tiempo hubiera cambiado tan rápido? Como si de una broma de mal gusto se tratara, al cabo de un instante a Hanno le cayeron las primeras gotas de lluvia en la cara vuelta hacia arriba. Escudriñó las aguas picadas y no vio ni rastro de los barcos pesqueros que les rodeaban antes. Tampoco avistaba tierra. Estaba realmente asustado.
Se inclinó y zarandeó a Suniaton.
—¡Despierta!
Recibió un gruñido de irritación a modo de respuesta.
—¡Suni! —Esta vez, Hanno le dio un bofetón.
—¡Eh! —se quejó Suniaton, incorporándose—. ¿A qué viene eso?
Hanno no respondió.
—Por todos los dioses, ¿dónde estamos? —gritó.
Cuando Suniaton miró a un lado y a otro todo rastro de ebriedad desapareció por completo.
—Por la sagrada Tanit que en los cielos está —susurró—. ¿Cuánto rato hemos dormido?
—No lo sé —masculló Hanno—. Mucho tiempo—. Señaló hacia el oeste, donde la luz del sol resultaba apenas visible detrás de las nubes de tormenta. Su posición les indicaba que la tarde tocaba a su fin. Se puso de pie con cuidado para no hacer volcar la barca. Se centró en el horizonte, donde el cielo se unía al amenazador mar y se pasó un buen rato intentando distinguir las murallas de Cartago que tan familiares le resultaban, o el promontorio escarpado situado al norte de la ciudad.
—¿Y bien? —Suniaton no fue capaz de disimular el miedo en la voz.
Hanno se sentó con pesadez.
—No veo nada. Estamos a quince o veinte estadios de la costa. Quizá más.
El poco color que había en el rostro de Suniaton se apagó. De forma instintiva, sujetó el tubo de oro que llevaba colgado del cuello con una correa. Estaba decorado con una cabeza de león en un extremo y contenía conjuros diminutos llenos de hechizos y oraciones protectoras destinadas a los dioses. Hanno llevaba uno parecido. Hizo un gran esfuerzo para no imitar a su amigo.
—Volveremos remando —anunció.
—¿Con este mar? —chilló Suniaton—. ¿Estás loco?
Hanno lo miró con furia.
—¿Qué otra opción nos queda? ¿Tirarnos al agua?
Su amigo bajó la mirada. Eran los dos unos nadadores consumados pero nunca habían recorrido distancias tan largas a nado, sobre todo en condiciones tan malas como aquellas.
Hanno tomó los remos del suelo y los colocó en los escálamos de hierro. Giró la proa redondeada del barco hacia el oeste y empezó a remar. Enseguida se dio cuenta de que sus esfuerzos iban a resultar en vano. La fuerza del oleaje era lo más potente que había notado en la vida. Era como una bestia embravecida y descontrolada al tiempo que el viento salvaje le otorgaba una voz terrorífica. Decidió no hacer caso del instinto y seguir dando paladas con una intensidad feroz. Echarse hacia atrás. Arrastrar los remos por el agua. Levantarlos. Inclinarse hacia delante, empujando la empuñadura entre las piernas. Repitió el proceso una y otra vez, haciendo caso omiso del palpitar que sentía en la cabeza y la boca seca, y maldiciendo su insensatez por haberse bebido todo el vino. «Si hubiera hecho caso a mi padre —pensó con amargura—, seguiría estando en casa. Seguro, en tierra firme.»
Hanno no paró hasta que los músculos de los brazos le temblaban del agotamiento. Sin necesidad de alzar la vista era consciente de que su posición había cambiado muy poco. Por cada tres paladas que avanzaban, la corriente los arrastraba por lo menos dos más mar adentro.
—¿Y bien? —gritó—. ¿Ves algo?
—No —repuso Suniaton con expresión sombría—. Échate a un lado. Me toca a mí y es nuestra mejor oportunidad.
«Nuestra última oportunidad», pensó Hanno observando el cielo que iba ennegreciéndose.
Cambiaron de sitio con mucho tiento en las pequeñas bancadas que la embarcación tenía como único accesorio. Por culpa de la masa de peces resbaladizos que tenían debajo, era incluso más difícil de lo normal. Mientras su amigo remaba, Hanno se afanaba por atisbar tierra por encima de las olas. Ninguno de los dos hablaba. No tenía sentido. La lluvia les tamborileaba en la espalda y, combinada con el ruido del viento, formaba una cacofonía estridente que impedía mantener una conversación con normalidad. La solidez de la embarcación era lo único que había impedido que volcaran.
