Créditos
Título original: Song of the Exile
Traducción: Daniel Hernández Chambers
1.ª edición: mayo, 2013
© 1999 by Kiana Davenport. This translation is published by arrangement
with Ballantine Books, an imprint of The Random House Publishing Group,
a division of Random House, Inc.
© Ediciones B, S. A., 2013
Consell de Cent, 425-427 - 08009 Barcelona (España)
www.edicionesb.com
Depósito legal: B.22.763-2012
ISBN DIGITAL: 978-84-9019-393-8
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Contenido
Contenido
Portadilla
Créditos
Contenido
Dedicatoria
Frases destacadas
PARTE I. HELE MALIHINI
RABAUL. Nueva Bretaña, 1942
KE ALANA. Despertar
RABAUL. Nueva Bretaña, 1943
NĀ ‘I KE NA‘AU. Revelaciones que brotan de las entrañas
HO‘ONALU. Formar olas, meditar
HELE WALE. Salir al mundo con las manos vacías
RABAUL. Nueva Bretaña, 1943
KŪNONI. Progresar lentamente
MAKA KILO, MAKA KIHI. Observar de cerca, con el rabillo del ojo
KA WEHE‘ANA O KE KAUA. Preludio de guerra
NĀ KA‘A KAUA. Maniobras de guerra
NĀ HOA PAIO. El enemigo
MAHUKA. Huir
PILI PŪ KA HANU. Contener la respiración con miedo
HULI PAU. Buscar por todas partes
KŪĀ‘INO. Pasar de la Bondad a la Maldad
RABAUL. Nueva Bretaña, 1944-1945
NĀ KŪLANA PŌ‘INO. Los desafortunados
PARTE II. E HULIHULI. HO‘I MAI
HO‘OWAHINE. Convertirse en mujer
NĀ PALI O NĀ KO‘OLAU. Principios de los Montes Ko’olaus
HO‘OLOHI IĀ NĀMEA NUI. Dirigirse lentamente hacia las cosas que importan
LEINA A KA ‘UHANE. El lugar de donde saltan los espíritus
RABAUL. Nueva Bretaña, 1945
HO‘OKAUMAHA. Causar un profundo pesar
HILI PŌ. Vagar en la oscuridad
KE KĀNE JACARANDA. El hombre jacaranda
HONOLULU. Puerto seguro
KA ‘UMEKE KĀ ‘EO. La taza está llena, y también la mente
‘AWAPUHI LAU PALA WALE. Las hojas de jengibre se marchitan con rapidez; las cosas pasan demasiado pronto
‘OHANA. Familia, parientes
OLA HOU. Resurrección
KA HULIAU. Punto de inflexión
HO‘OIKAIKA. Reunir fuerzas
KA ‘ĀINA HĀNAU. La tierra donde uno nace
IHU PANI. Taparse la nariz y zambullirse en el conocimiento
ANAHOLA. Reloj de arena
MAKA HAKAHAKA. Ojos hundidos
HĀNAU HOU. Renacimiento
HO‘OPA‘I. Venganza
‘ĪNANA. Vuelta a la vida
HA‘INA MAI KA PUANA. Deja que la historia sea contada
Glosario de términos hawaianos
Agradecimientos
Notas
Dedicatoria
En recuerdo de todas aquellas mujeres valientes
que fueron sacrificadas
en la Segunda Guerra Mundial,
y a «Eva» de Singapur,
«Margaret» de Kowloon,
«Sunny» de Honolulú...
que sobrevivieron.
Frases destacadas
Ha‘ina ‘la Mai Ana Ka Puana...
Deja que se oiga el eco de nuestra canción
De The Echo of Our Song
Chants and Poems of the Hawaiians
Traducido por Mary K. Pukui, Alfons L. Korn
No puede decirse que la esperanza exista; tampoco que no exista. Aunque no haya caminos en la tierra, cuando muchos hombres pasan por un mismo sitio, el camino acaba por abrirse.
Lu Hsun, A las armas
PARTE I. HELE MALIHINI
PARTE I
HELE MALIHINI
Ir a un lugar como un extraño
RABAUL. Nueva Bretaña, 1942
RABAUL
NUEVA BRETAÑA, 1942
«... Pronto el pájaro fragata echará a volar. Surgirán y tronarán enormes olas. Será la estación de Makahiki. Otoño en mis islas...»
Se incorpora con rapidez en la oscuridad, cogiendo a su propio cuerpo por sorpresa. Sus dedos recorren su rostro, un rostro que antes no tenía defectos. Se frota las mejillas con los nudillos.
En el exterior se oye el zumbido de las alambradas electrificadas. Siente una sed tan feroz que chupa el sudor que le cae por el brazo. Después se levanta con cuidado, tambaleándose como la hierba empujada por el aire húmedo. Intenta oír el mar, pues eso es lo que anhela: el impacto del oleaje deshaciéndola en pequeños fragmentos. Desde algún lugar le llega el borboteo de las letrinas. Incluso ese sonido resulta reconfortante.
Alguien mueve una lámpara de queroseno en las tinieblas. Como en un sueño, Sunny contempla cómo flota en el aire y baja. La mano de un soldado, la mano del recuerdo, pone la lámpara en el suelo, mostrando una mosquitera mohosa y rasgada. Dentro hay una chica joven tumbada en un camastro estrecho, tan quieta que podría estar muerta.
Los guardias bostezan y acarician sus rifles en las torres de vigilancia que rodean el recinto de las mujeres (veinte barracones de metal galvanizado, y dentro de cada uno de ellos, cuarenta mujeres). Uno de ellos da ligeras cabezadas, escribiendo en sueños una carta para su familia en Osaka. «Madre, estamos ganando... ¡El ejército imperial japonés vencerá!» Está cada vez más delgado.
En uno de los barracones, una chica, Kim, aparta a un lado la mosquitera de su cama. Ardiendo de dolor, se arrastra hasta el camastro de Sunny, se hunde entre sus brazos y solloza. Sunny la tranquiliza, susurrando:
—Sí, llora un poco, te ayudará a dormir.
—Lo más duro es cuando el cielo comienza a clarear. Pienso en mi familia, en que no volveré a verla nunca. Quiero salir corriendo y lanzarme contra las vallas.
