Promesa audaz (La saga Montgomery 2)

Fragmento

Creditos

Título original: Velvet Promise

Traducción: Edith Zilli

1.ª edición: abril, 2016

© 2016 by Deveraux Inc.

© Ediciones B, S. A., 2016

Consell de Cent, 425-427 - 08009 Barcelona (España)

www.edicionesb.com

ISBN DIGITAL: 978-84-9069-356-8

Maquetación ebook: Caurina.com

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Dedicatoria

 

 

 

 

 

Para Jennifer

Contenido

Contenido

Portadilla

Créditos

Dedicatoria

 

Prólogo

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Prólogo

Judith Revedoune miró a su padre por encima de las anotaciones contables. A su lado estaba Helen, su madre. La muchacha no sentía miedo de aquel hombre, pese a todo lo que él había hecho, de año en año, para atemorizarla. Le vio los ojos enrojecidos, rodeados de grandes ojeras. Ella sabía que aquel rostro desolado se debía al dolor de haber perdido a sus amados hijos varones: dos hombres ignorantes y crueles, réplicas exactas del padre.

Judith estudió a Robert Revedoune con una vaga curiosidad. Normalmente no dedicaba tiempo alguno a su única hija mujer. De nada le servían las mujeres desde que, tras la muerte de su primera esposa, la segunda (una mujer asustada) no le había dado más que una hembra.

—¿Qué queréis? —preguntó ella con calma.

Robert miró a su hija como si la viera por primera vez. En realidad, la muchacha había pasado casi toda su vida escondida, sepultada con su madre en habitaciones aparte, entre libros y registros de contabilidad. Notó con satisfacción que se parecía a Helen a la misma edad. Judith tenía esos extraños ojos dorados que volvían locos a algunos hombres, pero que a él le resultaban inquietantes. El pelo era de un fuerte tono rubio rojizo. La frente, amplia y enérgica, al igual que el mentón; la nariz, recta; la boca, generosa. «Sí, servirá», se dijo. Esa belleza se podía aprovechar con ventaja.

—Eres lo único que me queda —dijo con voz cargada de disgusto—. Te casarás y me darás nietos.

Judith le clavó la vista, espantada. Desde el principio Helen la había educado para el convento. No se trataba de una piadosa instrucción de plegarias y cánticos, sino de enseñanzas muy prácticas, que le permitirían desempeñar la única carrera posible para una mujer de la nobleza. Podría llegar a abadesa antes de los treinta años. Las abadesas se diferenciaban tanto de la mujer vulgar como el rey de un siervo; mandaban sobre tierras, propiedades, aldeas y caballeros; compraban y vendían según su propio criterio; hombres y mujeres las consultaban por igual, buscando su sabiduría. Las abadesas daban órdenes y no estaban a las de nadie.

Judith sabía llevar los libros de grandes propiedades, dictar sentencias justas en caso de disputas y calcular el trigo necesario para alimentar a determinada cantidad de personas. Sabía leer y escribir, organizar la recepción de un rey y dirigir un hospital: todo cuanto necesitaría le había sido enseñado.

Y ahora se esperaba de ella que dejara todo eso para convertirse en la sierva de un hombre cualquiera.

—No lo haré.

La voz era serena, pero esas pocas palabras no habrían resonado más si se las hubiera gritado desde el tejado. Por un momento, Robert Revedoune quedó desconcertado. Ninguna mujer lo había desafiado nunca con tanta firmeza. En verdad, de no haber sabido que se trataba de una muchacha, habría confundido su expresión con la de un hombre. Cuando se recobró de la sorpresa, abofeteó a Judith, arrojándola al otro extremo del pequeño cuarto. Aun tendida en el suelo, con un hilo de sangre corriéndole desde la comisura de la boca, ella lo miró sin rastro de miedo en los ojos; sólo había en ellos disgusto y una pizca de odio. Él contuvo la respiración por un instante; en cierto modo, aquella muchacha casi lo asustaba.

Helen se lanzó hacia su hija sin pérdida de tiempo. Agazapada junto a ella, extrajo de entre sus ropas una daga de mesa.

Ante aquella escena primitiva Robert olvidó su momentáneo nerviosismo. Su esposa era de esas mujeres a las que él conocía bien. Pese a la apariencia externa de animal furioso, en el fondo de los ojos se le veía la debilidad. En cuestión de segundos la aferró por el brazo y el cuchillo voló al otro lado de la habitación. Sonriendo ante su hija, sujetó el antebrazo de la mujer entre sus poderosas manos y rompió el hueso como si fuera una ramita.

Helen se derrumbó a sus pies sin decir una palabra.

Robert miró a su hija, que seguía tendida en el suelo, sin poder comprender aquella brutalidad.

—Y ahora, ¿qué respondes, muchacha? ¿Te casarás o no?

Judith hizo una breve señal de asentimiento y acudió en ayuda de su madre inconsciente.

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1

La luna arrojaba sombras largas sobre la vieja torre de piedra, de tres pisos de altura, y parecía mirar con cierto cansancio ceñudo la muralla rota y medio derrumbada que la rodeaba. Aquella torre había sido construida doscientos años antes de aquella húmeda noche primaveral de 1501, en el mes de abril. Ahora reinaba la paz; ya no hacían falta las fortalezas de piedra. Pero ése no era el hogar de un hombre trabajador. Si su bisabuelo había habitado la torre en tiempos en que semejantes fortificaciones tenían sentido, Nicolas Valence pensaba (cuando estaba lo bastante sobrio como para pensar) que la vivienda también era buena para él y las generaciones futuras.

Una gran caseta de guardia vigilaba las murallas medio derruidas y la vieja torre. Allí dormía un custodio solitario, con el brazo alrededor de una bota de vino medio vacía. Dentro de la torre, la planta baja estaba sembrada de perros y caballeros dormidos. Las armaduras se amontonaban contra los muros, desordenadas y herrumbrosas, entremezcladas con los sucios juncos que cubrían las tablas de roble.

Tal era la finca de Valence: un castillo pobre, anticuado y de mala fama, objeto de chistes en toda Inglaterra. Se decía que, si las murallas fueran tan fuertes como el vino, Nicolas Valence estaría en condiciones de rechazar el ataque de todo el reino. Pero nadie lo atacaba. No había motivos para hacerlo. Muchos años antes, Nicolas había perdido casi todas sus tierras ante caballeros jóvenes, ansiosos y pobres, que acababan de ganarse las espuelas. Sólo quedaba la torre antigua (que, según la opinión unánime, debería haberse derribado) junto con algunas alejadas tierras de cultivo que servían de sostén a la familia.

En el piso más alto había una ventana iluminada. Ese cuarto estaba frío y húmedo; la humedad nunca abandonaba los muros, ni siquiera en medio del verano más seco. Entre las piedras brotaba el musgo y por el suelo se escurrían sin cesar pequeñas sombras reptantes. Pero en ese cuarto estaba toda la riqueza del castillo, sentada ante un espejo.

Alice Valence se inclinó hacia el cristal y aplicó un oscurecedor a sus pestañas cortas y claras. Se trataba de un cosmético importado de Francia. Se echó hacia atrás para analizarse con aire crítico. Era objetiva con respecto a su apariencia personal; conocía sus puntos fuertes y sabía usarlos para mayor ventaja.

