Hasday. El médico del Califa

Fragmento

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Créditos

1.ª edición: febrero 2016

© Carlos Aurensanz, 2016

© del mapa: Antonio Plata, 2016

© Ediciones B, S. A., 2016

Consell de Cent, 425-427 - 08009 Barcelona (España)

www.edicionesb.com

ISBN DIGITAL: 978-84-9069-342-1

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Contenido

Mapa

Portadilla

Créditos

Dramatis personae

PRIMERA PARTE

1. Año 924

2

3

4

5

6

7

8

9. Cuatro meses después

10. Año 925

11

12. Año 927

13

14. Año 928

15

16

17

18

SEGUNDA PARTE

19. Año 929. Qurtuba

20

21. Año 931

22

23

TERCERA PARTE

24

25

26

27. Año 941

28. Año 942

CUARTA PARTE

29. Año 949

30

31. Año 955

32

33. Año 956

34. Año 958

35. Año 961

EPÍLOGO

36. Año 965 (cuatro años después)

Año 970. Año de la muerte de Hasday ben Ishaq ben Shaprut

Glosario

Glosario toponímico

Bibliografía

Nota del autor

Notas

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Dramatis personae

Dramatis personae

Abd al Karim: Marino de Bayāna.

Abd al Rahman III: Emir.

Abd Allah: Emir de Córdoba, abuelo de Abd al Rahman III.

Abu Ya’far ibn al-Yazzar: Farmacéutico del bimaristán.

Abul Qâsim: Abulcasis, médico y cirujano cordobés.

Adosinda: Primera esposa de Ramiro II de León.

Ahmad ibn Isa: Gobernador de Bayāna a partir de 933.

Ahmad ibn Wafid: Qādī de Yayyán.

Ahmad, Alí y Fátima: Nombres de los tres sirvientes de Hasday en la almúnya de Qurtuba.

Al Mu’izz: Califa fatimí.

Al Qaim: Califa fatimí, sucesor de Al Mahdi.

Alfonso IV: Rey de León.

Álvaro de Herrameliz: Conde de Álava.

Asbag: Antiguo gobernador de Bayāna, el Peregrino.

Aziza: Madre de Hakim.

Aznar Sánchez: Padre de la reina Toda de Pamplona.

Bâhir ibn Nabîl: Visir, director de la biblioteca del alcázar.

Baruch ben Yazar: Socio comercial de Ishaq.

Benjamín: Hermano más joven de Shoshana.

Benjamin ben Rahawi: Maestro del bimaristán.

Bernat: Privado de la condesa Riquilda de Barcelona.

Chafar: Uno de los fatà de AR III.

Constantino VII Porfirogéneta: Emperador de Bizancio.

Dudón de Verdún: Embajador germano.

Dunash ben Labrat: Poeta judío, en la novela preceptor de los hijos de Hasday.

Eliezer: Padre de Shoshana.

Elisheva: Esposa de Yakob, nuera de Hasday.

Estephanos: Embajador del emperador bizantino.

Fátima: Aya de los hijos de Hasday y Umarit.

Fernán González: Conde de Castilla.

Fernando Ansúrez: Conde de Monzón.

Firuze: Esposa de Hakim.

Furtún ibn Muhammad: General cordobés en la batalla de Simancas.

García Sánchez I: Rey de Pamplona.

Ghâlib ibn Haddād: Personaje perverso de la novela, junto a sus compinches Sâleh y Hassân.

Haddād ibn Haddād: Padre de Ghâlib.

Hakim ibn Rafiq: Amigo de Hasday, unos meses más joven.

Harit ibn Menashe: Procurador de Ghâlib en el juicio.

Hasday ibn Shaprut: Protagonista de la novela.

Hassân y Sâleh: Compinches de Ghâlib.

Helena: Emperatriz de Bizancio.

Hugo de Arlés: Conde franco.

Ibn al Barr: Poeta cordobés.

Ibn Alí Ismail: Poeta bagdadí de la corte de Abd al Rahman III.

Ibn Hakim, Aziza: Hija mayor de Hakim y Firuze.

Ibn Hakim, Hayat: Hija menor de Hakim y Firuze.

Ibn Hakim, Husayn: Segundo hijo varón de Hakim y Firuze.

Ibn Hakim, Karîm: Hijo menor de Hakim y Firuze.

Ibn Hakim, Ya’qûb: Hijo mayor de Hakim y Firuze.

Ibn Hawkal: Geógrafo árabe coatáneo de Hasday.

Ibrahim ben Yaqub: Enviado de Hasday a Germania.

Ida: Anciana cocinera de casa de los Ben Shaprut.

Ishaq ben Nathan: Emisario de Hasday a Jazaria.

Ishaq ibn Shaprut: Padre de Hasday.

Ismail: Ayudante de consultorio de Qâsim y Hasday.

Jadash: Jefe de la guardia de los Banu Shaprut.

Ja’far ibn Umar: Hijo de Umar ibn Hafsún.

José: Rey de los jázaros.

Juan: Obispo de Córdoba.

Juan de Gorze: Monje benedictino enviado por Otón I a Córdoba.

Maryam: Esposa de Abd al Rahman III, madre del heredero.

Maslama ibn Abd Allah: Alarife, uno de los arquitectos responsables de la construcción de Madīnat Al Zahra.

Mastalo: Primer magistrado de Amalfi.

Menahem ben Saruq: Poeta, secretario de Hasday.

Meretz: Mozo de cuerda de la caravana de Yakob.

Moshé ben Enoch: Gaón de Sura, que acabaría recalando en Córdoba.

Muhammad al Faruq: Escribano de la biblioteca califal. Redescubridor de la triaca.

Muhammad ibn Abd Allah: Padre de Abd al Rahman III.

Muhammad ibn Hashim al Tuchibí: Gobernador de Zaragoza, preso en Simancas por Ramiro II.

Muhammad ibn Rumahis: Almirante de la flota califal en 942.

Mundhir ibn Saíd al Balluti: Qādī mayor de Córdoba.

Mūsa: Viajero que Hasday conoce en su primer viaje a Bayāna.

Nachda: Uno de los fatà de Abd al Rahman III.

Nasr ibn Ahmad: Qaīd de Fraxinetum.

Nayda ibn Hussain: Qaīd eslavo del ejército cordobés en Simancas.

Nicolás: Monje enviado desde Bizancio para colaborar en la traducción del Dioscórides.

Nora: Madre de Hasday y Jakob.

Ofra: Doncella de casa de los Ben Shaprut.

Onneca: Hija de Toda de Pamplona, esposa del rey Alfonso IV de León.

Onneca de Pamplona: Esposa del emir Abd Allah, abuela de Abd al Rahman III y madre de Toda de Pamplona.

Ordoño III / Urdūn: Rey de León.

Ordoño IV / Urdūn: Rey de León.

Otón I: Emperador de Germania.

Qâsim ibn Sâleb: Médico, maestro de Hasday en Yayyán.

Rabí ibn Zayd: Recemundo, obispo de Ilbīra.

Radhia: Primera esposa de Al Hakam II.

Ramiro: Rey de León.

Rashid: Mozo de cuadras.

Redwan y Taled: Enviados de Ishaq ibn Shaprut a Oriente.

Riquilda: Condesa, sobrina del conde Suniario de Barcelona.

Romano Lecapeno: Emperador de Bizancio.

Sancha: Hija de Toda de Pamplona, esposa del conde Fernán González.

Sancho I el Craso: Rey de León, hijo de Ramiro II y Urraca de Pamplona.

Saruq ben Naftali: Contable de Ishaq ben Shaprut.

Shoshana: Esposa de Yakob.

Subh: Esclava, madre del heredero de Al Hakam II.

Sulayman ibn Umar: Hijo de Umar ibn Hafsún.

Suniario/ Sunyer: Conde de Barcelona.

Teresa: Hermana de Ordoño III de León.

Teresa Ansúrez: Esposa de Sancho el Craso de León.

Toda: Reina de Pamplona.

Umar ibn Hafsún: Rebelde muladí frente al emirato.

Umarit: Esclava liberada por Hasday, más tarde su esposa.

Urraca: Hija de Toda de Pamplona, segunda esposa de Ramiro II de León.

Urraca Fernández: Hija de Fernán González, casada con Ordoño III y luego con Ordoño IV.

Walid ibn al Mayid: Director del bimaristán de Córdoba.

Ya’far ibn Umar: Hijo y sucesor de Umar ibn Hafsún.

Yakob ibn Hasday: Hijo primogénito de Hasday y Umarit.

Yakob ibn Shaprut: Hermano mayor de Hasday.

Yorán: Eunuco, hermano de Umarit.

Yorán ibn Hasday: Segundo hijo de Hasday y Umarit.

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PRIMERA PARTE

PRIMERA PARTE

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1. Año 924

1

Año 924

Aunque debía de ser cerca de medianoche, Hasday permanecía en vela en el lecho, cobijado por una confortable manta de lana. La luz de la luna proyectaba en la pared las sombras de la enorme morera que crecía frente a la ventana de su alcoba, y había dedicado la última hora a contemplar aquellas formas caprichosas sumido en sus pensamientos. La inquietud había mantenido alejado el sueño mientras prestaba atención a los ruidos sordos procedentes de las estancias inferiores. Hacía rato que habían cesado, señal de que también los sirvientes se habían retirado a sus aposentos tras completar las tareas del día.

