Título original: Lady Sophia's Lover
Traducción: Máximo González Lavarello
1.ª edición: octubre 2003
© 2002 by Lisa Kleypas
© Ediciones B, S. A., 2012
Consell de Cent, 425-427 - 08009 Barcelona (España)
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Depósito Legal: B.31149.2012
ISBN DIGITAL: 978-84-9019-297-9
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A mi editora, Lucía Macro.
Gracias por tus consejos, amistad y el inagotable entusiasmo en
nuestro trabajo conjunto, que siempre he valorado.
A veces la vida nos bendice con la aparición de la persona adecuada
en el momento preciso... y en un momento de conflicto
en mi carrera esa persona fuiste tú.
Sólo una editora de tu talento podía ayudarme a tomar
la dirección correcta, y lo que es más, a perseverar en ella.
Me siento muy feliz de contar con tu amistad.
Con mi agradecimiento y mi amor, siempre,
L. K.
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NOTAS
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Hacía demasiado tiempo que no se acostaba con una mujer.
A sir Ross Cannon no se le ocurrió otro motivo que explicase su reacción ante Sophia Sydney; era una sensación tan poderosa que se vio forzado a sentarse detrás del escritorio para esconder su repentina e incontrolable erección. Miró fijamente a la mujer, perplejo, y se preguntó por qué su mera presencia bastaba para encender un fuego tan ardiente en su interior. Nunca nadie lo había pillado tan desprevenido.
No cabía duda de que ella era encantadora; tenía el cabello dorado y los ojos azules, pero además poseía algo que estaba más allá de la belleza física, un rastro de pasión que yacía latente bajo la delicada fragilidad de su rostro. Como cualquier hombre, Ross se excitaba más con lo que se ocultaba que con lo que se mostraba, y estaba claro que Sophia Sydney era una mujer que ocultaba muchas cosas.
En un intento por controlar su excitación, sir Ross centró su atención en la marcada superficie de su escritorio de caoba hasta que su calentura comenzó a disiparse. Cuando por fin pudo reencontrarse con la impertérrita mirada de ella, decidió callar, puesto que había aprendido hacía ya mucho tiempo que el silencio era un instrumento muy poderoso. A la gente le incomodaba el silencio; normalmente trataban de llenarlo y en su intento revelaban muchas cosas.
Sin embargo, a diferencia de tantas otras mujeres, Sophia no comenzó a hablar de forma nerviosa. Lo miró a los ojos recelosa y no abrió la boca; era obvio que estaba dispuesta a esperar.
—Señorita Sydney —dijo él finalmente—, mi secretario me ha informado de que no ha querido desvelarle usted el motivo de su visita.
—Si lo hubiera hecho, no me habría dejado cruzar la puerta. He venido por la oferta de empleo.
Ross había visto y vivido demasiadas cosas a lo largo de su carrera, así que casi nada le sorprendía. Sin embargo, el hecho de que ella quisiese trabajar allí, para él, era cuanto menos asombroso. Por lo visto, esa joven no tenía la menor idea de en qué consistía el trabajo.
—Necesito un ayudante, señorita Sydney. Alguien que me haga de secretario y se ocupe de mi agenda a tiempo parcial. Bow Street no es lugar para una mujer.
—El anuncio no especificaba que su ayudante tenía que ser hombre —señaló ella—. Sé leer, escribir, administrar los gastos de la casa y llevar los libros de cuentas. ¿Por qué motivo no podría optar al puesto? —El tono deferencial de su voz sonó ahora algo más desafiante.
Ross, fascinado aunque impertérrito, se preguntó si no se habían conocido antes. No; la hubiera recordado. Sin embargo, algo en ella le resultaba familiar.
—¿Cuántos años tiene? —preguntó de forma abrupta—. ¿Veintidós? ¿Veintitrés?
—Tengo veintiocho años, señor.
—¿En serio? —dijo Ross, incrédulo. Parecía demasiado joven para haber alcanzado una edad en la que ya podía ser considerada una solterona.
