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Este libro está dedicado a Michelle Horan, que a pesar de su valiente lucha perdió la batalla contra el cáncer el 10 de febrero de 2013. Michelle era una persona amable, considerada y verdaderamente altruista; devota y tierna madre de Michaela, una leal compañera para Harry, una cariñosa hija y hermana, y una amiga muy especial para mí.
Michelle, Dios necesitaba otro ángel y te eligió a ti. Te ha llevado antes de lo que queríamos, pero siempre estarás en nuestros corazones y jamás te olvidaremos. Guardaré como un tesoro los muchos años de nuestra amistad y encontraré consuelo sabiendo que cuando me una a los ángeles, estarás allí para enseñarme a utilizar mis alas.
También quiero dar las gracias a mi hermana, Kate Mezera, por reunirse conmigo en Darwin para la documentación de este libro. Era la primera vez en muchos, muchos años, que pasábamos un tiempo juntas, solas ella y yo, de manera que fue algo muy especial.
1
Newmarket, condado de Suffolk,
Inglaterra, marzo de 1941
—¡Ahí estás, padre! —exclamó Lara, asomada a la puerta de una cuadra. Sabía que su tono era irritado, pero es que le había hecho falta más valor del que esperaba para estar donde estaba ahora. El olor a caballo caliente, heno fresco, jabón para monturas y cuero lubricado evocaban difíciles recuerdos de su infancia, unos recuerdos que creía bien enterrados en el último rincón de su mente.
Los establos y los caballos eran el mundo de su padre, pero también un inquietante recordatorio de cómo había perdido a su madre. Lara tenía que repetirse continuamente que estaba allí por una buena causa.
Solo veía la parte superior de la cabeza de su padre. El resto del cuerpo quedaba oculto detrás de un caballo grande, pero aquella mata de rizos castaños era inconfundible. De hecho llevaba una semana entera dándole la lata todas las mañanas para que se cortara el pelo, que le crecía muy deprisa y era indomeñable. Pero Walter Penrose se limitaba a bromear diciendo que a los caballos de los que se ocupaba no les importaba su aspecto. Y la verdad era que a él tampoco. Nunca había sido vanidoso.
Lara Penrose, maestra de cuarto de primaria en la escuela elemental Newmarket, había buscado en casi todos los treinta establos del terreno de polo, para acabar desesperada pensando que no iba a encontrar a su padre. Con su escasa estatura de un metro cincuenta y siete, ya le costaba ver por encima de las puertas de las cuadras, y mucho menos atisbar a cualquiera que hubiera dentro.
Walter Penrose estaba detrás de un caballo de polo pinto gris, ligeramente agachado y con la cabeza baja, puesto que comprobaba si el estribo estaba bien ajustado. Al oír la voz familiar miró por encima de la cruz del animal y parpadeó sorprendido.
—¡Lara! —exclamó, enderezándose—. ¿Qué estás haciendo aquí? —Era el último sitio en el que hubiera esperado encontrarse a su hija, que casi nunca iba a verlo a los establos de los que era encargado desde hacía casi diez años. Nunca le había entusiasmado el polo.
—Te estaba buscando. Bueno, no es del todo cierto. Estaba buscando a Harrison Hornsby y pensaba que estaría contigo. —El caballo lanzó la cabeza hacia la puerta, sobresaltando a Lara, que retrocedió asustada.
—Eeeh, tranquilo, Eco —lo calmó Walter con facilidad. Sabía lo que sentía Lara hacia los caballos, y por qué—. No pasa nada, Lara. Eco no te va a hacer daño.
—¡Agh! —exclamó ella, arrugando su nariz respingona—. ¡He pisado caca de caballo! Me he pasado seis meses ahorrando cupones para comprarme estas botas y las estrenaba hoy. ¿Dónde está el mozo de cuadras? Debería haber limpiado esta porquería.
—No deberías estar aquí, Lara —susurró Walter, mientras movía a Eco al fondo de la cuadra. A continuación abrió la puerta y metió a su hija dentro, confiando en que no la hubiera visto lord Roy Hornsby. Su patrón tenía muy mal genio—. En los establos solo se permite la entrada de personas autorizadas, Lara —añadió en voz baja—. Hace años que lo sabes. Es decir, yo, los dueños de los animales, los jugadores de polo, los mozos de cuadra y los cuidadores de caballos de carreras...
—Sí, sí, ya sé quiénes están en la lista de personas autorizadas, padre —replicó Lara en un agitado susurro. Omitió mencionar que ya la había detenido antes un cuidador de no más de quince años para decirle eso mismo.
—Algunos cuidadores son chicas, pero tú difícilmente ibas a pasar por una de ellas así vestida —señaló Walter.
—¡Desde luego, eso espero! —exclamó ella, tirando del faldón de su chaqueta de sastre—. Aunque ya casi tiene tres años, este traje cuesta el equivalente a dos semanas de salario. El sombrero solo se ha llevado unas cuantas veces, así que lo considero casi nuevo —añadió con petulancia—. Y desde luego no me hace la más mínima gracia haberme manchado de barro las botas.
—Es lo normal en un establo, Lara —replicó Walter con paciencia—. Nadie se pone elegante para ir a un establo, y menos si no quiere mancharse.
A pesar de que había una guerra, y Londres y otras ciudades sufrían inclementes bombardeos, Lara hacía todo lo posible por ir bien vestida. Y aquel día no era una excepción. Su falda de lana hasta la pantorrilla y la chaqueta cruzada a juego, hasta la cadera, eran de un azul dos tonos más oscuro que el de sus ojos. Las botas de cuero negras, a la altura de la rodilla, también hacían juego con los suavísimos guantes de piel. Se adornaba la cabeza con un distinguido sombrero cloche de terciopelo azul oscuro, bajo el que aparecían unos rizos rubios que caían alrededor de un cuello ribeteado con piel sintética. Era un domingo oscuro y horriblemente frío, y el aire helado le había dejado las mejillas encendidas. Con unos ojos tan azules, su pelo rubio dorado, el cutis tan blanco y su habitual sonrisa deslumbrante, Lara era un cálido rayo de sol cualquier día gris.
A Walter siempre le había resultado imposible estar enfadado más de un minuto con su única hija. De hecho, no le costaba nada entender por qué a los hombres adultos les flaqueaban las rodillas cuando ella sonreía, porque a él siempre había sido capaz de hacerle bailar al son que quería. Lara había roto incontables corazones, y sostenía que los hombres no la tomaban en serio porque era pequeña, rubia, bonita y, lo más importante, tenía un cerebro capaz de desafiarlos. Walter estaba convencido de que era la razón de que se hubiera hecho maestra. La sociedad dictaba que las mujeres se casaran y tuvieran niños a cierta edad. Y Lara daba por sentado que algún día sería así, pero mientras tanto, quería realizarse y ser considerada una mujer inteligente, no solo un paquete bonito con un elegante envoltorio.
Eco, un cruce criollo argentino de cuatro palmos y tres centímetros de altura, era mucho caballo para que pudiera manejarlo el joven Harrison Hornsby. Demasiado, en opinión de Walter. El chico tenía diez años, y estaba escuálido en el mejor de los casos, mientras que Eco era un animal fuerte y vivaz, que necesitaba una mano muy firme. Por desdicha, el padre del chico, lord Roy Hornsby, no estaba de acuerdo con Walter. Pensaba que al darle a Harrison un caballo con tanta experiencia y talento le estaba haciendo un favor. Eco era uno de los cuatro nerviosos animales que Harrison tenía que montar ese día, cada uno durante un chukker, un cuarto del partido de polo. Si conseguía no caerse y seguir en el juego, sería un milagro.
