Índice
Portadilla
Créditos
Dedicatoria
Cita
CÓMO SER TODA UNA DAMA
Genealogía
Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Epílogo
Nota de la autora
Para Laurie y Kimberley Van Horn,
cuyo apoyo, afecto y entusiasmo
agradeceré siempre.
Y para Marquita Valentine,
mi querida amiga.
Gracias de corazón.
La conciencia, verdugo invisible que
tortura el alma, es un azote implacable y feroz.
Sátira XIII, JUVENAL, siglo I a. C.
(Citado en The Pirates Own Book, siglo XIX)
CÓMO SER TODA UNA DAMA

Prólogo
Devonshire, 1803
Las niñas jugaban como si nada malo pudiera sucederles. Porque nada podía ocurrirles en la verde colina desde la que se observaba el océano y donde habían jugado toda la vida. Su padre era un barón, de modo que llevaban gruesas enaguas blancas de muselina que las cubrían hasta las pantorrillas y delantales bordados con hilo de seda.
Soplaba una leve brisa que les pegaba las faldas a las piernas y les alborotaba el pelo, ladeándoles los bonetes una y otra vez. La mayor, que tenía trece años y era alta y de extremidades largas como si fuera un muchacho, estaba recogiendo delicados jacintos silvestres para hacer un ramillete. La pequeña, bajita y risueña, giraba con los brazos en cruz, lanzando al aire una lluvia de violetas silvestres. Corrió hacia el borde del acantilado con sus rizos oscuros flotando al viento. Su hermana la siguió con un brillo soñador en los ojos mientras sus rubios tirabuzones se agitaban en torno a sus hombros.
En el horizonte, a muchas millas de distancia, allí donde el cielo azul se encontraba con el resplandeciente océano, apareció una vela.
—Ser, si fuera un marinero —le gritó la pequeña a su hermana—, me convertiría en el capitán de un barco inmenso y navegaría hasta los confines del mundo para poder contar mi hazaña después.
Serena meneó la cabeza con cariño.
—Vi, las mujeres no pueden ser marineros, no está permitido.
—¿A quién le importa lo que esté permitido y lo que no? —La risa de Viola flotó en la brisa, a su alrededor.
—Si alguna chica puede convertirse en capitana de un barco, eres tú —replicó Serena, con un brillo cariñoso en los ojos.
Viola corrió a abrazar a su hermana por la cintura.
—Serena, eres una princesa.
—Y tú eres un duendecillo, por lo que te admiro mucho.
—Mamá admira a los marineros. —Viola comenzó a saltar muy cerca del borde del acantilado—. La vi hablando con uno en Clovelly, el día que fuimos a comprar las cintas.
—Mamá es amable con todo el mundo. —Serena sonrió—. Seguro que le estaba dando limosna.
Sin embargo, a Viola no le pareció que su madre estuviera dando limosna. La había visto hablar con el marinero durante un buen rato y cuando regresó a su lado, tenía los ojos llenos de lágrimas.
—A lo mejor quería más dinero que el que mamá podía darle.
El barco se acercó y de él descendió un bote alargado con doce remos. Las hermanas observaron la escena. Estaban acostumbradas a ella, ya que vivían muy cerca del puerto, pero poseían la curiosidad típica de los niños.
—Ser, ¿crees que son contrabandistas?
—Podrían serlo, supongo. La cocinera dice que había contrabandistas por la zona el miércoles, cuando fue al mercado. Papá dice que los contrabandistas son bienvenidos porque estamos en guerra.
—No reconozco el barco.
—¿Cómo vas a reconocer alguno?
Viola puso sus oscuros ojos violetas en blanco.
—Por la bandera, tonta.
El bote se acercó a la playa situada a los pies del acantilado, subiendo y bajando sobre la espumosa cresta de las olas. Los marineros saltaron al agua y se mojaron los pantalones. Unos cuantos arrastraron el bote hasta la pedregosa orilla. Cuatro de ellos se dirigieron al estrecho sendero que subía por el acantilado.
—Parece que quieren subir —comentó Serena, que se mordió el labio inferior—. Pero estas tierras son de papá.
Viola se aferró a los dedos de su hermana. Encontrarse tan cerca de unos contrabandistas era algo que solo sucedía en sus sueños. Tal vez les preguntara por sus viajes o por el cargamento del barco. Tal vez llevaran algún tesoro a bordo, algo muy valioso procedente de tierras lejanas. Seguro que tenían muchas historias que contar de dichas tierras.
