Título original: The Last Precinct
Traducción: Laura Paredes Lascorz
1.ª edición: enero, 2015
© 2015 by Patricia Cornwell
© Ediciones B, S. A., 2015
Consell de Cent, 425-427 - 08009 Barcelona (España)
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ISBN DIGITAL: 978-84-9069-316-2
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A Linda Fairstein.
Abogada. Novelista. Mentora. La mejor amiga.
(Ésta es para ti.)
Contenido
Portadilla
Créditos
Dedicatoria
Prólogo: Tras los hechos
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Prólogo: Tras los hechos
El frío anochecer abandonó su color amoratado en aras de la oscuridad total y agradecí que las cortinas del dormitorio fueran lo bastante gruesas como para ocultar hasta el menor indicio de mi silueta mientras hacía el equipaje. La vida no podría llegar a ser más anómala.
—Quiero tomar una copa —anuncié al abrir un cajón del tocador—. Quiero encender el fuego, tomar una copa y preparar pasta. Fideos anchos, amarillos y verdes, con pimientos y salchichas. Le papparedelledel cantunzein. Siempre he querido tomarme un período sabático, ir a Italia, aprender italiano, aprenderlo de veras. Hablarlo. No saber sólo el nombre de las comidas. O quizás a Francia. Iré a Francia. Podría ir ahora mismo —añadí con una doble nota de rabia e impotencia—. Podría vivir en París la mar de bien. —Era mi modo de rechazar Virginia y a todos sus habitantes.
Pete Marino, capitán del Departamento de Policía de Richmond, dominaba mi dormitorio como un faro imponente, con las manos enormes hundidas en los bolsillos de los vaqueros. No se ofreció a ayudarme a hacer las maletas, abiertas sobre la cama, porque me conocía demasiado bien para pensarlo siquiera. Marino podía parecer un palurdo sureño, hablar como un palurdo sureño y comportarse como un palurdo sureño, pero era de lo más listo, sensible y perspicaz. Ahora mismo, por ejemplo, se percataba de un hecho sencillo: no hacía ni veinticuatro horas, un hombre llamado Jean-Baptiste Chandonne se había abierto paso entre la nieve bajo la luna llena para colarse en mi casa. Estaba muy familiarizada con el modus operandi de Chandonne, de modo que podía imaginar sin riesgo a equivocarme lo que me habría hecho si hubiera tenido ocasión. Pero no era del todo capaz de someterme a imágenes anatómicamente correctas de mi propio cadáver maltrecho, y eso que nadie podría describirlo mejor que yo. Soy patóloga forense y abogada, la forense jefe de Virginia. Yo practiqué la autopsia a las dos mujeres que Chandonne asesinó hace poco aquí, en Richmond, y he estudiado los casos de otras siete que mató en París.
Me resultaba más cómodo describir lo que hizo a esas víctimas, como golpearlas con brutalidad, morderles los senos, las manos y los pies, y jugar con su sangre. No usaba siempre la misma arma. Ayer por la noche llevaba un martillo de desbastar, una herramienta singular que se usa en mampostería y es muy parecida a un pico. Sabía con certeza lo que un martillo de desbastar podía hacer a un cuerpo humano porque Chandonne usó uno (el mismo, suponía) con Diane Bray, su segunda víctima de Richmond, la policía a la que asesinó dos días atrás, el jueves.
—¿Qué día es hoy? —le pregunté al capitán Marino—. Sábado, ¿verdad?
—Sí. Sábado.
—Dieciocho de diciembre. Falta una semana para Navidad. Felices fiestas. —Abrí la cremallera de un bolsillo lateral de la maleta.
—Sí, dieciocho de diciembre.
Me observaba como si fuera alguien a punto de perder la razón. Sus ojos enrojecidos reflejaban el recelo que impregnaba mi casa. La desconfianza se palpaba en el ambiente. Sabía como el polvo. Olía como el ozono. Calaba como la humedad. El siseo de los neumáticos sobre la calle mojada, la discordancia de los pasos, las voces y los avisos por radio rompían la armonía, ya que la policía seguía ocupando mi casa, profanando mi hogar. Hasta el último rincón quedaría al descubierto, y todas las facetas de mi vida saldrían a la luz. Era como estar desnuda en una de las mesas de acero del depósito de cadáveres. Marino sabía, pues, que no debía preguntarme si podía ayudarme a hacer el equipaje. Ya lo creo. Sabía muy bien que más le valía no atreverse a tocar nada de nada, ni un zapato, ni un calcetín, ni un cepillo, ni una botella de champú, ni el detalle más insignificante. La policía me había pedido que dejara la sólida casa de piedra de ensueño que había levantado en el barrio tranquilo y cerrado del West End. Increíble. Estaba segura de que Jean-Baptiste Chandonne (Le Loup-Garou, El hombre lobo, como él mismo se llamaba) recibía mejor trato que yo. La ley concede a la gente como él todos los derechos humanos imaginables: comodidad, confidencialidad, alojamiento gratis, comida y bebida gratis y atención médica gratis en la sala forense de la Facultad de Medicina de Virginia, donde yo era miembro docente.
Marino no se había bañado ni acostado en veinticuatro horas por lo menos. Cuando pasé por su lado, olí el espantoso olor corporal de Chandonne y me vinieron náuseas; una punzada intensa en el estómago que me bloqueó el cerebro y me dejó bañada en sudor frío. Me enderecé y respiré a fondo para disipar la alucinación olfativa, al tiempo que la reducción de velocidad de un coche atrajo mi atención hacia las ventanas. Había llegado a reconocer hasta la pausa más sutil del tráfico y sabía cuándo se trataba de alguien que iba a aparcar delante de casa. Llevaba horas escuchando ese ritmo. Gente que se asombraba. Vecinos que curioseaban y se paraban en mitad de la calle. Me tambaleaba debido a una embriaguez extraña de emociones, tan pronto perpleja como asustada. Pasaba del agotamiento a la obsesión, de la depresión a la calma, y bajo todo ello una gran efervescencia, como si tuviera la sangre llena de gas.
Se cerró la puerta de un coche.
—¿Y ahora qué? —me quejé, y abrí otro cajón—. ¿Quién será esta vez? ¿El FBI? Se acabó, Marino. —Con las manos hice ademán de mandarlo todo a la mierda—. Échalos de mi casa, a todos. Enseguida. —Mi rabia vibraba como un espejismo sobre el asfalto caliente—. Así podré terminar de hacer el equipaje y largarme de aquí. ¿No pueden esperar hasta que me haya ido? —Las manos me temblaban mientras rebuscaba entre los calcetines—. Ya es bastante triste que estén en el jardín. —Lancé un par de calcetines a la bolsa—. Ya es bastante triste que estén aquí. —Otro par—. Pueden volver cuando ya no esté. —Eché otro par, fallé y me agaché a recogerlo—. Podrían dejarme mover a gusto por mi casa por lo menos. —Otro par—. Y dejarme ir en paz y con intimidad. —Devolví un par al cajón—. ¿Qué coño hacen en la cocina? —Cambié de parecer y saqué los calcetines que acababa de guardar—. ¿Qué hacen en el estudio? Les dije que él no entró ahí.
—Tenemos que echar un vistazo, doctora. —Es lo que Marino tenía que decir al respecto.
