Terapia

Sebastian Fitzek

Fragmento

Creditos

Título original: Die therapie

Traducción: Irene Saslavsky Niedermann

1.ª edición: enero, 2016

© 2016 by Sebastian Fitzek

© Ediciones B, S. A., 2016

Consell de Cent, 425-427 - 08009 Barcelona (España)

www.edicionesb.com

ISBN DIGITAL: 978-84-9069-323-0

Maquetación ebook: Caurina.com

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Cita

 

 

 

 

 

Guardaré silencio sobre lo que, en mi consulta o fuera de ella, vea u oiga, que se refiera a la vida de los hombres y que no deba ser divulgado. Mantendré en secreto todo lo que pudiera ser vergonzoso si lo supiera la gente.

Fragmento del juramento hipocrático

Dime con quién andas y te diré quién eres.

Refrán popular

Contenido

Contenido

Portadilla

Créditos

Cita

 

Prólogo

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Epílogo

Agradecimientos

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Prólogo

Pasada media hora, supo que jamás volvería a ver a su hija. Ella abrió la puerta, se volvió a mirarlo y después entró en la habitación del anciano. Pero estaba seguro de que Josephine, su hijita de doce años, jamás volvería a salir. Nunca más volvería a dedicarle esa sonrisa deslumbrante cuando la llevara a la cama. Nunca más volvería a apagar su lamparita de vivos colores en cuanto ella se hubiera dormido. Y sus gritos espantosos en plena noche jamás volverían a despertarlo.

La certeza lo golpeó con la violencia repentina de un choque frontal.

Intentó ponerse de pie, pero su cuerpo se negó a abandonar la inestable silla de plástico. No le habría sorprendido que se le doblaran las rodillas y cayese al suelo cuan largo era en el desgastado parquet de la sala de espera, justo entre la robusta ama de casa con soriasis y la mesita en la que reposaban números atrasados de algunas revistas. Pero la gracia de desmayarse no le fue concedida y permaneció consciente.

los pacientes no serán atendidos por turno de llegada sino según la urgencia de su dolencia.

El cartel informativo de la puerta blanca tapizada de cuero que daba a la consulta del alergólogo se volvió borroso.

El doctor Grohlke era un amigo de la familia y el vigésimo segundo al cual visitaba. Viktor Larenz había confeccionado una lista. Los veintiún médicos anteriores no habían logrado descubrir nada. Absolutamente nada.

El primero, un médico de urgencias, había acudido el segundo día de las vacaciones navideñas a la mansión familiar de Schwanenwerder, hacía exactamente de eso once meses. Al principio habían creído que Josephine padecía indigestión por comer fondue. Había vomitado varias veces durante la noche y después sufrido una diarrea. Isabell, su mujer, llamó al servicio de urgencias particular y Viktor llevó a Josy al salón, con su delicado camisón de batista. Al recordarlo aún notaba el tacto de sus delgados bracitos: uno rodeándole el cuello como en busca de ayuda y el otro aferrado a Nepomuk, el gato azul, su peluche predilecto. Bajo la mirada severa de los familiares presentes, el médico auscultó el delgado tórax de la niña, le administró una infusión electrolítica intravenosa y le recetó un remedio homeopático.

—Es una pequeña infección del estómago y del intestino. Hay un brote en la ciudad, pero ¡no hay que preocuparse! Se pondrá bien.

Ésas habían sido las palabras de despedida del médico de urgencias. «Se pondrá bien.» Había mentido.

Viktor se encontraba justo delante de la consulta del doctor Grohlke. Cuando trató de abrir la pesada puerta, ni siquiera logró bajar el picaporte. Al principio creyó que la tensión de las últimas horas lo había dejado sin fuerzas, pero después comprendió que la puerta estaba cerrada con llave. Alguien había corrido el pestillo. «¿Qué ocurre aquí?», pensó.

Se volvió bruscamente y fue como si viera lo que lo rodeaba en un taumatropo. Su cerebro percibía todas las imágenes de un modo sincrónico: los paisajes irlandeses de las paredes, el polvoriento ficus que había junto a la ventana, la señora con soriasis sentada en la silla. Larenz volvió a tirar del picaporte una última vez y después salió de la sala de espera arrastrando los pies. El pasillo aún estaba repleto, como si el doctor Grohlke fuera el único médico de Berlín.