Vio en el espejo un pequeño rostro oval, de facciones delicadas, boca pequeña, como botón de rosa; nariz recta y fina. Los ojos grandes y almendrados, de color azul intenso, eran su rasgo mejor. Enjuagaba siempre su cabellera rubia con jugo de limón y vinagre. Ela, su doncella, hizo caer un mechón muy claro sobre la frente de su señora y le puso una capucha de grueso brocado, bordeada por una ancha franja de terciopelo anaranjado.

Alice abrió la boca para echar otra mirada a sus dientes. Eran su punto flojo: torcidos y algo salientes. Con el correr de los años había aprendido a mantenerlos ocultos, a sonreír con los labios cerrados, a hablar con suavidad y sin levantar del todo la cabeza. Ese amaneramiento era una ventaja, pues intrigaba a los hombres, haciéndoles pensar que ella no tenía noción de su propia belleza y que podrían despertar esa tímida flor a todos los deleites del mundo.

Se levantó para alisarse el vestido sobre el cuerpo esbelto. No tenía muchas curvas. Sus pequeños pechos descansaban sobre una estructura recta, sin forma en las caderas ni en la cintura. A ella le gustaba así: su cuerpo parecía pulcro y limpio comparado con el de otras mujeres.

Lucía ropas lujosas, que parecían fuera de lugar en ese miserable ambiente. Sobre el cuerpo llevaba una camisa de hilo tan fino que se lo hubiera tomado por gasa. Después, un rico vestido, del mismo brocado que la capucha, con gran escote cuadrado y corpiño muy ceñido a la delgada silueta. La falda era una suave y graciosa campana. El brocado azul estaba bordeado de blancas pieles de conejo que formaban un ancho borde y puños amplios en las mangas. Le rodeaba la cintura una banda de cuero azul, incrustada de grandes granates, esmeraldas y rubíes.

Alice continuó analizándose, en tanto Ela le deslizaba un manto de brocado forrado de piel de conejo sobre los hombros.

—No podéis reuniros con él, mi señora. Justamente ahora que vos vais a...

—¿A casarme con otro? —preguntó Alice, en tanto se sujetaba el pesado manto a los hombros. Se volvió para mirarse en el espejo, complacida por el resultado. La combinación de azul y anaranjado resultaba muy llamativa. Aquel atuendo no le permitiría pasar inadvertida—. ¿Y qué tiene mi casamiento que ver con cuanto yo haga ahora?

—Vos sabéis que es pecado. No podéis ir al encuentro de un hombre que no es vuestro esposo.

Alice dejó escapar una risa breve, mientras acomodaba los pliegues del manto.

—¿Quieres que salga al encuentro de mi prometido, del querido Edmund? —preguntó con mucho sarcasmo. Antes de que la doncella pudiera contestar, continuó:

—No hace falta que me acompañes. Conozco el trayecto y, para lo que voy a hacer con Gavin, no hace falta nadie más.

Ela no se escandalizó; estaba al servicio de Alice desde hacía mucho tiempo.

—No, iré. Pero sólo para cuidar de que vos no sufráis daño alguno.

Alice ignoró a la anciana, tal como la había ignorado toda la vida. Tomó una vela del pesado candelabro puesto junto a su cama y se acercó a la puerta de roble, reforzada con bandas metálicas.

—Silencio, entonces —dijo por encima del hombro, al tiempo que hacía girar la puerta sobre las bisagras bien aceitadas.

Recogió el manto y la falda para cargarlos sobre el brazo. No podía dejar de pensar que en pocas semanas abandonaría aquella decrépita torre para vivir en una casa: la casa solariega de Chatworth, construida con piedra y madera y rodeada de altas murallas protectoras.

—¡Silencio! —ordenó a Ela, cruzando un brazo ante el blando vientre de la mujer.

Ambas se apretaron contra la húmeda pared de la escalera. Uno de los guardias de su padre cruzó a paso torpe allá abajo, se ató las calzas y reanudó la marcha hacia su jergón de paja. Alice se apresuró a apagar la vela, rogando que el hombre no hubiera oído la exclamación ahogada de Ela. La quietud negra y pura del viejo castillo las envolvió a ambas.

—Vamos —susurró Alice, sin tiempo ni deseos de prestar oídos a las protestas de su doncella.

La noche era clara y fresca. Tal como Alice esperaba, había dos caballos preparados. La joven, sonriente, se lanzó sobre la silla del potro oscuro. Más tarde recompensaría al palafrenero que tan bien atendía a su señora.

—¡Mi señora! —gimió Ela, desesperada.

Pero Alice no se volvió; sabía que Ela era demasiado gorda para montar sin ayuda. No estaba dispuesta a perder siquiera uno de sus preciosos minutos con una vieja inútil, considerando que Gavin la esperaba.

La puerta que daba al río la habían dejado abierta para ella. Había llovido horas antes y el suelo aún estaba húmedo, pero en el aire flotaba un toque de primavera. Y con él, una sensación de promesa... y de pasión.

Una vez segura de que los cascos del caballo no serían oídos, Alice se inclinó hacia adelante, susurrando:

—Anda, mi demonio negro. Llévame hasta mi amante.

El potro hizo una cabriola para demostrar que comprendía y estiró las patas delanteras. Conocía el camino y lo devoró a una velocidad tremenda.

Alice sacudió la cabeza, dejando que el aire le refrescara las mejillas, en tanto se entregaba al poder y la fuerza de la magnífica bestia. Gavin, Gavin, Gavin, parecían decir los cascos, al tronar por el camino apisonado. En muchos sentidos, los músculos de un caballo entre sus muslos le hacían pensar en Gavin. Sus manos fuertes sobre la piel, su potencia, que la dejaban débil de deseo. Su rostro, el claro de luna brillando en sus pómulos, los ojos brillantes hasta en la noche más oscura.

—Ah, dulzura mía, con cuidado ahora —dijo Alice con ligereza, mientras tiraba de las riendas.

Ya estaba cerca del sitio de sus goces y empezaba a recordar lo que tanto se había esforzado por borrar de su mente. Esta vez Gavin estaría enterado de su inminente casamiento y se mostraría furioso con ella.

Giró la cara para ponerla bien frente al viento, y parpadeó con rapidez hasta que las lágrimas empezaron a formarse. Las lágrimas serían una ayuda. Gavin las detestaba, de modo que ella las había usado con prudencia en esos dos años. Sólo cuando deseaba desesperadamente algo de él recurría a esa triquiñuela; de ese modo no le restaba efectividad.

Suspiró. ¿Por qué no podía hablar francamente con Gavin? ¿Por qué era preciso tratar siempre con suavidad a los hombres? Si él la amaba, debería amar cuanto ella hacía, aunque le fuera desagradable. Pero era inútil desearlo así, y ella lo sabía. Si decía la verdad, perdería a Gavin. ¿Y dónde podría hallar a otro amante?

El recuerdo de su cuerpo, duro y exigente, hizo que Alice clavara los tacones de sus zapatitos en los flancos del caballo. Oh, sí, usaría las lágrimas y cuanto hiciera falta para conservar a Gavin Montgomery, caballero de renombre, luchador sin igual... ¡y suyo, todo suyo!