—Agárrate fuerte a mi mano, Ser —dijo con la voz trémula por la emoción—. Vamos a saludarlos y a preguntarles qué se les ofrece.
El marinero que guiaba a los demás era un hombre fornido, apuesto y un tanto siniestro. Pero en absoluto estaba desaseado o mal vestido como cabría esperar. Tanto él como sus compañeros coronaron el acantilado y se acercaron directamente a ellas.
—¡Caray! —exclamó Viola—. ¡Es el mismo marinero con el que mamá estuvo hablando el otro día!
Las niñas los observaron y no vieron nada peligroso en el saludo sonriente y afable del marinero, cuyos ojos se clavaron en sus manos unidas. Porque contaban con su amor fraternal, feroz y tierno, y nada malo podía sucederles.
1
Londres, 1818
Compatriotas británicos:
Los ciudadanos de nuestro gran reino no deben seguir viendo que el dinero que ganan con su sudor es malgastado por los ociosos ricos. ¡Mi misión continúa! Mientras recababa información acerca del misterioso club para caballeros sito en el 14 V de Dover Street y conocido como Club Falcon, descubrí algo muy intrigante. Uno de sus miembros es un hombre de mar y lo apodan Águila Pescadora.
¡Pájaros por todas partes! ¿Cuál será el siguiente apodo, Mamá Pato?
Por desgracia, no he podido averiguar el nombre de su navío. Pero no me sorprendería nada que fuera un miembro de la Armada o un corsario. Otro gasto más a cuenta de las arcas públicas para apoyar los intereses personales de aquellos que ya disfrutan de inconmensurables privilegios.
No descansaré hasta que todos los miembros del Club Falcon sean descubiertos o, debido a mi investigación, hasta que dicho grupo se desbande por temor a la identificación.
LADY JUSTICE
A la atención de Lady Justice
Brittle & Sons, editores
Londres
Estimada señora:
Su persistencia a la hora de descubrir la identidad de los miembros de nuestro humilde club es gratificante. Nos complace en gran medida sabernos el centro de atención de una dama de semejante altura.
Ha dado en el clavo. Uno de nuestros miembros es, ciertamente, un hombre de mar. Le deseo mucha suerte para identificarlo entre la legión de ingleses que surcan los mares. ¡Ah, por cierto! ¿Me permite ayudarla? Poseo un modesto esquife. Se lo prestaré encantado para que pueda hacerse a la mar en busca de su enemigo. Mejor aún, me ofrezco para remar. Tal vez mientras esté sentado frente a usted, que manejaría el timón para surcar las espumosas olas, me enamore tanto de su belleza como me he enamorado de su tenaz inteligencia... porque solo una beldad podría ocultarse tras un nombre y un proyecto tan aterradores.
Confieso que la curiosidad me puede y que estoy tentado de intentar averiguar su identidad con la misma insistencia con la que usted busca la nuestra. Señora, una palabra suya bastará para que lleve mi barca a su puerto en este instante.
Atentamente,
PEREGRINO
Secretario del Club Falcon
Estimado señor:
He dejado la nota con el nombre codificado en un lugar donde LJ pueda encontrarla y perder el tiempo persiguiendo sombras. No me cabe la menor duda de que sus bolsillos están tan vacíos como sus bravuconadas, de modo que debe mantener contento a su editor.
De hecho, el nombre en clave de Águila Pescadora puede darse por perdido. No he tenido comunicación directa con él desde hace quince meses. El Almirantazgo me ha informado de que aunque sigue ostentando una patente de corso, no tiene noticias suyas desde que acabó ese asunto escocés hace más de un año. Aun trabajando para el Club se regía por sus propias normas. Sospecho que ha dimitido, tal como ya sospechábamos. Debemos agradecer que, al menos, ahora sea leal a la Corona y no su enemigo.
A su servicio,
PEREGRINO
2
Jin Seton clavó la vista en su único amor y se le heló la sangre en las venas. El viento y la lluvia lo azotaban mientras observaba cómo la personificación de la belleza se hundía en el fondo del océano Atlántico, envuelta en llamas y humo negro.
La goleta más elegante que jamás había surcado los mares. Desaparecida.
Su pecho exhaló un gemido silencioso cuando los últimos restos de madera ardiente, de velamen y de quilla desaparecieron bajo la burbujeante superficie verdosa. Unos pedazos salieron a flote, trozos de tablones y de mástiles, barriles vacíos y jirones de velas. Su precioso caparazón permaneció en el fondo.
