La duquesa y el capitán

Jude Deveraux

Fragmento

Creditos

Título original: Mountain Laurel

Traducción: Susana Gondre

1.ª edición: abril, 2016

Publicado por acuerdo con el editor original, Pocket Books, un sello de Simon & Schsuter, Inc.

© 2016 by Deveraux Inc.

© Ediciones B, S. A., 2016

Consell de Cent, 425-427 - 08009 Barcelona (España)

www.edicionesb.com

ISBN DIGITAL: 978-84-9069-321-6

Maquetación ebook: Caurina.com

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Contenido

Contenido

Portadilla

Créditos

 

Agradecimientos

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Agradecimientos

Ante todo quiero agradecer a Antonia Lavanne quien, muy amablemente me permitió pasar una tarde en su estudio y presenciar sus clases de canto. Fue una experiencia maravillosa.

Quiero dar las gracias a los estudiantes y maestros y al Mannes College of Music, donde pasé toda una velada escuchando maravillas tales como una interpretación en vivo del cuarteto de Cenicienta.

Me gustaría disculparme con mis lectores y especialmente con Bizet por mentir sobre la fecha de estreno de la ópera Carmen y hacer que mi heroína la cante algunos años antes de que fuera compuesta.

Quisiera agradecer al difunto Thomas Armor por usar su nombre. Te he hecho un héroe, Tom.

Y, como siempre, quiero agradecer profundamente a Linda Marrow por escuchar... y escuchar y escuchar y escuchar y...

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1

Montañas Rocosas, verano 1859

El coronel Harrison leyó la carta por segunda vez, luego se reclinó hacia atrás en la silla y sonrió. Un regalo llovido del cielo, pensó. Eso era lo único que se podía decir de la carta; un regalo llovido del cielo.

Sólo para comprobar que realmente decía lo que él creía, volvió a leerla. El general Yovington había impartido órdenes desde Washington, D.C.: el teniente L.K. Surrey tenía que dejar su puesto en la Compañía J. de Segundos Dragones, para llevar a cabo una misión especial. Pero como el teniente Surrey había muerto la semana anterior, el coronel Harrison tendría que elegir a otro oficial para cumplir la misión en su lugar.

Se dibujó una gran sonrisa en la cara del coronel Harrison. Elegiría al capitán C. H. Montgomery para ocupar el lugar del teniente Surrey. Los servicios del teniente, definitivamente remplazado por el capitán Montgomery, habían sido «solicitados» para dar escolta a una cantante de ópera extranjera a través de los campos auríferos del territorio del Colorado. Tenía que permanecer con ella y con su pequeña banda de músicos y sirvientes todo el tiempo que la dama le necesitara a su lado. Tenía que protegerla de cualquier peligro que pudiera acecharla en el trayecto y hacer todo lo que estuviera a su alcance para que sus viajes resultaran más placenteros.

El coronel Harrison dejó la carta sobre el escritorio con tanto cuidado como si se tratara de una valiosa reliquia, y sonrió tan ampliamente que su rostro estuvo a punto de estallar. Doncella al servicio de una dama, pensó. El engreído capitán Montgomery iba a recibir la orden de convertirse en una simple doncella al servicio de una dama. Pero, lo que era más importante aún, al capitán Montgomery se le ordenaba que partiera del Fuerte Breck.

El coronel Harrison respiró hondo varias veces y consideró la posibilidad que se le presentaba de mandar en su propio fuerte, y no tener que enfrentarse con la perfección, con la insolente sabiduría del capitán Montgomery. Los hombres ya no mirarían a su capitán para que les confirmara todas las órdenes, y les diera permiso para hacer lo que el coronel les pedía.

El coronel Harrison rememoró su llegada al Fuerte Breck hacía un año. Su predecesor, el coronel Collins, había sido un viejo tonto, haragán y borracho. La única preocupación de Collins había sido sobrevivir hasta que pudiera retirarse del servicio activo, salir del territorio indio y regresar a Virginia donde la gente vivía civilizadamente. Estaba muy contento de traspasar todas sus responsabilidades al segundo en mando, el capitán Montgomery. Y ¿por qué no? Había que ver para creer la hoja de servicios de Montgomery. Había ingresado en el ejército a los dieciocho años y durante los ocho años siguientes había ido ascendiendo hasta alcanzar el rango que ostentaba en ese momento. Había comenzado su carrera como soldado raso y, tras un extraordinario acto de arrojo y valentía en el campo de batalla, había recibido el grado de oficial. En tan solo tres años había pasado de subteniente a capitán, y al paso que iba superaría en rango al propio coronel Harrison en pocos años más.

Esto no quería decir que el hombre no se mereciera todo lo que había ganado en el ejército. Es más, según el coronel, el capitán Montgomery era perfecto. Bajo fuego enemigo era frío y jamás perdía la cabeza. Era generoso, justo y comprensivo con los soldados, y por esta razón estaban prácticamente convencidos de que él mandaba en el fuerte. Los oficiales recurrían a él para solucionar sus problemas; las esposas de los oficiales le adulaban y le pedían consejo sobre los acontecimientos sociales. El capitán Montgomery no bebía, ni frecuentaba los prostíbulos fuera del fuerte; nunca nadie le había visto enojado, y era capaz de hacer cualquier cosa. Podía cabalgar como un demonio y, mientras iba a galope tendido, disparar y acertarle al ojo de un pavo a cien metros de distancia. Conocía el lenguaje por signos de los indios y chapurreaba algunas lenguas indígenas. Diablos, si hasta los indios le tenían afecto pues decían que era un hombre al que podían respetar y en quien podían confiar. Indudablemente, el capitán Montgomery moriría antes de romper su palabra.