De pronto le pareció oír las acuciantes preguntas de Ela. Si deseaba tanto a Gavin, ¿por qué se había comprometido con Edmund Chatworth, el de la piel pálida como vientre de pescado, el de las manos gordas y blandas, el de la fea boca que formaba un círculo perfecto?

Porque Edmund era conde. Poseía tierras desde un extremo de Inglaterra al otro; tenía fincas en Irlanda, en Gales, en Escocia y, según algunos rumores, también en Francia. Claro que Alice no conocía con exactitud la suma de sus riquezas, pero ya lo averiguaría. Oh, sí, cuando fuera su esposa lo sabría. Edmund tenía la mente tan débil como el cuerpo; ella no tardaría mucho en dominarlo y manejar sus propiedades. Lo mantendría contento con unas cuantas rameras y atendería personalmente las fincas, sin dejarse estorbar por las exigencias masculinas ni las órdenes maritales.

La pasión que Alice sentía por el apuesto Gavin no le nublaba el buen juicio. ¿Quién era Gavin Montgomery? Un barón de poca monta, más pobre que rico. Soldado brillante, hombre fuerte y hermoso; pero, comparado con Edmund, no tenía fortuna. ¿Y cómo sería la vida con él? Las noches serían noches de pasión y éxtasis, pero Alice sabía bien que ninguna mujer dominaría jamás a Gavin. Si se casaba con él, se vería obligada a permanecer de puertas adentro, haciendo labores femeninas. No, Gavin Montgomery no se dejaría dominar jamás por una mujer. Sería un esposo exigente, tal como era exigente en su papel de amante.

Azuzó a su caballo. Ella lo quería todo: la fortuna y la posición social de Edmund junto con la pasión de Gavin. Sonriente, se acomodó los broches de oro que sostenían el vistoso manto sobre sus hombros. Él la amaba, de eso estaba segura, no perdería su amor. ¿Cómo podía perderlo? ¿Qué mujer la equiparaba en belleza?

Alice empezó a parpadear con rapidez. Bastarían unas pocas lágrimas para hacerle comprender que ella se veía obligada a casarse con Edmund. Gavin era hombre de honor. Comprendería que la muchacha debía respetar el acuerdo de su padre con Edmund. Sí; si se conducía con cautela, podría tenerlos a ambos: a Gavin para la noche, a Edmund y su fortuna durante el día.

Gavin esperaba en silencio. Sólo un músculo se movía en él, tensando y aflojando la mandíbula. El claro de luna plateaba sus pómulos, asemejándolos a hojas de puñal. Su boca firme y recta formaba una línea severa por encima de la barbilla hendida. Los ojos grises, oscurecidos por la ira, parecían casi tan negros como el pelo que se rizaba asomando por el cuello de la chaqueta de lana.

Sólo sus largos años de rígido adiestramiento en las reglas de la caballería le permitían ejercer tanto dominio sobre su exterior. Por dentro, estaba hirviendo. Esa mañana se había enterado de que su amada iba a casarse con otro; se acostaría con otro hombre; de él serían sus hijos. Su primer impulso fue cabalgar directamente hasta la torre de Valence para exigir que ella desmintiera el rumor, pero el orgullo lo contuvo. Como había concertado aquella cita con ella semanas antes, se obligó a esperar hasta que llegara el momento de verla otra vez, de abrazarla y oírle decir, con sus dulces labios, lo que él deseaba escuchar: Que no se casaría sino con él. Y de eso estaba seguro.

Clavó la vista en la vacuidad de la noche, alerta al ruido de cascos. Pero el paisaje permanecía en silencio; era una masa de oscuridad, quebrada sólo por las sombras más oscuras. Un perro se escurrió de un árbol a otro, desconfiando de aquel hombre quieto y silencioso. La noche le traía recuerdos de la primera cita con Alice en ese claro: un rincón protegido del viento, abierto al cielo. Durante el día, cualquiera podría haber pasado a caballo ante él sin verlo siquiera, pero por la noche las sombras lo transformaban en una negra caja de terciopelo, con el tamaño justo para contener una gema.

Gavin había conocido a Alice en la boda de una de las hermanas de ella. Si bien los Montgomery y los Valence eran vecinos, rara vez se veían. El padre de Alice era un borracho que se ocupaba muy poco de sus propiedades. Su vida (como la de su esposa y sus cinco hijas) era tan mísera como la de algunos siervos. Si Gavin asistió a los festejos, fue sólo por cumplir con un deber y para representar a su familia, pues sus tres hermanos se habían negado a hacerlo.

En ese montón de mugre y abandono, Gavin descubrió a Alice: su bella e inocente Alice. Al principio no pudo creer que perteneciera a aquella familia de mujeres gordas y feas. Sus ropas eran de telas caras; sus modales, refinados; en cuanto a su belleza...

Se sentó a mirarla, tal como lo estaban haciendo tantos jóvenes. Era perfecta: pelo rubio, ojos azules y una boca pequeña que él habría hecho sonreír a cualquier coste. Desde ese mismo instante, sin haber siquiera hablado con ella, se enamoró. Más adelante tuvo que abrirse paso a empellones para llegar hasta la muchacha. Su violencia pareció espantar a Alice, pero sus ojos bajos y su voz suave lo hipnotizaron aún más. Era tan tímida y reticente que apenas podía responder a sus preguntas. Alice era todo lo que él habría deseado y más aún: virginal, pero también muy femenina.

Esa noche le propuso casamiento. Ella le dirigió una mirada de sobresalto; por un momento sus ojos fueron como zafiros. Después agachó la cabeza y murmuró que debía consultar con su padre.

Al día siguiente, Gavin se personó ante el borracho para pedir la mano de Alice, pero el hombre le dijo alguna sandez: algo así como que la madre necesitaba a la niña. Sus palabras sonaban extrañamente entrecortadas, como si repitiera un discurso aprendido de memoria. Nada de cuanto Gavin dijo le hizo cambiar de opinión.

Gavin se marchó disgustado y furioso por verse privado de la mujer que deseaba. No se había alejado mucho cuando la vio. Llevaba la cabellera descubierta bajo el sol poniente, que la hacía relumbrar, y el rico terciopelo azul de su traje reflejaba el color de sus ojos. Estaba ansiosa por saber cuál era la respuesta de su padre. Gavin se la comunicó, furioso; luego le vio las lágrimas. Ella trató de disimularlas, pero el joven las sintió además de verlas. En segundos, desmontó y la arrancó de su cabalgadura.

No recordaba bien qué había pasado. Estaba consolándola y, un minuto después, se encontró en las garras de la pasión, en medio de aquel lugar oculto, desnudos ambos. Luego, no supo si disculparse o regocijarse. La dulce Alice no era una sierva que se pudiera tumbar en el heno, sino una dama, que algún día sería su señora. Además, virgen. De eso estuvo seguro al ver las dos gotas de sangre en sus delgados muslos.