Sunny suspira y aspira el hedor a cloaca, a cuerpos enfermizos.
—Kim, sé fuerte. Piensa en música, en libros... en cosas normales que dábamos por hecho.
—No recuerdo las cosas normales. —Kim se rasca las piernas. Tiene dieciséis años—. No recuerdo la vida.
Sunny la sacude con suavidad, y advierte que su cuerpo está prácticamente reducido a los huesos.
—Escúchame. Cuando suene el silbato para pasar revista, nos pondremos bien erguidas, comeremos cualquier basura que nos echen. Por muy sucia que esté el agua, nos la beberemos. Y utilizaremos lo que nos quede para limpiarnos. Lo haremos por nuestros cuerpos, para que nuestros cuerpos sepan que seguimos teniendo esperanza en el futuro.
—¿Qué futuro? —murmura Kim—. Llevamos dos años así. Lo único que quiero es morir.
—Calla, y escúchame. La muerte sería algo demasiado fácil, ¿no lo ves? —Sunny suspira y comienza a dejarse llevar—. En París ahora haría fresco. Recorreríamos los bulevares. —Su voz se vuelve soñadora—. Podríamos incluso coger un taxi.
Kim levanta la mirada y pregunta con suavidad:
—¿Y los conductores serán groseros otra vez?
—Oh, sí. Y mi francés es tan malo. Quizá esta noche vayamos a Chez L’Ami Louis.
—¡Oh! La comida es buena, excelente. —Kim se anima momentáneamente, pues es su juego favorito. Fantasear.
—¿Qué vino deberíamos pedir? ¿El tinto de la casa?
—Y paté. ¡Y ostras! ¿Bañarás las mías en salsa de rábanos, Sunny?
—Por supuesto. Y te reñiré cuando te metas las cerillas en el bolsillo, como si fueras una turista.
Su voz se suaviza. Piensa en Keo, en el tiempo que pasaron en París. Meciéndose a la exuberante geometría de la luz del amanecer, sin nada entre ellos aparte de los latidos de sus respectivos corazones. Girando bajo arcos de mármol, a través de parques ajardinados, jóvenes, despreocupados y exiliados. No veían cómo París se derrumbaba a su alrededor, no veían cómo sus vidas se estaban desmoronando.
—Qué felices éramos. ¡Aprovechando cada instante, tan vivos!
—Yo no tengo recuerdos como esos —gime Kim—. Nunca los tendré.
—¡Por supuesto que los tendrás! Esto se acabará algún día. Te repondrás. La vida te ayudará a olvidar.
—... Sí. Tal vez la vida me esté esperando en París. La belleza y la aventura. ¿Y pasearemos esta tarde por los Campos Elíseos? ¿Buscaremos en las tiendas los guantes más suaves? ¿Y colonia? O quizá nos tomemos un café mientras esperamos a Keo. Voy a cerrar los ojos para imaginarme que estoy allí, mirándolo todo.
—Calla —susurra Sunny—. Pronto se hará de día. Si nos encuentran juntas, nos pegarán otra vez.
Siente la proximidad de las lágrimas: el hambre, la tortura, el dolor incesante, la conciencia de que ella y esa chica (y todas las demás) están muriendo.
—No pienses tanto. Los pensamientos te consumirán. Nunca sobrevivirás así.
—Sobrevivir. ¿Para qué? —La voz de Kim aumenta de volumen, y otras chicas se incorporan para escuchar detrás de sus mosquiteras—. Hablas de la vida. ¿Cómo podemos afrontar la vida después de esto? ¿Cómo podemos mirarnos a la cara a nosotras mismas?
La voz de Sunny se vuelve urgente:
—Tenemos que vivir. Si no, ¿para qué habremos sufrido? ¿Todos estos años serán para nada?
Bajo su almohada hay un mapa improvisado que dibujó para poder recordar dónde están, adónde las trasladaron hace meses. Ahí está la ciudad de Rabaul, en la isla de Nueva Bretaña, al este de Papúa Nueva Guinea, un poco al norte de Australia. Ahí está el océano Pacífico y, lejos al nordeste, Hawái. Honolulú, su hogar. Más allá está el mundo, los grandes océanos. Muy lejos, al otro lado del Atlántico, está París. El ayer. Pero su mente siempre acaba por regresar a Rabaul.
Exhausta, debilitada como jamás había creído que podría estar, Kim se hunde en el mugriento colchón, con granos de arroz duro enredados en su pelo.
—Quiero dormir, quiero soñar. Oh, llévame de vuelta a París, a las tiendas, a los cabarets. Cuéntame otra vez cuando Keo y tú montasteis en un coche descapotable...
París, piensa Sunny. ¡Éramos tan inocentes! No comprendíamos que los trenes ya abandonaban las estaciones, que las calles se estaban manchando de sangre. Suspira, comienza otra vez, medio en sueños, y a medida que habla, otras chicas se levantan con esfuerzo de sus camastros, avanzan por el pasillo apartando las mosquiteras. Algunas están tan delgadas que sus movimientos parecen dotados de cierta delicadeza, otras son tan jóvenes que son niñas, fantasmas abriéndose camino a través de un telón de gasa. Se sientan con los brazos entrelazados y las cabezas inclinadas unas sobre otras, solo quieren escuchar y soñar.
—... Recuerdo que las mujeres francesas eran muy elegantes, y arrogantes, siempre con prisas para llegar a una cita. Intenté imitarlas, ser mordaz y rápida. Pero no poseo esos rasgos en mi naturaleza...
—¿Y te pintabas las uñas todos los días?
—¿Y bebías champán?
Sonríe, cansada.
—Oh, sí. A veces bailábamos toda la noche. Y luego nos quedábamos en algún puente esperando a que saliera el sol.
Kim se hace un ovillo a su lado, como una niña pequeña.
—Háblanos de él. ¿Siempre era agradable?
Sunny llora un instante, y las demás esperan.
—Era un isleño, muy amable. Y tímido. Era músico, ¿os lo he dicho ya? Era muy bueno, tocaba en ciudades famosas. Nueva Orleáns. París. Era conocido.
