Título original: The Kill Clause
Traducción: Eduardo Iriarte
1.ª edición: agosto, 2016
© 2016 by Gregg Hurwitz
© Ediciones B, S. A., 2016
Consell de Cent, 425-427 - 08009 Barcelona (España)
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ISBN DIGITAL: 978-84-9069-502-9
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Para la doctora Melissa Hurwitz,
mi primera lectora,
aquella primera vez
y siempre que vuelvo a escribir.
No hay justicia. Sólo existe la ley.
Viejo proverbio judicial
de origen indeterminado
que suele atribuirse
a Oliver Wendell Holmes
Contenido
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Advertencia
Agradecimientos
1
Cuando Oso se presentó y le dijo que habían encontrado el cadáver de Ginny violado y descuartizado en un arroyo a unos nueve kilómetros de su casa, que hicieron falta tres bolsas para sacar de la escena del crimen sus restos, que en esos instantes estaban diseminados sobre la mesa de disección de un patólogo a la espera de que les realizaran más pruebas, la primera reacción de Tim no fue la que él habría esperado de sí mismo. Notó una sensación gélida en la que no había rastro de pena: para llegar a la pena, tal como había aprendido, hace falta tener perspectiva, sopesar los recuerdos; es un proceso que lleva su tiempo. Aquello no era más que el impacto de la primera noticia, denso y brusco como el dolor que se siente en la cara al recibir una bofetada. Inexplicablemente, se sentía avergonzado también, aunque no estaba seguro de quién o cuál era el motivo. Buscó con la mano la culata de su Smith & Wesson, pero, como cabría esperar, no llevaba encima el arma; eran las 6.37 de la tarde y se encontraba en su casa.
A su derecha, Dray cayó de rodillas, agarrando con una mano el marco de la puerta, los dedos aferrados entre la jamba y las bisagras, como si quisiera infligirse dolor. En la franja de cuello que estaba a la vista, bajo su cabello rubio cortado en línea recta, relucieron unas gotitas de sudor.
Por un instante todo quedó en suspenso en aquella tarde de febrero en la que el aire estaba impregnado de lluvia. La corriente que hacía tiritar las siete velas en la tarta de cumpleaños glaseada en rosa y blanco que Judy Hartley tenía en las manos para mostrarla en el salón. Las botas de Oso, con la inquietante carga del fango de la escena del crimen que ensuciaba el porche contiguo, cuyas piedras había desbastado meticulosamente Tim de rodillas con una espátula el otoño anterior.
—Quizá deberías sentarte —dijo Oso. Sus ojos reflejaban la misma culpa y la misma ansia de consuelo que el propio Tim había experimentado en infinidad de ocasiones, y éste, injustamente, lo aborreció por ello. La ira no tardó en desvanecerse para dejar tras de sí un vacío vertiginoso.
El pequeño grupo que se hallaba en el salón, en una actitud que era reflejo del espanto que emanaba de la queda conversación en el umbral, dejaba traslucir una tensión contenida. Una de las niñas prosiguió la enumeración que estaba haciendo de las reglas de uno de los encantamientos de Harry Potter y la hicieron callar bruscamente. Una madre se inclinó hacia la tarta y apagó de un soplo las velas que Dray había encendido con ilusión apresurada cuando llamaron a la puerta.
—Me ha parecido que eras ella —dijo Dray—. Acababa de glasear la... —La voz le flaqueó ostensiblemente.
Al advertirlo, Tim notó una punzada de remordimiento por haber instado a Oso con tanta dureza a que le diera más detalles allí mismo. Su única manera de entender la información había sido intentar reducirla a preguntas y hechos, desmenuzarla a fin de digerirla. Ahora que la había asimilado, notaba una sensación de empacho. Pero había llamado a suficientes puertas —igual que Dray— para saber que era una mera cuestión de tiempo que se enteraran de todo. Más valía arrojarse a la piscina con valor y bracear contra el frío, porque aquella sensación gélida no iba a abandonarlos en el futuro próximo, o quizá no les abandonara nunca.
—Andrea —dijo Tim. Buscó con mano temblorosa el hombro de ella sin encontrarlo. No podía moverse, ni siquiera era capaz de volver la cara.
Dray agachó la cabeza y se echó a llorar. Tim no había oído nunca ese sonido. Dentro, uno de los compañeros de clase de Ginny emitió un sollozo similar en un gesto de imitación confusa e instintiva.
Oso se acuclilló, las dos rodillas dobladas con un chasquido, su robusta estructura acurrucada en el porche, los faldones de la cazadora de nailon del uniforme caídos hasta el suelo como si llevara capa. En ella, las letras amarillas, pálidas y descoloridas, anunciaban AGENTE JUDICIAL FEDERAL, EE.UU., por si a alguien le importara.
—Aguanta, cariño —dijo—. Aguanta.
Las enormes manos de Tim la sujetaron por los brazos —no sin esfuerzo—, y la atrajo hacia sí para que le apoyara el rostro en el pecho. Ella lanzaba zarpazos al aire, como si temiera posar las manos en algo y la asustase lo que éstas pudiesen hacer.
Él levantó la cabeza con timidez.
—Tendremos que...
Tim tendió la mano y acarició la cabeza a su esposa.
—Ya voy yo.
La Dodge Ram de Oso, plateada y con la pintura descascarillada, rebasó a trompicones con sus ruedas de casi un metro de diámetro los bordillos de la calzada, y a Tim le resonó el miedo en el estómago como un cristal hecho añicos.
Moorpark, con sus más de treinta kilómetros cuadrados de casas y calles bordeadas de árboles, situado a unos ochenta kilómetros hacia el noroeste del centro de Los Ángeles, no era apenas conocido salvo por el detalle de que albergaba la mayor concentración de agentes de la ley de todo el estado. Era un club de campo asequible para los ciudadanos de bien, un refugio al que acudir después del trabajo, lejos de las malas calles de la ciudad que se dedicaban a escudriñar y combatir durante la mayor parte de su tiempo de vigilia. En Moorpark reinaba el ambiente típico de las series de televisión de la década de los años cincuenta: nada de salones de tatuaje, nada de vagabundos, nada de disparos efectuados desde coches en marcha. En la calle sin salida de Tim y Dray vivían dos familias del FBI, un agente del Servicio Secreto y un inspector postal. El allanamiento de morada, en Moorpark, era un negocio en declive.
Oso miraba con expresión neutra los reflectores amarillos que bordeaban la mediana de la calzada, cada uno de los cuales se materializaba y luego descendía como flotando hacia la oscuridad. Había renunciado a su desidia habitual al volante y conducía con atención, agradecido de tener algo que hacer.
Tim vadeó el aluvión de preguntas e intentó encontrar una en concreto que le sirviera como punto de partida.
—¿Por qué estabas... qué hacías tú allí? No es exactamente un caso federal.
—Unos agentes del Departamento del Sheriff le tomaron las huellas de la mano...
De la mano. Una entidad separada. No le habían tomado las huellas dactilares a ella, sino a su mano. Presa de un horror nauseabundo, Tim se preguntó en cuál de las tres bolsas se habrían llevado la mano, el brazo, el torso. Oso tenía barro seco en un nudillo.
—... Era difícil identificarla por la cara, supongo. Joder, Rack, lo siento. —Oso soltó un suspiro que rebotó en el salpicadero y llegó hasta Tim, que ocupaba el asiento del acompañante—. Pues bien, Bill Fowler estaba en la unidad a cargo del asunto. Fue él quien confirmó la identificación... —Se interrumpió a tiempo y parafraseó lo que acababa de decir—: Fue él quien reconoció a Ginny. Como sabe que yo estoy contigo y con Dray, me localizó.
