Noches furtivas

Fragmento

Creditos

1.ª edición: julio, 2017

© 2017 by Mina Vera

© Ediciones B, S. A., 2017

Consell de Cent, 425-427 - 08009 Barcelona (España)

ISBN DIGITAL: 978-84-9069-310-0

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Dedicatoria

 

 

 

 

 

A Eric y Laia, mis más grandes tesoros.

Os quiero con locura.

Cita

 

 

 

 

 

Si no recuerdas la más ligera locura en que el amor te hizo caer

es que no has amado.

William Shakespeare

Contenido

Contenido

Portadilla

Créditos

Dedicatoria

Cita

 

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Promoción

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Prólogo

North Collegiate School, Londres, primavera de 1869

Úrsula Oliván se sumó de forma mecánica a los súbitos aplausos tras escucharlos a su alrededor, despertándose así de la introspección en la que se hallaba sumida. Una punzada de culpabilidad atravesó su pecho por haber permanecido con la cabeza ausente mientras su mejor amiga recitaba el poema ganador en el concurso de ese año. En un intento de resarcirse, se puso en pie y aplaudió con mayor entusiasmo, logrando que Verónica Aranda centrara su mirada en ella desde la tarima del salón de actos y le dedicara una amorosa sonrisa.

Sabía cuán importante era para su amiga recibir aquel reconocimiento. Año tras año, desde que ambas ingresaran en el prestigioso instituto para señoritas de Camden Town, Verónica había participado en diferentes categorías del concurso que se organizaba de cara a la fiesta de primavera. Y siempre había resultado ganadora en alguna de ellas. Era talentosa en diferentes áreas, y de aquella forma se lo demostraba a sí misma y al resto del mundo. Aunque Úrsula era consciente de que lo hacía principalmente para que su padre —que se quedaba en España durante el año lectivo y al que solo veía cuando volvía a casa durante las vacaciones de verano— se sintiera orgulloso de ella.

Por su parte, Úrsula no sentía aquella necesidad de reconocimiento, ni de su familia en particular ni de nadie en general. Sí era cierto que había participado en el concurso de ciencias el primer año de instituto, ya que era el área donde más cómoda se sentía, pero lo había hecho como reto personal. Ganar solo había supuesto una meta alcanzada más. Una vez cumplida, había preferido dejar paso a las alumnas más jóvenes, pues creía que ese era el propósito real de aquel concurso: retar a las mentes a esforzarse y superarse. Por supuesto, eso era algo que jamás le diría a su amiga. Sabía que era una persona a la que le motivaba tener una ilusión a la que aferrarse. Lo que no había sabido hasta aquel fatídico día, era que ella había resultado ser más parecida a Verónica en ese ámbito de lo que jamás había creído. Su padre acababa de truncar su mayor ilusión. Ahora, no quedándole esa meta tan anhelada, desconocía qué nuevo objetivo iba a marcarse en la vida. Tampoco sabía si sería capaz de levantarse cada día sin tener una razón por la que hacerlo. Jamás, en sus dieciocho años, se había sentido tan desorientada.

Acudir a la fiesta había sido un esfuerzo mayúsculo. Sin ánimo alguno tras la devastadora conversación con su padre la noche anterior, Úrsula había barajado la posibilidad de quedarse en la cama fingiendo estar indispuesta. Pero eso habría supuesto perderse la última de las fiestas de primavera que le quedaba, el posterior baile y… verlo a él. A todas luces, por última vez, ya que Ricardo Oliván le había dejado muy claro que partirían de Londres en cuanto le fueran entregadas las notas de fin de curso.

Nada de esperar a la reunión con la directora, para la cual ya tenía fecha y hora, en la que se iban a valorar las capacidades académicas de la alumna y de esta forma comenzar los trámites para el acceso a la universidad: elaboración del expediente, carta de recomendación…

Ricardo Oliván había dejado bien clara una cosa: su única hija ya tenía una formación más que suficiente para una jovencita casadera. Pocas muchachas españolas eran tan cultas como ella. Y ahora sus negocios requerían que la familia al completo regresara a Zaragoza. Su tiempo en Londres había concluido. Y ella debía encontrar un marido en España. Quien ella eligiera —había concedido—, siempre y cuando fuera de buena familia. Pero más pronto que tarde.

Aquel pensamiento borró de un plumazo la forzada sonrisa de su cara. Encontrar un marido. En España. La idea le había parecido siempre tan lejana que nunca le había preocupado de verdad. Era cierto que en los años que había pasado en Londres, un único hombre había ocupado los raros momentos que se permitía abandonarse a la ensoñación de imaginarse rodeada por unos brazos masculinos. Sin embargo, su tiempo y esfuerzos debían ser dedicados al estudio para obtener unas excelentes notas que le abrieran las puertas de la universidad y, de este modo, alcanzar su verdadero sueño: cursar estudios en Químicas y llegar a ser una gran perfumista.

