Título original: The Templars
Traducción: Gerardo Gambolini
1.ª edición: octubre, 2014
© 2014 by Piers Paul Read
© Ediciones B, S. A., 2014
Consell de Cent, 425-427 - 08009 Barcelona (España)
www.edicionesb.com
Depósito Legal: B 21711-2014
ISBN DIGITAL: 978-84-9019-494-2
Diseño de colección: Ignacio Ballesteros
Maquetación ebook: Caurina.com
Todos los derechos reservados. Bajo las sanciones establecidas en el ordenamiento jurídico, queda rigurosamente prohibida, sin autorización escrita de los titulares del copyright, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, así como la distribución de ejemplares mediante alquiler o préstamo públicos.
Contenido
Portadilla
Créditos
Agradecimientos
Mapas
Prefacio
PRIMERA PARTE
1. El Templo de Salomón
2. El nuevo templo
3. El templo rival
4. El templo reconquistado
SEGUNDA PARTE
5. Los pobres soldados de Jesucristo
6. Los Templarios en Palestina
7. Outremer
8. Saladino
9. Ricardo Corazón de León
10. Los enemigos internos
11. Federico de Hohenstaufen
12. El reino de Acre
13. Luis de Francia
14. La caída de Acre
TERCERA PARTE
15. El Temple en el exilio
16. El Temple atacado
17. El Temple destruido
Epílogo: el veredicto de la historia
Apéndices
Las últimas cruzadas
Grandes maestres del temple
Bibliografía
Fotografías
Agradecimientos
Agradezco el permiso para reproducir pasajes de The Jewish War, de Josephus, traducido y prologado por G. A. Williamson, Penguin Books, 1959 (Copyright © G. A. Williamson, 1959); The Rule of the Templars, de J. M. Upton-Ward, The Bodydell Press, 1992 (Copyright © J. M. Upton-Ward 1992); y The Murdered Magicians, de Peter Partner (Copyright © Peter Partner 1981) por permiso de A. M. Heath & Co. Ltd. en nombre del Profesor Peter Partner.
Mapas
1. La expansión del Islam
2. La cristiandad en tiempos de la primera
3. Francia en tiempos de la primera Cruzada
4. Outremer
5. Jerusalén y el Monte del Templo en el siglo XII
6. Principales fortalezas Templarias en Siria y Palestina
7. Principales preceptorías y castillos de Occidente a mediados del siglo XII
Prefacio
¿Quiénes fueron los Templarios? En las novelas de Sir Walter Scott se nos presenta una visión de esta orden militar. El caballero Templario de Ivanhoe, Brian de Bois-Guilbert, es un antihéroe demoníaco, «valiente como el más temerario de su Orden, pero manchado con sus vicios habituales: orgullo, arrogancia, crueldad y voluptuosidad; un hombre de corazón duro, que no conoce el miedo terrenal ni el temor celestial». Los dos grandes maestres Templarios no son mucho mejores. Giles Amaury en El Talismán es traicionero y malévolo, en tanto Lucas de Beaumanoir, en Ivanhoe, es un fanático intolerante.
Por el contrario, en la ópera Parsifal, de Wagner, aparecen caballeros semejantes a los Templarios como castos guardianes del Santo Grial. El libreto del siglo XIx se basó en un poema épico del siglo XIII, de Wolfram de Eschenbach, en el cual los Templeisen guardan sólo un parecido superficial con los caballeros del Temple; no obstante, ese rudimento de realidad ha bastado para convencer a la posteridad de que hay verdad en la ficción. Así, en la imaginación del siglo XIx los brutos depravados de Ivanhoe y El Talismán coexisten con la noble y honrosa hermandad de Parsifal.