Las chicas se estremecen y suspiran, como si sus palabras fueran talismanes, milagros que pudieran transportarlas lejos, que pudieran salvarlas.
—Keo no fue mi primer amante, pero fue el único. Yo creía que lo había escogido, pero ahora veo que él me escogió a mí. Es una sensación muy agradable cuando alguien te abraza. Imagináoslo. Un hombre joven, no es que fuera terriblemente guapo, ni demasiado alto. Oscuro, muy oscuro, y orgulloso. Incluso en casa, en Honolulú, siempre destacaba...
KE ALANA. Despertar
KE ALANA
Despertar
HONOLULÚ, MEDIADOS DE LOS AÑOS TREINTA
Con el amanecer tiñendo el cielo de púrpura por encima de los montes Ko‘olaus, Keo subió por Kalihi Lane, en el lado occidental de Honolulú. Era una calle tan estrecha que si estiraba los brazos casi alcanzaba a tocar los setos de cada lado. Un mundo remoto, del que no se solía hablar, tan humilde que podía caerse en la tentación de odiarlo. Tenía miedo de no llegar jamás a conocer más lugar que aquel.
Casas de madera que eran pasto de las termitas, con los escalones de sus porches combados por el uso de generaciones. Estaban separadas unas de otras mediante vallas de alambre recubiertas de acalyphas escarlatas, calotropis púrpuras y allamandas doradas. En el aire flotaba el aroma del jengibre y la plumeria. Cada día Keo abandonaba aquella calle con la respiración entrecortada de un animal corriendo. Y cada noche regresaba.
Algunas noches sentía que podía sentir aprecio por aquella calle, le parecía hermosa bajo la luz de la luna. En los patios había gallineros, orquídeas desplegando su belleza plantadas en latas de manteca, la lágrima azul de las jacarandas. Y árboles de mango cubiertos de lianas, flores de jengibre colgando como joyas rosadas. En lo alto, las hojas descuidadas de las palmeras se extendían a lo largo y ancho de la calle, formando una suerte de techo abovedado, como un primitivo y largo vestíbulo que le condujera a un bosque poblado por tribus tímidas y amistosas.
A veces se quedaba muy quieto y escuchaba. Los ronquidos del señor Kimuro a su izquierda respondían a los del señor Silva, que sonaban aflautados, a su derecha. Sonaba el teléfono de Mary Chang, y al otro lado de la calle Dodie Manlapit se incorporaba en la cama. Oía el mar, escuchaba su llamada. Apoyaba la mano contra el tronco de un árbol. No he vivido. Al final de la calle, penetró en un patio minúsculo con un garaje en el que no había ningún coche, subió los escalones que llevaban a la caseta y se descalzó en silencio.
En la entrada, sentada en un taburete, Leilani, su madre, ya había comenzado su jornada. De brazos fornidos, piel color moca y sin arrugas, la cara suave como la de una niña, parloteaba por teléfono con la tía Silky, que hacía el turno de seis a seis en la Prisión de Mujeres de Palama.
—... escucha, chica, fue la fiebre escarlata, no el cólera, lo que se la llevó, nos pasaron muchas cosas en aquellos días. Nunca se incorporó. Lo único que hizo fue parpadear y morirse. Ahí fue cuando algún desgrasiao le robó el collar de cuentas de cristal. ¿Y qué te crees? ¡El año pasao Milky Carmelita se presentó en la boda de Pansy con ese mismo collar! ¡Oh, sí! Por poco me caigo muerta. Espera... Aquí viene mi hijo, el búho de medianoche.
Keo dejó la puerta de la nevera abierta para refrescarse mientras bebía guayaba directamente de la botella, luego la cerró y le plantó un beso a su madre en la cabeza al pasar junto a ella. Su hermano pequeño, Jonah, estaba tumbado en su diminuto dormitorio, cuyas paredes estaban cubiertas de guantes de béisbol y remos de canoa. Malia, su hermana, estaba en su propio cuarto, roncando en una silla, con una sobrecogedora mascarilla blanca en la cara y la cabeza tapada por completo con una suerte de gorra metálica con la que esperaba mantener bajo control su pelo encrespado.
En el otro cuarto estaba su hermano mayor, DeSoto, con unos días libres de su puesto en la marina mercante. Keo se quitó la camisa de camarero y los pantalones, los colgó con cuidado y se metió en la cama de abajo. Mientras oía los ronquidos entrecortados de su hermano, se cubrió el rostro con la almohada, dejándose arrastrar por la envidia y la frustración.
Ha cruzado el Pacífico siete veces. Ha visto la Antártida. Ha conocido mujeres en Java. En Manila. Yo nunca he salido de esta maldita roca. No soy más que un tipo que lleva bandejas...
Bien podría haber nacido ciego, pues la vista parecía no serle de utilidad. De niño lo tocaba todo con los dedos, sin confiar en lo que sus ojos le mostraban. Más tarde se pasó años caminando con la nariz levantada como un perro, confiando en su olfato. Cuando tuvo diez años, sus oídos se convirtieron en sus ojos; siempre giraba la cabeza, con una oreja hacia delante al detectar el sonido de algún rastro de vida. La gente pensaba que la cabeza no le funcionaba bien.
En 1921, cuando tenía once años, el taller de guitarras y ukeleles Kamaka abrió sus puertas en South King Street. Keo hacía recados después de clase, llevándoles té y cigarrillos a los empleados. Uno de ellos era sordo, un filipino que tenía su propio y particular método de conseguir la resonancia perfecta al construir un ukelele.
—Todo está en los dedos —decía, dando suaves golpecitos para sentir en sus terminaciones nerviosas las vibraciones de la caja de sonido.
Le tapó los oídos a Keo y le cogió los dedos para ponerlos en la caja de un ukelele con forma de piña. Luego rasgueó las cuerdas. Hizo lo mismo con otro ukelele con la típica forma de guitarra, para que Keo pudiera percibir la diferencia: los sonidos del que tenía forma de piña eran más melodiosos a causa del volumen interno de su caja.
—Los oídos humanos no siempre están afinados —dijo—. A veces los oídos están en las yemas de los dedos.