Se sentó a los pies de la cama, y eso también estaba mal. Quería decirle que se fuera de mi cama y de mi cuarto. Tenía ganas de ordenarle que saliera de mi casa y quizá de mi vida. No importaba el tiempo que hacía que lo conocía ni todo lo que habíamos pasado juntos.
—¿Qué tal el codo, doctora? —Señaló la escayola que me inmovilizaba el brazo izquierdo como un conducto de estufa.
—Está fracturado. Me duele mucho. —Cerré el cajón demasiado fuerte.
—¿Ya te tomas la medicina?
—Sobreviviré.
—Tienes que tomar lo que te dieron. —Observaba todos mis movimientos.
De repente, yo actuaba de policía rudo y él mostraba la lógica y la tranquilidad de un médico, como si hubiéramos intercambiado nuestros papeles. Regresé al armario forrado de cedro y empecé a recoger blusas y a disponerlas en la maleta, asegurándome de que el botón superior estuviera abrochado, alisando la seda y el algodón con la mano derecha. El codo izquierdo me molestaba como un dolor de muelas, y me sudaba y picaba bajo la escayola. Me había pasado casi todo el día en el hospital, no porque enyesar una extremidad rota sea un procedimiento largo, sino porque los médicos insistieron en examinarme a fondo para asegurarse de que no hubiera sufrido otras lesiones. Les expliqué varias veces que, cuando salí corriendo de casa, me caí en los peldaños delanteros y me fracturé el codo, nada más. Jean-Baptiste Chandonne no había llegado a tocarme. Yo huí y me encontraba bien, repetí entre radiografía y radiografía. El personal del hospital me tuvo en observación hasta última hora de la tarde y no dejaron de entrar y salir inspectores de la habitación. Se llevaron mi ropa. Mi sobrina, Lucy, tuvo que llevarme algo que ponerme. No pude dormir.
El sonido del teléfono rasgó el aire como un florete. Contesté en el supletorio que había junto a la cama.
—Scarpetta al habla —dije, y mi propia voz pronunciando mi nombre me recordó las llamadas a medianoche, cuando respondía al teléfono y algún inspector me informaba de que se había cometido un crimen en alguna parte.
Oír mi habitual contestación profesional desencadenó la imagen que había eludido hasta entonces: mi cuerpo maltrecho en mi cama, con sangre por toda la habitación, esta habitación, y la mirada de mi ayudante jefe cuando un policía, probablemente Marino, lo llamaba para comunicarle que me habían asesinado y que alguien, vete a saber quién, tendría que acudir al lugar del crimen. Se me ocurrió que no podría ir nadie de mi oficina. Había contribuido a diseñar en Virginia el mejor plan de emergencia de cualquier estado del país. Podíamos encargarnos de un accidente de aviación importante, de la explosión de una bomba en el Coliseo o de una inundación, pero ¿qué haríamos si algo me pasaba a mí? Traer a un patólogo forense de una jurisdicción cercana, quizá Washington, supuse. Lo malo era que conocía a casi todos los patólogos forenses de la Costa Este y sentí muchísima lástima por quien hubiera tenido que encargarse de mi cadáver: es muy difícil trabajar en un caso en el que conoces a la víctima. Esas ideas me cruzaron el pensamiento como pájaros asustados mientras Lucy me preguntaba por teléfono si necesitaba algo y yo le aseguraba que estaba bien, lo que era totalmente ridículo.
—Perdona, pero no puedes estar bien —replicó.
—Hago las maletas —le expliqué—. Marino está conmigo y hago las maletas —repetí, y fijé una mirada algo gélida en él.
Sus ojos recorrían la habitación, y me di cuenta de que nunca había estado en ella. No quería imaginarme sus fantasías. Lo conocía desde hacía muchos años y siempre supe que su respeto hacia mí contenía una fuerte mezcla de inseguridad y atracción sexual. Era muy corpulento, con la barriga hinchada por la cerveza, el rostro grande y hosco y una cabellera rala. Mientras yo escuchaba a mi sobrina hablar por teléfono, Marino dirigía la vista hacia mis espacios privados: el tocador, el armario, los cajones abiertos, lo que ponía en las maletas y mis senos. Cuando Lucy me llevó las zapatillas de tenis, los calcetines y un chándal al hospital, olvidó incluir unos sujetadores, y la mejor solución que encontré al llegar aquí fue cubrirme con una bata blanca, vieja y voluminosa que usaba para hacer las faenas de la casa.
—Supongo que tampoco te quieren ahí —se oyó la voz de Lucy por la línea.
Es una historia larga, pero mi sobrina era agente de la Oficina de Alcohol, Tabaco y Armas de Fuego y cuando la policía acudió le faltó tiempo para echarla de mi casa. Quizá saber algo era peligroso y temieron que un agente federal importante la incluyera en la investigación. No sabía por qué, pero Lucy se sentía culpable porque no estaba conmigo la noche anterior y casi me mataron, y ahora tampoco estaba conmigo. Que conste que yo no la culpaba en absoluto. Pero tampoco podía dejar de pensar lo distinta que habría sido mi vida si ella hubiese estado en casa conmigo en lugar de estar con una amiga cuando se presentó Chandonne. A lo mejor Chandonne habría sabido que yo no estaba sola y no hubiera venido, o se hubiese sorprendido de encontrar a otra persona en la casa y tal vez hubiera huido, o habría pospuesto mi asesinato para el día siguiente o para el otro o para Navidad o para el nuevo milenio.
Caminaba arriba y abajo escuchando por el inalámbrico explicaciones y comentarios apresurados, y capté mi imagen en el espejo de cuerpo entero. Llevaba despeinados los cabellos rubios y cortos, tenía los ojos azules vidriosos, los párpados arrugados por el cansancio y el estrés y el ceño fruncido. La bata blanca estaba manchada y no inspiraba el menor respeto. Se me veía muy pálida. Tenía unas ganas enormes, casi insoportables, de tomar una copa y fumar un cigarrillo, como si haber estado a punto de morir asesinada me hubiera convertido al instante en una adicta. Imaginé que estaba sola en casa. No había pasado nada. Disfrutaba de la chimenea, un cigarrillo, una copa de vino francés, quizás un burdeos, porque el burdeos es menos complicado que el borgoña. Un burdeos es como un viejo amigo al que no es preciso descifrar. Disipé la fantasía con la realidad: daba lo mismo lo que Lucy hubiera hecho o dejado de hacer. Chandonne habría venido a matarme tarde o temprano, y me sentí como si durante toda la vida me hubiese esperado una sentencia terrible y que hubiera marcado mi puerta igual que el Ángel de la Muerte. Extrañamente, seguía allí.
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Por la voz de Lucy sabía que estaba asustada, algo raro en ella, una brillante y enérgica agente federal, obsesionada con el ejercicio y piloto de helicópteros.
—Me siento fatal —repitió mientras Marino seguía sentado en la cama y yo caminaba arriba y abajo.
—No tienes por qué —le dije—. La policía no quiere a nadie aquí, y, créeme, no te gustaría estar. Supongo que te alojas en casa de Jo y eso está bien.
Lo comenté como si no me importara, como si no me molestara que no estuviera conmigo y no haberla visto en todo el día. Me importaba, pero tenía la costumbre de dejar una escapatoria a la gente. No me gustaba sentirme rechazada, y menos por Lucy Farinelli, que era mi sobrina pero a quien había criado como a una hija.
—En realidad, estoy en el centro, en el hotel Jefferson —contestó tras vacilar un instante.