No obstante, aquellos ojos verdes que siempre la habían mirado con amabilidad, aquella boca perfecta de labios tentadores que sonreían de forma tan sincera, o aquel aroma profundamente varonil y personal que la perseguía a menudo en sueños, eran difíciles de olvidar hasta para la más aplicada de las alumnas del instituto que tanto echaría en falta en pocas semanas. Para ella, aquel centro de estudios se había convertido en un refugio, y pronto perdería el cobijo que este le había ofrecido a cambio de su tiempo y dedicación.

De la misma forma, perdería la posibilidad de seguir viendo a Edward Green, aunque solo fuera una vez al año, y solo para bailar con él dos o tres piezas e intercambiar las escasas palabras que cada baile les permitía. Así pues, si esa noche iba a ser la última, ni su padre, ni su profunda tristeza por el varapalo recibido, iban a poder robársela.

—¿No se aburrirá nunca de ganar?

La voz de Lindsay Green a su espalda hizo que Úrsula sintiera un escalofrío y regresara a la realidad, dejando a un lado toda lástima por sí misma. Si su gran amiga y excompañera de instituto estaba ya allí, con toda seguridad, su hermano mayor también.

Lindsay había acabado los estudios hacía ya dos años, pero seguía sin perderse un solo baile de primavera, al que todas las exalumnas estaban invitadas, al igual que sus familias. Como estudiante aventajada en las clases de ciencias, Úrsula había asistido a asignaturas de cursos superiores desde su primer año, coincidiendo con Lindsay varias horas a la semana y creándose entre ambas una buena amistad.

De esa amistad, y de las constantes negativas a unas y otras posibles parejas de baile en la primera fiesta de primavera de Úrsula, había surgido el primer encuentro entre ella y Edward.

Lindsay le había solicitado a su hermano que desplegara todo su encanto con una de sus mejores amigas y así la convenciera para bailar al menos una pieza. Él no era capaz de negarle nada a su hermana. Y en cuanto Úrsula se vio arrastrada a la pista sin que nadie le pidiera permiso para tomar su mano o rozar su cintura, tampoco fue capaz de negarse a tal exigencia. Menos aún cuando él clavó los ojos en los suyos. El remate final fue su cautivadora sonrisa seguida de un leve susurro en su oreja. «Concédeme este baile o Lini me castigará metiendo ortigas en mi cama o echando sal en mi té, como cuando era una niña y no la seguía en alguno de sus juegos».

Aquello la hizo ceder al instante solo por compasión. Y a pesar de lo que hubiera podido esperar, aquel baile acabó demasiado pronto. Por suerte, él le solicitó otros dos más aquella noche, de modo cortés y sin el ímpetu del primero. Lo poco que pudieron conocerse en esos escasos minutos, dejó a Úrsula marcada para los años venideros, con Edward Green como una lejana tentación que solo podía rozar con la punta de los dedos una vez al año, alimentando sus fantasías hasta la posterior primavera.

Si alguna vez ella había creído que aquellas ilusiones podrían llegar a hacerse realidad, su padre le había dejado claro con la devastadora noticia de su partida que nunca jamás podría aspirar a nada más allá de un baile con Edward Green.

—Ya sé que es tu mejor amiga —prosiguió Lindsay, caminando hasta situarse a su lado y enlazando su brazo en el de ella con total confianza—. Pero has de reconocer que el poema no es tan bueno. Una rima demasiado sencilla, si bien el léxico es bastante rico para una extranjera.

—Tal vez no haya ganado por su forma, sino por su fondo.

Úrsula no había oído apenas las palabras de Verónica momentos antes, pero conocía el poema de memoria por todas las veces que su amiga se lo había recitado como ensayo para ese día.

—Oda a la madre que nunca conoció. Muy triste para un día alegre como hoy.

Úrsula miró a su compañera con los ojos entrecerrados. Las palabras le parecían muy duras para el habitual tono dulce y cordial de la muchacha. Ella la miró como respuesta y le sonrió de oreja a oreja, borrando de su rostro un velo de pesar que apenas le dio tiempo a captar. Al parecer, el día no era tan alegre como ella anunciaba. Para ninguna de las dos.

—¿Te ha ocurrido algo, Lini?

—No. ¿Y a ti?

Ambas se quedaron mirándose unos instantes, reconociendo en la otra una pesada carga a sus espaldas que ninguna parecía dispuesta a confesar, y que ambas habían tratado de ocultar vistiendo sus mejores galas.

A la legua se veía que estaban bellísimas, si bien no eran en absoluto parecidas físicamente. La española era de piel nívea y ojos de un negro tan profundo como el de su densa cabellera, que llevaba recogida parcialmente desde los laterales y abullonada en la zona de la nuca. De rostro ovalado y esbelto cuello, sus grandes ojos almendrados resaltaban en contraste con sus delicadas formas. Por su parte, Lindsay era de constitución más fuerte, de mejillas llenas y labios gruesos, largos cabellos castaños y dulces ojos verdes, demasiado parecidos a los de su hermano, en opinión de Úrsula, cosa que siempre la obligaba a recordarlo cuando la miraba, muy a su pesar.