¡Dos años! Eso había sido dos años atrás. Si él no hubiera pasado la mayor parte de ese período en Escocia, patrullando las fronteras, habría exigido al padre que se la entregara en matrimonio. Pero ya estaba de regreso, y era lo que planeaba hacer. En caso necesario, llevaría su súplica al rey. Valence no se mostraba razonable. Alice le habló de sus diálogos con el padre, de sus súplicas y ruegos sin éxito. Una vez le mostró el cardenal que le había costado su insistencia en favor de Gavin. El muchacho estuvo a punto de enloquecer; tomó la espada, dispuesto a ir en busca del hombre, pero Alice se colgó de él, con lágrimas en los ojos, suplicándole que no hiciera daño a su padre. Él nada podía negar a sus lágrimas; por lo tanto, envainó el acero y le prometió esperar. Alice le aseguraba que su padre acabaría por comprender.

Por eso continuaron reuniéndose en secreto, como niños caprichosos, aunque la situación disgustaba a Gavin. Alice le rogaba que no hablara con su padre, asegurando que ella lo persuadiría.

Gavin cambió de postura y volvió a escuchar. Una vez más, sólo percibió el silencio. Esa mañana había oído que Alice se casaría con Edmund Chatworth, aquel pedazo de alga marina. Chatworth pagaba enormes sumas al rey para que no se le obligara a combatir en guerra alguna. En opinión de Gavin, no era un hombre. No merecía su título de conde. Sólo imaginar a Alice casada con él le resultaba imposible.

De pronto, todos sus sentidos se alertaron: oía el ruido apagado de unos cascos en el suelo húmedo. De inmediato estuvo junto a Alice, que cayó en sus brazos.

—Gavin —susurró—, mi dulce Gavin.

Y se aferró a él, casi como si estuviera aterrorizada.

El joven trató de apartarla para verle la cara, pero ella se abrazaba con tanta desesperación que le quitó el valor. Sentía la humedad de sus lágrimas en el cuello. De inmediato lo abandonó la cólera que había experimentado durante todo el día. La estrechó contra sí, murmurándole frases cariñosas al oído, mientras le acariciaba el pelo.

—¿Qué pasa?, dime. ¿Qué te hace sufrir tanto?

Ella se apartó para permitirle que la mirara, segura de que la noche no delataría el escaso enrojecimiento de sus ojos.

—Es demasiado horrible —susurró con voz ronca—. Es insoportable.

Gavin se puso algo tenso al recordar lo que había oído sobre el casamiento.

—Entonces, ¿es cierto?

Alice sollozó delicadamente, se tocó la comisura del ojo con un solo dedo y lo miró por entre las pestañas.

—No he podido convencer a mi padre. Hasta me negué a comer para hacerle cambiar de idea, pero él hizo que una de las mujeres... No, no te contaré lo que me hicieron. Dijo que... Oh, Gavin, no puedo repetir las cosas que me dijo.

Sintió que el joven se ponía rígido.

—Iré a buscarlo y...

—¡No! —exclamó ella, casi frenética, aferrándose a sus brazos musculosos—. ¡No puedes! Es decir... —bajó los brazos y las pestañas—. Es decir, ya es cosa hecha. El compromiso matrimonial está firmado ante testigos. Ya no hay nada que se pueda hacer. Si mi padre se desdijera, tendría que pagar mi dote a Chatworth de cualquier modo.

—La pagaré yo —dijo Gavin, pétreo.

Alice le miró con sorpresa; nuevas lágrimas se agolparon en sus ojos.

—Daría igual. Mi padre no me permite casarme contigo; ya lo sabes. Oh, Gavin, ¿qué voy a hacer? —Lo miró con tanta desesperación, que él la estrechó contra sí—. ¿Cómo voy a soportar el perderte, amor mío? —susurró contra su cuello—. Tú eres mi carne y mi vino, sol y noche. Moriré... moriré si te pierdo.

—¡No digas eso! ¿Cómo podrías perderme? Sabes que yo siento lo mismo por ti.

Ella se apartó para mirarlo, súbitamente reconfortada.

—Entonces, ¿me amas? ¿Me amas de verdad, de modo que, si nuestro amor es puesto a prueba, yo pueda estar segura de ti?

Gavin frunció el ceño.

—¿Puesto a prueba?

Alice sonrió entre lágrimas.

—Aun si me caso con Edmund, ¿me amarás?

—¿Casarte? —estuvo a punto de gritar, y la apartó de sí—. ¿Piensas casarte con ese hombre?

—¿Acaso tengo alternativa?

Guardaron silencio. Gavin la fulminaba con la mirada. Alice mantenía los ojos castamente bajos.

—Entonces me iré. Desapareceré de tu vista. No tendrás que volver a verme.

Estaba ya a punto de montar a caballo cuando él reaccionó. La aferró con dureza, besándola hasta magullarla. Ya no hubo palabras; no hacían falta. Sus cuerpos se comprendían bien, aun cuando ellos no estuvieran de acuerdo. La tímida jovencita había desaparecido, reemplazada por la apasionada Alice que Gavin había llegado a conocer tan bien. Ella le tironeó frenéticamente de la ropa hasta que todas sus prendas quedaron amontonadas en el suelo.

Rió gravemente al verlo desnudo ante sí. Gavin tenía los músculos abultados por sus muchos años de adiestramiento y le sacaba fácilmente una cabeza, aunque Alice solía sobrepasar a muchos hombres. Sus hombros eran anchos; su pecho, poderoso. Sin embargo tenía las caderas estrechas, el vientre plano y los músculos divididos en cadenas. Se abultaban en los muslos y en las pantorrillas, fortalecidos por el frecuente uso de la pesada armadura.

Alice se apartó un paso y tomó aliento entre los dientes, devorándolo con los ojos. Alargó las manos hacia él como si fueran garras.

Gavin la atrajo hacia él y besó aquella boquita, que se abrió con amplitud bajo la suya, hundiéndole la lengua. Él la apretó contra sí; el contacto del vestido contra la piel desnuda lo excitaba. Llevó sus labios a la mejilla y al cuello. Tenían toda la noche por delante y él tenía intención de pasarla entera haciéndole el amor.

—¡No! —exclamó Alice, impaciente, apartándose con brusquedad. Se quitó el manto de los hombros, sin preocuparse de la costosa tela, y apartó las manos de Gavin de la hebilla de su cinturón—. Eres demasiado lento —afirmó con sequedad.

Gavin frunció el ceño, pero a medida que las capas de vestimenta femenina caían al suelo sus sentidos acabaron por imponerse. Ella estaba tan deseosa como él. ¿Qué importaba si no quería perder tiempo para unir piel con piel?

Gavin habría querido saborear su cuerpo delgado por un rato, pero ella lo empujó rápidamente al suelo y lo guió con la mano hacia su interior. Entonces él dejó de pensar en ociosos juegos de amor o en besos lentos. Alice estaba bajo él, acicateándolo con voz áspera; con las manos en las caderas, lo impulsaba cada vez con más fuerza. Por un momento Gavin temió hacerle daño, pero ella parecía glorificarse con su potencia.

—¡Ya, ya! —exigió.

Y ante su obediencia emitió un gutural sonido de triunfo.

Inmediatamente se apartó de él. Le había dicho repetidas veces que lo hacía porque no lograba reconciliar su pasión con su condición de soltera. Sin embargo, a él le habría gustado abrazarla un rato más, gozar de su cuerpo, tal vez hacerle el amor por segunda vez. Lo habría hecho entonces con lentitud, ya agotada la primera pasión. Trató de ignorar su sensación de vacío; era como si acabara de paladear algo y aún no estuviera saciado.

