Tierra audaz (La saga Montgomery 3)

Jude Deveraux

Fragmento

Creditos

Título original: Highland velvet

Traducción: Lidia Lavedan

1.ª edición: abril, 2016

© 2016 by Deveraux, Inc.

© Ediciones B, S. A., 2016

Consell de Cent, 425-427 - 08009 Barcelona (España)

www.edicionesb.com

ISBN DIGITAL: 978-84-9069-347-6

Maquetación ebook: Caurina.com

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Dedicatoria

 

 

 

 

 

Con amor,

a Mia (la encantadora de Louisville)

Contenido

Contenido

Portadilla

Créditos

Dedicatoria

 

Nota de la Autora

Prólogo

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Nota de la Autora

Todos los que han leído este libro antes de su publicación me han hecho las mismas preguntas: ¿por qué no se mencionan las faldas escocesas y cuáles eran los colores del clan MacArran?

Los primeros escoceses de las tierras altas usaban una prenda simple llamada plaide, que en gaélico significa «manta»; la tendían en el suelo, se acostaban sobre ella y, después de ceñirse los bordes a los costados, la sujetaban con un cinturón. Eso formaba una falda en la parte baja; la parte superior de la manta se abrochaba sobre un hombro.

Circulan varios relatos sobre el origen de la falda escocesa, propiamente dicha. Una se refiere a cierto inglés que adaptó la prenda para conveniencia de sus herreros montañeses. Los escoceses niegan que sea verdad, por supuesto. Como quiera que fuese, la falda moderna no existía antes de 1700.

También hay varias historias sobre los orígenes del tartán, cuyo diseño y colorido era característico de cada clan. Se dice que los mercaderes exportadores dieron nombres de distintos clanes a las telas que fabricaban, a fin de identificarlos con más facilidad. También que el ejército británico, siempre amante de la uniformidad, insistió en que cada compañía escocesa debía usar un tartán de idéntico diseño y color. De un modo u otro, los clanes no tenían tartanes identificatorios antes de 1700.

Jude Deveraux, 1981

Santa Fe, Nueva México

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Prólogo

Tras una larga noche de viaje, Stephen Montgomery aún se mantenía muy erguido a lomos de su caballo. No quería pensar en la novia que le aguardaba al terminar la jornada. La mujer le estaba esperando desde hacía tres días. Su cuñada Judith se había enfadado con él, cuando se enteró de que no se había presentado a su propia boda, sin tomarse siquiera el trabajo de enviar un mensaje para disculparse por su retraso.

Pero, pese al enfado de Judith y a comprender que había insultado a su futura esposa, no era fácil abandonar la residencia del rey Enrique en esas circunstancias. Judith, la bella esposa de su hermano Gavin, se había caído por unas escaleras, por lo que perdió al bebé que esperaba con tantas ansias. Pasó varios días entre la vida y la muerte. Al recobrar la conciencia y enterarse de que había perdido a su hijo, su primera reacción fue característica: no pensó en sí misma, sino en otra persona. Stephen no se había acordado de su propia boda ni pensaba siquiera en su novia. La enferma, pese a su dolor, le había recordado esos deberes, enviándole hacia la escocesa con quien debía casarse.

Habían transcurrido tres días, Stephen se pasó una mano por su denso pelo rubio. Hubiera preferido quedarse junto a Gavin, su hermano, con quien Judith estaba furiosa, pues en realidad su caída no había sido accidental, sino culpa de Alice Chatworth, la amante de Gavin.

—Mi señor.

Stephen aminoró la marcha y se volvió hacia su escudero.

—Las carretas se han quedado muy atrás. No pueden seguir nuestro paso.

Él asintió sin decir palabra y desvió a su caballo hacia el arroyuelo que corría junto a la escarpada ruta. Desmontó y puso una rodilla en tierra para refrescarse la cara con agua fría.

Había otro motivo por el que Stephen iba de mala gana al encuentro de su desconocida novia. El rey Enrique deseaba recompensar a los Montgomery por los fieles servicios prestados a lo largo de varios años; por eso había dado al segundo de los hermanos la mano de una rica heredera escocesa. Stephen comprendía que era un gesto a agradecer pero no después de las cosas que había oído decir de ella.