Intenté entenderlo. El Jefferson era el hotel más lujoso de la ciudad, y yo no sabía por qué tenía que irse a un hotel y mucho menos a uno tan elegante y caro. Los ojos se me llenaron de lágrimas, pero las contuve, me aclaré la garganta y me aguanté el dolor.
—¡Oh! —me limité a decir—. Eso está muy bien. Supongo que Jo estará contigo en el hotel.
—No, está con su familia. Mira, acabo de registrarme. Tengo una habitación para ti. ¿Por qué no vienes?
—Quizás un hotel no sea buena idea en este momento. —Lucy pensaba en mí y me quería junto a ella; me sentí un poco mejor—. Anna me ofreció que me hospedase en su casa. Dada la situación, creo que eso será lo mejor. Tú también estás invitada. Pero supongo que ya te has instalado.
—¿Cómo lo ha sabido Anna? —preguntó Lucy—. ¿Lo oyó en las noticias?
Como el intento de asesinarme se había producido muy tarde, no aparecería en los periódicos hasta la mañana siguiente. Sin embargo, suponía que habría habido un verdadero alud de avances informativos en radio y televisión. De pronto me pregunté cómo se habría enterado Anna. Lucy me dijo que tenía que quedarse, pero que intentaría ir a verme más tarde. Colgamos.
—Si la prensa averigua que estás en un hotel, estás perdida. Te los encontrarás por todas partes —dijo Marino con el ceño fruncido y un aspecto terrible—. ¿Dónde se hospeda Lucy?
Le repetí lo que me había dicho y casi deseé no haber hablado con ella. Sólo había conseguido hacerme sentir peor. Atrapada, me sentía atrapada, como si estuviera dentro de una campana de buceo a trescientos metros bajo el agua, distanciada y aturdida, y el mundo sobre mí fuera de repente irreconocible y surrealista. Estaba aletargada, pero con los nervios a flor de piel.
—¿El Jefferson? —se extrañó Marino—. ¡No lo dirás en serio! ¿Le ha tocado la lotería o qué? ¿No le preocupa que la prensa la encuentre? ¿Qué coño le pasa?
Empecé de nuevo con las maletas. No podía contestar esas preguntas. Estaba harta de preguntas.
—Y no está en casa de Jo. Vaya —prosiguió—. Muy interesante. Jamás pensé que eso duraría.
Bostezó en voz alta, se frotó los rasgos marcados de la cara sin afeitar y observó cómo yo tendía los trajes sobre una silla y elegía la ropa para ir a trabajar. Tenía que reconocer que Marino había intentado ser ecuánime, incluso considerado, desde que había llegado a casa del hospital. Le costaba ser amable en las mejores circunstancias, que no eran las actuales. Estaba tenso, falto de horas de sueño y lleno de cafeína y de comida basura, y no le dejaba fumar en mi casa. Sólo era cuestión de tiempo que su autocontrol empezara a debilitarse y le devolviera a su personalidad grosera y fanfarrona. Presencié la metamorfosis y me sentí extrañamente aliviada. Ansiaba cosas conocidas, por desagradables que fueran. Marino empezó a hablar sobre lo que hizo Lucy la noche anterior, cuando llegó a mi casa y se encontró con Jean-Baptiste Chandonne y conmigo en el nevado jardín delantero.
—A ver, no es que la culpe por querer saltarle los sesos a ese pájaro —comentó Marino—, pero ahí es donde se ve el entrenamiento. Da lo mismo que se trate de tu tía o de tu hijo, tienes que hacer lo que te han enseñado, y ella no lo hizo. Ya lo creo que no. Se puso como una loca.
—Te he visto ponerte como un loco varias veces —le recordé.
—Bueno, a mi parecer no deberían haberla enviado nunca a ese trabajo secreto en Miami. —Lucy estaba asignada a la oficina de campo de Miami y se encontraba aquí para pasar unas vacaciones, entre otros motivos—. A veces la gente está demasiado cerca de los malos y empieza a identificarse con ellos. Lucy está en una fase asesina. Le ha tomado gusto a disparar, doctora.
—Eso no es justo. —Me percaté de que llevaba demasiados pares de zapatos, pero dejé lo que estaba haciendo y lo miré para preguntarle—: ¿Qué habrías hecho tú si hubieses llegado a mi casa antes que ella?
—Por lo menos habría dedicado una milésima de segundo a valorar la situación antes de acercarme y apuntar con la pistola a la cabeza de ese imbécil. Mierda. Ese tío estaba tan jodido que ni siquiera veía lo que hacía. Soltaba alaridos por ese producto químico que le echaste en los ojos. En ese momento no iba armado. No iba a lastimar a nadie. Era evidente a simple vista. Y también era evidente que tú estabas herida. Por lo tanto, si hubiera sido yo habría llamado a una ambulancia, y Lucy ni siquiera hizo eso. No dio la talla, doctora. Y no, no quería que estuviera aquí con todo lo que pasa. Por eso la interrogué en la comisaría y obtuve su declaración en un sitio neutral para que se calmara.
—Yo no considero una sala de interrogatorios un sitio neutral —repliqué.
—Bueno, la casa donde casi se cargan a tu tía Kay tampoco es lo que se dice neutral.
Estaba de acuerdo con él, pero su voz se hallaba salpicada de sarcasmo. Empezaba a molestarme.
—En cualquier caso, tengo que decirte que no me gusta nada que esté sola en un hotel —añadió frotándose de nuevo la cara, y daba lo mismo lo que dijera en sentido contrario, tenía un concepto muy alto de mi sobrina y haría cualquier cosa por ella. La conocía desde que tenía diez años y él la aficionó a los camiones, los motores grandes, las armas y todos los llamados intereses masculinos que ahora le criticaba—. Podría ir a ver a esa imbécil cuando te haya dejado en casa de Anna. Aunque no parece que a nadie le importe lo que a mí me gusta o me deje de gustar. —Dicho esto retrocedió unos cuantos pensamientos—. Como Jay Talley. Claro que eso no es asunto mío. Mira que es egocéntrico.
—Se esperó todo el rato en el hospital —defendí a Jay una vez más, desviando los celos de Marino. Jay era el enlace de la ATF con la Interpol. No lo conocía muy bien, pero me había acostado con él en París hacía cuatro días—. Y estuve trece o catorce horas —continué mientras Marino entornaba los ojos—. Yo no llamo a eso ser egocéntrico.
—¡Por Dios! —exclamó Marino con una expresión de resentimiento en los ojos; despreciaba a Jay desde el día en que lo conoció en Francia—. ¿De dónde has sacado ese cuento de hadas? No me lo puedo creer. ¿Ha dejado que pensaras que estuvo en el hospital todo ese tiempo? ¡No te esperó! Eso es mentira. Te llevó en su caballo blanco y volvió aquí. Luego llamó para preguntar cuándo te darían de alta y regresó para recogerte.
—Lo que tiene mucha lógica. —No mostré mi consternación—. No tiene sentido quedarse sentado sin hacer nada. Y nunca dijo que hubiese estado ahí todo el rato. Yo lo supuse.
—Sí. ¿Y por qué? Porque él dejó que lo supusieras. ¿Deja que pienses algo que no es cierto y no te importa? A mi modo de ver, eso es un defecto de carácter. Se le llama mentir... ¿Qué? —Cambió el tono de golpe. Había alguien en el umbral.