Walter echó un vistazo a la puerta de los establos para ver si alguien había avistado a Lara.
—Dices que buscas a Harrison, ¿pero por qué has venido a verle hoy precisamente? —preguntó.
—He venido a animarle para el partido de polo —contestó Lara a la defensiva.
—Antes nunca te habían interesado los deportes de caballos —se sorprendió Walter.
En el fondo comprendía por qué Lara evitaba cualquier cosa que tuviera que ver con los caballos. Sus miedos no eran del todo irracionales, pero la niña tenía cuatro años cuando perdió a su madre en 1922. A pesar de su tierna edad, había quedado hondamente afectada y de alguna manera había llegado a comprender que los caballos eran la causa de su dolor. Walter jamás insistió, pero siempre esperó que dejara de asociar los caballos con una profunda pérdida. Siempre le hacía sentir culpable, porque se ganaba la vida cuidando de unos animales que amaba con todo su corazón.
—Ya lo sé, pero me interesa el bienestar del pobre Harrison. No quería competir hoy. ¡El pomposo de su padre le ha obligado! Es una pena que los nobles sean los únicos que tienen la suerte de poder mantener caballos en época de guerra. El pobre niño lleva toda la semana terriblemente angustiado por este partido. Lo menos que puedo hacer es ofrecerle mi apoyo moral.
—Baja la voz, Lara —advirtió Walter, preocupado, volviendo a mirar nervioso hacia la puerta de los establos—. Lord Hornsby anda por aquí y no va a seguir siendo mi patrón mucho tiempo si te oye criticarlo. Tengo suerte de contar con un trabajo que me gusta, cuando tantos hombres y mujeres se ven obligados a participar en el esfuerzo de la guerra.
—Puede que lord Hornsby sea tu patrón, padre, pero Harrison es mi alumno. Cuando está angustiado o disgustado, su trabajo en el colegio se ve seriamente afectado. Tiene un estómago de lo más sensible. ¡Pero si ayer se pasó más tiempo en el baño que en la clase! El pobre muchacho tiene los nervios totalmente destrozados.
Walter no se sorprendió de oír eso, ni de que la preocupación de Lara por sus alumnos fuera más allá de las aulas. Mientras le daban esa mañana instrucciones para el partido de polo, Harrison se había disculpado dos veces para ir al baño. De hecho, Walter sospechaba que allí era donde se encontraba en ese momento.
—Harrison odia el polo —añadió Lara—. Lo sé. ¡No le interesa el deporte en lo más mínimo! ¿Pero le hace caso su padre? ¡No! ¿A ese hombre, qué le pasa? Tal vez, si tuviera con él unas palabras...
—No, Lara, tú no te puedes meter en esto. Hazme caso, lord Hornsby se pondría furioso.
—Pero no puede seguir ignorando lo que le está haciendo a Harrison —insistió Lara, sacudiendo la cabeza.
—Ya sabes que lord Hornsby fue en su tiempo uno de los mejores jugadores de polo de Inglaterra. —Walter no pretendía excusarlo; de hecho, no lo comprendía, pero lo estaba intentando—. Solo espera que Harrison siga sus pasos.
—Harrison no tiene la culpa de que su padre resultara herido en la guerra y ya no pueda jugar al polo. Harrison es una persona independiente. Puede que no le interesen los deportes, pero sí otras cosas. Le agrada coleccionar sellos y observar aves. Y le encanta leer novelas de misterio. Si su padre se tomara tan solo un momento para fijarse, se daría cuenta de que tiene un hijo maravilloso.
—Supongo que es natural que un padre quiera que su hijo siga sus pasos. —Era algo que Walter también sentía, pero a la vez comprendía lo que le estaba diciendo Lara. A menudo encontraba la relación de lord Hornsby con Harrison difícil de contemplar. Por desdicha, unas semanas antes había mascullado una crítica entre dientes cuando lord Hornsby se estaba mostrando particularmente iracundo con su hijo por una nimiedad. Y le habían oído. Era de conocimiento público en el mundillo que Walter tenía un don con los caballos, y que era el mejor encargado de establos de todo el país. A pesar de todo, Roy Hornsby lo habría echado solo por criticarle, de haber contado con otro buen encargado disponible. Pero el hombre se encontraba sirviendo a su país en una batalla en ultramar.
Walter también había sido llamado a filas, pero suspendió el examen médico por haber perdido un riñón en la adolescencia tras una grave enfermedad. De no ser por ello, también él podría haber estado luchando en el extranjero. De cualquier manera, su «error» le salió muy caro. Desde aquel día, lord Hornsby encontraba constantes faltas en su trabajo y le hacía la vida casi imposible. Walter habría dejado el puesto, pero estando en guerra, los criadores de caballos estaban reduciendo personal y no contrataban a nadie nuevo. Y le hacían falta unos ingresos.
—En mi opinión, lo que le está haciendo al pobre Harrison le está produciendo un daño muy serio —añadió Lara, enfadada—. ¡Es prácticamente maltrato!
Eco se agitó inquieto y Lara se pegó a la pared de la cuadra, pensando aterrada que estaba a punto de ser pisoteada o recibir una coz.
—Lara, por favor, no alces la voz. —Walter miró de nuevo hacia la puerta y se le agrandaron los ojos en expresión de alarma. Veía a lo lejos a lord Hornsby hablar con Harrison. Por suerte el hombre les daba la espalda—. Más vale que vayas a sentarte en las gradas si quieres ver el partido. —Abrió la cuadra y la llevó a una puerta cercana para evitar una confrontación cara a cara con Roy Hornsby—. Por favor, no vuelvas por aquí, Lara. Te veo en casa.
—Yo solo quería desearle a Harrison buena suerte antes del partido —dijo ella, indignada, mientras su padre la sacaba de allí casi a empujones.
—Ya le diré que has estado aquí —prometió Walter, antes de cerrar bruscamente la puerta tras ella.
Ver el partido de polo fue un sufrimiento, incluso para alguien que apenas conocía las reglas. Lara vitoreó con ganas, pero era espantosamente obvio que el pobre Harrison no era rival para nadie. Si le pasaban la bola, en cuanto le llegaba se la robaba algún oponente. La mayor parte del tiempo era incapaz de mantener el ritmo del partido, o el árbitro lo declaraba fuera de juego. A Lara todavía la entristecieron más los comentarios que oía entre los espectadores cercanos, que criticaban su falta de dotes para el deporte.
Resultaba también preocupante lo mucho que le estaba costando a Harrison dominar al vivaz Eco. A Lara se le estaba partiendo el corazón. Cuando se paraba el partido entre dos chukkers, se moría de ganas de correr a su lado para consolarle.
El segundo chukker no resultó menos duro de ver. De hecho, Harrison parecía todavía menos seguro que en el primero. Estaba fallándole terriblemente a su equipo. Lara veía a lord Hornsby en las bandas, el perfil severo, los brazos cruzados. Lord Roy Hornsby era un hombre de constitución ligera y estatura media, aunque su aura era la de una persona mucho más grande. Sus hombros, aunque estrechos, eran cuadrados, y mantenía la espalda más recta que una tabla, como correspondía a un oficial con muchos años de entrenamiento. Poseía un aire audaz que le hacía inasequible. Parecía estar en forma, pero cuando andaba lo hacía con una ligera cojera que resultaba mucho peor en su mente que en la realidad. Era un defecto que le hacía sentirse menos hombre, y que compensaba tratando a todo el mundo con una frialdad que era pura autoprotección.