Todo el mundo parecía apreciar, honrar, respetar y hasta reverenciar al capitán Montgomery. Todos, salvo el coronel Harrison. El coronel Harrison detestaba a ese hombre. No sólo le disgustaba, no sólo le odiaba, si no que le detestaba con toda su alma. Todo aquello que el capitán podía hacer y de lo cual no era capaz el coronel, era aún mayor motivo de desprecio por parte de éste. Menos de una semana después de la llegada del coronel al Fuerte Breck, los soldados comprendieron que Harrison no sabía una palabra sobre el Oeste, y en realidad era la primera vez en su vida que el coronel pisaba la tierra al oeste del Mississippi. El capitán Montgomery no se había ofrecido a ayudar al coronel a ponerse al tanto en su nuevo cargo; no, era demasiado educado para hacer algo así, pero a la larga, el coronel había tenido que formularle algunas preguntas. El capitán siempre había sabido la respuesta apropiada y cuál era la mejor forma de solucionar cualquier entredicho.

El coronel Harrison sólo llevaba cinco meses en el Fuerte Breck cuando comenzó a odiar al hombre que tenía solución para todos los problemas. Ciertamente, el tener una hija de dieciséis años que casi se desmayaba a la simple vista de ese hombre, no mejoraba mucho la situación.

El resentimiento del coronel Harrison había llegado al límite, una calurosa mañana del verano anterior, cuando el coronel, de pésimo humor, había ordenado que se castigara con veinte azotes a un pobre soldado por el mero hecho de haberse quedado dormido después de haber tocado diana. Estaba harto de la ebriedad de sus hombres y se proponía castigar al soldado de forma ejemplar. Hizo caso omiso de las miradas de odio de los otros hombres, pero empezó a dolerle el estómago. No era un mal hombre; sólo quería imponer disciplina en su guarnición.

Cuando el capitán Montgomery dio un paso al frente para protestar contra el castigo, el coronel Harrison se enfureció. Informó al capitán que era él quien mandaba en el fuerte, y a menos que estuviera dispuesto a recibir el castigo, no tenía que entrometerse. Sólo cuando Montgomery empezó a quitarse la chaqueta el coronel comprendió lo que pensaba hacer.

Fue la peor mañana de la vida del coronel y deseó fervientemente poder regresar a la cama y empezar el día de nuevo. El capitán Montgomery —el temerario y perfecto capitán Montgomery— recibió los veinte latigazos del soldado. Por un momento el coronel creyó que se enfrentaría a un motín cuando todos los soldados rehusaron manejar el látigo. Finalmente, un subteniente empuñó el látigo y dio los veinte latigazos en las anchas espaldas de Montgomery. Al finalizar el castigo arrojó el látigo al suelo polvoriento y dirigió una mirada desbordante de odio al coronel.

—¿Algo más... señor? —preguntó despectivamente acentuando su desprecio en la última palabra.

Durante dos semanas, casi nadie en el fuerte le dirigió la palabra al coronel, ni siquiera su propia esposa e hija. En cuanto al capitán, se reincorporó al servicio a la mañana siguiente sin una sola mueca de dolor por la espalda que debía estar matándole. La gota que colmó el vaso, fue que ni siquiera se presentara a la enfermería para recuperarse durante unos días. A partir de ese día el coronel Harrison ni siquiera se molestó en ocultar la aversión que sentía por el capitán. Sin embargo, el capitán jamás dejó entrever lo que sentía por el coronel; no, los seres humanos perfectos como Montgomery no ponían en evidencia sus sentimientos. Continuó siendo el perfecto oficial: un amigo para sus hombres, un acompañante encantador para las damas. Un hombre en quien todos confiaban. Un hombre sin sentimentos según la opinión del coronel Harrison. Un hombre que jamás se levantaba con el pie izquierdo. Un hombre cuyo pie nunca se deslizaba del estribo del caballo, o erraba un blanco al disparar. Un hombre que se enfrentaría a la muerte sin titubear.

Pero ahora, pensó el coronel Harrison, ahora iba a quitarse de encima a ese hombre perfecto. El general Yovington había pedido un acompañante para una cantante de ópera a través del territorio donde reinaba la fiebre del oro y él había decidido enviar al ilustre capitán Montgomery.

—Espero que sea gorda —dijo el coronel en voz alta—. Espero que sea realmente gorda.

—¿Señor? —preguntó el cabo desde su escritorio al otro extremo de la habitación.

—Nada —rugió el coronel—. Vaya a buscar al capitán Montgomery y luego déjenos solos. —El coronel pasó por alto la mirada que le lanzó el cabo.

El capitán Montgomery, como siempre, se presentó de inmediato y el coronel intentó no fruncir el entrecejo. No había una mota de polvo en el uniforme azul oscuro del capitán que, según sospechaba, había sido hecho a la medida por un sastre para ajustarse perfectamente al cuerpo del capitán de un metro noventa de estatura.

—¿Deseaba verme, señor? —preguntó el capitán Montgomery en posición firme.

El coronel Harrison se preguntó si el hombre podría desplomarse.

—He recibido órdenes del general Yovington para usted. ¿Alguna vez ha oído hablar de él?

—Sí, señor.

