El enigma de las seis copas

Fragmento

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Índice

Portadilla

Créditos

EL ENIGMA DE LAS SEIS COPAS

Nota del autor

Agradecimientos

Introducción

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Capítulo 32

Capítulo 33

Capítulo 34

Capítulo 35

Capítulo 36

Capítulo 37

Capítulo 38

Capítulo 39

Capítulo 40

Capítulo 41

Capítulo 42

Capítulo 43

Capítulo 44

Capítulo 45

Capítulo 46

Capítulo 47

Epílogo

Notas

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EL ENIGMA DE LAS SEIS COPAS

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Nota del autor

Para el buen desarrollo de la trama novelística, este escritor se ha tomado ciertas licencias que pasa a reseñar.

El gran zoco de Córdoba, en la época en la cual vivió el maestro, no se encontraba ya en la zona oeste de la ciudad sino junto a la gran mezquita. El resto de emplazamientos nombrados, así como las descripciones, son reales y dejan claro la belleza que aún conserva la antigua capital de los omeyas.

Excepto el maestro Al-Gafequi, su hijo Ahmed y el filósofo Averroes, el resto de personajes son ficticios, así como, a excepción de la técnica usada por el maestro para operar al viejo cadí, todos cuantos acontecimientos se narran en esta novela.

El color de ojos de Farah, que en un principio iban a ser negros, tornaron a un azul tan especial como el que luce mi pequeña Beatriz, que vino a la vida mientras su padre contaba esta historia.

Las aves que pueblan la ribera del Guadalquivir a su paso por Córdoba son muy posteriores a la época en que se desarrolla esta novela, aun así... no dejan de ser un deleite para todo aquel que pasea junto al viejo río de Al-Ándalus.

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Agradecimientos

En toda obra son muchas las personas que, de una forma u otra, ayudan a la consecución de la misma, para ellos mi más sincero agradecimiento.

A mi agente Sandra Bruna, por su inestimable ayuda para que esta novela viera la luz.

Al doctor Rafael Giménez Gómez, digno sucesor del maestro, y que puso a disposición de este escritor la traducción que realizó Meyerhof de la Guía del oculista, obra de Al-Gafequi.

A Emilio González Ferrín, cuyo conocimiento de Al-Ándalus ha sido básico en la comprensión por parte de este escritor de una de las épocas de mayor esplendor de la Península Ibérica.

A Lucía Luengo, mi editora, que tan bien ha llevado todo el proceso editorial de la obra.

A mis amigos Pedro Romero, Jorge Alcaide, Pepe de Dios y María Pilar Queralt del Hierro, por leer el borrador de la novela y darme sus desinteresados puntos de vista.

A mi familia, por su apoyo incondicional, y en especial a mi esposa, sin la que, como siempre, nada tendría sentido.

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Introducción

Hace mucho que ocurrió la historia que voy a contarles. Aún era yo muy niño y mi razón no llegaba a discernir entre lo veraz y lo irreal, pero a fe les digo a ustedes que todo lo que les voy a relatar es cierto como que hay cielo y tierra, y que en esta última moran los hombres, aunque algunos solo merezcan estar bajo dos palmos de tierra ya que algunas alimañas que caminan en las montañas pueden ser consideradas más humanas. La fuente de la que mana mi conocimiento de los hechos no puede ser más directa, ni tener un vínculo más cercano hacia mi persona. Quien me contó esta historia, como tantas otras, jamás dijo falacia alguna, ni invención para quedar bien, a él eso le traía sin cuidado, no lo necesitaba, era admirado por ser quien era.

Bajo mi turbante, los cabellos dejaron de ser negros hace demasiado tiempo y mi salud no firma paz alguna con mi cuerpo. Por ello, las treguas que me suministran los achaques de la vejez y tormentos medicinales que yo mismo me suministro —soy galeno, aunque ya no en ejercicio— me sirven para dejar plasmado por escrito algunas de mis vivencias y otras que me han sido confiadas por los que vivieron antes que yo, como es este el caso.

He vivido mucho y he visto aún más. Las mayores crueldades humanas y los actos más desinteresados. Las batallas más cruentas y los honores más sublimes que los ojos de persona puedan contemplar. Alá es justo, me ha colmado de bienes y conocimiento, es hora de que devuelva parte de lo dado y no encuentro mejor forma que reseñar cuanto se me ha transmitido, dejando como legado estos escritos. No pretendo ser cadí alguno para enjuiciar lo ocurrido, para ello ya está el Altísimo; solo quiero reflejar lo que se me transmitió, sin más pretensión que dar constancia de ello.

Paradojas de la vida, aparte de mis recuerdos, en mi cuerpo solo un sentido se mantiene intacto, mi vista, por ello no hay tiempo que perder, quién sabe cuándo se apagará la luz de mis ojos y quién sabe si también de mi mente y todo quede silenciado, como la historia que voy a contarles. Pronto acudiré a la cita fijada con mis antepasados, para honrar a Alá y a su profeta Mahoma. No hay tiempo que perder.