Una repentina sacudida agitó su pecho al recordar el motivo de su vigilia y, sin pensarlo más, retiró la manta y saltó al suelo. Con decisión, vistió su jubón más abrigado, dispuesto sobre un escabel próximo, se enfundó los escarpines y se calzó los zapatos de cuero. Respiró hondo antes de abrir la puerta de la alcoba, que giró sobre sus goznes recién engrasados sin emitir el más mínimo chirrido. Recorrió con sigilo la galería a la que se abría el resto de los dormitorios y descendió la escalinata sin poder contener una sonrisa al oír los sonoros ronquidos de su hermano mayor, al otro lado de una de aquellas puertas. Yakob contaba solo quince años, dos más que él, pero aquellos estertores, más propios de un padre de familia entrado en carnes, eran motivo frecuente de chanza, y Hasday solo tenía que mentarlos para conseguir que su hermano enrojeciera y corriera tras él dispuesto a hacerlo rodar por el suelo. Aquellas peleas inocentes, sin embargo, jamás habían desembocado en nada serio, y una oleada de afecto le recorrió el espinazo cuando alcanzó el zaguán.

Solo dos lamparillas mantenían el lugar en una acogedora semipenumbra, que lo ayudó a llegar a la puerta principal sin sobresaltos. De la amplia alacena que hacía las veces de ropero, tomó una capa que se frunció al cuello y se dispuso a retirar el pesado cerrojo. El vástago, que él mismo se había ocupado de untar con grasa, se deslizó con suavidad y le permitió alzar el pestillo un instante antes de que el viento todavía helado del mes de marzo le azotara el rostro. La calle principal de la judería en la que se ubicaba la residencia familiar se encontraba desierta, como esperaba. Encajó la puerta con cuidado, dejó caer el pestillo para asegurarla y se cubrió la cabeza con el capuz. Antes de echar a andar de manera decidida bajo la luz de la luna, tocó con la mano derecha la mezuzah de la jamba para invocar la protección divina. Por precaución, avanzó entre las sombras de los edificios en dirección a la muralla exterior, siguiendo el complejo entramado de callejuelas de la aljama de Yayyán. Dejó atrás la sinagoga y los baños construidos gracias a la generosidad de su propio padre, Ishaq ben Shaprut, el comerciante más próspero de la ciudad, y se encaminó hacia la portezuela practicada en la muralla, que, como en otras ocasiones, podría atravesar con solo alzar el pesado pasador de madera.

Por fortuna, la ciudad parecía haber recuperado la calma tras un año agitado, en el que el emir Abd al Rahman había centrado todo su poderío militar en el intento de liberar la ruta entre Yayyán y Bayāna, el puerto a través del cual comerciaba su padre. Tiempo atrás, los rebeldes muladíes, encabezados por el renegado Umar ibn Hafsún, habían puesto en jaque a las caravanas que dieran prosperidad a su familia y habían llegado a tomar por las armas varias ciudades situadas en aquella ruta. El sagaz Ishaq ben Shaprut había puesto su fortuna y también toda su influencia al servicio del joven emir de Qurtuba, en quien mostraba una fe ciega. A juzgar por los resultados, había apostado por el caballo ganador, por el hombre que, contra todo pronóstico, estaba consiguiendo devolver al emirato la estabilidad que apenas una década antes parecía perdida para siempre. Habían sido momentos de zozobra para la ciudad, que había visto sus calles, arrabales y descampados invadidos por las tropas del emirato; por millares de mercenarios dispuestos a luchar por una parca soldada y un botín incierto; por enjambres de bereberes que habían plantado sus tiendas a los pies de las murallas; por compañías enteras de esclavos saqāliba deseosos de comprar su libertad al precio de arriesgar su vida al servicio del soberano que los había capturado en las frías tierras del norte.

Los fondos atesorados por su padre durante toda una vida de intensa actividad comercial habían sufragado parte de aquellas levas; los generales de Qurtuba habían disfrutado de su hospitalidad, e Ishaq había conseguido además que la comunidad judía al completo se volcara en la ayuda a las tropas enviadas por el soberano omeya. La amplia residencia familiar se convirtió en aquellos meses en centro de reunión de notables árabes, comerciantes judíos y militares qurtubíes de alto rango. El propio gobernador de Yayyán había honrado a la familia con su presencia. Con solo doce años y una curiosidad sin límites, nadie parecía reparar en la presencia de Hasday en aquellas largas veladas, en las que descubrió con admiración la capacidad de su padre para atraerse la voluntad de hombres que, en otras circunstancias, solo le hubieran demostrado desprecio por su condición de judío.

Al atravesar la muralla para enfrentarse a la oscuridad aún mayor del arrabal, el recuerdo de su padre le hizo estremecer, y trató de desechar la idea de que descubrieran su ausencia. Sus ojos se habían adaptado ya a la falta de luz, de modo que avanzó sin dificultad hacia el terraplén que circundaba las eras donde en verano se trillaba la mies, pero que entonces permanecían desiertas. El muro arcilloso se encontraba horadado por multitud de cuevas que los vecinos del arrabal usaban para guardar los aperos, como bodegas y —esto lo había descubierto solo unas semanas atrás, en compañía de sus amigos— como lugar de encuentro de algunas jóvenes parejas. Ascendió por la estrecha senda que conducía a una de las más alejadas, cuya entrada se hallaba resguardada entre dos pequeñas crestas que descendían en paralelo desde lo alto del monte. Tropezó con un canto que bajó rodando por la pendiente y, al instante, el ladrido de un perro, alertado por el ruido, le hizo detenerse maldiciendo su torpeza. Cuando se hizo el silencio de nuevo, se acercó a la portezuela de madera y tiró de ella. Desde el fondo surgía un débil resplandor que despertó su sonrisa: allí estaba Hakim, tal como esperaba. Su rostro moreno asomó al instante tras el ángulo que dibujaba la cueva.

—Sahīb! —saludó—. ¡Ya estás aquí!

Hasday compuso un gesto que revelaba una mezcla de agradecimiento y de disgusto.

—No me llames así —protestó al tiempo que volvía a encajar la puerta tras de sí—. Somos amigos.

—Lo sé, pero me cuesta evitarlo —respondió con media sonrisa—. Estaba prendiendo las lamparillas.

—¿Todo bien? ¿Algún problema para salir de casa?

—¿Bromeas? Nadie me echará en falta. Mi padre duerme la borrachera, y mi madre no volverá hasta el amanecer, el cliente de esta noche paga bien.

Hasday percibió el tono despechado de su voz, pero prefirió no ahondar en el asunto que más mortificaba al muchacho. Era solo unos meses más joven que él, se conocían desde que tenía memoria, pero su amistad se había consolidado cuando Hasday salió en su defensa en medio de una pelea desigual. Otro muchacho, a pesar de ser también musulmán y un año mayor, se ensañaba con el cuerpo menudo de Hakim cuando Hasday pasó casualmente por allí. Conocía bien al agresor: era Ghâlib ibn Haddâd, hijo y nieto de herreros, aunque su padre había sabido llevar más allá su habilidad como artesano y se había especializado en el trabajo con cobre y plata. El hecho de ser hijo único y, además, huérfano de madre, podía estar detrás de su carácter arrogante y pendenciero, pero Hasday no había dudado en hacerle frente. Bastaron unos empujones para obligarle a apartarse del muchacho e irse de allí mascullando amenazas. Desde entonces, Hakim no se separaba de él y le acompañaba en todas sus correrías, que no eran pocas. Porque Hasday, a pesar de ser el benjamín de la familia más prominente de la judería y una de las más acomodadas de la ciudad, había sido bendecido por la naturaleza con una inteligencia despierta y un espíritu inquieto, que le llevaba a indagar sobre cuanto lo rodeaba, a volcarse de lleno en cualquier asunto que despertara su interés, en un estado de continua excitación que mantenía alejado de su vida el menor atisbo de aburrimiento, pero que le había ocasionado ya no pocas complicaciones. Hakim le había seguido, pegado a sus talones, en cada una de sus empresas, en las que se implicaba con el mismo ardor que su amigo el judío, hasta convertirse en el mejor camarada, siempre dispuesto a echarle una mano, por disparatada que fuera la propuesta.

Una de las principales aficiones de Hasday era la cría de gusanos de seda. Le fascinaba el proceso de transformación de aquellos animalillos, un punto negro apenas visible que se retorcía tras la eclosión de los huevos en primavera y que crecía a ojos vistas día a día sobre la morera. Cuando se convertían en gusanos del tamaño de un dedo, era capaz de pasar horas contemplando cómo devoraban con afán grandes cantidades de hojas, una tarea repetitiva e interminable. Esos días no dejaba de preguntarse qué los empujaba a comportarse de aquella manera. Sabía, porque así lo había aprendido de sus maestros en la sinagoga, que era el Creador quien les había imbuido del instinto que les llevaba a cumplir con el destino que había determinado para ellos, pero esa explicación no le bastaba. Necesitaba saber de qué se había valido Dios para conseguir que su criatura llevara a cabo su designio, cómo funcionaba aquel pequeño ser que, un día, comenzaba a envolverse con el finísimo hilo amarillento hasta quedar oculto por una cubierta de seda. Se maravillaba al ver aparecer, tres semanas después, un ser nuevo, absolutamente distinto, una mariposa blanca que en nada se parecía al gusano que se había encerrado en aquel capullo ya horadado en un extremo.

En algunas ocasiones la larva era incapaz de producir seda, y entonces la transformación se producía ante sus ojos, en un proceso que a Hasday se le antojaba milagroso. Su curiosidad le había llevado a abrir muchos de aquellos gusanos en el momento en que empezaban a segregar el hilo de seda, con la esperanza de comprobar de dónde salía aquella sustancia que ni el mejor de los alquimistas podía soñar elaborar. Pero ni siquiera su vista joven y aguda era capaz de discernir aquel secreto. Cuando su padre, de regreso de uno de sus muchos viajes a Bayāna, le entregó el más maravilloso de los regalos, una excelente lente de aumento de cristal tallado y pulido, montada sobre un soporte de madera con mango, pasó días enteros tratando de descifrar los enigmas ocultos en aquellos pequeños seres, pero a la postre solo consiguió terminar con los ojos enrojecidos y el ánimo hastiado.