La cubierta del bergantín norteamericano se mecía bajo sus pies separados y la lluvia arreciaba, ocultando los restos de su navío naufragado, a unos cincuenta metros de distancia. Cerró los ojos con fuerza para contener el dolor.
—Ha sido muy buena, Jin —dijo el hombretón que tenía al lado, meneando apenado su cabeza morena—. No ha sido culpa tuya que se fuera al fondo.
Jin frunció el ceño. No era culpa suya. ¡Dichosos corsarios norteamericanos que le disparaban a todo lo que navegaba!
—Se han comportado como piratas —replicó entre dientes con voz ronca—. Han arriado un bote. Han disparado sin previo aviso.
—Se nos han echado encima sin darnos cuenta. —La enorme cabeza asintió.
Jin resopló y apretó los dientes al tiempo que sus brazos se tensaban contra las sogas que lo ataban al mástil del bergantín. Alguien iba a pagar por eso. De la forma más dolorosa que se le ocurriera.
—La trataste como a una reina, ya lo creo —masculló Mattie, cuya voz se impuso al creciente rugir de la rabia que inundaba los oídos de Jin.
Una rabia que amortiguaba los gritos y los gemidos de los heridos a su alrededor. Volvió la cabeza para echar un vistazo más allá de su enorme timonel, buscando, contando. Matouba estaba atado a una barandilla; Juan, a una jarcia. Pequeño Billy se debatía contra un marinero que lo doblaba en tamaño. Gran Mattie le tapaba el resto de la cubierta, pero había treinta...
—Los otros consiguieron subir a los botes cuando empezó a arder —gruñó Mattie—. Los chicos están bastante bien, porque como estos no son piratas... No hay que preocuparse de nada.
—No hay que preocuparse de nada. —Jin soltó una carcajada amarga—. Estoy más atado que un pavo en el horno y la Cavalier está en el fondo del mar. No, no tengo de qué preocuparme.
—No me vengas con esas. Sé que te preocupas más por nuestros chicos que por tu dama, y mira que la mimabas.
—Te equivocas como siempre, Matt.
Levantó la cabeza y vio la bandera del estado de Massachusetts que colgaba lacia por la lluvia que le golpeaba la cara. Había perdido el sombrero. Sin duda alguna lo perdió en algún momento durante la escaramuza que lo llevó del bote a la cubierta enemiga, cuando se dio cuenta de repente que les había ordenado a sus hombres abordar un navío corsario norteamericano, no un barco pirata. La lluvia chorreaba desde su nariz hasta su boca. Escupió y echó un vistazo a su alrededor.
La cubierta del bergantín, velada por una capa grisácea, estaba llena de hombres y de madera. Hombres de ambas tripulaciones yacían tumbados mientras otros intentaban curar las heridas con urgencia. Las velas colgaban de los mástiles, algunas desgarradas. Una de las vergas estaba rota y las barandillas habían acabado destrozadas por los cañonazos. Además, había restos de pólvora por todas partes. Aunque la habían pillado desprevenida, la Cavalier se había defendido bien. Sin embargo, el barco yanqui seguía a flote. Mientras que el navío de Jin, la Cavalier, estaba en el fondo del mar.
Volvió a cerrar los ojos. Sus hombres estaban vivos y él podía permitirse otro barco. Podía permitirse doce barcos más. Por supuesto, le había prometido al anterior dueño de la Cavalier que la cuidaría. Pero se había prometido a sí mismo mucho más. Ese golpe no lo detendría.
—Hemos estado en peores. —Mattie enarcó sus pobladas cejas.
Jin le lanzó una mirada hosca.
—Vamos, tú has estado en peores —se corrigió el timonel.
En situaciones muchísimo peores. Pero ninguna tan humillante ni tan dolorosa. Nadie le ganaba la mano. Nadie.
—¿Quién ha hecho esto? —gruñó, entrecerrando los ojos para protegerlos de la lluvia—. ¿Quién narices ha podido acercarse tan rápido sin ser detectado?
—Pues ha sido Su Alteza, señor. —La voz cantarina le llegó desde la cintura. El chiquillo, delgaducho, pecoso y pelirrojo, le sonrió enseñándole las mellas, se llevó una mano a la cintura y le hizo una reverencia—. Bienvenido a bordo de la Tormenta de Abril, capitán Faraón.