Mi padre era el afamado oculista Muhammad Ibn Al-Gafequi, y como habrán deducido, de sus labios escuché todo lo que de esta historia sé. Por la época que les voy a relatar, era uno de los médicos de la corte del gran visir de Córdoba, Abu Salem. Los almohades reinaban en Al-Ándalus. Ya quedaban lejos los años de mayor esplendor del reino andalusí, aunque la importancia de este aún era relevante. Después de haber estudiado en Bagdad y Córdoba, mi padre comenzó a ejercer la medicina en esta última ciudad; había nacido cerca de ella, en Al-Gafaq, y pronto tomó relevancia en su ministerio, hasta ser requerido en multitud de ocasiones por la nobleza musulmana. Su especialidad eran las enfermedades oculares, y era un experto en las operaciones de cataratas, en las que instauró nuevos procedimientos y técnicas para su tratamiento.

El visir Abu Salem, vivía en el palacio de los califas, cerca de la mezquita aljama de la ciudad, a las orillas del río grande. La gran urbe tenía casi trescientos mil habitantes y, aunque había dejado de ser la capital de Al-Ándalus, aún conservaba su importancia. Grandes personajes convivían al unísono dentro de sus murallas: Averroes y mi propio padre entre ellos. Tras años de convulsión, la llegada de los almohades había traído tranquilidad a los territorios musulmanes de la antigua Hispania. La amenaza de los reinos cristianos parecía ahora lejana, y una relativa calma se respiraba en la sociedad cordobesa, aunque la población sufría penurias, y el hambre campaba a sus anchas por la antigua ciudad califal.

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1

Pamplona, Reino de Navarra,

30 de julio del 920 d.C.

Su indumentaria no era la más idónea para estar corriendo por la catedral, pero en aquel momento tampoco le importaba mucho. Una larga sotana marrón anudada a su cintura por un cordón blanco, que alcanzaba casi hasta su tobillo, no ayudaba en su propósito de ir todo lo rápido que sus piernas pudieran. Su cometido, algo en su interior le decía que podía ser el último, era lo único que le preocupaba en aquel momento. Tenía que encontrar al obispo cuanto antes. Había examinado minuciosamente todos los edificios que circundaban la catedral: almacenes, establos, estancias... y hasta el pequeño hospital, incluso, el primero que había visitado, el edificio que albergaba las estancias privadas de su ilustrísima; ya solo quedaba por buscar en la propia catedral.

Después de buscar por toda la iglesia, solo faltaba el altar mayor y la estancia, detrás de este, dónde se guardaban los cálices usados en misa, así como el resto de reliquias de oro, propiedad de la catedral de Pamplona.

El padre Venancio era uno de los calígrafos más afamados de todo el reino de Navarra, habiendo recibido en alguna ocasión algún encargo de más allá de los Pirineos, hasta donde había llegado su reputación como escriba. Su trabajo era copiar libros, pero no de cualquier manera, sino con una caligrafía sublime plasmada en volúmenes de páginas tan lisas y blancas como su ingente calva, y de tanta extensión que casi igualaban a su enorme barriga. Para el clero jamás había necesidad, por ello su padre lo consagró al servicio de Dios todo poderoso desde muy niño. En su casa las bocas que alimentar eran demasiadas para un pobre leñador.

Las tropas del emir de Al-Ándalus estaban aproximándose hasta ellos y pronto se les echarían encima como lobos hambrientos. Hacía cuatro días que Abderramán III había aplastado a los ejércitos de León y Navarra y sin demora se había encaminado a Pamplona con la intención de saquear la ciudad. Desde que el primer emisario llegó a la ciudad trayendo las nuevas sobre la batalla que se había desarrollado en Valdejunqueras, los habitantes de Pamplona habían empezado a huir hacia las montañas, dejando la ciudad prácticamente abandonada a su suerte. Los casi veinte monjes y las diez monjas que estaban al servicio de la iglesia no habían querido abandonar su catedral y alzaban rezos durante todo el día pidiendo a Dios que fuera clemente con ellos, pero Dios debía estar ocupado en otros menesteres, porque las huestes del emir ya acechaban el recinto cristiano.

Las tropas musulmanas llevaban cuatro días saqueando cada pueblo que encontraban en su camino hacia Pamplona. Las huestes cristianas habían sido diezmadas y los obispos de Tuy y Salamanca, Dulcidio y Hermogio, habían caído cautivos. Algunos supervivientes se refugiaron en las fortalezas de Muez y Viguera, pero al caer estas en manos del emir, todos sus ocupantes habían sido degollados sin piedad. Un soldado que había podido escapar contó lo sucedido y fue entonces cuando el pánico se extendió por toda la ciudad.