Era, por derecho propio, señora feudal de un poderoso clan escocés.

Stephen extendió la mirada por la verde pradera que estaba al otro lado del arroyo. Malditos escoceses, capaces de albergar la absurda creencia de que una simple mujer tenía la fuerza y la inteligencia necesarias para liderar a hombres. Su padre hubiera debido elegir como heredero a un chico.

Hizo una mueca al imaginar el tipo de mujer al que un padre podría nombrar señora de un clan. Debía de tener cuarenta años, por lo menos; el pelo del color del acero y un cuerpo más fornido que el del mismo Stephen. Sin duda, en la noche de bodas harían un pulso para decidir cuál de los dos montaría al otro… y perdería él, desde luego.

—Mi señor —dijo el muchacho—, no tiene usted buen aspecto. Quizá esta larga cabalgata le ha descompuesto.

—No es la cabalgata lo que me revuelve el estómago.

Stephen se incorporó lentamente, moviendo con facilidad sus poderosos músculos bajo las ropas. Era alto, mucho más que su escudero; su cuerpo era esbelto y estaba endurecido por muchos años de penoso adiestramiento. El pelo se le rizaba contra el cuello, sudoroso; tenía una fuerte mandíbula y unos labios finos. Sin embargo, en ese momento había sombras hundidas bajo los brillantes ojos azules.

—Volvamos a nuestros caballos. Las carretas pueden seguirnos más tarde. No quiero seguir postergando mi ejecución.

—¿Qué ejecución, señor mío?

Stephen no respondió. Aún faltaban muchas horas para llegar al horror que le aguardaba en la sólida y temible figura de Bronwyn MacArran.

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1

1501

Bronwyn MacArran, de pie ante la ventana de la casa solariega inglesa, contemplaba el patio, allí abajo. La ventana estaba abierta para que entrara el cálido sol de verano. Se inclinó un poco para tomar una bocanada de aire fresco. En ese momento uno de los soldados del patio le sonrió sugestivamente.

Ella se apresuró a dar un paso atrás y cerró la ventana con violencia.

—¡Esos cerdos ingleses! —maldijo por lo bajo, volviéndose. Su voz era suave, propia de los brezos y las nieblas de las tierras altas.

Ante su puerta sonaron unos fuertes pasos. Contuvo el aliento, pero lo dejó escapar al oír que continuaban su marcha. Estaba prisionera y permanecía cautiva en la frontera septentrional de Inglaterra. El pueblo al que siempre había odiado, el mismo cuyos hombres le sonreían y te guiñaban los ojos como si conocieran sus pensamientos más íntimos.

Se acercó a una mesita que ocupaba el centro de aquella habitación y apretó con fuerza los bordes de madera, dejando que se le clavaran en las palmas. Hubiera hecho cualquier cosa para impedir que esos hombres supieran cómo se sentía por dentro. Los ingleses eran sus enemigos. Los había visto matar a su padre y a sus tres jefes. Había visto a su hermano casi enloquecido por la inutilidad de sus intentos de pagar a los ingleses con la misma moneda. Y ella misma se había pasado la vida ayudando a alimentar y vestir a los miembros de su clan, después de que los ingleses destruyesen sus cosechas e incendiasen sus viviendas.

Un mes atrás había sido hecha prisionera. Sonrió al recordar las heridas recibidas por los soldados ingleses a manos de ella y de sus hombres. Cuatro de ellos ya no vivían.

Pero allí estaba cautiva por orden del inglés Enrique VII. Ese rey decía querer la paz y, por lo tanto, nombraría a un inglés como jefe del clan MacArran. Creía poder lograrlo por el mero hecho de casar a Bronwyn con uno de sus caballeros.

La muchacha sonrió ante la ignorancia del rey inglés. La jefa del clan MacArran era ella y ningún hombre podría quitarle su poder. Ese estúpido rey creía que sus hombres seguirían a un extranjero, a un inglés, sólo por el hecho de que su verdadero jefe fuera una mujer; eso demostraba lo poco que Enrique conocía a los escoceses.