—Perdonen. —Una agente uniformada, cuya placa indicaba M. I. Calloway, entró en mi cuarto y se dirigió a Marino de inmediato—. No sabía que estaba aquí, capitán.
—Pues ahora ya lo sabe. —La fulminó con la mirada.
—¿Doctora Scarpetta? —Como pelotas de pimpón, sus ojos bien abiertos fueron de Marino a mí y viceversa—. Necesito preguntarle por el tarro. ¿Dónde estaba el tarro de ese producto químico, la formulina...?
—Formalina —me apresuré a corregirla.
—Eso —dijo—. Exacto. Lo que quería saber es dónde estaba exactamente el tarro cuando lo cogió.
Marino seguía sentado en la cama, como si tuviera costumbre de hacerlo todos los días. Empezó a palparse en busca de sus cigarrillos.
—En la mesa de centro del salón —respondí a Calloway—. Ya se lo he dicho a todo el mundo.
—Sí, señora. Pero ¿en qué lugar de la mesa? Es bastante grande. Lamento mucho molestarla con todo esto. Es que intentamos reconstruir cómo sucedió, porque más adelante será más difícil recordarlo.
—Calloway —terció Marino, que sacó despacio un Lucky Strike del paquete y ni siquiera la miró—, ¿desde cuándo es inspectora? No recuerdo que esté en la Brigada A. —Marino era el jefe de la Unidad de Crímenes Violentos del Departamento de Policía de Richmond, conocida como Brigada A.
—No estamos seguros de dónde estaba el tarro, capitán —comentó ruborizada.
Era probable que los inspectores supusieran que sería menos indiscreto que me interrogara una mujer que un hombre. Quizá sus compañeros la enviaron por ese motivo o simplemente le asignaron el encargo porque nadie más quería vérselas conmigo en aquel momento.
—Entrando en el salón en dirección a la mesa, en la esquina derecha; la que queda más cerca —le indiqué—. Ya lo he contado muchas veces. No lo recuerdo bien. Es algo borroso: un fragmento deformado de la realidad.
—¿Y es ahí donde usted estaba más o menos cuando se lo lanzó? —me preguntó Calloway.
—No. Estaba al otro lado del sofá, cerca de la puerta corredera de cristal. Me perseguía y es donde fui a parar —expliqué.
—Y después de eso, ¿salió corriendo de la casa...? —Calloway escribió algo en su bloc de notas.
—Crucé el comedor —la interrumpí—. Donde tenía la pistola, que había dejado en la mesa por la tarde. Admito que no es un buen lugar para dejarla. —Divagaba. Me sentía como si tuviera jet lag—. Conecté la alarma y salí por la puerta principal. Con la pistola, la Glock. Pero resbalé en el hielo y me fracturé el codo. No pude abrir la corredera con una sola mano.
Anotó eso también. Mi relato fue el mismo. Si tenía que volver a contarlo, me pondría histérica, y ningún policía del mundo me había visto nunca histérica.
—¿No disparó? —Levantó la mirada y se humedeció los labios.
—No pude amartillarla.
—¿No intentó dispararla?
—No entiendo qué quiere decir eso. No pude amartillarla.
—Pero ¿lo intentó?
—¿Necesita que se lo traduzcan o qué? —soltó Marino, y la mirada amenazadora que dirigió a M. I. Calloway me recordó el puntito rojo que un láser señala en una persona antes de que llegue la bala—. La pistola no estaba amartillada y no la disparó, ¿lo ha entendido? —repitió despacio y con brusquedad, y me preguntó—: ¿Cuántos cartuchos tenías en el cargador? ¿Dieciocho? Es una Glock de diecisiete milímetros, con dieciocho balas en el cargador y una en la recámara, ¿no?
—No lo sé —respondí—. Quizá no hubiera dieciocho, seguro que no. Cuesta introducirle tantas balas porque el resorte va duro, el resorte del cargador.
—Muy bien, muy bien. ¿Recuerdas cuándo fue la última vez que la disparaste? —me preguntó.
—La última vez que fui al campo de tiro. Unos meses como mínimo.
—Siempre limpias las pistolas después de ir al campo de tiro, ¿no es cierto, doctora? —Era una afirmación y no una pregunta. Marino conocía mis hábitos y rutinas.
—Sí. —Estaba de pie en el centro de mi cuarto y parpadeaba. Me dolía la cabeza y me molestaba la luz.
—¿Ha mirado la pistola, Calloway? Es decir, la ha examinado, ¿verdad? —Volvió a clavarle la mirada de láser—. ¿A qué viene esto entonces? —Le hizo un gesto con la mano como si fuera algo molesto e insignificante—. Dígame qué ha averiguado.
La agente dudó. Noté que no quería dar información delante de mí. La pregunta de Marino quedó en el aire como la humedad a punto de precipitarse. Me decidí por dos faldas, una azul marino y otra gris, y las tendí sobre la silla.
—Hay catorce balas en el cargador —indicó Calloway con el tono autómata de un militar—. No había ninguna en la recámara. No estaba amartillada. Y parece limpia.
—Vaya, vaya. Entonces no estaba amartillada y no la disparó. Y si esta historia parece corta, volveremos a empezar una y otra vez. ¿Vamos a seguir dando vueltas a lo mismo o podemos avanzar? —Sudaba, y su olor corporal era cada vez más intenso.
—Mire, no tengo nada nuevo que añadir —dije, a punto de echarme a llorar, fría, temblorosa y oliendo de nuevo el hedor terrible de Chandonne.
—¿Y por qué tenía el tarro en su casa? ¿Qué había exactamente en él? Es el producto que usa en el depósito, ¿verdad? —Calloway se situó fuera de la línea de visión de Marino.
—Formalina. Una disolución de formaldehído al diez por ciento que se conoce como formalina —puntualicé—. Sí, se usa en el depósito para fijar tejidos. Secciones de órganos. Piel, en este caso.
Había lanzado un producto químico cáustico a los ojos de otro ser humano. Lo había lisiado. Quizá lo había cegado para siempre. Lo imaginé sujeto a una cama en la sala penitenciaria del noveno piso de la Facultad de Medicina de Virginia. Había salvado mi propia vida y no me sentía nada satisfecha por ello. Sólo me sentía destrozada.
—Así pues, tenía tejido humano en su casa. Piel. Un tatuaje. ¿De ese cadáver sin identificar del puerto? ¿El del contenedor? —El sonido de la voz de Calloway, de su bolígrafo, de las páginas del bloc al hojearlas, me hizo pensar en periodistas—. No me gustaría parecerle tonta, pero ¿por qué tenía algo así en su casa?
Le expliqué que nos estaba costando mucho identificar el cadáver del puerto. Sólo teníamos un tatuaje, en realidad, y la semana pasada había ido a Petersburg y le pedí a un artista en tatuajes que lo examinara para el caso. Luego volví a casa directamente y por eso el tatuaje, dentro del tarro de formalina, estaba en mi casa la noche anterior.
—Normalmente —añadí— no tendría algo así en casa.
—¿Lo tuvo en casa una semana? —quiso saber, con una expresión de duda.