—¿Por qué no avisó al pariente más cercano? Fue el primer compañero de Dray nada más salir de la academia. El mes pasado vino a una barbacoa en nuestra casa. —Tim fue elevando el tono de voz, cada vez más acusador. Reconoció en ese timbre su necesidad desesperada de culpar a alguien.
—Hay gente que no tiene madera para decir a los padres que... —Oso dejó en suspenso el resto de la frase. A todas luces, aquello le resultaba tan desagradable como a Tim.
La camioneta tomó un desvío y fue batiendo los baches de la rampa de salida, haciéndoles rebotar en los asientos.
Tim resopló en un intento de deshacerse de la negrura que, cruel y metódica, se había apoderado de todo el cuerpo desde que estaba en el porche hasta ahora.
—Me alegro de que hayas venido. —Su voz sonó lejana. No revelaba apenas el caos que se esforzaba por controlar, por clasificar—. ¿Alguna pista?
—Roderas de neumáticos características que se alejan de la pendiente del arroyo. Los agentes están en ello. La verdad es que yo... bueno, no tenía la cabeza para eso. —La cara sin afeitar de Oso relucía de sudor reseco. Sus rasgos, amables y muy amplios, ofrecían un semblante irremisiblemente abatido.
Tim lo recordó de repente poniéndose a Ginny sobre los hombros en Disneylandia el mes de junio anterior, cogiendo en volandas sus escasos veinticinco kilos como un almohadón de plumas. Oso se había quedado huérfano bastante joven y no se había casado. A efectos prácticos, los Rackley eran su familia adoptiva.
Después de servir durante once años en los Rangers del Ejército, Tim había pasado tres años investigando órdenes judiciales con Oso en la Unidad de Búsqueda de Fugitivos de la comisaría del distrito en el centro de la ciudad. También habían estado juntos en la Unidad de Respuesta y Detención, un grupo de intervención táctica del Departamento del Sheriff semejante a las fuerzas especiales que derribaba puertas y echaba el guante y enchironaba a tantos fugitivos federales como fuesen capaces de esposar de entre los dos mil quinientos que se ocultaban en la zona metropolitana de Los Ángeles.
Aunque aún le quedaban quince años para alcanzar la edad de jubilación obligatoria de cincuenta y siete, Oso había empezado a hacer referencia a la fecha de mala gana, como si fuera inminente. Para asegurarse de seguir teniendo conflictos en su vida después de la jubilación, había estudiado derecho por las tardes en la Academia de Derecho del Sudeste de Los Ángeles y, después de suspender en dos ocasiones, por fin consiguió ingresar en el colegio de abogados el mes de julio anterior. Chance Andrews —un juez para el que realizaba tareas judiciales habitualmente— le había tomado juramento en el juzgado federal del centro, y Dray, Tim y él lo habían celebrado después en el vestíbulo tomándose unos refrescos en vasos de plástico. El diploma de Oso acumulaba polvo en el cajón inferior del archivo de su despacho, como una suerte de medicina preventiva contra el tedio venidero. Le llevaba nueve años a Tim, cada vez más evidente de un tiempo a esta parte, en las líneas que le surcaban la cara. Tim, que se había alistado a los diecinueve, había tenido la suerte de compensar la tensión con su juventud mientras aprendía; al licenciarse de los Rangers estaba curtido, pero no apolillado.
—Roderas de neumáticos —repitió Tim—. Si ese tipo es tan descuidado, seguro que surge algo.
—Sí —coincidió Oso—. Claro que sí.
Redujo la marcha y entró en el aparcamiento por delante de un achaparrado cartel en el que se leía DEPÓSITO DE CADÁVERES DEL CONDADO DE VENTURA. Aparcó en una plaza para disminuidos físicos y dejó la placa de agente federal encima del salpicadero. Permanecieron sentados en silencio. Tim entrelazó las manos y se las apretó entre las rodillas.
Oso rebuscó en la guantera y sacó una petaca de Wild Turkey. Echó un par de tragos, provocando burbujillas de aire que recorrieron toda la botella, y se la ofreció a Tim. Éste se llenó a medias la boca y notó descender el líquido ahumado y ardiente por la garganta antes de perderse en la mazmorra de su estómago. Enroscó el tapón, pero volvío a abrir la petaca y echó otro trago. Acto seguido la puso en el salpicadero, se sirvió del pie para abrir la puerta con un poco más de fuerza de la necesaria y miró a Oso, al otro extremo del asiento corrido de vinilo.
Ahora —justo en ese momento— empezaba a calar la pena. Oso tenía los párpados hinchados y enrojecidos, y a Tim se le pasó por la cabeza que tal vez, de camino a su casa, había aparcado en el arcén para llorar un poco sentado en la camioneta.
Por un momento Tim temió que iba a venirse abajo de una vez por todas, que iba a empezar a gritar para no dejar de hacerlo nunca. Sopesó la tarea que tenía ante sí —lo que le aguardaba tras las puertas de cristal de doble hoja del edificio— y arrancó un pedazo de fuerza de un lugar en su interior cuya existencia ignoraba. Sus tripas emitieron un sonido audible y se esforzó por mantener quietos los labios.
—¿Estás preparado? —preguntó Oso.
—No.
Tim bajó del vehículo y Oso lo siguió.
La iluminación fluorescente, de una crudeza sobrenatural, relucía en los suelos de baldosa pulida y en los nichos de acero inoxidable que revestían las paredes. Un bulto quebrado yacía inerte bajo una sábana de color azul hospital en la mesa de embalsamamiento del centro, aguardando su llegada.
El forense, un individuo bajo con una herradura de pelo en torno al cráneo y unas gafas redondas de esas que acentúan un estereotipo determinado, trajinaba nervioso con la mascarilla que tenía colgada del cuello. Tim, con la mirada fija en la sábana azul, se esforzó por mantener el equilibrio. La figura cubierta era inquietantemente pequeña y ofrecía unas proporciones muy poco naturales. El olor le llegó de inmediato, algo rancio y terroso bajo el fuerte hedor a metal y desinfectante. El whisky se le revolvió en el estómago, como si intentara salir.
El forense se frotó las manos como un camarero solícito y un tanto aprensivo.
—¿Es usted Timothy Rackley, el padre de Virginia Rackley?
—Eso es.
—Si lo prefiere, esto..., podría usted pasar a la sala contigua y yo llevaría la mesa hasta la ventana para que usted la..., bueno, la identifique, ¿eh?
—Me gustaría quedarme a solas con el cadáver.
—Bueno, hay... Hay cuestiones forenses que debemos tener en cuenta, así que no puedo...
Tim abrió la cartera con un movimiento rápido y dejó que quedara colgando su estrella de cinco puntas de agente judicial federal. El forense asintió con cara de circunstancias y se fue de la sala. Con el duelo, como con la mayoría de las cosas, la gente se muestra más respetuosa cuando hay detrás cierta autoridad.
Tim se volvió hacia Oso.
—Venga, adelante.
Oso contempló a Tim unos instantes, recorriendo fugazmente su rostro de un extremo a otro. Algo en su semblante debió de infundirle confianza, porque reculó y se marchó, dejando que la puerta se cerrara discretamente a su espalda de modo que el picaporte no emitiera más que un levísimo chasquido.
Tim observó la figura sobre la mesa de embalsamamiento antes de acercarse. No sabía a ciencia cierta qué extremo de la sábana retirar; estaba acostumbrado a las bolsas de cadáveres. No quería apartar el extremo equivocado y ver más de lo estrictamente necesario. Sabía por experiencia que resultaba imposible borrar ciertos recuerdos.