Pensó entonces que, quizás, el secreto estuviera en aquellas hojas de morera que hacían posible el milagro. ¿Y si el hilo de seda estuviese ya allí, y el gusano fuese tan solo el peón encargado de dar forma a sus hebras? Tenía sentido, al fin y al cabo eso era lo que hacían los operarios de la floreciente industria que se había desarrollado en Yayyán en las últimas décadas, a expensas de su propio padre. Ellos se valían de una delicada aguja para extraer la primera hebra del capullo e hilar el millar de codos de seda que lo componían. Utilizó entonces la potente lupa para examinar las hojas de la morera, las machacó y observó su pulpa al trasluz, pero no obtuvo más resultado que el descubrimiento de un nuevo filón en sus intereses: su mente bullía mientras practicaba sus experimentos, y no dejaba de preguntarse por el modo en que otras plantas conseguirían sus efectos medicinales o mortíferos, de la misma forma que la morera era capaz de generar algo tan maravilloso como un hilo de seda al pasar a través del estómago de un simple gusano.

Su relativo fracaso con seres tan simples desplazó su interés hacia otros más voluminosos. Empezó por los sapos de la alberca, siguió con los pichones robados en los palomares, con los conejos y las gallinas que tenía a su alcance, y llegó a someter a su examen minucioso a un zorro, al que extrajo todos los órganos para observarlos hasta dejarlos convertidos en una masa informe y sanguinolenta. Su falta de pericia lo irritaba, y no dejaba de preguntarse si otros antes que él habrían sentido la misma curiosidad. Descubrió que así era en la sinagoga, cuando uno de sus maestros, ante su retahíla interminable de preguntas, le permitió acceder a los viejos tratados que se guardaban en la exigua biblioteca. Ninguno estaba escrito en hebreo, sino en griego, una lengua que desconocía por completo. Tan solo en un viejo volumen, con las cubiertas carcomidas y los pliegos amarilleados por el tiempo y la humedad, descubrió los caracteres que comprendía bien. Faltaban las primeras hojas, pero el rabino le explicó que aquella era la traducción árabe de una de las obras de Galeno, al parecer un célebre médico griego. Tras mucho rogar, consiguió llevárselo a casa y entre aquellas páginas descubrió que existía un mundo prohibido para él hasta ese día, el mundo del conocimiento que los antepasados habían vertido en obras como aquella, que venían a arrojar luz y dar respuesta a muchas de las preguntas que su mente inquieta se hacía a diario. Pasó jornadas enteras enfrascado en la lectura atenta de aquel viejo tratado de medicina. Sentía, sin embargo, que por cada respuesta que obtenía, se abrían ante él cien nuevos interrogantes.

El libro resultó para él una revelación que cambió su percepción de las cosas que le rodeaban, haciéndole comprender lo limitado de su entendimiento, incapaz de abarcar todo el saber al que se hacía referencia en aquellas páginas. El vértigo lo asaltó al imaginar lo que podría contener el resto de los tratados de la sinagoga, vedados a su comprensión por el simple hecho de que desconocía la lengua en que se habían escrito. El rabino, entonces, le habló de bibliotecas en las que se almacenaban en perfecto orden miles de volúmenes como aquel, obras de otros médicos como Galeno, de matemáticos, filósofos, geógrafos, astrónomos, literatos, poetas y hombres que en el pasado habían sentido sus mismas inquietudes. Se despertó así en él un nuevo deseo, el de aprender los rudimentos del idioma en que habían compuesto sus obras hombres como aquel médico cuyo saber tenía ante sí.

Semanas después, el maestro, como si de un tesoro se tratara, puso en sus manos un nuevo tratado, esta vez en excelente estado de conservación. Era obra de un sabio mucho más cercano, Ibn Habib, un cordobés que había vivido cien años antes. Hasday repasó con la yema del dedo los caracteres árabes que componían el título —Compendio de medicina— en el primero de los pliegos que precedían a otro centenar de hojas manuscritas, que ojeó emocionado ante la sonrisa del rabino.

—Estos libros jamás habían estado en manos de un muchacho de doce años —reconoció el maestro—. Pero también es cierto que nunca un joven de tu edad había mostrado las aptitudes y el deseo de saber que observo en ti. Saca de ellos todo el provecho que puedas, y ven a mí para discutir las cuestiones que te sugiera su lectura.

En las jornadas que siguieron, Hasday descubrió que la curiosidad por desentrañar el secreto de la vida y los misterios del cuerpo humano, antigua como el hombre, no había quedado anclada en el conocimiento de los antiguos griegos, sino que eruditos mucho más cercanos habían bebido de aquel saber y habían tratado de profundizar en él. Ibn Habib había plasmado en aquel tratado su intento de descifrar la naturaleza de los seres vivos, sumando a la ciencia de Galeno apreciaciones que eran el resultado de su propia reflexión y de su propia experiencia. Sin embargo, resultaba evidente que aquel deseo de desentrañar los misterios de la Creación se topaba con un muro infranqueable: el cuerpo humano era un templo inviolable, y su exploración, una profanación incluso para aquellos cuyo único interés era esclarecer el origen de los males que lo aquejaban. La simple mención de aquella posibilidad, sin embargo, había acrecentado sin medida su deseo de saber más y, de repente, sintió que los gusanos, los sapos y los conejos quedaban ya muy lejos en el camino que se había abierto ante él.

Aquella noche iba a dar un paso más en aquel intento de calmar su inagotable curiosidad y para ello avanzó por el estrecho pasillo hasta una estancia mucho más amplia, de techo más elevado, completamente excavada en la roca arcillosa. El olor acre procedente de un objeto abultado envuelto en una tela vieja de arpillera se mezclaba con el de la humedad y el moho de la cueva.

La tarde anterior, antes de la cena, lo habían dejado todo preparado. Desde el momento en que la obra de Galeno le había revelado que, de todos los animales de la Creación que estaban a su alcance, el más semejante al cuerpo de un hombre era precisamente el más impuro de ellos, la idea de hacerse con un lechón no había dejado de rondarle la mente. Pero sabía que la empresa era complicada. Solo en el arrabal mozárabe hozaban aquellos animales hediondos, con razón proscritos por su fe. Dos días antes, mientras disfrutaban del sol tibio del mediodía sentados contra el muro de un pajar, le había comentado su idea a Hakim. Y la misma víspera, el muchacho lo esperaba tras el almuerzo con una sonrisa que le ocupaba todo el rostro. Sin hablar, lo había conducido hasta aquella cueva y allí, rebosando satisfacción, le había mostrado el mismo bulto que entonces se encontraba ante él. Hasday había soltado una carcajada cuando, al deshacer el fardo, descubrió a un cerdo de casi dos arrobas.

De nuevo Hakim mostraba su satisfacción con una sonrisa, mientras ayudaba a su amigo a disponer un amplio tablero en medio de la estancia, que este cubrió con una gruesa tela engrasada.

—Aún no me has contado cómo te hiciste con él.

—Eso me lo guardo —respondió el muchacho, mientras colocaba el cuerpo sobre la mesa improvisada.

—Supongo que nadie te vería entrar aquí con un bulto como este.

—Descuida, amigo, no soy tonto —contestó, esa vez con cierto tono de reproche—. Lo hice anoche, ya sabes que tengo pocos problemas para andar por ahí de madrugada. Y me hubiera gustado mantenerlo con vida hasta ahora, pero no sabes cómo gritaba este hijo de Satán. No tuve más remedio que cortarle el cuello de un tajo.

Hasday sonrió tratando de imaginar la escena, aunque un poso de inquietud le turbaba el ánimo. Hakim podría haber pagado muy cara aquella rapacería en caso de haber sido sorprendido, y se reprochó no haber sabido prever la reacción de su amigo al revelarle su deseo. Se prometió que, si había otra ocasión, lo mandaría al mercado con un dirhem de plata en el fondillo antes que permitir que arriesgara el pellejo. Desenvolvió encima de la mesa un pequeño envoltorio de cuero que había permanecido apartado, y observó que Hakim arrugaba la nariz cuando quedaron al descubierto tres cuchillos de distintos tamaños y una pequeña macheta, todos bien afilados.

—Sahīb, si no te importa, te espero en la entrada —dijo volviéndose hacia la puerta—. Yo puedo colarme en una porqueriza para robar un lechón, pero entrar dentro del puerco para robar sus secretos es pedirme demasiado.

Hasday rio con ganas. Se preguntaba hasta dónde habría llegado aquel muchacho despierto y ocurrente de haber tenido acceso a las oportunidades de instrucción que a él se le habían brindado como algo natural. Había llegado a hablar con su padre sobre aquel asunto, y este se había mostrado dispuesto a facilitar los medios de los que carecía la familia de Hakim, pero no había contado con la rotunda negativa de su amigo.

—¿Te vas a arrugar ahora? —respondió con una mirada de soslayo, sabiendo que el reto era la mejor manera de ganarse su voluntad—. Ayúdame a encender todas las lamparillas y después espera donde quieras. Trataré de arreglármelas solo.

Al cabo de unos minutos, estaba todo preparado. El aceite chisporroteaba en media docena de candiles de barro cocido que colgaban de otras tantas alcayatas, llenando la cueva de luces y sombras. Había un cubo de agua limpia a los pies de la mesa y, apoyado contra la pared húmeda, un saco de trapos limpios. El cadáver sonrosado del lechón yacía de costado, y Hasday trató de colocarlo con las extremidades hacia lo alto. Cuando lo soltó para coger un cuchillo, el cerdo recuperó su posición inicial.

—No va a ser fácil —rezongó para sí.

Escuchó a Hakim chasquear la lengua tras él con fastidio, y un instante más tarde sus manos sujetaban con fuerza al animal.

