1.ª edición: octubre, 2013
© 2013 by Juan Bolea
© Ediciones B, S. A., 2013
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Para Alfonso Mateo-Sagasta
Contenido
Portadilla
Créditos
Dedicatoria
Promenade
1
2
Dos judíos
3
4
Promenade
5
Gnomus
6
Promenade
7
Il vecchio castello
8
9
10
Promenade
11
Bydlo
12
13
Promenade
14
Baba Yaga
15
16
Promenade
17
18
Trilby
19
20
21
22
23
24
25
Promenade
26
Catacumbae
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28
29
30
31
Promenade
32
Juegos de niños
33
34
Promenade
35
36
37
La cabaña sobre patas de gallina
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39
40
41
42
43
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45
46
Promenade
47
48
49
50
51
52
53
54
55
Limoges
56
57
58
59
60
Promenade
61
62
63
64
Cum mortuis
65
66
La Gran Puerta
67
68
Promenade
69
Promenade
1
Prater, 6 de diciembre de 1985, viernes
Aquel hombre con abrigo tirolés y un sombrero adornado con plumas de faisán llevaba más de una hora subido a la Noria Gigante del Prater. Había alquilado un vagón para él solo hasta la hora del cierre.
Cómodamente sentado, absorta la mirada en los blanquecinos hongos que caían del cielo, bebía a lentos sorbos una copa de Riesling mientras daba una vuelta tras otra a bordo de la descomunal atracción.
Otros pasajeros subían o bajaban de los restantes vagones, encima o debajo del suyo: turistas, familias enteras, incluso una pareja de novios, vestidos de ceremonia, todavía con arroz en los hombros, a los que el ocupante del solitario vagón, ajeno a su silencioso bullicio, vio besarse con esfumada pasión a través del vaho de las ventanillas.
Al caer la noche, la oscuridad envolvió el célebre parque de atracciones de Viena.
A pesar de la escasa visibilidad, el hombre creyó divisar a una mujer pelirroja entre las luces de las tómbolas. Arrebujada en un abrigo de punto, a juego con el gorrito que apresaba su cabellera de fuego, ella le saludó con la mano. Al detenerse la noria, la mujer del pelo rojo indicó que deseaba subir al vagón.
—¿Por casualidad la espera el caballero del sombrerito de caza? —le preguntó el taquillero—. ¿El que ha reservado sin límite? ¡Pensábamos que se trataba de un loco!
—De un loco maravilloso —le enmendó ella.
—Y de un hombre afortunado, por disfrutar de la compañía de una mujer como usted.
Riendo, ella le dio las gracias. Entró al vagón y se acomodó en los asientos, junto a su único y pintoresco ocupante.
—Tenías razón, queridito. ¡Los vieneses son tan gentiles!
El hombre enfundado en el abrigo tirolés hizo un ruidillo con los labios. La rutina de la noria lo había sedado; le fatigaba hablar.
—Y no has visto nada, mi reina. Te falta lo mejor: el Palacio de la Ópera.
Consultó su reloj, un modelo antiguo, de cuerda.
—Apenas queda una hora para el concierto de Maurizio Amandi. Será mejor que regresemos al hotel, si queremos cambiarnos de ropa y ocupar con puntualidad nuestro palco. Me pondré el frac. Al deshacer la maleta me fijé en que has traído el vestido de seda negra. En la Ópera habrá mujeres hermosas, pero destacarás sobre cualquier rival.
Ella le acarició el lóbulo de la oreja.
—¡Estamos subiendo! Fíjate en la nieve... ¡Es como si estuviéramos en el cielo!
—Te prometí que visitaríamos el Prater.
La pelirroja hizo un mohín con los labios, como definiendo un beso.
—¿Tendré que recordarte tus restantes promesas?
Su pareja esbozó una reprensiva mueca.
—¿Es que nunca tienes bastante, pecorilla?
—¡No puedo irme de Viena sin probar la tarta Sacher!
—Saborearás esa delicia —concedió él.
De mejor humor, la abrazó y le pellizcó las puntas de los pechos, que apenas destacaban sobre un jersey de cachemir.