—Tampoco —mintió, a sabiendas que ninguna creía a la otra.

—Entonces, divirtámonos.

Lindsay le dio un cariñoso beso en la mejilla y la arrastró del brazo para que la acompañara a saludar al resto de compañeras. Bebieron ponche y rieron recordando viejas anécdotas, como cierta aparatosa y apestosa explosión en el laboratorio por causa de un compuesto mal formulado, o los ronquidos de una de sus maestras de mayor edad durante los exámenes de literatura.

Sin duda, Úrsula iba a añorar aquello con todo su ser.

La presencia de ilustres miembros de la sociedad londinense estaba asegurada en el baile de primavera del North Collegiate School. La oportunidad de crear contactos e intercambiar opiniones con hombres de negocios, cabezas de familias nobles y miembros del Parlamento —aunque para ello tuviera que bailar con alguna de sus mujeres e hijas— era el principal motivo que llevaba a Edward Green a acudir a la fiesta anualmente.

Que su hermana pequeña le insistiera año tras año para que la acompañara, hacía del evento algo ineludible. Como en tantas otras cosas, él era incapaz de decirle que no. Solo recordaba una vez que le hubiera negado algo verdaderamente importante para ella. Y sabía que Lindsay no se lo había perdonado. Asumía aquella carga y la arrastraba desde hacía años. Sin embargo, no se arrepentía de su decisión. Esperaba que su hermana lo comprendiera y le otorgara su perdón algún día.

Se despidió de la más joven de las hijas de Lord Smith, cuyo primer año de estudios había sido agotador, tal como le había explicado ella misma con lujo de detalles durante dos bailes seguidos. No había querido dejarla con la palabra en la boca, así que había fingido ser él quien se interesaba por la conversación y la había invitado a seguir bailando.

Lord Smith le había sonreído desde su asiento al verlo junto a su niña, mucho más de lo que había hecho cuando le explicó su interés por formar parte del Parlamento y este le palmeó la espalda, contento de que entrara sangre joven y fresca en la Cámara Baja. No queriendo crear falsas esperanzas ni al padre ni a la hija, la cual ya empezaba a mirarlo con ojos soñadores, había alegado tener un compromiso ineludible al otro lado de la sala. No sabía si aquella sería distancia suficiente para no volver a ser visto por ninguno de los dos en lo que quedaba de noche.

Edward trataba de evitar estas situaciones lo máximo posible, lo cual no siempre era compatible con relacionarse y ser galante cuando la situación lo requería. No bailar con las damas presentes no era una opción, puesto que las muchachas triplicaban en número a los jóvenes disponibles. Por pura precaución, ya que no acudía allí en busca de esposa sino como un medio más para alcanzar su sueño de entrar en política, había adquirido por norma no bailar más de una pieza con la misma muchacha. A lo sumo, dos si el padre o madre de esta se lo solicitaban expresamente. No obstante, él mismo se había saltado su propia norma desde hacía cuatro años.

Desde la primera vez que bailara con cierta señorita, pedirle que le concediera una pieza o, a ser posible, más de dos y tres, se había convertido en algo más que mera cortesía. Disfrutaba de su compañía, su conversación y hasta de su cercanía, cosa que lo había atormentado la primera noche que la conoció, pues ella era una chiquilla de quince años y él ya había alcanzado los veintidós.

Año tras año, había ido observando cómo se iba convirtiendo en mujer, no solo físicamente, sino cómo iba adquiriendo una personalidad muy diferente a la de una quinceañera. La admiraba. Por su esfuerzo, su perseverancia, su capacidad de superación. Y saber de ella cada primavera, por sus propios labios y de su propia voz y no a través de comentarios esporádicos de su hermana, le resultaba demasiado tentador para renunciar a ello.

Así pues, la buscó. No entre los bailarines, ya que sabía de sobra que a excepción de él mismo, pocos eran los hombres que lograban sacarla a la pista. No le gustaba bailar, aunque disfrutaba del acontecimiento en sí. Y quería pensar que de su compañía más aún.

La encontró riendo a mandíbula batiente, toda encanto y naturalidad, no como el resto de señoritas que ocultaban su sonrisa tras su abanico, amortiguándola y perdiéndose la auténtica diversión por estar pensando en las formas más que en vivir. Ella no era así. Ella era especial. Única. Y no debería dejar a su mente ir más allá de ese pensamiento, se reprochó a sí mismo. Bailar con ella era lo máximo que se podía permitir. Era muy joven para él, lo sabía desde la primera vez.

«Ya ha cumplido dieciocho años», le dijo una vocecita en su interior.

La acalló de un plumazo y, más por precaución que por deseo propio, tomó a su hermana de la mano, sorprendiéndola a la vez que le daba dos vueltas al ritmo de la melodía que los músicos entonaban en aquel momento.

—¿Acaso hoy no piensas bailar con tu hermano, Lini?