—Podemos atar las patas a la mesa —sugirió Hasday, señalando las cuerdas de esparto que había en un rincón.

—No será necesario —respondió Hakim con tono de resignación, y se situó en la parte opuesta de la mesa—. Pero no me pidas que mire.

Hasday sonrió una vez más, mientras decidía dónde realizar la primera incisión. Resolvió hacerlo en el centro del abdomen y, con firmeza, trazó un corte profundo en la línea media, entre el esternón y la pelvis. Lo primero que apareció ante sus ojos fue una masa blanquecina y enrevesada que parecía querer rebosar el borde del tajo. Una mirada de soslayo al gesto de desagrado de Hakim le bastó para saber que su curiosidad era más fuerte que su aprensión. Entonces toda su atención se concentró en lo que aparecía ante sus ojos. Entre las revueltas del intestino, asomaba una masa rojiza que identificó de inmediato. Introdujo sus manos entre las entrañas y tiró de ella, hasta que se ofreció por completo a la vista.

—El hígado es el órgano de la nutrición, donde el alimento se convierte en sangre —explicó Hasday.

Hakim lo miró extrañado.

—A mí me gusta con cebollas. El de los corderos —aclaró, con los brazos todavía estirados para apartarse del animal—. Al menos me gustaba hasta hoy.

—Yo nunca había visto uno tan grande —exclamó Hasday fascinado, mientras lo examinaba con atención—. Fíjate, esta es la bolsa que contiene la bilis, uno de los humores del cuerpo.

—¡Qué extrañas palabras usas!

—Son las que utilizan los sabios que han dejado escritas sus enseñanzas.

—¡A qué cosas dedica su tiempo la gente...!

—Conocer cómo funciona el cuerpo es la única manera de aprender a sanarlo. La enfermedad no es sino la falta de equilibrio entre los cuatro humores, y el trabajo de los médicos consiste en restablecerlo.

—¿Cuatro humores? —Hakim arrugó la nariz con gesto de desconcierto.

—Sí, eso es algo que ya conocían los antiguos. Son la sangre, la flema, la bilis amarilla y la bilis negra —respondió, al tiempo que hurgaba en las conexiones del hígado con el resto de las vísceras.

—¿Eso es lo que lees en los libros con los que te pasas todo el tiempo?

Hasday emitió un simple sonido de afirmación.

—Pero no solo de humores está compuesto nuestro cuerpo. También hay partes sólidas, como los huesos, la carne, la piel... Y los espíritus, que son los vapores encerrados en el cuerpo.

—Sabes mucho —dijo el muchacho, sin ocultar su admiración.

—¡Oh!, te asombraría comprobar lo que se puede llegar a saber —dijo, al tiempo que apartaba pliegues del intestino con las dos manos.

—¡Eh! Sé lo que es eso. Un riñón, ¿no es cierto?

—¿Ves? Has sido capaz de identificarlo porque lo habías visto antes, seguramente en algún cordero durante vuestra fiesta del Sacrificio. Pero nadie lo ha visto todo, y mucho menos lo ha podido tocar con sus dedos. Por eso, leer en los libros lo que otros han visto antes es una buena forma de aprender.

Hasday tomó del envoltorio algo parecido a una tijera de podar.

—Ahora cortaré las costillas para ver el órgano que da la fuerza vital a todos los animales. ¿Sabes cuál es?

—¿El corazón? —aventuró Hakim.

Hasday asintió con una sonrisa.

—Ibn Habib dice que los órganos principales son cuatro, y cada uno de ellos es responsable de una función vital. Por ejemplo, el cerebro lo es del pensamiento y las sensaciones.

Hakim arrugó el rostro.

—El cerebro..., los sesos —aclaró Hasday—. Es la fuente, y la médula que discurre por la espalda es el río que fluye de ella, para acabar en pequeños canales, que son los nervios.

—¿Y cuáles son los otros? —preguntó Hakim, observando ya con interés lo que aparecía ante sus ojos al retirar la tapa del pecho.

—Este, el corazón, es el responsable de la función vital. Y de él salen las venas que se agitan, las que reparten la fuerza por el resto del cuerpo. El tercero es el hígado, del que salen las venas que no se mueven, para repartir el alimento.

—¿Y el último?

—Ahí lo tienes —dijo, señalando entre las patas traseras—. Los testículos, y la matriz en las hembras, son los responsables de la función de generación. Ibn Habib dice que cada parte colabora con las demás, de modo que todas hacen posible el funcionamiento del cuerpo. Y dice también que todas ellas provienen del esperma y de la sangre.

Hakim miró a su amigo, admirado y sobrepasado por aquel exceso de información, que apenas lograba comprender. Durante más de una hora, Hasday siguió cortando y separando cada una de las partes del animal, explicando en voz alta sus hallazgos, admirado por la claridad con que se apreciaban los detalles en aquel ejemplar, diez veces más grande que los conejos y las aves que había observado hasta el momento. Terminó por extraer los ojos, pero el corte impreciso de sus herramientas no le permitió apreciar con claridad las estructuras que contenían. Cuando por última vez aclaró sus manos en el agua rojiza del cubo, el lechón era una carcasa vacía rodeada por una masa sanguinolenta en la que se mezclaban sin orden todas sus vísceras. Dejó caer los brazos a lo largo del costado y suspiró.

—¿Y bien? —preguntó entonces Hakim—. Supongo que ahora tendremos que deshacernos de todo esto.

—Y con discreción. Sería muy difícil explicar lo que hemos estado haciendo aquí. ¿Se te ocurre algo?

Hakim pareció cavilar.

—Conozco un pozo a poca distancia. Podríamos arrojarlo al fondo, nadie lo encontraría.

—¿Bromeas? ¿Y volver impura el agua con la que quizá se rieguen las huertas? No, hay que encontrar un lugar seguro y alejado de las viviendas, donde el hedor no delate su presencia y al que los perros y las alimañas no tengan acceso.

—En ese caso lo mejor será utilizar una de las cárcavas de esta misma ladera, la cueva más alejada. Podemos arrojar los restos al fondo y cubrirlos con las piedras que se desprenden de lo alto.

La luna había recorrido la mitad de su trayectoria nocturna por el firmamento cuando Hasday volvió a atravesar la portezuela de la muralla. Sentía un dolor punzante en la rodilla, y tanteó con cuidado la magulladura que se había hecho con una piedra que se desprendió de la ladera, mientras trataban de cubrir los restos del puerco. Recorrió de nuevo las calles, aún desiertas, atento a cualquier sonido desusado, y no tardó en llegar a la puerta de su casa. La capa que horas antes apenas lo protegía del frío parecía sobrarle entonces, sudoroso tras el esfuerzo de transportar el fardo con los restos del animal y cubrirlo con pedruscos.

Seguro de que el cerrojo seguiría sin trabar la puerta, alzó el pestillo con el mismo cuidado, y el conocido aroma del zaguán lo recibió al atravesar el dintel. Cerró la puerta tras de sí y volvió a pasar el vástago. Después se despojó de la capa y la colocó en el lugar de la alacena que solía ocupar antes de avanzar hacia la escalinata. El aceite de las lamparillas debía de haberse agotado, porque solo quedaba una encendida y la oscuridad era casi total.

Un escalofrío le recorrió el cuerpo e hizo que se le erizara el vello al oír su nombre.

—¿Padre? —masculló, mientras se volvía tratando de escudriñar en la penumbra.

—¿De dónde vienes, Hasday? —inquirió el patriarca con voz áspera.

El muchacho, con las rodillas repentinamente temblorosas, vislumbró su perfil. Permanecía sentado en el borde del arcón del zaguán, con el tronco erguido y los brazos cruzados a la altura del pecho. Mientras esperaba una respuesta, el hombre se puso en pie, tomó un candil y prendió la mecha en la única lamparilla que seguía encendida.

Hasday aprovechó aquel breve instante para buscar una respuesta convincente.

—No se inquiete, padre. Solo he salido a dar un paseo y a contemplar la luna. Estaba desvelado.

—¿Has pasado cuatro horas a la intemperie en una noche como esta? No te veo temblar de frío, como cabría esperar, más bien lo contrario.

—No he parado de caminar, padre.

Ishaq ben Shaprut se adelantó para acercar el candil.

—¿Y esa sangre en tu jubón?

Hasday bajó la vista y comprobó con terror que un cerco rojizo del tamaño de un puño, sin duda procedente del fardo que acababan de enterrar, le manchaba el bajo de la túnica. Su mente trató de buscar una salida, y entonces recordó su rodilla.

—He tropezado en la oscuridad —dijo, mostrándole la pierna lastimada—. Pero no debe preocuparse, es una magulladura sin importancia.

El patriarca guardó silencio durante un minuto que a Hasday le pareció eterno.

—¿Se trata de una muchacha? —preguntó al fin.

El chico se sintió enrojecer, antes de negar de una forma torpe que le resultó poco convincente incluso a él. Vio que su padre recorría el zaguán encendiendo de nuevo las lamparillas que, cayó en la cuenta, él mismo había apagado. Después tomó asiento de nuevo en el arcón.

—Escúchame bien, Hasday. Estás a punto de cumplir trece años y en pocos días te convertirás en bar mizwah. En el Shabat que siga a tu cumpleaños serás invitado a leer públicamente la Torah en el oficio de la sinagoga y desde ese momento serás responsable de todos tus actos. Por otra parte, eres hijo de quien eres, y las miradas de la comunidad están puestas en ti. De ninguna manera creas que tus acciones van a tener la misma repercusión que las pillerías de algunos de esos amigos a los que frecuentas. Eres un Ben Shaprut, y ello conlleva no pocos privilegios, pero también pesadas cargas que vas a tener que aprender a soportar.