—Nos vendrá bien cenar algo antes del concierto. Ando escaso de fuerzas. Para cumplir la misión que nos ha traído a Viena, necesitaremos energía extra.
—Aquí estación espacial llamando a la Tierra —parodió ella, deslizándole una mano entre los muslos—. Comprueben niveles energéticos.
El hombre la apartó con rudeza.
—¿Ya quieres retozar otra vez, cabrita loca? ¿Es que no has tenido bastante con el revolcón del hotel? ¡Si no debe de hacer ni cuatro horas!
—Estoy mareada, se me va la cabeza... Cuando venía estaba pensando en ti, en tu... Me muero por...
—¡Tú ganas! ¡Jugaremos a papás y a mamás! Pero antes, respóndeme: ¿has hecho tus deberes?
La boca de la pelirroja se curvó hacia abajo, como si fuera a llorar.
—¿Acaso no cumplo siempre tus órdenes?
—¿Porque te gusta hacerlo o porque me tienes miedo?
—Porque adoro cumplirlas.
—Niñita querida —murmuró, atrayéndola hacia sí y orientándole las manos hacia su cinturón, que él mismo procedió a desabrochar—. Ahora ya puedes proseguir con... tus comprobaciones energéticas.
—¿Y si nos detienen por escándalo público?
El varón apuró su copa de Riesling. Una amarillenta gota, del color de la resina, le resbaló por la barbilla.
—La nieve nos protege, nadie nos verá.
Ella se arrodilló a su lado. Se quitó el gorrito de punto, sacudió la melena y le miró con ojos húmedos.
—¿Qué quieres que te haga?
—Demuéstrame que el placer no está reñido con el deber, y que sigo siendo tu único dueño.
—Siempre lo serás.
—Así lo espero —murmuró él, apoyando la nuca contra el respaldo y exhalando el aire con ansiedad al sentir los labios de ella allá abajo.
2
Viena, 6 de diciembre
A las ocho y media de aquella invernal tarde vienesa, Teodor Moser cerró su tienda de la Kärntnerstrasse, en el centro de la ciudad, y se dirigió caminando hacia el Palacio de la Ópera.
El anticuario judío llevaba un abrigo de pelo de camello, un traje de tres piezas y, en uno de los bolsillos, su abono de palco para asistir al concierto de esa velada: un programa doble sobre Cuadros de una exposición, la suite de Modest Mussorgsky, con Maurizio Amandi como intérprete solista en la primera parte; en la segunda, dedicada a la versión de Ravel, el propio pianista dirigiría la Filarmónica de Viena.
La nieve, de un amarillo pálido a la luz de las farolas, se acumulaba en las esquinas en blandos montones, que parecían de espuma.
Teodor Moser se sentía feliz. Unos meses antes, en junio, su primogénito, Joseph, se había graduado como arquitecto. No tardaría en establecerse por su cuenta ni en contraer matrimonio con la guapa y despierta Margarita, hija única y, por lo tanto, heredera, de Günter Schultz, propietario de una de las empresas inmobiliarias más rentables de Austria.
A diferencia de Teodor Moser (y siendo éste el único lunar que nublaba el horóscopo del anticuario), Günter Schultz, su futuro consuegro, no era un hombre instruido.
Hecho a sí mismo a partir de sus comienzos como albañil, Schultz jamás asistía a una ópera o a un ballet, ni visitaba otras exposiciones que las ferias de materiales de construcción o, según murmuraban las malas lenguas de la sociedad vienesa, la exhibición de carne enjaulada en los escaparates de los prostíbulos de Amsterdam, cuando el constructor viajaba a esa ciudad por asuntos de negocios. Teodor Moser estaba seguro de que ni siquiera sabía dónde radicaba la casa en la que Mozart había compuesto Las Bodas de Fígaro, ni el apartamento entre cuyas paredes el doctor Freud había establecido los principios del psicoanálisis. En alguna oportunidad, Moser había oído alardear a Schultz de no haber leído más de dos o tres libros, incluida la Biblia, en toda su vida.
Por fortuna, su hija, Margarita, que estaba estudiando artes decorativas, había salido muy diferente a su padre. Cultivada, discreta, dotada de simpatía natural y de una innata habilidad para las relaciones públicas, sería una esposa idónea para Joseph.