Úrsula sintió encogerse su estómago al oír aquella voz. Lo había visto a lo lejos, pero no se había atrevido a acercarse. Como siempre, contaba con que fuera Edward quien la buscara. Y por fin estaba allí, aunque no la había buscado a ella precisamente.

Aquella pequeña punzada de celos, a pesar de tratarse sencillamente de su hermana, desapareció de inmediato al ver el rostro de su amiga. Estaba muy seria, cuando había estado riendo con ganas hacía escasos segundos, y miraba a su hermano con severidad.

—Aún no me lo habías pedido —dijo frenando las vueltas de forma algo brusca.

—Mis más sinceras disculpas por mi tardanza. —Hizo una reverencia y le dio paso por delante de él para que se uniera a los bailarines que ya danzaban en la pista—. Señoritas…

Antes de seguirla, hizo otra reverencia al corrillo de amigas y acto seguido se giró hacia Úrsula, quien lo encontró a un solo paso de ella, de espaldas al resto y buscando su mirada.

—Señorita Oliván, ¿puedo contar con su compañía para la próxima pieza? Me temo que Lini no está de humor para soportarme durante más de un baile esta noche.

—Por supuesto, señor Green, será un placer. —Fue cien por cien sincera, aunque por suerte, lo literal de sus palabras quedaba oculto tras la cordialidad del formulismo.

Edward supo que se había demorado más de lo conveniente en alcanzar a su hermana cuando unos cuchicheos a su espalda le pusieron sobre aviso. Asintió con la barbilla, apartó a duras penas los ojos de aquel cada año más bello rostro, y se adentró en la pista de baile, donde Lindsay lo esperaba con gesto irritado.

Algo en la mirada de Úrsula lo había alarmado. Le había sonreído, sí, pero solo con los labios. En sus ojos había algo distinto, y no era algo bueno. ¿Qué le habría sucedido? Se propuso descubrirlo en cuanto la tuviera de nuevo a su lado.

Mientras tanto, lidiaría con el humor de perros de su hermana. Se imaginaba a qué se debía, pero no entendía su reacción en absoluto.

En el carruaje de camino a la fiesta, había esperado que fuera ella quien hablara sobre cierto hombre, puesto que hacía días que este se había presentado en su casa con claras intenciones. Pero sus sutiles intentos de sacar el tema no habían sido fructíferos. Así pues, en esta ocasión fue directo al grano.

—¿Ya te has decidido?

—Déjame en paz.

Lindsay giró el rostro, dejándole bien claro que no pretendía hablar con él, solo bailar.

—No te entiendo. Tú misma dijiste que el tipo te gustaba.

—Y me gusta —reconoció, encogiéndose de hombros—. Es solo que… no he tenido tiempo suficiente para conocerlo bien. Es… demasiado pronto para darle una respuesta.

—Entiendo. Pero tal vez él no esté dispuesto a esperar.

Aquel planteamiento hizo que Lindsay dejara de bailar. Miró con reproche a su hermano antes de decirle entre dientes algo que le habría gustado gritarle a pleno pulmón.

—¿Acaso tú te casarías con una mujer a la que no hubieras visto más de tres o cuatro veces?

—Tal vez. —Viendo que la gente empezaba a mirarlos, la tomó de la mano y la guio de nuevo en la danza—. Dependería de la mujer, y de qué hubiera visto en ella en esos pocos encuentros.

—No te creo.

—No miento, aunque ya sabes que ahora mismo mi prioridad no es casarme, sino alcanzar una posición que me lleve a guiar al país por un rumbo más abierto al resto del mundo.

Lindsay jadeó y negó con la cabeza, indignada y bastante harta.

—Para ser tan liberal, me presionas demasiado con que me case. Parece que no te importa con quién, mientras lo haga.

Esta vez fue él quien frenó los movimientos de ambos. Aquello le había dolido.

—Claro que no. Lo único que quiero es que seas feliz. Si no te ves el resto de tu vida junto a Ernest Clayton, mejor que rechaces su oferta de matrimonio de inmediato.

—Curiosa elección de palabras —masculló ella al mismo tiempo que se inclinaba como despedida al finalizar la música. Él alzó una ceja de forma interrogativa—. Has dicho «verme el resto de mi vida junto a él», no «llegar a amarlo». Porque, a pesar de los años que han pasado, y por muchos más que pasen, sabes que amar a un hombre, amarlo de verdad, nunca más será posible para mi corazón.

Úrsula bebió otro sorbo de ponche. La música sonaba de nuevo, pero Edward no había acudido aún a reclamar el baile que habían acordado. ¿Se habría olvidado? Lo dudaba, él no era de ese tipo de hombres. Sin embargo, habían pasado ya un par de minutos. No era normal. Y todas sus compañeras habían desaparecido del lugar donde ella se había quedado esperándolo, lo que la hacía sentirse sola y vulnerable.

—¿Le importa que la acompañe primero tomando un refrigerio? Hace mucho calor, y tenemos tiempo de sobra para bailar. Aún es temprano.