—Sí, en serio —contestó ella, que parecía estar divirtiéndose. Dio un paso al frente y se inclinó sobre el escritorio de sir Ross, poniendo las manos ante él—. ¿Lo ve? Se puede adivinar la edad de una mujer por sus manos.
Ross estudió aquellas manos que le eran ofrecidas sin vanidad. No eran las de una chiquilla, sino las de una mujer capaz, que sabía lo que era trabajar duro. Aunque tenía las uñas escrupulosamente limpias, estaban cortadas casi al ras. Tenía los dedos marcados por unas pequeñas cicatrices blancas, seguramente fruto de cortes y rasguños accidentales, y por quemaduras en forma de cuarto creciente, tal vez causadas por un horno de pan o una tetera.
Sophia se sentó de nuevo y la luz acarició suavemente su precioso cabello castaño.
—A decir verdad, usted tampoco es como me imaginaba —comentó. Ross arqueó una ceja de forma sardónica—. Pensaba que sería un caballero anciano y corpulento con pipa y peluca.
El comentario provocó en Ross una breve risa burlona, y se dio cuenta de que hacía mucho tiempo que no emitía un sonido semejante.
—¿Está decepcionada de haber encontrado lo contrario?
—No —se apresuró a responder ella con súbito embarazo—. No, no estoy decepcionada.
La temperatura del despacho se disparó hasta niveles de infarto. Ross no podía evitar preguntarse si ella lo encontraba atractivo. No le faltaba mucho para cumplir los cuarenta, y la verdad era que los aparentaba; ya se vislumbraban algunas vetas plateadas entre su negro cabello.
Los años de trabajo incesante y de poco descanso habían dejado su huella, y su frenético ritmo de vida lo había dejado casi en los huesos. No ofrecía el aspecto sereno y consentido que tenían muchos hombres casados de su edad. Por supuesto, éstos no recorrían las calles de noche como hacía él, investigando robos y asesinatos, visitando prisiones y reprimiendo motines.
Advirtió la forma con que Sophia observaba el despacho, decorado al estilo espartano. Una pared estaba cubierta de mapas y la otra de estantes para libros; tan sólo un cuadro adornaba la habitación, un paisaje de bosque, rocas y agua con unas grises colinas en el horizonte. Ross miraba a menudo la imagen, sobre todo en momentos de calamidad y tensión, ya que la oscuridad fría y tranquila del cuadro siempre lo apaciguaba.
—¿Ha traído referencias, señorita Sydney? —preguntó Ross, volviendo bruscamente a la entrevista.
La muchacha negó con la cabeza.
—Me temo que mi anterior empleador no me recomendaría.
—¿Por qué no?
La compostura de la chica se vio finalmente perturbada, y su rostro adquirió un leve tono rojizo.
—He trabajado durante años para una prima lejana. Cuando murieron mis padres, me permitió residir en su casa, a pesar de que ella no gozaba de una situación económica holgada. A modo de compensación, me pidió que fuera su criada. Estoy segura de que mi prima Ernestine estaba satisfecha de mi labor hasta que... —De repente, las palabras parecieron atragantársele y comenzó a sudar, lo que hizo que su piel brillara como una perla.
Ross había escuchado infinidad de historias sobre desastres, maldades y miserias humanas a lo largo de sus diez años como juez principal en Bow Street. Había aprendido a poner cierta distancia emocional entre él y la gente a la que tomaba declaración, aunque en absoluto quería decir que fuese insensible.
Sin embargo, el ver a Sophia en ese estado le hizo sentir un urgente y desmedido impulso de reconfortarla, de tomarla entre sus brazos y aliviar su angustia.
—Siga, señorita Sydney —la animó.
Ella asintió y respiró hondo.