Durante los primeros días de la guerra había resultado gravemente herido, sirviendo en la brigada montada. El fuego enemigo le destrozó el fémur. Para su enorme humillación, no terminó de recuperarse del todo y fue licenciado con honores y enviado de vuelta a casa.
Al parecer ni siquiera los mejores médicos habían podido arreglarle bien la pierna, porque el hueso estaba demasiado dañado, y ahora le había quedado ligeramente más corta que la otra. Eso no le hubiera importado demasiado, pero el problema era que ya no podía montar porque el dolor del muslo era a veces insoportable, sobre todo con el frío. Esa era la razón de que su personalidad hubiera cambiado, y no para mejor.
No hablaba con los otros padres que se encontraban allí ni animaba a su hijo. Lara no se podía ni imaginar lo mal que debía de sentirse Harrison con su padre mirándole de aquella manera.
El chico montaba otro caballo que parecía todavía más difícil de dominar que Eco. El animal estaba bien entrenado, pero era demasiado fuerte para él. Necesitaba un jinete experto y con buenas dotes, y ese no era precisamente Harrison. Sus compañeros de equipo ya evitaban pasarle la bola, pero de pronto esta salió de la nada, en su dirección, y cuando el niño fue a darle un golpe, un oponente mucho más grande que él lo alcanzó y lo embistió fuertemente con el hombro. Lara vio horrorizada, casi a cámara lenta, cómo Harrison se caía del caballo y se daba un buen topetazo contra el suelo. Ella se levantó de un brinco, pero todos los caballos iban al galope y un jinete del equipo contrario estaba ya sobre él, y lo único que se veía eran cascos y patas por encima del chico. Lara lanzó una exclamación, como muchos de los otros espectadores, y se llevó la mano a la boca para ahogar un grito, mientras Harrison se ponía de lado y se enroscaba haciéndose un ovillo. Hasta que por fin los caballos pasaron de largo y por unos momentos el chico se quedó inmóvil.
—¿Está muerto? —preguntó una mujer.
—Tal vez lo hayan pisoteado. No se veía nada —contestó un hombre.
Lara no podía seguir escuchando. Se abrió paso a empujones desde las gradas hasta el borde del lodoso campo, bajo la llovizna. Para entonces el personal médico ya se acercaba con una camilla. Al ver que Harrison se movía, Lara respiró hondo por primera vez. El corazón le martilleaba desbocado en el pecho.
Lord Hornsby seguía en las bandas, con un rostro rígido e inexpresivo. Si sintió miedo o consternación por su hijo, no dio muestras de ello. Harrison estaba ahora tumbado boca arriba y se agarraba la pierna con una mueca de dolor, pero su padre no corrió a su lado. Esto irritó a Lara, que tuvo ganas de ir a sacudirlo y decirle la suerte que había tenido de que su hijo no se hubiera matado.
Lo cierto es que no sabía muy bien qué hacer. Quería precipitarse junto a Harrison para comprobar que estaba bien, pero sabía que su padre se disgustaría si intervenía. Eso se lo había dejado muy claro. A pesar de todo, dudaba. Se quedó mirando desde lejos mientras ponían a Harrison en la camilla y luego se lo llevaban hacia la línea del campo, donde se encontraba lord Hornsby. Lara era también muy consciente de que lady Nicole Hornsby, la madre de Harrison, no había acudido al partido. Lord Hornsby le había prohibido asistir, alegando que Harrison necesitaba endurecerse, no que lo sobreprotegieran.
Ahora el hombre echó un somero vistazo a su hijo para a continuación cogerlo del brazo y ponerlo en pie. Se embarcó entonces en una brusca discusión con el personal médico y luego se llevó a marchas forzadas al niño, que cojeaba, en dirección a los establos.
Lara no se lo podía ni creer. Sus emociones iban de la furia a la pena por el pobre Harrison. Por fin decidió que tenía que ir a ver cómo estaba y consolarlo, sabiendo que de lord Hornsby no iba a obtener la más mínima simpatía. Siendo su maestra, sentía que su preocupación estaba justificada, y su propio padre tendría que comprenderlo.
Para cuando llegó a los establos ya oía la voz atronadora del lord, aunque no podía verlo.
—Hoy lo has hecho todo mal, Harrison —despotricaba el hombre—. ¿Es que no se te ha quedado en la cabeza nada de lo que te he enseñado?
Siguiendo el sonido de aquella voz iracunda, Lara recorrió el establo mirando en las cuadras abiertas a cada lado.
—¿Tú sabes cuántas veces me he caído de un caballo de polo? Tantas que he perdido la cuenta. Cuando un verdadero deportista se cae, vuelve a montar de inmediato —gruñía lord Hornsby—. ¡No se queda tirado en el suelo gimoteando como un mequetrefe!
Lara oyó a Harrison sollozar y sonarse la nariz y su instinto protector se vio azuzado todavía más. Su búsqueda se tornó tan desesperada como su necesidad de defender al niño. Por fin llegó al fondo del establo, donde se almacenaban las balas de heno y sacos de avena. Harrison estaba sentado en una de las balas, mientras su padre, inclinado sobre él, le lanzaba una auténtica diatriba criticándole que su oponente lo hubiera tirado del caballo. El niño tenía desgarrada una pernera del pantalón, y le sangraba la rodilla. Se sostenía la pierna, que obviamente le dolía mucho. La herida, y el susto de haberse caído tan aparatosamente desde la altura de un caballo, habían sido demasiado para él, y encima tenía que aguantar los gritos de su padre. El niño quería y necesitaba los reconfortantes brazos de su madre, además de atención médica.
Lord Hornsby estaba de espaldas a Lara.
—¡Déjate de lloriqueos! —bramaba furioso—. ¡Deja de comportarte como un niño pequeño, porque ya no lo eres!
Lara no se podía creer que lord Hornsby humillara a su hijo diciéndole esas cosas tan terribles. Veía que el chico intentaba recomponerse, intentaba hacerse el mayor, pero no lo lograba. Se sujetaba el costado, además de la pierna, y sus pequeños hombros se alzaban cada vez que procuraba recobrar el aliento. A Lara le preocupó de inmediato que se hubiera roto alguna costilla, y se enfureció con lord Hornsby por no llevarlo a que lo examinara un médico. Necesitó toda su fuerza de voluntad para no correr a su lado y coger al niño en brazos. Por desdicha, su fuerza de voluntad no le llegó a la lengua.
—¡Deje de maltratar a su hijo! —exclamó furiosa sin poder contenerse.
Abrió la puerta de par en par y entró en la cuadra, temblando y a punto de perder los estribos del todo.
—¡Harrison no es un hombre! Es un niño. Ya tendrá tiempo de sobra para crecer y tener que enfrentarse a una vida adulta. Y no le gustan los caballos ni el polo. Si no estuviera tan obsesionado por vivir sus ambiciones deportivas a través de su hijo, lo sabría.
Harrison alzó la cabeza y mostró un rostro surcado de lágrimas. Por un momento se olvidó del dolor, sobresaltado al ver que la señorita Penrose se enfrentaba a su padre por él. Lord Hornsby se había llevado el mismo sobresalto. Nadie, absolutamente nadie se atrevería a hablarle de esa manera, y de momento se había quedado perplejo. Pero aquella reacción inicial dio paso de inmediato a la indignación.
—Como yo trate a mi hijo no es asunto suyo, señorita Penrose —le espetó.