En el siglo XX se reveló una imagen más siniestra de los Templarios como los prototipos de los caballeros teutónicos, que, a finales de los años treinta, sirvieron de modelo histórico para las SS de Himmler. Unido a una interpretación común de las cruzadas como un ejemplo temprano de la agresión y el imperialismo de Europa occidental, los Templarios llegaron a ser vistos como fanáticos brutales que imponían una ideología con la espada. O, muy al contrario, se dice que abandonaron su compromiso con la causa cristiana por su contacto en Oriente con el judaísmo y el Islam, formando una sociedad secreta de iniciados a través de la cual los misterios arcanos del antiguo Egipto, transmitidos a los albañiles del Templo de Salomón, fueron pasados a las logias masónicas de los tiempos modernos. Se ha sostenido también que los Templarios fueron infiltrados por los heréticos cátaros después de la cruzada contra los albigenses; que protegieron a lo largo de los siglos a los descendientes reales de una unión entre Jesús y María Magdalena; que en el siglo XIx un sacerdote descubrió su estupendo tesoro en el suroeste de Francia; y que fueron los custodios de fabulosas reliquias, entre ellas la cabeza embalsamada de Cristo y el Santo Sudario de Turín.
Mi objetivo en este libro ha sido exponer la verdad sobre los Templarios, evitando la especulación fantasiosa y registrando solamente lo que ha determinado la investigación de reconocidos historiadores. He presentado el tema en una amplia perspectiva: las historias de la Orden que parten de su fundación por Hugh de Payns en 1119, o incluso de la proclamación de la primera Cruzada en el Concilio de Clermont en 1095, suelen dar por sentado un conocimiento previo que el lector común tal vez no posea. A mi juicio, es difícil comprender la mentalidad de los Templarios sin analizar la importancia atribuida al Templo de Salomón en Jerusalén por las tres religiones monoteístas —judaísmo, cristianismo e islamismo— y sin recordar por qué ha sido un punto de conflicto desde el comienzo de la historia hasta nuestros días.
Hay otras preguntas pertinentes que sólo pueden responderse mirando atrás desde el período medieval temprano hacia el turbulento caos de la Edad Oscura1*. En un momento en que se ha sugerido que el actual Papa debe pedir perdón por las cruzadas, es apropiado examinar los motivos de sus predecesores para iniciar esas guerras santas. Quienes ya estén familiarizados con la historia de las cruzadas encontrarán repetitivo parte de lo que he escrito; pero al volver a contarla he aprovechado las investigaciones de nuevas generaciones de historiadores de la materia. Mi deuda para con esos y otros eruditos resultará evidente a quienes lean este libro.
También sentí que valía la pena volver a contar lo que un cronista contemporáneo llamó «los actos de Dios hechos por los francos», no sólo por su valor intrínseco, sino también por su relación con muchos de los dilemas que hoy enfrentamos. Los Templarios fueron una fuerza multinacional comprometida en la defensa del concepto cristiano de un orden mundial, y su desaparición marca el momento en el que la persecución del bien común dentro de la cristiandad pasó a subordinarse a los intereses del estado-nación, un proceso que la comunidad mundial está tratando ahora de revertir.
En la historia de los Templarios hay paralelismos destacables entre el pasado y el presente. En el emperador Federico II de Hohenstaufen encontramos a un gobernante cuya amoralidad idiosincrásica evoca a Nerón y anticipa a Hitler. El concepto medieval de un Sacro Imperio Romano es notablemente similar a las aspiraciones que tienen sus propulsores para la Unión Europea. Los asesinos de Siria son tanto los descendientes de los sicarios judíos como los antepasados de los terroristas suicidas del Hezbollah. La actitud de muchos musulmanes de Oriente Medio respecto al estado moderno de Israel es muy parecida a la que tenían sus antepasados hacia el reino de Jerusalén erigido por los cruzados. ¿Cuántos líderes árabes, nos preguntamos, desde Abdul Nasser hasta Saddam Hussein, han aspirado a convertirse en nuevos saladinos, derrotando a los invasores infieles en otra batalla de Hattin o, como el sultán mameluco, al-Ashraf, hundiéndolos en el mar?
Expreso mi gratitud a todos los historiadores cuyos trabajos me enseñaron lo que sé sobre los Templarios. Más específicamente, deseo agradecer al profesor Jonathan Riley-Smith por su aliento y consejo, y al profesor Richard Fletcher por leer el manuscrito y alertarme sobre una serie de errores. Ninguno de estos eminentes historiadores deberá considerarse responsable de las deficiencias de mi trabajo.