A diferencia de lo que le sucedía al propio Moser, Günter Schultz no estaba satisfecho con la unión de sus hijos. Pensaba que Margarita podría haber encontrado mejor partido que el de un muchacho judío. El constructor había dado a entender al anticuario que los gastos del enlace deberían correr de su bolsillo; sin embargo, llevado por el amor a su hija, anunció que, como regalo de boda, obsequiaría a los novios un ático de segunda mano, situado en los bulevares del Ring. El inmueble —había admitido Schultz— no se encontraba en el mejor estado, pero Joseph sabría reformarlo. Su futuro suegro había incurrido en un estro romántico (calificado de «patético» por Moser) al preguntarse en voz alta, con grosera facundia, si podría existir mayor placer para un arquitecto que «reconstruir y decorar su propio nido».
Mientras caminaba por la Marinhilferstrasse a buen paso, pues el concierto de Maurizio Amandi daría comienzo en breve, Teodor Moser no dejó de congratularse por la excelente idea que había tenido al contratar a Margarita Schultz.
Había conocido a su inminente nuera con antelación a su hijo Joseph, en el curso de la fiesta de Navidad ofrecida por los Schultz durante el último invierno, en su residencia de Heiligenstadt, elevada al gusto neoclásico en un paraje boscoso a las afueras de Viena. La tienda de Moser había suministrado a los Schultz piezas decorativas; el magnate le invitó con la esperanza de rebajar el precio.
A aquella recepción asistieron numerosos invitados, pero, por una afortunada circunstancia, la muchacha que le recogió el abrigo en las escalinatas no había resultado ser otra que Margarita, la hija de los dueños. El viejo Moser debió de caerle en gracia; hasta que sonó el primer vals, no dejaron de charlar. Como colofón a esa plática, el anticuario había invitado a la señora y a la señorita Schultz a conocer su establecimiento. Ambas habían aceptado, halagadas; fijaron una cita en la Kärntnerstrasse.
Moser había disfrutado mostrándoles sus tesoros, las piezas más refinadas, el dibujo de Rafael, su pareja de Rubens, el Pisarro, las primeras ediciones de Kipling, firmadas con una esvástica, o las visionarias cartas del músico Mussorgsky al crítico ruso Stasov, protector del Grupo de los Cinco: aquel ramillete de genios —Balakirev, Cesar Cui, Borodin, Rimsky-Korsakov, más el propio Mussorgsky—, que habrían de revolucionar la música rusa. Habiéndoles ofrecido un té a la menta en su abigarrado gabinete, donde guardaba sus colecciones particulares y la caja fuerte de hierro fundido que había acompañado a su padre, Jacob Moser, desde el gueto de Varsovia, en su éxodo de principios de siglo, el cerebro y la sonrisa del viejo Teodor se habían iluminado con una venturosa ocurrencia, con una oportuna intuición: la de ofrecer a Margarita Schultz un puesto de responsabilidad en su firma.
Enemigo de la improvisación, Moser era hombre de cálculos, de premeditadas estrategias comerciales. Pero, abandonando en esa ocasión su prudente dialéctica, se había sorprendido a sí mismo dirigiéndose a sus invitadas con absoluta franqueza. «El negocio crece y mi jubilación se acerca —había expuesto ante las Schultz—. Es por eso, porque mi añoso tronco precisa savia joven, que me permito ofrecerle, querida Margarita, el puesto de confianza al que mi hijo Joseph deberá renunciar, muy a pesar suyo, por exigencias de su carrera.» Madre e hija se consultaban entre sí, sorprendidas, cuando el sagaz judío, alzando las palmas de las manos, había agregado: «No me respondan ahora. Medítenlo. Para mí, supondría un honor contar con el asesoramiento de una hija de nuestra alta sociedad, emprendedora y culta, y sin duda preparada para desempeñar nuestro noble oficio.»
Transcurridas algunas fechas, Margarita Schultz, con el cabello recogido, vestida con un elegante traje de chaqueta de color beis, se había presentado en el despacho de Teodor Moser para aceptar la oferta. Traía una carta de su padre, el constructor, expresándole su gratitud.