Suniaton acabó cediendo los remos cuando ya no pudo más. Miró a Hanno. Tenía un destello de esperanza en la mirada.
Hanno negó con la cabeza una vez.
—¡Se supone que estamos en verano! —exclamó Suniaton—. Estos temporales no se producen sin previo aviso.
—Habrá habido señales —espetó Hanno—. ¿Por qué te crees que no hay más barcos? Deben de haberse dirigido a la costa cuando ha empezado a levantarse viento.
Suniaton se sonrojó y bajó la cabeza.
—Lo siento —musitó—. Es culpa mía. No tenía que haberle cogido el vino a mi padre.
Hanno lo agarró por la rodilla.
—No te culpes. No me has obligado a beber. Ha sido decisión mía.
Suniaton esbozó una media sonrisa a duras penas. Es decir, hasta que bajó la mirada.
—¡No!
Hanno siguió su mirada y vio que los atunes flotaban alrededor de sus pies. Estaban haciendo agua y la suficiente como para merecer acción inmediata. Intentó no ponerse histérico y empezó a lanzar a los preciados peces por la borda. Sobrevivir era mucho más importante que tener dinero. En cuanto el suelo estuvo despejado, no le costó nada encontrar un clavo suelto en uno de los tablones. Se quitó una sandalia y utilizó la suela de remaches metálicos para clavar el clavo, con lo que redujo la entrada de agua de mar. Por suerte llevaban un pequeño cubo a bordo que contenía piezas de plomo de recambio para la red. Hanno lo cogió y empezó a achicar agua con fuerza. Sintió un gran alivio al ver que enseguida la reducía a un nivel aceptable.
Un trueno ensordecedor retumbó por encima de su cabeza.
Suniaton gimió de miedo y Hanno se incorporó de repente.
El cielo había adoptado un amenazador color negro y el color amarillo blanquecino que se intuía en la profundidad de las nubes presagiaba la presencia de rayos. El viento, que aumentaba por momentos, provocaba una fuerte marejada. La tormenta estaba llegando a su apogeo. Entró más agua en la embarcación y Hanno redobló sus esfuerzos con el cubo. Ya habían dejado de plantearse la posibilidad de regresar a Cartago remando. Iban en una dirección concreta: el este. Hacia el centro del Mediterráneo. Intentó disimular el pánico que sentía.
—¿Qué será de nosotros? —preguntó Suniaton con voz lastimosa.
Como se dio cuenta de que su amigo esperaba una respuesta tranquilizadora, Hanno intentó pensar cómo infundirle cierto optimismo, pero fue incapaz. La única consecuencia posible era reunirse de forma prematura con Melcart, el dios de los mares.
En su palacio del fondo del mar.
2
Quintus
Cerca de Capua, Campania
Quintus se despertó poco después del amanecer, cuando los primeros rayos de sol se filtraron por la ventana. Poco propenso a holgazanear en la cama, el joven de dieciséis años apartó la manta. Con un licium, o taparrabos de lino, como única vestimenta se dirigió con paso tranquilo al pequeño santuario situado en la esquina más alejada de su habitación. Estaba profundamente emocionado. Hoy lideraría una cacería de osos por primera vez. Faltaba poco para su cumpleaños y su padre, Fabricius, quería celebrar su paso a la madurez como mandaban los cánones. «Adoptar la toga está muy bien —le había dicho la noche anterior—, pero por tus venas también corre sangre osca. ¿Qué mejor manera de demostrar el valor de un hombre sino matando al mayor depredador de Italia?»
Quintus se arrodilló ante el altar. Cerró los ojos y pronunció las oraciones habituales en las que pedía que él y su familia conservaran la salud y la riqueza. Luego añadió unas cuantas más. Que fuera capaz de encontrar el rastro de un oso y no perderlo. Que no le fallara el valor cuando llegara el momento de enfrentarse a la bestia. Que arrojara la lanza con rapidez y puntería.
—No te preocupes, hermano —dijo una voz desde atrás—. Hoy irá bien.