—Cometí un acto muy grave. Tuve... tuve una aventura. Jamás había tenido una antes. Él se hospedaba en una gran finca cerca del pueblo; lo conocí durante un paseo. Nunca me había cortejado alguien así. Me enamoré y entonces... —se detuvo y apartó la vista de Ross, incapaz de seguir mirándolo a los ojos— me prometió que se casaría conmigo, y yo fui tan estúpida que le creí. Cuando se cansó de mí, me abandonó sin pensárselo dos veces. Por supuesto, ahora me doy cuenta de que fue una tontería pensar que un hombre de su posición me tomaría como esposa.
—¿Era un aristócrata? —preguntó Cannon.
—No precisamente —dijo Sophia, con la mirada fija en las rodillas—. Era, es, el hijo menor de una familia de nobles.
—¿Cómo se llama?
—Preferiría no revelar su nombre, señor. Además, ya forma parte del pasado. Baste decir que mi prima se enteró del asunto a través de la señora de la mansión, que también le reveló que mi amante estaba casado. Huelga decir que se produjo un escándalo y que mi prima me pidió que me fuera. —Sophia se tocaba la falda nerviosamente, recorriéndola con la palma de las manos—. Sé que esto es prueba de comportamiento inmoral, pero le aseguro que en absoluto soy propensa a... devaneos semejantes. Si pudiera usted pasar por alto mi pasado...
—Señorita Sydney —dijo Cannon, y esperó hasta que la muchacha se atrevió a devolverle la mirada—, sería un hipócrita si la culpase por ese asunto. Todos hemos cometido errores.
—Estoy segura de que usted no.
—Especialmente yo —reconoció Ross, al que el comentario le provocó una sonrisa irónica.
—¿Qué clase de errores? —preguntó ella, abriendo mucho sus ojos azules.
A Cannon le hizo gracia la pregunta. Le gustó la actitud intrépida de la chica, así como la vulnerabilidad que yacía debajo.
—Ninguno que usted deba conocer, señorita Sydney.
—En ese caso, seguiré dudando que haya cometido alguno. —Y esbozó una sonrisa.
Era la clase de sonrisa que una mujer mostraría en los sensuales momentos posteriores al acto sexual. Muy pocas muchachas poseían una sensualidad tan espontánea, una calidez natural que haría que un hombre se sintiese como un semental en un establo de yeguas. Ross, atónito, se concentró en la superficie del escritorio, lo que, lamentablemente, no logró desvanecer las morbosas imágenes que le anegaban la mente.
Sentía deseos de agarrar a Sophia, tumbarla encima de la lustrosa caoba de la mesa y arrancarle la ropa; deseaba besarle los pechos, el vientre, los muslos..., apartarle el vello púbico, hundir la cara en sus tiernos y salados pliegues y lamer y chupar hasta hacerla gritar, extasiada. Cuando Sophia se hubiera resarcido, él se desabrocharía los pantalones, la penetraría profundamente y la embestiría hasta satisfacer el terrible deseo que sentía; y luego...
Enfadado por su pérdida de dominio, Ross comenzó a tamborilear el escritorio con los dedos. Hizo un esfuerzo por retomar el hilo de la conversación.
—Antes de discutir sobre mi pasado —dijo—, sería mejor que atendiésemos al suyo. Dígame, ¿tuvo un hijo fruto de esa relación?
—No, señor.
—Por fortuna.
—Sí, señor.
—¿Nació usted en Shropshire?
—No, señor. Yo y mi hermano menor nacimos en un pequeño pueblo en la región de Severn. Quedamos... —Hizo una pausa y su expresión se ensombreció; Ross tuvo la sensación de que el pasado le traía recuerdos muy dolorosos—. Quedamos huérfanos. Nuestros padres murieron ahogados en un naufragio; yo todavía no había cumplido los trece años. Mi padre era vizconde, pero no teníamos muchas tierras, y tampoco dinero para mantenerlas. No teníamos parientes que pudiesen o estuviesen dispuestos a hacerse cargo de dos niños prácticamente pobres. Algunos vecinos del pueblo se turnaron para cuidarnos, pero me temo que... —Dudó, y prosiguió con cautela—. Mi hermano John y yo éramos bastante ingobernables. Recorríamos el pueblo haciendo travesuras, hasta que un día nos pillaron robando en la panadería. Fue entonces cuando me fui a vivir con mi prima Ernestine.