Supuso que el forense debía de haber dejado a Ginny con la cabeza hacia la puerta, y apretó levemente el extremo del bulto, lo que le permitió discernir la protuberancia de la nariz y las cuencas de los ojos. No sabía si le habrían limpiado la cara, ni tampoco estaba seguro de preferirlo así, ni de si deseaba verla tal como había quedado para de ese modo poder sentirse más próximo al horror que la pequeña debía de haber vivido en sus instantes postreros.
Retiró la sábana. El aliento lo abandonó como si acabara de recibir un puñetazo en el vientre, pero no dobló el torso, no se inmutó, no se dio media vuelta. Notó que la furia crecía en su interior, afilada y sedienta de venganza; contempló la cara exangüe y quebrada de la niña hasta que la sensación mermó.
Con mano temblorosa sacó un bolígrafo del bolsillo y se sirvió de él para retirar un mechón del cabello de Ginny —que tenía el mismo pelo rubio y liso que Dray— de la comisura de su boca. Quiso enmendar ese detalle, a pesar de todo el sufrimiento y quebrantamiento impresos en el rostro de la niña. Por mucho que hubiera querido, no la habría tocado. Toda ella era una prueba.
Encontró algo por lo que estar agradecido: al menos Dray no tendría que compartir con él ese recuerdo.
Volvió a cubrir el rostro de Ginny con ternura y salió. Oso se levantó como impulsado por un resorte de la hilera de sillas baratas de color verde vómito de la sala de espera y el forense se acercó a ellos mientras bebía agua del dispensador en un cucurucho de papel.
Tim empezó a hablar, pero tuvo que interrumpirse. Cuando recobró la voz, dijo:
—Es ella.
2
Regresaron en silencio a donde se encontraba Dray; la petaca vacía deslizándose de un lado a otro del salpicadero. Tim se pasó el dorso de la mano por la boca y luego repitió el mismo gesto.
—Creíamos que estaba a la vuelta de la esquina, en casa de Tess. La pelirroja con coletas, ¿sabes? Vive a dos manzanas de la escuela, en el trayecto de vuelta a casa desde la escuela. Dray le dijo que fuera allí después de clase, para así tener tiempo de organizarlo todo, ya sabes, sus amigas, los regalos... Para darle una sorpresa.
Le afloró un sollozo a la garganta y se lo tragó, se lo tragó con dificultad.
—Tess va a un colegio privado. Tenemos un acuerdo con su madre. Las niñas pueden venir a jugar sin previo aviso. Nadie esperaba a Ginny, nadie la echó de menos. Estamos en Moorpark, Oso. —Se le quebró la voz—. Estamos en Moorpark. Uno no se imagina que su hija no esté a salvo a doscientos metros de casa. —Tim se sumió en un espacio entre un pensamiento agónico y el siguiente, un respiro momentáneo del dolor evidente provocado por su fracaso, como padre, como agente federal, como hombre, a la hora de proteger la vida de su única hija.
Oso siguió conduciendo sin decir nada y Tim se lo agradeció en el alma.
Sonó el teléfono móvil de Oso, que lo cogió y recitó al auricular una serie de palabras y números en la que Tim apenas reparó. Luego, tras desconectar el aparato, Oso se detuvo en el arcén. Tim tardó varios minutos en caer en la cuenta de que la camioneta se había parado y su amigo lo contemplaba. Cuando volvió la mirada hacia él, los ojos de Oso eran pasmosamente severos.
Tim, a pesar del entumecimiento causado por el cansancio, dijo:
—¿Qué?
—Era Fowler. Lo han pillado.
Tim notó un aluvión de emociones confusas, oscuras, de odio.
—¿Dónde?
—A la salida de Grimes Canyon. A poco más de medio kilómetro de aquí.
—Vamos.
—No habrá nada que ver salvo cinta amarilla y restos. Es preferible que no contaminemos el lugar de la detención, no sea que la fastidiemos. Mejor te llevo con Dray.
—No. Vamos.
Oso cogió la petaca vacía, la agitó y volvió a dejarla en el salpicadero.
—Ya lo sé.
Acompañados por el sonido de la grava bajo los neumáticos, se adentraron por el sendero largo y apartado de camino a la parte más profunda del pequeño cañón. Un garaje adosado a una casa que se había quemado hasta los cimientos mucho tiempo atrás se levantaba oscuro y ladeado junto a un bosquecillo de eucaliptos en forma de media luna. Las ventanas laterales, cubiertas de mugre, difuminaban una única fuente de luz amarilla en el interior. La lluvia y el paso del tiempo habían ajado el revestimiento de madera de las paredes, y la puerta de tijera mostraba enormes marcas de podredumbre. A un costado, entre la maleza, se veía una herrumbrosa camioneta blanca con barro fresco en el dibujo de los neumáticos y esparcido en torno a las concavidades de las ruedas.
Había un vehículo de la policía con las luces encendidas aparcado en diagonal sobre los cimientos de cemento copados por las malas hierbas de la casa derruida. Al igual que todos los demás coches de la flota, un rótulo lo identificaba: POLICÍA DE MOORPARK. Sin embargo, todas las patrullas, formadas por dos hombres, las componían agentes federales contratados del condado de Ventura, como Dray. Junto a este coche había otro sin distintivos en el que destellaban luces desde el visor antisol. Sin el acompañamiento del ulular de las sirenas, las luces giratorias resultaban desconcertantes.
Fowler, que se reunió con ellos en la camioneta, fruncía los labios sobre un buen taco de tabaco de mascar. Respiraba con dificultad, tenía la mirada penetrante y despierta, y el rostro encendido de emoción. Abrió el cierre de la funda de la pistola y luego volvió a ajustarlo. No se veía a ningún detective. No había cinta amarilla que delimitase perímetro alguno ni agentes de la policía científica en busca de pruebas forenses.
Antes de que Tim tuviera tiempo de bajar de la camioneta, Fowler ya había empezado a hablar.
—Gutierez y Harrison, de la Oficina de Homicidios, han visto las marcas de ruedas en la ribera. Creo que eran de neumáticos radiales con los que salían de fábrica los Toyota entre mil novecientos ochenta y siete y mil novecientos ochenta y nueve, o algo por el estilo. Los del laboratorio encontraron una uña en el escenario...
Tim se encorvó y, sin que Fowler lo viera, Oso le puso una mano en la espalda en un gesto de apoyo.
—... Con un poco de pintura de coche blanca debajo. Era pintura de automóvil. Gutierez probó suerte y contrastó la información en un radio de quince kilómetros. Sólo obtuvo veintisiete coincidencias, por increíble que parezca. Dividimos las direcciones. Era nuestra tercera visita. Hay pruebas de peso. El tipo se fue de la lengua en cuestión de segundos. Los casos no suelen resolverse así. —Soltó una carcajada de una sola nota y luego palideció. Volvió a acercar la mano hasta la funda de la pistola para abrir y ajustar el cierre—. Dios bendito, Rack, lo siento. He estado... Debería haber ido en persona, pero quería arrimar el hombro y echar el guante a ese cabronazo.
—¿Cómo es que no se ha delimitado el perímetro? —preguntó Tim.
—Bueno... aún lo tenemos. Está dentro.
A Tim se le secó la boca de repente. Fue como si su furia se comprimiera igual que un paracaídas introducido en un servilletero; puesto que tenía un objetivo concreto, había menos probabilidades de que se diluyera y terminase convertida en compasión. Oso se colocó a su lado, como un coche que acelerara a la espera de que cambie de color el semáforo.
—¿Y qué hay del equipo de investigación forense? ¿Les habéis puesto al corriente siquiera?
De pronto Fowler mostró interés por el suelo.