Quisiera agradecer a Anthony Cheetham, quien me sugirió por primera vez probar de escribir historia, proponiendo un libro sobre los Templarios; a mi agente, Gillon Aitken, por instarme a encarar el proyecto; a mi editora, Jane Wood, por su constante apoyo y su invalorable trabajo con el primer borrador; y a Selina Walker por su ayuda con los mapas e ilustraciones. También doy las gracias a Andrew Sinclair, quien me prestó su colección de libros sobre los Templarios; a Charles Glass, por introducirme en las Memorias de Usamah Ibn-Munqidh; y al bibliotecario y el personal de la Biblioteca de Londres, por su gentil ayuda en mi investigación.
1* El período temprano de la llamada baja Edad Media (a partir del siglo XI). En el contexto, la Edad Oscura (Dark Ages) corresponde a la alta Edad Media, anterior al siglo XI. (N. del T.)
PRIMERA PARTE
El templo
1
El Templo de Salomón
En mapas de la Edad Media dibujados en pergamino se muestra a Jerusalén en el centro del mundo. Jerusalén era entonces, como sigue siéndolo hoy, una ciudad sagrada para tres religiones: el judaísmo, el cristianismo y el Islam. Para cada una de ellas, era el escenario de hechos trascendentes que formaron el vínculo entre Dios y el hombre (siendo el primero los preparativos de Abraham para el sacrificio de su hijo Isaac en el afloramiento rocoso cubierto ahora por una cúpula de oro).
Abraham era un rico nómada de Ur, en Mesopotamia, que unos mil ochocientos años antes del nacimiento de Cristo, por orden de Dios, se trasladó desde el valle del Éufrates hasta el territorio habitado por los cananeos, entre el río Jordán y el mar Mediterráneo. Allí, en recompensa por su fe en el único Dios verdadero, recibió aquella tierra «rebosante de leche y miel» y la promesa de innumerables descendientes para poblarla. Sería el padre de muchas naciones; para sellar esa alianza, Abraham y todos los varones de su tribu se circuncidarían, una práctica que debía continuarse «de una generación a otra».
Esa promesa de posteridad era problemática, porque Sara, la esposa de Abraham, era estéril. Comprendiendo que ya no estaba en edad de concebir, Sara convenció a Abraham para que engendrara un hijo con su esclava egipcia, Agar. A su debido tiempo, Agar dio a luz a Ismael. Algunos años más tarde, se aparecieron tres hombres mientras Abraham estaba sentado a la entrada de su tienda a la hora más calurosa del día. Le dijeron que Sara, entonces de más de noventa años, tendría un niño.
Abraham rió. Sara también, tomándolo en broma. «¿Conque después que ya estoy vieja, y mi señor lo está más, pensaré en usar del matrimonio?»2* Pero la predicción demostró ser correcta. Sara concibió y parió a Isaac. Se volvió entonces en contra de Ismael, viéndolo como un rival para la herencia de Isaac, y le pidió a Abraham que echara a Ismael y a su madre. Dios se puso de parte de Sara y, siempre obedeciendo las órdenes de Dios, Abraham despachó a Agar y a Ismael al desierto de Bersabee con un poco de pan y un odre de agua. Cuando el odre quedó vacío, Agar, no pudiendo soportar el ver morir de sed a su hijo, intentó abandonarlo debajo de un árbol; pero Dios la guió hasta un pozo y le prometió que su hijo fundaría una gran nación en los desiertos de Arabia.