Hasday escuchaba con la cabeza gacha.

—Soy consciente de lo que dice, padre —respondió con humildad—. Alabado sea Dios.

—Voy a considerar lo que ha ocurrido esta noche como la última de tus chiquilladas. ¿Me oyes bien? —Alzó la voz—. ¡La última! A partir de ahora, asumirás tu responsabilidad como el hombre en que estás a punto de convertirte. Y créeme que no me va a temblar la mano en el empeño de hacer de ti un hombre cabal. ¿Me has entendido?

—Sí, padre —musitó—. No volverá a suceder.

—¿Es al menos judía?

Hasday experimentó un intenso azoramiento.

—No es lo que cree, padre. No hay ninguna muchacha.

—Cualquier otra de las alternativas que se me ocurren resulta más preocupante.

—He dado un paseo, eso es todo —mintió de nuevo.

Sintió la mirada de su padre clavada en sus pupilas.

—Vete a tu alcoba —ordenó—. Cuando cante el gallo te quiero en pie, aseado y listo para asistir conmigo a la sinagoga.

Pese a que apenas consiguió conciliar el sueño, en el breve duermevela que precedió al amanecer, creyó oír estridentes ladridos seguidos de aullidos que parecían de dolor.

Una jauría de perros escarbaba con furia bajo un montón de piedras en busca del sabroso botín que su olfato les había revelado. Una vez liberado del peso que lo aprisionaba, los más fuertes se disputaron el bocado más voluminoso, tirando de él con las fauces amenazantes. Alternando las dentelladas a la presa y al cuello de los rivales, terminaron en el centro de una era a la que se abría un aprisco de un ganado. El pastor, atemorizado ante la posibilidad de que sus ovejas, asustadas, terminaran asfixiándose amontonadas en un rincón de la paridera, se encaramó a lo alto de la tapia y comenzó a arrojar contra las fieras las piedras que arrancaba del borde. Por fin, entre aullidos de dolor, los perros acabaron huyendo del lugar.

El pastor tardó en descender de la tapia, todavía tembloroso, para acercarse al bulto que habían abandonado los canes. Descubrió que se trataba del cuerpo eviscerado de un cerdo, abierto en canal con un corte limpio y recto. Recordó al instante las aterradoras historias que circulaban de boca en boca en las noches de invierno, en torno al fuego de la cantina, en las que se mezclaban las prácticas de nigromancia, la brujería y las ofrendas a Satán. Se llevó la mano al rostro para hacer la señal de la cruz y repitió el gesto varias veces. Aquello no era obra solo de una jauría de perros salvajes. Las sombras se volvieron amenazadoras de repente. A la luz de la luna, miró el despojo destrozado que tenía ante sí, y el reflejo le devolvió la imagen de las cuencas vacías de sus ojos. Sin poder evitarlo, se lanzó en una frenética carrera en busca de las primeras casas del arrabal. Tenía que poner al corriente al comendador de los cristianos.

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Hasday se abstuvo de repetir aquellas salidas nocturnas en las semanas que siguieron. Ignoraba cómo habían sido capaces los perros de desenterrar aquellos restos, sin duda ni Hakim ni él habían contado con la fuerza que proporcionaba el hambre voraz, pero lo cierto era que el revuelo en Yayyán había sido considerable. A la noticia del descubrimiento de los despojos, se sumó de inmediato un coro de testimonios de vecinos que aseguraban haber presenciado los fenómenos más extraños. Hubo quien habló de hombres encapuchados que caminaban en fila, a la luz de fuegos fatuos que parecían surgir del suelo a su paso. La aparición en el cementerio musulmán de una estela funeraria fragmentada se asoció de inmediato a prácticas de magia negra, y en la aljama se multiplicaron los casos de mal de ojo. El mismo Hasday fue testigo en la sinagoga de un ritual de desaojamiento llevado a cabo por el rabino, quien, con la mano sobre la cabeza de la víctima, leyó varios versículos de los Salmos, precisamente aquellos que hablaban de la protección de Yahveh frente a los enemigos de Israel. Las madres y las amas de cría no pisaban la calle con sus criaturas sin un saquete de tela colgado del cuello, repleto de dientes de ajo, ramas de canela, granos de sal y polvo de carbón, y aseguraban que junto a sus cunas no faltaban durante la noche unas trébedes, la ruda y el ervato, cuya eficacia contra los hechizos de brujas estaba bien demostrada. Al cabo de unos días, Hakim y Hasday regresaron a la cueva a plena luz del día para borrar cualquier huella de su estancia, atemorizados por la conmoción que había causado el incidente.

Las semanas que quedaban hasta su decimotercer cumpleaños pasaron despacio, con la rutina rota únicamente por la fiesta de Purim, una celebración menor antes de la llegada de la primavera y con ella los días de Pesah, la Pascua de los judíos. Esa era su época preferida del año, cuando el frío dejaba de apretar, y él empezaba a abrir las cajas de madera donde guardaba los diminutos huevos de los gusanos, a la espera de que un día comenzara la eclosión, justo cuando los brotes de las moreras se convertían en pequeñas hojas verdes. Entonces recorría los campos en busca de las plantas que conocía y recogía ejemplares de aquellas cuyos nombres ignoraba. Emprendía entonces una peregrinación en busca de alguien que le diera razón de ellas, empezando por su padre, los sirvientes de la casa, los físicos de la aljama y los maestros de la sinagoga. A menudo sus respuestas eran distintas, incluso les atribuían propiedades opuestas, algo que enervaba a Hasday. Sin embargo, no dejaba de guardar algunos de aquellos ejemplares desecados, junto a las notas sobre las propiedades de las que había terminado por obtener una mínima certeza. Había indagado en la sinagoga en busca de libros que contuvieran aquel saber, pero su ilusión inicial terminó en desencanto al comprobar que allí no existía nada parecido a lo que buscaba.

Por fin llegó el vigésimo día del mes de Adar. Era lunes y, aunque Hasday lo celebró en familia con un suculento almuerzo que terminó con un sinfín de platillos llenos de dulces, el momento más esperado se retrasó hasta el Shabat. La tarde del viernes, antes de acudir al oficio religioso en la sinagoga, todo había quedado dispuesto en la residencia de los Banu Shaprut para celebrar el día de descanso siguiendo la costumbre judía. Habían barrido la casa por la mañana, habían mudado la ropa de las camas, todos habían acudido a los baños para el preceptivo aseo, y el hamín reposaba ya en el pequeño horno cubierto de brasas a fin de que el guiso se mantuviese caliente hasta el día siguiente y poder cumplir así con la terminante prohibición de encender el fuego durante el Shabat.

Nora, como todos llamaban a su madre, había dejado sobre la cama de Hasday la camisa que habría de estrenar ese día, así como el resto de su ropa. Al bajar de la alcoba, poco antes de la puesta de sol, el mantel blanco ya estaba puesto en la mesa, y su madre tenía encendida la menorah que debía arder durante todo el día. Antes de abandonar la casa, su padre había impuesto sus manos sobre la cabeza de sus dos hijos, el gesto habitual de bendición. Se detuvo con Hasday y, cuando este alzó la vista, vio una amplia sonrisa en el rostro de su padre, que no ocultaba la emoción de sus ojos.

La nueva sinagoga se encontraba atestada. Toda la comunidad sabía de la generosidad de Ishaq ben Shaprut para con ella; de hecho, el edificio se había levantado con fondos procedentes de sus prósperos negocios, favorecidos en ese momento por la nueva situación en la zona oriental de Al Ándalus. Desde que las tropas del emirato consiguieran despejar de renegados y bandidos la ruta que unía Yayyán con la costa de Bayāna, las caravanas de carros y mulas cargados con las mercancías más diversas salvaban una y otra vez aquella distancia, en dirección al puerto donde se embarcarían con destino al otro extremo del Mediterráneo.

Cuando fue necesario, la comunidad judía de Yayyán había sabido estar a la altura, y no pocos de sus hombres partieron de la ciudad en las continuas levas que los conducían a luchar bajo las órdenes de los generales cordobeses contra los rebeldes refugiados en las montañas de Bobastro. La construcción de la sinagoga y de los baños que llevaban su nombre había sido la manera de Ben Shaprut de honrar la memoria de quienes no habían regresado, y también de compensar el enorme sacrificio que había detrás de la prosperidad de sus negocios. Entonces, ya entrado en años, era un hombre apreciado y respetado no solo entre sus correligionarios, sino en toda la ciudad.

La voz de Hasday no tembló cuando el hazzán, encargado de recitar las plegarias de los sábados y los días de fiesta, le invitó de manera formal a iniciar la lectura de la Torah ante toda la comunidad. Como el resto de los varones, su cabeza y sus hombros se hallaban cubiertos con el talít y, por primera vez en su vida, las tiras de cuero de los tefilín le ceñían la cabeza y el brazo izquierdo cuando el rabino señaló con el puntero el lugar del rollo sagrado de pergamino donde debía comenzar la lectura. Adoraba el sonido de la lengua de sus mayores, y en esa ocasión las bellas palabras hebreas, tan conocidas, surgieron con claridad y fuerza cuando inició la salmodia imitando la melodía tradicional que tantas veces había escuchado en aquel mismo lugar.