—Te hemos llamado a ti. —Pisó con la puntera del calzado una rama seca que emitió un sonoro crujido—. Sé que si a mi pequeña... —Meneó la cabeza para desterrar la idea—. Los chicos y yo hemos pensado que no íbamos a dejar que éste se saliera con la suya. —Volvió a abrir el cierre de la funda, sacó la Beretta con un movimiento pausado y tendió la pistola hacia Tim con la empuñadura por delante—. Por ti y por Dray.
Los tres hombres se quedaron mirando la pistola. Oso carraspeó, aunque no fue claro que fuese una forma de emitir un juicio en un sentido u otro. Fowler seguía con el rostro enrojecido y el semblante tenso. Una vena en forma de relámpago le surcaba la frente. En lo más profundo de su confusión, Tim entendió que Fowler hubiera llamado a Oso al número de su móvil, y no por radio.
Oso cambió de posición para acercarse más a Tim y quedó a su lado, aunque mirando en dirección contraria, de espaldas a Fowler, con la mirada perdida en la oscuridad del cañón.
—¿A qué has venido aquí, Rack? —Extendió los dedos y luego apretó los puños—. ¿Estás como padre o como agente de la ley?
Tim cogió la pistola. Se fue hacia el garaje y no le siguieron ni Oso ni Fowler. Oyó algo a través de la puerta entornada, voces que murmuraban.
Llamó dos veces con el puño y la madera astillada se le hincó en los nudillos.
—Un momento. —Era la voz de Mac, el compañero de Fowler, otro de los colegas de Dray. Se oyeron pasos arrastrados—. ¡Atrás!
La puerta del garaje se levantó con un chirrido de resortes. Con teatralidad inadvertida, el corpulento Mac se hizo a un lado y permitió a Tim ver a Gutierez y Harrison; flanqueaban a un tipo escuálido sentado en un sofá raído. Entonces Tim reconoció a los detectives, chicos del vecindario. Dray había trabajado con ellos cuando aún eran patrulleros que tenían la comisaría de Moorpark como centro de operaciones; sin duda, en Homicidios los habían destinado a la zona porque estaban familiarizados con ella.
Tim rastreó el interior con la mirada y reparó en un montón de trapos húmedos de sangre, un par de braguitas de algodón de niña manchadas de huellas de barro, que tapaban un agujero en la pared opuesta, y una sierra para metales con los dientes tan mellados que eran romos. Hizo un esfuerzo por soslayar todos esos objetos, inconcebibles por completo.
Dio un paso adelante y notó resbaladizo bajo sus pies el suelo de cemento manchado de aceite. El hombre estaba recién afeitado y acusaba un par de cortes en el mentón. Tenía el tronco adelantado, los codos a la altura de la entrepierna, las manos esposadas delante de sí. Sus botas, al igual que las de Oso, estaban embarradas. Al acercarse Tim, los dos detectives se hicieron a un lado al tiempo que se alisaban los trajes de lana acrílica.
Tim oyó por encima del hombro la voz grave de Mac.
—Te presento a Roger Kindell.
—¿Lo ves, degenerado? —dijo Gutierez—. Éste es el padre de la niña.
La mirada del hombre, fija en Tim, no dejó entrever comprensión ni remordimiento.
—¿Cómo es posible que esto ocurra en nuestra maldita ciudad? —exclamó Harrison, como si reanudara una conversación previa—. Los animales migran hacia el norte. Nos invaden.
Tim siguió avanzando hasta que su sombra cayó sobre el rostro de Kindell, bloqueando la tenue luz que proyectaba la lámpara sin pantalla. Kindell hizo rechinar los dientes y luego enterró la cara en el cuenco de sus manos al tiempo que se frotaba la línea del cuero cabelludo. Su voz era insegura, articulaba mucho las vocales al final de las palabras y tenía un matiz gutural.
—Ya les he dicho que fui yo. Déjenme en paz.
Tim notó que el corazón le martillaba en las sienes, en la garganta; ira controlada.
Kindell permaneció con la cara oculta entre las manos. Sus uñas mostraban medias lunas oscuras: sangre seca.
Harrison, con el rostro de ébano reluciente de sudor, descruzó los brazos.
—Mírale. Mírale, chaval.
No obtuvo respuesta. Antes de que nadie se diera cuenta, el detective se abalanzó sobre Kindell, lo cogió por el cuello y las mejillas, le clavó un rodillazo en el vientre y le echó la cabeza hacia atrás para que mirara a Tim. El hombre abrió las fosas nasales; le costaba respirar. Su mirada, sin embargo, era descaradamente provocadora.
Gutierez se volvió hacia Tim.
—Tengo un arma sin registrar.
Tim bajó la mirada y percibió un abultamiento en el tobillo del detective, bajo la pernera, una pistola de tres al cuarto que podían dejar en la escena del crimen aferrada a la mano inerte de Kindell. Gutierez asintió.
—Por lo que a nosotros respecta, ver, oír y callar, amigo mío.
Harrison se apartó de Kindell, ladeó la cabeza e hizo un gesto de asentimiento en dirección a Tim.
—Haz lo que tengas que hacer.
Mac hacía las veces de vigía en la amplia abertura de la puerta del garaje. Volvía una y otra vez la cabeza, escrutando la oscuridad a pesar de que Oso y Fowler estaban a menos de diez metros de distancia y veían perfectamente la carretera general.
Tim se volvió hacia Kindell.
—Dejadme.
—Lo que tú digas, hombre —dijo Gutierez. Se acercó a Tim y le entregó la llave de las esposas—. Ya hemos cacheado a este hijoputa. Sólo una cosa: ten cuidado de no dejarle marcas indebidas.
Mac dio un apretón en el hombro a Tim y luego siguió los pasos de los dos detectives. Tim levantó la mano, cogió la cuerda que colgaba de la puerta del garaje y tiró de ella. La puerta de tijera volvió a chirriar, cobró impulso enseguida y se cerró de golpe. Kindell ni siquiera parpadeó. Se mantenía frío como el acero.
Vio la Beretta que empuñaba Tim apuntando hacia el suelo y volvió la cabeza hacia la pared, como si quisiera dar a entender que le importaba un bledo. Llevaba el pelo muy corto, apenas una pelusa algo crecida que parecía piel de animal.
Sin pensarlo, Tim le preguntó.
—¿Has matado a mi hija?
La bombilla de la lámpara emitía un extraño zumbido. El aire que envolvía a Tim era húmedo y denso y estaba impregnado de olor a diluyente de pintura.
Kindell volvió la cabeza para mirarle. Sus rasgos proporcionados contrastaban con una frente insólitamente plana y alargada. Tenía las manos entrelazadas en el regazo. No parecía dispuesto a responder.
—¿Has matado a mi hija? —volvió a preguntar Tim.
Después de una pausa, Kindell asintió lentamente, sólo una vez.
Tim aguardó hasta recuperar el aliento. Notaba los labios trémulos e hizo un esfuerzo por controlarlos.
—¿Por qué?
La misma cadencia arrastrada en sus palabras, como si estuvieran ralentizadas:
—Porque era preciosa.
Tim retiró la guía de la pistola e introdujo una bala en la recámara. Kindell profirió un sollozo ahogado y se le colmaron los ojos de lágrimas. Por fin demostraba cierta emoción. Empezaba a gotearle la nariz pero, aun así, miraba desafiante a Tim.
Éste levantó la pistola. Las manos le temblaban de ira, de modo que se tomó un momento para alinear el punto de mira con la amplia diana de la frente de Kindell.
Oso apoyaba sus enormes brazos cruzados en la camioneta, y miraba a los otros cuatro hombres.
—Con la familia de un policía no se jode —decía Gutierez, que asintió en dirección a Oso en un gesto de deferencia—. Ni con la de un agente judicial.
Oso no le devolvió el gesto.
—Ya no les importa una mierda —terció Fowler—. No quedan valores.