Cuando tenía doce, el sordo le vendió su primer ukelele por cinco dólares. Keo se sentó en la oscuridad y acarició el instrumento, escuchando a través de sus dedos. Entonces le llegó el sonido, vertiéndose en su interior como si fuera luz. En cuestión de semanas podía tocar cualquier canción con haberla oído una sola vez. Pero cuando pretendía ir más allá, intentando realizar salvajes variaciones en canciones isleñas como «Palolo», «Leilehua» o «Hawa‘ian Cowboy», su estilo era torpe y basto.
Keo no sabía cómo moderarse, cómo mimar su instrumento con delicadeza para que murmurara y resplandeciera. En lugar de eso, transformaba sus sonidos, corrompiéndolos y convirtiéndolos en exhalaciones quejumbrosas de la madera, tocaba con tanta intensidad que le salían callos en los dedos. No tenía a nadie que le guiase, para echarles el lazo a sus abruptas estridencias, a nadie que le ayudara a articular los sonidos.
A los quince encontró una radio desvencijada, la reparó y pegó con cinta la carcasa. Cada noche, mientras contemplaba la pintura gastada de las paredes y oía los exagerados ronquidos de su hermano, Keo movía el dial hasta que acertaba a localizar una emisora del continente cuya recepción siempre estaba recubierta de chirridos. Grupos corales. Conciertos. Música que denominaban «clásica». Al escuchar, sentía en su corazón la intensa llamada de una música que no podía entender. Unas corrientes eléctricas lo atravesaban con tanta fuerza que todo su cuerpo olía como si lo hubieran abrasado.
Del ukelele y la guitarra, el paso al piano se le antojó un desplazamiento a cámara lenta. De vez en cuando iba al Y, donde había bandas que tocaban para los soldados. El público era mayoritariamente blanco, con unos pocos soldados negros en un rincón. Keo se abría paso hacia el escenario para intentar observar a los músicos, cómo sostenían los instrumentos, cómo controlaban la respiración. Pero al ser nativo del lugar, y civil, los policías militares siempre lo echaban.
Una noche entró en un cuarto lleno de sacos de boxeo y guantes de cuero enmohecidos. Apestaba a sudor y serrín. Algo grande captó su atención en un rincón. Así fue como descubrió el Baldwin. Le quitó la lona sucia que lo cubría, abrió con un chirrido la tapa y limpió el polvo de las teclas. Después de aquello, varias veces a la semana se colaba en aquel cuarto y se sentaba al piano.
Al principio no le importaba cómo sonaba, solo cómo resonaban las teclas bajo sus dedos. El instrumento estaba desafinado, las cuerdas cubiertas de moho, los fieltros llenos de insectos. Aun así, conseguía tocar canciones casi reconocibles, cualquier pieza que hubiera oído alguna vez. Tocaba fragmentos de Bach y no lo sabía. Rachmaninoff. Ellington y Basie. Tocaba horas y horas, luego se obligaba a sí mismo a marcharse de allí y servir mesas en el Royal Hawai’ian Hotel. En su día libre, tocó el Baldwin durante toda la noche, hasta la tarde siguiente. No sabía lo que estaba haciendo. Brotó de su interior tal torrente de sentimientos que le sangró la nariz.
Cada noche, después de servir mesas, su unía a la banda en la Royal Hawai‘ian Monarch Room, rasgueando el ukelele y bailando el foxtrot con turistas ricas y solitarias. Era resultón más que atractivo, pero su piel oscura como la caoba parecía dotada de un aura que la iluminaba desde atrás, su presencia impecable se hacía notar, y las mujeres se sentían imantadas hacia él.
Keo aprendió a distinguir según el perfume que llevaban puesto qué mujer le arrimaría las caderas en busca de sexo. Sin que se percatasen, las guiaría por la pista hacia Tiger Punu, del que las mujeres nunca se cansaban, o Chick Daniels, el hermoso ídolo de las sesiones de tarde, el primer ukelele de la Monarch Room. O hacia cualquiera de los otros «hombres dorados» cuyos nombres tenían el encanto de lo exuberante: Surf Hanohano, Turkey Love, Blue Makua, Krash Kapakahi, los hermanos Kahanamoku.
Con sus piernas largas y perfiladas de músculos, paseaban por las playas de Waikiki riendo como dioses bronceados. Bañistas de día que enseñaban a nadar, a surfear, a remar, y cantantes de noche, los «hombres dorados» habían sido inmortalizados en películas de Hollywood, así que había mujeres blancas y ricas que venían en su busca. Al amanecer las dejaban durmiendo en sus suites y regresaban a casa, exhaustos, conduciendo furgonetas herrumbrosas. En los barrios obreros de Kalihi, Palama e Iwilei se sentaban en diminutas cocinas y contaban las propinas que habían obtenido. Keo se mantenía apartado de sus amigos. Las mujeres blancas le daban miedo. Se imaginaba que bajo aquella pálida sensualidad se escondía un apetito salvaje. Como si hubieran venido a coleccionar cabelleras. No sentía deseo alguno hacia ellas. En los últimos tiempos ni siquiera pensaba en mujeres. La sangre se le acumulaba en los lugares equivocados. Lo único que quería era tocar el piano, sentir las teclas bajo sus dedos.
Un día, sentado delante del Baldwin, una oficial voluntaria del ejército de Estados Unidos entró en el cuarto. Rubia y pálida, permaneció detrás de él, escuchando. La siguiente vez, llevó consigo una vitrola y algunos discos. «Avalon», «When We’re Alone». Keo reproducía cada canción casi nota por nota. A veces ella tarareaba canciones mientras él la seguía al piano, captando al paso la melodía y el tempo. Después tocaba la pieza entera desde el principio hasta el final.
Un día Keo encontró el piano afinado y limpio. Se sentó ante él, desconcertado. Mientras tocaba, la mujer cerró la puerta con llave, extendió algo en el suelo y le pidió que le hiciera el amor. Dijo que nunca lo había hecho con un nativo. Tenía treinta años y estaba divorciada. Él tenía diecinueve. Ella le dijo que sería una vez, solo una, para conocer la experiencia.