—Han pasado muchas cosas. Asesinaron a Kim Luong. Mi sobrina casi murió en un tiroteo en Miami. Tuve que ir al extranjero, a Lyon, en Francia. La Interpol quería verme para hablar sobre siete mujeres que puede que él matara en París —le expliqué, refiriéndome a Chandonne—, y sobre la sospecha de que el cadáver del contenedor de carga corresponda a Thomas Chandonne, el hermano del asesino, hijos ambos del cartel criminal de Chandonne que la mitad de las fuerzas del orden del mundo intenta capturar desde hace años. Luego asesinaron a la jefa adjunta de policía, Diane Bray. ¿Debería haber devuelto el tatuaje al depósito? —Tenía la cabeza a punto de estallar, y casi le espeté—: Sí, seguro que sí. Pero tenía otras cosas en qué pensar. Se me olvidó.
—Se le olvidó —repitió la agente Calloway, mientras Marino escuchaba cada vez más furioso, intentando dejarle hacer su trabajo y despreciándola a la vez—. Doctora Scarpetta, ¿tiene otras partes de cadáveres en su casa?
Un dolor punzante me atravesó el ojo derecho; me estaba dando migraña.
—¿Qué clase de pregunta es ésa? —Marino subió la voz otro decibelio.
—No nos gustaría encontrarnos con nada más, como fluidos corporales, sustancias químicas o...
—No, no. —Sacudí la cabeza y dirigí la atención a un montón de pantalones y polos bien plegados—. Sólo diapositivas.
—¿Diapositivas?
—Para histología —aclaré con vaguedad.
—¿Para qué?
—Ya basta, Calloway. —Marino se puso de pie; sus palabras retumbaron como un martillo.
—Sólo quería asegurarme de que no teníamos que preocuparnos de ningún otro peligro —le dijo, y el color de sus mejillas y el brillo de sus ojos traicionaron su subordinación. Detestaba a Marino. Como mucha gente.
—El único peligro por el que debe preocuparse es el que ahora tiene delante —le soltó Marino—. ¿Por qué no concede un poco de intimidad a la doctora? ¿Un pequeño aplazamiento para las preguntas idiotas?
Calloway era una mujer poco agraciada, de caderas anchas y hombros estrechos. Estaba tensa debido al enojo y al bochorno. Dio media vuelta y salió de mi cuarto, y la alfombra persa del pasillo absorbió sus pasos.
—¿Qué se cree? ¿Que coleccionas trofeos? —me dijo Marino—. ¿Que te traes a casa cosas de recuerdo, como Jeffrey Dahmer? ¡Dios mío!
—No lo aguanto más. —Metí unos cuantos polos muy bien doblados en la bolsa.
—Tendrás que aguantarlo, doctora. Pero no hoy. —Volvió a sentarse, cansado, a los pies de la cama.
—Mantén a tus inspectores alejados de mí —le advertí—. No quiero ver delante de mí a ningún otro policía. Yo no he hecho nada malo.
—Si hay algo más, te llegará a través de mí. Yo estoy al cargo de esta investigación, aunque haya gente como Calloway que aún no se haya enterado. Pero no soy yo de quien debes preocuparte. Tendrás que dar turnos como en una tienda; hay mucha gente que quiere hablar contigo.
Puse unos pantalones encima de los polos y luego invertí el orden, con los jerséis arriba para que no se arrugaran.
—Claro que ni la mitad de la que quiere hablar con él —añadió. Se refería a Chandonne, y se dispuso a repasar la lista—: Todos esos psiquiatras forenses y profesionales que trazan perfiles psicológicos, medios de comunicación y demás.
Me detuve. No tenía intención de seleccionar la ropa interior delante de Marino. Me negaba a que viera cómo elegía entre los artículos de tocador.
—Necesito estar unos minutos a solas —le dije.
Me miró fijamente, con los ojos rojos y la cara del color del vino tinto. Tenía colorada hasta la calva e iba desaliñado, con sus tejanos, su camiseta, su barriga de nueve meses y sus botas Red Wing enormes y sucias. Vi que barruntaba algo. No quería dejarme sola y pareció sopesar inquietudes que no tenía intención de revelarme. Una idea descabellada me llenó la cabeza como si de humo oscuro se tratara: no confiaba en mí. Quizá pensaba que podía suicidarme.
—Por favor, Marino. ¿Podrías salir e impedir que venga alguien mientras termino? Ve al coche y saca el maletín de equipo forense del maletero. Si me llamaran para algo... Bueno, lo necesito. Las llaves están en el cajón de la cocina, el de arriba a la derecha, donde guardo todas las llaves. Por favor. Y, por cierto, necesito el coche. Supongo que me iré en él, así que no hace falta que saques el maletín. —La confusión se arremolinaba.
—No puedes llevarte el coche —dijo tras un momento de duda.
—¡Mierda! —exploté—. No me digas que también tienen que examinar el coche. Esto es de locos.
—Mira, la primera vez que sonó la alarma ayer por la noche, fue porque alguien intentó entrar en el garaje.
—¿Qué quieres decir con alguien? —repliqué, presa de una migraña que me quemaba las sienes y me nublaba la visión—. Sabemos exactamente quién. Forzó la puerta del garaje porque quería que se disparara la alarma. Quería que viniera la policía para que no pareciera extraño que la policía regresaba un poco después porque un vecino había informado de que alguien merodeaba por mi casa.
Quien regresó fue Jean-Baptiste Chandonne. Simuló ser policía. Aún no entendía cómo pude picar.
—Todavía no tenemos todas las respuestas —contestó Marino.
—¿Por qué tengo la sensación de que no me crees?
—Necesitas ir a casa de Anna y dormir.
—No tocó el coche —aseguré—. Ni siquiera entró en el garaje. No quiero que nadie me toque el coche. Quiero llevármelo esta noche. Deja el maletín de equipo forense en el maletero.
—Esta noche no.
Marino salió y cerró la puerta. Me moría por una copa para anular las punzadas eléctricas de mi sistema nervioso central, pero ¿qué podía hacer? ¿Ir hacia el bar y ordenar a los policías que se quitaran de en medio mientras buscaba el whisky? Saber que el alcohol no me aliviaría el dolor de cabeza no surtió efecto. Me sentía tan desgraciada que me daba lo mismo lo que podía irme bien o no. Repasé unos cuantos cajones más en el cuarto de baño y se me cayeron varios pintalabios al suelo. Rodaron entre el retrete y la bañera. Me tambaleé al agacharme a recogerlos torpemente con la mano derecha: todo me resultaba más difícil porque era zurda. Miré los perfumes bien ordenados en el tocador y tomé con cuidado la botellita dorada de Hermes 24 Faubourg. Estaba fría. Al llevarme la boca del vaporizador a la nariz, la fragancia erótica que tanto gustaba a Benton Wesley hizo que se me llenaran los ojos de lágrimas, y noté como si el corazón fuera a detenérseme. No había usado ese perfume en más de un año, desde que asesinaron a Benton. «Ahora me han asesinado a mí —le dije mentalmente—. Y todavía estoy aquí, Benton. Todavía estoy aquí. Preparabas perfiles psicológicos para el FBI. Eras experto en diseccionar la mente de monstruos e interpretar y predecir su conducta. Lo habrías pronosticado, ¿verdad? Lo habrías previsto, impedido. ¿Por qué no estabas aquí, Benton? Yo estaría bien si tú hubieras estado aquí.»
Me percaté de que alguien llamaba a la puerta.
—Un momento —grité.
Me aclaré la garganta y me sequé las lágrimas. Después, me mojé la cara con agua fría, metí el perfume Hermes en la bolsa y me dirigí hacia la puerta esperando encontrar a Marino. En su lugar, entró Jay Talley con su uniforme de trabajo de la ATF y la barba de un día, lo que volvía siniestro su atractivo moreno. Era uno de los hombres más guapos que había conocido, con el cuerpo muy bien esculpido y todos los poros rezumando sensualidad, como almizcle.