Viktor se encaminó despacio al mostrador de recepción. Un adolescente que sufría un evidente problema de acné solicitaba que le hicieran una receta, pero Larenz lo apartó rudamente para hablar con la ayudante del médico. Ya conocía a Maria de sus anteriores visitas. Hacía media hora, a su llegada a la consulta con Josy, Maria todavía no estaba. Se alegró de que su sustituto se hubiera tomado un descanso o de que su presencia fuera necesaria en otra parte. Maria tenía unos veinte años y el aspecto corpulento de una portera de fútbol femenino, pero ella también tenía una hija pequeña y le ayudaría.

—He de entrar en la consulta y ver a mi hija —dijo. Había alzado la voz sin darse cuenta.

—Buenos días, doctor Larenz, me alegro de volver a verlo. —Maria reconoció al psiquiatra de inmediato. Hacía tiempo que no acudía a la consulta, pero en numerosas ocasiones había visto su rostro distinguido en televisión y en las revistas. Era un invitado apreciado de los programas de entrevistas, y no sólo por su apostura y la sencillez con la que explicaba complejos problemas mentales de manera que resultaran comprensibles para los profanos. Pero aquel día sus palabras eran enigmáticas.

—¡Debo ver a mi hija ahora mismo!

El muchacho al que había apartado de un empellón comprendió instintivamente que algo iba mal y se apartó aún más. Maria también titubeó y se esforzó por no perder su habitual sonrisa.

—Por desgracia no sé de qué me habla, doctor Larenz —dijo, y se tocó la ceja izquierda, donde solía llevar un piercing del que siempre tironeaba cuando se ponía nerviosa. Pero el doctor Grohlke, su jefe, era un hombre conservador y la obligaba a quitarse el imperdible plateado en cuanto llegaban los pacientes.

—¿Josephine tenía cita para hoy?

Larenz iba a responder de mala manera pero optó por callar. Claro que tenía cita. Isabell la había concertado por teléfono y él había llevado a Josy en coche. Como siempre.

—¿Qué es un alergólogo, papi? —le había preguntado la niña en el trayecto—. ¿Uno que se encarga del clima?

—No, ratoncito. Eso es un meteorólogo. —La había observado por el retrovisor y hubiera querido acariciarle el cabello rubio. Le había parecido tan frágil... como un ángel pintado en papel de seda japonés.

—El alergólogo se encarga de tratar a las personas que no deben entrar en contacto con ciertos productos, porque de lo contrario se ponen enfermos.

—¿Como yo?

—Tal vez —había contestado. «Ojalá», había pensado. Al menos sería un diagnóstico, un principio. Entretanto, los inexplicables síntomas de su enfermedad afligían a toda la familia. Hacía seis meses que Josy había dejado de ir a la escuela. Los espasmos se producían de manera muy repentina e irregular e impedían a Josy asistir a clase. Por eso Isabell sólo trabajaba media jornada y se dedicaba a las clases particulares de Josy. Y Viktor había cerrado su consulta de Friedrichstrasse para poder dedicarse a su hija a todas horas. O, mejor dicho, a sus médicos. Pero pese a las maratonianas consultas médicas de las semanas anteriores, ningún experto de los consultados había dado con la respuesta. No lograban descubrir la causa de los recurrentes ataques febriles de Josy, de las constantes infecciones ni de las hemorragias nasales nocturnas. A veces los síntomas remitían e incluso desaparecían por completo y la familia recuperaba la esperanza. Pero tras una breve pausa todo volvía a empezar, por lo general con ataques aún más intensos. Hasta el momento, los internistas, los hematólogos y los neurólogos habían logrado descartar que se tratara de cáncer, sida, hepatitis o de cualquier otra enfermedad infecciosa conocida. Incluso habían comprobado que no se trataba de malaria.

—¿Doctor Larenz?

La voz de Maria volvió a catapultarlo a la realidad y se dio cuenta de que la ayudante lo había estado mirando boquiabierta todo el rato.

—¿Qué habéis hecho con ella? —Larenz había recuperado la voz y ya gritaba.

—¿Qué quiere decir?

—Con Josy. ¿Qué habéis hecho con ella?