—Tengo que irme —dijo ella.

Se incorporó para iniciar el intrincado proceso de vestirse.

A él le gustaba verle las esbeltas piernas cuando se ponía las ligeras medias de hilo; al menos, observándola así aliviaba un poco ese vacío. Inesperadamente, recordó que pronto otro hombre tendría derecho a tocarla. Y entonces tuvo necesidad de herirla, tal como ella lo estaba hiriendo.

—Yo también he recibido una propuesta matrimonial.

Alice se detuvo instantáneamente, con la media en la mano. Lo miró a la espera de más detalles.

—De la hija de Robert Revedoune.

—Él no tiene hijas. Sólo varones, los dos casados —afirmó Alice instantáneamente.

Revedoune era uno de los condes del rey; sus propiedades convertían las fincas de Edmund en parcelas de siervo. Alice había empleado los dos años que Gavin pasó en Escocia en averiguar la historia de todos los condes, los hombres más ricos de Inglaterra, antes de decidir que Edmund era la presa más segura.

—¿No sabes que sus dos hijos murieron hace dos meses de una terrible enfermedad?

Ella lo miró con fijeza.

—Pero nunca supe que tuviera una hija.

—Una muchacha llamada Judith, más joven que los varones. Dicen que su madre la había destinado a la Iglesia. La muchacha permanece enclaustrada en casa de su padre.

—¿Y se te ha ofrecido a esa Judith en matrimonio? Pero será la heredera de su padre, una mujer de fortuna. ¿Por qué habría de ofrecerla a ...? —Alice se interrumpió, recordando que tenía que disimular sus pensamientos.

Él apartó la cara; en la mandíbula se le contraían los músculos y el claro de luna se reflejaba en su pecho desnudo, levemente sudado por el acto de amor.

—¿Por qué habría de ofrecer semejante presa a un Montgomery? —completó Gavin con voz fría.

En otros tiempos la familia Montgomery había sido lo bastante rica como para despertar la envidia del rey Enrique IV, quien había declarado traidores a todos sus miembros. Tuvo tanto éxito en sus intentos de destruirlos que sólo ahora, cien años después, comenzaban los Montgomery a recobrar algo de lo perdido. Pero la familia tenía buena memoria y a ninguno de ellos le gustaba recordar, por referencias ajenas, lo que habían sido en otros tiempos.

—Por los brazos de mis hermanos y por los míos —continuó él, después de un rato—. Las tierras de Revedoune lindan con las nuestras por el norte, y él teme a los escoceses. Comprende que sus propiedades estarán protegidas si se alía con mi familia. Uno de los cantantes de la Corte le oyó comentar que los Montgomery, cuanto menos, producen varones que sobreviven. Al parecer, si me ofrece su hija es para que le haga concebir hijos varones.

Alice ya estaba casi vestida. Lo miró fijamente.

—El título pasará a través de la hija, ¿verdad? Tu primogénito será conde. Y tú lo serás cuando Revedoune muera.

Gavin se volvió bruscamente. No había pensado en eso; tampoco le importaba. Resultaba extraño que se le ocurriera justamente a Alice, a quien le importaban tan poco los bienes mundanos.

—¿Te casarás con ella? —preguntó Alice, erguida ante él, que empezaba a vestirse de prisa.

—Todavía no he tomado una decisión. El ofrecimiento llegó hace apenas dos días y por entonces yo pensaba...

—¿La has visto? —interrumpió la joven.

—¿A quién? ¿A la heredera?

Alice apretó los dientes. Los hombres solían ser insufribles. Pero se repuso.

—Es bella, lo sé —dijo, lacrimosa—. Y una vez casado con ella, te olvidarás de mí.

Gavin se puso velozmente de pie. No sabía si encolerizarse o no. Ella hablaba de esos casamientos como si no fueran a alterar en absoluto la relación entre ambos.

—No la he visto —respondió en voz baja.

De pronto la noche pareció cerrarse sobre él. Había albergado la esperanza de que Alice desmintiera los rumores de su boda; en cambio, se encontraba pensando en la posibilidad de casarse a su vez. Deseaba huir, huir de las complejidades femeninas para volver a la sólida lógica de sus hermanos.

—No sé qué va a suceder.

Alice, con el ceño fruncido, se dejó tomar del brazo y conducir hasta su caballo.

—Te amo, Gavin —dijo apresuradamente—. Pase lo que pase, te amaré siempre, siempre te querré.

Él la levantó rápidamente hasta la silla.

—Tienes que regresar antes de que alguien descubra tu ausencia. No conviene que semejante historia llegue a oídos del bravo y noble Chatworth, ¿verdad?

—Eres cruel, Gavin —dijo ella, pero no se percibían lágrimas en su voz—. ¿Vas a castigarme por lo que no está en mi mano remediar, por lo que escapa a mi voluntad?

Él no tuvo respuesta.

Alice se inclinó para besarlo, pero se dio cuenta de que estaba pensando en otra cosa y eso la asustó. Entonces agitó bruscamente las riendas y se alejó al galope.

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2

Era ya muy tarde cuando Gavin se acercó al castillo de Montgomery. Aunque todas sus propiedades les habían sido robadas por un rey codicioso, aquellas murallas seguían siendo de la familia. Desde hacía más de cuatrocientos años habitaba allí un Montgomery: desde que Guillermo había conquistado Inglaterra, trayendo consigo a la familia normanda, ya rica y poderosa.

Con el paso de los siglos el castillo había sufrido ampliaciones, refuerzos y remodelaciones, hasta que sus murallas, de cuatro metros de anchura, llegaron a encerrar más de una hectárea. Dentro, la tierra se dividía en dos partes: el baluarte exterior y el interior. El baluarte exterior albergaba a los sirvientes, a los caballeros de la guarnición y a los cientos de personas y animales necesarios para mantener el castillo; además, protegía el recinto interior, donde estaban las casas de los cuatro hermanos Montgomery y sus servidores privados. Todo el conjunto ocupaba la cumbre de una colina y se recostaba contra un río. En ochocientos metros a la redonda no se permitía el crecimiento de ningún árbol; cualquier enemigo tenía que acercarse a campo abierto.

Durante cuatro siglos, los Montgomery habían defendido esa fortaleza de un rey avaricioso y de las guerras entre caballeros feudales. Gavin miró con orgullo los altos muros que constituían su hogar, y condujo su caballo hacia el río. Luego desmontó para llevarlo de la brida por el estrecho paso del río. Aparte del enorme portón principal, ésa era la única entrada. El portón principal estaba cubierto por una reja terminada en picas, que se podía levantar o bajar por medio de cuerdas. A esas horas, siendo ya de noche, los guardias habrían tenido que despertar a cinco hombres para levantarla. Por lo tanto, Gavin se encaminó hacia la estrecha puerta excusada. Unos cuatrocientos metros de muralla de dos metros y medio de altura conducían a ella; arriba caminaban varios guardias, paseándose durante toda la noche. Ningún hombre que apreciara su vida se quedaba dormido estando de guardia.