Ella fue a responder, pero Edward había llegado de sopetón y se había hecho con una copa de champán que bebía de un solo trago.

Tras unos segundos, suspiró y pareció borrar de su mente lo que fuera que lo perturbara. Supo de inmediato que sus sospechas sobre Lindsay eran ciertas. Algo le había ocurrido. Y su hermano también lo sabía. Si ninguno de los dos quería confiárselo, no iba a ser ella quien se entrometiera en sus asuntos familiares. Ella misma tenía un propio pesar que ocultar esa noche.

—Veo que su mano está recuperada por completo.

La copita de ponche tembló en su mano cuando él se la rozó, señalando la zona del dorso que había lucido vendada durante el baile del año anterior. Las marcas de las quemaduras producidas por el ácido de un compuesto químico con el que había estado experimentando se habían borrado totalmente.

—Así es. Tuve suerte y las cicatrices acabaron desapareciendo por completo.

—¿Suerte? —Apurando una segunda copa que había solicitado a uno de los camareros, Edward se le acercó un poco más, como si fuera a contarle algún secreto—. ¿No será más bien que dio con la fórmula magistral para el ungüento con el que pensaba tratarse las quemaduras? Recuerdo que me dijo que nada de lo que le prescribieron los diferentes galenos a los que había visitado parecía mejorar las heridas, y que pensaba buscar usted misma un tratamiento alternativo.

Úrsula enrojeció sin remedio. Mientras bailaban la última vez, él se había interesado por su dolencia, y ella había acabado confesando sus intenciones de experimentar consigo misma, harta de remedios fallidos.

—Tiene usted muy buena memoria, señor Green.

—Y usted un talento sin igual. Además de, al parecer, un producto revolucionario que podría sacar al mercado. ¿Piensa patentarlo?

—No lo había pensado —confesó, cohibida, refugiándose de nuevo en su copa.

—Debería. Si lo necesita, conozco a un par de comerciantes que podrían financiar la producción. ¡Qué demonios! —espetó de pronto, dejando a Úrsula boquiabierta, pues jamás lo había oído blasfemar—. Yo mismo sería su principal inversor.

—Yo… —La propuesta la entusiasmó. Solo un instante. Ya que pronto recordó que partiría de Londres en pocas semanas, dejando allí cualquier sueño relacionado con crear sus propios perfumes, bálsamos, pomadas o ungüentos magistrales de ningún tipo—. Aún no puedo dar ese salto. Necesitaría perfeccionarlo, darle un aroma más agradable, una textura más ligera… No es un producto para comercializar, de momento —zanjó cuando él pareció ir a replicar.

—Como quiera. —La estaba escuchando, y con interés, Úrsula no tenía ninguna duda. Pero mientras lo hacía, había reclamado a otro camarero y ya iba por la tercera copa de champán seguida. Aquello no era en absoluto habitual en él—. No insistiré. Pero mi oferta de colaboración seguirá en pie, por si cambia de parecer.

—Se lo agradezco, señor Green.

De pronto, depositó la copa sobre la mesa con más fuerza de la necesaria y la miró con el ceño fruncido.

—Mi buena memoria me acaba de recordar que la última vez acordamos dejar lo de señor y señorita de lado —apostilló, pronunciando ambas palabras en el idioma de la joven, pues él chapurreaba el español y en alguna ocasión habían hablado en ese idioma, para divertimento de Úrsula. A pesar de sus esfuerzos, cometía bastantes errores que ella le iba corrigiendo entre risas. Pero, sobre todo, su pronunciación era pésima—. ¿No te parece, Úrsula, que podríamos tutearnos antes de salir a la pista de baile?

—Si así lo prefieres… Edward.

—Lo prefiero un millar de veces.

Y con estas palabras, le tomó la mano, depositó un leve beso en su dorso, admirando unos segundos la piel sin mácula, y la acompañó al carrusel de bailarines que se disponían a comenzar una nueva danza.

A la joven aún le hormigueaba la piel allá donde él la había rozado con sus labios cuando lo oyó decir:

—Estás muy bella.

Lo estaba. Sus formas ya eran las de una mujer. El color verde pálido de su vestido combinado con bordados de un verde más oscuro era muy favorecedor. Y qué decir del talle. Se ajustaba en la cintura dando paso a una silueta voluptuosa que lo incitaba, más por lo que ocultaba que por lo que mostraba. El peinado a la última moda le enmarcaba el rostro de forma cautivadora, haciéndole desear que fueran sus manos las que lo rodearan. El rubor de sus pálidas mejillas se había acentuado al oírle, y aquello lo encendió un poco también a él.

—Gracias.

—No hay por qué darlas. No es un vacío cumplido. Es lo que pienso.

Ella sonrió tímidamente, mordiéndose el labio inferior en actitud inocente, nerviosa y dubitativa. Él nunca la había visto así. Ella era una mujer segura y decidida. Se preguntó por qué unas sencillas palabras le habían afectado tanto.