Fue entonces cuando Dios le impuso a Abraham una última prueba, ordenándole ofrecer a «tu único hijo a quien tanto amas [...] y allí me lo ofrecerás en holocausto sobre uno de los montes que yo te mostraré».1 Abraham obedeció sin reparos. Llevó a Isaac al lugar designado por Dios, un afloramiento de roca en el monte Moriah, acomodó leña en un altar improvisado, y puso a Isaac sobre la pila de leña. Pero justo cuando tomaba el cuchillo para matar a su hijo, se le ordenó desistir: «No extiendas tu mano sobre el muchacho [...] ni le hagas daño alguno: que ahora me doy por satisfecho de que temes a Dios, pues no has perdonado a tu único hijo por amor de mí [...] en vista de la acción que acabas de hacer [...] Yo te llenaré de bendiciones, y multiplicaré tu descendencia como las estrellas del cielo, y como la arena que está en la orilla del mar [...] y por un descendiente tuyo serán benditas todas las naciones de la tierra, porque has obedecido mi voz».2
¿Existió Abraham? En los tiempos modernos, las opiniones eruditas sobre su historicidad han oscilado entre el escepticismo de exégetas alemanes que lo relegaron a la categoría de una figura mítica y los juicios más positivos emitidos a partir de descubrimientos arqueológicos en Mesopotamia.3 En la Edad Media, sin embargo, nadie dudaba de que Abraham hubiese existido, y prácticamente todos aquellos que vivían entre el subcontinente indio y el océano Atlántico alegaban descender de ese patriarca de Ur. Metafóricamente, los cristianos; literalmente, los musulmanes y los judíos. Los judíos tenían un documento para probarlo: la colección de textos judíos reunidos en la Torah que cuentan la historia de los descendientes de Abraham.
Unos mil trescientos años a.C., según esos registros, el hambre hizo emigrar a los judíos de Palestina a Egipto. Allí fueron recibidos como huéspedes por José —un judío, el primer ministro del faraón egipcio— a quien en su juventud sus envidiosos hermanos habían abandonado en el desierto; pero, tras la muerte de José y la asunción de un nuevo faraón, los judíos fueron hechos esclavos y usados como mano de obra forzada para construir la residencia del faraón Ramsés II. Moisés, el primero de los grandes profetas de Israel, los sacó de Egipto llevándolos al desierto. Allí, en el monte Sinaí, Dios le transmitió a Moisés sus mandamientos, grabados en tablas de piedra. Para guardarlas, los judíos hicieron un relicario que llamaron el Arca de la Alianza. Tras muchos años de errar por el desierto del Sinaí, llegaron a la tierra prometida de Canaan. Como castigo por una transgresión pasada, a Moisés sólo le fue permitido verla de lejos. Correspondió a su sucesor, Josué, reclamar el derecho inalienable de los judíos. Entre 1220 y el 1200 a.C., los judíos conquistaron Palestina. La lucha con los pobladores oriundos no fue justa: Dios estaba del lado de los judíos. Su victoria nunca fue absoluta; hubo guerras constantes con las tribus vecinas de los filisteos, moabitas, amonitas, amalecitas, idumeos y arameos; pero los judíos sobrevivieron por su destino singular, aunque aún indefinido.4
El matrimonio entre Dios y su pueblo elegido no era fácil. Jehová era un Dios celoso, colérico cuando los judíos se volvían a otros dioses o quebrantaban el estricto código impuesto a su comportamiento: rituales exigentes y leyes precisas que siguieron a los Diez Mandamientos dados por Dios a Moisés en la cima del monte Sinaí. Los judíos, por su parte, eran volubles: se apartaban de Dios para venerar ídolos como el Becerro de Oro o dioses paganos como Astarté y Baal.5 Usaban a los profetas enviados por Dios para reprobarlos. Hasta sus reyes, ungidos de Dios, eran pecadores. Saúl desobedeció la orden de Dios de exterminar a los amalecitas,6 y David sedujo a Betsabé, la esposa de Urías el Heteo, e instruyó luego a Joab, el comandante de su ejército: «Poned a Urías al frente en donde esté lo más recio del combate, y desamparadle para que sea herido y muera.»7
Fue David quien, al final del primer milenio a.C., conquistó Jerusalén, bastión de los jebuseos. Al pie de la fortaleza, en el monte Moab, cerca del lugar elegido por Dios para el sacrificio de Isaac, había una era propiedad de un jebuseo, Ornán. Por orden de Dios, David la compró para emplazar allí un templo donde guardar el Arca de la Alianza. David acopió los materiales para el templo, que fue finalmente construido por su hijo Salomón alrededor del 950 a.C.