Durante los dieciséis años del reinado actual, la mayoría de los castillos habían entrado en decadencia. En 1485, al ascender al trono, Enrique VII había decidido quebrar el poder de los grandes señores feudales. Prohibió entonces los ejércitos privados y puso la pólvora bajo el control del Gobierno. Puesto que los señores feudales ya no podían librar guerras particulares para obtener ganancias, vieron mermadas sus fortunas. Los castillos resultaban caros de mantener, por lo cual fueron abandonados uno tras otro por la comodidad de las casas solariegas.

Pero algunos, gracias a una buena administración y mucho trabajo, aún mantenían en uso aquellas poderosas estructuras antiguas. Entre ellos se contaban los Montgomery, respetados en toda Inglaterra. El padre de Gavin había construido una fuerte y cómoda casa solariega para sus cinco hijos, pero siempre dentro de las murallas del castillo.

Una vez dentro de la fortificación, Gavin cayó en la cuenta de que reinaba allí una gran actividad.

—¿Qué ha pasado? —preguntó al palafrenero que se hizo cargo de su caballo.

—Los amos acaban de regresar de sofocar un incendio en la aldea.

—¿Grave?

—No, señor. Sólo algunas casas de comerciantes. No hacía falta que los amos se molestaran. —Y el muchacho se encogió de hombros, como para expresar que no había modo de comprender a los nobles.

Gavin lo dejó para entrar en la casa solariega, construida contra la antigua torre de piedra que ahora sólo se usaba como depósito. Los cuatro hermanos varones preferían la comodidad de la gran casa. Varios de los caballeros se estaban arrellanando para dormir. Gavin saludó a algunos mientras subía apresuradamente la ancha escalera de roble, rumbo a sus propias habitaciones del segundo piso.

—He aquí a nuestro caprichoso hermano —le saludó Raine, alegremente—. ¿Puedes creer, Miles, que pasa las noches cabalgando por la campiña, sin atender a sus responsabilidades? Si nosotros actuáramos a su manera, media aldea se habría quemado hasta los cimientos.

Raine era el tercero de los varones: el más bajo y fornido de los cuatro, un hombre poderoso. Su aspecto habría sido formidable (y en el campo de batalla lo era, por cierto); pero sus ojos azules estaban siempre danzando y las mejillas se le llenaban de profundos hoyuelos.

Gavin miró a sus hermanos menores sin sonreír. Miles, con las ropas ennegrecidas por el hollín, llenó una copa de vino y se la ofreció.

—¿Has recibido malas noticias?

Miles era el menor: un muchacho serio, de penetrantes ojos grises a los que nada pasaba inadvertido. Rara vez se le veía sonreír.

Raine se sintió contrito de inmediato.

—¿Ocurre algo malo?

Gavin tomó la copa y se hundió pesadamente en una silla de nogal tallado, frente al fuego. La habitación donde estaban era amplia; el suelo de roble estaba cubierto en parte por alfombras orientales. De las paredes pendían tapices de lana con escenas de cacerías o de las Cruzadas. El techo mostraba fuertes vigas arqueadas, tan decorativas como prácticas; entre una y otra la superficie era de yeso. El mobiliario oscuro, de intrincadas tallas, terminaba de darle un aspecto masculino. En el extremo sur se veía una profunda ventana salediza, con asientos rojos.

Los tres hermanos vestían ropas sencillas y oscuras: camisas de hilo, flojamente fruncidas en el cuello y ajustadas al cuerpo; largos chalecos de lana que les llegaban hasta el muslo y una pesada chaqueta, corta y de mangas largas. Las piernas quedaban expuestas desde el muslo, envueltas en calzas de lana oscura que ceñían los gruesos músculos. Gavin calzaba botas hasta la rodilla y lucía una espada a la cadera, con tahalí incrustado de piedras preciosas.

Bebió largamente el vino y guardó silencio mientras Miles volvía a llenarle la copa. No podía compartir su desdicha amorosa, ni siquiera con sus hermanos.

Como él no respondía, Miles y Raine intercambiaron una mirada. Sabían adónde había ido el hermano mayor, y no les costaba adivinar qué noticia le daba ese aire de fatalidad. Raine, presentado cierta vez a Alice ante la discreta insistencia de Gavin, veía en ella una frialdad que no le gustaba. Pero para el embrujado muchacho ella era la mujer perfecta; Raine, pese a sus opiniones, sintió pena por él.

Miles no. No lo conmovía el menor rastro de amor por una mujer. Para él eran todas iguales y servían al mismo propósito.

—Robert Revedoune ha enviado hoy a otro mensajero —dijo, interrumpiendo el silencio—. Creo que le preocupa la posibilidad de que su hija muera sin dejarle herederos.

—¿Está enferma? —preguntó Raine, que era el humanitario de la familia; se preocupaba por cualquier yegua herida, por cualquier siervo enfermo.

—No tengo noticias de que así sea —respondió el menor—. Pero el hombre está enloquecido por la pérdida de sus hijos y porque sólo le queda una mísera muchacha. Dicen que castiga regularmente a su esposa por no haberle dado más hijos varones.

Raine frunció el ceño ante su copa de vino. No le gustaba que se castigara a las mujeres.

—¿Le darás respuesta? —insistió Miles, puesto que Gavin no respondía.

—Que uno de vosotros la tome por esposa —propuso Gavin—. Haced que Stephen vuelva de Escocia. O tú, Raine; necesitas una esposa.

—Revedoune quiere sólo al hijo mayor —replicó Raine, sonriendo—. De lo contrario, me declararía más que dispuesto.

—¿Por qué tanta resistencia? —objetó Miles, enfadado—. Ya tienes veintisiete años y necesitas casarte. Esa Judith Revedoune es rica. Te aportará el título de conde. Tal vez gracias a ella los Montgomery comenzaremos a recuperar lo que perdimos.

Alice estaba perdida. Cuanto antes lo aceptara, antes comenzaría a curar. Gavin se decidió:

—Está bien. Acepto el casamiento.

De inmediato Raine y Miles exhalaron el aliento que estaban conteniendo sin saberlo.

Miles dejó su copa.

—Pedí al mensajero que pasara aquí la noche, con la esperanza de poder darle tu respuesta.

Mientras el hermano menor abandonaba la sala, Raine dejó que se impusiera su sentido del humor.

—Dicen que no levanta sino esto del suelo —indicó, poniendo la mano cerca de su cintura— y que tiene dientes de caballo. Por lo demás...

La vieja torre estaba llena de corrientes de aire; el viento silbaba en las rendijas. El papel engrasado que cubría las ventanas no ayudaba a evitar el frío.

Alice durmió cómodamente, desnuda bajo los cobertores de hilo rellenos de plumón.

—Mi señora —susurró Ela—, él ha venido.

La joven se dio la vuelta, soñolienta.

—¿Cómo te atreves a despertarme? —dijo en feroz siseo—. ¿Y a quién te refieres?

—Al hombre de la casa Revedoune. Ha...

—¡Revedoune! —Alice se incorporó, ya del todo despierta. —Tráeme una bata y haz que venga a verme.

—¿Aquí? —Ela se mostró horrorizada. —No, señora, no puede ser. Alguien podría oíros.

—Sí —reconoció Alice, distraída—, el riesgo es demasiado grande. Deja que me vista, y me reuniré con él bajo el olmo de la huerta.

—¿De noche? Pero...

—¡Ve! Dile que pronto estaré con él.