Keo observó cómo su pene oscuro e hinchado la penetraba, como si se adentrara en una concha aflautada, mientras una maraña de venas azuladas recorría los muslos de la mujer. Cuando llegó al orgasmo, pensó que el cerebro le había estallado y el cráneo se le había despegado con un chisporroteo. Moriría enloquecido, atrapado dentro de una haole.1 Gritó, luchó por salir de ella, pero la mujer hizo algo con su mano y Keo volvió a sentir una erección. Estuvieron allí cinco horas, gimiendo y retorciéndose. Ni siquiera sabía su nombre. Nunca volvió a aquel cuarto. Para entonces ya no importaba, podía tocar acordes mudos en cualquier tipo de superficie, en las mesas de la cocina, en su bandeja de camarero, en las paredes de su dormitorio. Sus dedos tamborileaban incesantemente.
La luz de la luna incidía sobre colmillos babeantes. Unos dóberman se lanzaban contra una valla intentando alcanzarle. Keo les gruñó, haciendo que se volvieran locos. Al otro lado de la valla, el rocío convertía el césped en una alfombra de perlas. La fortaleza indo-persa de una heredera de estaño en el mar más allá de Diamond Head. Para levantar aquella casa más de doscientos hombres habían trabajado un año entero plantando los cimientos y excavando cinco acres de lava.
Había sido como observar la construcción de las pirámides: nubes de polvo, sol cayendo a plomo, la antigua caligrafía de hombres de piel oscura subiendo y bajando. La casa en sí había llevado varios años, y durante todo ese tiempo la heredera se negó a construir aseos para los obreros. Se veían obligados a aliviarse entre los escombros, a llevar pañuelos empapados en orina en la cara para no ahogarse a causa del polvo. La mujer llamó a su fortaleza Wahi Pana, «lugar legendario». Los nativos la llamaron Wahi Kūkae, «lugar para defecar».
Keo veía limusinas atravesando sus puertas, luces iluminando la casa principal, varias bandas de música. Todo lo que tenía que hacer era darles su nombre a los guardias: ella estaba esperando a sus «hombres dorados» del Hotel Royal. Comprobó el estado de sus zapatos de cuero de punta afilada y sus pantalones bien planchados. Recorrió el jardín con la mirada. No tenía nada que hacer allí. Lo que necesitaba no estaba allí. Se dio la vuelta, recordando a su madre, antes, planchándole los pantalones.
—¿Por qué vas allí? Esa rica wahine os come vivos, y se deshace de vosotros cuando se harta.
Su hermana, Malia, le había respondido con su inglés de salón bien estudiado:
—Mamá, así es como son las cosas con los haole. El truco está en utilizarlos a ellos mientras ellos nos utilizan a nosotros.
Esa era Malia, volviéndose tan elegante que ya no encajaba. Había comenzado a sonar como alguien que no era nativo pero tampoco del todo blanco. Alguien atrapado en medio.
Su madre, Leilani, dejó de planchar y la miró fijamente.
—Nena, si me vuelves a hablar así te meto esta plancha por el trasero. Te estás volviendo demasiado presumida.
Malia se echó hacia atrás como si estuviera dolida.
—Pero fuiste tú la que dijo que no se hablase más jerga local en esta casa. Que no hablásemos más como kānaka. Dijiste que aprendiésemos inglés de verdad.
Leilani meneó la cabeza.
—Cierto. Pero últimamente te estás volviendo demasiado perfecta para nosotros.
La voz de Malia se volvió suave y cansina. Mostró sus brazos llenos de costras.
—Mamá, mira esto. Sarpullidos provocados por uniformes de almidón barato. Camarera todo el día en el Moana. Y por las noches, bailando para los mismos turistas hapa-haole a los que les limpio los retretes a mediodía. ¿Por qué no iba a darme aires? Me los he ganado.
Malia, con su piel dorada, rayando en la voluptuosidad. Rasgos polinesios reunidos para componer algo que estaba muy cerca de la belleza. Hija única, nacida entre los dos primeros hijos varones, había sido «maldita» con el don del dinamismo y el ingenio. Tenía los cajones de su cuarto llenos de perfumes que había hurtado a los clientes del hotel. Tenía etiquetas de grandes diseñadores que había recortado de sombreros y vestidos y vuelto a coser en los suyos. Era un fraude, pero Keo la adoraba. Había algo en su hermana que lo tranquilizaba.
—Estoy orgulloso de ti —le dijo—. Llegarás a ser alguien.
—¡Tú! —Malia lo apartó de un empujón—. Un día hablas con la lengua de aquí y al siguiente con «auténtico» inglés. ¡Joder, decídete de una vez!
Keo sonrió. En sus años mozos se había esforzado para aprender inglés «auténtico». Leilani se había prometido a sí misma que aunque no tuvieran títulos universitarios sus hijos hablarían de forma educada, parecerían educados, y llevarían zapatos de verdadero cuero en lugar de zapatillas de goma. De todos modos, Keo siempre acababa por volver a la jerga nativa, pues así sentía que se mantenía en contacto consigo mismo.
Ahora dobló la esquina y abandonó la avenida Kalakaua, paseando por las playas próximas al Hotel Royal. Más allá se encontraba la base del ejército norteamericano, Fort DeRussy. Se acercó a la pista de baile al aire libre del club de oficiales para observar a las parejas que se movían en círculos. La banda militar, compuesta por soldados negros, tocaba sin mucho esmero «Body and Soul» y «You Are Too Beautiful» con una expresión de profundo aburrimiento en los ojos. Uno de los músicos se irguió de pronto y levantó su instrumento hacia lo alto, haciendo brotar de él un sonido similar a un sollozo. Las parejas dejaron de bailar y escucharon.
La canción aún resultaba reconocible, pero aquel tipo la tocaba como si quisiera desprenderse de su propio pellejo, como si estuviera completamente harto del mundo. No se mecía al compás, simplemente permanecía allí, aislado. Llegó un momento en el que el instrumento se volvió contra el músico, como si la canción y su talento libraran una lucha cuerpo a cuerpo. El músico tocó lento, luego rápido, hizo sonar la trompeta como si gritara, después como un susurro. La trompeta parecía maldecir, y luego se volvía dócil y familiar. Aquel tipo debía de haberse sentido demasiado expuesto. Finalmente, la canción se fue calmando y fluyendo en ritmos más suaves para que las parejas volvieran a bailar.
