Créditos
1.ª edición: junio 2013
© Eduardo Jáuregui Narváez, 2013
© Ediciones B, S. A., 2013
para el sello Vergara
Consell de Cent, 425-427 - 08009 Barcelona (España)
www.edicionesb.com
Depósito legal: B. 13.796-2013
ISBN DIGITAL: 978-84-9019-460-7
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Contenido
Contenido
Portadilla
Créditos
Contenido
Dedicatoria
Primera parte. La gata
1. Zarpazos contra el cristal
2. La crisis de los cuarenta
3. La adopción
4. La caza del ratón
5. Lo que está pasando
6. Objetos perdidos
7. El otro Joaquín
8. La manada
9. El momento de la verdad
Segunda parte. El entrenamiento
10. La habitación cerrada
11. Vistas a la felicidad
12. Psicosis
13. Gatha Yoga
14. Cien días de lluvia
15. Gastronomía gatuna
16. El disfrute
17. Al otro lado del espejo
Tercera parte. La nueva vida de Sara León
18. Libre
19. El último viaje de Rocinante II
20. Felina
21. Letras
22. La gata y el perro
Agradecimientos
Dedicatoria
Dedicado a la memoria de Rino Bertoloni,
taoísta siciliano
«Imitemos a los animales:
comer, dormir, jugar y amar»
PRIMERA PARTE. La gata
Primera parte
La gata
1. Zarpazos contra el cristal
1
Zarpazos contra el cristal
La primera vez que la vi apareció de forma instantánea, como aparecen los genios de las lámparas mágicas —aunque sin humo, ni sonido de arpa, ni necesidad de frotar nada más que mis propias preocupaciones.
Esa mañana yo iba acelerada, como casi todas, y tenía la tripa encogida por la reunión con la gente de Royal Petroleum. No pude probar ni media tostada. Acababa de ponerle los toques finales a la presentación en la cocina, sobre una mesa en la que el portátil se mezclaba con la mantequilla irlandesa, el mapa A-Z de Londres, los guantes de felpa que Joaquín se había olvidado con sus prisas matutinas, el plato con las tostadas y una taza de café del matrimonio de William y Kate que salía del armario solo cuando no quedaba otra limpia. Al terminar, me acerqué al fregadero con el ordenador en una mano y los restos del desayuno en la otra.
De repente, se me nubló la vista, y me di cuenta de que me estaba dando otro de mis mareos. Solté de golpe el plato con la taza de café, el cuchillo enmantequillado y las tostadas sin comer, y todo cayó con un estruendo sobre los platos que Joaquín había dejado en la pila. Me apoyé con la mano libre sobre la superficie de acero inoxidable mientras abrazaba el portátil contra el pecho, tratando de aguantar la ola de náusea y una especie de sutil aleteo en toda la piel, una sensación que se había vuelto muy familiar en estas últimas semanas. Respiré profundamente y tragué saliva una y otra vez.
—Tranquila, Sara —me dije—. Ahora pasa, ahora pasa, como ha pasado todas las otras veces.
Mientras me repetía esta frase, miraba con intensidad por la ventana, como intentando aferrarme al mundo con los ojos. Vi el habitual cielo gris de Londres, aviones de camino a Heathrow, nuestro triste y descuidado jardín encasillado entre tantos otros, las casas de ladrillo oscuro al fondo. No era una vista preciosa, pero al menos daba una sensación de espacio, y su familiaridad me sirvió de ancla. El mareo fue amainando.
—¿Qué me está sucediendo? —me pregunté, por primera vez desde que comenzaron estas náuseas matutinas.
Hace unos años, mi primera sospecha hubiera sido un embarazo, y el espanto me habría llevado corriendo a la farmacia para hacerme un test. Ahora esa posibilidad me hubiera ilusionado, pero hacía demasiado tiempo que Joaquín y yo no conseguíamos conciliar la calma y la intimidad necesarias para esos juegos tan divertidos, apasionados, pringosos que antes parecía tan fácil improvisar en cualquier esquina entre risas, y que los libros de texto asocian, aunque parezca mentira, con el trascendente milagro de la procreación. Lo cual resultaba preocupante por todos los motivos, entre ellos la pregunta que volvía a repetirse ahora, mientras seguía observando los aviones que surcaban el cielo uniformemente encapotado: ¿qué me está sucediendo?