¿Acaso el coronel esperaba que Montgomery ignorase la respuesta a una pregunta? Se puso de pie detrás del escritorio, y cruzó las manos a sus espaldas y empezó a hablar mientras caminaba por la habitación. Debía tratar que su voz no traicionara la alegría que sentía.

—Como ya sabe, el general Yovington es un hombre muy importante y cuando ordena algo es porque tiene sobradas razones para hacerlo. Él no permite que personas como usted y como yo conozcamos esas razones, pero por otra parte, usted y yo somos simples soldados y nuestra obligación es obedecer, no preguntar cuáles son las razones que motivaron la orden. —Miró al capitán. En su rostro no vio señales de impaciencia ni de fastidio, sólo mostraba el mismo semblante sereno de costumbre. Tal vez el coronel podría hacerle perder esa calma perfecta. ¡Con cuánto gusto daría la paga de un mes para poder lograrlo! El coronel se acercó al escritorio y recogió la carta.

—Un correo especial me entregó esto esta mañana. Parece ser de suma importancia. El general, por motivos que él sólo conoce, parece haber desarrollado un, ah... vínculo especial con una cantante de ópera y ahora que... la dama desea cantar para los buscadores de oro... él quiere que sea escoltada por un oficial del ejército.

El coronel clavó su mirada penetrante en el capitán Montgomery, con los ojos bien abiertos ya que no quería perderse la reacción de su subordinado.

—El general había solicitado los servicios del teniente Surrey, pero como usted sabe muy bien, el pobre hombre no podrá cumplir la misión, por lo tanto he cavilado mucho buscando entre mis hombres el oficial adecuado para la empresa y le he elegido a usted, capitán.

El coronel Harrison estuvo a punto de dar un brinco de alegría cuando Montgomery parpadeó dos veces y luego apretó los labios.

—Usted se encargará de que no se meta en dificultades, se ocupará de que los indios no la molesten, mantendrá a los mineros alejados, y deberá asegurarse de que se sienta cómoda. Supongo que esto significa que deberá procurar que se alimente correctamente, que el agua de su baño esté bien caliente y...

—Con todo respeto rehúso llevar a cabo esta misión, señor —dijo el capitán Montgomery con la espalda rígida y la mirada clavada en un punto fijo unos centímetros por encima de la cabeza canosa del coronel.

El corazón del coronel se henchió de gozo.

—No es un favor, es una orden. No se le está pidiendo su parecer, se lo estoy ordenando. No es una invitación que usted pueda rechazar.

Para gran asombro del coronel, Montgomery abandonó súbitamente la posición firme y sin que le dieran permiso se dejó caer en una silla, luego sacó un cigarro del bolsillo interior de su chaqueta.

—¿Una cantante de ópera? ¿Qué demonios sé yo sobre cantantes de ópera? El coronel sabía que debería reprender al capitán por sentarse sin permiso, pero si algo había aprendido en el último año era que el ejército del Oeste no era como el del Este, donde la disciplina se sobreentendía. Además, estaba disfrutando mucho con la consternación del perfecto capitán.

—Oh, vamos, capitán, usted puede comprenderlo. ¿Quién mejor que usted? Caramba, en mis veinte años de servicio jamás he visto un hombre con una hoja de servicio mejor que la suya. Ascendido a oficial en el campo de batalla y el indispensable brazo derecho de cualquier oficial. Ha peleado contra los indios y contra los blancos. Usted ha acorralado y apresado fugitivos y renegados. Es todo un hombre y aun así usted puede aconsejar a las damas sobre cómo poner una mesa y, de acuerdo con lo que he escuchado decir a las damas, usted baila divinamente. —Se sonrió complacido cuando el capitán le lanzó una mirada malévola. Este hombre no había perdido su gesto impasible ni siquiera el día que había recibido los veinte latigazos en lugar del soldado.

—¿Qué relación tiene Yovington con ella?

—El general Yovington no me ha hecho su confidente. Simplemente me envió sus órdenes. Usted ha de partir por la mañana. Que yo sepa, la mujer ya ha llegado a las montañas por su cuenta. Usted la reconocerá por... —Recogió nuevamente la carta tratando desesperadamente de ocultar su sonrisa—. Está viajando en un carromato Concord modificado. Es rojo y tiene, ah... veamos, el nombre LaReina pintado en un lado. LaReina es el nombre de la mujer. He oído que es muy buena. Cantando, quiero decir. No sé en qué otras cosas es buena aparte de cantar; el general no me lo ha dicho.

—¿Viaja en una diligencia?

—Pintada de rojo. —El coronel Harrison se permitió una débil sonrisa.— Oh, vamos, capitán, realmente no es una misión tan mala. Piense cómo se verá en su hoja de servicios. Piense dónde podría llevarle. Si usted desempeña bien esta tarea, podría empezar a escoltar a las hijas de los generales. Estoy seguro de que mi propia hija le recomendaría.

El capitán se puso en pie bruscamente.

—Con todo el respeto debido, señor, yo no puedo hacerlo. Se han producido demasiados disturbios últimamente y me necesitan en otros lugares. Se debe proteger a los colonos blancos y con esta controversia sobre la esclavitud y la posibilidad de una guerra, no creo que pueda abandonar mi puesto para...

El coronel Harrison perdió su sentido del humor.