—Está herido, tal vez tenga las costillas rotas, y lo único que sabe decirle es que vuelva al caballo y se comporte como un hombre. ¡Tiene diez años, por Dios bendito!
—No pienso permitir que una mujer lo tenga consentido. Resulta espantosamente obvio que necesita curtirse si quiere sobrevivir en este mundo. Infundirle un espíritu competitivo es un buen comienzo para hacer de él un hombre.
—Lamento que ya no pueda usted montar, lord Hornsby, pero obligar al pobre Harrison a competir no le hará sentir mejor.
Lara confiaba en hacerle ver que se equivocaba, que estaba intentando vivir su vida a través de su hijo, pero lo cierto es que no podía haberle dicho nada peor. El rostro de lord Hornsby se tornó escarlata y sus labios se apretaron en una fina línea, dándole un aspecto todavía más cruel. Sus ojos llameaban furiosos y parecían penetrarla.
—¡Cómo se atreve! —le espetó iracundo.
Avanzó unos pasos hacia Lara, y ella, a pesar de su bravuconería, se llevó un buen susto. El mal genio de lord Hornsby era legendario, pero experimentarlo de primera mano era peor de lo que la joven había imaginado.
—Es usted como su padre —gruñó el hombre, señalándola con un dedo acusador—. Traspasa los límites de su profesión. Pues bien, no pienso tolerarlo. No permitiré que mis empleados me hablen como si fueran mis iguales. Y desde luego no tolero que critique cómo trato a mi hijo. —Parecía cada vez más furioso, si es que eso era posible. Dio un paso más hacia ella.
Lara, por muy enfadada que estuviera, ahora se arrepentía de haberse enfrentado a él. Lord Hornsby daba miedo, a pesar de su corta estatura. Pero la joven tuvo una idea muy exacta de lo mal que se sentía Harrison y se dispuso a defenderlo.
—Como profesora de su hijo, me preocupa mucho su bienestar —dijo, con toda la calma de que fue capaz—. Es un niño muy sensible...
—¡Es usted la hija de mi encargado! —gritó lord Hornsby—. Un hombre que tiene suerte de seguir trabajando para mí, porque, al igual que usted, opina demasiado sobre asuntos que no le conciernen. ¡Ni usted ni su padre son mis iguales! Les vendría bien recordarlo.
—Puede que nos considere inferiores a usted —declaró ella, aparentando calma—, pero eso no significa que esté bien tratar tan mal a Harrison. Es sangre de su sangre.
—¡Eso no necesito que me lo recuerden! —bramó lord Hornsby—. Justamente por ser un Hornsby necesita saber defenderse solo. En cuanto a usted, me encargaré de que la despidan por su insolencia.
Lara parpadeó incrédula.
—¡Que me despidan!
—Exacto —le espetó lord Hornsby con una arrogante mueca que no dejó a Lara ninguna duda de que tenía el poder de hacerlo.
—¿Por defender a su hijo y preocuparme por él? —Lara no se podía creer que fuera capaz de llegar a tanto.
—Por tener la osadía de interferir en el modo en que educo a mi hijo.
Lara hervía de rabia. Si iba a perder su trabajo, bien podía decir lo que pensaba. ¿Qué tenía que perder?
—Usted, señor, es un matón —dijo con auténtico veneno—. Utiliza el poder que le otorga su título de la manera más nociva. Se aprovecha de su anterior rango de oficial militar para intimidar a todo el que lo rodea. No es más que un hombrecillo que se cree mucho más de lo que es. Gracias a Dios, Harrison no se le parece en nada.
Lord Hornsby entornó los ojos con verdadera maldad y apretó los puños a los costados. Parecía a punto de explotar, y Lara era muy consciente de que eran las tres únicas personas en los establos. No se arrepentía de sus palabras, puesto que el hombre las tenía bien merecidas, pero no podía evitar sentirse muy asustada. No tenía ni idea de lo que lord Hornsby era capaz.
Anticipando que aquel hombre arrogante se lanzaría de nuevo hacia ella, tal vez para atacarla, dio un paso a un lado para quedarse en la puerta abierta de la cuadra, desde donde podría emprender una rápida retirada si fuera necesario. Tal como predecía, lord Hornsby avanzó un paso en su dirección, blandiendo el puño, iracundo.
Pero, de pronto, el mango de un rastrillo salió disparado del heno del suelo y le golpeó fuertemente en la cara, haciéndole perder el equilibrio. Él se cayó hacia atrás, dándose con la cabeza contra un cubo que había junto a la pared, y se quedó inmóvil. Lara vio un hilillo de sangre que le manaba de la boca y se le agrandaron los ojos de miedo. ¿Se habría matado con el golpe?
No se podía creer lo que acababa de ocurrir. Pasó la vista del cuerpo de lord Hornsby al rastrillo. Debía de haber estado oculto en el heno, y era evidente que al pisar con fuerza sobre él, el mango había salido disparado para golpearle en la cara.
Harrison miró a su padre y luego a Lara con expresión desconcertada.
Lara intentó recobrar la compostura.
—¡Lord Hornsby! —gritó aterrada, arrodillándose junto a él.
Al examinarlo le encontró el pulso y suspiró de alivio. Lo movió para que no tuviera la cabeza tan torcida y luego se la volvió hacia un lado y le abrió la boca. Le salió entonces sangre, junto con un diente delantero. Lara lanzó una exclamación. La nuca no le sangraba, por fortuna, pero ya se había formado un chichón que crecía por segundos.
—¿Está muerto mi padre? —gimió Harrison.
—No. —Lara se puso en pie—. Se va a poner bien, pero necesita un médico. Y tú también. Voy a buscar ayuda.
—¡No nos deje! —exclamó Harrison con voz lastimera.
El niño siempre había sido pálido, pero ahora estaba más blanco que la cera.
—Sé valiente, Harrison. Cuida de tu padre mientras yo voy a por ayuda.
—¿Pero qué hago si se despierta?
—Nada. Tú mantenlo inmóvil si intenta moverse. No tardaré mucho, te lo prometo.
Al cabo de una hora, lord Hornsby se encontraba en el White Lodge Emergency Hospital de Exning Road, Newmarket. Lo habían examinado los médicos y lo habían dejado en una habitación, en observación, por si tenía una conmoción cerebral. Lara lo avistó desde la puerta cuando entraron las enfermeras para atenderle. Le oyó bramarles órdenes y las vio reaparecer apabulladas y sonrojadas. El paciente tenía el rostro amoratado y el labio hinchado. Lara se estremecía al pensar lo mucho que debía de enfurecerle haber perdido un diente.
—¿Puedo ver a lord Hornsby? —le preguntó sumisa a la hermana enfermera.
—No quiere ver a nadie, señorita. Ni siquiera ha permitido que su esposa entrara en la habitación cuando vino a buscar al niño. —La hermana miró a Lara como si estuviera loca por querer pasar ni un minuto con aquel hombre.
—Tengo algo para él. —Lara se sacó el pañuelo, cuidadosamente doblado.
La enfermera se lo quedó mirando.
—No lo va a necesitar —dijo, desconcertada.
Lara lo desdobló. Al ver lo que había dentro, los labios de la enfermera, por un instante, se curvaron hacia arriba en el más leve atisbo de sonrisa traviesa, pero de inmediato su rostro volvió a ser una máscara de profesionalidad.
—Me encargaré de que se lo den —prometió, cogiendo el diente.
—Gracias —dijo Lara. Y se marchó.