—Nunca antes me habías… dado tu parecer en ese aspecto.

—Eras muy niña. No era apropiado. —En cuanto le confesó aquello, se arrepintió de inmediato. ¿Qué demonios estaba diciendo?—. Y creo que el champán me ha aflojado un poco la lengua.

—Tampoco nunca antes te había visto beber tanto. ¿Hay algo que te preocupe?

Su primera intención fue negarlo, pero ella lo miraba con aquellos enormes ojos negros llenos de interés real y amable comprensión.

—Eres perspicaz, Úrsula Oliván, y me conoces más de lo que cabría esperar.

—Tiene que ver con Lini, ¿verdad?

—Muy, muy perspicaz. —Suspiró y le sonrió con dulzura—. Sé que te hubiera gustado tener hermanos, pero te aseguro que en ocasiones como la de hoy, te envidio por no tenerlos.

—No digas eso. —En su rostro se reflejó el fatal impacto que su declaración le había causado—. Nada puede ser tan horrible como para renegar de un hermano.

—Tienes razón. Olvida lo que he dicho. Olvídalo todo…

Cuando hizo ademán de marcharse en el preciso instante en que finalizaba la música, Úrsula se lo impidió tomándolo del brazo. Aquello los sorprendió a ambos, y ella apartó la mano de forma súbita, deseando que nadie a su alrededor se hubiera percatado de aquel gesto. Caminó un par de pasos para salir de la pista y poder hablarle sin entorpecer el paso a los bailarines.

—Si puedo hacer algo para ayudarte…

—Sí. —La expectación se apoderó de la joven cuando Edward dio un paso hacia ella y le dijo con los ojos cosas que no podían decirse de viva voz. Aquellas brillantes esmeraldas se deslizaron por su rostro hasta detenerse en sus labios. Y supo que, de haber estado en otro lugar, solos los dos, habría acariciado su boca mucho más que con la mirada—. No me dejes beber más esta noche.

La petición fue bastante reveladora, dado que sus ojos no se movían del punto en el que parecían haberse quedado clavados. Úrsula se humedeció los labios de forma automática, pues se le había secado la boca, y habló en un susurro.

—Para eso tendré que estar vigilándote, como si fuera tu hermana mayor y tú un muchacho imberbe.

—Nunca te he visto como una hermana. —Consciente de lo insultante que podría haber sonado, quiso aclarar sus palabras—. Me refiero a que nuestra relación es de amistad, pero de igual a igual. Uno no protege al otro ni le dice lo que debe hacer, como lo haría un padre. Somos semejantes.

—¿Es eso lo que haces con Lini y que tanto le molesta? —reflexionó en voz alta sin poder evitarlo—. ¿Sobreprotegerla?

Los ojos de Edward volvieron a los de ella. Esta vez serios e interrogativos, pero sobre todo, ofendidos.

—Si somos amigos, y semejantes, puedo decirte las cosas abiertamente.

—Supongo que en parte tienes razón —admitió cabizbajo—. Pero esto es mucho más complicado de lo que parece.

El mágico momento compartido por ambos se desvaneció bajo la desazón que ella podía percibir que lo consumía. Lo que fuera que pasara entre ambos hermanos era doloroso y muy personal. Así que decidió hacerse a un lado. Cuanto antes mejor.

—Te quitaré la copa cada vez que la vea en tu mano —declaró y, tras una leve reverencia, se marchó en busca de cualquiera de sus amigas, quien fuera, antes de que las lágrimas que amenazaban ya en sus ojos saltaran a borbotones y, de seguro, no cesaran en largo rato.

—Y tendrás que bailar conmigo de nuevo para que no vaya a buscar otra copa más, y otra, y otra…

Él seguía a su espalda, no había dado por finalizada la conversación. Y su tono ya no era serio, sino burlón. El momento tenso parecía haber pasado tan pronto como había llegado. Cogió todo el aire que le cabía en los pulmones, recompuso su gesto, se tragó sus lágrimas y se volvió de nuevo hacia él.

—Eso pueden ser muchos bailes.

—De eso se trata esta fiesta. —Miró a su alrededor, con las manos extendidas—. De bailar. Aunque tú y yo lo que hacemos es conversar mientras que, ya que hay música, bailamos.

Aquello le robó una sonrisa y la ayudó a respirar más profundamente.

—Todos conversan mientras bailan.

—No como lo hacemos tú y yo.

Le tomó la mano para volver a besársela. Úrsula pudo sentir un beso más marcado esta vez, seguido de una profunda aspiración con la nariz completamente pegada a su piel, colándose ligeramente bajo su muñeca. Si hubiera podido despegar sus ojos de él, habría mirado alrededor para comprobar que nadie los observaba. Pero la escena la tenía cautiva.

—Hueles a fruta madura. Jugosa y deliciosa.

Un pulgar acarició su mano y los ojos más verdes y profundos que jamás había visto, frondosos como un bosque, la miraron como habían hecho instantes atrás. Pudo percibir en ellos unas intenciones ocultas que Úrsula no fue capaz de desgranar una por una. Sin embargo, no hacía falta ser ni la mitad de perspicaz de lo que él la consideraba para comprender qué tipo de deseos asomaban a través de ellos.