El calor reinante durante todo aquel verano parecía, en aquel momento de esfuerzo físico, aún más asfixiante si cabía, aunque había que reconocer que su orondo cuerpo tampoco ayudaba en demasía en aquel momento. Su sotana estaba empapada en sudor, y de sus cabellos manaban ríos de secreción salina. Si querían tener alguna oportunidad de salvarse tenían que huir en aquel momento, si no sería demasiado tarde. La única premisa que necesitaban los clérigos era la autorización, aunque fuera verbal, de su eminencia. El padre Venancio lo sabía, y por ello no pararía hasta encontrar al obispo para llevarlo con él. Conocía al obispo desde que este accediera al cargo hacía ya más de diez años, tenía que habérsele ocurrido que este no se separaría del oro bajo ningún concepto, ni tan siquiera si los ejércitos del propio diablo estuvieran a las puertas de la catedral; paradójicamente, eso era lo que precisamente estaba ocurriendo.

En la sala central de la catedral no había nadie. Gritó a pleno pulmón llamando al obispo, pero no obtuvo más respuesta que el eco de su propia voz; la enorme estancia y la altura de esta hacían que la voz retumbara por todos los rincones, aquella acústica era inmejorable a la hora de dar misa, y por qué no decirlo, en aquellas circunstancias de angustia tampoco era mala ayuda para que el padre Venancio se hiciera oír.

Recorrió uno a uno los distintos altares que circundaban el edificio, pero en ellos tampoco encontró rastro del obispo. Solo quedaba una estancia donde buscar. Rodeó el altar mayor hasta alcanzar la puerta de madera maciza con goznes de hierro forjado que protegía las reliquias pastorales. Golpeó con fuerza la puerta, entonces oyó la voz del obispo que salía del interior.

—¡No os apoderaréis de mis tesoros...! ¡Dios todopoderoso os fulminará por profanar suelo sagrado...! —La voz delirante del obispo sobrecogió al clérigo que pegaba la oreja a la puerta para escuchar mejor.

—¡Monseñor... soy el padre Venancio... Los moros están a las puertas de la catedral... Debemos irnos!

—¡Padre... marchaos... y llevaos con von a todos los hombres y mujeres de corazón limpio y alma clara! ¡Yo protegeré las reliquias de nuestro señor!

—¡Pero monseñor, toda esperanza es vana! —intentó convencer el padre Venancio—. ¡Venid con nosotros!

—¡Ya es tarde! ¡Recordadme como el defensor de Nuestro Señor en la Tierra! ¡Bienaventurados los que siguen al Señor hasta las últimas consecuencias! ¡Alabados aquellos que derraman su sangre por defender la verdadera religión! —Las frases sin sentido del obispo hacían negar con la cabeza al padre Venancio; toda conversación con su superior era del todo inútil, debía informar al resto de clérigos y tomar una decisión urgente, los musulmanes no tardarían mucho.

—¡Pero padre... si llegan hasta aquí no tendrán clemencia con su ilustrísima! —insistió con voz angustiada el padre Venancio.

—¡Informad de todo a su Santidad! —indicó con voz exaltada el obispo. Su mente pensaba más en su posible ascenso a los altares, que en su vida terrenal, que tocaba a su fin.

—¡Como ordenéis, monseñor, seréis recordado en todas las plegarias hasta el final de los días! —alabó el espíritu de sacrificio del obispo, el padre Venancio, que al mismo tiempo negaba con la cabeza. No cabía dudas, el pastor de aquella congregación había abandonado la lucidez.

El padre Venancio salió a toda velocidad de la catedral. No podía perder más tiempo, todos debían marchar sin más demora. Se conocían historias aterradoras sobre cómo los musulmanes disponían de la población cristiana cuando entraban en una ciudad para saquearla. Violaciones, matanzas y torturas, aparte de los saqueos indiscriminados alentados por sus generales y caudillos. Mención especial tenían con los que como él servían a Jesucristo. Muchos terminaban crucificados después de recibir latigazos y mutilaciones. Famoso había sido el relato de un monje que haciéndose el muerto había escapado del tormento sufrido por un centenar de monjes durante el saqueo de Tudela, hacía ya diez años, en otra de las razias llevadas a cabo por los moros. Las monjas habían sido violadas una y otra vez a la vista de los monjes, mientras estos eran sodomizados con gruesas estacas de madera. Cuando se cansaron de jugar con ellos, los bañaron en agua hirviendo y les arrancaron la piel lentamente, hasta que murieron en el tormento. En esta ocasión los musulmanes habían perdido muchos compañeros de armas en la batalla; sin duda alguna su crueldad no tendría límites. Un escalofrío recorrió todo su cuerpo al imaginarse sufriendo aquellas atrocidades. Él no quería ser un mártir, sino que deseaba huir de aquel lugar inmediatamente.

En una de las naves anexas a la iglesia principal, todos los clérigos estaban reunidos realizando sus oraciones; en esas naves se desarrollaba la vida cotidiana del recinto clerical: la comida, las alacenas y los dormitorios, tanto de los monjes como de las monjas, se encontraban en estos edificios anexos, así como diferentes capillas donde los siervos de Dios llevaban a cabo sus oraciones privadas. El padre Venancio entró en el gran salón a voz en grito.