—Y que lo digas —coincidió Gutierez.
—Como ese tipo que entró con una bomba de gas nervioso en una guardería. Ezekiel, o Jedediah, o como se llame. —Harrison meneó la cabeza—. Ya nada tiene sentido. Nada.
—¿Qué tal está Dray? —preguntó Mac—. ¿Lo lleva bien?
—Es fuerte —dijo Oso.
—Desde luego, es fuerte de cojones —comentó Fowler.
—Estará mejor en cuanto Rack le comunique la buena nueva —dijo Gutierez.
—¿Conoces bien a Tim? —indagó Oso.
El detective cambió el peso del cuerpo de un pie al otro.
—Me han hablado de él.
—Entonces, ¿por qué no dejas el apodo para quienes sí lo conocemos?
—Eh, venga, Jowalski —dijo Mac—. Tito no tenía mala intención. Estamos todos en el mismo bando.
—¿Ah, sí? —preguntó Oso.
Aguardaron, mirando de soslayo la puerta del garaje cerrada, preparados para oír un disparo en el silencio. Los grillos colmaban el aire con su canto nervioso.
A pesar de que la noche era fresca, Mac se enjugó la frente con el antebrazo.
—Me pregunto qué hace ahí.
—No va a matarlo —dijo Oso.
Los otros volvieron la cabeza hacia él, sorprendidos. Fowler sonrió como un gilipollas.
—¿Eso crees?
Oso, incómodo, cambió de postura y luego se cruzó de brazos, gesto de reafirmación.
—¿Por qué no habría de matarlo? —preguntó Gutierez.
Oso lo miró con absoluto desdén.
—Para empezar, no creo que quiera estar en deuda con unos capullos como vosotros el resto de su vida.
Gutierez empezó a decir algo, pero reparó en los antebrazos de Oso y cerró la boca. Los grillos seguían con su canto estridente. Todos hicieron lo posible por no cruzar sus miradas.
—A la mierda. Voy a por él. —Oso se apartó de la camioneta. A su lado, incluso Mac parecía pequeño. Dio un paso hacia el garaje y luego se detuvo en seco. Bajó la cabeza y fijó la mirada en el suelo, indeciso entre el avance y la retirada.
Tim mantenía la Beretta apuntada a la cabeza de Kindell, el cuerpo quieto, rígido, un perfil de pistolero forjado en acero. Después de unos instantes, empezó a temblarle la mano. Se le humedecieron los ojos y dos inhalaciones convulsas estremecieron sus hombros. Con una certeza tan repentina como pasmosa supo que no iba a matar a Kindell. Sus pensamientos, una vez descartado el objetivo de la tarea, regresaron a su hija. Le sobrevino una tristeza tan tremenda, egoísta y abrumadora que desafiaba los límites de su corazón. Se le echó encima feroz, a tumba abierta, distinta de cualquier otra sensación que hubiera experimentado. Bajó el arma y se dobló con los puños apoyados en los muslos mientras notaba las sacudidas.
Cuando volvió a cobrar conciencia de que seguía respirando, se irguió lo mejor que pudo.
—¿Estabas solo?
El mismo movimiento de cabeza, arriba, abajo, arriba.
Tim permanecía encorvado como un viejo artrítico a causa de unos calambres en el pecho que se negaban a remitir. Su voz sonó rasposa, débil y poco comprensible.
—¿Sencillamente... decidiste matarla?
Kindell parpadeó con fuerza y se llevó las manos esposadas al rostro, como una ardilla que se lava la cara.
—No debía matarla.
Tim irguió la espalda de golpe y su postura se tornó firme.
—¿Qué quieres decir con que «no debías»? —Al no recibir respuesta, añadió—: ¿Hay alguien más implicado en esto?
—Él no... —Kindell se interrumpió y cerró los ojos.
—¿Él, quién? ¿No, qué? ¿Alguien te ayudó a matar a mi hija? —Le temblaba la voz de furia y desesperación—. Responde, maldita sea. ¡Responde!
Kindell permaneció en silencio, insensible a las preguntas de Tim, con los lisos óvalos de sus párpados cerrados cual huevos veteados.
La puerta del garaje se levantó con estruendo y derramó luz sobre la tierra cubierta de maleza. Kindell salió a paso vacilante impulsado por un empujón de Tim. Ahora llevaba las manos esposadas a la espalda. Tim se puso a su altura de inmediato, agarró la cadena que unía las esposas y tiró de ella de modo que los brazos de Kindell quedaran inmovilizados a su espalda. Éste torció el gesto, pero no gritó.
Oso y los demás los miraron acercarse en silencio. Cuando Tim se aproximaba, Kindell tropezó y se vino abajo, parando la caída con las rodillas y el pecho. El gruñido que profirió sonó como un ladrido.
Se incorporó a duras penas. No tenía moretones ni marcas de haber sido golpeado.
—Cabronazo. Puto cabronazo.
—Cuidado con lo que dices —le advirtió Tim—. Ahora mismo, soy el mejor amigo que tienes.
Oso hinchó los carrillos y lanzó una risilla grave que más pareció un retumbo.
Fowler miró a Tim con la expresión ceñuda de una mujer despechada. Gutierez y Harrison tenían el mismo aspecto de decepción.
—¿Podemos hablar un segundo? —dijo Fowler con la piel de la mandíbula tensa.
Tim asintió y siguió a los tres hombres, que se alejaron unos pasos de Mac y Oso.
—Es un hijoputa de campeonato —dijo Fowler en un susurro.
—Eso no te lo discuto —asintió Tim.
Fowler lanzó un escupitajo pardo hacia la maleza.
—¿Vas a dejar que gentuza así ande suelta por nuestra ciudad?
Tim lo miró de hito en hito hasta que el otro apartó la vista.
—¿Qué coño pasa, Rackley? Te estamos haciendo un favor.
Gutierez se atusó el bigote con el pulgar y el índice.
—Este tipo ha matado a tu hija. ¿Cómo es posible que no quieras cargártelo?
—No soy un jurado.
—Seguro que Dray tiene otra opinión al respecto.
—Es probable.
—Los jurados dan por saco —se mofó Fowler—. No confío en los tribunales.
—Entonces, vete a Sierra Leona.
—Escucha, Rackley...
—No, escucha tú. —A unos nueve metros, Oso y Mac volvieron la cabeza y aguzaron el oído—. Hay una investigación en marcha, y tenéis tantas ganas de resolverla limpiamente que es posible que la hayáis jodido.
Harrison, que tenía los brazos cruzados, sentenció:
—Un caso abierto y cerrado.
—No la mató solo.
—¿Qué demonios pasa aquí? —masculló Gutierez.
—Hay alguien más implicado. —Tim no dejaba de mover la mano, golpeándose el muslo con el pulgar.
—A nosotros no nos ha dicho eso.
—Bueno, pues me parece que se os ha agotado el repertorio de recursos policiales.
Las botas de Oso rechinaron cuando se apartó dejando a Mac con Kindell. Lanzó una mirada ceñuda a los otros y se puso junto a Tim en actitud protectora.
—¿Todo bien?
—Me parece que tu amigo quiere complicar un asunto de lo más sencillo. —Gutierez atravesó a Tim con la mirada—. Te estás dejando llevar por la emoción.
—Eso seguro.
—¿Cómo sabes que hay alguien más implicado? —Gutierez señaló con un brusco gesto de cabeza a Kindell, que seguía tumbado—. ¿Qué ha dicho?
—No lo ha dicho abiertamente...
—O sea, que no hay nada claro —dijo Harrison—. Tienes una corazonada, ¿no es eso?
La voz de Oso sonó tan grave que Tim la notó en los huesos.
—Después de lo que ha pasado esta noche, más vale que vigiles esa puta bocaza tuya.