—Quería ver cómo estabas antes de que te fueras. —Sus ojos parecían tocarme y explorarme como sus manos y su boca hicieron cuatro días antes en Francia.
—¿Qué quieres que te diga? —Lo dejé entrar en el cuarto y, de repente, me dio vergüenza mi aspecto. No quería que me viera así—. Tengo que irme de mi casa. Es casi Navidad. Me duele el brazo. Me duele la cabeza. Aparte de eso, estoy bien.
—Te llevaré a casa de la doctora Zenner. Me gustaría hacerlo, Kay.
Entendí a duras penas que sabía dónde pasaría la noche. Marino me había prometido que mi paradero sería secreto. Jay cerró la puerta y me tomó la mano, y lo único que pude pensar fue que no me había esperado en el hospital y que ahora quería llevarme a algún otro sitio.
—Déjame que te ayude. Me preocupas —me dijo.
—No parecía preocuparle demasiado a nadie ayer por la noche —respondí al recordar que, cuando me llevó a casa desde el hospital y le di las gracias por esperarse, por estar ahí, ni siquiera insinuó no haber estado—. Tú y todos tus efectivos allá fuera, y ese desgraciado se planta en la puerta. Vienes desde París para dirigir un Equipo Internacional de Respuesta para buscar a este hombre y menuda farsa. Qué película más mala: todos esos policías con sus equipos y rifles de asalto, y ese monstruo se acerca tranquilamente hasta mi puerta.
Los ojos de Jay habían empezado a recorrer zonas de mi anatomía como si fueran áreas de descanso que tenía derecho a volver a visitar. Me sorprendió y me repelió que pudiera pensar en mi cuerpo en un momento así. En París creí que me estaba enamorando de él. Ahora que estaba de pie con él en mi cuarto y se interesaba descaradamente por lo que había bajo mi bata, me di cuenta de que no lo amaba lo más mínimo.
—Estás alterada. Dios mío, ¿cómo no vas a estarlo? Me preocupas. Estoy a tu disposición. —Intentó tocarme y me aparté.
—Pasamos una tarde juntos. —Ya se lo había dicho antes, pero ahora iba en serio—. Unas cuantas horas. Un encuentro, Jay.
—¿Un error? —dijo con tono herido.
Los ojos le brillaron de cólera.
—No intentes convertir una tarde en una vida, en algo permanente. No lo es. Lo siento. Por el amor de Dios. —Estaba cada vez más indignada—. No quieras nada de mí ahora. —Me alejé de él y gesticulé con el brazo sano—. ¿Qué estás haciendo? ¿Qué demonios estás haciendo?
Levantó una mano y bajó la cabeza para protegerse de mis ataques, reconociendo su error. No estuve segura de que fuera sincero.
—No sé qué estoy haciendo. Idioteces, eso es —reconoció—. No quiero nada. Hago idioteces por lo que siento por ti. No me lo tengas en cuenta. Por favor. —Me lanzó una mirada intensa y abrió la puerta—. Estoy contigo, Kay. Je t’aime.
Me percaté de que Jay tenía un modo de despedirse que me hacía sentir que no volvería a verlo. Un pánico atávico se apoderó de mí y resistí la tentación de llamarlo, de disculparme y de prometerle que iríamos pronto a cenar o a tomar copas. Cerré los ojos y me froté las sienes apoyada en el pilar de la cama. Me dije a mí misma que no sabía lo que me hacía y que no debería hacer nada.
Marino estaba en el pasillo, con un cigarrillo apagado en la comisura de los labios, y noté que intentaba leerme el pensamiento y saber qué había pasado el rato que Jay había estado en el cuarto con la puerta cerrada. No desvié la mirada del pasillo vacío, medio esperando que Jay volviera y temiéndolo a la vez. Marino me cogió el equipaje y los policías guardaron silencio mientras me acercaba. Evitaban mirar en mi dirección al moverse por el salón, con el chirrido y el tintineo del equipo que manipulaban. Un investigador sacaba fotografías de la mesa de centro y el flash lanzaba su luz blanca. Otra persona grababa un vídeo mientras un miembro de la policía científica montaba una fuente de luz alternativa, llamada Luma-Lite, que permite detectar huellas dactilares, drogas y fluidos corporales no visibles a simple vista. En la oficina teníamos una, que se usaba rutinariamente para los cadáveres en los lugares del crimen y en el depósito. Ver una Luma-Lite en mi casa me hizo sentir algo indescriptible.
Un polvo oscuro cubría los muebles y las paredes, y habían retirado la alfombra persa de colores, de modo que el roble antiguo de debajo había quedado al descubierto. Una lámpara de sobremesa estaba desenchufada y en el suelo. El sofá modular mostraba cráteres donde estaban antes los cojines, y el ambiente se encontraba cargado del olor oleaginoso y agrio de la formalina. Cerca de la puerta principal estaba el comedor y, a través de la puerta abierta, observé una bolsa de papel marrón sellada con la cinta amarilla para pruebas, fechada, visada y etiquetada como «ropas Scarpetta». Dentro estaban los pantalones, el jersey, los calcetines, los zapatos y las bragas que llevaba puestas la noche anterior y que retiraron del hospital. La bolsa y otras pruebas, flashes y equipo estaban encima de la mesa de madera de Jarrah roja del comedor que tanto me gustaba, como si fuera un banco de trabajo. Los policías habían dejado sus abrigos sobre varias sillas, y se veían pisadas mojadas y sucias por todas partes. Tenía la boca seca y me sentí desfallecer de vergüenza y de rabia.
—¡Oiga, Marino! —gritó un policía—. Righter lo está buscando.
Buford Righter era el fiscal del Estado de Virginia. Miré alrededor en busca de Jay, pero no se le veía por ninguna parte.
—Dígale que coja número y haga cola. —Marino seguía con su alusión a una tienda.
Encendió el cigarrillo en el momento en que abrí la puerta, y el aire frío me azotó la cara y me llenó los ojos de lágrimas.
—¿Tienes el maletín de equipo forense? —le pregunté.
—Está en el maletero. —Lo dijo como un marido condescendiente a quien su esposa le ha pedido que vaya a buscarle el bolso.
—¿Para qué llama Righter? —quise saber.
—Curiosos de mierda —masculló.
La camioneta de Marino estaba en la calle, delante de casa; dos de sus enormes ruedas habían dejado su marca en el jardín nevado.
Buford Righter y yo habíamos trabajado juntos en muchos casos a lo largo de los años y me dolió que no me hubiera preguntado directamente si podía venir a mi casa. En realidad, no había hablado conmigo para ver cómo estaba y decirme que se alegraba de que estuviese viva.
—Para mí que la gente quiere ver tu casa —comentó Marino— y pone la excusa de comprobar esto o lo otro.
La nieve derretida me calaba los zapatos al avanzar con cuidado por el camino de entrada.
—¿Tienes idea de cuánta gente me pregunta cómo es tu casa? Cualquiera diría que eres Lady Di. Además, Righter mete las narices en todo; no soporta que lo dejen al margen. Es el caso más importante desde el de Jack el Destripador. Righter no para de fastidiarnos.