—¿Qué fue de su hermano?
Sophia se estremeció.
—Está muerto —contestó con mirada ausente—. El linaje se ha extinguido, y las tierras de la familia están en suspenso, al no haber un hombre que las herede.
Ross, que conocía muy bien el dolor, era comprensivo con quienes lo padecían. Y estaba claro que, fuera lo que fuese lo que le había pasado al hermano, había dejado una gran cicatriz en el alma de aquella mujer.
—Lo siento —dijo en voz baja.
Ella estaba inmóvil y pareció no oírle.
Al cabo de unos largos instantes, Ross rompió el silenció de forma brusca.
—Si su padre era vizconde, entonces hay que dirigirse a usted como «lady Sophia».
El comentario provocó en ella una sonrisa tenue y amarga.
—Supongo que sí. Sin embargo, sería un poco pretencioso de mi parte hacer uso de ese título, ¿no cree? Mis días como «lady Sophia» han terminado. Lo único que deseo es encontrar un buen empleo, y puede que también comenzar de nuevo.
Ross consideró aquellas palabras.
—Señorita Sydney, no estaría en mi sano juicio si contratase a una mujer como mi ayudante. Entre otras cosas, tendría usted que pasar lista al furgón que traslada a los criminales desde y hacia Newgate, recopilar informes de los agentes de Bow Street y tomar declaración a la galería de personajes infames que pasan a diario por este edificio. Tareas como éstas serían ofensivas para la sensibilidad de una mujer.
—No me importaría —dijo ella con serenidad—. Como acabo de explicar, no soy ni malcriada ni inocente; tampoco soy joven, ni tengo una reputación ni un estatus social que conservar. Hay muchas mujeres que trabajan en hospitales, prisiones e instituciones caritativas, y cada día se encuentran con toda clase de gente desesperada y delincuentes. Sobreviviré de la misma manera que ellas lo hacen.
—No puede ser mi ayudante —dijo Ross con firmeza. Sophia fue a interrumpirlo, pero él hizo un gesto para que callara—. Sin embargo, mi anterior ama de llaves acaba de jubilarse, y me gustaría contratarla a usted en su lugar. Ése sería un empleo mucho más conveniente para usted.
—Podría echar una mano en algunas tareas domésticas —admitió ella—, aparte de trabajar como su ayudante.
—¿Pretende encargarse de ambas cosas? —repuso Ross con amable sarcasmo—. ¿No cree que eso sería demasiado trabajo para una sola persona?
—La gente dice que usted hace el trabajo de seis hombres —replicó ella—. Si eso es cierto, no cabe duda que yo podría hacer el de dos.
—No le estoy ofreciendo los dos puestos. Solamente uno: el de ama de llaves.
Extrañamente, la autoridad de su comentario hizo sonreír a la muchacha. Sophia lo miraba de forma desafiante, pero era una provocación divertida, como si ella supiera que él no la dejaría marchar.
—No, gracias —dijo—. Obtendré lo que deseo o nada de nada.
Ross adoptó aquella expresión que intimidaba incluso a los más experimentados agentes de Bow Street.
—Señorita Sydney, está claro que no es consciente de los peligros a los que estaría expuesta. Una mujer atractiva como usted no debe tratar con criminales cuyo comportamiento va desde bromas pesadas hasta depravaciones que no describiré ahora.
A Sophia pareció no inmutarle aquella explicación.
—Estaré rodeada por más de cien agentes de la ley, incluyendo patrullas a pie y a caballo y alrededor de media docena de agentes de Bow Street. Me atrevería a decir que estaría más segura trabajando aquí que yendo de compras por Regent Street.
—Señorita Sydney...