—Es una combinación casera de aceites esenciales. Varios frutos rojos fusionados con… otras muchas cosas —reveló sin entrar en más detalles, pues cuando empezaba a hablar de sus creaciones, solía extenderse demasiado, si bien eso a él nunca le había molestado, al contrario. Sin embargo, no podía hablar mucho más, no mientras él le sostuviera la mano, con su pulgar jugueteando bajo su palma. Tragó saliva—. En cambio, tu aroma es más cítrico. Siempre lo ha sido.

—Siempre lo ha sido —repitió él, evidenciando lo que de aquellas palabras se podía leer—. Soy un hombre de gustos poco cambiantes. Y adoro la fruta.

—Yo también.

Las comisuras de los labios de Úrsula temblaron en un intento por ocultar la risa nerviosa que le producía la conversación que se estaba desarrollando. Ambos sabían lo que había detrás de cada palabra. Una confesión camuflada, traducida por sus cómplices miradas.

—Hasta luego, Edward. Mantente alejado del champán o tendré que acudir a tu rescate.

—Confío en ello.

Lo oyó reírse mientras se alejaba. Sin embargo, la sonrisa de ella se fue desvaneciendo a cada paso. ¿A qué creía que estaba jugando? ¿Por qué se permitía hacerse ilusiones, incluso fomentar las de él, si nunca más lo iba a volver a ver?

La idea empezó a atormentarla, a consumirla, a devorarla. No debería haber acudido al baile. Verlo de nuevo había sido un error. Sentir su contacto, respirar su aroma, escuchar su voz solo había servido para incrementar la acuciante necesidad que tenía de él como hombre, no solo como amigo o semejante, como él lo había planteado.

Las ilusiones que hasta entonces habían sido las de una niña se habían convertido en las necesidades de una mujer. Él mismo lo había visto y se lo había dicho. Hasta entonces había sido muy niña. Estaba claro, por su actitud para con ella, que ya no la veía de tal modo. Y saberlo solo iba a hacer más dura su marcha de Londres.

No podía seguir allí ni un minuto más, no podía seguir viéndolo, y mucho menos podía volver a bailar con él o rompería a llorar en sus brazos. ¿Sería posible que lo amara? ¿Y por qué esa revelación tenía que manifestarse cuando ya no había esperanza para ellos dos?

—Úrsula, ¿me estás oyendo?

La mano de Verónica se posó sobre el brazo de su amiga, quien parecía estar en cualquier sitio menos allí.

—¿Qué?

—Estás temblando. ¿Qué te ocurre?

—No me encuentro bien. Creo que será mejor que me vaya.

Según lo dijo, comprendió que era lo que tenía que hacer de inmediato.

—Pero tu padre vendrá a buscarnos a media noche —le recordó Verónica, sosteniéndola por la muñeca.

—Cogeré un coche de alquiler. A esta hora ya habrá varios en la puerta. Tú diviértete.

La besó en la mejilla y salió prácticamente corriendo del salón de baile.

Edward captó por el rabillo del ojo un vestido verde moviéndose a mayor velocidad de lo que un baile requería. Centró su vista y lo buscó entre la gente. Creyó ver a Úrsula desapareciendo por la puerta principal como si huyera de alguien. ¿Tal vez de él? No. Eso no tenía sentido. Habían pasado al menos quince minutos desde su despedida, y si lo que había sucedido entre ellos la hubiera asustado, se habría ido en ese momento, no un cuarto de hora después. ¿O no?

Y, ¿qué era lo que había ocurrido entre ellos? La conversación había tenido unos altibajos muy extraños. Pero habría jurado que la habían zanjado de forma mucho más que amistosa. De hecho, él no había prestado apenas atención a las conversaciones de su alrededor. Seguía cautivo de su aroma y de su sonrisa cómplice. Incluso se había estado preguntando si debería dar un paso más allá de esa amistad con la señorita Oliván.

Él no buscaba esposa, todavía, pero a veces las cosas llegaban cuando uno menos se lo esperaba.

Sin saber cómo, ya estaba caminando hacia el lugar por donde la había visto marcharse. Antes de alcanzar la puerta, decidió preguntar en el corrillo de amigas al que ella se había sumado tras hablar con él.

—Señoritas…

—Señor Green. —Fue Verónica quien lo interpeló, con un tono que revelaba que lo estaba esperando—. Su presencia nos viene de perlas en la conversación que mantenemos en este momento.

Aunque su prioridad era dar con Úrsula, habría sido de muy mal gusto ignorar lo que le acababan de decir para formular la pregunta que lo mantenía en vilo. Se armó de paciencia y respondió.

—Me alegra ser de utilidad a unas damas tan elegantes. ¿De qué conversación se trata?