Cuando la banda se tomó un descanso, el tipo se internó en la playa con el sudor cubriéndole el rostro.
Keo se le acercó.
—Oye, has estado genial.
—Qué va. La genialidad no llega hasta aquí. No en esta jodida roca. —Se giró y lo miró con más atención, dándose cuenta de que Keo era nativo—. Eh, tío, lo siento. Creía que eras uno de los chicos de la base.
Keo se rio por lo bajo.
—No importa. ¿Eso era un clarinete?
El soldado lo miró de arriba abajo.
—Está claro que no tienes ni idea. Es un saxo tenor.
El soldado fue al escenario y volvió con el instrumento, que brillaba tenuemente, como un arma. Keo tocó la boquilla.
—Esa parte no importa demasiado —dijo el otro—. Aquí arriba —y pasó los dedos por las válvulas— es donde creas la música. —Se percató de la reverencia con la que Keo acariciaba el instrumento y del modo en que le escuchaba—. ¿Te gusta la música? ¿Tocas?
—El ukelele, la guitarra... el piano.
—¿Qué tocas al piano?
—Cualquier cosa. Lo único que necesito es escucharlo antes una vez.
—¿Lees música?
—No lo necesito —dijo Keo.
—¡Eh! Tienes mucho rollo para no saber diferenciar un clarinete de un saxo. Eso tengo que verlo.
Volvió al escenario y se inclinó hacia el percusionista, luego le indicó a Keo que esperase. Una hora más tarde estaban recogiendo los instrumentos.
—Vamos a tocar un poco en los billares de Pony, delante del Hotel Street. Solo chicos «oscuros». ¿Te apetece venirte?
Keo se sintió intimidado.
—No soy un profesional. Nunca he tocado con desconocidos.
Los de la banda se rieron amistosamente.
—Vamos a ver cómo se te da eso de escuchar. Yo soy Dew. Y este es Handyman.
Así fue como se convirtió en una rata de cuartel, siguiendo los fines de semana a la banda de Dew de base en base, Fort DeRussy, Schofield Barracks, Tripler Air Base, y después, en actuaciones improvisadas en la parte trasera de salas de billar y bares. Sin embargo, aún no se hacía el ánimo de tocar con ellos, atemorizado por la sensación de oscura nobleza que ofrecían, por la ferocidad con la que hacían sonar sus instrumentos.
—Así que esto es jazz.
—Jazz, ragtime, todo lo que sea incendiario —explicó Dew.
Keo acabó por adorar su jerga, sus nombres, incluso su mezcla de colores: una variación de negros, caobas, bronceados y amarillos que no se diferenciaba mucho de los nativos hawaianos. Contemplaba con atención la capa compacta de sudor iluminada por la luz que lograba atravesar el humo que cubría la sala, las gotas que resbalaban por aquellos rostros oscuros como perlas húmedas mientras uno de ellos tocaba su trompeta con elegancia y suavidad, hablando de sueños y reinos perdidos, de inocencia descarriada y honor. Otro tocaba los tambores, llevaba las canciones más allá con golpes ensordecedores y toques que se deslizaban hacia ritmos de tam-tam y locas fanfarrias, y luego lo unía todo de nuevo con pequeños roces, suaves caricias como de brocha de pintar.
Keo seguía el ritmo en las mesas, quería gritar, quería decirles lo que significaba para él estar allí, estar con ellos, liberado para siempre del silencio. Los otros le picaban para que se lanzase a tocar. Pero no estaba preparado, sabía que no era lo bastante bueno. No obstante, su amor por el ritmo y el tempo, y la síncopa, su incapacidad de expresarlo, provocaba que los demás le cogieran cariño. Lo adoptaron, lo llevaron consigo a salones de baile en los que grupos filipinos mezclaban ritmos latinos con los sonidos de las grandes bandas. Todavía no sabía leer música, no tenía forma de practicar o improvisar. Dormía con la radio pegada a la oreja, absorbiendo todo lo que podía, incluso en sueños.
Un día, seis hawaianos fornidos aparecieron tambaleándose por Kalihi Lane, cargando en brazos con un Steinway sin tapa y con varias teclas desaparecidas. Su padre, Timoteo, lo había encontrado en el vertedero detrás del Tanatorio Shirashi, donde trabajaba de conserje en jefe y reparador de ataúdes. Esa noche, después del trabajo, Keo se quedó con la boca abierta. Los filtros colgaban de los combados percutores, y su parte frontal, oscura y achaparrada, recordaba la cara de un bulldog al que le faltasen dientes.
Compró manuales y herramientas, y reparó las teclas y los percutores uno a uno. El olor a pegamento y barniz se le pegó a las manos. El vecindario oía los quejidos nocturnos del cepillo de carpintero, las virutas se enroscaban en el aire como endebles mechones de pelo. Su madre se sentó con el ceño fruncido ante el estropicio que afeaba su garaje.
—¿Por qué necesitas esto? ¿Por qué no te basta con escuchar la radio? Esas canciones bonitas que ponen en el programa de Hawai Calls.
Keo se mostró paciente.
—Mamá, voy a ser un músico serio. No uno de esos que tocan «Hukilau» para los turistas.
El serrín se posó en las mejillas de su madre.
—Entonces, ¿por qué no tocas música de kāhiko, de los antepasados? Música hawaiana de verdad, con calabazas y tambores de piel.
—Voy a tocar jazz.
—¿Qué tipo de música es esa?
Quería decirle que era como una confesión, como hacer penitencia, una manera de tocar que agotaba el genio y la locura del músico. Quería decirle que, después del jazz, cualquier otra música habría muerto.
Algunas noches, con su hermano Jonah pasándole los alicates y el cúter, trabajaban en el Steinway hasta el amanecer. Luego iba caminando hacia el océano. Y se bebía el agua en la que nadaba, se nutría y se sumergía. En aquellos momentos de quietud, nada le importaba. Tenía su sueño. Tenía el mar. Cumbres húmedas que ejercían un efecto tranquilizante en él, el tiempo desatándolo con manos saladas.
