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En las alturas se oía el canto de una alondra. La luz se posó, deslumbrante, sobre mis párpados cerrados, y con ella la melodía, que parecía una distante danza de agua. Abrí los ojos. Sobre mí el cielo se arqueaba y su invisible cantor se perdía en el luminoso y flotante azul de un día de primavera. Por todas partes se esparcía un dulce olor a nueces que me hizo pensar en el oro, en las llamas de las velas, en jóvenes amantes. Algo que no olía tan bien se movía a mi lado. Una ruda voz joven dijo:
—¿Señor?
Volví la cabeza. Estaba tendido en el césped, en una hondonada, rodeado de tojos llenos de flores doradas, de olor dulzón que, como llamas, brillaban a la luz del sol primaveral. Junto a mí había un muchacho arrodillado. Tenía unos doce años, iba sucio, con el pelo enmarañado, vestido con telas bastas, de un indefinido color marrón; su capa, hecha de harapos que apenas se mantenían juntos, mostraba innumerables rotos. Llevaba un cayado en la mano. Incluso sin haber notado su olor podría haber adivinado su oficio pues, a nuestro alrededor, su rebaño de cabras pacía entre los arbustos, comiendo las espinas tiernas.
Al moverme yo, el muchacho se puso rápidamente en pie y se echó hacia atrás. Me observaba, entre atemorizado y esperanzado, a través de su maraña de pelo. Todavía no me había robado. Miré el pesado bastón que tenía en la mano y, vagamente, a través de la bruma del dolor, me pregunté si podría defenderme contra aquel jovenzuelo. Pero al parecer, su esperanza se centraba únicamente en una recompensa. Señalaba hacia algo fuera del alcance de mi vista, al otro lado de los arbustos.
—He atrapado vuestro caballo. Lo tengo atado allí. Creía que habíais muerto.
Me incorporé y me apoyé sobre un codo. A mi alrededor, el día parecía oscilar y reverberar. Las flores de los arbustos, a contraluz, humeaban como incienso. El dolor se iba adormeciendo lentamente y la memoria, en cambio, volvía a fluir.
—¿Estáis herido?
—No tiene importancia... Es sólo la mano. Dentro de poco estaré perfectamente bien. ¿Has dicho que atrapaste mi caballo? ¿Me has visto caer?
—Sí. Estaba por allí. —De nuevo señaló hacia los arbustos; más allá de las flores amarillas, la tierra se elevaba suave y desnuda hasta un altozano de superficie redondeada, rota por una roca gris, llena de grietas y espinos; detrás de la colina, el cielo parecía ilimitado y mostraba una distancia vacía que hablaba del mar—. Os he visto venir por el valle desde la costa, cabalgando despacio. Pensé que estabais enfermo, o que quizá dormíais sobre el caballo. Entonces el animal ha dado un paso en falso, por un agujero seguramente, y os habéis caído. Ha sido ahora mismo; acabo de llegar a vuestro lado.
Calló, pero mantuvo la boca abierta. Noté el asombro en su rostro. Mientras hablaba, yo me había ido incorporando hasta quedarme sentado. Me apoyé en el brazo izquierdo y con todo cuidado deposité la mano derecha herida en mi regazo. Estaba tumefacta, llena de sangre coagulada a través de cuya masa corría, roja, más sangre fresca. Supuse que había caído sobre ella al tropezar el caballo. El desmayo había sido como un bálsamo piadoso. Ahora el dolor crecía de nuevo, en oleadas palpitantes, con los impulsos de una marea; sin embargo, el desfallecimiento había desaparecido, y aunque todavía dolorida por el golpe, tenía la cabeza serena.
—¡Madre de Dios! —El muchacho parecía enfermo de la impresión—. ¿Os lo hicisteis al caer del caballo?
—No, ha sido en una pelea.
—Pero no tenéis espada.
—La he perdido. No tiene importancia; me queda mi daga y una mano para usarla. No, no te asustes, ya ha terminado todo. Nadie te hará nada. Ahora, si me ayudas a montar, seguiré mi camino.
Me ofreció el brazo y me puse en pie. Estábamos al borde de una verdeante colina llena de tojos, con árboles solitarios que se elevaban aquí y allí y adoptaban extrañas formas a causa del fuerte y salado viento. Al otro lado de la espesura donde había caído, el suelo descendía en una abrupta pendiente mancillada por las huellas de ovejas y cabras. La pendiente terminaba en un valle estrecho y ventoso, a cuyo fondo corría un sonoro riachuelo sobre un lecho rocoso. No podía ver qué había al fondo del valle, pero a una milla de distancia, más allá del herbaje todavía invernal, se extendía el mar.
Desde la altura en que me hallaba se podían adivinar los enormes acantilados a lo largo de la costa, y al final del más lejano borde de tierra, empequeñecidas por la distancia, pude ver las torres.
El castillo de Tintagel, fortaleza de los duques de Cornualles. La inexpugnable fortaleza de roca que sólo podía ser tomada con engaño o por la traición de alguien del interior. La noche anterior yo había utilizado ambas estratagemas.
Un estremecimiento me recorrió el cuerpo. La noche pasada, en la salvaje oscuridad de la tormenta, el castillo había sido un lugar de dioses y de destino, de un poder dirigido hacia un lejano fin, de un poder del cual yo, de vez en cuando, poseía destellos. Y yo, Merlín, hijo de Ambrosio, a quien los hombres temían como profeta y visionario, había sido aquella noche tan sólo un instrumento del dios.
Por eso me había dado el don de la Visión, el poder que los hombres consideraban mágico. Desde esta remota y marina fortaleza vendría el único rey que podría limpiar de enemigos la Gran Bretaña y le daría tiempo para encontrarse a sí misma; el único que, siguiendo los pasos de Ambrosio, el último de los romanos, haría retroceder las frescas oleadas del Terror Sajón y, por último, mantendría íntegra la Gran Bretaña por largo tiempo. Eso era lo que yo había visto en las estrellas y oído en el viento: era yo, mis dioses me lo habían dicho, quien conseguiría que todo eso se produjera. Había nacido para ello. En aquel momento si todavía podía confiar en mis dioses, el niño prometido había sido concebido. Pero por su causa —por mi causa— habían muerto cuatro hombres.
En aquella noche flagelada por la tormenta y cobijada por la estrella del dragón, la muerte había sido cosa corriente; y los dioses esperaban, visibles, en cada esquina. Pero ahora, al amanecer, tras la tormenta, ¿qué quedaba de todo aquello? Un joven con una mano herida, un rey con su lujuria satisfecha y una mujer para la cual empezaba la penitencia. Y para todos nosotros, tiempo para recordar la muerte.
El muchacho me trajo el caballo. Me miraba con curiosidad, y la cautela se leía de nuevo en su rostro.
—¿Cuánto tiempo hace que estás aquí con tus cabras? —le pregunté.
—Un amanecer, y luego otro amanecer.
—¿Has visto u oído algo esta noche?
De súbito, la cautela se volvió temor. Bajó los párpados y permaneció con la vista fija en el suelo. Mostraba una cara ilegible, sin expresión, estúpida.
—Lo he olvidado, señor.
Me apoyé en el caballo y lo observé. En innumerables ocasiones me había encontrado con aquella clase de estupidez, con aquella tartamudez sin expresión: es la única armadura útil contra el miedo. Entonces dije amablemente:
—Sea lo que fuere que haya ocurrido esta noche, es algo que quiero que recuerdes, no que olvides. Nadie te hará daño. Dime lo que has visto.