La emoción que había advertido en la expresión de su padre al salir de la casa familiar se reflejaba de nuevo en su rostro cuando regresó junto a él, a la primera bancada. También su hermano le dirigió una sonrisa y algo parecido a un guiño de complicidad. Antes de tomar asiento, la mirada de Hasday se desvió a la parte alta del fondo de la nave, desde donde su madre sin duda le estaría observando. Como cada día, el oficio de la sinagoga terminó con la recitación del qaddish, la plegaria de origen arameo en la que se implora la venida del Reino de Dios, y todos los asistentes desfilaron hacia el patio exterior. Allí se sucedieron las felicitaciones y Hasday experimentó verdadero júbilo al sentirse por vez primera miembro de aquella comunidad. Solo una sombra de inquietud nubló su dicha, cuando recordó lo sucedido semanas antes en la cueva e imaginó la reacción de aquellos hombres si hubieran sabido de sus prácticas con aquel animal, que transmitía su impureza a todo aquello que tocara, tanto recipientes como cuchillos, además de las vestimentas que hubieran estado en contacto con él. Sin embargo, desechó aquellos pensamientos de vuelta a casa, más ocupado en responder a las chanzas de su hermano y a los saludos de los vecinos que compartían el camino.

La cena de Shabat se desarrolló en un ambiente distendido, sin olvidar ninguno de los ritos establecidos por la ley. Sobre la mesa, que su madre había dejado dispuesta, el patriarca depositó una copa de vino y dos panes, que simbolizaban el maná que caía sobre los israelitas en el desierto en las tardes de los viernes. Alzó la copa ante sí y recitó el qiddush.

—«Bendito seas tú, Adonay, nuestro Dios, rey del mundo, creador del fruto de la vid» —dijo con rotundidad antes de beber y ofrecer la copa al resto de la familia, empezando esta vez por el benjamín.

Tras el lavado de las manos y la bendición y partición del pan, comenzó la cena, que Hasday disfrutó con apetito. Su madre se había esmerado preparando dos de sus platos favoritos, un delicioso pastel de pichón y cordero asado con hierbas, cuyo olor, recién sacado del horno, alcanzaba todos los rincones de la casa. Su padre le llenó la copa de vino kasher en más de una ocasión, y los últimos himnos propios del Shabat brotaron de sus labios con una fuerza inusitada, lo que despertó la sonrisa de su hermano.

Fue tras la bendición final cuando Ishaq tomó la palabra. Un brillo extraño iluminaba sus ojos cuando carraspeó antes de que se hiciera el silencio a su alrededor.

—Hoy, Hasday —empezó, dirigiéndole la mirada—, te has convertido por fin en Hijo del Mandamiento. Es un día señalado para ti, para nuestra familia y también para la comunidad, que incorpora a un miembro más. Como has escuchado en la sinagoga, desde este momento tienes la obligación de cumplir todos los mandamientos religiosos y del derecho. Lo sabes bien, no es preciso insistir en ello.

Hasday asintió con la cabeza, algo intimidado por el hecho de convertirse en el centro de atención. Su padre hizo una pausa; parecía buscar la mejor de manera de continuar. Adoptó un tono que denotaba intimidad.

—Supongo que ambos sois conscientes de las bendiciones que Dios ha derramado sobre vosotros. Habéis nacido en el seno de una familia acomodada, y nada os falta, algo que podéis valorar de forma especial mirando a vuestro alrededor. Sin embargo, los privilegios de los que disfrutáis os van a acarrear también grandes responsabilidades en adelante, y debéis estar preparados para asumirlas. La prosperidad que vivimos en los últimos tiempos puede ser solo un espejismo si cualquiera de los numerosos peligros que nos amenazan a cada instante se hace realidad. El negocio que nos ha proporcionado riqueza y bienestar se encuentra al albur de cualquiera de esos riesgos. Una simple tormenta o el ataque de los corsarios puede enviar todo lo invertido al fondo del mar y abocarnos a la ruina, como ya sucedió en el pasado. Debéis estar preparados para afrontar tales adversidades y, para ello, es preciso que conozcáis todos los secretos del negocio que un día estáis llamados a gobernar.

El patriarca dejó de hablar, frunció el ceño y miró a su alrededor, como si estuviera valorando cambiar de idea.

—Quizá sea mejor que abandonemos la mesa. Estaremos más cómodos en los divanes, frente al fuego —dijo, por fin, al tiempo que se levantaba—. La noche es fría, y puede que sea el momento que esperaba para hablaros de asuntos que os atañen.

Nora se retiró con discreción musitando unas palabras de excusa. Yakob y Hasday siguieron a su padre hasta el extremo de la espaciosa sala, donde ardía un buen fuego que, sin embargo, Ishaq avivó con el atizador tras añadir un nuevo leño. Hasday apenas pudo reprimir la risa al ver cómo su hermano aprovechaba su distracción para alzar las cejas y agitar la mano derecha, en un gesto que indicaba que iban a necesitar una buena dosis de paciencia.

Bastó una señal para que, al poco, se acercara uno de los sirvientes portando una bandeja con tres vistosos vasos y una redoma de vidrio labrado, que depositó en una exquisita mesa baja hexagonal, taraceada al estilo magrebí.

—Un vino excelente, traído expresamente de la cora de Niebla —anunció el patriarca mientras tomaba asiento—. Veréis que posee un dulzor delicado... muy apropiado para acompañar esta conversación.

Yakob pareció animarse ante la posibilidad, poco habitual, de paladear un buen vino kasher con el permiso de su padre, quien escanció las tres copas antes de humedecerse los labios con el licor. Entornó los ojos con deleite.

—Dios nos ha bendecido con las vides y con este delicado elixir, pero la ley nos exige hacer uso de él con moderación —advirtió Ishaq sonriendo.

Todos saborearon un primer sorbo antes de que continuara hablando.

—He dedicado toda mi vida al comercio, he tratado con las más diversas mercaderías y, como podéis suponer, he pasado momentos de estrechez y de enormes dificultades —empezó, sentado en el borde del diván—. Cuando vosotros nacisteis, y eso fue anteayer, toda Al Ándalus vivía al borde de la guerra civil, hacía años que las hambrunas se cebaban en nuestra gente y el poder del emirato parecía desmoronarse día tras día. La noche en que vi arder la techumbre de la mezquita aljama de Qurtuba, incendiada por las fechas de los sediciosos que ya se aventuraban por la campiña que rodea a la capital, creí que todo estaba perdido. Yo era joven, decidido y —¿por qué no decirlo?— también ambicioso. Llegué a hacer planes para abandonar esta tierra y trasladar mi actividad a alguno de los prósperos puertos de Ifriqiya, pero Dios quiso iluminar mi entendimiento y puso a vuestra madre en mi camino. Ella fue una bendición en todos los sentidos, y el ancla que me retuvo en buena hora, pues poco más tarde se sentó en el trono de Qurtuba un hombre sin duda enviado por la Providencia, que en apenas unos años consiguió revertir la situación del emirato, reestructurar su ejército, pacificar las coras, permitir que los campos volvieran a cultivarse, reabrir las rutas comerciales bloqueadas durante décadas y, en fin, hacer que volvieran a circular las riquezas, llenando también las arcas del Estado.

—Siempre habla de él con admiración, padre —observó Yakob.

—Así es. Al emir Abd al Rahman debemos lo que somos y lo que tenemos. Desde el primer momento, demostró una asombrosa clarividencia en sus propósitos, propia de un gran gobernante, que supo llevar a cabo con determinación, dejándose sin duda aconsejar por sus generales y sus ministros más capaces.

—Pero sus negocios, padre, fueron prósperos aun en los años más duros de la fitna, o eso le he oído decir... —aventuró Hasday.

—La guerra enfrentaba a la aristocracia árabe con los muladíes descontentos con su situación, a musulmanes y mozárabes. Nosotros, comerciantes, supimos sortear la adversidad y aprovechar las ocasiones que se nos presentaban.

—Pero usted mismo ha dicho que las rutas comerciales estaban bloqueadas en toda Al Ándalus —inquirió esta vez Yakob.

—Así era, pero parte de la sociedad cordobesa, los más próximos al poder, la jassa enriquecida durante generaciones, podía permitirse el lujo de vivir de espaldas a la guerra. Qurtuba había sido una ciudad cosmopolita y selecta desde los tiempos del segundo Abd al Rahman, que introdujo y potenció las costumbres orientales en su corte. Esa aristocracia aprendió a valorar y a disfrutar de los productos orientales más sofisticados, las sedas, las especias y otras mercancías escasas, como el azúcar y las piedras preciosas. Siempre se resistieron a contemplar la posibilidad de una derrota, ni siquiera en los momentos más críticos, y a prescindir de aquellos lujos.

—Lujos que usted ponía a su alcance...

—Así era. En los años de la fitna únicamente comerciaba con pequeñas caravanas. Adquiría las sedas y las especias a los mercaderes de Bayāna, siempre en pequeñas cantidades para limitar el riesgo, las trasladaba a Yayyán y desde aquí las colocaba en Qurtuba, a solo cinco días de viaje. Disponía de un puesto privilegiado en la alcaicería, la zona del zoco que concentraba las mercaderías más selectas, frecuentado por la nobleza cordobesa, los altos funcionarios de la administración e incluso los parientes del soberano.

—¿Nuestras caravanas no sufrieron nunca incidentes? —preguntó Hasday.

—¿Nunca? —Ishaq soltó una carcajada—. Lo que no sé es cómo sigo con vida. Los primeros años, yo mismo acompañaba a las recuas de mulas durante las marchas, que duraban semanas. Creía que mi criterio a la hora de elegir las rutas y los lugares de descanso era mejor que el de mis acemileros. Pero los asaltos se producían de todos modos. En una ocasión, creo recordar que fue en el año en que naciste...

Hizo una pausa para tomar un sorbo de vino y los dos hermanos intercambiaron una mirada expectante, mientras la mente de su padre parecía evocar escenas vividas trece años atrás.

—Sí, estabas a punto de nacer —continuó, al tiempo que se secaba los labios con el dorso de la mano—. Nos dirigíamos a la costa por la ruta occidental, la que bordea las grandes montañas del Yabal Sulayr por poniente. Teníamos noticias de que los rebeldes de Bobastro se encontraban guerreando en la zona de Antaqīra, a varias jornadas de distancia. Pero, un día después de dejar atrás Ilbīra, con las cumbres de la sierra a la vista, fuimos víctimas de una emboscada. El mismo Umar ibn Hafsún encabezaba una numerosa partida de renegados.