—Sir Ross —lo interrumpió Sophia, que se puso de pie y apoyó las manos en el escritorio; se inclinó, pero su vestido de cuello alto no reveló ningún detalle de su anatomía. Sin embargo, si hubiese llevado un vestido escotado, a Ross se le hubieran presentado sus pechos como dos suculentas manzanas en una bandeja. Inevitablemente excitado por ese pensamiento, Ross hizo un esfuerzo por centrarse en su rostro. Los labios de Sophia formaban una leve sonrisa—, no tiene nada que perder por dejarme intentarlo. Deme un mes para demostrarle de lo que soy capaz.
Ross la miró atentamente. Había algo artificial en los encantos que mostraba aquella mujer. Estaba tratando de manipularlo para que le diese lo que ella quería, y estaba teniendo éxito. Sin embargo, ¿por qué razón quería trabajar para él? No podía dejar que se marchase sin averiguar el motivo.
—Si no logro satisfacerlo —añadió Sophia—, siempre puede contratar a otro.
Ross era conocido por ser un hombre extremadamente sensato. No hubiera sido propio de él contratar a esa mujer. Sabía exactamente cómo sería interpretado en Bow Street. Darían por sentado que la había contratado por su atractivo sexual, y la verdad, por muy molesta que fuera, sería que estarían en lo cierto. Hacía mucho tiempo que no se sentía tan atraído por una mujer. Deseaba tenerla allí, disfrutar de su belleza y su inteligencia y descubrir si el interés era mutuo. Sopesó los inconvenientes de tomar tal decisión, pero sus pensamientos estaban eclipsados por urgencias masculinas que rehusaban ser reprimidas.
Y por primera vez a lo largo de su carrera como magistrado, abandonó la razón en favor del deseo.
Ross, con el entrecejo fruncido, cogió un montón de papeles desordenados y se los entregó a Sophia.
—¿Le resulta familiar el nombre Hue and Cry? —dijo.
—¿No es un semanario de noticias policiales? —contestó ella, recogiendo los papeles con cautela.
Ross asintió.
—Contiene descripciones de criminales a los que se está buscando y los crímenes que han cometido. Es una de las herramientas más efectivas que tiene Bow Street para capturar delincuentes, sobre todo aquellos que provienen de condados fuera de mi jurisdicción. Éstos contienen avisos de alcaldes y magistrados de toda Inglaterra.
Sophia echó un vistazo a los avisos de la primera página y comenzó a leer en voz alta.
—«Arthur Clewen, de profesión herrero, metro ochenta de estatura, cabello castaño rizado, voz afeminada, nariz grande, acusado de fraude en Chichester. Mary Thompson, alias Hobbes, alias Chiswit, mujer joven alta y delgada, cabello claro y lacio, acusada de asesinato en Wolverhampton...»
—Estos avisos deben ser transcritos y recopilados todas las semanas —dijo Ross con suavidad—. Es un trabajo tedioso, y tengo asuntos mucho más importantes a los que atender. A partir de ahora, ésta será una de sus responsabilidades —declaró, y señaló una pequeña mesa que había en un rincón, cuya gastada superficie estaba cubierta de libros, carpetas y cartas—. Tendrá que trabajar ahí. Tendremos que compartir mi despacho, ya que no hay lugar para usted en ninguna otra parte. A pesar de todo, estoy fuera la mayor parte del tiempo, haciendo investigaciones.
—Entonces, ¿ me va a contratar? —dijo Sophia con súbito embeleso—. Muchas gracias, sir Ross.
Ross le dirigió una mirada con ceño.
—Si compruebo que no está capacitada para el puesto, aceptará mi decisión sin protestar, ¿de acuerdo?
—Sí, señor.
—Otra cosa más. No será necesario que vaya al furgón de los reclusos todas las mañanas. Vickery se encargará de ello.
—Pero usted dijo que formaba parte de las tareas de su ayudante, y yo...
—¿Está discutiendo conmigo, señorita Sydney?
Sophia calló de golpe.
—No, señor.
Ross asintió brevemente.
—Lo de Hue and Cry debe estar listo para las dos de la tarde. Cuando haya terminado, vaya al número cuatro de Bow Street y diríjase a un chico de pelo castaño llamado Ernest. Dígale dónde tiene sus bártulos y él irá a buscarlos después de entregar lo de Hue and Cry a la imprenta.