Sorprendido, Quintus se giró y se encontró a su hermana, que asomaba la cabeza por la puerta entreabierta. Aurelia tenía casi tres años menos que él y le encantaba dormir.
—Te has levantado temprano —dijo él con una sonrisa indulgente.
Ella bostezó y se pasó la mano por el pelo negro y abundante, como el de él pero más largo. Quedaba claro que eran hermanos pues tenían la misma nariz aquilina, la mandíbula ligeramente puntiaguda y los ojos grises.
—No podía dormir pensando en la cacería.
—¿Y estás preocupada por mí? —bromeó él, agradeciendo poder dejar a un lado sus preocupaciones.
Aurelia se internó en la habitación.
—Por supuesto que no. Bueno, un poco. De todos modos, le he rezado a Diana. Ella te guiará —declaró con solemnidad.
—Lo sé —contestó Quintus, demostrando una seguridad que no acababa de sentir. Inclinó la cabeza hacia las figuras del altar y se levantó. Introdujo la cabeza en el aguamanil de bronce que tenía junto a la cama y se secó el agua de la cara y los hombros con un paño—. Esta noche te lo contaré todo. —Se enfundó una túnica de manga corta y luego se sentó para atarse las sandalias.
Ella frunció el ceño.
—Lo quiero ver con mis propios ojos.
—Las mujeres no van de caza.
—Es tan injusto... —protestó.
—Hay muchas cosas injustas —repuso Quintus—. Tienes que aceptarlo.
—Pero tú me enseñaste a usar una honda.
—Quizá no fuera muy buena idea —masculló Quintus. Para su sorpresa, Aurelia había resultado ser una lanzadora excelente, lo cual, como cabe esperar, había redoblado su deseo de participar en actividades prohibidas—. Hasta ahora hemos conseguido salvaguardar nuestros secretos, pero imagínate la reacción de nuestra madre si se enterara.
—«Ya eres toda una mujercita —dijo Aurelia imitando a Atia, su madre—. Tal comportamiento no es propio de una señorita. Se acabó.»
—Eso mismo —repuso Quintus sin hacer caso del ceño fruncido de su hermana—. A saber lo que diría si se enterara de que montas a caballo. —No quería quedarse sin su compañera preferida, pero aquel asunto no dependía de él—. Así es la vida para las mujeres.
—Cocinar. Tejer. Cuidar del jardín. Supervisar a los esclavos. Qué aburrimiento —replicó Aurelia enérgicamente—. Nada parecido a cazar o a aprender a utilizar una espada.
—No puede decirse que tengas fuerza suficiente para manejar una lanza.
—¿Ah, no? —Aurelia se arremangó una manga del camisón y flexionó los bíceps. Sonrió al ver la sorpresa de él—. He estado levantando piedras como tú.
—¿Qué? —Quintus se quedó todavía más boquiabierto. Como estaba ansioso por ponerse el máximo en forma posible, había estado preparándose en el bosque situado por encima de la villa. Quedaba claro que no había ocultado bien sus huellas—. ¿Me has estado espiando? ¿E imitando?
Ella sonrió encantada.
—Por supuesto. En cuanto termino mis clases y obligaciones, me resulta fácil escabullirme.
Quintus meneó la cabeza.
—Eres una mujer decidida, ¿eh? —Convencerla de que lo dejara correr iba a resultar más difícil de lo que se imaginaba. Se alegraba de que no fuera su responsabilidad. Con cierto sentimiento de culpa, Quintus recordó oír a sus padres hablando de que pronto habría que buscarle un marido. Sabía que Aurelia iba a tomarse mal tal noticia.
—Ya sé que no podré hacerlo siempre —declaró entristecida—. Seguro que intentarán casarme dentro de poco.
Quintus disimuló su sorpresa. Aunque Aurelia no hubiera escuchado esa conversación en concreto, no era de extrañar que fuera consciente de lo que le esperaba. En ese caso, tal vez pudiera ayudarla, en vez de fingir que nunca ocurriría.
—Los matrimonios concertados tienen muchas ventajas —se aventuró a decir. Era cierto. Muchos nobles concertaban uniones para sus hijos que resultaban beneficiosas para ambas partes. Así funcionaba el país—. Pueden ser muy felices.
Aurelia le dedicó una mirada desdeñosa.
—¿Esperas que me lo crea? De todos modos, nuestros padres se casaron por amor. ¿Por qué no iba yo a hacer lo mismo?