La sonrisilla de Harrison desapareció al instante.
—Precisamente por eso no matamos a la gente sin celebrar antes un juicio. —Tim miró fijamente a los tres hombres—. Hay que llamar al equipo forense, poner en marcha la investigación, recoger pruebas.
Fowler meneó la cabeza.
—Esto es una cagada. Kindell nos ha oído hablar. Se ha enterado de lo que planeábamos.
Gutierez se encogió de hombros para dar a entender que se daba por vencido.
—De acuerdo. Vamos a seguir con el procedimiento habitual. Si ese cabrón quiere lloriquearle al abogado de oficio, será nuestra palabra contra la suya. —Miró a Tim y a Oso con el gesto torcido—. La de todos nosotros.
Tim se planteó la posibilidad de decir a Gutierez que lo último que deseaba esa noche era buscarle problemas, pero prefirió no hacer la mínima concesión.
Tras él, Mac ayudó a Kindell a ponerse en pie.
—No habéis estado aquí —dijo Harrison—. Vamos a respaldarnos unos a otros, pase lo que pase.
Oso lanzó un bufido de desagrado. De regreso a los vehículos, su aliento era visible en el aire.
—Eres un cabroncete con suerte —dijo Gutierez a Kindell, al tiempo que le propinaba un empellón entre el pecho y el hombro—. ¿Me has oído? He dicho que eres un cabrón con suerte.
—Déjame en paz.
Oso rodeó la camioneta, subió a ella y la puso en marcha.
Mac carraspeó.
—Tim, hombre, lamento mucho... Lamento todo esto. Da el pésame de mi parte a Dray. Lo siento mucho.
—Gracias, Mac —dijo Tim—. Se lo comunicaré.
Se montó en la camioneta y se marcharon. Los cuatro agentes y Kindell quedaron a su espalda, sus siluetas recortadas en destellos carnavalescos de color azul acuoso.
3
Oso aparcó junto al bordillo y Tim hizo ademán de bajar, pero su compañero lo sujetó por el hombro. Habían hecho el viaje a casa en silencio.
—Debería haberte parado los pies. Tendría que haberme implicado. No estabas en condiciones de tomar una decisión así. —Se aferró al volante.
—No era responsabilidad tuya —dijo Tim.
—Soy responsable de hacer algo más que quedarme como un pasmarote mientras cabe la posibilidad de que mi compañero mate a un desgraciado en un momento de ira justificable. Eres un agente federal, no un poli en un pueblo de mala muerte.
—Los chicos se han calentado un poco.
Oso propinó un fuerte golpe al volante con la palma de ambas manos, un gesto de ira muy poco habitual en él.
—Son unos gilipollas. —Tenía las mejillas húmedas—. Vaya pandilla de gilipollas. No tendrían que haberte metido en algo así. No deberían haber puesto en peligro la investigación.
Tim era consciente de que Oso estaba trocando su pena en ira para dirigirla contra el objetivo más próximo, pero también sabía que estaba en lo cierto. Tim se centró en las palabras concretas porque tenía claro que si abordaba la pena, se iba a venir abajo.
—No ha pasado nada.
—Aún no ha acabado. —Oso se enjugó las mejillas con ademanes bruscos—. Y no sabemos qué han hecho esos idiotas antes de que llegáramos, hasta qué punto han delimitado el escenario. No buscaban cómplices. No tenían intención de establecer las bases de una investigación. No estaban realizando precisamente un trabajo minucioso de cara a facilitar la tarea al fiscal. Ni siquiera tenían intención de que el asunto fuera a juicio.
—Ahora que hemos estado allí, van a tener que andarse con cui-dado.
—Estupendo. Así que, además de que el caso depende de su competencia, o, mejor dicho, de su tremenda incompetencia, nosotros también dependemos de ella. —Oso se estremeció como un perro que se estuviera sacudiendo el agua del pelaje—. Perdona, lo siento. Ya tienes bastantes quebraderos de cabeza.
Tim se las arregló para esbozar una sonrisa.
—Más vale que vaya a ver qué tal anda la esposa de este poli de pueblo de mala muerte.
—Joder, no quería decir eso.
Tim se echó a reír y Oso se sumó a él, ambos enjugándose las mejillas aún.
—Quieres que... ¿Puedo entrar?
—No —respondió Tim—. Todavía no.
Oso seguía con la camioneta al ralentí junto al bordillo cuando Tim cerró la puerta de entrada a su espalda. La casa estaba oscura y vacía. Habían abierto a patadas dos agujeros en la pared del salón, dejando márgenes mellados en el tabique. Aunque había dejado a Dray con dos amigas suyas que vinieron para echar una mano con la fiesta de Ginny, no le sorprendió encontrar la casa en silencio. Cuando Dray estaba de mal humor, prefería arrostrarlo sola. Otro rasgo que achacar a sus cuatro hermanos mayores y a los seis largos años que llevaba en ese trabajo.
Atravesó el pequeño salón para llegar a la cocina. La sencilla decoración del hogar había ido mejorando con el paso de los años gracias a la atención meticulosa de Tim, que levantó los suelos y puso parqué en pasillos y dormitorios, y también sustituyó las arañas de luces de imitación a cristal chapadas en cobre por lámparas empotradas.
Encima del mostrador estaba el pastel de cumpleaños de Ginny, intacto, la parte superior encharcada de cera. Dray había insistido en hacerla ella misma a pesar de la poca maña que se daba en la cocina. La tarta era irregular y estaba ladeada hacia la izquierda; Dray, en un ∆∆intento de alisarla le había dado una capa tras otra de glaseado. Judy Hartley, la vecina de al lado cuyos hijos habían volado del nido poco tiempo atrás, se ofreció a ocuparse de la cocina, pero Dray se negó. Tal como hacía cada año por el cumpleaños de Ginny, se había cogido el día libre para consultar libros de recetas prestados y, con decisión y tenacidad, había ido sacando una tarta tras otra del horno hasta obtener una que creyó aceptable.
Dray no estaba, pero el armarito donde guardaban las bebidas había quedado abierto y no se veía la botella de vodka.
Tim recorrió en silencio el pasillo hasta su dormitorio. La cama, hecha con pulcritud, le devolvió la mirada. Entró en el cuarto de baño, pero su esposa tampoco estaba allí. Luego probó con la habitación de Ginny, al otro lado del pasillo. Dray estaba sentada en la oscuridad con el botellón de casi dos litros de vodka entre las piernas; la luz de una lámpara nocturna de Pocahontas le decoloraba una mejilla. En la alfombra, delante de ella, estaban el teléfono inalámbrico y la agenda electrónica PalmPilot, con la pantalla de cristal líquido aún encendida.
Tenía el rostro demacrado por la pena. Tres años atrás había pillado a un chico de quince años que salía de un edificio de oficinas de Ventura con una pila de ordenadores portátiles. Él había intentado dispararle con un 22 niquelado y ella le había alcanzado dos veces; al llegar a casa, su expresión no era tan terrible como la de ahora. Pensativa o ebria, tenía la cabeza levemente gacha.
Tim cerró la puerta a su espalda, cruzó la habitación y se deslizó pared abajo hasta quedar sentado junto a ella. La cogió de la mano; la tenía sudada, febril. Dray no levantó la vista, pero le apretó los dedos como si hubiera estado esperando a que la tocara. Miró la cama nido de Ginny. El papel pintado —estridentes flores amarillas y rojas atenuadas ahora por la oscuridad— estaba perfectamente dispuesto para que el dibujo no se solapara en las esquinas.
Pensó en los últimos minutos de vida de Ginny y luego en dónde debía de estar él en esos instantes. Dejaba la pistola en el armero cuando la cogieron en plena calle. Iba camino de la tienda en busca de velas rosas cuando empezó el descuartizamiento de su hija.