Un gruñido de Rab la hizo volverse súbitamente. Rab era un galgo irlandés, el perro más grande del mundo: corpulento, fuerte, de pelo como suave acero. Se lo había regalado su padre cuatro años atrás, al regresar de un viaje a Irlanda. Jamie quería hacerlo adiestrar como guardián de su hija, pero no hubo necesidad: Rab y Bronwyn se cobraron afecto de inmediato. El galgo había demostrado varias veces que era capaz de dar la vida por su amada dueña.

Bronwyn relajó los músculos, pues Rab había dejado de gruñir; sólo una persona amiga podía provocarle esa reacción. Ella levantó la vista, expectante.

Fue Morag quien entró. Morag era una vieja de baja estatura y miembros torcidos, que se parecía más a un tronco que a un ser humano. Sus ojos eran como de vidrio negro: chispeantes, penetraban en una persona hasta ver más de lo que había en la superficie. Usaba con habilidad su cuerpo menudo y ágil; con frecuencia se deslizaba entre la gente sin que nadie reparara en ella, siempre con los ojos y los oídos bien abiertos.

Morag cruzó en silencio la habitación para abrir la ventana.

—¿Y bien? —inquirió Bronwyn impaciente.

—Te he visto cerrar la ventana. Ellos soltaron una carcajada y propusieron hacerse cargo de la noche de bodas que te estás perdiendo.

Bronwyn le volvió la espalda.

—Les das demasiado de que hablar. Deberías mantener la cabeza alta y no prestarles atención. Son meros ingleses; tú, en cambio, eres una MacArran.

Bronwyn giró en silencio.

—No necesito que nadie me indique lo que debo hacer o no —espetó.

Rab, captando la inquietud de su dueña, se puso junto a ella, quien hundió los dedos en su pelaje.

Morag le sonrió y la siguió con la vista, mientras la muchacha iba a ocupar el asiento de la ventana. Se la habían puesto en los brazos aún mojada por los fluidos maternos, mientras la madre se moría. Fue Morag quien le buscó una nodriza y le dio el nombre de la abuela galesa. Fue ella quien la cuidó hasta que, a los seis años, el padre se hizo cargo de su educación.

Ahora miraba con orgullo a su pupila, que tenía casi veinte años. Bronwyn era alta, más alta que muchos hombres, erguida y esbelta como un junco. No se cubría la cabellera, como las inglesas: la dejaba suelta sobre la espalda, como una rica cascada. Su pelo era negro, tan denso y pesado que el fino cuello parecía incapaz de soportar su peso. Lucía un vestido de satén a la moda inglesa, de profundo escote cuadrado y corpiño ceñido, con lo que sus pechos jóvenes y firmes lucían con gracia. Se apretaba como otra piel a su estrecha cintura, para abrirse luego en amplios pliegues. Un bordado de finas hebras de oro rodeaba el escote y la cintura, descendiendo por la falda.

—¿Cuento con tu aprobación? —preguntó Bronwyn, áspera, aún irritada por la riña que habían mantenido con respecto a ese atuendo inglés. Ella hubiera preferido las ropas típicas de su pueblo, pero Morag la convenció de que usara prendas inglesas, a fin de no dar al enemigo motivos para que se burlara de ella por su «vestimenta de bárbaros», como decían.

La anciana emitió un cloqueo seco.

—Pensaba que ningún hombre te quitará esta noche ese vestido; es una lástima.

—¡Un inglés! —siseó Bronwyn—. ¿Tan pronto lo has olvidado? ¿Se ha desteñido ante tus ojos el rojo de la sangre de mi padre?

—Bien sabes que no —replicó la anciana, con voz serena. La muchacha se sentó pesadamente junto a la ventana, dejando fluir a su alrededor el satén del vestido, y deslizó un dedo a lo largo del bordado. Esa prenda le había costado mucho dinero, dinero que hubiera preferido dedicar a su clan. Pero a su gente no le hubiera gustado pasar vergüenza delante de los ingleses; por eso había comprado vestidos dignos de cualquier reina.