—¿Hubo lucha? Supongo que la caravana iría protegida por hombres de armas, como ahora —preguntó Yakob, muy interesado por el relato.

—Di orden de deponer las armas de inmediato y no ofrecer resistencia, de lo contrario habríamos acabado todos muertos. Ya había ocurrido antes con otra de nuestras caravanas. Ibn Hafsún no había conseguido poner en jaque al emirato mostrando clemencia con quienes se enfrentaban a su autoridad. En aquel viaje, las mulas portaban un cargamento de esparto de Yayyán, destinado a fabricar aparejos para los barcos, aunque la parte más valiosa de la carga era el azogue traído desde Al Ma’dín, y una cantidad no demasiado grande de plata de las minas cercanas. Su precio no merecía el sacrificio de las vidas de nuestra guardia, que de cualquier forma hubiera resultado inútil. Ibn Hafsún se limitó a requisar la carga, las mulas y los carretones.

—¿Y os dejaron marchar sin más? —preguntó Yakob.

—No solo nos dejaron marchar, sino que Ibn Hafsún brindó aquella noche su hospitalidad a un reducido grupo de mis hombres, conmigo a la cabeza, en una fortificación cercana que al parecer habían ocupado en las jornadas anteriores.

—Nunca nos había hablado de ello —se extrañó Hasday—. Entonces, ¿compartió mesa con Umar ibn Hafsún?

—Hay muchos aspectos de la vida de tu padre que todavía desconoces —Ishaq sonrió—. Recuerdo que estaba también allí su hijo Ya’far, el mismo que habría de sucederle a su muerte.

—¿Y de qué hablaron? ¿Acaso le pidió excusas educadamente por haberle despojado del cargamento? —ironizó Yaqub.

—En cierto modo eso es justo lo que hizo. Al menos trató de explicar los motivos que le habían empujado a echarse al monte tantos años atrás y a erigir un auténtico ejército que por entonces aún rivalizaba, casi igualaba, incluso, a las mismas tropas de Qurtuba.

—¿Cómo era? —preguntó Hasday.

—¿Que cómo era, dices? —Tomó otro sorbo de vino y se recostó en el respaldo—. Físicamente era como otros muchos, pero estaba dotado, eso sí, de una personalidad que infundía respeto, al tiempo que resultaba seductora en extremo. Aquella noche conversamos durante horas, y en todo el tiempo no cejó en su intento de atraer mi voluntad hacia su causa.

—Algo que no consiguió... —apuntó Yakob.

—Es evidente que no, nuestros intereses eran muy distintos, opuestos en su mayor parte. Pero debo reconocer que al menos se ganó un ápice de mi simpatía. Comprendí que actuaba movido por un afán sincero de terminar con lo que percibía como una situación intolerable, quizá por haber sufrido las injusticias en sus propias carnes. La vida que había elegido no era fácil, le habría resultado más sencillo retirarse para vivir con tranquilidad de los frutos de sus primeras rapiñas. Pero soportó la dificultad de la vida en aquellos riscos de la sierra hasta el final de sus días, acosado sin tregua por las tropas de Qurtuba.

—A las que usted siempre prestó apoyo...

Ishaq asintió con la cabeza a la apostilla de su hijo mayor.

—Un comerciante siempre debe encontrar caminos seguros y ciudades prósperas —sentenció.

Hizo una pausa mientras se incorporaba para avivar el fuego. Después regresó al diván sin romper el silencio y tomó la copa de nuevo, recreándose en la visión de las llamas a través de ella.

—Creo que me estoy desviando en exceso de los asuntos que quería tratar con vosotros —continuó—. He dedicado mi vida entera a este negocio, siguiendo los pasos de mi padre, de mi abuelo..., y me consta que en tiempos del segundo Abd al Rahman había ya un Ben Shaprut que proporcionaba las mercancías demandadas por la corte de Qurtuba. Llevamos el comercio en la sangre, pero jamás he contemplado un porvenir tan repleto de oportunidades como el que se abre ante vosotros, si sabéis aprovecharlas.

—¿A qué se refiere, padre?

—La esencia de este negocio es tener siempre los oídos abiertos, la boca cerrada y las manos prestas para actuar. Adelantarse a los demás es la clave del éxito, estar atentos a lo que se demanda y mover los hilos para ponerlo al alcance de los posibles compradores. Aún más, cuando se alcanza determinada posición cercana a la esfera del poder, puedes ir un paso más lejos, hasta conseguir que la gente demande aquello que tú puedes venderles. Mi relación con los generales y funcionarios qurtubíes a los que he prestado mi ayuda en la lucha contra Ibn Hafsún me ha permitido mostrarles géneros y caprichos cuya existencia desconocían. El deseo de distinguirse, el afán de seguir a los poderosos en sus extravagancias y en sus modas, hizo el resto. A veces el gasto de una opípara cena con un centenar de invitados es solo una inversión, si en ella les haces descubrir que el assúkar de caña sustituye con ventaja a la miel en la elaboración de los más suculentos platillos dulces.

Yakob abrió los ojos desmesuradamente.

—¡Eso hizo! —Rio, incrédulo.

—Y ahora es una de las mercancías más demandadas en toda Al Ándalus, tanto que hemos empezado a cultivarla donde mejor se ha aclimatado, cerca de la costa de Bayāna. Esta ha de ser la primera de vuestras enseñanzas: debéis cuidar aquellas amistades que puedan favorecer el negocio, agasajar a vuestros potenciales clientes, sean estos judíos, muladíes o árabes. Quizás en los primeros años resulte una inversión onerosa, pero, así como en el campo se requiere un gasto en semillas, abonos y un laboreo constante, el tiempo trae la cosecha, que multiplica por diez el coste inicial. Es por eso que esta casa siempre ha estado abierta a los enviados de Qurtuba y es aquí, y no en ningún otro lugar de Yayyán, donde han encontrado acomodo.

—Sin embargo, la caña supone solo una parte muy pequeña de nuestro negocio —observó Hasday.

Ishaq miró a su hijo con satisfacción.

—Y esa es la segunda lección que quiero que aprendáis hoy. Es necesario diversificar las mercaderías cuanto sea posible. Por fortuna, en los últimos tiempos resulta mucho más sencillo. Poco después de que el emir Abd al Rahman accediera al trono, la actividad comercial empezó a resurgir con fuerza, y son muchos los negocios que ahora se pueden emprender con garantía de éxito.

—Entonces, ¿por qué ahora la mayor parte de vuestros esfuerzos parecen dedicados al azogue?

Ishaq sonrió de nuevo.

—Me alegra ver que, a pesar de todo, mantenéis los ojos abiertos y observáis lo que os rodea. En efecto, el azogue se ha convertido desde hace unos años en la fuente principal de nuestros ingresos.

—Nunca he acabado de entender bien por qué es tan valioso —confesó Yakob.

—Porque resulta imprescindible para extraer y purificar el oro, hijo. Y tenemos la fortuna de que la mayor mina de bermellón que se conoce en todas las tierras del Islam se encuentra a cinco días de distancia.

—¿Bermellón? —Yakob se extrañó—. Le preguntaba por el azogue.

—El bermellón es la piedra que se extrae en Al Ma’dín —le explicó Hasday—. Allí la llaman «cinabrio». Se muele y se calienta en grandes hornos para obtener el azogue líquido, que es el que transporta padre.

—¿Y tú cómo sabes eso? —preguntó molesto Yakob.

—Me lo explicó uno de nuestros maestros. Porque se lo pregunté... —respondió con intención.

—Lo más importante para nosotros —intervino Ishaq al comprender que aquello podía ser el inicio de una de las continuas disputas entre sus dos hijos— es que este mineral solo se produce en Al Ándalus. Nuestro emir supo comprender la importancia de este hecho y hace años que decretó el monopolio del Estado sobre su comercio. Nosotros somos de los pocos comerciantes autorizados por Qurtuba para este menester, y nuestras caravanas transportan el azogue a la capital, pero también a los puertos de Bayāna y Qartayāna para su exportación.

—Pero, padre, si dices que el azogue es necesario para obtener oro... ¿por qué consiente el emir que se exporte? ¿No favorece así el enriquecimiento de sus enemigos?

—En cierto modo, sí. Pero nuestro emir es un hombre inteligente y perspicaz. Los fatimíes, los grandes enemigos del emirato, controlan la ruta oriental del oro que atraviesa Ifriqiya desde Qayrawán hasta las minas que se encuentran en el país de Sudán y en el reino de Ghana, a muchos meses de viaje, atravesando cordilleras y desiertos interminables. Pero nuestro azogue les resulta imprescindible, y nosotros se lo proporcionamos... a precios exorbitantes. Los derechos de aduanas que paga cada barco, un quinto de la carga, alimentan las arcas del emirato.

—Sigo sin comprender... Sin azogue, y por tanto sin oro, el califa fatimí no podría fletar los barcos de guerra con los que amenaza nuestras rutas ni reclutar los ejércitos con los que trata de arrebatarnos nuestros dominios. Usted mismo nos ha hablado muchas veces del peligro que suponen los fatimíes para nuestros barcos y nuestras caravanas.

—Existen otras formas de extraer oro, y el califa fatimí podría conseguir azogue de otros lugares de producción, en Oriente. Abd al Rahman prefiere obtener un beneficio proporcionándoselo él mismo.

—Y nuestro oro, ¿de dónde procede? —preguntó Hasday.

—De las mismas minas del reino de Ghana, en un lugar casi legendario conocido como Wangara. Cuentan quienes han viajado hasta allí que en algunos lugares el oro parece surgir de la arena como aquí lo hacen las zanahorias.