Me miró en silencio, quizá durante más de diez segundos. No pude adivinar lo que estaría pensando. Lo que él veía no era muy estimulante: un hombre joven, alto, con una mano aplastada y ensangrentada, un hombre que iba sin capa, con la ropa manchada y desgarrada, con el rostro (no tenía la menor duda) agrisado por el cansancio, el dolor y la amargura de las heces de una noche de triunfo. En aquel momento, el muchacho asintió súbitamente y empezó a hablar.
—Esta noche, en la oscuridad he oído caballos cerca mí. Cuatro, creo. Pero no he visto ninguno. Luego, a las primeras luces del alba, ha habido dos más que los seguían. Iban muy rápidos. He pensado que se dirigían al castillo, pero desde donde estaba, allí en aquellas rocas, no he visto antorchas en la atalaya del acantilado ni en el puente que lleva a la puerta principal. Deben de haberse encaminado al valle de abajo. Después del amanecer he visto a dos jinetes que volvían; venían de la costa que queda bajo la roca del castillo. —Vaciló un momento—. Y luego, vos.
Lentamente, manteniendo mi mirada fija en la suya, dije:
—Escucha con atención y te diré quiénes eran los dos jinetes. Esta noche, en la oscuridad, el rey Uterpandragón hizo esta ruta conmigo y dos más. Ha ido a Tintagel, pero no ha entrado por la puerta principal ni por el puente. Ha cabalgado valle abajo hasta la orilla y luego ha escalado el sendero secreto que hay en la roca. Ha entrado en el castillo por el postigo. ¿Por qué sacudes la cabeza? ¿No me crees?
—Señor, todo el mundo sabe que el rey se peleó con el duque. Nadie puede entrar en el castillo, mucho menos el rey. Aun si hubiera encontrado la puerta oculta, nadie se hubiera atrevido a abrirle.
—Esta noche pasada han abierto. La duquesa Ygerne en persona ha recibido al rey en Tintagel.
—Pero...
—Espera —dije—. Te contaré cómo ha sucedido. Por arte de magia, el rey había cambiado su apariencia por la del duque, y sus acompañantes por la de los amigos del duque. La gente que les ha dejado entrar en el castillo creía que habían dado entrada al propio duque Gorlois, con Bretel y Jordán.
Bajo la suciedad, el rostro del muchacho palidecía. Comprendí que para él, como para la mayoría de la gente de esta tierra salvaje e ignorante, mis palabras de magia y encantamientos se entenderían tan fácilmente como las historias de amores y violencia entre reyes en otros lugares más elevados. El muchacho balbució:
—El rey..., ¿el rey ha estado en el castillo con la duquesa?
—Sí. Y el niño que nacerá será el hijo del rey.
Una larga pausa. El muchacho se humedeció los labios.
—Pe-pero... cuando el duque se entere...
—No lo sabrá nunca —le aseguré—. Ha muerto.
Se cubrió la boca con una mano temblorosa. Se apretó el puño contra los dientes. Sus desorbitados ojos iban de mi mano herida a las manchas de sangre de mis ropas y luego a la vaina vacía. Parecía con ganas de echar a correr, pero ni siquiera a eso se atrevía. Sin aliento, preguntó:
—¿Lo habéis matado vos? ¿Habéis matado vos al duque?
—Por supuesto que no. Ni yo ni el rey lo queríamos muerto. Murió en la batalla. Esta misma noche, sin tener noticias de que el rey había cabalgado en secreto hasta Tintagel, tu duque acometió al ejército del rey desde su fortaleza de Dimilioc y murió en el transcurso de la lucha.
El muchacho apenas parecía escuchar. Musitaba entre dientes:
—Pero... Los dos jinetes que he visto esta mañana... Era el duque en persona que venía de Tintagel. Lo he visto. ¿Creéis que no lo conozco? Era el duque con Jordán, su lugarteniente.
—No. Era el rey con su sirviente Ulfino. Ya te he dicho que el rey tomó la apariencia del duque. La magia también te ha engañado a ti.
Empezó a alejarse de mí.
—¿Cómo sabéis esas cosas? Vos..., vos habéis dicho que ibais con ellos. Esta magia... ¿Quién sois?
—Soy Merlín, el sobrino del rey. Me llaman Merlín el encantador.
Siguió retrocediendo hasta que chocó con un tojo. Mientras miraba a su alrededor para elegir mejor su escapatoria, levanté una mano.
—No tengas miedo, no te haré ningún daño. Anda, coge esto. Ven, cógelo. Ningún hombre de verdad teme al oro. Tómalo como recompensa por haber recuperado mi caballo. Y ahora, si quieres ayudarme a montarlo, seguiré mi camino.
Inició un movimiento hacia mí dispuesto a coger la moneda y huir, pero se detuvo y volvió rápidamente la cabeza. Vi que las cabras también habían cesado de comer hierba y miraban hacia el este con las orejas tiesas. Entonces oí ruido de caballos.
Cogí las riendas del caballo con la mano sana y busqué la ayuda del muchacho. Pero ya corría y azuzaba a las cabras ante sí. Lo llamé y cuando se volvió para mirarme le lancé la moneda. La atrapó al vuelo y se alejó corriendo declive arriba, con las cabras saltando a su alrededor.
El dolor me asaltó de nuevo, sacudió todos los huesos de mi mano herida. Las costillas magulladas crujían y me ardían en los costados. Noté que empezaba a sudar y, a mi alrededor, el día primaveral oscilaba y se cubría de nuevo de bruma. El ruido de los caballos que se acercaban parecían dolorosos martillazos que se ensañaban con mis huesos. Me apoyé en la silla del caballo y esperé.
Era el rey que cabalgaba de nuevo hacia Tintagel, esta vez por el camino principal, a pleno día y en compañía de sus hombres. Venían a medio galope por el camino de Dimilioc, los cuatro de frente. Encima de la cabeza de Úter, el estandarte del Dragón mostraba su rojo sobre oro a la luz del sol. El rey volvía a ser él mismo; el gris de su disfraz había desaparecido de su cabello y barba; la corona real relampagueaba en el escudo. La capa, de escarlata real, se extendía a su espalda sobre los flancos de su brillante montura. Su rostro se veía sereno, calmado y dispuesto; la mirada era fría, cansada, pero por encima de todo brillaba una especie de satisfacción. Cabalgaba hacia Tintagel. Tintagel era finalmente suyo con todo lo que encerraba dentro de sus muros. Para él, aquello era una meta conseguida.
Era imposible que Úter no me viera, pero ni siquiera me miró. En los ojos de la tropa que le seguía descubrí curiosas miradas de reconocimiento. Ninguno de aquellos hombres había estado antes allí, pero ya debía de haber corrido el rumor de lo que había sucedido aquella noche en Tintagel y del papel que yo había representado para realizar el deseo del rey. Quizá las almas más sencillas de los seguidores del rey esperaran que éste fuera agradecido; que me recompensara; por lo menos que me reconociera. Pero yo, que había pasado toda mi vida entre reyes, sabía que donde había a la vez reproche y gratitud, el reproche debía demostrarse antes que la gratitud o, de lo contrario, quedaría en entredicho el honor del rey. Úter sólo veía que, debido a lo que él consideraba un fallo de mi pronóstico, el duque de Cornualles había muerto mientras él estaba con la duquesa. No había podido presenciar la muerte del duque porque los dioses, bajo la irónica máscara de su sonrisa, habían demostrado que querían que los hombres hicieran su voluntad. Pero Úter, que tenía poca confianza en los dioses, pensaba que, de haber esperado un día, habría podido hacer el camino de la noche pasada con todos los honores y a la vista de los hombres. Su furor contra mí era auténtico, pero aunque no hubiera tenido razón de ser, comprendí que habría encontrado algo que reprocharme: sintiera lo que sintiese por la muerte del duque —y no podía menos que pensar que era una puerta milagrosamente abierta para su matrimonio con Ygerne— tenía que demostrar compunción en público. Y yo era la víctima propiciatoria.