—Su situación era inusual. No es probable que se repita contigo —replicó—. Además, nuestro padre velará por tus intereses, no solo los de la familia.
—Pero ¿seré feliz?
—Con la ayuda de los dioses, sí. Que es más de lo que yo puedo esperar —añadió, intentando quitarle hierro al asunto—. ¡Puedo acabar con una vieja bruja que me haga la vida imposible! —De todos modos, Quintus se alegraba de ser hombre. Sin duda acabaría casándose, pero sin prisas. Mientras tanto, Elira, una deslumbrante joven esclava de Illyricum satisfacía su libido adolescente. Formaba parte del servicio y dormía en el suelo del atrium, lo cual le permitía hacerla entrar a hurtadillas en su dormitorio con facilidad. Quintus llevaba dos meses acostándose con ella, desde que se percatara de que su mirada sensual iba dirigida a él. Que él supiera, nadie más estaba al corriente de su relación.
Al final, Aurelia sonrió.
—Eres demasiado guapo para que te pase eso.
Él se tomó el cumplido a risa.
—Es hora de desayunar —anunció, alejándose todavía más del espinoso tema del matrimonio.
Aurelia asintió y él se sintió aliviado.
—Tendrás que comer bien para tener energía durante la cacería.
A Quintus se le hizo un nudo en el estómago y el apetito que había tenido hacía tan poco rato, se desvaneció. Sin embargo, tendría que comer algo solo por guardar las apariencias.
Quintus dejó a Aurelia charlando con Julius, el esclavo paternalista que se encargaba de la cocina, y salió por la puerta. Apenas había comido y esperaba que Aurelia no se hubiera dado cuenta. Nada más internarse en el peristilo, o patio, se encontró con Elira. Llevaba un cesto de verduras y hierbas del huerto de la villa. Como de costumbre, le dedicó una mirada llena de deseo. Aquella mañana Quintus no estaba receptivo así que le dedicó una sonrisa mecánica y pasó de largo.
—¡Quintus!
Se sobresaltó. La voz era una de las más conocidas de la finca: Atia, su madre. Quintus no veía a nadie, lo cual significaba que probablemente estaba en el atrio, la zona principal donde residía la familia. Pasó corriendo junto a la fuente que repiqueteaba en el centro del patio con columnatas y entró en el fresco tablinum, la zona de recepción que conducía al atrio, y de allí al vestíbulo.
—Es una chica bien parecida.
Quintus se dio la vuelta y se encontró a su madre en la sombra que formaban las puertas, un buen punto desde el que observar lo que sucedía en el peristilo.
—¿Qué-qué? —tartamudeó.
—No tiene nada de malo acostarse con una esclava, por supuesto —declaró, acercándose. Como siempre, a Quintus le maravilló su aplomo y su enorme belleza. Como clara representante de la nobleza osca, Atia era menuda y daba gran importancia a su aspecto. Se había empolvado los pómulos con ocre. Lleva-
ba las cejas y el borde de las pestañas delineadas con ceniza. Una stola, o túnica larga, de color rojo oscuro ceñida a la cintura, complementada por un chal color crema. Llevaba la melena negro azabache recogida con horquillas de marfil y coronada con una diadema—. Pero no lo hagas con tanta frecuencia. Se les suben los humos a la cabeza.
Quintus se ruborizó. Nunca había hablado de sexo con su madre, y mucho menos de sus actividades al respecto. De todos modos, no le extrañaba que fuera ella quien había sacado el tema en vez de su padre. Fabricius era soldado, pero tal como le gustaba repetir a menudo, a su esposa solo le impedía serlo el sexo al que pertenecía. En la mayoría de los casos, Atia era más severa que él.
—¿Cómo lo sabes?
Los ojos grises de ella lo dejaron clavado en el sitio.
—Os he oído por la noche. Hay que estar sordo para no enterarse.
—Oh —susurró Quintus. No sabía dónde mirar. Mortificado, observó el intricado mosaico que tenía bajo los pies, deseando que se abriera y lo engullera. Y él que pensaba que habían sido tan discretos...
—No te preocupes. No eres el primer hijo de nobles que se acuesta con una esclava guapa.
—No, madre.
Ella hizo un gesto con la mano para restarle importancia al asunto.