RABAUL. Nueva Bretaña, 1943
RABAUL
NUEVA BRETAÑA, 1943
Lluvia, lluvia incesante, mosquiteras pudriéndose, paredes cubriéndose de moho. A una chica la fusilan por intentar hacer señales a los aviones aliados. Se echan los cerrojos en las puertas, las ventanas se tapan con pintura; hay poco oxígeno.
Al agruparse al amanecer, alineándose para el recuento matinal en el exterior de cada barracón, solo la mitad de las chicas tienen la fuerza suficiente para mantenerse erguidas. Las manos a los lados, los pies totalmente juntos, cada chica se inclina por la cintura, aguantando la lenta cuenta de cinco. Otras se agachan o se apoyan en palos, desmayándose mientras los guardias gritan «BANGO».
Cuentan en japonés, «Ichi, nee, san, she, go, roku», las más fuertes ayudando a sus compañeras más débiles.
Soprendidas contando por otras, son azotadas, obligadas a permanecer de rodillas sobre palos de bambú durante horas. Cerca de ochocientas chicas habían sido llevadas a Rabaul, un bastión militar de más de cien mil hombres, la mayor base de suministros de Japón en su propósito de invadir Nueva Zelanda y Australia. Ahora apenas sobreviven quinientas chicas.
Las que tienen fuerzas suficientes se pasan horas inclinadas sobre pilas de lavar, frotando uniformes de soldados. No para de moquearles la nariz a causa del cloruro cálcico que echan en las letrinas. Algunos guardias se apiadan y les dan pieles de patata y zanahoria, o pedazos de pan mohoso. Uno de ellos les lleva colillas de cigarrillos y cerillas, a pesar de que están prohibidas.
—No todos somos malos —susurran—. Somos buenos, y malos, como en todas partes.
—Dejadnos ir —suplican las chicas—. Ayudadnos a excavar por debajo de las alambradas.
Un día, medio loca por el hambre, Sunny se enfrenta a un guardia.
—Nos habéis convertido en esclavas. Nos matáis de hambre. Os colgarán.
El hombre se le acerca.
—Estúpida. Pronto las gentes de todo el mundo estarán bajo las órdenes de los japoneses. —Le da una patada, haciéndola caer, y le patea el estómago y la cara hasta que se cansa—. ¡Bocazas! La próxima vez te corto la lengua.
Otras chicas se arrodillan y la atienden, algunas están tan delgadas que los harapos con los que se cubren cuelgan de ellas como de perchas. Todavía tienen por delante la tarea diaria: el recuento de las seis en punto, formar para «BANGO». Almuerzo de arroz grisáceo. El vaciado de los cubos utilizados como orinales, la limpieza de los barracones. Hacer cola para las letrinas. Para las que aún son capaces, hay «gimnasia semanal», trote en círculos por el recinto, balanceo de los brazos, doblar la espalda para ayudar a la circulación. Al atardecer, la «reverencia» vespertina a los guardias, a los oficiales de inspección. Y después otra vez la llamada para «BANGO».
—Ichi, nee, san, she, go, roku...
Entre las filas, las mujeres se susurran las noticias. Otro bombardeo aliado en Tokio, derrota de la Armada japonesa en el Mar de Coral. Derrotas en Corregidor y Midway. Un australiano en el campo de prisioneros de guerra tiene una radio casera escondida bajo su camastro, y una vez a la semana los hombres se reúnen para escuchar las transmisiones desde Australia. Semanas o meses más tarde las noticias llegan hasta el campo de las mujeres, situado a menos de un kilómetro de distancia. Ahora, una chica china, embarazada de tres meses, que sabe que será fusilada muy pronto, susurra las noticias.
—Los aliados han capturado Guadalcanal... ¡El Almirante Yamamoto ha muerto en Bougainville! Los japos han sido derrotados en Lae y Buna... Los soldados japos están muriéndose de hambre, se comen las botas... hay rumores de canibalismo.
Llenas de júbilo, las chicas se cubren la boca y ríen. Se ríen a la mínima oportunidad, en ocasiones con auténticas explosiones de alegría, y los guardias les apuntan con las bayonetas. Las palabras se han vuelto demasiado difíciles, las lágrimas demasiado habituales. La risa es su único desahogo. Sin ella, podrían suicidarse o matarse las unas a las otras. La risa lo expresa todo, la tristeza, el dolor, el amor, el odio. Sunny incluso se ríe cuando ve su propia cara reflejada en un trozo de cristal. Y luego se gira apresuradamente. Ha pasado un año desde que se miró en un espejo.
Y, puesto que son seres humanos luchando por sobrevivir, incluso por sobrevivirse las unas a las otras, las chicas se estudian entre sí: chinas, indonesias, malayas, coreanas, filipinas, euroasiáticas, mujeres blancas secuestradas de ciudades caídas en manos japonesas como Singapur o Hong Kong. Hay enemistad y roces entre ellas. Y en la total falta de privacidad (la desnudez en el barracón de las duchas, las letrinas rebosantes hechas con planchas de madera sobre bloques de cemento), se llega hasta el odio.
Las blancas (británicas, americanas, holandesas) son consideradas esclavistas, imperialistas, estúpidas y mimadas. Las euro-asiáticas, con su sangre mestiza, son tomadas por vagas y putas. Las indonesias, las malayas y las filipinas son ladronas e intrigantes, a veces espían para los guardias. Las coreanas son soplonas, avariciosas y despiadadas. Las chinas, en el peldaño más bajo, son consideradas escuálidas. Las pocas chicas japonesas que hay, antiguas prostitutas, son las peores de todas.
—Ojalá se mueran todas —llora Kim—. Todas son tan egoístas. Charo, la chica de Manila, esconde patatas en su colchón. Por las noches la oigo espantando a las ratas. Su-Su no comparte ni un cigarrillo, ni una mísera colilla. María robó un huevo y se lo comió crudo, incluso la cáscara, mientras nosotras babeábamos. ¡Un huevo! Han pasado años desde...
Sunny la abraza como a una niña pequeña. A sus veinticuatro años, comprende que eso será lo más cerca que esté de ser madre.