—¡Monseñor ha perdido la cabeza...! ¡Debemos buscar refugio en las montañas cuanto antes! —El padre Venancio acusaba el cansancio y casi trastabilló al llegar hasta sus compañeros.

—Padre Venancio... pero... ¿Cómo decís que ha perdido la cabeza nuestro obispo? —inquirió uno de los monjes dando señales de angustia en cada palabra.

—Está encerrado en la cámara del tesoro y solo lanza frases delirantes, quiere que nos marchemos cuanto antes, él se quedará allí encerrado... Dice que él mismo defenderá el tesoro ante los ejércitos del propio diablo —explicó el padre Venancio recuperando el resuello—. No me cabe la menor duda, nuestro obispo ha perdido el raciocinio, y nosotros perderemos la vida si no emprendemos la marcha cuanto antes.

—¡No perdamos tiempo...! —comenzó a ordenar el padre Ramiro, encargado de los almacenes y del abastecimiento de la congregación. Era un hombre acostumbrado a tomar decisiones. Pero antes de acabar su mandato un ruido cortó su alocución.

Una algarabía de gritos y consignas en lengua extranjera llegó hasta los clérigos. Los musulmanes ya estaban allí, se les había acabado el tiempo. Algunos se arrodillaron pidiendo clemencia a Dios, otros salieron corriendo y la mayoría de ellos se quedaron petrificados sin saber qué hacer, ni adónde ir. Las puertas de la gran sala se abrieron de golpe y por ellas, a semejanza de una riada traída con fuerza por una primavera lluviosa, entraron cientos de sarracenos cimitarra en mano, inundando cada rincón del salón donde estaban. El miedo se dibujó en los rostros de los que allí permanecían: su futuro era cierto y no se iba a demorar más. El padre Venancio apenas percibió el líquido caliente que recorría su entrepierna, estaba demasiado pendiente del enorme sarraceno que con gesto de rabia blandía su enorme hacha sobre su rostro.

Las tropas del emir rebanaban cuellos y mutilaban extremidades. En pocos segundos, el suelo estaba impregnado de sangre que manaba sin cesar de los cuerpos sin vida de los monjes, que gritaban aterrados corriendo de un lado para otro, buscando no se sabía qué salida, encontrando solo el frío acero musulmán. Para las monjas tenían otros planes, menos rápidos pero que, con el mismo final que sus compañeros masculinos, darían diversión extra para cuando saciaran la sed de sangre de sus espadas.

La catedral estaba totalmente vacía. El eco de los soldados saqueando por doquier llegaba hasta los oídos aterrados del obispo. Las bóvedas acostumbradas a repetir hasta la saciedad las misas relatadas en latín, ahora reproducían los gritos e improperios musulmanes inundando cada rincón de la enorme iglesia. La algarabía llegaba ya hasta el otro lado de la puerta de madera maciza que custodiaba la estancia de las reliquias.

—¡Marchaos, malnacidos... La casa del señor no puede ser profanada impunemente! —Los gritos del obispo eran oídos por los asaltantes, pero no entendían su lengua, aunque, de todos modos, tampoco iban a parar por ello—. ¡Seréis malditos de por vida, vosotros y vuestra prole, si entráis aquí! —continuaba profiriendo gritos el prelado, mientras los sarracenos comenzaban a golpear la puerta, haciendo temblar los goznes. Pronto los anclajes cederían y estarían dentro. Sus golpes no cesaban a sabiendas de lo que en aquella cámara se encontraba—. ¡La ira del señor todopoderoso se cebará sobre vosotros... yo soy un enviado de Dios en la Tierra... deteneos...! —como si aquella amenaza hubiera surtido efecto, los golpes contra la puerta cesaron de inmediato. El obispo de Pamplona quedó en silencio, ¿se habrían cerciorado aquellos salvajes del poder de Jesucristo? Casi por inercia, y llevado por un poder superior, su mano cogió un báculo de madera noble, rematado con una cruz de oro impregnada de piedras preciosas, y lo adelantó como si portara un estandarte.

Un silencio sepulcral reinó por unos segundos en la catedral, como si en el recinto no hubiera ser humano alguno. Unos pasos se oyeron en la distancia. El obispo estaba desconcertado. ¿Qué había ocurrido? ¿Se habían ido todos menos uno? Sin tan siquiera tener tiempo de salir de estas tribulaciones un golpe seco retumbó en la puerta. Los goznes, anclados hasta el momento en la dura piedra, no aguantaron más y la puerta cedió por fin ante el empuje musulmán.