—¿Y por qué no lo acaparan en lugar de comerciar con él?

—Porque el oro no se come, y hay mercancías que en el país de los negros tienen más valor.

—¿Cuáles?

—Quizás os resulte extraño, pero una de ellas es la humilde sal.

—¿La sal? —repitió Yakob.

—Así es, cambian su oro por sal, que les resulta imprescindible para sobrevivir. Cuentan que allí una carga de sal vale trescientos dinares. Las caravanas parten de nuestras costas cargadas con sal y con otras mercaderías también muy apreciadas, como el algodón y el aceite. Cruzan el mar y emprenden un viaje que dura meses, que las lleva a Fez, Siyilmasa y, tras atravesar el duro desierto, a Audagust, el lugar donde se realizan las transacciones.

—Pero en ese viaje los peligros serán enormes, y más teniendo en cuenta el valor de la carga...

—Si algo comprendió nuestro emir desde el principio fue la importancia de esta ruta comercial. Y todos sus esfuerzos se dirigieron a garantizar su control mediante alianzas con los gobernantes locales, como ha sucedido con la dinastía idrisí en Fez, sostenida en el poder frente a la amenaza fatimí por la fuerza de las armas de nuestro ejército.

Ishaq hizo una pausa y apuró su copa antes de dejarla encima de la mesa. Al hacerlo contempló la fascinación que reflejaban los ojos de Hasday, que brillaban con una extraña excitación. El muchacho habló al verse observado.

—Padre, ¿cómo ha conseguido todo ese conocimiento?

—Creo que ya os lo he explicado: teniendo los oídos abiertos durante mis muchos viajes, concertando citas de negocios con quienes pueden disponer de información valiosa... El don de gentes os resultará fundamental, a veces unas jarras de vino en una taberna son capaces de soltar la lengua menos dispuesta. No olvidéis nunca que para un comerciante la información puede ser más valiosa que el propio oro que cargan sus mulas. Y con ella también se puede comerciar.

—Háblenos de la corte de Qurtuba, y de aquella fiesta a la que le invitaron en el propio alcázar, aquella en la que conoció al emir en persona...

Ishaq sonrió al tiempo que reprimía un bostezo.

—Creo que por hoy ha sido suficiente, muchachos, mañana nos espera un día ajetreado, debemos preparar la próxima partida hacia el puerto de Bayāna. Y bien... —Vaciló con una enigmática sonrisa, al tiempo que colocaba las manos sobre los hombros de Hasday—. Quizás un día tan señalado como hoy sea el más apropiado para decirte que esta vez vas a acompañarnos.

El muchacho tardó en asimilar lo que le anunciaba su padre, pero a continuación sus ojos se abrieron de forma desmesurada, hasta componer una expresión cómica.

—¿Habla en serio, padre? —exclamó.

—Completamente en serio. Yakob hizo ese viaje hace dos años, y deseo que mi benjamín siga sus pasos. —Sonrió—. Además, creo que te vendrá bien alejarte de... determinadas compañías.

—¡Por fin veré el mar! —gritó, alborozado, antes de abrazar a su padre por la cintura.

Ishaq rio satisfecho, revolviéndole los cabellos.

—Verás el mar por primera vez, y esa imagen quedará guardada en tu memoria para siempre. Espero que no sea la única imagen imborrable que te traigas de regreso.

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La impaciencia de Hasday parecía tirar de la montura, que se adelantaba una y otra vez mientras el jinete oteaba el horizonte en busca de la patrulla armada que precedía al grupo. Llevaban solo tres días de camino y la gran cordillera de cumbres nevadas de la que tanto había oído hablar se alzaba ya majestuosa en el horizonte cuando estaban a punto de alcanzar su meta en aquella jornada. En la Madīnat Ilbīra debían reunirse con una segunda caravana procedente de Yusāna, la ciudad que, según su padre, albergaba el mayor número de judíos de toda Al Ándalus.

Hasday viajaba exultante, y el agotamiento de las largas jornadas no parecía hacer mella en él. El ritmo cansino de las mulas y de los carros tirados por bueyes llegaba a exasperarlo, ávido como estaba de alcanzar su destino. Se apartaba del camino, se introducía en los bosquecillos que lo bordeaban y seguía el curso de los arroyos en busca de plantas desconocidas, de setas de primavera o de cualquier animalillo que le llamara la atención. En los días previos a la partida, había calmado su impaciencia preparando el bagaje que portaba en bandolera. Tuvo que abusar de la generosidad de su padre al tomar de su escribanía dos docenas de los pliegos de pergamino que usaba el contable para llevar las cuentas del negocio. Después de seccionarlos con cuidado en cuatro partes para conseguir un tamaño manejable, los había cosido en forma de librillo y había terminado la tarea protegiendo el conjunto con dos retales de cuero. Llevaba aquel cuaderno de viaje en la bolsa de piel que portaba al costado, junto con varias ampollas de tinta y tres cálamos bien afilados. Lo había sacado todo en cada parada para anotar el nombre de las fortalezas y atalayas del camino, de los picos más elevados y de los ríos y arroyos que atravesaban, información que obtenía de los acemileros, de los numerosos guardias armados que acompañaban al grupo y de cualquiera que estuviera dispuesto a satisfacer su insaciable curiosidad. Había dibujado también en sus páginas, de la mejor manera posible, las hojas y los frutos de algunas plantas que le habían llamado la atención, con la esperanza de poder averiguar más adelante su nombre y su posible utilidad.

Tan solo una preocupación lo había turbado al partir, y era la suerte de sus gusanos de seda, cuyo cuidado había encomendado a Yakob. Le había instruido sobre la forma correcta de actuar en cuanto comprobara la eclosión de los huevos, le había mostrado los lugares donde cada año aparecían las primeras hojas de morera... pero sabía de su falta de interés y desconfiaba de su diligencia. Sin embargo, poco podía hacer desde la distancia, de modo que decidió apartar aquel asunto de su pensamiento hasta el regreso.

Contemplaron los muros de la Madīnat Ilbīra al caer la tarde. Una densa nube de polvo se alzaba a lo lejos sobre los arrieros que abandonaban la ciudad con sus mulas, sin duda de regreso a las aldeas y alquerías cercanas tras un día de mercado en la capital de la cora. Hasday retuvo su montura hasta que la soberbia yegua azabache que montaba su padre le dio alcance.

—Hermosa visión... —se limitó a decir Ishaq.

El muchacho asintió. La luz del crepúsculo empezaba a teñir el cielo a su diestra de colores ambarinos, mientras las cumbres nevadas de la cordillera enmarcaban el amplio valle que se extendía a los pies de la ciudad.

—Realmente hermoso —coincidió, con la mirada perdida en la lejanía—. ¿Por dónde sigue nuestra ruta?

—Rodearemos las montañas por la parte oriental —explicó con el brazo extendido—. En realidad, el mar se encuentra a poco más de dos días en línea recta, pero no existe un camino practicable por la costa que después nos lleve hasta Bayāna. La ruta que seguiremos por las estribaciones de la sierra resulta dura para los hombres y las bestias, pero al menos ahora estamos libres de los peligros que hasta hace bien poco acechaban tras cada recodo. Hubo un tiempo en que todo lo que abarca la vista estaba en manos de los renegados de Ibn Hafsún.

—Pero Qurtuba todavía no ha sido capaz de reducir la revuelta por completo... —dijo Hasday, recordando las conversaciones que había escuchado en Yayyán.

—El emir ha puesto todo su empeño en ello y ha conseguido cercar a los rebeldes en torno a su refugio de Bobastro, en las montañas de Rayya: ya no suponen una amenaza para las rutas del resto del emirato. No hace tanto, cuando tú eras un niño —añadió con tono evocador—, el propio Sulaymán dominaba estas tierras desde la fortaleza de Astīban, y realizar este viaje era una empresa imposible. Fue necesario buscar rutas más al norte que doblaban la duración del trayecto y utilizar fondeaderos en la cora de Tudmir para embarcar nuestras mercancías. Aun así faltaba la autoridad de Qurtuba y, sin el temor a sus patrullas, los asaltos eran constantes.

Ishaq alzó el brazo al tiempo que detenía su montura, y toda la caravana comprendió que ordenaba un descanso. Desmontó y se llevó la mano a la espalda, entumecido, mientras en su rostro se dibujaba un gesto de dolor. Hasday le imitó, y bebió del pellejo que su padre le ofrecía.

—Me hago viejo, muchacho —bromeó estirando los brazos—. Presta mucha atención, porque pronto tendréis que ser vosotros quienes encabecéis estas marchas.

—¿Cómo ha conseguido evitar el emir que siga ocurriendo lo que cuentas?

Ishaq tardó en responder, pues había perdido el hilo de la conversación que Hasday no parecía dispuesto a abandonar.

—En las sucesivas campañas que ha emprendido desde su acceso al trono, hace ya doce años, ha tomado una tras otra cada fortificación, cada alcazaba, cada atalaya —explicó mientras estiraba las piernas caminando en círculos con grandes zancadas—. Empezó por las más alejadas de Bobastro, para ir estrechando el cerco hasta que consiguió estrangular sus fuentes de aprovisionamiento. Una a una, las ciudades y fortalezas han regresado a su poder, ha nombrado en ellas a los gobernadores más capaces y más fieles a Qurtuba, y las ha dotado de guarniciones bien armadas que velan por la seguridad de los caminos de su entorno.

—No entiendo por qué los emires anteriores no fueron capaces de hacer lo mismo. Le he oído decir más de una vez que la revuelta de Ibn Hafsún llevaba en marcha desde que usted mismo era un muchacho.

Ishaq pareció reflexionar.

—Quizá sea cierto lo que dic

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