Sólo que ese vestido iba a ser su traje de bodas. Tiró con violencia de una hebra dorada.

—¡Quieta! —ordenó Morag—. No estropees el vestido sólo porque estás enojada con un inglés. Tal vez haya tenido motivos para retrasarse y no llegar a tiempo a su propia boda.

Bronwyn se levantó con presteza, haciendo que Rab acudiera protectoramente.

—¿Qué me importa si ese hombre no aparece jamás? Espero que le hayan cortado el cuello y esté pudriéndose en cualquier zanja.

Morag se encogió de hombros.

—Te buscarían otro marido. ¿Qué importa si éste muere o no? Cuanto antes te cases con tu inglés, antes podremos volver a las tierras altas.

—¡Rápido lo dices! —acusó Bronwyn—. No eres tú la que debe casarse con él y… y…

Los ojuelos negros danzaban.

—¿Y acostarme con él? Con gusto ocuparía tu sitio, si pudiera. ¿Te parece que ese Stephen Montgomery notaría el cambio?

—¿Qué sé yo de Stephen Montgomery, salvo que ha tenido la indecencia de dejarme esperando con mi vestido de boda? Dices que los hombres se ríen de mí. ¡Es el hombre que me han destinado como esposo quien me somete al ridículo! —La muchacha miró la puerta de soslayo—. Si entrara en este momento lo apuñalaría con gusto.

Morag sonrió. Jamie MacArran se habría sentido orgulloso de su hija: aun prisionera conservaba su ánimo y su dignidad. En ese momento permanecía con el mentón en alto y los ojos centelleando dagas de hielo azul.

Bronwyn era de una belleza asombrosa. Su cabellera era tan negra como una medianoche sin luna en las montañas escocesas; sus ojos, de un azul intenso como el agua de un lago montañés iluminado por el sol. El contraste dejaba sin aliento. Solía ocurrir que la gente, sobre todos los hombres, quedaran enmudecidos al verla por primera vez. Tenía pestañas espesas y oscuras, limpia y suave la tez. El rojo oscuro de los labios coronaba el mentón de su padre: fuerte y de punta cuadrada, ligeramente hendido.

—Si te ocultas en este cuarto dirán que eres cobarde. ¿Qué escocés teme a las burlas de un inglés?

Bronwyn irguió la espalda y echó un vistazo al vestido de color crema. Esa mañana, al vestirse, había creído hacerlo para su boda. Pero ya habían pasado varias horas, sin que el novio se presentara o enviara un mensaje de disculpa.

—Ayúdame a quitarme esto —dijo Bronwyn.

Era conveniente mantener el vestido en buenas condiciones hasta la boda: si no se celebraba ese día, se celebraría en alguna otra fecha. Y tal vez con otro hombre. La idea la hizo sonreír.

—¿Qué estás tramando? —le preguntó Morag, maniobrando sobre su espalda—. Tienes cara de gato que se ha comido la crema.

—Preguntas demasiado. Búscame ese vestido de brocado verde. Si los ingleses piensan que soy una novia llorosa a la que han desdeñado, pronto descubrirán que las escocesas estamos hechas de un material más resistente.

Aunque estaba prisionera desde hacía más de un mes, Bronwyn podía circular libremente por la casa solariega de Sir Thomas Crichton. Podía caminar por la casa y también por los terrenos, si llevaba escolta. La propiedad estaba muy custodiada en todo momento. El rey Enrique había dicho al clan de Bronwyn que, si se efectuaba cualquier intento de rescate, se ejecutaría a la muchacha. Él no quería hacerle daño alguno, pero había decidido poner a un inglés al frente del clan, que días recientes había visto morir a Jamie MacArran y a sus tres jefes. Los escoceses se retiraron, dejando cautiva a su nueva jefa, para planear lo que harían cuando los hombres del rey se atrevieran a darles órdenes.