El obispo no podía creer lo que estaban viendo sus ojos. Rodeado por una multitud de soldados, un hombre de fino rostro y barba puntiaguda, engalanado con una coraza dorada y provisto de un enorme alfanje de labrada empuñadura entraba por la puerta de la sala; no era excesivamente alto, pero su presencia le dejó petrificado, sin duda se trataba del mismísimo Abd ar-Rahman ibn Muhammad, más conocido en tierras cristianas como Abde-rramán III, emir de Córdoba y señor de Al-Ándalus en persona. Junto al emir un hombre vestido de finas telas, un consejero o un sacerdote de aquella religión, supuso el obispo. Todas aquellas reliquias de oro y piedras preciosas iban a caer en manos del mismísimo emir, y ni tan siquiera aquel detalle aplacó la ira del obispo, que ido por completo y adivinando su final, proclamó una maldición como epitafio para su propia vida.

—¡Yo maldigo este oro y el destino que penséis darle! —comenzó a gritar en latín monseñor, ante la atenta mirada del caudillo cordobés que no entendía nada de lo que aquel ser hablaba. El clérigo cristiano respiraba con extrema celeridad y sus ojos estaban a punto de salírsele de las cuencas, mientras continuaba haciendo exclamaciones—. ¡Este tesoro solo traerá muerte y desdicha para quien lo posea! —El rostro del hombre que acompañaba al emir no parecía tan indiferente a sus proclamas, como si él sí entendiera la maldición que aquel infeliz estaba echando sobre aquel tesoro—. ¡La sangre que verteréis sobre él, sellará mi maldición...! —concluyó, mientras besaba la cruz del báculo y la dejaba a sus pies.

En el pequeño habitáculo que guardaba las reliquias cristianas, solo se oían sus gritos. Los musulmanes esperaban acontecimientos, ninguno se atrevía a tomar la iniciativa estando allí el emir. Abderramán III escuchaba atentamente las palabras de aquel sacerdote cristiano de tez oronda y mitra morada sobre la cabeza. Una túnica de idéntico color con ribetes morados, que dejaba ver una saya oscura bajo ella, era la vestimenta de aquel infeliz al que le quedaba muy poco tiempo de vida. Una indumentaria que, incluso teniendo todo aquel oro alrededor, resaltaba en demasía.

El emir hizo una señal y al instante dos soldados entraron raudos a la cámara del tesoro, cimitarras en mano. Monseñor agachó la cabeza y se arrodilló mientras comenzaba a rezar. La oración que Jesucristo enseñó a sus apóstoles fue lo último que de sus labios oyó la historia. Un certero mandoble de la cimitarra rebanó su cuello. La sangre que manaba a borbotones de su cuerpo decapitado salpicó toda la habitación y los tesoros que contenía. Las gotas de sangre sobre el dorado de las reliquias cristianas conferían a la estancia un contraste de colores aterrador y a la vez sublime.

—¿Qué ha dicho ese sacerdote antes de morir, Omar? —preguntó el emir de Córdoba a uno de sus consejeros, versado este en diferentes lenguas, entre ellas la que se hablaba en los reinos cristianos y en latín.

—Ha lanzado una maldición sobre este tesoro, gran emir. —El semblante de Omar era serio. Omar, aunque hombre versado en ciencia, era supersticioso y muy influenciable por las maldiciones proferidas en cualquier lengua y usadas por cualquier religión para sellarlas.

—Omar, amigo mío... no entiendo que un hombre como tú... dé crédito a una maldición lanzada por un cristiano. —Las risas del emir, entrecortaban las frases que decía, a fe que el caudillo musulmán no daba mucho crédito a aquella predicción maldita del obispo de Pamplona.

—¿Qué ordena vuestra excelencia que hagamos con el tesoro?

—Fundid el oro y con él haced seis copas, ellas adornarán mis comidas, así cuando beba en ellas recordaré este día y a este infeliz.

—Como gustéis, mi señor; vuestros deseos son órdenes.

El emir se quedó allí mirando el cuerpo sin vida del cristiano, mientras su sangre inundaba toda la estancia. Al fin y al cabo los elegidos por aquel dios sangraban igual que cualquier otro mortal, igual que los que encomendaban sus vidas a servir a Alá, honrándole en la mezquita. Él nunca sangraba, jamás era atacado por ningún mortal y su mandato era por orden del mismo Alá. Abderramán III tenía claro que él era el elegido para servir de vínculo entre Alá y los demás mortales. Él debía ser califa.

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2

Córdoba, invierno de 1152 d.C.

El maestro no soportaba la tardanza. Por mucho que aligerara el paso, surcando como el viento las calles próximas a los confines del antiguo palacio califal, le iba a resultar difícil eludir la reprimenda. Los aledaños de la residencia del gobernador de Córdoba estaban colmados de un deambular continuo de gentes, la mayoría comerciantes preparando los bajos de sus alhóndigas para exponer sus mercaderías a la espera de los clientes que, a buen seguro, inundarían las calles en pocas horas. El gran zoco esperaba impaciente el bullicio de la mañana, ávido de gritos y pregones.