Alice enfundó apresuradamente los brazos en una bata de terciopelo carmesí, forrada con pieles de ardilla gris. Después de atarse un ancho cinturón, deslizó los pies en suaves zapatillas de cuero dorado.

Hacía casi un mes que no veía a Gavin ni tenía noticias suyas. Pero, pocos días después de aquella cita en el bosque, había sabido que iba a casarse con la heredera de Revedoune. Por todo el país se estaba anunciando un torneo para celebrar las bodas. Todos los hombres importantes estaban recibiendo invitaciones; todo caballero de cierta habilidad era instado a participar. Con cada noticia, Alice sentía aumentar sus celos. ¡Cuánto le habría gustado sentarse junto a un esposo como Gavin para presenciar un torneo organizado para celebrar sus propios esponsales! Pero su boda pasaría sin tales festejos.

Sin embargo, pese a los planes conocidos, nadie podía decirle una palabra sobre la tal Judith Revedoune. La muchacha era un nombre sin rostro ni figura. Dos semanas antes, Alice había concebido la idea de contratar a un espía para que hiciera averiguaciones sobre esa esquiva Judith; quería saber cómo era y con quién se veía obligada a competir. Ela tenía órdenes de advertirla sobre la llegada de ese hombre, fuera la hora que fuese.

Corrió por el sendero de la huerta invadida por la hierba, con el corazón palpitante. Esa tal Judith tenía que ser un verdadero sapo. Era preciso.

—Ah, señora mía —dijo el espía al verla—. Vuestra belleza opaca el fulgor de la luna.

Y le tomó la mano para besársela.

Ese hombre le daba asco, pero no conocía a otro que tuviera acceso a la familia Revedoune. ¡Y se había visto forzada a pagarle un precio indignante! Era un hombre furtivo y aceitoso, pero al menos hacía bien el amor. Quizá como cualquiera.

—¿Qué noticias tienes? —preguntó, impaciente, mientras le retiraba la mano—. ¿La has visto?

—No... de cerca no.

—¿La has visto o no? —interrogó Alice, mirándolo a los ojos.

—Sí, la he visto —respondió él con firmeza—, pero la custodian celosamente.

Quería complacer a esa bella rubia, y para eso debía ocultar la verdad, obviamente. Sólo había visto a Judith Revedoune desde lejos, mientras ella se alejaba a caballo de la casa solariega, rodeada de sus damas de compañía. Ni siquiera estaba seguro de cuál, entre todas aquellas siluetas abrigadas, correspondía a la heredera.

—¿Por qué la custodian tanto? ¿Acaso no tiene la mente sana, puesto que no la dejan moverse en libertad?

De pronto, el hombre tuvo miedo de aquella mujer, que lo interrogaba con tanta agudeza. Había poder en aquellos fríos ojos azules.

—Corren rumores, ciertamente. Sólo se deja ver por sus doncellas y su madre. Ha pasado la vida entera entre ellas, preparándose para el convento.

—¿El convento? —Alice comenzaba a tranquilizarse. Era bien sabido por todos que, cuando una familia adinerada tenía una hija deforme o retardada, se le otorgaba a la pobre una pensión y se la entregaba al cuidado de las monjas—. ¿Piensas, por ventura, que es débil mental o que padece alguna malformación?

—¿Por qué otro motivo se la mantendría tan oculta, señora? Robert Revedoune es un hombre duro. Su esposa aún renquea desde que él la arrojó escaleras abajo. No querrá que el mundo vea a una hija monstruosa.

—Pero no estás seguro de que ésa sea la razón de su encierro.

Él sonrió. Se sentía más a salvo.

—¿Qué otro motivo podría haber? Si la muchacha estuviera sana, ¿por qué no mostrarla al mundo? ¿No la habría ofrecido en matrimonio antes de verse obligado a ello por la muerte de sus hijos varones? ¿Qué hombre dedicaría a su única hija a la Iglesia? Eso sólo se lo permiten las familias que tienen muchas hijas.

Alice contempló la noche en silencio. El hombre fue cobrando audacia. Se acercó un poco más, le cubrió una mano con los dedos y le susurró al oído:

—No tenéis motivo alguno para sentir miedo, señora. No habrá bella novia que aleje a lord Gavin de vos.

Sólo la brusca respiración de Alice dio señales de que ella hubiera escuchado esas palabras. ¿Acaso hasta el último de los plebeyos sabía de sus relaciones con Gavin? Con toda la habilidad de una gran actriz, se volvió para sonreírle.

—Has hecho un buen trabajo y serás... debidamente recompensado.

No quedaba duda alguna sobre el significado de sus palabras. Él se inclinó para besarla en el cuello. Alice se apartó, disimulando su repugnancia.

—No, esta noche no —susurró en tono íntimo—. Mañana. Se dispondrá todo para que podamos pasar más tiempo juntos. —Deslizó una mano bajo el tabardo, a lo largo del muslo, y sonrió seductoramente al ver que él quedaba sin aliento. —Tengo que irme —agregó con aparente renuencia.

Pero cuando dio la espalda a su espía, no quedaron en su cara rastros de la sonrisa. Tenía una diligencia más que cumplir antes de volver a la cama. El palafrenero la ayudaría de buen grado. No debía permitir que hombre alguno hablara libremente de sus relaciones con Gavin... y el que lo hiciera pagaría caras sus palabras.

—Buenos días, padre —saludó Alice alegremente, mientras se inclinaba para rozar con los labios la mejilla de aquel viejo sucio y contrahecho.

Estaban en el primer piso de la torre, que constituía una sola estancia abierta. Era el gran salón, utilizado para comer, para que durmieran los sirvientes del castillo y para todas las actividades cotidianas. La muchacha reparó en la copa de su padre, que estaba vacía.

—¡Eh, tú! —dijo ásperamente a un sirviente que pasaba—. Trae más cerveza para mi padre.

Nicolas Valence tomó la mano de su hija entre las suyas y la miró con gratitud.

—Eres la única que se interesa por mí, mi encantadora Alice. Todas las otras, tu madre y tus hermanas, tratan de impedirme que beba. Pero tú sabes que eso me reconforta.

Ella se apartó, disimulando la sensación que le provocaba aquel contacto.

—Desde luego, querido padre. Y es porque sólo yo te amo.

Y le sonrió con dulzura.

Después de tantos años, Nicolas aún se maravillaba de que él y su fea mujercita hubieran podido dar vida a una niña tan encantadora. La pálida belleza de Alice formaba un notable contraste con su propia tez morena. Y cuando las otras lo regañaban y le ocultaban el licor, Alice le alcanzaba subrepticiamente una botella. Era cierto: lo amaba, sí. Y él también la amaba. ¿Acaso no le daba para ropas las pocas monedas que hubiera? Su encantadora Alice vestía de seda, mientras que sus hermanas usaban telas caseras. Habría hecho por ella cualquier cosa. ¿Por ventura no negaba su mano a Gavin Montgomery, siguiendo las indicaciones de Alice? Por su parte, no lograba comprender que una muchacha no quisiera casarse con un hombre fuerte y rico como Gavin. Pero Alice tenía razón. Nicolas tomó la copa rebosante y la bebió. Alice tenía razón, sí; ahora iba a casarse con un conde. Claro que Edmund Chatworth no se parecía en nada a los apuestos Montgomery, pero Alice siempre sabía lo que era mejor.