—¿No lo ves? —murmura—. Quieren que nos odiemos entre nosotras, porque eso nos debilita. Nos deshumaniza.
Sin embargo, en la crisis de cada barracón las mujeres se cuidan unas a otras y se abrazan. De hecho, Sunny ha presenciado actos de semejante ternura en estado puro que ha tenido que mirar a otro lado. A veces piensa que nunca ha amado a ningún ser humano con tanta devoción como en esos años encerrada allí. Intenta memorizar cada detalle, absorber cosas únicas de cada una de las chicas. Ella les entrega todo el amor y la humanidad que posee en agradecimiento por el milagro de su presencia allí con ella, por sufrir como ella sufre.
—¿Cómo sería si me viera obligada a soportar esto yo sola?
Hoy, mañana, podrían morir, pero hoy se miran unas a otras prometiéndose recordar eternamente. Las chicas de cada barracón se mantienen aisladas, controladas por distintos grupos de guardias. Pero cuando se agrupan para el recuento matinal y vespertino, y mientras realizan las tareas diarias, se comunican con gestos, susurran a través de las paredes. Descubren conexiones, coincidencias: ¡el mismo país, la misma ciudad, el mismo nombre! Aunque solo sea la misma forma de ojos. A veces se pasan una nota, una promesa escrita en un trapo.
«Resiste. Aguanta. Si escapo, encontraré a tu familia, les diré lo valiente que eres, y que estás bien.»
Sus voces se propagan en la oscuridad. Muchas son niñas, chicas secuestradas muy jóvenes (con once o doce años), que nunca han tenido una menstruación. Esto es todo lo que conocen. Para otras, algunas noches la tristeza se intercala con el recuerdo. La belleza de las montañas reflejándose en la superficie de los lagos. La hermosura de los pies descalzos sobre el asfalto caliente, de correr campo a través en compañía de buenos perros. Plantando en el huerto al lado de sus padres. Llorando en el pajar con un amante. La belleza de bendecir la mesa antes de una comida. El lujo del pensamiento. Sinfonías. Y la lectura de poemas. Hablan de vestidos soñados, de pelo aromatizado. Del gusto de la fruta fresca, del café. Lloran por el tacto añorado de un marido, de un prometido.
Sunny escucha, hablando menos que las demás, mostrando menos de sí misma, retrayéndose más y más.
—...Corrí calle arriba en mi vieja bicicleta Schwinn. Era de color azul metalizado y amarillo. A mi izquierda, la casa del señor Tashiro, con su amplio patio delantero y su nuevo Ford. A mi derecha, la de los Nanakoas, una familia atractiva y fuerte. El hijo es alto y flirtea conmigo, aunque solo tengo trece años. ¡Subo y subo por las colinas púrpuras! Hay casas escondidas detrás de palmeras y vallas de hierro. El tiempo se detiene. Si aguanto la respiración puedo oír cómo se abren las flores y dan fruto los árboles. Y el estrépito de los pájaros hace que las higueras rebosen de música...
»Arriba, arriba hacia los Montes Alewa, más despacio porque la carretera se inclina y me duelen las piernas, la sangre se me sube a la cabeza. A lo lejos, en lo alto, las montañas y los bosques, y abajo los valles verdes y el mar. El doctor Hong revisando el porche de su casa en busca de termitas. Trabaja con mi padre en la clínica, pero no lo invita a casa porque es coreano. Nunca me sonríe. Y allí delante, ¡mamá! De pie sobre la hierba. Una hawaiana muy guapa, muy hermosa. Huele dulce, como pakalana, las violetas chinas. Se vuelve y flota hacia mí...
»Ahora estoy en King Street, con unos amigos en un coche. Mirad, ahí está la sala de baile Casino, con gente bailando y música de jazz. Nos abrimos paso, con el aire prepotente de los gánsteres. Ahora me balanceo en la pista de baile. Hace calor. Ron y Coca-Cola. Alguien entre la multitud que me rodea me transformará, me salvará de mi vida. Me despierto para verlo de perfil a mi lado. Keo...
Sunny se gira en el lecho, gritando su nombre.
NĀ ‘I KE NA‘AU. Revelaciones que brotan de las entrañas
NĀ ‘I KE NA‘AU
Revelaciones que brotan de las entrañas
HONOLULÚ, MEDIADOS DE LOS AÑOS TREINTA
Los hombres desmontaban sus instrumentos y sacudían los restos de saliva de las boquillas de latón. Incluso cuando ya habían terminado de tocar, Keo permanecía paralizado, con su cuerpo concentrado en escuchar. Quería lo que ellos tenían: un futuro. Jazz. Cuando hablaban de marcharse, de volver a su hogar en Memphis, Nueva Orleáns, Keo se sentía mal, algo en su interior se sublevaba.
Veía a su madre zurciendo los uniformes de la prisión de mujeres, el rostro teñido de gris de su padre por los años que se había pasado respirando formol. A su hermano pequeño, Jonah, que aún iba al instituto, trabajando a tiempo parcial como monitor en el hotel donde sus hermanas y primas trabajaban de camareras. Todos ellos atrapados en una vida de servilismo. El jazz se le antojaba su única vía de escape.
La noche antes de que Handyman, el percusionista, se fuera de vuelta a Chicago, se reunieron para uno de sus conciertos improvisados, tocando desde blues a baladas, desde canciones a coro a solos. Keo se bebió varias cervezas de golpe, haciéndose el ánimo para acercarse finalmente al escenario. Ellos eran profesionales, podían saber si alguien poseía talento solo por el modo en que se aclaraba la garganta. El pianista se levantó y le invitó a ocupar su puesto.
Keo se sentó.
—Por Handyman.
Los miembros de la banda intercambiaron guiños y se lanzaron a interpretar «Stardust» al estilo de Nueva Orleáns, con total intensidad, dejándose la piel todos juntos. Luego adoptaron el estilo de Memphis, estableciendo el tema en el primer coro y después cada uno realizando un solo y ejecutando su particular variación. Cuando le llegó el turno, Keo tomó aire, comenzando con lentitud y precaución, pero enseguida se desquició, galopando a través de «Stardust» como un loco y pasando a «Black Bottom» y «Sister Kate», irr