Uno de los oficiales —se trataba de Cayo Valerio, que cabalgaba al lado del rey— se inclinó hacia él y le dijo algo, pero Úter pareció no haber oído nada. Vi que Valerio se volvía, vacilante, para mirarme. Luego, con un gruñido que era una especie de saludo, continuó cabalgando. Sin sorprenderme, los vi alejarse.
El sonido de los cascos disminuyó pronto. Encima de mi cabeza, entre batir de alas, el canto de la alondra dejó de oírse, y el silencio descendió sobre la pradera.
No muy lejos de mí, una roca sobresalía entre las hierbas. Llevé el caballo hacia allí y, como pude, encaramándome sobre la roca, monté en la silla. Dirigí el animal hacia el norte, hacia el norte, hacia Dimilioc, donde estaba el ejército del rey.
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Las lagunas en la memoria pueden ser beneficiosas. No recuerdo haber llegado al campamento, pero cuando horas más tarde salí de las brumas de fatiga y dolor, estaba puertas adentro y en la cama.
Me desperté en la oscuridad; sólo vislumbraba una débil y vacilante luz que sería de una antorcha o una vela; era una luz nebulosa, con colores y sombras, mezclada con el olor a humo de leña y, en la distancia, con el gorgoteo del agua. Pero incluso aquella cálida y amable conciencia fue demasiado para mis esforzados sentidos. Pronto cerré los ojos y me sumergí de nuevo en la oscuridad. Creo que por unos momentos pensé que estaba otra vez al borde del otro mundo, donde la visión se agita y las voces hablan desde las sombras, donde la verdad viene con la luz y con el fuego. Pero el dolor de mis ardientes músculos y el fiero mordisco de mi mano me convencieron de que todavía me hallaba en el mundo de la luz y que las voces que murmuraban cerca de mí en la oscuridad eran tan humanas como la mía.
—Bueno, eso es todo por el momento. Las costillas son lo que está peor, aparte de la mano, y se curarán pronto. Sólo están resentidas.
Experimenté la vaga sensación de que aquella voz me era conocida. En cualquier caso, sabía de quién se trataba; el fresco vendaje era diestro y firme, hecho por un maestro. Intenté de nuevo abrir los ojos, pero tenía los párpados fuertemente pegados con sudor y sangre seca. El calor me envolvió en oleadas soñolientas y dio peso a mis músculos. Había un olor dulce y denso. «Deben de haberme dado adormidera —pensé—, o me han aturdido con humo antes de curarme la mano.» Me dejé llevar de nuevo hacia la orilla del sueño. A través de la oscuridad, las voces se oían suavemente.
—Deja de mirarlo y acércame el cuenco. En este estado está a salvo, no temas. —Era el doctor quien hablaba.
—Bueno, bueno, pero es que uno oye contar tantas cosas...
Hablaban en latín, pero los acentos eran diferentes. La segunda voz era extranjera; no era germana, ni tampoco de ninguna parte del mar Medio. Siempre había sido muy apto para las lenguas y ya desde niño hablaba varios dialectos célticos, además del sajón, y también sabía griego. Pero no podía situar aquel acento. ¿Asia Menor, quizá? ¿Arabia?
Unos hábiles dedos movieron mi cabeza sobre la almohada. Luego me retiraron el cabello para limpiar los rasguños.
—¿No lo habías visto nunca?
—No. No lo imaginaba tan joven.
—No es tan joven. Debe de tener unos veintidós años.
—Pero ha hecho tantas cosas. Dicen que su padre, el Gran Rey Ambrosio, en los últimos tiempos nunca daba un paso sin consultárselo. Dicen que ve el futuro en la llama de una vela y que puede ganar una batalla desde la cima de una colina, a una milla de distancia.
—De él se diría cualquier cosa. —La voz del doctor era prosaica y tranquila. «En la Pequeña Bretaña —pensé—, debo de haberlo conocido en la Pequeña Bretaña.» Su suave latín tenía una especie de deje que yo recordaba, sin saber exactamente de qué—. Pero la verdad es que Ambrosio valoraba sus consejos.
—¿Es cierto que reconstruyó la Danza de los Gigantes, que ahora llaman las Piedras Colgantes, cerca de Amesbury?
—Completamente cierto. Cuando era niño y vivía en la Pequeña Bretaña con su padre y su ejército estudió ingeniería. Lo recuerdo hablando con Tremorino, que era el jefe de ingenieros del ejército, sobre el proyecto de levantar las Piedras Colgantes. Pero no sólo aprendió ingeniería. Aun siendo tan joven, sabía más de medicina que muchos hombres que he conocido y que la practican como medio de vida. Era la última persona que esperaba encontrar en un hospital de campaña. Quién sabe por qué ha decidido venir a este rincón de Gales olvidado de Dios... Por lo menos yo no sé qué pensar. Él y el rey Úter nunca se llevaron bien. Dicen que Úter estaba celoso de la atención que su hermano, el rey, prestaba a Merlín. En cualquier caso, después de la muerte de Ambrosio, Merlín se retiró no se sabe a dónde y nadie lo volvió a ver hasta ese asunto de Úter y la duquesa de Gorlois. Y al parecer eso no le ha traído más que problemas... Trae el cuenco aquí, más cerca, mientras le lavo la cara. No, aquí. Está bien.
—Por lo que parece, es una herida de espada, ¿no?
—Un profundo rasguño con la punta, diría yo. Parece más grave de lo que es, con toda esa sangre. Ha tenido suerte, un par de dedos más y le habría alcanzado el ojo. Bien, ya está limpio. No dejará cicatriz.
—Parece muerto, Gandar. ¿Se recobrará?
—Naturalmente. ¿Por qué no? —Incluso a través de la calma producida por el nepente reconocí aquella seguridad profesional—. Excepto las costillas y la mano, sólo tiene cortes y rasguños. Me atrevería a esperar una fuerte reacción por parte de lo que le ha impulsado estos últimos días. Sólo necesita dormir. Acércame un bálsamo, por favor. Está en el jarro verde.
El ungüento se sentía frío sobre mi mejilla magullada. Olía a valeriana; a nardo, en el jarro verde... Yo lo preparaba en casa. Valeriana, melisa, aceite de nardo... Aquel aroma me transportó a los musgos de la orilla del río donde el agua corre cantarina, donde yo recogía los fríos berros, el bálsamo y el dorado musgo...
No, lo que oía era el agua que vertían al otro extremo de la estancia. Él había terminado y se había ido a lavar las manos. Las voces me llegaban desde más lejos.
—El hijo bastardo de Ambrosio, ¿eh? —El extranjero era curioso—. ¿Quién fue su madre, entonces?