—No hay necesidad de hacerle ir a buscar mis cosas —protestó Sophia—. Iré a la pensión yo misma cuando tenga tiempo.
—No caminará por Londres sola. A partir de ahora está bajo mi protección. Si desea ir a algún sitio, irá acompañada de Ernest o de algún agente.
Por la forma de su pestañeo, Ross se dio cuenta de que esa última indicación no le gustó, aunque la muchacha no dijo nada. Él siguió hablando con tono formal.
—Tiene el resto del día para familiarizarse con las dependencias y con la residencia privada. Más tarde le presentaré a mis colegas, cuando vengan a sus sesiones en el tribunal.
—¿Me presentará también a los agentes de Bow Street?
—Dudo que pueda evitarlos demasiado tiempo —dijo Ross lacónicamente. El pensar en cómo reaccionarían los agentes ante su nueva ayudante femenina lo ponía nervioso. Se preguntó si no sería ése el motivo por el que Sophia deseaba trabajar allí. Muchas mujeres de toda Inglaterra habían convertido a los agentes en objeto de sus fantasías románticas; su imaginación se veía alimentada por aquellas novelas baratas que los retrataban como héroes. Cabía la posibilidad de que Sophia quisiera cortejar a alguno de ellos. De ser así, no le costaría demasiado; los agentes eran una pandilla de libidinosos y todos, salvo uno, eran solteros—. Por cierto, no apruebo líos amorosos en Bow Street —apuntó—. Los agentes, los guardias y los empleados no están disponibles para usted. Naturalmente, no pondré objeciones si desea intimar con alguien fuera de las dependencias.
—¿Y usted? —repuso tranquilamente Sophia, y Ross se quedó perplejo—. ¿Tampoco está disponible?
Atónito, se preguntó a qué clase de juego estaba intentando jugar aquella mujer.
—Naturalmente —contestó, sin expresión alguna en el rostro.
Ella esbozó una sonrisa y se dirigió a su pequeña y sobrecargada mesa.
En menos de una hora, había ordenado y transcrito los avisos con una caligrafía clara y limpia que haría las delicias del impresor. Era tan tranquila y tan discreta en sus movimientos que, de no ser porque su perfume llenaba el ambiente, Ross se hubiera olvidado de que estaba allí. Pero constituía una distracción tan seductora que no podía rehuirla. Respiró profundamente y trató de identificar la fragancia. Detectó aroma a té y vainilla, mezclado con perfume de mujer. Cada tanto echaba un vistazo a su delicado perfil, y se quedaba fascinado por la forma en que la luz se reflejaba en su cabello. Tenía las orejas menudas, una barbilla bien definida, una delicada naricilla y unas pestañas que le formaban pequeñas sombras sobre las mejillas.
Sophia, absorbida por su tarea, se inclinaba sobre una página y escribía con esmero. Ross no podía evitar imaginarse cómo sería tener esas hábiles manos sobre su cuerpo, si serían frías o calientes. ¿Tocaría a un hombre con inseguridad o con atrevimiento? Por fuera era delicada y discreta, pero había indicios de algo provocativo en su interior, algo que le decía a Ross que si un hombre se introdujera en lo más profundo de ella, el sexo la haría desatarse.
Esa conjetura le hacía hervir la sangre. Se maldijo por haber sido tan arisco con Sophia; la fuerza de ese deseo reprimido parecía llenar la habitación. Era muy extraño que los últimos meses de celibato hubieran sido tan tolerables justo hasta ese momento. Ahora se había convertido en algo insoportable; la acumulación de su avidez por el suave cuerpo de una mujer, la necesidad de sentir una vulva húmeda y caliente alrededor de su verga, una boca dulce que respondiese a sus besos...
Justo cuando su deseo alcanzaba el punto álgido, Sophia se acercó hasta su escritorio con las transcriciones en la mano.
—¿Es así como le gusta que lo haga? —le preguntó.