—Capitán, esto no es una petición. Es una orden. Le guste o no, usted está asignado a una misión por tiempo indeterminado. Usted ha de permanecer junto a esa mujer todo el tiempo que ella lo desee, ha de ir adonde ella decida, ha de hacer todo aquello que sea necesario, aun cuando no sea otra cosa que sacar su coche del barro. Si no lo hace así, le encerraré en un calabozo, le someteré a consejo de guerra, le declararé culpable y mandaré fusilarle. Y si fuera necesario, yo mismo apretaré el gatillo. ¿Ha entendido bien? ¿He sido lo suficientemente claro?

—Muy claro, señor —respondió Montgomery, tenso.

—Muy bien, entonces, vaya a hacer la maleta. Ha de partir mañana al amanecer. —El coronel se quedó mirándole pues el capitán parecía estar tratando de decir algo más.

—¿Qué sucede? —inquirió bruscamente.

—Toby —fue todo lo que el capitán pudo articular con las mandíbulas apretadas por la ira.

Así que el capitán sí tenía mal genio, pensó el coronel, y estuvo tentado de provocarlo más aun insistiendo en que las órdenes no incluían al pequeño soldado flacucho y parlanchín que nunca se alejaba a más de unos pasos de distancia de su amado capitán. Pero el coronel recordó demasiado bien la ira de los soldados el día que el capitán había tomado el lugar del soldado castigado.

—Llévele con usted—concedió el coronel—. Él no nos servirá de nada aquí.

El capitán agradeció con una ligera inclinación de cabeza pero no con palabras, luego giró sobre sus talones y salió del despacho del coronel.

Después de que el capitán se hubo marchado, el coronel se desplomó sobre su dura silla y dejó escapar un suspiro de alivio, pero al mismo tiempo empezó a sentirse un poco nervioso. ¿Lograría controlar este fuerte ingobernable donde la mayoría de los «soldados» eran granjeros zafios que se habían enrolado en el ejército sólo para poder llenar sus barrigas? La mitad de ellos estaban borrachos la mayor parte del tiempo y la deserción era desenfrenada. La hoja de servicio del coronel había sido excelente este último año, pero sabía muy bien que se debía en gran parte a la presencia del capitán Montgomery. ¿Podría gobernar el fuerte sin su ayuda? —¡Maldito sea ese hombre! —exclamó y cerró el cajón del escritorio con furia. ¡Claro que podría dirigir su propio fuerte!

‘Ring Montgomery observó detenidamente a la mujer a través de su catalejo durante unos momentos, y luego lo cerró con rabia.

—¿Es ella? —preguntó Toby a sus espaldas—. ¿Estás seguro que es ella? —Apenas le llegaba al hombro a ‘Ring, era delgado y fuerte, con la piel color nogal.

—¿Cuántas mujeres más serían tan necias como para internarse solas en un pueblo con cuarenta mil hombres? Toby, tomando el catalejo de manos de ‘Ring, se puso a mirar la escena. El grupo estaba detenido en la cima de una colina que dominaba un bonito valle, donde descansaba una nueva y resplandeciente diligencia de color rojo; los rayos del sol poniente arrancaban destellos del coche y habían levantado una tienda a corta distancia. Delante del coche se veía una mujer sentada a una mesa tomando la cena lentamente mientras una mujer delgada y rubia la servía.

Toby bajó el catalejo.

—¿Qué crees que está comiendo? En su plato se ve una cosa verde. ¿Crees que son guisantes? Quizá judías. ¿O es sólo carne verde como la que comemos en el ejército?

—Me importa un rábano lo que está comiendo. ¡Maldito Harrison! ¡Maldito sea por toda la eternidad! ¡Bastardo incompetente! Sólo porque no puede manejar un fuerte del tamaño de Breck, me envía lejos a hacer este sucio trabajo.

Toby bostezó. Había oído estas palabras miles de veces. Había estado junto a ‘Ring desde que éste era un muchacho y tal vez podía parecer estoico a los ojos de los demás, pero Toby sabía la verdad.

—Deberías estar agradecido a ese hombre. Él nos sacó de ese fuerte olvidado de la mano de Dios y nos mandó donde el oro está al alcance de la mano.

—Tenemos una misión y yo pienso cumplirla.

—Tú tienes razón. Yo no formo parte del ejército.

‘Ring pensó recordarle a Toby que lucía el uniforme del ejército, pero supo que sería perder el tiempo. Toby se había alistado en el ejército porque ‘Ring lo había hecho y por ningún otro motivo. Los objetivos del ejército y los trabajos a realizar no tenían ningún significado para Toby.

Pero significaban todo para ‘Ring. Se había alistado en el ejército siendo todavía imberbe y siempre se había empeñado en hacer las cosas a la perfección, ser siempre justo, ver qué debía hacerse y hacerlo. Había sido bastante afortunado y se había sentido bastante feliz hasta el año anterior, cuando el coronel Harrison se había convertido en su comandante en jefe. Harrison era un necio incompetente, un hombre que nunca había visto una acción de guerra, un oficial de escritorio al que habían enviado al Oeste y que no tenía ni idea de lo que debía hacerse allí. Había descargado sobre los hombros de su capitán la cólera que sentía por su propia incompetencia, haciendo que ‘Ring cargara con la culpa de lo que él no sabía ni podía hacer.

—Está comiendo algo más también —dijo Toby mirando por el catalejo—. ¿Te parece que es lechuga? Tal vez zanahorias. ¿Crees que es algo más que galleta dura?

—¿Qué demonios me importa lo que está comiendo? —‘Ring se alejó del borde —. Tenemos que idear un plan. Ante todo, es una buena mujer o una mala mujer. Si es buena, no tiene ningún motivo para esar aquí sola, y si es mala, no necesita una escolta. En ambos casos no me necesita para nada.