—Era la hija de un rey de Gales del Sur, de Maridunum, en Dyfed. Dicen que heredó de ella la Visión. Pero no el aspecto exterior: es el espejo del último rey, mucho más de lo que se le parecía Úter. El mismo color de la tez, los ojos negros y el cabello también negro. Recuerdo la primera vez que lo vi en la Pequeña Bretaña, cuando era niño; parecía salido de las colinas huecas. Y a veces hablaba como si viniera de aquellas profundidades; es decir, siempre que hablaba lo parecía. No dejes que sus maneras tranquilas te engañen; en él hay algo más que erudición, suerte y astucia: hay poder, un poder real.
—Entonces, ¿las historias que se cuentan sobre él son ciertas?
—Son ciertas —dijo Gandar llanamente—. Vamos, ahora se las puede arreglar solo. No es necesario que estemos a su lado. Puedes dormir un poco, yo haré las rondas y vendré a echar un vistazo antes de ir a dormir. Buenas noches.
Las voces se desvanecieron. Vinieron otras que también se apagaron en la oscuridad, pero eran voces sin sangre, pertenecientes al aire. Quizá debería haber esperado, tenía que haberme mantenido despierto para escuchar, pero me faltó valor.
Me sumergí en el sueño, que me envolvió como una sábana, adormeciendo el dolor y sumergiéndome en una benigna oscuridad.
Cuando abrí los ojos de nuevo lo hice en la penumbra iluminada sólo por una quieta luz de vela. Me hallaba en una pequeña habitación de techo de piedra abovedado y paredes burdas en donde las pinturas, en otro tiempo brillantes, se habían oscurecido y difuminado con la oscuridad y el descuido. Pero la estancia era limpia. El suelo de pizarra estaba bien barrido y las mantas que me cubrían olían a limpio, eran gruesas y estaban ricamente trabajadas con dibujos brillantes.
La puerta se abrió suavemente y entró un hombre. Al principio, a causa del fuerte contraluz sólo pude distinguir que se trataba de alguien de mediana estatura, anchos hombros y complexión maciza. Vestía una túnica larga y sencilla e iba tocado con un gorro. Cuando se acercó a la luz de la vela descubrí que era Gandar, el jefe de los médicos que trabajaban en el ejército del rey. Se quedó de pie a mi lado, sonriendo.
—Ya nos volvemos a encontrar.
—¡Gandar! Qué alegría verte. ¿Cuánto tiempo he dormido?
—Desde ayer al anochecer y es pasada ya la medianoche. Era lo que necesitabas. Cuando te trajeron aquí parecías muerto, pero hay que decir que al estar desmayado me facilitaste el trabajo.
Eché una ojeada a la mano que descansaba, vendada con pulcritud, sobre el cobertor. Sentía el cuerpo envarado y dolorido debajo de las mantas, pero el fiero dolor se había convertido en una soportable molestia. Tenía la boca hinchada, todavía con gusto a sangre mezclado con el sabor dulzón de las drogas medicinales, pero el dolor de cabeza había desaparecido y la herida de la cara ya no me dolía.
—Me alegra que estuvieras aquí para curarme —dije; intenté mover la mano pero no pude—. ¿Se curará?
—Con la ayuda de la juventud y de la carne sana, sí. Había tres huesos rotos, pero creo que ahora ya está arreglado. —Me miró con curiosidad—. ¿Cómo fue? Parecía como si un caballo te hubiera pateado hasta hundirte las costillas, pero el corte de la cara era una herida de espada, ¿verdad?
—Sí, fue en una pelea.
Levantó las cejas con incredulidad.
—Si se trató de una pelea, debió de llevarse a cabo según unas reglas de las que nunca he oído hablar. Cuéntame... No, espera, todavía no. Estoy sobre ascuas, todos lo estamos, por saber qué ocurrió, pero antes debes comer.
Fue hacia la puerta y llamó. De inmediato acudió un criado con un cazo de caldo y un trozo de pan. Al principio no podía masticar el pan, pero lo mojé en el caldo y pude comérmelo. Gandar acercó un taburete junto a la cama y esperó en silencio hasta que hube terminado. Finalmente, dejé el cazo a un lado. Él lo cogió y lo depositó en el suelo.
—¿Te sientes con fuerzas para hablar, ahora? Los rumores vuelan como mosquitos. ¿Sabías que Gorlois ha muerto?
—Sí. —Miré a mi alrededor—. Estamos en Dimilioc, ¿verdad? ¿Se rindió la fortaleza cuando el duque murió?
—Abrieron las puertas tan pronto como el rey regresó de Tintagel. Úter ya conocía la noticia de la refriega y de la muerte del duque. Al parecer, los hombres del duque, Bretel y Jordán, cabalgaron hasta Tintagel tan pronto como el duque cayó, para dar la noticia a la duquesa. Pero tú debes saberlo: estabas allí. —Se calló bruscamente al comprender las implicaciones—. ¡Eso es! ¿Bretel y Jordán os atacaron, a ti y a Úter?
—A Úter no. Ni siquiera lo vieron; todavía estaba con la duquesa. Yo estaba fuera con mi criado Cadal..., ¿te acuerdas de Cadal? Guardábamos las puertas. Cadal mató a Jordán y yo a Bretel. —Con mi boca entumecida esbocé la mueca de una sonrisa—. Sí, puedes mirarme. Era mucho más fuerte que yo, como puedes ver. ¿Te extraña que peleara sucio?
—¿Y Cadal?
—Muerto. ¿Crees, de lo contrario, que Bretel me hubiera atacado?
—Ya comprendo. —Contempló de nuevo brevemente la envergadura de mis heridas; cuando volvió a hablar su voz era seca—. Cuatro hombres. Contigo, cinco. Es de esperar que el rey se dé cuenta del alto precio pagado.
—Sí —contesté—. Y si no lo ha hecho, no tardará mucho.
—Oh, claro, todo el mundo lo sabe. Dale tiempo para explicar al mundo que él no tiene culpa alguna en la muerte de Gorlois, dale tiempo para cubrirse de honores, para que pueda casarse con la duquesa... ¿Sabes que volvió a Tintagel? Os debisteis cruzar en el camino.
—Sí —dije secamente—. Nos cruzamos a unos pasos de distancia.
—¿Y no te vio? O quizá... Pero de todas formas tenía que saber que estabas herido. —Entonces comprendió el tono de mi voz—. ¿Quieres decir que te vio y dejó que cabalgaras solo hasta aquí?
Vi perfectamente que estaba más horrorizado que sorprendido. Gandar y yo éramos viejos conocidos y no necesité decirle cómo eran mis relaciones con Úter, aun cuando Úter fuera el hermano de mi padre. Desde el principio Úter se había resentido por el amor que su hermano demostraba hacia su hijo bastardo, y medio temía, medio despreciaba, mis poderes de visión y profecía. Con todo, Gandar dijo calurosamente:
—Pero dado que lo habías hecho por él...
—Por él, no. Lo que he hecho ha sido cumplir una promesa que le hice a Ambrosio. Fue la confianza que dejó depositada en mí para el bien de su reino.
No dije nada más. No tenía sentido hablar con Gandar de dioses y visiones. Como Úter, sólo creía en las cosas de la carne.
—Dime —pregunté—. Esos rumores de los que has hablado, ¿qué dicen? ¿Qué cree el pueblo que sucedió en Tintagel?
Echó una mirada por encima de su hombro. La puerta estaba cerrada pero, no obstante, bajó la voz.