La puerta de Sevilla, cuyo nombre se debía a que era la salida de la Medina en dirección a la ciudad vecina, había visto pasar a Abdallah como si el mismísimo Alá estuviera solicitando su presencia de inmediato. Le encantaba pasar por el gran zoco a aquellas horas tan tempranas. Los aromas y los colores de los puestos se podían apreciar en toda su amplitud, sin los inconvenientes de la masificación de las horas punta, donde la aglomeración de personas con sus olores propios, algunos más deseables que otros, hacían imposible observar o aspirar convenientemente.

Un invierno gélido como no se recordaba en la ciudad azotaba Córdoba. El viento procedente de las montañas circundantes, aunque suave, hacía que los ojos de Abdallah lloriquearan. Los soldados del gobernador contaban que alguna vez en sus misiones como emisarios a las tierras del norte habían tardado demasiado en volver y que el invierno les había sorprendido en la marca superior sufriendo los rigores invernales. Ellos no tenían el menor reparo en asegurar que aquel invierno no tenía nada que envidiar a los que habían sufrido en las tierras de los reinos cristianos.

Muchas personas se encaminaban a la gran mezquita para ser de los primeros en entrar en el recinto para orar a Alá mirando a la Meca, hacia la salida del sol, como mandaba el Corán. Abdallah era hijo de un tabernero del arrabal del oeste, su familia no procedía de la nobleza, ni siquiera de comerciantes. Su padre había combatido a los reinos del norte en alguna razia, cuando los almorávides gobernaban las tierras de Al-Ándalus, pero una herida en una pierna que le hacía cojear desde entonces, le apartó de la vida militar. Con los remanentes que había obtenido en sus pocas campañas militares, montó la taberna y, tras negociar con productores de vino de Cabra y Lucena, se había instalado en las proximidades de Córdoba.

Abdallah tenía la sensación de que el día llegaba con mayor rapidez que de costumbre. Al pasar por la calle mayor, entre la mezquita y el antiguo palacio de los califas, comenzó a abrirse la puerta principal del palacio. La guardia personal del hayib de Córdoba comenzaba a bloquear la calle, el gobernador de la ciudad, Abu Salem, se dirigiría a la gran mezquita para el rezo de la mañana. Abu Salem gobernaba Córdoba en nombre del califa almohade, Abd Al-Mumin, aunque los rumores decían que no siguiendo las prerrogativas del libro sagrado, como indicaba la chancillería de Marrakech. No hacía mucho que el califa había tomado posesión de su trono. Los almohades controlaban el norte de África y habían ido unificando las pequeñas taifas surgidas en Al-Ándalus tras la caída de los almorávides. Parecía que una época de dominio musulmán se había instaurado en todo el reino.

El maestro no pensaba de la misma forma: siempre decía que el final estaba cerca, que los reinos cristianos terminarían con la lenta conquista que hacía siglos había comenzado. Abdallah pensaba que eran desvaríos sin sentido, pero no dejaba de estremecerse cuando el maestro comenzaba sus divagaciones. Quizás esta opinión del maestro venía dada porque él había vivido en directo la profanación de la mezquita por parte de los cristianos, de la mano del traidor Abengamia, rey de Qurtuba. Abengamia había rendido la ciudad al rey cristiano Don Alonso, y el obispo de Toledo rindió culto a su dios en el templo sagrado del islam. Por suerte, los almohades habían acabado con tantos desmanes. El maestro siempre reseñaba la misma frase cuando se le cuestionaba por el futuro del reino: «Más de lo mismo. Nuestro tiempo toca a su fin y esto no es más que una lenta agonía, de la que espero no ver el final.»

El maestro había accedido a acogerlo bajo su tutela por la amistad que lo unía a su padre. Cierto encuentro del maestro tras regresar de una operación en la Manxa, con bandidos de la sierra interesados en el dinero que llevaba y todo su instrumental, se había resuelto con la intervención de varios soldados que volvían de entregar misivas en la marca superior, entre los que se encontraba un joven Al-Bani, su padre. Desde entonces, su padre había frecuentado la compañía del maestro, y este había aceptado gustoso aceptarle como discípulo.

Debía acelerar el paso aún más, empezaba a adivinarse la salida del sol y bajo ningún concepto debía interrumpir la oración de su mentor; llegar tarde era intolerable e interrumpir el contacto con Alá solo lo haría un rumí.

Su padre había tenido que despertarlo usando agua fresca del pozo entorno al cual se levantaba su casa. El agua fresca siempre causa cierta impresión al caer contra el cuerpo, pero si estás dormido, la impresión se multiplica por varios números enteros. Abdallah había acogido el dulce despertar blasfemando y mentando al profeta, ante la mirada enojada de su padre, que instauraba el rígido protocolo militar en todas las facetas de la vida, incluido el levantarse temprano.