El reinado de Salomón marcó el apogeo de un estado judío independiente. Tras su muerte, Israel fue conquistada por las poderosas naciones del este: asirios, caldeos y persas. El Templo de Salomón fue destruido por los caldeos al mando de su rey, Nabucodonosor, 586 a.C., y los judíos fueron llevados como esclavos a Babilonia. Los caldeos fueron conquistados a su vez por los persas, cuyo rey, Ciro, les permitió volver a Jerusalén y reconstruir el templo en 515 a.C..
En el siglo IV a.C., la marea de las conquistas bajó en el este y subió desde el oeste: los persas fueron derrotados por los macedonios, comandados por su joven rey Alejandro III, el Magno. Tras la prematura muerte de Alejandro, el imperio fue dividido entre sus generales y, durante un tiempo, los tolomeos asentados en Egipto y los seléucidas asentados en Mesopotamia se disputaron el control de Palestina. En ausencia de un rey, el sumo sacerdote de Jerusalén asumía entre los judíos muchas de sus funciones.
En 167 a.C., una revuelta en contra de los griegos por motivos religiosos terminó en una lucha exitosa por la independencia política. Sus líderes, tres hermanos macabeos, fundaron la dinastía de los Asmoneos, reyes judíos que recuperaron la mayor parte del territorio gobernado en el pasado por David y Salomón. En el curso de sus constantes conflictos con los estados vecinos, se recurrió al nuevo y naciente poder de Roma. El rey de Judea, Hircano, y su ministro Antípatro se pusieron bajo la protección del general romano que había conquistado Siria, Cneo Pompeyo, o Pompeyo Magno.
Jerusalén fue defendida por Aristóbulo, el pretendiente rival al trono. Tras un sitio de tres meses, la ciudad fue tomada por las legiones de Pompeyo. Los romanos sufrieron pocas bajas, pero el conflicto dejó unos 12.000 judíos muertos. Según el historiador judío Josephus, sin embargo, esa pérdida de vidas fue una calamidad menor que la profanación del templo efectuada por Pompeyo.
Entre los desastres de aquel tiempo, nada estremeció tanto a la nación como que el Santo Lugar, vedado hasta entonces a todas las miradas, fuera descubierto por extraños. Pompeyo y sus oficiales ingresaron al Tabernáculo, donde nadie tenía permiso de entrar, y vieron lo que encerraba: el candelabro y las velas, la mesa, las copas de libación y los incensarios, todos de oro sólido, y una gran cantidad de especias y dinero consagrado...
Los romanos eran ahora los árbitros del poder en el estado judío. Pompeyo restituyó a Hircano como sumo sacerdote, pero, viendo que era un gobernante ineficiente, puso el poder político en manos de su primer ministro, Antípatro. Julio César, cuando llegó a Siria en 47 a.C., le confirió a Antípatro la ciudadanía romana y lo nombró procurador de Judea: el hijo mayor de Antípatro, Fasael, se convirtió en gobernador de Judea, y su segundo hijo, Herodes, en ese momento de veintiséis años, en gobernador de Galilea. El entonces cónsul de César, Marco Antonio, mantuvo con Herodes amistad de por vida.
En 40 a.C., los partos invadieron Palestina. Herodes escapó a Roma vía Arabia y Egipto. En Roma, el senado le proporcionó un ejército y lo nombró rey de Judea. Herodes derrotó a los partos y, pese a apoyar a su amigo Marco Antonio en contra de Octavio, fue confirmado por éste como rey de Judea tras la victoria de Octavio sobre Marco Antonio en la batalla de Accio.