—Verá, nos preguntábamos qué opinarán los hombres de su generación sobre que parte de nosotras vayamos a entrar en la universidad y, el día de mañana, nos vean trabajando codo con codo con ustedes. Sin ir más lejos, yo podría ser su compañera en el Parlamento británico.

Seis pares de ojos lo observaban a la espera de un respuesta que o bien las satisficiera o bien las enfureciera, no estaba muy seguro. Decidió ser sincero a la par que breve.

—No puedo hablar en nombre del resto de hombres de mi generación. Solo puedo decirles lo que pienso yo.

—Adelante.

—Opino que si siguen trabajando tan duro como estos últimos cuatro años y nunca pierden la determinación que las ha hecho llegar hasta aquí, pueden lograr cualquier cosa que se propongan en la vida.

—Pero hay hombres que se oponen, que nos cierran las puertas —protestó una de las jovencitas, a la cual él apenas reconocía de vista.

—Me temo que de esos habrá durante muchos años. Lo que puedo decirles es que yo no seré uno de ellos. Y que desde la posición en el Parlamento a la que aspiro, trabajaría para que no hubiera diferencia alguna entre haber nacido hombre o mujer.

Sus palabras dejaron mudas a las jóvenes que lo escuchaban atónitas. Solo Verónica fue capaz de replicar, sonriéndole de tal forma que dejaba claro lo mucho que le había gustado aquella respuesta.

—Lástima que Úrsula no esté aquí para escucharlo, señor Green, le habría encantado participar en esta conversación. Pero me temo que se encontraba algo indispuesta. Aunque tal vez el coche de alquiler al que se dirigía aún no haya emprendido la marcha.

Al ver que no se movía del sitio, Verónica alzó las cejas de forma significativa, haciendo que Edward reaccionara de golpe.

—Debo… atender un asunto. Si me disculpan.

Verónica lo observó alejarse y suspiró con resignación.

«Espero que no tengas nada que ver con esa indisposición, Edward Green», pensó para sí. Aunque en el fondo, y sin necesidad de que su amiga le hubiera contado nunca nada al respecto, estaba convencida de lo contrario.

Ya en el exterior, Edward fue posando la vista de carruaje en carruaje, buscando su vestido verde o su oscura cabellera. La encontró asomada tras la cortinilla de un vehículo que en ese preciso momento iniciaba la marcha. Sin pensárselo dos veces, corrió hacia él, sosteniendo la triste mirada de la mujer que lo ocupaba y preguntándose qué había sucedido para que se fuera de ese modo.

Habría jurado que una lágrima recorría su mejilla en el mismo instante en que cerró la cortina y los caballos se la llevaron demasiado deprisa para poder detenerla.

Parado en mitad del empedrado, observó en la oscuridad cómo una mujer que parecía corresponder a sus sentimientos decidía huir de él. Porque algo le decía que eso era lo que había ocurrido. Se alejaba por voluntad propia y, a la vez, en contra de su voluntad.

Haciéndose eco de palabras que había oído decir a otros hombres cientos de veces y que él intentaba no secundar, volvió al salón sin ánimo alguno de permanecer en aquella fiesta. No había quien entendiera a las mujeres, decían a menudo sus amigos y conocidos. A esta en concreto, él había creído entenderla. Hasta el momento.

Basándose en esa creencia, se planteó algo y trató de aparcar el tema todo lo que pudo para lo que quedaba de noche. Le daría tiempo. Esperaría unos días, tal vez un par de semanas, y le haría una visita informal para interesarse por su bienestar y el motivo de su desaparición de la fiesta. Así tendría tiempo para aclarar sus ideas. Y él también.

Puede que tuviera que acudir con su hermana. Primero porque no sabía dónde se encontraba la residencia de los Oliván e iba a tener que preguntárselo a ella de cualquier modo. Y segundo, para que la visita no se tomara por lo que no era…

¿Y acaso no era lo que podría parecer? ¿Acaso no pretendía cortejarla?

Tomó otra copa de champán, decepcionado porque ella no estuviera allí para arrebatársela como había prometido. Mientras la bebía con una avidez que nunca había sentido por el alcohol, se dijo que tenía unas pocas semanas para decidir si daba uno de los pasos más importantes de su vida o no. Porque a pesar de lo liberales que eran sus ideas políticas y sociales, si él daba un paso como aquel con una mujer, sería por amor y para siempre. En ese aspecto era muy tradicional.

noches_furtivas-6

Capítulo 1

Londres, otoño de 1872

La oscura y amplia calle se hallaba desierta a aquellas horas de la madrugada. El carruaje que ocupaba la familia Oliván traqueteaba sin piedad sobre los adoquines a pesar de estar ya reduciendo su velocidad. Cuando el vehículo por fin se detuvo delante del edificio que le había sido indicado al joven que los había recogido junto con su equipaje, Úrsula suspiró con satisfacción y se dispuso a salir cuanto antes a respirar aire fresco.

Deseaba con todas sus fuerzas que el olor de aquella zona fuera con diferencia mejor al que había inhalado al pasa

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