La hija de Schultz había comenzado a trabajar de inmediato, bajo un horario flexible que le permitía seguir asistiendo a sus clases. Moser la nombró directora de compras, le destinó un despacho contiguo al suyo y le asignó un sueldo superior al de los restantes empleados. «Será mi mejor inversión», se decía cada mes, al ingresar la transferencia en la cuenta de su nueva empleada.
El desenlace de aquella trama, como si lo hubiera escrito él mismo, había obedecido a su soñado guión.
Desde que Margarita trabajaba en la tienda, la presencia de su hijo Joseph se hizo habitual en la Kärnterstrasse. El joven arquitecto acudía con sus libros debajo del brazo para, amparándose bajo cualquier excusa, introducirse en el despacho de la jefa de compras.
Unas veces (con intención de obsequiar a sus maestros, en cuyos estudios de arquitectura realizaba prácticas), le urgía disponer de una determinada edición de Vitrubio; en otras ocasiones, Joseph manifestaba un inaplazable interés por confrontar la opinión de Margarita respecto a los fondos arquitectónicos de los pintores renacentistas, palacios y ciudades, tempestades y templos que se vislumbraban como telones de fondo a escenas profanas o místicas. Cuando, además, su hijo empezó a esperarla a la salida de sus lecciones, en el Liceo de Artes, aguardándola pacientemente a la intemperie, en el jardín salpicado de estatuas cuyos ciegos ojos habían visto a Schiele y a Klimt, Moser intuyó que su inversión estaba próxima a conceder frutos.
Caminando por las heladas calles peatonales de Viena, el anticuario sonrió para sí. La petición de mano iba a celebrarse durante esas Navidades, y la boda, con visos de convertirse en un acontecimiento social, tendría lugar en la primavera próxima. El arzobispo de Viena, amigo personal de la señora Schultz (mecenas, a su vez, de la diócesis), iba a encargarse de oficiar el enlace en la Catedral de San Esteban. Para tranquilidad de Günter Schultz, Joseph no había mostrado inconveniente en transigir con la fe de la novia. Formaban una pareja enamorada, equilibrada, y nadie, salvo el padre de la muchacha, dudaba de su felicidad.
Una honda sensación de dicha, pero teñida de nostalgia, embargó a Moser cuando se detuvo en un quiosco donde se vendían flores y pájaros, para comprar una rosa roja.
Había adquirido esa costumbre tras el fallecimiento de su esposa, Ruth, como una forma de recordar su ausencia en el palco de la Ópera. Durante las funciones, mantenía el tallo apoyado sobre sus flacas rodillas, junto al programa de mano. En el cénit de un aria, en la cumbre de una sinfonía casi podía sentir a Ruth respirando a su lado, con la mirada brillante y todos sus sentidos entregados al canto y a la música.
Al pagar la rosa, el anticuario pensó cuánto le habría gustado a Ruth haber conocido a su nuera, y qué hermosa habría estado entrando a la Catedral de San Esteban del brazo de Joseph. Esa truncada esperanza hizo asomar la tristeza a sus ojos marchitos. Pero no quería abandonarse a la compasión y luchó contra sus recuerdos charlando con la florista sobre la belleza de Viena en diciembres como aquél.
—Y eso que a los viejos no nos beneficia la nieve —había disentido la vendedora de flores.
—No estoy de acuerdo —replicó Moser. Y agregó, metafórico—: El misterio de la nieve sirve para anunciarnos que, tras el invierno, renacerá una nueva primavera.
La florista tiritaba bajo un pañolón de campesina y una hopalanda de sarga. Sus pequeños pájaros parecían a punto de congelarse dentro de las jaulas.
—¿Estaba pensando en la muerte, Herr Moser? No debería hacerlo. No, al menos, esta noche.
—¿Por qué razón?
—Porque puedo sentirla ahí fuera, con su helado hocico, rondándonos, queriendo arruinar mis flores.
«¡Tendrá que seguir esperando!», iba a exclamar el anticuario, pero era superticioso y guardó silencio.
Al alejarse del quiosco, no pudo evitar que un premonitorio escalofrío le recorriese de pies a cabeza. Le había deprimido la visión de esos pajaritos con la cabeza entre las alas y las plumas rígidas a causa del frío.