Abdallah tenía dieciocho años y estaba en plenitud de facultades, era joven y estaba bien nutrido, cosa que por desgracia no muchos podían permitirse en aquella época. Era alto y, aunque no excesivamente fuerte, ágil e inteligente. Siempre vivaracho y atento a todo lo que le rodeaba, seguía al maestro cual perrillo faldero intentando impregnarse de cuanta sabiduría le era transmitida. El joven Abdallah quería seguir los pasos del doctor, como el hijo de este, Ahmed, un chiquillo que siempre andaba intentando ganarse su amistad y que a él le parecía lo más repelente que jamás hubiera visto. Abdallah colmaba al maestro de preguntas ante todo lo que despertaba su interés, tanto en temas médicos, como en los propios de la vida y de la existencia humana.

Estaba a punto de llegar a la casa del doctor. La morada de Al-Gafequi se encontraba en el extremo este de la medina, justo antes de alcanzar la muralla que separaba el corazón de la ciudad de los arrabales extramuros. Desde el arrabal oeste, donde vivía Abdallah, hasta la casa del galeno no había mucho trecho para alguien veloz como él, pero llegando tarde el camino había parecido la gran distancia que una vez corrió un guerrero heleno para anunciar la victoria en una batalla de la que en aquel momento no recordaba el nombre... La historia se la había contado el maestro, que era versado en historia antigua.

Sus babuchas resbalaron sobre la tierra al frenar frente a la puerta de la casa del maestro la carrera frenética que traía. Abdallah respiró varias veces para recuperar el resuello y llamó a la puerta; llegaba tarde pero antes de que el sol apareciera en el horizonte por completo. Con un rechinar de goznes la puerta se abrió lentamente y, al otro lado, una mujer entrada en años sonrió al ver la figura del joven aprendiz que esperaba con gesto preocupado la invitación a pasar al interior.

—Llegas tarde, pero aún no ha comenzado a rezar —informó Zoraida tranquilizándole de inmediato—. Pasa y comparte la oración con él, eso hará más tibio el regaño.

—Me he quedado dormido y he venido corriendo. —Abdallah respiraba entrecortadamente y recuperarse del esfuerzo que acababa de realizar le estaba llevando algún tiempo.

—No sé por qué, pero no me extraña nada que te haya ocurrido eso —sonrió Zoraida mientras le hacía ademanes para que pasara dentro y no demorara más presentarse ante el maestro. Zoraida era la sirvienta personal del maestro. Su rostro afable, salpicado de innumerables manchas oscuras y de incontables, aunque discretas, arrugas denotaban sus años. Zoraida andaba despacio, pero el motivo no eran los años, sino un orondo cuerpo del que resultaba costoso tirar de él, y que, como opinaba Abdallah, no era lo suficientemente grande como para albergar la bondad de aquella mujer, que siempre lo trataba como un hijo, aleccionándolo e intercediendo por él ante el maestro cuando era necesario.

El relajante ruido del agua al caer desde lo más alto de la fuente erigida en medio del patio de la casa no calmaba ni un ápice el temor que invadía todo su cuerpo; el doctor no era excesivamente severo, pero si había algo que denostaba era la tardanza, y él reiteraba en demasía llevar al límite la paciencia de su mentor. Los arcos alrededor del patio asemejaban el bosque de estos que colmaba la gran mezquita de la ciudad; sobre el suelo se extendían dos esteras en espera de ser ocupadas en breve para hacer las zalá, la plegaria diaria que ordenaban las costumbres religiosas musulmanas. Estar a bien con Alá no podía ser obviado por ninguno de los seguidores de Mahoma; cinco veces al día tenían que rezar mirando a la Meca, y nadie hacía oídos sordos a la llamada del imam llamando a la plegaria.

Bajo uno de los arcos, el doctor le observaba con detenimiento, pensativo como siempre, Mohamed Al-Gafequi era uno de los médicos más famosos de todo Al-Ándalus, frisaba los cincuenta años, y su medicina aprendida con los grandes doctores en Bagdad hacía ya tiempo que había quedado simplemente como una base sólida desde la que ampliar conocimientos e investigar nuevos métodos. El maestro era oculista. Su especialidad eran las enfermedades oculares, sus pacientes le trataban como un nuevo profeta que era capaz de crear luz en aquellos que su vida era gobernada por las tinieblas. Su cuerpo, enjuto pero fuerte, no era excesivamente alto, pero bien adornado por ricas telas hacían parecer al maestro un hombre más fornido de lo que realmente era. Una abundante barba, en la que los cabellos negros empezaban ya a escasear, daba un aire griego al rostro de Al-Gafequi, gran admirador de los pensadores helenos.

—Vuelves a retrasarte... como de costumbre, Abdallah... —La reprimenda empezaba sin que el doctor alzara mucho la voz; llegar antes del rezo había apaciguado su ira, como le había dicho

Zoraida. En ocasiones Abdallah había llegado después del rezo matutino y las consecuencias no se habían hecho esperar. Limpieza exhaustiva de todo el material, de toda la consulta, y lavado de sus ropas de trabajo... varias veces seguidas sin aprender nada y sin escuchar nada más que mandatos del maestro, obviando cualquier mínima docencia.