Al volver a su casa encontró a su padre frenético. Le habían dicho en los establos que se habían llevado a lord Hornsby en una ambulancia. Al principio pensó que se trataba de un error, porque lo más probable es que fuera Harrison el que necesitara cuidados y tratamiento, y por lo visto el niño también iba en la ambulancia. Pero después le llegó una vaga información de que su patrón se había caído y había quedado inconsciente.
—¿Dónde te habías metido, Lara? —le preguntó a su hija en cuanto entró por la puerta.
—Estaba en el hospital.
Walter parpadeó perplejo.
—¿Por qué?
—Quería ver si lord Hornsby se encontraba bien.
Walter seguía sin entender nada.
—¿Por qué? —repitió.
—Porque yo estaba con él cuando... —Lara intentó dar con las palabras adecuadas para explicar lo que había sucedido.
Walter lanzó un gruñido.
—No me digas que has tenido algo que ver con esto, Lara.
—No fue culpa mía...
—¿Qué quieres decir? Te dije que no te acercaras siquiera a los establos —se irritó él.
Pero antes de que Lara pudiera dar más explicaciones, se oyeron unos insistentes golpes en la puerta. Walter fue a abrir y se encontró a dos policías.
—Soy el sargento Andrews —se presentó el mayor de ellos—. Y este es el agente Formby, señor. Tengo entendido que este es el domicilio de la señorita Lara Penrose.
—Así es.
—¿Y usted es...?
—Soy el padre de Lara, Walter Penrose.
—¿Está en casa la señorita Penrose?
—Pues sí...
—Nos gustaría hablar con ella, señor.
—Por supuesto, pero ¿de qué trata todo esto? —preguntó Walter, preocupado.
Al oír su nombre, Lara se acercó.
—Soy la señorita Penrose, ¿en qué puedo ayudarles? —Sospechaba que habían ido a interrogarla sobre lo sucedido en el campo de polo.
El sargento Andrews la agarró del brazo.
—Está usted detenida, señorita Penrose.
—¡Detenida! —exclamó Walter—. ¿Por qué?
—Por agredir a lord Hornsby.
—¡Yo no le agredí! —se defendió Lara—. Pregúntenselo a él.
—Lord Hornsby dice que sí, señorita Penrose.
Lara palideció. Le flaqueaban las rodillas.
—Debe de haber un error. No puede haber dicho eso porque no es verdad.
—Le sugiero que le busque un abogado a su hija, caballero —le dijo el sargento a Walter, mientras se llevaban a Lara.
—¿Qué? ¿Adónde se la llevan?
—A la comisaría de Vicarage Road. Allí se la acusará formalmente.
—Papá, todo esto es un error —gritó Lara por encima del hombro.
2
Si la situación había resultado alarmante en el momento de su «detención», el hecho de que la metieran a rastras en la comisaría de Newmarket la convirtió oficialmente en una pesadilla.
—¡Esto es ridículo! —gritaba casi histérica mientras el sargento Andrews y el agente Formby la hacían atravesar las puertas de la comisaría como si fuera una vulgar criminal. A esas alturas había perdido por completo la compostura. De no ser por su terco orgullo, habría caído de rodillas para suplicar que la soltaran.
Lara había estado defendiendo su inocencia ante los dos policías desde que la sacaron de su casa. Empezaba a sentirse verdaderamente exasperada al ver que ni siquiera escuchaban su parte de la historia, y muchísimo menos le ofrecían la más mínima simpatía.
—Pero es que no se pueden creer que haya agredido a lord Hornsby —gritó—. ¡Ha sido un oficial militar y tiene entrenamiento en el combate! Yo soy una mujer. ¡Y encima muy menuda! Tienen que comprender, sin duda, que esto no tiene sentido.
—Es evidente que lo cogió usted por sorpresa y con la guardia baja —comentó con una mueca burlona el agente Formby. Recibió al instante una mirada ceñuda de su superior, que le tenía más que dicho que debía mostrarse imparcial.
Lara parpadeó sorprendida.
—¡Eso no es verdad!
—No hay duda de que lord Hornsby ha sido agredido, y él sostiene que fue usted, señorita Penrose —declaró el sargento Andrews, a punto de perder la paciencia. Justamente creía a lord Hornsby porque había sido oficial militar. ¿Por qué iba a decir algo así un hombre con sus antecedentes si no fuera cierto? Sufrir el ataque de una jovencita de baja estatura resultaría humillante para cualquier hombre, cuanto más para un ex militar.
—Eso es lo que puede parecer, pero ya les he dicho varias veces que pisó un rastrillo y el mango le dio un golpe en la cara. —La rabia y la exasperación de Lara subían cada vez más el volumen de su voz.
—Sí, eso ha dicho. —El sargento le dedicó un gesto ceñudo de incredulidad. En sus tiempos había oído toda clase de historias inverosímiles, pero esta se llevaba la palma. Y viniendo de labios de una guapa jovencita, todavía era más increíble. En cualquier caso, era evidente que la joven tenía carácter.
—Ya sé que suena increíble... pero...
—Ya declarará en el juicio, señorita Penrose, de manera que ahórrese sus explicaciones para el juez —insistió el sargento Andrews—. Hasta entonces, le sugiero que no diga nada más hasta que hable con su abogado.
—No tendría por qué necesitar un abogado. —Ahora Lara sucumbió al llanto—. ¡Soy inocente!
Advirtió entonces el escrutinio de un hombre y una mujer que estaban sentados en unas sillas contra la pared. Juzgó al instante que eran probables delincuentes que esperaban ser procesados y pensó que pronto se uniría a ellos. Jamás se había sentido más humillada.
—Siéntese aquí mientras hago los papeles pertinentes a los cargos contra usted —le dijo el agente Formby, dirigiéndola hacia la única silla libre. Por desdicha resultaba estar encajonada entre el hombre y la mujer.
A Lara le entró el pánico.
—¿No puedo esperar en ningún otro sitio? —preguntó, bajando la voz—. ¿En algún lugar más privado? —La situación ya era bastante vergonzante para encima ser objeto de conjeturas.
—No nos queda ningún despacho libre.
—No me importa esperar en un pasillo, o incluso en un rincón, mientras esté fuera de la vista. Ya puede ver que no soy una delincuente, y esto estará solucionado en una hora.
El hombre y la mujer parecían divertidos.
—Puede esperar en una celda si lo prefiere —replicó el agente Formby, sin inmutarse.
Lara sopesó sus opciones.
—¿Hay gente en las celdas?
—Para eso están las celdas —contestó intolerante el agente.
—¿Y son como... como esos dos?
—Sí. Esto es una comisaría, señorita Penrose. Los detenidos no suelen pertenecer a la flor y nata de la sociedad.
—Esperaré aquí —cedió Lara, avergonzada y derrotada.
Se sentó tironeando nerviosa del faldón de la chaqueta y se enjugó las lágrimas, con los codos bien pegados al cuerpo para evitar tocar a ninguno de los otros dos. Al cabo de un momento se atrevió a mirar de reojo a la mujer de aspecto rudo que tenía al lado, siempre evitando cruzar la mirada con el hombre, que con todo el descaro le miraba las piernas.