La nieve se extendía sobre los adoquines de piedra; Moser estuvo a punto de resbalar. Le habría gustado ver gente, pero había tomado por un apartado callejón y de pronto se encontró solo. Las fachadas traseras de las casas se alzaban como claustrofóbicos muros. Los gruesos portones, con sus aldabas de hierro, se hallaban cerrados, salvo un patio del que surgían los acordes del Réquiem de Mozart.
Casi esperando ver aparecer un fantasma entre los jirones de niebla, el viejo Teodor alzó el cuello de su abrigo y apretó el paso en dirección a la Ópera.
Dos judíos
3
—Buenas noches, Herr Moser.
—¿Cómo se encuentra hoy de la ciática, Johan?
—Muy mejorado.
—Yo, en cambio, oigo resonar mis pelados huesos como tabas de cordero en una bolsa de piel.
El anticuario conocía a los acomodadores más veteranos del Palacio de la Ópera desde hacía tantos años que a Johan, por ejemplo, tan envejecido como él (y como la goyesca florista de la Kärntnerstrasse), podía recordarlo sin canas, con la mata de pelo todavía lustrosa.
El tiempo mata, pensó el viejo Teodor, pero nunca transcurría en vano. Al menos, servía para valorar ciertos actos y ensalzar algunos méritos. En la filosofía del anticuario, la constancia era un valor. Asimismo, la elegancia. Una pátina de la distinción del edificio se había contagiado a su personal. Avanzando por el vestíbulo del teatro, entre el reflejo de los mármoles y los bajorrelieves de las molduras, Moser se benefició de una conjunción de equilibrio y respeto. Las próximas horas iban a resultar de placer y descanso para él.
Su palco quedaba en el primer anillo, a la derecha del proscenio. Sufragarlo le suponía un costoso dispendio. Lo mantenía por respeto a la memoria de su mujer, y procuraba amortizarlo invitando a amistades susceptibles de convertirse en clientes suyos, o de seguir siéndolo.
No siempre acudía acompañado a la Ópera; tampoco le importaba asistir solo. Esa noche no había conseguido que sus próximos disfrutaran a su lado con la doble sesión sobre Modest Mussorgsky. Günter Schultz, por supuesto, no habría ido en ningún caso, pero tampoco la novia de su hijo, Margarita, quien, como cabal vienesa, amaba la música tanto como él, se había animado a ir al teatro.
La dificultad del programa parecía haber desanimado a sus habituales acompañantes. En la primera parte, Maurizio Amandi, el excéntrico pianista de origen italiano que esa noche debutaba en Viena, se proponía interpretar la partitura original de Cuadros para una exposición, tal como la había concebido Mussorgsky, su autor. En la segunda, arropado por la Filarmónica, cuya batuta él mismo iba a esgrimir, Amandi repetiría esa pieza en la versión orquestal de Ravel. Una apuesta arriesgada, surgida de la devoción que il bello Maurizio, según apodaba al pianista la prensa del corazón, testigo de sus affaires, sentía hacia la obra del compositor ruso, pero sin concesiones para el gran público.
Aunque Moser no conocía a Maurizio Amandi, ardía en deseos de saludarle. Su impaciencia venía justificada por un hecho inusual: la mañana anterior, de forma tan sorprendente como inesperada, había recibido una carta suya. Entre su correspondencia, Margarita Schultz, quien despachaba a diario con él, había apartado un sobre en cuyo remite figuraban el nombre y el apellido del intérprete.
Se trataba, en efecto, de una carta de puño y letra del pianista. Moser la había leído con asombro y después, doblándola con pulcritud, la había guardado en su cartera.
Una vez instalado en su palco, y tras comprobar que el aspecto de la platea, a medio aforo, no respondía al de las grandes veladas musicales, la desdobló con el cuidado de quien sospechaba pudiera tratarse de un futuro objeto de culto y volvió a leerla.