Con los gritos de Larenz las conversaciones de los pacientes que esperaban cesaron de golpe. Se notaba que Maria no tenía ni idea de cómo resolver la situación. Claro que, dado su trabajo como ayudante del doctor Grohlke, estaba acostumbrada a que los pacientes actuaran de un modo extraño. A fin de cuentas, no era una consulta particular y hacía tiempo que la Uhlandstrasse había dejado de ser una de las más elegantes de Berlín. Desde la cercana Litzenburgerstrasse había una constante afluencia de adictos y prostitutas a las salas de espera, y nadie se asombraba cuando, por ejemplo, un demacrado chapero con síndrome de abstinencia le gritaba a la enfermera porque no quería que le trataran los eczemas sino que le proporcionaran un remedio que le aliviara el dolor.

Pero ese día se trataba de algo un tanto diferente, puesto que el doctor Viktor Larenz no llevaba un mugriento chándal ni una camiseta agujereada. Tampoco calzaba zapatillas deportivas viejas ni su rostro estaba lleno de granos purulentos y reventados. Al contrario, su aspecto era el de un hombre al cual el término «distinguido» le iba como un guante: esbelto, erguido, de hombros anchos, frente alta y mentón pronunciado. Aunque había nacido y se había criado en Berlín, la mayoría lo tomaba por hanseático. Sólo le faltaban las sienes plateadas y la nariz clásica. Incluso los rizados cabellos castaños —que últimamente llevaba un poco más largos— y la nariz torcida —un doloroso recuerdo de un accidente de vela— contribuían a su aspecto de hombre de mundo. Viktor Larenz era un hombre de cuarenta y tres años cuyo aspecto transmitía la idea de que sin duda tenía pañuelos de hilo con iniciales bordadas y que nunca llevaba monedas en los bolsillos. Su tez, notablemente pálida, denunciaba las muchas horas extra realizadas. Y eso era lo que ponía en una situación difícil a Maria, porque uno no se espera que un doctor en psiquiatría enfundado en un traje a medida de dos mil doscientos euros se ponga a gritar en público, ni que barbote con voz de falsete palabras incomprensibles. Justo por eso Maria no sabía qué hacer.

—¿Viktor?

Al oír la voz profunda, Larenz se volvió. El doctor Grohlke había oído el barullo e interrumpido su consulta. El anciano y delgado médico de cabello rubio arena y ojos hundidos parecía muy preocupado.

—¿Qué ocurre aquí?

—¿Dónde está Josy? —gritó Viktor como única respuesta, y el doctor Grohlke retrocedió un paso, alejándose de su amigo. Hacía casi diez años que conocía a la familia pero jamás había visto a Larenz en ese estado.

—¿Por qué no me acompañas a la consulta, Viktor, y...?

Larenz no le prestó atención, sino que mantuvo los ojos fijos por encima del hombro del médico. Viendo que la puerta de la consulta había quedado entreabierta, echó a correr, la abrió del todo de una patada y la hoja golpeó un carrito de instrumental y medicamentos. La mujer con soriasis estaba tendida en la camilla, desnuda de cintura para arriba, y se asustó tanto que olvidó cubrirse los pechos.

—¿Qué diablos te ocurre, Viktor? —exclamó el doctor Grohlke a su espalda. Pero Larenz salió precipitadamente de la consulta.

—¿Josy? —gritó, y corrió hasta el final del pasillo, abriendo todas las puertas—. ¿Dónde estás, Josy? —preguntaba, presa del pánico.

—¡Por amor de Dios, Viktor! —El anciano alergólogo lo siguió, pero Viktor no le prestó atención. El miedo le nublaba el cerebro.

—¿Qué hay ahí dentro? —vociferó al no poder abrir la última puerta situada a la izquierda de la sala de espera.

—Productos de limpieza. Sólo productos de limpieza, Viktor. Es nuestro trastero.

—¡Abre la puerta! —Viktor tiró del picaporte como un demente.

—Escúchame...

—¡abre la puerta!

El doctor Grohlke lo agarró de los antebrazos con fuerza insospechada y lo sujetó.

—¡Tranquilízate, Viktor! Y escúchame. Tu hija no puede estar ahí dentro. Esta mañana la señora de la limpieza se llevó la llave y no regresará hasta mañana por la mañana.

Larenz respiraba entrecortadamente y escuchó las palabras de Grohlke sin comprenderlas.

—Así que por favor, procedamos con lógica —dijo el otro, soltándole los brazos y apoyándole una mano en el hombro—. ¿Cuándo has visto a tu hija por última vez?

—Hace media hora, aquí, en la sala de espera —se oyó decir Viktor—. Después entró en tu consulta.

El anciano médico sacudió la cabeza con aire preocupado y le preguntó algo a Maria, que los había seguido.