Fue entonces cuando se materializó el genio de la lámpara. Bajé la mirada un momento, lo que tardé en comprobar que no se había roto ni el plato ni la taza de los príncipes, y la volví a levantar. No pudo haber pasado ni medio segundo. Pero ahí estaba el animal, ocupando toda la ventana, con unos ojos verdes que se clavaban en los míos con mirada depredadora. Chillé del susto y di un paso atrás, escudándome de la «fiera» con el portátil de titanio.
Entonces la vi mejor. Detrás del cristal se encontraba un inofensivo gato de pelo corto y dorado, con la cola erecta y un cierto aire sofisticado. Un gato que, a pesar de mi grito, no se había inmutado lo más mínimo, y seguía observando el peculiar comportamiento de esta humana con curiosidad.
Comencé a reír, pero la carcajada se me atragantó al escuchar al gato hablar:
—¿Me abres?
Era una voz dulce y aterciopelada, casi un ronroneo. Una voz claramente femenina, que me hizo pensar enseguida: «gata». Una voz profunda y a la vez delicada, antigua más que anciana, como el sonido de un violoncelo de Stradivarius, pero con un toque más... salvaje.
Dejé el portátil sobre la encimera. Miré a un lado y al otro de la cocina, como para asegurarme de que estaba sola, que ningún ventrílocuo se ocultaba en el lavavajillas, que no había cámaras escondidas en los armarios. No vi nada fuera de lugar. El reloj indicaba desde la pared la hora del meridiano de Greenwich; la hora, por cierto, de salir pitando por la puerta si no quería llegar tarde a la reunión. Los guantes de felpa de Joaquín recreaban sobre la mesa la forma de sus manos ausentes, aparentemente a punto de recoger unos sobres de facturas de electricidad y el folleto de una agencia minicab local. La nevera seguía vibrando con su leve zumbido. Todo parecía normal.
Excepto el gato (¿gata?) en la ventana. Ahora parecía impacientarse y caminaba por la repisa en una dirección y en la otra. Finalmente se detuvo, se sentó, y volvió a hablar, con un tono más insistente:
—Querida, déjame entrar.
Al menos eso creí escuchar, aunque fuera absurdo, en mi cocina de siempre con mis cosas de siempre. Eso sí, ahora que yo la estaba escrutando a ella (decidí que era una hembra), podía asegurar como mínimo que la gata NO había movido la boca. Qué tontería. ¿Cómo iba a mover la boca? ¿Acaso hablan los gatos? Lo que había oído no podía provenir de este animal. Aunque tampoco parecía provenir de la radio, ni ningún otro lado. Parecía provenir directamente de ella.
—Sí, soy yo, en la ventana —escuché ahora, atónita, en la voz aterciopelada de la gata, que sonaba tan claramente como el tictac del reloj en la pared—. ¿Me dejas entrar o no?
Esta vez la felina golpeó la ventana dos veces con la zarpa, como para dar más urgencia a su petición. Los golpecitos me sobresaltaron, como si creyera que con el siguiente zarpazo el animalito fuera a derribar la ventana. Y es que lo peor de escuchar a una gata hablar así, con tanta naturalidad y soltura, con voz seductora e insistente, en castellano perfecto aunque estuviéramos en Inglaterra, es que cualquier otra locura comienza a parecer posible.
—Claro, es un sueño —me tranquilicé, recogiendo el portátil, aunque el tacto frío, metálico, sólido de su superficie parecía desmentirlo. ¿Estaba sufriendo entonces una alucinación? La verdad es que últimamente había trabajado demasiado y dormido poco, incluso para mis estándares. No se podía vivir siempre a base de cafés para despejarse y píldoras para dormirse. Lo sabía, claro que lo sabía. Mis jaquecas intermitentes habían ido a más, y ahora estos extraños mareos. Supongo que la cosa me hubiera preocupado más si hubiera tenido más tiempo para preocuparme. Lo cual me recordaba que en poco más de media hora tenía reunión con la gente de Royal Petroleum. Empezaba sentir un nuevo atisbo de mareo. Cerré el ordenador a toda prisa, lo metí en mi maletín de nailon negro y me acerqué hasta la puerta de la cocina. Antes de salir, oí cómo la gata volvía a golpear la ventana, dos veces, pero ni me giré para mirarla.