—¿Qué dice en la puerta?

‘Ring dejó de pasear y frunció el entrecejo.

—«LaReina, la Duquesa que Canta». —Volvió a mirar hacia el valle donde descansaba el coche rojo—. Toby, nosotros tenemos que hacer algo al respecto. No podemos permitir que esa joven se interne en la región de los buscadores de oro. Estoy seguro de que no tiene la menor idea de dónde se está metiendo. Si conociera todos los peligros que la acechan, estoy seguro de que volvería a su punto de origen.

—¿Su punto de...? —preguntó Toby.

—Origen. Del lugar de donde viene.

—¿Sabes una cosa? Me estaba preguntando cómo ha llegado tan lejos por su cuenta y riesgo. ¿Crees que ha conducido ese coche ella misma?

—¡Cielos, no! Un Concord no es fácil de conducir.

—¿Dónde están los cocheros, entonces? —No sé —respondió ‘Ring al tiempo que desechaba la pregunta con un ademán—. Quizá la han abandonado para ir a buscar oro con los mineros. Tal vez la mujer me agradecería que le explicara los peligros que puede correr en un viaje como el que intenta llevar a cabo.

—¡Uf! —resopló Toby—. Hasta ahora jamás he visto ni he oído decir que una mujer esté agradecida por algo.

‘Ring le quitó el catalejo a Toby y volvió a mirar por él.

—Mírala, está sentada allí comiendo tranquilamente y a menos que yo esté muy equivocado, la vajilla es de finísima porcelana. No parece una mujer acostumbrada a las penurias que se sufren en los campos mineros.

—A mí me parece muy bonita. Tiene un busto grande. Me gusta que las mujeres tengan un busto bien grande. Y también la parte de abajo, si debo decir la verdad. Desde aquí no puedo verle el rostro.

—¡Es una cantante de ópera! —estalló ‘Ring—. No es una bailarina de taberna.

—Ya entiendo. Las bailarinas de taberna duermen con los mineros y las cantantes de ópera se acuestan con los generales.

‘Ring le fulminó con la mirada y Toby se la devolvió hasta que ‘Ring se alejó a grandes zancadas.

—Muy bien, éste es el plan. Le mostraremos un poco de lo que es en realidad el Oeste, y lo que puede esperar que suceda en esos campos mineros.

—No estarás planeando usarla como blanco de una práctica de tiro, ¿verdad?

—Claro que no. Yo sólo, tal vez la asuste un poco. Le meta un poco de sentido común en la cabeza.

—Estupendo —dijo Toby con un suspiro—. Entonces podremos regresar al Fuerte Breck y reunirnos con el coronel Harrison. Ese hombre se alegrará tanto de verte como se alegraría de ver un grupo de apaches. No le agradas en absoluto.

—El sentimiento es recíproco. Sí, regresaremos al Fuerte Breck, pero pediré un traslado.

—Me parece bien. En cuatro o cinco años deberíamos poder salir de ese lugar. Para entonces no te quedará ni un centímetro de piel en la espalda por tratar de actuar como un héroe para impresionar a los hombres.

—Eso fue algo que se tenía que hacer y así lo hice —replicó ‘Ring maquinalmente puesto que ya se lo había repetido miles de veces a Toby.

—Y ahora tienes que asustar a esta dama, ¿no es así? ¿Cómo es posible que no puedas decirle simplemente que no quieres internarte con ella en el territorio minero?

—Ella sola debe tomar la decisión de regresar a la civilización. De otro modo, yo no me libraré de mis deberes y obligaciones para con ella.

—Así que estás planeando asustarla en tu beneficio y no para salvarle el pellejo.

—Tienes una visión muy pesimista de la vida. Lo mejor que podría sucedernos es que esa mujer decidiera regresar al Este. Bueno, ¿vienes conmigo o no?

—No me perdería esto por nada del mundo. Quizás ella nos ofrezca algo de comer, pero espero sinceramente que no cante. De veras odio la ópera.

‘Ring se alisó el uniforme y ajustó el pesado y largo sable a su costado.

—Terminemos con esto de una vez. Tengo muchas cosas que hacer en el fuerte.

—¿Como impedir que el viejo Harrison te mate?

‘Ring no se dignó contestarle y montó su caballo.

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2

Maddie sacó la fotografía de su hermana menor del baúl y se quedó contemplándola. Estaba tan ensimismada que no oyó entrar a Edith en la tienda.

—No irás a ponerte a llorar, ¿verdad? —preguntó Edith mientras extendía una manta sobre el catre duro que servía de cama a Maddie.

—¡Claro que no! —replicó—. ¿Ya has preparado algo de comer? Estoy muerta de hambre.

Edith apartó de los ojos un mechón de opaco pelo rubio. Ni su pelo ni su vestido se veían muy limpios.

—¿Estás pensando en cambiar de idea? —No, en absoluto. Jamás he considerado hacer otra cosa que no fuera mi deber. Si tengo que cantar para una pandilla de mineros bribones, sucios e ignorantes para salvar a mi hermana, lo haré sin pestañear. —Maddie observó a esa mujer que en parte era su criada, en parte su acompañante y en parte una carga muy molesta— . ¿No serás tú la que se está arrepintiendo?