—No he visto a Josephine —le dijo ésta a su jefe—. Y hoy no tenía cita.

«Tonterías», pensó Larenz, y se llevó las manos a la cabeza.

—Isabell concertó la cita por teléfono y Maria no ha podido ver a mi hija, claro, porque en recepción había un sustituto. Un hombre que nos ha dicho que tomáramos asiento. Josy estaba muy débil y cansada. La he dejado en la sala de espera para ir a buscar un vaso de agua. Y cuando he vuelto, ella...

—No tenemos sustitutos varones —lo interrumpió Grohlke—. Aquí sólo trabajan mujeres.

Viktor le lanzó una mirada perpleja y procuró comprender lo que acababa de decirle.

—Hoy no he visitado a Josy. No ha venido a la consulta.

De repente, Larenz oyó un sonido cada vez más penetrante que apagaba las palabras del médico a medida que se aproximaba.

—¿Qué estás diciendo? —exclamó desesperado—. Claro que ha entrado en la consulta. La han llamado. Yo estaba en la habitación contigua y he oído cómo el hombre de la recepción la llamaba por su nombre. Hoy quería entrar en la consulta ella sola, me lo había pedido. Acaba de cumplir doce años, ¿sabes? Hace poco que también cierra la puerta del baño con llave. Y por eso, cuando he vuelto a la sala de espera he creído que ya estaría en la consulta.

Viktor abrió la boca; de repente se dio cuenta de que no había pronunciado una sola de aquellas palabras. No había perdido el juicio, pero por lo visto era incapaz de articular una sola palabra. Miró en torno como buscando ayuda y tuvo la sensación de ver el mundo en una escena retrospectiva. El sonido penetrante aumentó de intensidad y ahogó casi por completo el barullo que lo rodeaba. Era como si todos le hablaran al mismo tiempo: Maria, el doctor Grohlke e incluso algunos pacientes.

—Hace un año que no veo a Josy. —Ésas fueron las últimas palabras del doctor Grohlke que Viktor oyó con claridad. Luego todo se volvió muy nítido. Durante un instante supo lo que había ocurrido. La terrible realidad relampagueó, fugaz como un sueño en el momento de despertar, y se desvaneció a la misma velocidad. Durante una fracción de segundo lo comprendió todo. La enfermedad de Josy, que la había afectado tan profundamente durante los últimos meses. De repente entendió lo que había ocurrido. Lo que le habían hecho. Se quedó sin respiración cuando comprendió que ahora también lo perseguirían a él. Lo encontrarían tarde o temprano. Lo sabía. Pero luego el espantoso descubrimiento se le escapó. Desapareció como la última gota de agua por un desagüe.

Viktor se golpeó las sienes con ambas manos. El ruido penetrante, espantoso y lacerante estaba muy próximo. Se volvió insoportable. Era como el gemido de una criatura torturada y casi no parecía humano. Y desapareció cuando, al cabo de un buen rato, volvió a cerrar la boca.

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1

Hoy, unos años después

Viktor Larenz jamás hubiera creído que cambiaría de punto de vista. Tiempo atrás, la austera habitación individual de la clínica Weddinger para trastornos psicosomáticos había estado a disposición de sus pacientes más difíciles. Hoy él mismo estaba tendido en la cama elevable, con los brazos y las piernas sujetos con cintas elásticas grises.

De momento nadie había ido a visitarlo, ni sus amigos, ni sus antiguos colegas, ni sus parientes. Al margen de clavar la vista en un empapelado amarillento de fibra vegetal y dos manchadas cortinas marrones, su única distracción era la visita del doctor Martin Roth, el joven médico jefe que lo visitaba dos veces al día. Nadie había solicitado un permiso de visita en la clínica psiquiátrica, ni siquiera Isabell. Se lo había dicho el doctor Roth, y Viktor no podía echárselo en cara a su mujer. «Después de todo lo ocurrido.»

—¿Cuánto hace que han dejado de administrarme la medicación?

El médico jefe estaba comprobando el gota a gota de suero fisiológico, cuya bolsa pendía de un pie metálico de tres brazos junto a la cama.

—Hace unas tres semanas, doctor Larenz.

Viktor agradeció que el hombre aún lo llamara por su título. Durante todas las conversaciones que habían mantenido en los días pasados, el doctor Roth siempre lo había tratado con el mayor respeto.

—¿Y cuánto hace que he vuelto a reaccionar?

—Nueve días.