Jin se tensó de la cabeza a los pies.
«La Tormenta de abril», pensó.
—¿Quién es el capitán de este barco, muchacho?
El niño se estremeció al escuchar su tono desabrido. Acto seguido, examinó las cuerdas que los ataban a ambos al palo mayor por la cintura, el pecho y las manos, y los delgaduchos hombros se relajaron.
—Violet Laveel, señor —replicó.
—Deja de removerte, niño, y dile a tu patrona que venga —rugió Mattie.
El niño puso los ojos como platos y se marchó a toda prisa.
—¿Violet la Vil? —masculló Mattie antes de apretar sus gruesos labios—. Mmmm.
Jin inspiró hondo para calmarse, pero el corazón le latía demasiado deprisa.
—¿Los muchachos están listos?
—Lo están desde hace meses. Claro que ahora da igual, porque están todos atados.
—Hablo yo.
Mattie frunció su enorme nariz.
—Mattie, como no cierres la boca, te la cierro yo aunque esté atado.
—Sí, capitán. Como quieras.
—Maldita sea, Mattie, como después de todo este tiempo se te ocurra siquiera abr...
—Vaya, vaya, vaya, ¿qué tenemos aquí, chicos? —La voz les llegó antes de ver a la mujer, una voz melódica, armoniosa y dulce, como la caricia de la seda contra la piel. Muy distinta a la de cualquier otra mujer hecha a la mar que Jin había conocido.
Sin embargo, cuando apareció ante sus ojos tras rodear a su timonel, Jin comprobó que su aspecto era muy común. A través de la intensa lluvia vio por primera vez a la corsaria de Mas-sachusetts más afamada y con más éxito: Violet la Vil.
La mujer a quien llevaba buscando casi dos años.
Los marineros la rodearon de forma protectora, mirándola con adoración y lanzando miradas asesinas a Jin y a su timonel. La mujer era más baja que los hombres que la protegían. A él le llegaría por la barbilla. Vestía pantalones anchos y un largo gabán de loneta desgastada; además, llevaba un enorme pañuelo negro al cuello, un tahalí con al menos tres pistolas distintas y un sombrero de ala ancha que le ocultaba la cara. No se parecía mucho a su hermana. Sin embargo, Jin había pasado incontables noches en puertos desde Boston a Veracruz, emborrachando a marineros y a mercaderes, sobornándolos con cualquier cosa que tuviera a mano para recabar información sobre la niña que desapareció quince años atrás. El hecho de que la mujer que había encontrado no se pareciera en absoluto a una elegante dama inglesa daba igual.
Violet la Vil era Viola Carlyle, la niña a quien había salido a buscar desde Devonshire veintidós meses antes. La niña que, con diez años, fue raptada por un contrabandista norteamericano del hogar de un caballero. La niña a quien todo el mundo, salvo su hermana, daba por muerta.
El ala del sombrero se elevó despacio entre la lluvia. Ante sus ojos, apareció una barbilla alargada, seguida de una boca fruncida, una nariz delgada y bronceada y un par de ojos entrecerrados, con arruguitas en los rabillos. Unos ojos que lo observaron de los pies a la cabeza. La mujer enarcó una ceja y sus labios esbozaron una sonrisa irónica.
—Así que este es el famoso Jin Seton del que tanto he oído hablar... El Faraón. —Su voz se deslizaba como una vela sobre un mástil bien engrasado. Las espesas pestañas se agitaron mientras lo repasaba de nuevo, aunque más rápido en esa ocasión. Meneó la cabeza e hizo un puchero—. Menuda decepción.
Mattie casi se atragantó.
Jin entrecerró los ojos.
—¿Cómo sabes quién soy?
—Tus hombres. Presumían de ti aunque estabais perdiendo el combate. —Rio y puso los brazos en jarras antes de volverse hacia los hombres que la rodeaban—. ¡Mirad, chicos! La Armada británica ha enviado a su peor pirata para aprehenderme.
Los marineros vitorearon, y los aplausos y silbidos se extendieron por toda la cubierta. Los hombres se acercaron con enormes sonrisas, dejando al descubierto sus dentaduras maltrechas, y riéndose a carcajadas, blandiendo mosquetes y espadas. Ella levantó la mano y se hizo el silencio, solo se escuchaba el golpeteo de las olas contra la quilla del bergantín y el de la lluvia contra las velas y la madera. La mujer clavó la mirada, tan afilada como un cuchillo, en Jin.