—No es a mí a quien le van a matar una hermana y, además, a mí no me importaría nada si ellos tuvieran a mi hermana en su poder. Yo estoy pensando en encontrar un rico buscador de oro y hacer que se case conmigo y me mantenga de por vida.

Maddie miró la fotografía una vez más antes de guardarla nuevamente en el baúl.

—Yo sólo quiero terminar con esto lo antes posible y recuperar a mi hermana. Seis campamentos. Eso es todo lo que tengo que hacer y luego ellos me la devolverán.

—Ya, eso es lo que crees. En realidad no sé por qué te fías tanto de ellos.

—El general Yovington me prometió que me ayudaría y yo confío en él. Cuando todo esto haya terminado, él me ayudará a procesar a sus secuestradores.

—Tienes muchísima más fe en los hombres que yo —opinó Edith sacudiendo el edredón—. Estás lista para... —Calló al ver una gran sombra oscura perfilarse a la entrada de la tienda—. Él está aquí otra vez.

Maddie levantó la vista y luego salió silenciosamente de la tienda. Regresó a los pocos minutos.

—Puede que se presenten dificultades —le comentó a Edith—. Debes ser muy precavida esta noche.

Una hora más tarde, precisamente cuando Maddie estaba terminando de cenar, levantó la vista y vio que se acercaban dos soldados. O quizá sólo fuera un soldado y medio, ya que uno de ellos estaba muy bien vestido con un uniforme de corte perfecto que se ajustaba a su cuerpo como un guante y montaba un caballo que debía de ser descendiente directo del caballo de Adán. El otro hombre, medía la mitad del tamaño del primero y parecía haber hecho su camisa con un montón de andrajos sucios. La pechera de la camisa lucía varios grandes bolsillos a modo de parche y cada bolsillo parecía estar a punto de estallar.

—Hola —les saludó ella, sonriente—. Llegan justo a tiempo para tomar conmigo un taza de té y quizás una porción de pastel de manzana.

El hombre más alto, que según pudo entonces Maddie apreciar era muy guapo, con el pelo rizado oscuro escapando de debajo del ala ancha del sombrero, ojos oscuros de mirada severa, espesas cejas y bigote también oscuros, se quedó mirándola con el entrecejo fruncido.

—¿Té de verdad? —preguntó el hombre más bajo. Su cutis curtido pareció resquebrajarse cuando habló. Le faltaba uno de los incisivos—. ¿Manzanas y pastel de verdad?

—Claro, por supuesto. Por favor, compártanlo conmigo. —Desmontó y estuvo en el suelo en un abrir y cerrar de ojos, antes de que Maddie pudiera servir el té. Cuando tomó la taza, le tembló un poco la mano de ansiedad. Sirvió otra taza y la ofreció al otro hombre—. Capitán —le dijo al más joven advirtiendo su rango por las dos barras de plata que lucía sobre los hombros.

Él hizo caso omiso del té e hizo avanzar a su caballo hasta la mesa. Echando miradas feroces desde la silla del enorme caballo, parecía medir tres metros y medio de estatura, pensó Maddie, y sintió un fuerte dolor en el cuello al tratar de mirarle echando la cabeza atrás.

—¿Es usted LaReina? Tenía una voz agradable pero su tono no lo era.

—Sí. —Le sonrió lo más amablemente que pudo, tratando de no pensar en el dolor del cuello—. LaReina es mi nombre artístico. Mi verdadero nombre es...

No llegó a terminar la frase pues el caballo caracoleó y ella tuvo que sostener la mesa para que no se cayera la vajilla.

—Tranquilo, Satán —ordenó el hombre y volvió a dominar al caballo.

A la derecha de Maddie, el hombrecillo se atragantó con el té.

—¿Está usted bien?

—Muy bien —respondió el hombrecillo sonriendo—.

Satán, ¿no es así? —Se estaba riendo.

Maddie cortó para él una porción bien generosa de pastel de manzana, la sirvió en un plato y se la entregó.

—¿No quiere sentarse? —No, señora, gracias. Voy a observar este espectáculo desde aquí arriba.

Maddie le vio alejarse un poco, después volvió a alzar la vista y miró al hombre montado en su caballo. El animal estaba tan cerca, que la cola que se movía de un lado a otro, estaba a punto de hacer saltar las tazas y platillos al suelo.

—¿En qué puedo ayudarle, capitán? —Alejó una taza fuera del alcance de la cola del animal.

Él buscó en el interior de su chaquetilla azul y sacó una hoja de papel doblada que le entregó.

—Tengo órdenes del general Yovington de escoltarla por los campamentos de los buscadores de oro.

Maddie sonrió mientras desdoblaba el papel. El general era muy amable al brindarle más protección.

—Le han ascendido —dijo leyendo el nombre escrito en la hoja—. Felicitaciones, capitán Surrey.

—El teniente Surrey murió la semana pasada y he recibido órdenes de cumplir su misión. El general Yovington no está enterado de la muerte del teniente Surrey y aún no le han informado que yo he tomado su lugar.

Maddie enmudeció por un momento. Estaba segura de que el general había elegido un hombre que estaría enterado de los motivos por los cuales ella se encontraba en ese sitio inhóspito. Estaba segura que el general le habría dado a ese hombre órdenes precisas en privado, ¿pero ahora qué iba a hacer? ¿Cómo le sería posible llevar a cabo lo que debía hacer si tenía un par de soldados fisgoneando todo el tiempo a su alrededor? De algún modo, tenía que deshacerse de este hombre.