De repente se dispararon las luces blancas de unos flashes y a punto estuve de resbalar. Solté una maldición. Los fotógrafos habían cruzado el acceso custodiado al barrio. Tres de ellos corrían hacia mí en medio del resplandor de los flashes mientras yo intentaba subir al asiento delantero de la camioneta.
—¡Alto! —gritó Marino al más cercano, una mujer—. ¡Será puta!
Se abalanzó hacia ella para arrebatarle la cámara y le hizo perder pie. La mujer se golpeó el trasero con fuerza contra la resbaladiza calle y el equipo fotográfico se le cayó y se desperdigó.
—¡Imbécil! —insultó a Marino—. ¡Imbécil!
—¡Sube a la camioneta! ¡Sube a la camioneta! —me gritó él.
—¡Hijo de puta!
Me latía con fuerza el corazón.
—¡Lo denunciaré, hijo de puta!
Se dispararon más flashes, y yo me pillé el abrigo con la puerta y tuve que abrirla y cerrarla mientras Marino lanzaba las bolsas detrás y se subía al asiento del conductor. El motor se puso en marcha y sonó como un yate. La fotógrafa intentó levantarse y se me ocurrió que debería asegurarme de que no se hubiese lastimado.
—Deberíamos ver si se ha hecho daño —dije, mirando por la ventanilla.
—Ni hablar. No. —La camioneta salió dando bandazos a la calle, coleó y aceleró.
—¿Quiénes son? —Tenía la adrenalina a tope. Unos puntos azules flotaban ante mis ojos.
—Imbéciles, eso es lo que son. —Agarró el micrófono y anunció—: Unidad nueve.
—Unidad nueve —respondió la radio.
—No quiero fotos de mí, de mi casa... —Subí el tono de voz. Todas las células de mi cuerpo se revelaban contra lo injusto de la situación.
—Diez cinco a unidad tres veinte, pídale que me llame al móvil. —Marino sujetaba el micrófono contra su boca. La unidad tres veinte respondió de inmediato y el móvil se puso a vibrar como un insecto enorme. Marino lo abrió y habló—: La prensa ha conseguido entrar en el barrio. Fotógrafos. Supongo que deben de haber aparcado por Windsor Farms y han llegado a pie saltando la valla, a través de la zona de hierba que hay detrás de la garita del guarda. Envíen unidades a buscar cualquier coche estacionado donde no debería y que se lo lleve la grúa. Si alguien pone un pie en la finca de la doctora, lo detienen.
Y finalizó la llamada cerrando el teléfono de golpe, como si fuera el capitán Kirk y acabara de ordenar a la Enterprise que atacara.
Nos detuvimos junto a la garita del guarda y de ella salió Joe. Era un hombre mayor que siempre había estado orgulloso de vestir su uniforme marrón de Pinkerton, y era muy simpático, educado y protector, pero no me habría gustado depender de él o de sus colegas para algo más que para controlar el orden público. No debería sorprenderme nada que Chandonne hubiera entrado en el vecindario ni que lo hubiera hecho ahora la prensa. La cara de Joe, fláccida y arrugada, mostró inquietud cuando advirtió que yo iba en la camioneta.
—Hola —soltó Marino con brusquedad por la ventanilla abierta—. ¿Cómo han entrado los fotógrafos?
—¿Cómo? —Joe se puso de inmediato en guardia, y los ojos se le entrecerraron al fijar la mirada en la calle vacía, con las auras amarillas que las luces de vapor de sodio creaban en lo alto de las farolas.
—Delante de la casa de la doctora. Tres por lo menos.
—No han pasado por aquí —afirmó Joe, que se metió en la garita para agarrar el teléfono.
—No podemos hacer nada más, doctora —me dijo Marino mientras nos alejábamos—. Mejor escondes la cabeza bajo el ala porque saldrán fotos y más basura por todas partes.
Contemplé por la ventanilla las preciosas casas georgianas que brillaban con alegría festiva.
—Lo malo es que el riesgo para tu seguridad es mucho más alto —preconizó, aunque eso ya lo sabía y no me interesaba tratarlo en aquel momento—. Porque la mitad del mundo verá tu casa y sabrá dónde vives exactamente. El problema, y lo que me preocupa muchísimo, es que este tipo de cosas anima a otros pájaros. Les da ideas. Empiezan a imaginarte como víctima y disfrutan con ello, como esos imbéciles que van al juzgado para asistir a causas por violación.
Se detuvo en el stop del cruce de Canterbury Road y West Cary Street, y un sedán oscuro, cuyos faros nos iluminaron al girar, redujo la velocidad. Reconocí la cara estrecha e insípida de Buford Righter, que se elevaba hacia la camioneta de Marino. Ambos bajaron la ventanilla.
—¿Se mar...? —empezó a decir Righter y entonces su mirada me descubrió con sorpresa detrás de Marino. Tuve la desconcertante sensación de que era la última persona a quien deseaba ver. Y, de un modo extraño, como si lo que me estaba pasando fuera sólo una contrariedad, un inconveniente, me dijo—: Disculpa las molestias.
—Sí, nos vamos. —Marino dio una calada a su cigarrillo, nada amable.
Ya había expresado su opinión respecto a que Righ-ter se presentara en mi casa. Era innecesario y, aunque pensara de verdad que era importante ver en persona el lugar del crimen, ¿por qué no lo hizo antes, cuando yo estaba aún en el hospital?
Righter se ajustó el abrigo alrededor del cuello, con el reflejo de las farolas en las gafas.
—Cuídate. Me alegro de que estés bien. —Asintió con la cabeza hacia mí y decidió admitir mi supuesta contrariedad—. Es una situación muy difícil para todos. —Le vino algo a la cabeza pero no lo formuló en palabras, lo retiró, lo borró del acta y en su lugar prometió a Marino—: Estaré en contacto con usted.
Subieron las ventanillas y nos fuimos.
—Dame un cigarrillo —le pedí a Marino—. Supongo que Righter no ha ido antes a mi casa hoy.
—Pues la verdad es que sí. Sobre las diez de la mañana. —Me ofreció el paquete de Lucky Strike sin filtro y me acercó la llama de un encendedor.
La cólera me encogió el estómago, noté un calor fuerte en el cogote y una presión casi insoportable en la cabeza. El pánico se apoderó de mí como una bestia voraz. Me puse insolente y pulsé el encendedor del salpicadero, dejando descortésmente a Marino con el brazo extendido y el mechero Bic encendido.
—Gracias por informarme —solté con brusquedad—. ¿Te importaría decirme quiénes más han estado en mi casa, y cuántas veces, y cuánto tiempo, y qué han tocado?
—Oye, no la tomes conmigo —me advirtió.
Conocía ese tono. Estaba a punto de perder la paciencia conmigo y mis tonterías. Éramos como sistemas meteorológicos a punto de chocar, y yo no quería eso. Lo último que necesitaba era una guerra con Marino. Toqué la punta del cigarrillo con el mechero del coche e inhalé a fondo: el impacto del tabaco sin filtro me sacudió. Avanzamos varios minutos en un silencio terrible y cuando por fin hablé, mi voz sonó vacía. Estaba obnubilada y me sentía profundamente deprimida.
—Sé que haces lo que hay que hacer. Te lo agradezco —me obligué a decir—. Aunque no lo demuestre.
—No tienes que darme explicaciones. —Dio una calada al cigarrillo; ambos lanzábamos el humo por las ventanillas medio abiertas—. Sé exactamente cómo te sientes —añadió.