La reunión comenzaba a las nueve. En punto, porque en Inglaterra las reuniones empiezan o’clock. Al salir al frío de la calle, eran ya las 8.27. Al entrar por la boca de la estación de West Hampstead, las 8.36. Iba mal, y ya me estaba imaginando la bromita sarcástica de Grey delante del cliente a costa de la españolita y su concepto mediterráneo del tiempo. Por el camino no vi ni los árboles pelados de febrero, ni los demás londinenses apresurados, ni los carteles publicitarios de las escaleras mecánicas. Mientras mi cuerpo corría, mi cabeza ensayaba la presentación que había preparado, en el último minuto, en el tren desde Glasgow ayer por la tarde, y luego en casa hasta medianoche, con Grey llamando por el móvil cada diez minutos:
—Come on, Penelope —me decía—. Venga, Penélope, que esto es para mañana, y si no lo tienes tendré que echarte a los tiburones.
A Grey le parecía gracioso llamarme Penélope, porque Penélope Cruz debía de ser la única española que le sonaba. Tras once años trabajando juntos, la broma le seguía divirtiendo. Pero últimamente le divertía aún más, desde que a Penélope la ficharan para la última entrega de Piratas del Caribe, que para Grey representaba la culminación de la cultura occidental, junto con el football y la cerveza.
La primera vez que entré en las oficinas de Buccaneer Design, había leído algunos reportajes sobre esta pequeña pero particular consultora web emplazada en unos antiguos establos de Notting Hill, y no me sorprendieron las palmeras hinchables, las espadas de gomaespuma y los cofres de tesoro llenos de chocolatinas o bolsas de patatas fritas. Pero no me podía esperar el recibimiento que había preparado «Captain Greybeard» en su despacho, para mí y para todo el que entraba. En el centro de la pared, en un espectacular marco de madera antigua, colgaba un retrato, supuestamente del siglo XVII, de un hombre corpulento, de aspecto fiero, con un elegante traje granate, una peluca barroca, y una espada en la mano. Debajo del cuadro, sentado en una especie de trono de oficina dorado, se sentaba en idéntica pose un hombre corpulento, de aspecto fiero, con un traje granate (aunque de corte moderno) y una estrambótica pelambrera canosa, con barba a juego, tecleando en un Mac grafiteado con dos huesos en cruz bajo el logotipo de la manzana.
Sin saludos ni preliminar alguno, Graham Jennings arrancó a contarme que el hombre del cuadro había sido su great-great-great-great-great-great-grandfather (algo así como su tátara-tatarabuelo), el célebre pirata Henry Jennings. El cuadro lo habían heredado los hijos primogénitos de sucesivas generaciones en línea directa, aunque del tesoro acumulado por el notorio rufián ya no quedaba nada excepto lo que se tragaron los océanos. Ahora el tátara-tataranieto se disponía a conquistar el mundo de internet.
No me creí nada de lo que me contaba este fanfarrón, que para mis adentros se había inspirado en el Capitán Haddock, pero reconozco que me impresionó el show. Greybeard me intentó vender Buccaneer Design como la empresa de diseño web más cool de la ciudad, y él mismo como un genio a la altura de Steve Jobs. Por los trabajos que había visto, sabía antes de entrar por la puerta que lo primero no era cierto. Tenían buenos diseñadores y algún programador listo, pero de usabilidad sabían poco. Ahí es donde yo podía contribuir, y quizás incluso ayudarles a transformar esta empresucha de poca monta en una de las que acabarían haciendo fortuna en la quimera del oro del siglo XXI. Así se lo dije, con toda mi cara, en un inglés que debió sorprenderle por el correcto acento british, y unos mapas que había dibujado de sus sitios web estrella en estilo «mapa del tesoro» amarillento, que le hicieron echarse unas sonoras risotadas y llamar a la oficina a varios de sus grumetes. Me lo había preparado a conciencia.