—Sí, maestro, perdonad mi tardanza... —Abdallah sabía que tenía poca defensa, así que era mejor confesar su falta, que no defender lo indefendible.

—¿Viviría un paciente si llegas tarde a intervenirlo? —La pregunta tenía fácil respuesta.

—No, maestro.

—¿Podrías sobrevivir si tu cuerpo respirara con retraso?

—No, maestro.

—Pues llegar cuando debes... tiene que ser para ti igual de importante.

—Sí, maestro... No volverá a ocurrir...

—¿Estás seguro de lo que afirmas?

—No, maestro... —titubeó Abdallah, ante la penetrante mirada que le lanzaba Al-Gafequi.

—El hombre es muy dado a prometer aquello que más le costará cumplir. Aquellos que solo comprometen su palabra con actos plausibles, serán personas respetadas siempre, y jamás nadie dudará de su palabra.

—Sí, maestro, lo tendré en cuenta.

—Relájate un poco, con este frío, y tú sudando a chorros, no tardarás mucho en caer enfermo —recomendó el maestro, destensando un poco la conversación—. No necesito a un ayudante enfermo, serías de muy poca ayuda, además de tener que destinar tiempo a curarte a ti. Dile a Zoraida que te prepare algo caliente y después tendrás tarea extra... —Un sonido familiar interrumpió la recomendación de Al-Gafequi.

La voz del imam llamando al recogimiento rompió el silencio matinal, los dos hombres se arrodillaron, recostando sus posaderas sobre los talones, elevaron sus brazos poniendo las palmas de las manos frente a sus ojos, y cerrando estos comenzaron a rezar.

El rezo preceptivo acabó al poco rato, maestro y alumno se levantaron al unísono. La casa del maestro se dividía en dos zonas: la más grande era la destinada a la vida cotidiana; la otra era la destinada a las investigaciones del sabio doctor y donde atendía a algunos pacientes que venían a la consulta. En un pequeño habitáculo de la casa era donde más tiempo pasaba Abdallah, allí aprendía a hacer pócimas que aliviaban dolores, que curaban enfermedades y, las más importantes, las que hacían que los pacientes durmieran plácidamente mientras el doctor practicaba alguna intervención.

La mañana pasaba plácida entre los quehaceres diarios del maestro. Abdallah se afanaba en preparar correctamente las pócimas y dejar el material limpio, como le gustaba al doctor, pues no era cuestión de enfadar aún más al maestro. Mientras tanto Al-Gafequi se deleitaba leyendo en el patio los versos de su poeta preferido, Ibn Zaydun. Pese al frío, que aunque más atemperado que el mañanero aún hacía en el patio, la voz del maestro recitaba los hermosos versos del poeta andalusí.

Podría haber entre nosotros, si quisieras,

algo que no se pierde, un secreto jamás publicado,

aunque otros se divulguen...

Te bastará saber que si cargaste mi corazón

con lo que ningún otro puede soportar, yo puedo.

Sé altanera, yo aguanto;

remisa, soy paciente;

orgullosa, soy humilde.

Retírate, te sigo.

Habla, que yo te escucho;

manda, que yo obedezco.

La voz del maestro sonaba melodiosa y a la vez melancólica, como si en aquellos versos estuvieran encerrados algo más que palabras, como si algún sentimiento olvidado, o quizá no tan olvidado, se escondiera en aquellas palabras. Ibn Zaydun había sido un poeta de gran relevancia en el siglo anterior, llevando sus servicios por varias cortes, como las de Sevilla y Badajoz, y su gran amor había sido la princesa Wallada, musa de sus poemas y también de sus desgracias, cuando su amor se vio truncado.

La esposa del maestro había fallecido años atrás y, según contaba Zoraida, desde entonces el doctor había experimentado una mayor sensibilidad por otros temas filosóficos, temas más relacionados con el amor y la muerte, desde entonces Ibn Zaydun se había convertido en un usual de las lecturas de Al-Gafequi. Mucho antes el maestro solía leer sobre los pensadores griegos, que databan de mucho antes de que el profeta transmitiera la palabra de Alá.

—Muy bien, Abdallah, el tono parece el correcto... —El doctor examinaba un frasco lleno de un mejunje espeso de color verde que acababa de preparar su joven ayudante. El doctor mantenía el bote suspendido en el aire, agitándolo con la mano para comprobar que, además del color, la textura del medicamento era la correcta.

—Nunca habíamos hecho esta mezcla, maestro.

—Es cierto, Abdallah, pero tampoco habíamos tenido nunca un invierno tan frío. —La crudeza de aquel invierno había hecho que Al-Gafequi recuperara aquella vieja receta aprendida en Bagdad para aliviar los sabañones en pies y manos producidos por el intenso frío. Los calzados no estaban hechos para aquellas temperaturas, y la unión de las babuchas con los tobillos sufría una especie de cortes con el frío reinant

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