Lara se tiró del bajo de la falda para cubrírselas todo lo posible, sin perder de vista a la mujer, que llevaba un vestido negro muy mal entallado con un escote muy bajo. El vestido colgaba de su esquelético cuerpo, y el escote exhibía gran parte de unos senos que parecían dos huevos fritos. Cuando la mujer miró en su dirección, Lara giró la cabeza y dedicó toda su atención al suelo. No pudo evitar advertir que los zapatos de su vecina estaban tan arañados y desgastados que el cuero de los talones, que en algún tiempo debió de ser rojo, estaba rizado por los lados. Además, la mujer emanaba un olor desagradable que le revolvía un poco el estómago. Aunque apenas tenía unos centímetros para moverse, Lara se deslizó hasta el extremo más alejado de su silla huyendo de aquel hedor, y sin querer tocó el brazo derecho del hombre. Pegó un respingo involuntario, como si se hubiera quemado, y lo miró horrorizada, conteniendo a duras penas las ganas de sacudirse unos gérmenes imaginarios. Se limitó a deslizarse agitadamente por la silla para acercarse de nuevo a la mujer.
El tipo se volvió hacia ella y la miró de la cabeza a los pies sin disimular su lujuria. Lara concluyó que estaba decidiendo si valía la pena atacarla o no. Le devolvió una mirada desafiante.
La mujer ya no pudo contener más su curiosidad.
—¿Qué has hecho, bonita? —preguntó, sometiendo a Lara al hedor de sus dientes podridos.
—Nada —saltó ella, disgustada—. Pero nadie me cree.
La mujer descruzó sus piernas flacas, dejando ver sin pudor un horrible agujero en su media izquierda, y lanzó una sardónica carcajada.
—Yo también soy inocente —se burló.
—Soy inocente —insistió Lara, llorosa—. ¿Tengo pinta de ir a agredir a nadie? Soy maestra de colegio, una persona de confianza.
—Ah, bueno, perdone usted —dijo la mujer, fingiendo estar impresionada—. ¿Has oído eso, Fred? Estamos en presencia de una ciudadana ejemplar. Los delincuentes de Newmarket se están volviendo muy cultos. —Graznó una risa y esbozó una mueca irónica.
A Lara se le saltaron de nuevo las lágrimas.
—¿Cuánto crees que ganan las maestras de escuela, Hazel? —preguntó el hombre, fijándose en el traje de sastre de Lara y sus botas de cuero.
—Mucho más de lo que gano yo haciendo la calle —contestó la otra, en un susurro para que el policía no la oyera. Y volvió a soltar una risa como el cacareo de una gallina.
Lara de pronto se quedó con la boca abierta al entenderlo todo. Hazel era una mujer de la calle. ¡Una prostituta! No podía dar crédito a su situación, ¡y todo porque había querido ofrecer a Harrison Hornsby su apoyo moral! Aquello no tenía ni pies ni cabeza.
Se levantó de un brinco y se acercó al mostrador central.
—Esto es más que ridículo —le dijo al sargento que estaba rellenando papeles—. Voy al hospital a hablar con lord Hornsby. Él les confirmará que yo no le agredí. —Oyó de nuevo el graznido de la risa de Hazel y se volvió para fulminarla con la mirada.
—Me apuesto algo a que ese lord como se llame se merecía lo que le diste. Y debería tener la hombría de admitirlo.
—Yo no agredí a lord Hornsby. Y Harrison puede confirmarlo —insistió Lara, indignada y exasperada al ver que nadie la creía.
—¿Quién es Harrison? ¿Tu novio? —preguntó Fred, comiéndosela con los ojos. Sus lujuriosos pensamientos no podían haber sido más patentes de haberlos llevado escritos en la frente.
—¡Desde luego que no! Es un niño de diez años, y resulta que es el hijo de lord Hornsby y uno de mis alumnos. Es un chico muy sensible. Esta tarde sufrió una mala caída mientras jugaba al polo, y en lugar de consolarle y asegurarse de que le curaban las heridas, su padre le echó una buena bronca, haciendo pedazos su frágil autoestima.
Hazel abrió mucho los ojos.
—Oooh, eso es terrible, ¿verdad, Fred? —quería fingirse indignada, pero se le daba fatal.
—Yo solo me metí para defender a Harrison —se explicó Lara.
—Pues claro que sí —le dijo Hazel, condescendiente.
—En cuanto hable con lord Hornsby, aclarará todo el malentendido y podremos olvidarnos de esta tontería.
—Parece que tenías motivos para darle una buena zurra a ese presumido lord —declaró Hazel.
—¡Desde luego que no le di ninguna zurra, como dice usted! Yo jamás haría una cosa así —se horrorizó Lara.
El sargento Andrews salió entonces del mostrador.
—Usted no va a ninguna parte, de manera que siéntese, señorita Penrose. Si no obedece, haré que el agente Formby la meta en una celda antes de tiempo.
—¿Por qué no puedo ir al hospital para aclarar todo esto? Nos ahorraría un montón de problemas. Yo no debería estar aquí.
—Ya tengo la declaración de lord Hornsby, como le he repetido muchas veces.
—Entonces es un mentiroso —gritó Lara. Se le había agotado la paciencia.
El sargento Andrews miró al agente Formby y se pasaron entre ellos un mensaje silencioso que puso nerviosa a Lara. El agente salió de detrás de la mesa, se acercó y la agarró del brazo con tal firmeza que le hizo daño.
—¡Ay! —gritó Lara, presa del pánico—. ¡Suélteme! —Sospechaba que iban a llevarla a rastras a las celdas y estaba aterrada. Se debatió para zafarse, y alzó el brazo con todas sus fuerzas, de tal manera que se desgarró una costura de la manga de la chaqueta y el agente Formby perdió su presa. Lara tenía de pronto libre el brazo, pero la inercia la hizo perder el equilibrio y manotear. Por desdicha, el sargento Andrews estaba justo detrás de ella y Lara le dio un buen golpe con el brazo en la nariz. El hombre echó atrás bruscamente la cabeza, con los ojos muy abiertos del susto.
Al darse cuenta de lo que había hecho, Lara se quedó sin aliento. Al sargento le sangraba la nariz y se le habían llenado los ojos de lágrimas.
—¡Me ha roto la nariz! —gruñó furioso. Se la enjugó con el dorso de la mano y miró la sangre con una expresión muy sombría.
—Lo lamento. Ha sido sin querer, sargento —se apresuró a explicar Lara—. Ha sido un accidente.
—Llévatela —siseó el sargento, mientras se buscaba un pañuelo en el bolsillo para limpiarse la sangre que le caía por la cara. No se le pasó por alto que Hazel y Fred se estaban riendo.
El agente Formby volvió a agarrarla del brazo.
—Como me vuelva a dar problemas, le pongo las esposas —amenazó.
—Usted sabe que ha sido un accidente. Por favor, no me meta en una celda —suplicó ella—. Le prometo que no le daré ningún problema.
—Ha perdido su oportunidad —le espetó el agente sin compasión ninguna, mientras se la llevaba por otra puerta.
—Sabe que lo que ha pasado ha sido en parte por su culpa —insistió Lara, y solo recibió como respuesta una mirada fulminante—. Usted no lo hizo a propósito, ni yo tampoco —añadió—. ¡Y miré lo que ha hecho con la manga de mi preciosa chaqueta!
La llevaban por un corto pasillo con un gastado suelo de madera que crujía. A la derecha iban pasando hileras de barrotes, un total de cuatro celdas. Y cada una de ellas albergaba a unos cuantos prisioneros, que hacían groseros y aterradores comentarios.
El agente abrió la puerta de la última celda y la metió dentro de un empujón. Lara se vio asaltada por un rancio hedor a orina y humanidad.
—Ahora se enfrenta a dos cargos de agresión —declaró el agente Formby mientras cerraba con llave la puerta—. Tiene muchas posibilidades de pasar una buena temporada a la sombra.
Lara tardó unos momentos en asimilar sus palabras.