—Lo que cuentan es que Úter ya había estado en Tintagel con la duquesa Ygerne y que fuiste tú quien lo llevó allí y le mostró la manera de entrar. Dicen que, por arte de magia, diste al rey la apariencia del duque para que, de esta manera, pasara entre los guardias y entrara en el dormitorio de la duquesa. Y dicen más que eso: comentan que ella se lo llevó a la cama, la pobre dama, pensando que era su esposo, y que cuando Bretel y Jordán le trajeron la noticia de la muerte de Gorlois, tenía a «Gorlois» junto a ella, sano y salvo, tomando el desayuno. Por todos los diablos, Merlín, ¿de qué te ríes?
—Dos días y dos noches —dije—, y la leyenda ya ha tomado cuerpo sola. Bueno, supongo que eso es lo que los hombres creen y seguirán creyendo siempre. Y quizás es mejor eso que la verdad.
—¿Y cuál es la verdad?
—Que no hubo magia alguna en la entrada a Tintagel; sólo disfraz y traición humana.
Entonces le conté los hechos exactamente como habían sucedido y tal como se los relaté al pastor de cabras.
—Ya ves, Gandar, yo mismo esparcí la semilla. Los nobles y los consejeros del rey tienen que saber la verdad, pero la gente del pueblo se encontrará con una historia de magia, y Dios sabe que una duquesa intachable es preferible, y es más fácil de creer que la verdad.
Gandar permaneció un rato en silencio.
—Así pues, la duquesa lo sabía —dijo finalmente.
—Sí, de lo contrario no habríamos podido entrar. No puede decir que se tratara de una violación, Gandar. No, la duquesa lo sabía.
De nuevo permaneció largo rato en silencio. Luego dijo sentenciosamente:
—«Traición» es una dura palabra.
—Es la palabra apropiada. El duque era amigo de mi padre y confiaba en mí. Nunca hubiera pensado que ayudaría a Úter en su contra. Sabía lo poco que me preocupaban los caprichos de Úter y nunca habría imaginado que los dioses querrían que yo lo ayudara a satisfacer éste precisamente. Incluso a pesar de que no le hubiera ayudado directamente seguiría siendo traición, y tendremos que sufrir por ello..., todos nosotros.
—No el rey —dijo enérgicamente Gandar—. Lo conozco y dudo que experimente siquiera un sentimiento de culpa pasajero. Tú eres el único que sufres por ello, Merlín, puesto que eres el único que llamas a las cosas por su nombre.
—Ante ti —dije—. Para los demás hombres debe seguir siendo una leyenda de magia, como los dragones que lucharon a mis órdenes en Dinas Emrys y como la Danza de los Gigantes que llegó a Amesbury flotando por el aire y el agua. Pero tú viste lo que hizo aquella noche Merlín, el mago del rey. —Hice una pausa, cambié la mano de posición, pero sacudí la cabeza al ver la pregunta que había en su rostro—. No, no, déjalo. Ya está mejor. Gandar, hay otra verdad que se debe saber sobre esta noche. Nacerá un niño. Tómalo como una esperanza o como una profecía, como quieras, pero por Navidad nacerá un niño. ¿Ha dicho Úter cuándo se casará con la duquesa?
—Tan pronto como lo permita la decencia. ¡Decencia! —repitió la palabra entre estremecimientos de risa; luego se aclaró la garganta—. El cuerpo del duque está aquí, pero dentro de un día o dos lo trasladarán a Tintagel para enterrarlo. Luego, después de los ocho días de luto, Úter se casará con la duquesa.
Reflexioné unos momentos.
—Gorlois tiene un hijo de su primera esposa. Se llama Cador y ahora debe de tener unos quince años. ¿Has oído decir qué ha sido de él?
—Está aquí. Estuvo en la batalla, al lado de su padre. Nadie sabe qué ocurrió entre él y el rey, pero el rey ha concedido la libertad a todas las tropas que lucharon contra él en la acción de Dimilioc y, además, ha dicho que Cador será confirmado como duque de Cornualles.
—Sí —dije—. Y el hijo de Ygerne y Úter será rey.
—¿Con Cornualles como enemigo?
—Si lo es —dije con fatiga—, ¿quién puede reprochárselo? El pago puede ser demasiado largo y demasiado duro, incluso el de una traición.
—Bien —dijo Gandar súbitamente animado y recogiendo su túnica—, tiempo al tiempo. Y ahora, joven, será mejor que descanses un poco. ¿Quieres beber algo para dormir?
—No, gracias.
—¿Cómo está la mano?
—Mejor. No es nada grave, lo noto con claridad. No te daré más trabajo, Gandar, así que deja de tratarme como a un enfermo. Me siento bien ahora que he dormido. Vete a la cama. Buenas noches.
Cuando salió, permanecí tendido escuchando el sonido del mar e intentando reunir en la oscuridad el valor que necesitaba para visitar al difunto.
Con valor o sin él, pasó otro día antes de encontrarme con fuerzas suficientes para salir de la habitación. Luego, a oscuras, me encaminé al salón en donde habían colocado el cadáver del viejo duque. Al día siguiente se lo llevarían a Tintagel para enterrarlo junto a sus antepasados. Ahora yacía solo, rodeado por los guardias, en la gran sala llena de ecos en donde había celebrado banquetes con sus pares, en donde había dada las órdenes para su última batalla.
La estancia era fría y silenciosa. Sólo se oía el rumor del viento y del mar. La dirección del viento había cambiado y ahora soplaba desde el noroeste, trayendo consigo el frío y una promesa de lluvia; en las ventanas no había cristales ni cortinas y la brisa hacía vacilar las llamas de las antorchas colocadas en sus argollas de hierro, las inclinaba, las oscurecía y echaba humo que ennegrecía las paredes. Era un lugar inhóspito, desnudo de pintura, de muebles y de madera tallada; te recordaba que Dimilioc era simplemente una fortaleza para soldados en guerra y era dudoso que Ygerne hubiera estado nunca allí. Las cenizas del hogar tenían muchos días y la leña medio quemada verdeaba de humedad.
El cuerpo del duque yacía en un alto féretro situado en el centro de la estancia, cubierto con su capa de guerra. El color escarlata con el doble borde plateado y la divisa blanca del Jabalí eran los mismos que yo había visto al lado de mi padre en la batalla. También había visto aquellos colores sobre Úter cuando lo guiaba hacia el castillo de Gorlois y hacia su cama. Ahora los pesados pliegues colgaban hasta el suelo y, debajo de ellos, el cuerpo se había encogido y aplastado, no era más que la vaina de aquel alto anciano que recordaba. Habían dejado su rostro al descubierto. La carne se había encogido, era gris como el sebo reutilizado, y el rostro era solamente una calavera moldeada que parecía el fantasma del Gorlois que yo había conocido. Las monedas depositadas sobre sus ojos ya se habían hundido en la carne y el cabello le quedaba oculto por el yelmo, pero la familiar barba gris sobresalía por encima de la divisa del Jabalí, sobre el pecho.
Mientras caminaba con suavidad sobre el suelo de piedra me preguntaba bajo qué dios había vivido Gorlois y hacia qué dios había encaminado sus pasos al morir. No había nada que lo mostrara. Los cristianos, al igual que otros hombres, ponen monedas sobre los ojos de los muertos. Recordaba otros féretros con una muchedumbre de espíritus esperando por los alrededores; allí no había nada. Pero puesto que hacía tres días que había muerto, quizá su espíritu ya se había ido a través de aquel desnudo y ventoso hueco del muro. Quizá ya estaba demasiado lejos para permitirme hacer las paces con él.