Ross les echó un vistazo, casi sin ver los pulcros renglones. Asintió con rapidez y se las devolvió.
—En ese caso, iré a dárselas a Ernest —añadió Sophia antes de marcharse, con el vestido agitándose ligeramente.
La puerta se cerró con un tenue clic, lo cual le proporcionó a Ross una privacidad que le era muy necesaria en aquel momento. Después de soltar el aire sonoramente, fue hasta la silla en que había estado sentada Sophia y recorrió el respaldo y los apoyabrazos con los dedos. Llevado por sus impulsos más primarios, trató desesperadamente de dar con algo del calor que seguramente había dejado su cuerpo en la madera. Inspiró profundamente, intentando absorber algo de su embriagadora fragancia.
Sí, pensó inmerso en esa excitación puramente masculina, había sido célibe por demasiado tiempo.
Aunque a menudo se sentía atormentado por sus necesidades físicas, Ross tenía demasiado respeto por las mujeres como para contratar los servicios de una prostituta. Estaba muy familiarizado con esa profesión desde su perspectiva de magistrado, y no estaba dispuesto a aprovecharse de semejantes desdichadas. Además, aquello sería una afrenta a lo que había compartido con su esposa.
Había considerado la posibilidad de casarse de nuevo, pero todavía no había encontrado a una mujer que le pareciese remotamente adecuada. La esposa de un hombre como él tendría que ser fuerte e independiente, y debería poder encajar con facilidad en los círculos sociales que frecuentaba la familia de Ross, así como en el oscuro mundo de Bow Street; pero sobre todo tendría que contentarse con su amistad, no con su amor. Ross no iba a darse el lujo de enamorarse de nuevo, no como había hecho con Eleanor. El dolor que le había supuesto perderla había sido enorme, y cuando ella murió su corazón se había partido en dos.
Sólo deseaba que sus ansias de sexo desapareciesen tan rápidamente como su necesidad de amor.
Durante décadas, el número cuatro de Bow Street había sido residencia, oficina pública y tribunal. Sin embargo, cuando sir Ross Cannon fue elegido magistrado jefe diez años atrás, éste expandió sus poderes y jurisdicciones hasta que fue necesario comprar el edificio adyacente. Ahora, el número cuatro servía más que nada como residencia de sir Ross, mientras que el número tres albergaba oficinas, archivos, salas de vistas y un calabozo subterráneo donde se llevaba a los prisioneros para ser interrogados.
Sophia se familiarizó rápidamente con el trazado del número cuatro mientras buscaba a Ernest, al que finalmente localizó en la cocina, comiendo pan con queso en una gran mesa de madera. El chico, desgarbado y de pelo castaño oscuro, se ruborizó cuando la mujer se presentó ante él. Después de darle las transcriciones del Hue and Cry, Sophia le pidió que fuera a buscar sus pertenencias a una pensión cercana, y el chico desapareció como un gato tras un ratón.
Agradeciendo un poco de soledad, Sophia entró en la despensa. Tenía estantes de pizarra que albergaban, entre otras cosas, una pieza de queso, un tarro de mantequilla, una jarra de leche y algunos cortes de carne. El pequeño cuarto era sombrío, oscuro, y reinaba un silencio sólo perturbado por el lento goteo de agua sobre un estante adyacente. De repente, sobrepasada por la tensión que había acumulado durante toda la tarde, comenzó a temblar y a sentir escalofríos, hasta que los dientes le rechinaron violentamente. Le cayeron lágrimas de los ojos y se apretó con fuerza las mangas del vestido contra ellos.
¡Dios bendito, cuánto lo odiaba!
Había hecho uso de toda su fuerza de voluntad para poder sentarse en aquel abarrotado despacho con sir Ross y aparentar serenidad, mientras la sangre le hervía de asco. Sin embargo, había disimulado bien su desagrado; incluso pensaba que hasta le había provocado deseos de estar con ella. Los ojos de sir Ross habían mostrado una atracción hacia ella que no había podido esconder. Eso era justo lo que Sophia había esperado que sucediese, ya que deseaba hacer algo peor que matar a sir Ross Cannon. Tenía la intención de arruinar su vida completamente, de hacerlo sufrir hasta que prefiriese morir a seguir vivo. Y, por lo visto, el destino parecía estar ciñéndose a su plan.