—Welcome aboard, darling —me dijo al cabo de media hora—. Bienvenida a bordo.
Durante la entrevista pude comprobar que Grey tampoco era ningún Steve Jobs. Pero me quedó claro que sí era un vendedor nato, y que solo le faltaba tener algo decente que vender más allá del humo de sus cañones. Así fue. Tras un primer éxito con webweddings.com, una web de planificación de bodas que en poco tiempo consiguió miles de usuarios y se llegó a valorar en más de cincuenta millones de libras esterlinas, comenzamos a trabajar con algunas de las puntocom británicas más celebradas del momento, como lastminute.com o clickmango.com. Trabajé horarios larguísimos, pero también lo disfruté un montón, y teníamos un ambiente divertidísimo que me recordaba más a los campamentos de verano de mi juventud que a un proyecto empresarial. Y para mí, lo mejor es que tuvimos la oportunidad de contribuir a experimentos digitales que hacían intuir una sociedad más participativa, una democracia más transparente, una humanidad más sabia, solidaria y unida. Tuve, durante ese tiempo, la ilusión de que estas nuevas tecnologías nos llevarían a un mundo mejor.
Pero a mediados del año 2000, el espectacular castillo de naipes que se había construido en torno a las puntocom comenzó a tambalearse, y tras los atentados de Nueva York del 11 de septiembre, que vimos toda la plantilla en el televisor gigante de la sala de reuniones, entendimos que las tecnologías más avanzadas podían usarse para sembrar el terror, que el ser humano aún tenía mucho que aprender, y que, además, nuestra propia torre se hundía. La economía mundial se frenó, los inversores perdieron confianza en la solvencia de las tiendas online, las empresas fueron cerrando a toda velocidad, y mis stock options se convirtieron en papel para reciclar.
Grey tuvo que vender el barco de Buccaneer Design a una consultora más grande y más centrada en clientes corporativos tradicionales, Netscience Inc., y nos mudamos a sus oficinas enormes en la City, sin palmeras, ni cofre del tesoro, ni desde luego cuadro del supuesto antepasado de Grey. El ambiente se volvió tan frío como la decoración minimalista de las nuevas instalaciones. Entendí hasta qué punto las cosas habían cambiado el día en que llevé unos croissants para compartir con mis nuevos compañeros. Me los rechazaron (eso sí, con mucha educación) uno tras otro. Todos parecían haber desayunado ya demasiado. Era como si temieran entrar en cualquier relación que fuera más allá de lo estrictamente laboral. Me tuve que llevar la mayoría de los croissants de vuelta a casa.
Ahora el viejo pirata vestía como un consultor cualquiera, con traje gris y corbata sobria, y hasta se había tenido que cortar la melena y ajustar la barba. Parecía un banquero. De hecho, comenzamos a trabajar mucho para la banca. Me hice una experta en sistemas de seguridad antifraude, calculadoras de hipoteca y mercados de valores. Puedo decir que contribuí con mi granito de arena a la creación y destrucción de la siguiente gran burbuja, la inmobiliaria, y a la crisis económica definitiva, que comenzó en 2008 y no se sabe cuándo acabará. También participé, a mi pesar, en proyectos para uno de los mayores negocios de la red —los casinos virtuales—, para la industria del tabaco y para una de las mayores empresas de armamentos del mundo. Grey no parecía tener muchos escrúpulos en este sentido. Supongo que formaba parte de su espíritu piratesco.
—¿Nos pagan el sueldo a final de mes? Pues a fregar la cubierta, Penélope, que la cosa no está para muchas bromas.
Pero yo no podía evitarlo. A mí me corroía por dentro trabajar para ciertos clientes. Y Royal Petroleum era uno de ellos. Mis padres, hijos de exiliados españoles de la guerra civil, crecieron en el Londres de los Beatles y volvieron al Madrid de la transición hechos unos auténticos hippies de pelo largo, furgoneta Volkswagen pintarrajeada y una conciencia ecológica muy adelantada a la época. Félix Rodríguez de la Fuente fue mi ídolo a los diez años y me uní a su «Club de los Linces» en cuanto descubrí su existencia. De hecho, a mis mejores amigas, Vero, Patri y Susana, las conocí explorando la sierra de Guadar