Permanecí al pie del féretro del hombre a quien había traicionado, el amigo de mi padre Ambrosio, el gran rey. Recordé la noche en que había ido a pedirme ayuda para su joven esposa. Me había dicho: «En estos momentos no hay muchos hombres en quienes confíe, pero confío en ti. Eres el hijo de tu padre.» No le respondí; sólo contemplé a la luz de las antorchas su rostro rojo como la sangre y esperé mi oportunidad de guiar al rey hasta la cama de su esposa.
Es un gran don poder ver los espíritus y oír a los dioses que se mueven a nuestro alrededor; pero este don es, a la par, luz y sombra. Las formas de la muerte se ven tan claras como las de la vida. Uno no puede ser visitado por el futuro sin ser herido por el pasado; no se puede gozar del bienestar y de la gloria sin probar el amargo tormento y la furia de los propios hechos pasados. Fuera lo que fuese lo que esperaba encontrar cerca del cuerpo muerto del duque de Cornualles, no me proporcionaría bienestar ni paz. Un hombre como Uterpandragón, un hombre que mata en batalla abiertamente y a la vista de todos, no pensaría en él más que como hombre muerto. Pero yo, que obedeciendo a los dioses había confiado en ellos al igual que el duque había confiado en mí, sabía que tenía que pagar, tenía que pagar íntegramente. Para eso había venido, pero sin atisbo de esperanza.
En la estancia había luz, la luz de las antorchas, y fuego. Yo era Merlín. Sería capaz de alcanzarlo. En otras ocasiones había hablado con la muerte. Seguí de pie contemplando las vacilantes antorchas. Esperaba.
Lentamente, por toda la fortaleza oí cómo los ruidos menguaban hasta convertirse en silencio cuando, por fin, los hombres iban a descansar. El mar rugía y golpeaba la tierra debajo de la ventana, el viento sacudía el muro, y los helechos que crecían entre las grietas susurraban y daban suaves golpecitos. Una rata se deslizó sigilosamente en algún lugar de la estancia. La resina burbujeaba en las antorchas. Dulzón y pestilente a través del denso humo, olí el hedor de la muerte. La luz de las antorchas parpadeaba plana e inexpresiva desde las monedas colocadas sobre los ojos muertos.
El tiempo pasaba. La llama me dañaba los ojos y el dolor de la mano, como si fuera un salvaje grillete, me mantenía acorralado en mi cuerpo. Mi espíritu se perdía en la nada, ciego como la muerte. Capté susurros, fragmentos de pensamientos de los guardias dormidos, pensamientos que significaban tan poca cosa como el rumor de su respiración. También oía el crujido del cuero y del metal cuando se movía involuntariamente, de vez en cuando. Y nada más. El poder que se me había dado había desaparecido de mí aquella noche en Tintagel, con el esfuerzo realizado para matar a Bretel. Se había alejado de mí y actuaba, pensé, en el cuerpo de una mujer, en Ygerne, tendida ahora junto al rey en aquella formidable península de Tintagel, a diez millas al sur. No tenía nada que hacer allí. El aire, sólido como la piedra, no se dejaría atravesar por mí.
Uno de los guardias, el que tenía más cerca, se movió inquieto y la punta de su lanza rascó sobre la piedra del suelo. El sonido atravesó el silencio. Sin darme cuenta, miré hacia él y vi que me observaba.
Era joven, rígido como su propia lanza. Tenía los puños blancos de tanto apretar el arma. Los fieros ojos azules bajo sus pobladas cejas me observaban sin fulgor. Con un sacudida que atravesó mi cuerpo como el golpe de una lanza, lo reconocí. Eran los ojos de Gorlois. Era el hijo de Gorlois, Cador de Cornualles, que estaba entre mí y la muerte, vigilándome, con odio.
Por la mañana se llevaron el cadáver de Gorlois hacia el sur. Gandar me contó que, tan pronto como lo enterraran, Úter planeaba regresar a Dimilioc para unirse a sus tropas hasta el momento de desposar a la duquesa. Yo no tenía intención de esperar hasta su regreso. Pedí provisiones, cogí el caballo y, a pesar de las protestas de Gandar de que no me encontraba suficientemente fuerte como para hacer el viaje, me dirigí sin compañía hacia mi valle de Maridunum, hacia la cueva de la colina que el rey me había prometido que sería siempre mía, pasara lo que pasase.
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Durante mi ausencia nadie había entrado en la cueva. No era de extrañar, puesto que el pueblo me tenía miedo como mago que era, y, además, era comúnmente sabido que el propio rey me había garantizado la colina de Bryn Myrddin. Al dejar el camino principal, junto al molino de agua, y adentrarme en el húmedo valle que conducía a la cueva que se había convertido en mi hogar, no vi a nadie, ni siquiera al pastor que generalmente guardaba las ovejas que pacían en los declives pedregosos.
En la parte baja del valle los troncos de árboles y arbustos eran gruesos; las encinas todavía mecían sus hojas marchitas; los castaños y los sicomoros crecían muy juntos luchando por la luz, y los acebos eran negros y brillantes, entre las hayas. Luego los árboles se volvían más delgados y el sendero escalaba a lo largo de la pared del valle, con la corriente que serpenteaba al fondo, a la izquierda. A la derecha subía la pendiente llena de hierba, manchada de pedregales; se elevaba bruscamente hacia las rocas que coronaban la colina. La hierba todavía blanqueaba a causa de la temperatura, pero entre los enmohecidos zarzales del año anterior las hojas de las campanillas se veían verdes y brillantes, y los majuelos ya echaban brotes. En algún lugar balaban los corderos. Estos balidos y el graznido de un halcón en lo alto de los riscos, el crujido de las ramas muertas que mi caballo pisaba al trotar, eran todos los sonidos del valle. Estaba en mi hogar, para confortarme con la sencillez y la tranquilidad.
El pueblo no me había olvidado y la noticia de mi vuelta ya debía haber corrido. Cuando desmonté en el espinar que crecía bajo el acantilado, al ir a atar el caballo en el establo me encontré con que la cama había sido renovada con ramas frescas de helecho y que un manojo de forraje colgaba del gancho junto a la puerta; y cuando subí al pequeño terraplén de césped que se extendía frente a mi cueva, encontré queso y pan tierno envuelto en paños limpios, así como una bota de piel de cabra llena del vino del país, aquel vino áspero y amargo. Lo habían dejado todo para mí junto a la fuente.
Era una fuente pequeña, un chorro de agua pura que manaba de una hendidura de la roca junto a la entrada de la cueva. El agua manaba a veces en abundante flujo, a veces sólo como un débil resplandor sobre el musgo, y caía dentro de un pequeño cuenco de piedra. Sobre la fuente estaba la pequeña estatua del dios Myrddin, el dios de los espacios aéreos encontrado entre los helechos. Debajo de sus pies de madera carcomidos, el agua burbujeaba y se deslizaba hasta el cuenco, para derramarse luego sobre la hierba de los alrededores. En el fondo del recipiente brillaba el metal: entonces comprendí que el vino y el pan, al igual que las monedas, habían sido dejadas allí como una ofrenda al dios y a mí. En las mentes de la gente sencilla yo formaba ya parte de la leyenda de la colina, era como su dios hecho carne que iba y venía tan quedamente como el aire y traía consigo los dones de la salud.