Desde el instante en que había visto el anuncio en el Times, en el que se requería una ayudante en la oficina de Bow Street, se había apresurado a elaborar un plan. Conseguiría el trabajo y a partir de ahí le sería más fácil acceder a los archivos de la oficina. Tarde o temprano daría con lo que necesitaba para destruir la reputación de sir Ross y obligarlo a dimitir.
Había rumores de corrupción en torno a los agentes y sus actividades, informes de detenciones ilegales, brutalidad e intimidación, por no mencionar que actuaban fuera de su jurisdicción. Todo el mundo sabía que sir Ross y su «gente», como él los llamaba, tenían su propia ley. Una vez que al desconfiado público se le dieran pruebas sólidas de esas conductas, el dechado de virtudes que supuestamente era sir Ross Cannon quedaría arruinado y sin posibilidad de redención. Sophia descubriría cualquier información que fuera necesaria para precipitar la caída de Ross.
Sin embargo, eso no era suficiente para ella. Quería que su venganza fuera más allá, que fuera aún más dolorosa. Seduciría al llamado Monje de Bow Street y conseguiría que se enamorase de ella, y luego haría que la tierra se hundiese bajo él.
Las lágrimas cesaron, y Sophia, suspirando con nerviosismo, se dio la vuelta para reposar la frente contra uno de los fríos estantes de pizarra. Sólo había una cosa que la consolaba: sir Ross pagaría por llevarse a la última persona en el mundo que la había querido, su hermano, John, cuyos restos yacían en una fosa común junto a esqueletos putrefactos de ladrones y asesinos.
Se recompuso y pensó en lo que había descubierto de sir Ross hasta el momento. No había resultado ser en modo alguno lo que ella esperaba. Suponía que se encontraría con alguien pomposo y altivo, presumido y corrupto; no deseaba que fuera atractivo.
Sin embargo, sir Ross era apuesto, por mucho que a ella le costase admitirlo. Era un hombre en la flor de la vida, alto, de complexión fuerte pero algo magro. Sus rasgos eran marcados y austeros, con unas cejas negras y rectas que ensombrecían los ojos más extraordinarios que Sophia hubiese visto nunca. Eran de color gris claro, tan brillantes que parecía que la energía de un rayo hubiera quedado atrapada dentro de sus negros iris. Poseía una cualidad que la inquietaba, una tremenda volatilidad que quemaba bajo su distante rostro. Y sir Ross llevaba su autoridad con comodidad; era alguien que podía tomar decisiones y vivir con ellas bajo cualquier circunstancia.
Sophia oyó que alguien entraba en la cocina y salió de la despensa. Vio a una mujer no mucho mayor que ella, delgaducha, de pelo oscuro y con los dientes en mal estado, pero tenía una sonrisa auténtica y aspecto aseado y correcto; se conservaba bien y su ropa estaba limpia y bien planchada. Supuso que se trataba de la cocinera y le dedicó una sonrisa amable.
—Hola —saludó la mujer con timidez, haciendo una leve reverencia—. ¿Puedo ayudarla, señorita?
—Soy la señorita Sydney, la nueva ayudante de sir Ross.
—¿Ayudante? —repitió la mujer, confusa—. Pero usted no es un hombre.
—Eso es verdad —dijo Sophia sin alterarse, paseando la vista por la cocina.
—Yo soy la cocinera, Eliza —se presentó la mujer, desconcertada—. Hay otra chica, Lucie, y el chico de los recados.
—¿Ernest? Sí, ya lo conozco.
La luz del día se colaba entre las celosías de la ventana, revelando una cocina pequeña pero bien equipada, con suelo de piedra. Contra una de las paredes había una cocina hecha de ladrillos, con la parte superior en hierro y soportes de