Ahora en la cumbre de su gloria, Herodes embelleció su reino con magníficas ciudades e imponentes fortalezas, bautizadas muchas de ellas con nombres de protectores y miembros de su familia. En la costa mediterránea entre Jaffa y Haifa construyó una nueva ciudad a la que llamó Cesarea; y en Jerusalén, la fortaleza llamada la Antonia. Amplió la fortificación de Masada, donde su familia se había refugiado de los partos, y levantó una nueva fortificación en las colinas que miran a Arabia, a la que llamó Herodium, en honor a sí mismo.
Hombre de excepcional coraje y capacidad, Herodes comprendió que su permanencia en el poder en Palestina dependía de satisfacer las expectativas de los romanos sin irritar las susceptibilidades religiosas de los judíos. Los romanos consideraban el control de Siria y Palestina esencial para la seguridad y el bienestar de su imperio, que se extendía a ambos lados de las rutas terrestres entre Egipto y Mesopotamia, dominando el Mediterráneo oriental. La misma Roma dependía del suministro regular de granos proveniente de Egipto, que se vería amenazado en caso de que los puertos de la costa oriental del Mediterráneo cayesen en manos de los partos.
Los judíos eran más problemáticos. Culturalmente dominados por los griegos desde la época de Alejandro Magno, y ahora políticamente al servicio de los romanos, conservaban su sentido de destino como pueblo elegido de Dios. La extraordinaria fidelidad a sus creencias y prácticas impresionaba a la vez que exasperaba a sus contemporáneos paganos. Pompeyo, cuando sitiaba el último foco de resistencia judía en el templo,
estaba sorprendido por la inquebrantable resistencia de los judíos, especialmente el mantenimiento de todas las ceremonias religiosas en medio de una lluvia de proyectiles. Como si una profunda paz envolviera la ciudad, los sacrificios diarios, las ofrendas por los muertos y los demás actos de adoración eran meticulosamente cumplidos para la gloria de Dios. Ni siquiera cuando el Templo estaba siendo capturado y los estaban masacrando alrededor del altar abandonaron las ceremonias ordenadas para el día.8
Su separatismo —la creencia de que el contacto con gentiles los corrompía— suscitaba sin embargo el antagonismo de sus vecinos. Para ese entonces, los judíos ya no estaban confinados solamente a Palestina: existían importantes comunidades de judíos en muchas de las principales ciudades del mundo greco-romano y en el imperio persa, al otro lado del Éufrates. En Alejandría hay críticas al separatismo judío ya desde el siglo III a.C. En Roma, donde obtuvieron exenciones excepcionales que les permitían no tomar parte en cultos paganos y observar el Sabbat, Cicerón, en Pro Flacco, se quejaba de su carácter cerrado y su excesiva influencia; y Tácito, en sus Historias, de lo que consideraba la misantropía de los judíos: «Hacia las demás personas sólo sienten odio y enemistad. Se sientan aparte en las comidas, y duermen aparte, y aunque como raza son propensos a la lujuria, se abstienen del coito con mujeres extranjeras; sin embargo, entre ellos nada es ilícito.»9
Pero fue en su propia tierra donde el sentido judío de superioridad respecto de todo pueblo pagano tuvo graves repercusiones políticas. Una y otra vez, tras ser conquistados por sus vecinos más poderosos —los egipcios, los persas, los griegos, y ahora los romanos— se levantaron contra sus opresores, en la creencia de que Dios estaba de su lado. Una y otra vez, a un triunfo inicial seguiría una salvaje represión.
Herodes, aunque ciudadano romano y árabe de origen, fue escrupuloso en su observancia de la ley judía; y para granjearse más el favor de los adeptos a su religión adoptada, anunció que reconstruiría el Templo. La reacción de los judíos fue de sospecha: para garantizarles que cumpliría ese ambicioso proyecto, Herodes debió prometer que no demolería el viejo templo hasta haber juntado todos los materiales necesarios para la construcción del nuevo. Como sólo los sacerdotes podían entrar al recinto del Templo, capacitó a un millar de levitas como albañiles y carpinteros. Los cimientos del segundo Templo fueron sensiblemente agrandados con la construcción de enormes muros de contención al oeste, al este y al sur. Alrededor de la gran plataforma, sustentada sobre relleno o soportes abovedados, corrían galerías cubiertas. Una cerca rodeaba el área sagrada, y en cada una de sus trece puertas había una inscripción en latín y griego advirtiendo que todo gentil que la traspasara sería castigado con la muerte.