—Supongo que debería sentirme halagada... —Su voz era como el terciopelo.
Por un instante, un momento totalmente inusitado, Jin sintió un nudo en la garganta. Ninguna mujer debería hablar con esa voz. Salvo cuando estaba en la cama.
—¿Por qué has hundido mi barco? —Adoptó el deje acerado que solía usar cuando era más joven sin esfuerzo alguno—. Era la embarcación más rápida del Atlántico. ¿Qué clase de corsario eres que hundes semejante botín? Podrías habértela quedado o haberla vendido. Habrías ganado bastante dinero.
La mujer enarcó las cejas.
—Cierto, podría habérmela quedado, capitán inglés. O haberla vendido. Pero me daba la impresión de que el capitán de la Cavalier no iba a permitir que pasara a otras manos. ¿Me he equivocado? —Sonrió—. Claro que no. En cuanto recuperase la libertad, dicho capitán me perseguiría para recuperarla, de modo que tendría que hundir otro de sus barcos hasta que se alejara de mi costa. No, gracias. —Sus ojos relucieron.
—Nuestros países ya no están en guerra. Deberías habernos dejado tranquilos en cuanto te diste cuenta de quiénes éramos.
—No me disteis alternativa, os dispusisteis a abordar mi barco sin invitación.
Jin meneó la cabeza, asombrado.
—Ibais a abordarnos. ¿Qué hacéis acechando como piratas al abrigo de la lluvia?
—Buscamos tontos ansiosos de fama —respondió ella con tranquilidad—. ¿Qué clase de imbécil ataca un barco pirata?
La clase de imbécil que había presenciado cómo clavaban los pies de un hombre a una tabla entre otras torturas inimaginables. La clase de imbécil que en otro tiempo fue igual de desalmado que dichos piratas y que en ese momento intentaba expiar esos pecados. Jamás permitiría que un barco pirata surcara los mares libremente.
—Da igual —continuó ella al tiempo que se encogía de hombros—, ver cómo se hundía la todopoderosa Cavalier ha sido tan entretenido que no he podido resistirme.
Jin lo vio todo rojo. Parpadeó para intentar librarse de la ira. Le dolía el estómago. Por todos los infiernos, se moría por tener un cuchillo y una pistola. O quizá se moría por una botella de ron.
La mujer esbozó una sonrisa desdeñosa.
«Dos botellas», se corrigió. Se rumoreaba que era muy buena marinera para ser mujer, pero nadie le había dicho que estaba loca.
—¿Qué vas a hacer con mi tripulación? —Le temblaba la voz. ¡Por todos los infiernos!
La mujer volvió a enarcar una ceja.
—¿Qué crees que voy a hacer con ellos? ¿Venderlos?
Jin se tensó.
—No lo harías. No podrías vender ni a la mitad. —Solo a la mitad de piel oscura.
—Por supuesto que no voy a hacerlo, majadero. —Pese a las palabras, su voz siguió siendo aterciopelada.
—Entonces, ¿qué?
Una ráfaga de aire hizo que la lluvia cayera de lado. El bergantín se inclinó y la mujer separó aún más las piernas. La vio apretar los labios.
—Os desembarcaré esta noche cuanto atraquemos en el puerto. Os llevarán a la cárcel y el jefe del puerto decidirá qué hacer con vosotros.
—¿El jefe del puerto? —masculló Mattie.
—¿Qué pasa, hombretón? ¿Quieres quedarte a bordo? —Lo miró con una sonrisa torcida—. Me vendría bien un gigante como tú. Eres bienvenido si quieres quedarte y dejar que lord Faraón se pudra en la cárcel con los demás.
Mattie se puso muy rojo. A Jin le dolían los puños por las ganas de estampárselos en la mandíbula a su timonel. Mattie se volvía tonto con las mujeres.
Sin embargo, inspiró hondo para tranquilizarse. Con ese discursito le había revelado todo lo que necesitaba. La mujer había delatado sus orígenes.
A lo largo de sus veintinueve años, Jin había navegado desde Madagascar hasta Barbados. Se había emborrachado con hombres desde Cantón hasta Ciudad de México, y había escuchado muchos idiomas. Nada le había resultado más dulce que la curiosa dicción de Violet la Vil, delatora de su origen. Si esa mujer no había nacido y crecido en Devonshire, él no era marino. Daba igual que hubiera perdido la Cavalier. Había encontrado su objetivo.