—Padre —dijo ella, sonriendo—, necesito pedirte un favor.

Él bebió la tercera copa de cerveza. A veces no era fácil satisfacer las peticiones de su hija. Trató de cambiar de tema.

—¿Sabes que anoche un hombre cayó desde el muro? Un desconocido. Al parecer, nadie sabe de dónde vino.

Cambió la expresión de la joven. Ahora el espía no podría revelar sus relaciones con Gavin ni su interés por saber de la heredera Revedoune. Se apresuró a descartar la idea; la muerte de aquel hombre no tenía la menor importancia para ella.

—Quiero asistir a la boda de Gavin con la Revedoune.

—¿Quieres una invitación a la boda de la hija de un conde? —se extrañó Nicolas.

—Sí.

—¡Es que no puedo! ¿Qué pretendes de mí?

Esta vez Alice despidió al sirviente y llenó la copa de su padre con sus propias manos.

—Tengo un plan —dijo de inmediato, con su sonrisa más dulce.

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3

El fuego ascendía por el muro de piedra y devoraba la planta alta de la tienda, construida en madera. El aire estaba denso de humo; los hombres y las mujeres que formaban cola para pasar los cántaros de agua ya estaban negros. Sólo ojos y dientes se mantenían blancos.

Gavin, desnudo de la cintura hacia arriba, usaba enérgicamente el hacha de mango largo para destruir la tienda vecina de la incendiada. El vigor con que trabajaba no permitía sospechar que llevaba dos días completos esforzándose de ese modo.

La ciudad donde ardía el edificio (y donde había otros tres reducidos a cenizas) le pertenecía. La circundaban murallas de tres metros y medio, que descendían por la colina desde el gran castillo Montgomery. Sus impuestos constituían el ingreso de los hermanos; a cambio, los caballeros protegían y defendían a sus habitantes.

—¡Gavin! —aulló Raine por encima del rugir de las llamas. También estaba sucio de humo y sudor—. ¡Baja de ahí! ¡El fuego está demasiado cerca!

Gavin pasó por alto la advertencia de su hermano. Ni siquiera miró la pared incendiada que amenazaba caer sobre él. Sus hachazos se tornaron más vigorosos, mientras luchaba por dar la vuelta a la madera seca que recubría el muro de piedra, para que el hombre que esperaba abajo pudiera empaparla de agua.

Raine sabía que era inútil seguir gritando. Hizo una señal cansada a los exhaustos hombres que lo acompañaban para que continuaran arrancando la madera de la pared. Estaba ya agotado, aunque había dormido cuatro horas: cuatro más que Gavin. Sabía por experiencia que, mientras un centímetro cuadrado de la propiedad de Gavin estuviera en peligro, su hermano no dormiría ni se permitiría descansar.

Permaneció abajo, conteniendo el aliento, mientras Gavin trabajaba junto a la pared en llamas. Se derrumbaría en cualquier momento. Sólo cabía esperar que acabara pronto con su tarea y descendiera la escalerilla hasta un lugar seguro. Raine murmuró todos los juramentos que conocía, en tanto su hermano coqueteaba con la muerte. Mercaderes y siervos ahogaron una exclamación al ver que el muro ígneo se tambaleaba. Raine habría querido bajar a Gavin por la fuerza, pero sabía que sus fuerzas no superaban a las de su hermano mayor.

De pronto, los maderos cayeron dentro de los muros de piedra. Inmediatamente Gavin se lanzó por la escalerilla. Apenas tocó tierra, su hermano se arrojó contra él para derribarlo, poniéndolo lejos de la cortina de fuego.

—¡Maldito seas, Raine! —aulló Gavin junto al oído de Raine, aplastado por su peso—. ¡Me estás asfixiando! ¡Apártate!

El otro estaba demasiado habituado a sus reacciones como para ofenderse. Se levantó con lentitud; le dolían los músculos por el trabajo realizado en esos últimos días.

—¿Así me agradeces que te haya salvado la vida? ¿Por qué demonios te has entretenido tanto tiempo allí arriba? En pocos segundos más te habrías asado.

Gavin se incorporó con prontitud y volvió la cara ennegrecida hacia el edificio que acababa de abandonar. El incendio ya estaba contenido dentro de los muros de piedra y no pasaría a la construcción vecina. Seguro ya de que los edificios estaban a salvo, se volvió hacia su hermano.

—¿Y qué podía hacer? ¿Dejar que se incendiara todo? —preguntó, flexionando el hombro; lo tenía desollado y cubierto de sangre, allí donde Raine lo había hecho rodar por entre escombros y grava—. O bien detenía el incendio, o bien me quedaba sin ciudad.

Los ojos de Raine despedían chispas.

—Pues yo preferiría perder cien edificios y no a ti.

Gavin sonrió, haciendo brillar sus dientes blancos y parejos contra la negrura de la cara sucia.

—Gracias —dijo serenamente—, pero creo que yo prefiero perder un poco de piel y no otro edificio.

Volvió la espalda a su hermano y fue a dirigir la actividad de otros hombres, que estaban empapando de agua los edificios contiguos al derribado.

Raine se encogió de hombros y optó por alejarse. Gavin era el amo de las fincas familiares desde los dieciséis años y se tomaba muy en serio la responsabilidad. Lo suyo era suyo, y combatiría a muerte por conservarlo. Sin embargo, hasta el siervo más indigno y el peor de los ladrones recibían de él un tratamiento justo mientras residieran en la propiedad Montgomery.

Gavin volvió a la casa solariega ya avanzada la noche. Se encaminó hacia el salón de invierno, un cuarto contiguo a la gran estancia que servía como comedor familiar. El suelo estaba cubierto de gruesas alfombras de Antioquía. Aquel cuarto era un agregado reciente, recubierto por un nuevo tipo de tallas realizadas en nogal que parecían la ondulación de una tela. Un extremo estaba ocupado por una chimenea enorme. En la repisa de piedra lucían los leopardos heráldicos de la familia Montgomery.

Raine ya estaba allí, limpio y vestido de lana negra; ante sí tenía una enorme bandeja de plata, cargada de cerdo asado, trozos de pan caliente, manzanas y melocotones secos. Pensaba comer hasta la última migaja. Con un gruñido gutural, señaló una gran tina de madera, llena de agua humeante, que habían instalado ante la gran hoguera.

La fatiga estaba venciendo a Gavin, que se quitó las calzas y las botas para deslizarse en la tina. El agua causó un desagradable efecto en sus ampollas y sus desolladuras recientes. Una joven criada salió de entre las sombras para lavarle la espalda.

—¿Dónde está Miles? —preguntó Raine, entre un bocado y otro.

—Lo envié a casa de Revedoune cuando me recordó que hoy debía efectuarse el compromiso. Ha ido en representación mía.

Gavin se inclinó hacia adelante, dejando que la muchacha lo lavara. No miraba a su hermano. Raine estuvo a punto de atragantarse con el cerdo.

—¿Qué has hecho?

Gavin levantó la vista, sorprendido.

—Envié a Miles como representante para el compromiso con la heredera de Revedoune.

—¡Por Dios, hombre! ¿No tienes un poco de sentido común? ¡No puedes enviar a otra persona, como si fueras a

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