—Es usted muy amable —le dijo doblando la carta—. Y también el general Yovington ha sido muy amable, pero no necesito escolta.

—Ni el ejército puede prescindir de oficiales para que acompañen a una cantante trashumante —respondió el hombre mirándola con desdén.

Maddie parpadeó, asombrada. Seguramente no había tenido la intención de ser tan grosero como daban a entender sus palabras.

—Por favor, capitán, acompáñeme con una taza de té. Está empezando a hacer frío. Y, además, su caballo está destrozando mi coche. —Con la cabeza señaló el sitio donde el animal estaba empezando a mordisquear la pintura roja que cubría la madera del carruaje.

Con un movimiento de las rodillas el hombre hizo retroceder al caballo hasta una distancia prudencial y luego desmontó dejando las riendas sueltas. Bien entrenado, pensó Maddie, al verle acercarse. En tierra parecía casi tan alto como cuando estaba montado en su caballo y tuvo que forzar una vez más el cuello para mirarle a la cara.

—Por favor, siéntese, capitán.

No se sentó sino que, pateando un taburete que había debajo de la mesa, lo sacó y apoyó el pie encima. Luego, apoyándose sobre la rodilla doblada, sacó un cigarro fino y largo del bolsillo interior de la chaqueta y lo encendió.

A Maddie no le hizo ninguna gracia esta exhibición de engreimiento e insolencia.

—Creo, señora, que usted no tiene idea de lo que le espera más adelante.

—¿Buscadores de oro? ¿Montañas?

—¡Penurias! —respondió él mirándola desde lo alto.

—Sí, estoy segura de que será bastante difícil, pero...

—Pero nada. Usted es... —Observó la mesa con su vajilla de porcelana—. Obviamente usted no sabe lo que significa pasar penurias. ¿Qué podría saber después de haber vivido la vida consentida de una cantante de ópera?

Por supuesto, no la conocía, de otro modo, se habría percatado del brillo inusitado que adquirieron los ojos verdes de Maddie.

—¿Debo entender que usted es un entendido en ópera, capitán? ¿Ha pasado mucho tiempo cerca de los escenarios de la ópera? ¿Canta usted? ¿Es tenor, quizá?

—Lo que yo sepa o no de ópera no viene al caso. El ejército me ha ordenado escoltarla y estoy convencido de que si usted supiera realmente algo sobre los peligros que la aguardan más adelante, renunciaría a este plan descabellado de internarse en el territorio minero —Bajó el pie del taburete y le volvió la espalda—. Veamos, estoy seguro —empezó a decir en tono paternal— que los motivos que la impulsan son de primerísimo orden: usted desea traer un poco de cultura a los mineros. —Volvió a mirarla y casi se sonrió—. Reciba mis elogios por su noble actitud, pero éstos no son hombres que puedan apreciar la buena música.

—¿Oh? —exhaló ella suavemente—. ¿Y qué clase de música les gustaría?

—Tonadas groseras y vulgares —respondió rápidamente—. Pero eso tampoco viene al caso. El asunto es que el territorio de los buscadores de oro no es el sitio adecuado para una dama.

Entonces, Maddie no sólo vio, sino que también sintió cómo la miraba de arriba abajo, y no había nada halagador en esa mirada. Era como si él hubiera dicho, si usted fuese una dama.

—Parajes peligrosos, ¿verdad? —La voz fue muy suave, pero aun así, vibrante. Años de aprendizaje y ejercitación le habían dado un dominio absoluto de su voz.

—Mil veces peor de lo que usted puede imaginar. Allí suceden cosas que usted... Bueno, no es mi intención abrumarla con todos esos horrores. No existe la ley a excepción de la que puede ejercer un comité de vigilancia. Las ejecuciones en la horca están a la orden del día y es la forma más limpia en la que puede morir un hombre. Ladrones. —Apoyó las manos sobre la mesa y se inclinó hacia adelante—. Allí hay hombres que se aprovechan de las mujeres.

—¡Oh, caramba! ¡Dios mío! —susurró ella, parpadeó y se quedó mirándole con los ojos agrandados—. ¿Y usted piensa que no debo internarme en los campamentos? —Categóricamente no. —Volvió a erguirse cuan alto era y de nuevo pareció esbozar una sonrisa—. Tenía la esperanza de que usted entraría en razón.

—Oh, sí, puedo entrar en razón siempre y cuando esté todo claro. Dígame, capitán, ah...

—Montgomery.

—Sí, capitán Montgomery, si le relevo de la obligación de escoltarme, ¿qué piensa hacer? Frunció levemente el entrecejo. Era obvio que le disgustaba que le formularan preguntas tan personales.

—Regresaré al Fuerte Breck y a las tareas que me competen.

—¿Tareas importantes?

—¡Pues claro! —afirmó, tajante—. Todas las tareas que lleva a cabo un soldado son importantes.

—Inclusive limpiar las letrinas —dijo el hombrecillo encaminándose a la mesa y extendiendo el plato vacío—. Todo el día está lleno de tareas muy importantes como cortar leña para el fuego, acarrear agua y construir más edificios para el ejército y...

—¡Toby! —estalló el capitán Montgomery.

Toby calló instantaneamente y Maddie le ofreció otra porción de pastel.

—Le ruego sepa disculpar a mi asistente —se excusó el capitán Montgomery—. A veces no puede captar muy bien el verdadero objetivo del ejército.

—¿Y usted sí? —preguntó dulcemente Maddie. Cortó una porción de pastel, lo sirvió en un frágil plato y se lo extendió con un pesado tenedor de plata.