No poder imaginar siquiera el rostro del cómplice de Kindell constituía para Tim un tormento añadido, otra burla del control que creía tener sobre el mundo que lo rodeaba. La noción de complicidad con este fin era más que nauseabunda: dos hombres empeñados en la destrucción de una criatura, dos hombres unidos para desmembrar un cuerpecillo. Recordó la expresión idiota de Kindell y se preguntó si habría un lugar especial en el infierno para los infanticidas. Se permitió imaginar distintas torturas. Nunca había sido muy religioso, pero ciertos pensamientos se abrieron camino desde los rincones más oscuros de su mente, las esquinas umbrías a las que no llegaba la luz de la razón.
La voz de Dray, tranquila al tiempo que ronca por efecto del llanto, le obligó a abandonar sus pensamientos.
—He pasado sola la noche, esta noche, en compañía de Trina, Joan y la jodida Judy Hartley, he preparado a los otros críos para que se fueran a casa, he estado esperando que se confirmara la identificación, he tenido que llamar a nuestros parientes para que no se enteraran por... o lo leyeran en la... —Levantó la cabeza en un gesto perezoso y le cayeron mechones de cabello sobre los ojos. Echó otro trago directamente de la enorme botella—. Ha llamado Fowler.
—Dray...
—¿Por qué no has regresado para estar conmigo?
No creía que la pena hubiera dejado espacio para la vergüenza, pero ahí estaba, en toda su intensidad.
—Lo siento.
Percibió la distancia entre ambos como un dolor en el vientre. Recordó cómo se habían enamorado, hasta los tuétanos y a una velocidad aterradora. Ninguno de los dos había aprendido a necesitar al prójimo una vez alcanzada la madurez —ambos habían tenido una infancia que los había castigado duramente por confiar en otros— y, sin embargo, allí estaban, centrados el uno en el otro con una atención constante e implacable, en vela hasta bien entrada la madrugada hablando abrazados a la luz azulada y parpadeante del monitor de televisión con el sonido al mínimo, cruzando la ciudad de un extremo a otro para comer juntos porque no aguantaban de la mañana a la noche sin tocarse. Todos y cada uno de los detalles de los primeros meses destellaban con intensa luminosidad: cómo él conducía y cambiaba la marcha con la izquierda para no tener que soltarla con la derecha en el coche después de la cena, una película, un paseo nocturno por la playa; ese ruidillo que hacía ella al sonreír, y que no llegaba a ser una carcajada; el modo en que le ardía el rostro cuando se sonrojaba después de que le hubiera hecho algún halago —como un intenso hormigueo, aseguraba Dray— y tenía que frotarse con las yemas de los dedos las mejillas abultadas encima de la amplia sonrisa hasta que, al cabo, él empezó a hacerlo por ella. La semana anterior la había sacado a bailar agarrados cuando pusieron unas viejas imágenes de Elvis cantando una lenta; Ginny dijo que la escena le daba náuseas y se retiró a su dormitorio.
Y ahora, aunque estaba en la misma habitación que su esposa, Tim apenas era capaz de notarla a través de la oscuridad, que se había tornado espesa, impregnada de dolor, de vileza y pena contenida.
Hizo un esfuerzo por encontrar palabras, por recuperar el contacto.
—Me han llamado. Estábamos a pocos kilómetros. Tenía que ir a echar un vistazo.
—Muy bien. O sea, que has ido.
Tim respiró hondo.
—Y ha confesado.
Ella intentaba matizar el tono de voz, pero Tim percibió la frustración que traslucía.
—Tim, eres el padre de la víctima. Te han llamado ilegalmente desde el escenario del crimen para cometer un acto de venganza criminal. Explícame de qué nos sirve que haya confesado ante ti. —Dejó el botellón de vodka en el suelo con un golpe seco—. Ese tipo se llevó a nuestra hija y la violó. La despedazó. Y tú has ido a verle, has pues-to en peligro el escenario del crimen y la detención, y luego has dejado que se fuera.
—Creo que tenía un cómplice.
Dray enarcó las cejas.
—Fowler no me ha dicho nada de eso.
—Kindell ha dicho que no «debía» matarla, como si existiera un acuerdo previo entre él y alguna otra persona.
—Igual quería decir que no tenía intención de matarla. O que era consciente de que era ilegal.
—Es posible. Pero luego ha empezado a hacer referencia a otra persona, un hombre, y se ha mordido la lengua.
—Entonces, ¿cómo es que Gutierez y Harrison no se han puesto a investigarlo?
—Es evidente que no estaban al tanto.
—¿Y lo van a investigar ahora?
—Más les vale.
El despertador de Ginny emitió un tenue zumbido al anunciar la hora; el sonido cogió a Tim por sorpresa, como una puñalada en el corazón. A Dray se le demudó el gesto y se apresuró a tomar otro trago de vodka. Por un momento se habían abandonado al espejismo de que no había nada personal en el asunto, de que no eran más que dos polis charlando.
Dray se enjugó las lágrimas de las mejillas con el puño de la sudadera, que llevaba por encima de la mano como una cría.
—De modo que el escenario del crimen está contaminado y además existe la posibilidad de que el asesino tenga un cómplice.
—Así es, por desgracia.
—Ni siquiera estás enfadado.
—Sí que lo estoy. Pero la ira no sirve de nada.
—¿Qué sirve de algo?
—Eso es lo que intento averiguar. —No la miraba, pero oyó que echaba otro trago de vodka.
—Con toda la preparación que tienes en operaciones especiales, como ingeniero de combate y en el Centro de Formación de Agentes Federales, aun bajo presión, deberías haber sabido establecer prioridades. No tendrías que haber ido, Timmy.
—No me llames Timmy. —Se puso en pie y se limpió las palmas de las manos en los pantalones—. Mira, Dray, ahora mismo estamos los dos hechos polvo. Si seguimos con esto, no vamos a llevar el asunto por buen camino.
Tim abrió la puerta y salió. La voz de Dray lo siguió al frío pasillo.
—¿Cómo puedes salir de la habitación de tu hija así, sin más? Como si fuera otra víctima, alguien a quien no conocías.
Tim se detuvo en el pasillo y permaneció de espaldas a la puerta abierta. Dio media vuelta y entró de nuevo. Dray se había llevado una mano a la boca.
Él se pasó la lengua por los dientes a la espera de que la respiración dejara de producirle punzadas en el pecho. Cuando por fin habló, la voz le salió tan queda que apenas resultó audible:
—Entiendo que estés enfadada... que estés destrozada. Yo también lo estoy. Pero no vuelvas a decirme eso en la puta vida.
Dray bajó la mano. Tim vio asomar en sus ojos la conmoción.
—Lo siento —dijo.
Tim asintió y, en silencio, salió de la habitación.
En el dormitorio, Tim introdujo la combinación del armero y sacó un p226 de nueve milímetros del modelo utilizado en Operaciones Especiales, su Smith & Wesson 357 preferido, un sólido Ruger del 44 y dos cajas de cincuenta proyectiles de uno y otro calibre. Tenía a mano munición de mayor alcance para su 357 porque era el arma que llevaba cuando estaba de servicio; optó por los proyectiles estriados de punta blanda en vez de los de cobertura de plomo o las balas del 110 de punta hueca. Los S & W oficiales tenían cañones de apenas ocho centímetros porque a menudo se llevaban ocultos.
Cuando entró en la habitación de Ginny, Dray seguía en la misma postura.
—Lo siento mucho —insistió ella—. Menuda gilipollez he dicho.
Tim se agachó, le puso las manos en las rodillas y la besó en la frente. De su boca emanaba un intenso olor a alcohol.