—Ya. —Viktor hizo una breve pausa—. ¿Y cuándo me darán el alta?

Viktor vio que la broma hacía sonreír al médico. Ambos sabían que jamás le darían el alta. En todo caso, nunca lo dejarían salir de una institución similar que no ofreciera las mismas medidas de seguridad.

Viktor se miró las manos y tiró ligeramente de las cintas que lo sujetaban. Por lo visto, habían aprendido de sus errores. En cuanto lo habían internado, le habían quitado el cinturón y los cordones de los zapatos, e incluso habían quitado el espejo del baño. Cuando lo acompañaban al servicio, dos veces al día, ni siquiera podía comprobar si su aspecto era realmente tan lamentable como suponía. Antes siempre lo felicitaban por su aspecto. Llamaba la atención por los hombros anchos, el cabello espeso y su cuerpo atlético, perfecto para un hombre de su edad. Quedaba muy poco de todo aquello.

—Sea sincero, doctor Roth. ¿Qué siente cuando me ve tendido aquí?

Mientras examinaba la tablilla colgada al pie de la cama, el médico jefe evitó el contacto visual directo con Viktor. Era evidente que reflexionaba. «¿Lástima? ¿Preocupación?»

—Temor. —El doctor Roth optó por la verdad.

—¿Porque teme que pudiera ocurrirle algo parecido?

—¿Lo considera egoísta de mi parte?

—No. Usted es sincero, y eso me gusta. Es una idea que no debe resultarle ajena, dado que tenemos algunas cosas en común.

El doctor Roth se limitó a asentir con la cabeza.

Aunque la situación actual de ambos hombres era muy diferente, algunas etapas de su vida habían sido bastante similares. Ambos se habían criado siendo hijos únicos muy bien cuidados en uno de los barrios más aristocráticos de Berlín. Larenz era el hijo de un abogado de renombre especializado en derecho mercantil de Wannsee; el doctor Roth era el protegido retoño de dos cirujanos de Westend. Ambos habían estudiado medicina en la Universidad Libre de Berlín, en Dahlem, y se habían especializado en psiquiatría. Ambos habían heredado la mansión familiar de sus padres y una fortuna bastante considerable que les hubiera permitido vivir sin trabajar. Sin embargo, debido a la casualidad o al destino, ambos se encontraban en el mismo lugar.

—Bien —prosiguió Viktor—. En ese caso, usted considera que existe un paralelismo entre nosotros. ¿Qué habría hecho usted en mi situación?

—¿Se refiere a si yo hubiera descubierto quién le hizo eso a mi propia hija?

El doctor Roth había apuntado su comentario diario en la tablilla y miró a Viktor directamente por primera vez.

—Sí.

—Para ser sincero, no sé si hubiera podido superar lo que usted tuvo que soportar.

Viktor soltó una carcajada nerviosa.

—No lo soporté. He muerto. De la manera más cruel que usted pueda imaginar.

—A lo mejor ahora está dispuesto a contarme todo lo ocurrido. —El doctor Roth tomó asiento al borde de la cama, junto a Larenz.

—¿Lo ocurrido? —Viktor formuló la pregunta, aunque conocía la respuesta, desde luego. En días anteriores el médico le había hecho la misma sugerencia.

—Todo. Toda la historia. Cómo descubrió lo que le ocurrió a su hija. Qué clase de enfermedad sufría. A contarme de que pasó, y desde el principio.

—Ya se lo he contado casi todo.

—Sí. Pero me interesan los detalles. Quiero que vuelva a contármelo todo con exactitud. Sobre todo el final.

«El desastre final», pensó Viktor. Inspiró profundamente y volvió a fijar la mirada en el techo lleno de manchas.

—Ha de saber que durante todos esos años, tras la desaparición de Josy, consideré que no existía nada más cruel que la ignorancia. Cuatro años sin ninguna pista, sin dar señal de vida. A veces deseé que sonara el teléfono y nos dijeran dónde yacía su cadáver. Creía que no había nada peor que flotar entre la suposición y el saber, pero me equivoqué. Porque ¿sabe lo que es aún más espantoso?

El doctor Roth lo miró inquisitivamente.

—La verdad —dijo Viktor, casi en un susurro—. ¡La verdad! Creo que me topé con ella en la consulta del doctor Grohlke, poco después de la desaparición de Josy. Y era tan horrorosa que preferí no admitirla. Pero después volví a toparme con ella, una vez más. Y esta vez ya no pude hacer caso omiso

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