—¡No lo dirá usted en serio! —exclamó incrédula.
Formby no contestó. Se limitó a manifestar con una mirada cuán en serio hablaba, lo cual enfureció a Lara.
—Espero que me pague la reparación de la chaqueta —le gritó, mientras el otro ya se alejaba. Aunque de inmediato se dio cuenta de lo ridículo que había sonado aquello. El estado de su chaqueta era la menor de sus preocupaciones.
Cuando oyó el ruido de la puerta al cerrarse, se volvió para enfrentarse a tres pares de ojos curiosos. Sus compañeros de celda parecían vagabundos, desaliñados y desesperados. Las mujeres eran de mediana edad, o tal vez el tiempo y sus circunstancias no las habían tratado bien. El hombre era bastante anciano, seguramente uno de los muchos vagabundos inofensivos que merodeaban por la ciudad. Todos la miraban con una extraña expresión.
—¿Alguno tiene algo que decir? —les espetó Lara con una agresividad muy poco característica en ella.
Ninguno de los tres se molestó en contestar.
Una hora más tarde, Walter llegó a la comisaría con un hombre al que conocía desde hacía años. Les acompañaba otro individuo, el tío del amigo de Walter, un abogado. Después de hablar con el agente Formby, se les permitió acceder a las celdas. Lara se había sentado en el suelo, tan lejos de sus compañeros como era humanamente posible en aquel reducido espacio, y se había dedicado a lamentarse de su situación, incluso había llorado un poco. Ahora sintió un alivio inmenso al ver a su padre, y se abalanzó contra los barrotes que la separaban de él para aferrarse a sus manos.
Walter se angustió terriblemente al ver que había estado llorando.
—¿Estás bien, Lara? —preguntó ansioso.
Lara asintió con la cabeza, tan embargada por la emoción que no era capaz de hablar.
Walter se fijó en su chaqueta y miró ceñudo a sus compañeros de celda.
—¿Qué le habéis hecho a mi hija?
—No han sido ellos, papá —dijo Lara, sin energías—. ¿Me puedes sacar de aquí?
—Lo estamos intentando, pero esto no tiene buena pinta —contestó Walter con tono preocupado—. No puede ser verdad que hayas agredido al sargento Andrews, ¿no, Lara?
—No, no fue así, padre. Lo que pasa es que me zafé del agente Formby, que me tenía agarrada, y sin querer golpeé al sargento en la cara.
Walter suspiró consternado.
—¿Así es como se te desgarró la chaqueta?
—Sí. El agente Formby tiene la misma culpa que yo, pero no quiere reconocerlo.
Walter había confiado en que no fuera cierto. No sabía cómo asimilar todo lo que estaba ocurriendo.
—¿Te acuerdas de Bill Irving, Lara?
—Sí. —Lara volvió su atención al que había sido amigo de su padre durante más de veinte años—. Hola, señor Irving.
—Lara, este es mi tío Herbert. —Bill señaló al hombre mayor que les acompañaba y que llevaba un maletín—. Es abogado.
—Hola, señor Irving. ¿Puede sacarme de aquí?
—Me gustaría decir que sí —respondió Herbert con amabilidad—, pero no será fácil. Por lo visto lord Hornsby no permite que interroguen a su hijo, así pues no hay manera de verificar su declaración.
—¿Y no puede usted hacer nada al respecto?
—No. Harrison es menor de edad. Necesitamos el permiso de lord Hornsby para interrogarlo. Y ahora, con el cargo de agresión que ha presentado el sargento...
Lara dejó caer la cabeza, derrotada.
—Pero haré todo lo que pueda. Estoy seguro de que pronto la presentarán ante el tribunal. Mientras tanto, voy a ver si por lo menos el sargento retira el cargo de agresión. ¿Hubo algún testigo imparcial de los hechos?
—¿Testigos? —Lara se animó—. Pues sí, había un hombre y una mujer sentados en la zona de ingreso. Se llaman Fred y Hazel. Hazel es prostituta, pero no sé muy bien por qué han detenido a Fred. Deben de estar todavía allí, porque no los han traído a las celdas.
—Allí no había nadie cuando hemos llegado —comentó Walter.
—Supongo que no sabrá sus nombres completos —dijo Herbert—. Porque en ese caso a lo mejor podríamos dar con ellos.
Lara negó con la cabeza.
—Voy a hablar con el sargento Andrews. Tal vez haya tenido tiempo de calmarse un poco y entrar en razón. —Pero el abogado no parecía muy convencido.
—Gracias, señor Irving. Yo esperaba no tener que pasar la noche aquí.
—Lo lamento, Lara, pero es muy probable que así sea —aseveró Herbert.
3
Herbert Irving notó lo nerviosa que estaba Lara cuando la escoltaron hasta la sala y ocupó su lugar junto a él en el estrado. Mostraba aquella expresión de «no me puedo creer lo que está pasando» que tantas veces había visto en clientes inocentes. Y estaba seguro de que Lara era inocente. Bill había conocido a Lara toda su vida, de manera que podía responder de su carácter, pero aparte de eso, el abogado había representado a personas de toda clase y condición, de manera que sabía leer en ellas como en un libro abierto. No tenía dudas de que lord Hornsby se la tenía jurada a Lara. Estaba seguro de que el lord sabía perfectamente lo que había sucedido, pero se sentía demasiado humillado para admitirlo.
Después de pasar dos noches en las celdas, con la misma ropa, Lara estaba agotada y un poco desaliñada. Su padre quiso llevarle ropa limpia, pero un joven agente de la comisaría le informó de que el sargento Andrews, que se había dado de baja para recobrarse de sus «lesiones», había dejado órdenes de que Lara no recibiera ningún privilegio especial, y eso incluía cualquier visita que no fuera la de su abogado, así como cualquier paquete.
Lo primero que hizo Lara fue buscar a su padre. Componía una solitaria figura allí de pie en la galería desierta, no muy lejos detrás de Herbert. Lara ignoraba que a muchos de los padres de sus alumnos se les había negado el acceso a la sala y estaban congregados en los escalones del juzgado, protestando para defender su inocencia.
Tuvo la impresión de que su padre había envejecido varios años en unos días, y se sintió fatal al ver que la tensión y la preocupación por ella le estaban afectando de tal modo. El hombre intentó sonreír valientemente para animarla, pero saltaba a la vista que estaba a punto de desmoronarse. Lara no sabía que había intentado varias veces hablar con lord Hornsby y que este se negaba a recibirle.
Herbert le informó de que había averiguado que el juez Winston Mitchell se había labrado la reputación de ser un hombre justo.
—Por lo visto es uno de los mejores jueces que nos han podido tocar —añadió, esperando poder tranquilizarla un poco, si es que eso era posible.
—¿Así que hay bastantes posibilidades de poder volver a mi casa con mi padre esta mañana? —se esperanzó Lara.
—Me siento optimista al respecto —dijo Herbert, incapaz de disimular el hecho de que estaba exagerando.
—¿Cómo de optimista? —le presionó Lara.
—Solo un poquito —confesó el abogado de mala gana, dándole unas palmaditas en el brazo para reconfortarla.