—Tu padre hacía lo mismo cuando era más joven. Todos lo hacen.
A Quintus le sorprendió la repentina franqueza de su madre. Debía de formar parte del hecho de hacerse hombre, pensó.
—Ah.
—Con Elira supongo que no tendrás problemas. Es limpia —anunció Atia con brusquedad—. Pero elige bien a tus parejas de lecho. Cuando vayas a un burdel, que sea de los caros. Es muy fácil contraer enfermedades.
Quintus abrió la boca y la cerró. No preguntó a su madre cómo sabía que Elira era limpia. Como ornatrix de Atia, la ilírica tenía que ayudarla a vestirse cada mañana. Sin duda en cuanto Atia se enteró de su relación con él, la acribilló a preguntas.
—Sí, madre.
—¿Preparado para la cacería?
Le ponía nervioso su mirada escrutadora y se preguntó si notaba el miedo que sentía.
—Creo que sí.
Se sintió aliviado al ver que su madre no hacía ningún comentario.
—¿Has rezado a los dioses? —preguntó.
—Sí.
—Recemos otra vez.
Se dirigieron al atrio, iluminado por un orificio rectangular en el techo. El tejado descendente permitía que el agua de lluvia cayera en el centro de la estancia y fuera a parar a un estanque especialmente construido para ello. Las paredes estaban pintadas con colores vivos y en ellas se representaban hileras de columnas que conducían a otras estancias imaginarias. El efecto daba incluso mayor profundidad al espacio. Era la zona habitada central de la gran villa y a partir de ahí salían los dormitorios, el despacho de Fabricius y un cuarteto de almacenes. En una de las esquinas más próximas al jardín había un santuario.
Había un pequeño altar de piedra decorado con estatuas de Júpiter, Marte o Mamers, tal como lo llamaban los oscos, y Diana. De las lámparas de aceite planas y circulares situadas al lado de ellas brotaban llamas parpadeantes. Por encima, en la pared, colgaban efigies de los antepasados de la familia. La mayoría eran parientes de Fabricius: romanos, el pueblo belicoso que había conquistado Campania hacía más de un siglo pero, como muestra del respeto que su padre sentía por su esposa, había algunos antepasados de Atia: nobles oscos que habían vivido en la zona durante muchas generaciones. Como es natural, Quintus se sentía orgullosísimo de ambos orígenes.
Se arrodillaron el uno junto al otro bajo la tenue luz y formularon en silencio sus peticiones a las deidades.
Quintus repitió las oraciones que había pronunciado en su habitación. En cierto modo, aliviaron su temor pero sin hacerlo desaparecer por completo. Para cuando hubo terminado, el bochorno por lo de Elira había remitido. Sin embargo, le desconcertó que su madre le mirara fijamente cuando se levantó.
—Tus antepasados te protegerán —murmuró—. Para ayudarte en la cacería. Para guiar tu lanza. No lo olvides.
Su madre sí había visto su temor. Avergonzado, Quintus asintió de forma entrecortada.
—¡Aquí estáis! Os estaba buscando. —Fabricius entró en la estancia desde el vestíbulo. Era bajo y robusto, y el pelo cortado al rape era ahora más gris que castaño. Iba bien afeitado y era más rubicundo que Quintus, pero poseía la misma nariz aquilina y mandíbula potente. Ya llevaba la ropa de caza: una túnica vieja, un cinturón con una daga con la empuñadura de marfil y unas sandalias de cuero resistentes. Aunque fuera vestido de paisano, siempre tenía un aspecto militar—. ¿Has pronunciado tus oraciones?
Quintus asintió.
—Mejor que nos preparemos.
—Sí, padre. —Quintus lanzó una mirada a su madre.
—Ve —instó Atia—. Hasta luego.
Quintus se animó. «Debe de pensar que lo conseguiré», pensó.
—Es el momento de que elijas lanza. —Fabricius lo condujo a uno de los almacenes, donde guardaba las armas y las armaduras. Quintus solo había entrado en esa sala unas pocas veces, pero era su lugar preferido de la casa. Le embargó una oleada de emoción cuando su padre sacó una llave pequeña y la introdujo en la cerradura. Se abrió con un leve clic. Fabricius corrió el pestillo y abrió la puerta de par en par a fin de que entrara la luz del día.
Una tenue penum