—Sí, señora, yo sí. El ejército está aquí para proteger este territorio. Nosotros protegemos a los colonos blancos de los indios y...

—¿Y a los indios de los colonos blancos?

Toby soltó una carcajada que no pudo reprimir, pero el capitán Montgomery le ordenó silencio con una mirada severa, luego miró el plato que tenía en su mano con la porción de pastel a medio comer y se horrorizó, como si por haberla comido se hubiese vendido al enemigo. Dejó el plato sobre la mesa y se enderezó.

—La cuestión es, señora, que usted no puede internarse en el territorio donde pululan los buscadores de oro.

—Ya entiendo. Supongo que si yo no voy, usted se sentirá liberado de la obligación de acompañar a... ¿cómo me llamó? Ah, sí una cantante trashumante, ¿me equivoco?

—Si me libero o no, no tiene ninguna importancia. Lo cierto es que usted no estará a salvo en ese territorio. Incluso podría resultarme muy difícil protegerla.

—¿Ni siquiera usted, capitán?

Él calló y la observó. La situación no se desarrollaba como había esperando.

—Señorita LaReina, puede que usted considere todo esto muy divertido, pero le aseguro que no lo es. Usted es una mujer indefensa que está sola en estos parajes y no tiene la menor idea de lo que le espera más adelante. —Enarcó una ceja—. Tal vez me equivoco al suponer que su deseo es cantar. Quizá tiene la esperanza de participar en la búsqueda de oro. Tal vez está planeando hacerse con el oro ganado a duras penas por algún inocente minero usando...

—¡Es suficiente! —estalló Maddie, levantándose, apoyó las manos sobre la mesa y se inclinó hacia él—. Usted tiene razón en la primera parte, capitán, pero se equivoca al suponer lo que no debe. Usted no me conoce en absoluto, pero voy a decirle algo sobre mí: voy a internarme en el territorio minero y ni usted ni todo su ejército podrán impedírmelo.

Él arqueó una ceja y sin más, rápido como una víbora, agarró a Maddie de un brazo. Tenía la intención de hacer todo lo que fuera necesario para conseguir que esa mujer entrara en razón.

De la penumbra surgieron dos hombres, uno de ellos rechoncho y con un rostro que parecía como si hubiese pasado la vida dándose de golpes contra las paredes. El hombre era el más grande y negro que ‘Ring había visto en su vida. ‘Ring no estaba acostumbrado a ver hombres más altos que él, pero éste le sobrepasaba en varios centímetros.

—¿Quiere hacer el favor de soltarme? —susurró Maddie—. Ni a Frank ni a Sam les gusta que alguien me cause algún daño.

De mala gana ‘Ring le soltó el brazo y dio un paso atrás. Maddie rodeó la mesa y, mientras lo hacía, los dos hombres se arrimaron a ella. El más bajo no era mucho más alto que ella, pero hasta a través de la ropa se podía ver que era todo músculos, alrededor de unos cien kilos de puro músculo. En cuanto al otro, ningún hombre en su sano juicio habría deseado tener que vérselas con él.

—Capitán —dijo Maddie despacio y sonriéndole apenas—, estaba tan ocupado diciéndome lo que usted suponía que yo ignoraba que ni siquiera se molestó en preguntarme qué precauciones había tomado yo al respecto. Permítame presentarle a mis protectores. —Se volvió hacia el hombre más bajo—. Éste es Frank. Como puede ver, Frank ha intervenido en algunas contiendas pugilísticas. Puede dispararle a cualquier cosa que se mueva y acertar. Además de eso, puede tocar el piano y la flauta.

Se volvió hacia el negro alto.

—Éste es Sam. Me imagino que no tengo que decirle lo que Sam puede hacer. Una vez luchó con un toro y ganó. ¿Ve la cicatriz alrededor de su cuello? Alguien intentó colgarle, pero la cuerda se rompió. Nadie lo intentó de nuevo.

Miró al capitan Montgomery y vio que le brillaban los ojos oscuros.

—Detrás de usted está Edith. Ella tiene una especial predilección por los cuchillos. —Maddie sonrió—. Y tampoco es mala con la flauta.

Su sonrisa se hizo mucho más abierta. Haber derrotado y humillado a este hombre pomposo y sabelotodo le producía una deliciosa sensación de júbilo. Por lo que pudo apreciar al mirarle tuvo la idea de que no estaba acostumbrado a que le vencieran.

—Ahora, usted tiene mi permiso para regresar a su fuerte e informar a sus superiores que yo no necesito a nadie para que me escolte. Puede decirles, también, que usted mismo ha visto que estoy en buenas manos. Para aliviar su conciencia, escribiré una carta al general Yovington sobre la inoportuna muerte del teniente Surrey, y le explicaré que, aunque aprecio en lo que vale su amable ofrecimiento de una escolta, no necesito que nadie más me acompañe por ahora.

Trató de no seguir humillándole, pero no pudo dejar de sentir un placer maligno al hacerlo.

—Sobre todo, no necesito a alguien tan obviamente torpe como usted. Hace dos días que Frank se enteró de que nos estaban buscando. Sus averiguaciones no fueron demasiado sutiles, y todo el tiempo que ustedes estuvieron observándonos desde la colina, Sam les estaba viendo. Y cuando cabalgaron hacia el campamento... Cielos, capitán, el coro de La Traviata es menos ruidoso que ustedes. Que me ma

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