—No pasa nada. ¿Conoces ese dicho sobre las rocas y las casas de cristal?
Ella apretó los labios en algo que no acababa de ser una sonrisa.
—No lances casas de cristal si vives en una roca —dijo.
—Algo parecido.
—Tienes que ir a disparar un rato. —No era una pregunta, sino un ofrecimiento.
Tim asintió.
—¿Vienes conmigo? —preguntó a su esposa.
—Tengo que seguir un rato aquí sentada y mirar el vacío.
Tim hizo ademán de darle otro beso en la frente, pero ella echó la cabeza atrás y apretó los labios contra los de él. El beso fue largo, cálido y aderezado con vodka. Si Tim hubiera podido alcanzar el interior de ese beso y quedarse a vivir allí, lo habría hecho.
El garaje cobijaba el BMW M3 plateado de Tim —un coche confiscado por el servicio de acuerdo con el Programa Nacional de Incautación y Decomiso de Bienes— y su banco de trabajo. Metió la artillería en el maletero y sacó el vehículo con cuidado de rodear el Blazer de Dray, aparcado en el sendero de entrada. Salió de la ciudad, se desvió por un camino de grava y lo siguió unos cien metros.
Metió el coche en una explanada de tierra y lo dejó con el motor en marcha para alumbrar con las largas un trecho donde había un cable tendido entre dos postes a cerca de metro y medio del suelo. Sacó un montón de dianas, una mezcla de diseños de distintos colores en forma de estrella o circulares, y las colgó del cable. Luego se sentó en la tierra, introdujo los cargadores del Sig y preparó los cargadores de repuesto para el revólver. Quedaron encajadas seis balas en la base cilíndrica de cada cargador de repuesto, las puntas asomando cual colmillos, espaciadas de forma acorde con los orificios del tambor.
Aunque no era zurdo, su ojo dominante era el izquierdo, de modo que sacaba de un funda colocada a buena altura en la cadera derecha. En el servicio judicial desaconsejaban utilizar fundas colgadas bajo la axila porque desenfundar cruzando el brazo suponía un peli-gro en la línea de fuego. De todos modos, Tim prefería desenfundar desde la cadera porque no le gustaba desperdiciar el tiempo que requería el otro movimiento. Si a las fundas colgadas del hombro se las denominaba «enviudadoras», por algo sería. Empezó con el Sig, realizando una serie de disparos rápidos a unos tres metros para ejercitar su fuego de reacción. Luego se alejó a seis metros. Después a casi diez.
Su puntería era de una precisión notable. Había seguido cursos de guerrilla urbana y realizado ejercicios de perfeccionamiento en el laberinto de Malibú, en las instalaciones de entrenamiento para agentes federales en Glynco. En el curso de tiro los agentes en ciernes disparan con munición real a dianas automáticas y objetivos móviles en medio de un maremágnum de luces estroboscópicas, música atronadora y gritos amplificados. El ambiente es tan hostil, el entorno tan irreal, que más de un hombre hecho y derecho ha salido llorando. Una vez fuera, los agentes tienen que reducir a actores que se hacen pasar por criminales. En cierta ocasión, un tipo que no había acabado la carrera de interpretación en Juilliard se pasó de la raya con Tim, le apartó la cabeza de golpe y le clavó los dientes en el antebrazo, y éste tuvo que noquearlo.
Con el aliento convertido en una nubecilla delante de sus labios en el ambiente frío de aquella noche de febrero a una altitud considerable, Tim estuvo disparando sin descanso. Cuando acabó con toda la munición de nueve milímetros, se pasó al 357 y se alejó a una distancia de unos veinte metros.
Adoptó una pose estudiada con el torso inclinado hacia delante, los pies separados a la distancia de los hombros y la pierna izquierda un tanto avanzada. El paisaje casaba con su estado de ánimo: la extensión baldía de tierra y piedras, los conos idénticos de los faros de su coche que se abrían paso en la oscuridad, los breves destellos de luz en un universo vasto y tenebroso. Sólo las dianas de papel reflejaban la luz, rectángulos blancos suspendidos en medio de ninguna parte, meciéndose levemente como fruta en un árbol. El vacío de la oscuridad lo abrió en canal como a una bestia en el matadero, y se quedó mirando la nada. Lo único que le devolvió la mirada fue la hilera de siluetas de combate bidimensionales sin ojos que aleteaban colgadas del cable.
Hizo un movimiento repentino con la mano derecha que dio al traste con su perfecta inmovilidad, y cogió la pistola. En cuanto el cañón abandonó la funda, viró el arma y la tendió hacia delante al tiempo que extendía la mano izquierda para sujetarse la derecha allí donde entraba en contacto con la empuñadura. Alineó los puntos de mira antes de concluir el movimiento de los brazos. Fijó la posición del brazo derecho y dejó el izquierdo levemente combado. Hizo coincidir el gatillo con el punto central del dedo índice de la mano derecha para que la pistola no se desviara arriba y hacia la derecha ni abajo y hacia la izquierda, y ejerció una presión rápida y firme sobre el doble mecanismo de activación sin anticiparse al retroceso ni flexionar con excesiva dureza. El arma lanzó un sonoro chasquido y se abrió un agujero en la región torácica de la diana. Disparó cinco veces más en rápida sucesión, recuperando una visión nítida del objetivo entre un disparo y el siguiente casi de inmediato. Antes de que se difuminara del todo la cordita, apretó la pequeña palanca de la izquierda para que saliese el cargador perfectamente lubricado. Buscó un cargador de repuesto en el cinturón con la mano izquierda a la vez que retiraba el arma y los casquillos cayeron al suelo como si granizara plomo. En un gesto esmerado volvió el arma hacia abajo y cargó el tambor con seis balas nuevas que se deslizaron pulcramente en los orificios. Hizo seis disparos más y dejó como un queso gruyer el círculo correspondiente al número cinco de la diana antes de que el cargador de repuesto vacío cayera al suelo.
Los proyectiles estriados, ideales para agujerear el papel, dejaron a su paso unas hendiduras de lo más satisfactorias.
Casi sin darse cuenta, repitió el ejercicio. Se abandonó a la actividad y destiló toda su ira en los concisos estallidos de las balas para proyectarlas lejos de sí. La furia fue alejándose lentamente, como agua que saliese de una bañera; una vez que hubo desaparecido, intentó dar forma a la pena que todavía tenía dentro de sí y deshacerse de ella del mismo modo, pero le resultó imposible. Alternó disparos desde una posición estática con ejercicios de movimiento lateral y continuó hasta que empezaron a dolerle las muñecas, hasta que notó que las palmas de las manos le ardían de tanto soportar el retroceso.
Entonces cargó el Ruger con largos y esbeltos proyectiles del 44 y disparó hasta que empezó a sangrarle el pulgar.
Regresó a casa poco después de medianoche y la encontró vacía. La botella de vodka, considerablemente mermada en el suelo de la habitación de Ginny, era el único indicio de Dray. Su Blazer seguía aparcado en el sendero de entrada con el capó frío.
Recorrió en coche las seis manzanas que separaban su domicilio del pub irlandés semiauténtico propiedad del padre de Mac y dejó su vehículo entre los Crown Vic y los Buik que había en el aparcamiento. La gruesa puerta de roble del local cedió a su presión. Aparte de unos cuantos colgados y el puñado de agentes y detectives al fondo junto a las mesas de billar, el local estaba vacío. Cantidad de bigotes. Antiguas luces de vehículos de la policía colocadas encima de las estanterías de botellas. Un típico bar de polis. El camarero, un dandi con gemelos en los puños de la camisa y un tupido bigote a lo Tom Selleck, levantó la vista de los vasos que estaba secando.