Su tripulación la creía un corsario más al que capturar para conseguir la recompensa, un objetivo fijado por su trabajo para el gobierno. No lo era, era una misión particular. Con el regreso de Viola Carlyle a Inglaterra, por fin saldaría la deuda que tenía con el hombre que le había salvado la vida.
—Gracias, señorita. —Mattie intentó hacer una reverencia pese a las ataduras—. Me quedaré con mis compañeros.
—Tú mismo. —Miró a Jin—. Supongo que esperas que te desate, pirata.
—Así es. Y deprisa.
—Ya no es pirata, señorita —masculló Mattie—. No desde hace dos años.
Los ojos de la mujer relampaguearon.
—Me complace llamarlo así —dijo, enarcando una ceja—. Es evidente que no le gusta. Es tan arrogante como dicen.
La mujer se acercó a él, deteniéndose a escasos centímetros. Echó la cabeza hacia atrás, de modo que el ala del sombrero quedó justo por encima de la nariz de Jin mientras lo observaba a través de los párpados entornados. Un color inusual. De un azul tan oscuro que podría decirse que eran violetas. De ahí su apodo, sin duda alguna.
De cerca su piel irradiaba el calor del sol y estaba bronceada, todo lo contrario de la delicada blancura de una dama inglesa. Tenía los labios más carnosos de lo que había supuesto en un principio, en forma de corazón y con un pequeño lunar junto al labio inferior. Una lluvia de pecas salpicaba su nariz chata.
Aunque no era chata. Delicada. Casi como la de una dama.
Le devolvió la mirada insolente.
La vio fruncir ese apéndice que era casi como el del una dama.
—Arrogante. —Soltó un sonoro suspiro—. Y me sigue decepcionando. Admito que esperaba mucho más de la leyenda.
—Puedo darte más si lo deseas. —Y lo haría. En cuanto se librara de la soga que lo inmovilizara, le daría a Viola Carlyle justo lo que debería haber tenido quince años atrás.
Le daría a su familia.
Viola soltó una carcajada.
—¿De verdad?
—Puedo hacerte daño incluso con las manos atadas a la espalda. —Su voz era grave; y sus gélidos ojos azules, intensos.
En todas las historias que Viola había escuchado del infame pirata reconvertido en corsario británico, no se mencionaban esos ojos. Sin embargo, los marineros eran un hatajo de necios que no se percataban de esos detalles. Todos los miembros de su tripulación podían decirle la dirección exacta en la que soplaba el viento en el cabo de Nantucket en pleno diciembre o la diferencia entre el nudo llano y el de vuelta redonda. Pero apostaría cualquier cosa a que no sabían de qué color tenía ella el pelo aunque apareciera con la cabeza descubierta, y eso que era su capitana desde hacía dos años y los conocía desde hacía quince. Los marineros no eran muy observadores a ese respecto.
Una lástima que ese no fuera su caso. Jinan Seton era un magnífico espécimen masculino.
Sonrió.
—Me gustaría ver cómo lo intentas. —Burlarse de un hombre atado a un mástil no era muy digno. Pero sí era divertido, sobre todo cuando dicho hombre era demasiado guapo, además de un reconocido sinvergüenza.
—¿Te gustaría? —Los gélidos ojos relucieron.
—Pavonéate y alardea todo lo que quieras, pirata. —Viola se desentendió de la repentina sequedad de su garganta mientras señalaba las cuerdas que lo ataban—. Mis hombres saben cómo hacer nudos.
—No me cabe la menor duda. —Su voz era grave. Relajada. Destilaba demasiada confianza—. ¿Me estás desafiando?
—¿Rodeada por sesenta de mis hombres mientras que los tuyos están tan atados como tú? —Meneó las cejas—. ¿Por qué no?
Él chasqueó los dientes. Y Viola sintió un repentino dolor en la nariz.
Consiguió liberarse y se alejó de un salto al tiempo que se llevaba una mano a la cara.
El gigantón se dobló de la risa.
—Parece que no ha oído todo lo que se cuenta del capitán Jin, ¿eh? ¿Verdad, señorita?
Viola fulminó al hombre con la mirada, bajó la mano y se pegó a Seton de nuevo. Una barba incipiente le ensombrecía el mentón, casi negro por completo, tan empapado como el resto de lo que había a bordo. L