Bronwyn descendió lentamente las escaleras hasta el salón del piso bajo. Sabía que los hombres de su clan esperaban con paciencia alrededor de la finca, ocultos en la selva de aquella zona fronteriza entre Inglaterra y Escocia, siempre turbulenta.

Por su parte, poco le hubiera importado morir, antes que aceptar al perro inglés designado para casarse con ella, pero su muerte podía provocar tensiones dentro del clan. Jamie MacArran, al designarla su sucesora se proponía casarla con uno de sus tres jefes, pero ninguno de ellos vivía ya. Ella no podía morir sin dejar sucesor; sin duda alguna, eso originaría una sangrienta batalla por su puesto.

—Siempre dije que los Montgomery eran tipos avispados —rió un hombre, a poca distancia de ella; un grueso tapiz la ocultaba a su vista—. Fíjate en el mayor. Se casó con la heredera de Revedoune. Apenas se había enfriado el lecho de bodas cuando alguien asesinó al suegro y él heredó el título de conde y las propiedades.

—Y ahora Stephen sigue los pasos de su hermano. Esa Bronwyn, además de ser hermosa, posee muchas hectáreas de tierras.

—Decid lo que queráis —dijo un tercero, al que le faltaba el brazo izquierdo—, pero yo no envidio a Stephen. Aunque la mujer sea estupenda, ¿durante cuánto tiempo podrá disfrutarla? Perdí este brazo peleando contra esos demonios escoceses. Os digo que son humanos sólo a medias. Se crían aprendiendo sólo a saquear y robar. Y no pelean como hombres, sino como animales. Son un montón de salvajes toscos.

—Y dicen que sus mujeres apestan como diablos —replicó el primero.

—Pues por esa morena Bronwyn podría vivir apretándome la nariz.

Bronwyn dio un paso hacia adelante, con una fiera mueca en los labios. Una mano la sujetó por el brazo. Al girar en redondo se encontró con la cara de un mozo. Era apuesto, de ojos oscuros y boca firme. Los ojos de ambos estaban al mismo nivel.

—Permitidme, señora mía —dijo él en voz baja.

Dio un paso hacia el grupo de hombres. Llevaba ceñidas calzas cubriéndole las fuertes piernas; la chaqueta de terciopelo destacaba la amplitud de sus hombros.

—¿No tenéis nada que hacer, salvo chismorrear como viejas? Habláis de cosas de las que nada sabéis. —Su voz era autoritaria.

Los tres hombres parecieron sobresaltarse.

—Vaya, Roger, ¿qué te pasa? —preguntó uno. Al mirar por encima del hombro de su camarada vio a Bronwyn, cuyos ojos centelleaban de tormentosa furia.

—Creo que Stephen haría bien en volver pronto para custodiar su propiedad —rió uno de los otros.

—¡Salid de aquí si no queréis que desenvaine la espada!

—Dios me libre del genio vivo de los jóvenes —musitó uno, con aire cansado—. Vete con ella. Venid, que afuera se está más fresco. Al aire libre hay más espacio para liberar pasiones.

Cuando los hombres se hubieron ido, Roger se volvió hacia Bronwyn.

—Permítame usted disculparme por mis compatriotas. Esa rudeza es hija de la ignorancia, pero no tienen malas intenciones.

Bronwyn lo fulminó con la mirada.

—Temo que el ignorante es usted: ellos tienen muy malas intenciones. ¿O acaso asesinar escoceses no es pecado?

—¡Protesto! No sea injusta conmigo. He matado a pocos hombres en mi vida y ninguno de ellos era escocés. —El joven hizo una pausa—. ¿Puedo presentarme? Me llamo Roger Chatworth. —Y se quitó la gorra de terciopelo rojo para hacerle una profunda reverencia.

—Y yo soy Bronwyn MacArran, señor, prisionera de los ingleses y ahora también novia desdeñada.

—¿Quiere caminar conmigo por el jardín, Lady Bronwyn? Tal vez el sol alivie la angustia que Stephen le ha causado.

Ella echó a andar a su lado. Al menos él impediría que los guardias le hicieran bromas soeces. Una vez que estuvieron afuera, volvió a hablar.