En el centro, enmarcado por las columnatas, estaba el templo propiamente dicho. A un lado se hallaba la Corte de las Mujeres, y al otro lado de la Puerta Preciosa estaba la Corte de los Sacerdotes. Dos puertas de oro conducían al Tabernáculo: delante de ellas había una cortina de tapicería babilonia bordada con dibujos en azul, púrpura y escarlata que simbolizaban toda la creación. El sagrario interior, envuelto por un enorme velo, era el sanctasantórum al que sólo el sumo sacerdote podía ingresar determinados días del año. La roca sobre la cual Abraham había preparado a Isaac para el sacrificio era el altar donde se mataban niños o palomas: la cavidad que todavía puede verse en el extremo norte de la roca se usaba para recoger la sangre propiciatoria.
La dimensión del Templo era formidable, alcanzando una altura majestuosa en la parte que dominaba el valle de Kidron. Su esplendor no podía dejar de causar en los súbditos de Herodes la impresión de que su rey, a pesar de su origen árabe, era un digno judío. Pero Herodes no dejaba nada al azar. La fortaleza Antonia formaba parte del muro norte del complejo del templo y estaba permanentemente guarnecida con un contingente del ejército romano. Durante las festividades importantes, el contingente era desplegado a lo largo de las columnatas, armado.
El templo fue el logro culminante de una de las figuras más extraordinarias del mundo antiguo. Herodes, en su apogeo, llevó el estado de Israel a un nivel de esplendor jamás visto antes y no repetido después. Su munificencia se extendió a ciudades extranjeras como Beirut, Damasco, Antioquía y Rodas. Diestro en el combate, experto cazador y muy buen atleta, Herodes patrocinó y presidió los Juegos Olímpicos. Usó su influencia para proteger a las comunidades judías en la Diáspora, y fue generoso con los necesitados en todo el Mediterráneo oriental. Pero no pudo establecer una dinastía duradera porque, conforme avanzaba su vida, fue cayendo presa de una paranoia que convirtió al déspota benevolente en un tirano.
No puede dudarse de que Herodes estaba rodeado de intriga y conspiración. Su padre y su hermano tuvieron finales violentos, y él tenía poderosos enemigos tanto entre la facción de judíos fariseos que se resistían al gobierno de un extranjero al servicio del emperador pagano de Roma, como entre los seguidores de los Asmoneos que reclamaban el trono de Judea. Para aplacar a estos últimos, Herodes se divorció de Doris, su novia de la juventud, y se casó con Mariamna, la nieta del sumo sacerdote Hircano.
Al invadir Palestina, los partos habían tomado prisionero a Hircano, liberándolo luego por la intercesión de los judíos que vivían al otro lado del Éufrates. Alentado por el casamiento de su nieta con Herodes, Hircano regresó a Jerusalén, donde fue inmediatamente ejecutado por Herodes, no porque reclamara el trono, sino como dice Josephus, «porque el trono era realmente suyo».10 Otro rival potencial era el hermano de su esposa, Jonatán, a quien, con diecisiete años, Herodes nombró sumo sacerdote. Pero cuando, en ocasión de una fiesta, todos los asistentes lloraron de emoción al ver a aquel joven acercándose al altar con su atuendo sagrado, Herodes le ordenó a su guardaespaldas de las Galias que lo ahogara.
Lo que pudo ser políticamente expeditivo, domésticamente fue desastroso. Herodes se había enamorado profundamente de Mariamna, quien, después del trato de Herodes a su hermano y su abuelo, lo odiaba con la misma pasión. Sumado a ese resentimiento estaba el desprecio de una princesa real judía por un árabe advenedizo, lo que atormentaba a Herodes tanto como enfurecía a su familia, en particular a su hermana Salomé. Haciendo el papel de Yago con el Otelo de Herodes, Salomé convenció a