Descolgué el cuerno que pendía encima de la fuente, lo llené de vino de la bota de piel de cabra, vertí parte de él para el dios y bebí el resto. El dios sabría que aquel gesto no tenía nada de homenaje ritual. Estaba más cansado de lo que pensaba y no tenía plegarias para ofrecerle: la bebida fue para darme fuerzas, nada más.
Al otro lado de la entrada de la cueva, en la parte opuesta a la fuente, había un montón de piedras cubiertas de hierba entre las cuales crecían vástagos de roble y de fresno que habían brotado espontáneamente y crecían en espesa maraña contra la pared rocosa. En verano, sus ramas ofrecían un buen espacio sombreado, pero ahora, a pesar de cubrir la entrada de la cueva, no la ocultaban en absoluto. La entrada era en forma de arco, regularmente redondeado, como hecho por la mano del hombre. Retiré las ramas que la obstruían y entré.
Justo al lado de la entrada los restos del fuego seguían, cubiertos de blanca ceniza, en el hogar. Todo estaba cubierto de hojas secas y mohosas. El lugar olía a deshabitado. Resultaba extraño que sólo hiciera un mes que me había marchado de allí para acudir a la urgente llamada del rey, que deseaba mi ayuda en el asunto de Ygerne de Cornualles. Junto al hogar descansaban los platos sucios de la última y frugal comida que mi criado había preparado antes de partir.
Bien, ahora yo tendría que ser mi propio criado. Dejé el pellejo de vino, el pan y el queso sobre la mesa y me dispuse a encender fuego. El pedernal y la yesca estaban al alcance de la mano, en su sitio de siempre, pero me arrodillé junto a la fría leña y tendí las manos hacia ella para hacer magia. Era la primera magia que me habían enseñado, y la más sencilla: hacer fuego del aire. Lo había aprendido en esta misma cueva, en donde, como un niño, aprendí todo lo que sé de la sabiduría natural de Galapas, el viejo eremita de la colina. También aquí, en la cueva de cristal que se encuentra en las profundidades de la colina, tuve mis primeras visiones y descubrí mis dotes de vate. Galapas había dicho: «Algún día irás tan lejos con tu Visión que yo ya no podré seguirte.» Había tenido razón. Lo había dejado para ir donde mi dios me guiaba; donde nadie sino yo, Merlín, podía haber ido. Pero ahora que la voluntad del dios se había cumplido, éste me había abandonado. Allá en Dimilioc, junto al féretro de Gorlois, había descubierto que ya no era más que una cáscara vacía, ciego y sordo como ciegos y sordos son los hombres. El gran poder me había abandonado. Entonces, a pesar de la fatiga, supe que no podría descansar hasta ver si, aquí en mi mágico lugar de nacimiento, también había perdido el primero y más pequeño de mis poderes.
Pronto obtuve respuesta, pero fue una respuesta que no podía aceptar. El sol poniente lanzaba sus rayos rojos a través de la boca de la cueva y los leños seguían sin encenderse. Finalmente me levanté. Todo mi cuerpo sudaba bajo la ropa, y mis manos, extendidas para la magia, temblaban como las de un viejo. Me senté junto al frío hogar y comí mi cena de pan y queso. Mezclé agua de la fuente con el vino antes de poder reunir fuerzas para coger el pedernal y la yesca para encender fuego.
Incluso esta tarea, que cualquier esposa hace diariamente y sin pensar, me costó un gran esfuerzo del que salí con la mano herida sangrando. Pero al final vino el fuego. Una delgada chispa salió de la yesca y empezó a crecer hasta convertirse en llama. Prendí la antorcha y, acto seguido, llevándola en alto, me dirigí al interior de la cueva. Todavía había una cosa que tenía que hacer.
La gran cueva de alto techo se adentraba en la colina. Me detuve con la antorcha levantada y miré hacia arriba. En el fondo de la cueva había un desnivel en la roca que llevaba a un ancho saliente, tras el cual reinaba la oscuridad. Invisible entre esas sombras estaba la oculta grieta más allá de la cual se abría la otra cueva, la cavidad esférica forrada de cristales en donde, con luz y fuego, había tenido mis primeras visiones. Si el poder perdido estaba en alguna parte tenía que ser allí. Lentamente, envarado de cansancio, escalé hasta el saliente y luego me arrodillé para pasar a la cueva interior a través de la estrecha grieta. Las llamas de mi antorcha reverberaron en los cristales y la luz recorrió toda la concavidad. Mi arpa seguí allí donde la había dejado, en el centro del suelo acristalado. Su sombra subió como una torre y se extendió por las relucientes paredes, y la llama se reflejó, centelleante, en el cobre de sus cuerdas, pero ningún estremecimiento del aire las hizo susurrar, y sus propias sombras arqueadas ahogaron la luz. Permanecí allí, arrodillado, durante mucho tiempo, con los ojos abiertos y atentos mientras a mi alrededor la luz y la sombra jugueteaban y se entrelazaban. Pero los ojos me dolían, vacíos de visión, y el arpa permanecía silenciosa.
Finalmente me levanté y rehíce el camino hacia la cueva mayor. Recuerdo que lo hice lentamente, con todo cuidado, como quien no hubiera estado nunca allí. Coloqué la antorcha bajo la leña seca que había amontonado para hacer fuego hasta que los leños prendieron, entre chasquidos; luego salí a recoger las alforjas. Las metí en la cueva y, al humano bienestar del fuego, empecé a desempaquetar.
La mano tardó mucho en curarse. Los primeros días me dolía constantemente, hasta el punto de que temí se hubiera infectado. Durante el día el dolor no tenía mucha importancia, pues estaba sumamente ocupado: todos los trabajos que mi criado había hecho hasta entonces yo apenas sabía cómo empezarlos; limpiar, preparar la comida, alimentar al caballo. Aquel año la primavera llegó lentamente al sur de Gales y en la colina ya no había pastos. Esto me obligaba a ir a buscar forraje y a caminar más de lo que hubiera deseado para encontrar las plantas medicinales que necesitaba. Afortunadamente, los alimentos para mí nunca faltaron; casi diariamente encontraba ofrendas al pie del pequeño risco que bajaba junto al terraplén. Seguramente se debía a que la gente del lugar todavía no se había enterado de que había perdido el favor del rey o, más sencillamente, a que lo que yo había hecho por la salud de ellos sobrepasaba al desfavor del rey. Yo era Merlín, hijo de Ambrosio, o, como dicen los galeses, Myrddin Emrys, el mago de la colina de Myrddin. Y supongo que, en cierto sentido, era también el sacerdote del viejo dios de la colina hueca, el mismo Myrddin y, por lo tanto, las ofrendas hechas al dios eran también para mí y yo las aceptaba en su nombre.
Pero si durante el día me encontraba ocupado, las noches eran difíciles de pasar. Estaba casi siempre despierto, quizá menos a causa del dolor de la mano que a causa del dolor de mis recuerdos: la cámara mortuoria de Gorlois había estado vacía de espíritus, pero mi cueva se hallaba repleta de fantasmas, y no eran los espíritus de la amada muerte a quienes hubiera dado la bienvenida sino los espíritus de los hombres a quienes había matado y que venían a mí en la oscuridad lanzando tenues sonidos como el llanto del murciélago. Por lo menos eso era lo que creía. Ahora creo que a menudo ardía de fiebre; la cueva todavía albergaba los murciélagos que Galapas y yo habíamos estudiado y debían de ser sus chillidos los que llegaban a mis oídos al entrar y salir de la cueva durante la noche. Pero en mi recuerdo hay las voces de aquellos hombres muertos que no alcanzan el descanso en las sombras.