—Eso es imposible. —El resentimiento me vino a la boca como si fuera bilis—. Ni siquiera lo sé yo.
—Lo entiendo mucho más de lo que piensas —afirmó—. Algún día lo verás, doctora. Ahora no puedes ver nada, y déjame decirte que la cosa no mejorará los próximos días y semanas. Es así como va. El verdadero daño aún no ha llegado. No sabes la cantidad de veces que he visto lo que les pasa a las víctimas.
Yo no quería oír una palabra más sobre ese tema.
—Es fantástico que vayas a donde vas —prosiguió—. Justo lo que el médico recomendó, en más de un sentido.
—No voy a casa de Anna porque lo recomendara el médico —repliqué irritada—. Estaré con ella porque es amiga mía.
—Mira, eres una víctima y tienes que superarlo, y necesitarás que te ayuden a hacerlo. Tanto da que seas médica o abogada o jefa india. —Marino no se callaba, en parte porque buscaba un enfrentamiento. Quería concentrar su rabia. Lo vi venir, y la ira me oprimía el cuello y me abrasaba la raíz de los cabellos. Y Marino, la autoridad mundial, sentenció—: Ser víctima es lo más igualitario que hay.
—No soy ninguna víctima. —Pronuncié despacio las palabras; la voz me temblaba como una llama—. Es distinto sufrir un ataque y ser una víctima. No soy reflejo de ningún trastorno de la personalidad. No me he convertido en lo que él quería. —Por supuesto, me refería a Chandonne, y el tono de voz se me endureció—. Aunque se hubiera salido con la suya, no sería lo que él quería proyectar en mí. Estaría muerta y basta. No cambiada. Nada menos de lo que soy. Sólo muerta.
Noté que Marino se echaba para atrás en su rincón oscuro y ruidoso al otro lado del enorme y varonil vehículo. No comprendía lo que le decía o sentía, y seguramente nunca lo haría. Reaccionó como si le hubiese dado una bofetada o arreado un rodillazo en la entrepierna.
—Te hablo de la realidad —atacó a su vez—. Uno de los dos tiene que hacerlo.
—La realidad es que todavía estoy viva.
—Sí. De puro milagro.
—Debería haber imaginado que harías esto —dije con calma y frialdad—. Era muy previsible. La gente acusa a la presa, no al depredador; critica al herido, no al imbécil que lo hizo. —Temblé en la oscuridad—. Maldito seas. Maldito seas, Marino.
—¡Todavía no me creo que abrieras la puerta! —bramó. Lo que me había pasado le hacía sentirse impotente.
—¿Y dónde estaban tus hombres? —espeté, recordándole de nuevo ese hecho desagradable—. Habría estado bien que por lo menos uno o dos hubiesen vigilado mi casa, ya que tanto os preocupaba la probabilidad de que viniera a por mí.
—Te avisé por teléfono, ¿recuerdas? —Me atacó desde otro ángulo—. Dijiste que estabas bien. Te pedí que no te movieras, que descubriríamos dónde se escondía ese hijo de puta, que sabíamos que estaba por ahí fuera, quizá buscando otra mujer para apalearla y morderla. ¿Y qué hiciste, doctora de las fuerzas del orden? Abriste la puerta cuando alguien llamó. ¡A medianoche, joder!
Yo había creído que era la policía. Dijo que era de la policía.
—¿Por qué? —Marino gritaba y golpeaba el volante como un niño descontrolado—. ¿Eh? ¿Por qué? ¡Maldita sea, dímelo!
Sabíamos desde hacía días quién era el asesino, que era Chandonne, un bicho raro física y espiritualmente. Sabíamos que era francés y las señas en París de su familia, perteneciente al crimen organizado. La persona que estaba ante mi puerta no tenía el más ligero acento francés.
«Policía.»
«No he llamado a la policía», dije a través de la puerta cerrada.
«Nos han llamado para avisar de que había alguien sospechoso en su propiedad, señora. ¿Está bien?»
No tenía acento. No esperaba que hablara sin acento. No se me había ocurrido, ni siquiera una vez. Si volviera a vivir la noche anterior, seguiría sin ocurrírseme. La policía acababa de estar en mi casa cuando se disparó la alarma. No me pareció nada sospechoso que hubiera regresado. Supuse de modo incorrecto que vigilaba mi casa. Fue muy rápido. Abrí la puerta y la luz del porche estaba apagada, y sentí ese olor hediondo, animal, en la noche cerrada y glacial.
—¡Hola! ¿Hay alguien en casa? —me gritó Marino golpeándome el hombro con fuerza.
—¡No me toques!
Me sobresalté con un grito entrecortado y me alejé de un brinco, a la vez que la camioneta viraba con brusquedad. El silencio posterior pesó en el ambiente como el agua a treinta metros de profundidad, y unas imágenes terribles volvieron a mis pensamientos más oscuros. La ceniza olvidada era tan larga que no llegué al cenicero a tiempo. Me la sacudí del regazo.
—Puedes girar en el centro comercial de Stonypoint, si quieres —le indiqué—. Es más rápido.
2
La imponente casa de estilo griego de la doctora Anna Zenner lanzaba luz a la noche junto a la orilla sur del río James. La mansión, como la llamaban los vecinos, tenía unas grandes columnas corintias y era un ejemplo local de la creencia de Thomas Jefferson y George Washington de que la arquitectura de la nueva nación debía expresar la majestuosidad y la dignidad del Viejo Continente. Anna era del Viejo Continente: una alemana de primer orden. Me parecía que era de Alemania. Ahora que lo pensaba, no recordaba que me hubiera dicho nunca dónde había nacido.
Las luces blancas propias de las fiestas centelleaban desde los árboles, y las velas en las ventanas de Anna brillaban con calidez, lo que me recordó las Navidades en Miami a finales de la década de los cincuenta, cuando yo era pequeña. En las contadas ocasiones en que la leucemia de mi padre estaba en remisión, nos llevaba en coche por Coral Gables a contemplar las casas que él llamaba chalés, como si su capacidad de enseñarnos tales lugares lo convirtieran en parte de ese mundo. Recordé que imaginaba a la gente privilegiada que vivía en esos hogares con sus elegantes paredes, sus Bentley y sus banquetes de filetes o gambas todos los días de la semana. Ninguna persona que viviera así podía ser pobre, estar enferma o ser considerada basura por quienes no vivían de ese modo, como los italianos, los católicos o los inmigrantes llamados Scarpetta.
Éste era un apellido poco habitual, de un linaje del que yo no conocía gran cosa. Los Scarpetta vivían en este país desde hacía dos generaciones, o eso afirmaba mi madre, pero no sabía quiénes eran esos otros Scarpetta. Nunca los conocí. Según tenía entendido procedíamos de Verona, y mis antepasados eran granjeros y ferroviarios. Lo que sí sabía es que sólo tenía una hermana, más pequeña, que se llamaba Dorothy. Estuvo casada brevemente con un brasileño que le doblaba la edad y que, al parecer, engendró a Lucy. Y digo al parecer porque, tratándose de Dorothy, sólo el ADN me convencería de con quién estaba en la cama cuando mi sobrina fue concebida. Mi hermana contrajo cuartas nupcias con un hombre llamado Farinelli y, después de eso, Lucy dejó de cambiarse cada vez el apellido. Salvo mi madre, era la única Scarpetta que quedaba, que yo supiera.