Lara intentó calmarse, pero era casi imposible. Le preocupaba mucho que su padre hubiera podido perder su puesto en los establos de lord Hornsby. Si por algún milagro conservaba todavía el trabajo, esta situación iba a ponerle las cosas muy difíciles. Aunque Lara aborrecía de corazón a lord Hornsby, era muy consciente de que su padre tenía una relación muy especial con los caballos que cuidaba, cada uno de los cuales era como un hijo muy querido para él. El vínculo que existía entre ellos era verdaderamente único, y lord Hornsby al menos tenía dos dedos de frente para darse cuenta de ello. Pero Lara sabía que era tan mentiroso como vengativo, un hombre capaz de cualquier cosa. De cualquier manera, a Walter se le rompería el corazón si perdiera su puesto y el acceso a los caballos que tanto amaba. Y eso, más que ninguna otra cosa, era lo que llevaba inquietando a Lara los últimos dos días.
El juez Mitchell escuchó con atención mientras el representante legal de lord Hornsby leía ante el tribunal su declaración escrita. Lara quedó consternada, si bien no se sorprendió del todo al oír que el patrón de su padre la tachaba de entrometida, pendenciera y violenta. Sostenía que a Lara le había ofendido sobremanera que le reprochara sus interferencias en el modo en que él educaba a su hijo. Proseguía relatando que ella le había dado un golpe con un rastrillo y le había saltado un diente.
El sargento Andrews llevaba de baja dos días. Cuando subió al estrado, las pocas personas que había en la sala quedaron horrorizadas por su aspecto, incluso Lara, que no le había visto desde el «incidente». Tenía los dos ojos morados y la nariz roja, hinchada y torcida, evidentemente rota. El juez Mitchell le escuchó con interés mientras él narraba cómo Lara le había agredido. La describió como una persona tempestuosa y colérica, un peligro público.
Herbert Irving había querido obtener buenas referencias del director del colegio en el que trabajaba Lara. Por lo visto era muy querida entre el profesorado y respetada como una buena maestra, de manera que le sorprendió que el director, Richard Dunn, se negara a proporcionar dichas referencias. Herbert le interrogó y no tardó en averiguar que conocía mucho a lord Hornsby. El abogado le preguntó si despedirían a Lara de su puesto como maestra, pero el director Dunn se negó a darle una respuesta. Herbert concluyó que Lara se quedaría sin trabajo, pero decidió que no era el mejor momento para decírselo.
La mayor parte de los padres de los alumnos se habían enterado de lo sucedido y querían escribir testimonios positivos sobre el carácter de Lara. Herbert aceptó los de tres madres y los presentó ante el tribunal. El juez Mitchell pidió entonces alguna referencia del director.
—No... no tengo ninguna, señoría —confesó Herbert, incómodo.
—¿Por qué no?
—Creo que el director del colegio es un buen amigo de lord Hornsby, de manera que se ha encontrado en una incómoda situación.
—Ya veo —dijo el juez Mitchell, nada contento. Sabía perfectamente que la influencia de lord Hornsby llegaba muy lejos, pero le sorprendió un poco que el director de Lara no le mostrase lealtad alguna.
Herbert informó al tribunal de la versión de su cliente sobre los incidentes que habían resultado en los cargos presentados en su contra, y sostuvo que Lara era inocente de haber agredido a lord Hornsby e inocente de agredir intencionadamente al sargento Andrews. Añadió que Lara mantenía lazos y obligaciones con la comunidad y sus alumnos y que jamás se habría arriesgado a ponerlas en peligro. Añadió que Harrison podía corroborar la inocencia de Lara, pero que lord Hornsby no permitía que se interrogara al muchacho, y puesto que Harrison era menor de edad, el tribunal no tenía curso de acción posible.
—¿Hubo algún testigo imparcial de la agresión contra el sargento Andrews? —quiso saber el juez Mitchell.
—Sí, señoría, estaban presentes un hombre y una mujer, pero no he sido capaz de localizarlos, puesto que no cuentan con domicilio fijo.
—¿Le está diciendo al tribunal que los testigos son vagabundos?
Herbert carraspeó avergonzado, puesto que los vagabundos no eran considerados testigos fiables.
—Eso parece, señoría.
Tras un receso, el juez Mitchell aseguró que lo había tenido todo en cuenta, pero que había sido muy difícil tomar una decisión a causa de la ausencia de referencias del director de Lara que hablaran a favor de su carácter. Aceptó las amables palabras de los padres de sus alumnos, pero insistió en que le habría gustado contar con las declaraciones de un miembro prominente de la sociedad. Concluyó negando la libertad bajo fianza, por la expresa preocupación de lord Hornsby de que Lara pudiera presionar a Harrison en el colegio o tratar a su hijo injustamente. Lara gritó que ella jamás haría algo así, pero tuvo que callarse cuando la amenazaron con acusarla de desacato. Herbert Irving pidió al juez que concediera una libertad bajo fianza con restricciones, pero su petición fue denegada. Lara sería enviada a la prisión de Hollesley Bay, a doce kilómetros del pueblo de Woodridge, en Suffolk. No obstante el juez Mitchell prometió que la fecha de su juicio se establecería lo antes posible.
—Nicole, no deberías estar aquí —advirtió Winston Mitchell a su hermana, que entraba en su despacho en el juzgado.
—¿Por qué no? Eres mi hermano —protestó ella.
—Ya sabes por qué. Justo ayer denegué una petición de libertad bajo fianza en un caso en el que está involucrado tu marido. Estoy decidido a ser imparcial, pero eso no es lo que va a parecer si te ven en mi despacho. —Winston había intentado desentenderse del caso, pero no había ningún otro juez disponible.
—Justamente el caso contra la señorita Penrose es el motivo de mi presencia aquí, Winston —dijo lady Nicole, mientras se quitaba la chaqueta y se sentaba. Era una mujer demasiado delgada, debido a su carácter nervioso. De pelo oscuro y rizado, generalmente oculto por un elegante sombrero. Tenía la tez tan blanca que era casi traslúcida, y sus grandes ojos verdes se enmarcaban en unas densas y largas pestañas. A pesar de eso, no era una mujer hermosa, sino más bien poseedora de un etéreo atractivo.
Winston era casi diez años mayor que ella. Se le había acumulado bastante peso en torno a la cintura, tenía la piel muy picada debido al terrible acné que había sufrido de adolescente, y el pelo blanco tras una grave enfermedad en su primera juventud. No se había casado ni había tenido hijos, pero más de una vez le habían preguntado si era el padre de Nicole.
—No puedo hablar del caso, Nicole —le espetó con brusquedad—. Lo sabes perfectamente.
—Sí, pero si no mandas a la señorita Penrose a la cárcel una temporada, mi vida con Roy será un infierno. Lo que le hizo lo tiene de un humor de perros. No ha salido de la casa por el diente que le falta. Ya sabes lo vanidoso que es.
—¿Entonces por qué no se va al dentista a que le ponga el diente?
—Se niega a llevar una prótesis dental porque le da miedo que no le quede bien y se le note mucho.
—Siempre he sabido que era un hombre de mal genio y bastante vanidoso —dijo Winston—. No sé cómo puedes decir que ha cambiado en nada.
Nicole se mostraba incómoda.
Lo cierto es que a Winston nunca le había hecho mucha gracia Roy. En su opinión, su cuñado no poseía ni un ápice de encanto y tampoco era especialmente apuesto. Aquello, por supuesto, no habría importado de tratarse de una persona agradable, pero tampoco era el caso. Winston estaba convencido de que había sido únicamente su heredada posición como acaudalado lord lo que le había allanado el camino en la vida y había atraído a Nicole.
—No logro entender cómo has podido seguir casada con ese hombre —dijo ahora, no por primera vez.
Nicole era muy consciente de que su hermano pensaba que se había casado con Roy por su dinero. Era cierto que disfrutaba de las cosas buenas de la vida, y que como lady Nicole Hornsby tenía to