Llego abril, húmedo y frío, con vientos que penetraban hasta los huesos. Fue la época peor de todas, unos días vacíos que sólo llenaba el dolor, unos días sin sentido excepto por los esfuerzos para seguir con vida. Creo que comí muy poco; mi frugal dieta se componía de agua, fruta y pan negro. Mis ropas, nunca suntuosas, se volvieron harapos, pues nadie cuidaba de ellas. Un extraño que me hubiera visto caminando por la colina me habría tomado por un pordiosero. Los días pasaban sin que yo hiciera poco más que acurrucarme junto al fuego. Todavía no había abierto mi cofre de libros; el arpa seguía donde la había dejado. Aun cuando mi mano hubiera estado sana, habría sido incapaz de hacer música. En cuanto a la magia, ni siquiera me atrevía a probarlo de nuevo.
Pero gradualmente, al igual que Ygerne, que esperaba en su frío castillo del sur, me deslicé hacia una especie de tranquila aceptación. A medida que pasaban las semanas mi mano mejoraba ostensiblemente. Tenía dos dedos sin flexión y una cicatriz a lo largo del lado exterior de la palma, pero la rigidez pasó con el tiempo y la cicatriz nunca me preocupó. Y con el tiempo sanaron las restantes heridas. Me acostumbré al retraimiento al igual que me había acostumbrado a la soledad, y las pesadillas cesaron. Al llegar mayo cesaron los vientos, la atmósfera se caldeó y la hierba y las flores empezaron a crecer. Las nubes grises se alejaron y el valle se llenó de luz solar. Permanecía durante horas sentado al sol, junto a la entrada de la cueva. Leía, preparaba las plantas que había recogido y, de vez en cuando, esperaba —sin demasiado interés— algún jinete portador de un mensaje. (Pienso que mi viejo maestro Galapas debió sentarse muchas veces aquí, al sol, observando el valle por donde, un día, un muchacho llegó a caballo.) De nuevo organicé mi almacén de plantas y hierbas, alejándome de la cueva para buscarlas a medida que recuperaba las fuerzas. Nunca iba al pueblo, pero cada vez que los pobres aldeanos venían a buscar medicinas o para que les curara, traían rumores y noticias. El rey había desposado a Ygerne con toda la pompa y ceremonia que tan rápida unión habían permitido. Parecía bastante feliz desde la boda, si bien montaba en cólera con extrema facilidad y acostumbraba a tener accesos de malhumor cuando la gente intentaba aconsejarle. En cuanto a la reina, guardaba silencio, accedía a todos los deseos del rey, pero se rumoreaba que su mirada era huidiza, como si sufriera en secreto...
Aquí mi informante me miró de reojo y yo vi que con los dedos hacía el signo contra encantamientos. Le dejé marchar sin hacerle más preguntas. Ya tendría noticias cuando llegara el momento.
Las noticias llegaron tres meses después de mi regreso a Bryn Myrddin.
Un día de junio, cuando el caliente sol apenas empezaba a levantar la niebla de la hierba, subí a la cima de la colina a recoger el caballo, al que había atado para que paciera en el prado que se extendía por encima de la cueva. El aire era fresco y el cielo estaba cuajado de alondras cantarinas. Alrededor del túmulo en donde estaba enterrado Galapas, los espinos mostraban hojas verdes que brotaban entre marchitas flores de nieve y las campánulas crecían con fuerza entre los helechos.
Dudo que a aquellas alturas fuera necesario atar al caballo. Generalmente le llevaba los restos del pan que mis benefactores habían dejado para mí y el animal, al verme llegar, intentaba avanzar hacia mí hasta que su atadura se lo impedía y, entonces, me esperaba, expectante.
Pero no fue así aquel día. El animal estaba al borde de la colina, mantenía la cuerda tensa, la cabeza levantada y las orejas erguidas. Aparentemente observaba algo en el valle. Me acerqué a él y, mientras husmeaba en mi mano en busca del pan, no dejaba de mirar hacia el valle.
Desde aquella altura se veía el pueblo de Maridunum, pequeño en la distancia, apiñado a la orilla norte del plácido Tywy, que parecía resquebrajar la tierra del verde valle en su camino hacia el mar. El pueblo, con su puente de piedra en arco y su puerto, está situado en donde el río se ensancha para convertirse en estuario. Había la habitual confusión de mástiles al otro lado del puente y, más cerca, en el sendero que bordea las plateadas curvas del río, un lento caballo rucio tiraba de una enorme barcaza hacia el molino. El molino, enclavado donde el arroyo de mi valle se junta con el río, quedaba oculto por un bosque; más allá de aquellos árboles estaba la vieja calzada militar que mi padre hizo reparar, recta como una flecha a lo largo de cinco millas y que daba directamente a los cuarteles de la puerta este de Maridunum.
En este camino, quizás a una milla y media detrás del molino, se distinguía una nube de polvo producida por una escaramuza de jinetes. Estaban luchando; pude distinguir el relampagueo del metal. Luego el grupo se desplegó, alejándose de la nube de polvo. Eran cuatro jinetes que luchaban tres contra uno. El que iba solo parecía que intentaba escapar, los otros lo rodearon y le impedían la huida. Finalmente consiguió deshacerse de los tres en lo que parecía un desesperado intento de alejarse. Su caballo, que al tirarle bruscamente de la brida se dio la vuelta en redondo, golpeó a uno de los tres en el hombro y su jinete cayó a causa de la fuerte colisión. Luego el hombre solo se agachó y picó espuelas con fuerza, dirigió el caballo fuera del camino y se adentró por la hierba cabalgando desesperadamente hacia el cobijo del bosque. Pero no logró llegar a él. Los otros dos se lanzaron tras él y, después de un corto y salvaje galope, lo alcanzaron, se situaron uno a cada lado, lo desmontaron y le hicieron caer de rodillas. El hombre todavía intentó escurrirse, pero no pudo. Los dos jinetes lo rodearon con las espadas centelleantes, mientras el tercero, aparentemente herido, había vuelto a montar y galopaba para unirse a los otros. Súbitamente frenó el caballo, tan bruscamente que éste se encabritó. Lo vi levantar un brazo. Debió de avisar a los otros dos que, de pronto, abandonaron a su víctima, espolearon a sus caballos y los tres se alejaron a todo galope con el caballo sin jinete tras ellos, hasta perderse de vista tras los árboles.
De inmediato vi lo que los había alertado. Otro grupo de jinetes se acercaba desde el pueblo. Debían haber visto al trío que se alejaba, pero pronto comprendí que no habían presenciado nada del ataque, puesto que iban trotando suavemente. Los observé cuando llegaron adonde el hombre yacía, herido o muerto. Pasaron de largo sin aminorar el paso. Y también ellos se perdieron más allá del bosque. Mi caballo, al no encontrar más pan, me mordisqueó. Luego sacudió la cabeza con las orejas gachas. Lo cogí por el cabestro, tiré de la atadura y le hice volver la cabeza hacia abajo.
—Me encontraba en este mismo sitio —murmuré, como hablándole a mi caballo— cuando un mensajero del rey vino cabalgando para pedirme que fuera con él a ayudar al soberano. Aquel día tenía poder: soñé que sostenía el mundo en mis manos, brillante y pequeño. Bueno, quizás hoy no tenga más que la colina en que estamos, pero ese jinete que yace allí podría ser un mensaj