—Pronuncia usted el nombre de Montgomery como si le conociera.

—¿Y usted no?

La muchacha se volvió hacia él.

—¿Desde cuándo merezco alguna cortesía de vuestro rey inglés? Mi padre me consideró digna de heredar el clan MacArran, pero vuestro rey no me reconoce criterio siquiera para elegir a mi propio esposo. No, no he visto nunca a ese Stephen Montgomery ni sé nada de él. Una mañana se me informó de que debía ser su esposa. Desde entonces, el hombre no se ha dignado siquiera reconocer mi presencia.

Roger la miró arqueando una bella ceja. La hostilidad hacía que los ojos de la muchacha chisporrotearan como diamantes azules.

—Sin duda su retraso ha de tener un motivo.

—Tal vez el motivo es afirmar su autoridad sobre todos los escoceses. Quiere demostrarnos quién manda.

Roger guardó silencio por un momento, como analizando esas palabras.

—Algunos dicen que los Montgomery son arrogantes.

—Dice usted que conoce a este tal Stephen Montgomery. ¿Cómo es? No sé si es alto o bajo, joven o viejo.

Roger se encogió de hombros, como quien pensara en otra cosa.

—Es un hombre como cualquier otro. —Parecía reacio a continuar—. Lady Bronwyn, ¿me haría usted el honor de cabalgar mañana por el parque en mi compañía? Hay un arroyo que cruza las tierras de Sir Thomas. Podríamos llevar algo de merienda.

—¿No teme usted que yo atente contra su vida? Hace más de un mes que no se me permite pisar estas tierras.

Él le sonrió.

—Debe usted saber que hay algunos ingleses de buenos modales, incapaces, digamos, de abandonar a una mujer en el día de su boda.

Bronwyn se puso tiesa al recordar la humillación causada por Stephen Montgomery.

—Me gustaría mucho cabalgar con usted.

Roger Chatworth, sonriente, saludó con la cabeza a un hombre que pasaba junto a ellos por el estrecho sendero del jardín. Su mente funcionaba muy de prisa.

Tres horas después Roger regresaba a sus habitaciones. En el ala este de la casa de Sir Thomas Crichton. Dos semanas antes había llegado a la casa para discutir con su propietario el reclutamiento de algunos jóvenes de la zona. Sir Thomas, preocupado en exceso con el problema de la heredera escocesa, no podía hablar de otra cosa. Ahora Roger comenzaba a pensar que el destino le había llevado hasta allí.

Dio una patada al escabel en el que su dormido escudero tenía apoyados los pies.

—Tengo una tarea para ti —ordenó, mientras se quitaba la chaqueta de terciopelo y la arrojaba a la cama—. Por alguna parte hay un viejo escocés llamado Angus. Tráemelo. Probablemente lo encuentres donde corra la bebida. Y tráeme medio tonel de cerveza. ¿Entiendes?

—Sí, mi señor —respondió el muchacho.

Y salió caminando de espaldas, en tanto se frotaba los ojos soñolientos.

Angus se presentó ya medio borracho. Desempeñaba alguna función en casa de Sir Thomas, pero en general hacía pocas cosas, aparte de beber. Tenía el pelo sucio y enredado, largo hasta los hombros, a la manera escocesa. Usaba una larga camisa de hilo sujeta a la cintura por una banda de cuero, con las piernas desnudas.

Roger echó una breve mirada de disgusto a ese aspecto pagano.

—¿Me buscaba el señor? —preguntó Angus, con suave entonación escocesa.

Sus ojos buscaron el pequeño tonel de cerveza que el escudero estaba entrando en la habitación. Chatworth despidió al muchacho, se sirvió una copa y tomó asiento, indicando con un gesto a Angus que hiciera otro tanto. Cuando el desaliñado hombre estuvo sentado, el caballero comenzó:

—Quiero que me hables de Escocia.

Angus arqueó sus pobladas cejas.

—¿Quiere usted saber dónde se esconde el oro? Somos un pueblo pobre, mi señor, y…<

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