La carta decía así:
Apreciado Herr Moser:
Me atrevo a dirigirme a usted en base a un dato suministrado por alguien cuya identidad, por el momento, y en aras de una elemental prudencia, mantendré en secreto. Según ese informador, se encuentra usted en posesión de ciertos documentos pertenecientes al legado de Modest Mussorgsky. Estoy dispuesto a ofrecerle una atractiva cantidad por su venta, o bien a alcanzar con usted algún tipo de acuerdo o de canje. Debido a mis compromisos profesionales, sólo permaneceré en Viena durante un par de jornadas. Puesto que los ensayos me ocuparán todo el día de hoy, me permito proponerle que nos saludemos en el cóctel que la Ópera ofrecerá mañana, al término de mi debut. Acto para el que le adjunto invitación.
Respetuosamente,
Maurizio Amandi
La misiva, en forma de cuartilla escrita con tinta escarlata, había llegado a la tienda de antigüedades de la Kärntnerstrasse en un sobre sin franquear del Hotel Sacher, uno de cuyos empleados se encargó de realizar la entrega.
Moser no había creído oportuno responder por idéntico conducto. Después de pensar en ello, y de consultarlo con Margarita Schultz, había llamado por teléfono al director del hotel, conocido y cliente suyo (varias de las antigüedades del Sacher procedían de su tienda), encareciéndole comunicara al famoso pianista que había recibido su mensaje y que, en calidad de abonado a la Ópera e incondicional suyo, asistiría al concierto y al posterior vino de honor, donde muy gustosamente se pondría a su disposición.
A sus años, Moser no creía en los avatares del destino, pero la carta de Maurizio Amandi había hecho despertar en él emociones que imaginaba adormecidas en el letargo de la vejez. Le recordó su propio estilo de cazador de tesoros, su impronta de coleccionista, ese espíritu de avidez y aventura que le había llevado a perseguir las más variadas y, en apariencia, inabordables piezas, por media Europa, por medio mundo. También él había escrito cartas similares, utilizándolas como tarjeta de presentación y señuelo de un juego emocionante, y a veces peligroso, cuyas enrevesadas reglas sólo resultaban inteligibles para la restringida élite del coleccionismo selecto.
Pero lo que realmente había desconcertado a Moser fue el hecho de que Maurizio Amandi supiera que determinados manuscritos de Modest Mussorgsky obraban en su dominio.
Tales documentos se habían enajenado en un plazo muy reciente, siendo contados los testigos que accedieron a los términos de la transacción. Los originales de Mussorgsky procedían de la colección noruega Fiedhesen, cuyos herederos, acuciados por las deudas, habían decidido rematarla en lotes. Uno de los cuales, a cambio de doscientos cincuenta mil dólares, había ido a parar a Viena, a la caja fuerte de Teodor Moser. Dicho lote integraba la partitura original de una ópera de juventud de Mussorgsky —Han de Islandia— que se creía perdida, más una serie de epístolas que el iluminado compositor había dirigido al crítico Stasov, principal avalista del Grupo de los Cinco.
Ingenuas, plenas de exaltaciones y desdenes propios de la época y de la ideología de los románticos nacionalistas, las cartas de Mussorgsky reunían un cierto interés. Muy superior, por supuesto, pensaba el anticuario, asesorado en este punto por Franz Berger, uno de los maestros de la Filarmónica, devenía la trascendencia de un Han de Islandia jamás estrenado pero que, de serlo, de recuperarse y orquestarse, acreditaría los primeros esbozos operísticos del autor de Boris Godunov.
La básica educación musical de Moser le había permitido admirar, de la mano de Berger, las páginas del Han. El talento de Mussorgsky se vislumbraba en las escenas corales y en ese mar de fondo, intrigante, ancestral, que pautaba la melodía. Pese a las imperfecciones técnicas, aquel jovencísimo y, por entonces, hacia 1860, anónimo petersburgués de adopción, el cadete Mussorgsky, había sido capaz de establecer líquidas cortinas de sonido sobre columnas musicales plenas de fortaleza y vigor. Los pentagramas de Han de Islandia irradiaban vida.
Berger pensaba que Mussorgsky no tenía nada que ver con los restantes compositores del Grupo de los Cinco, con Borodin, con Rimsky-Korsakov, ni siquiera con Schumann, de quien Mussorgsky se había reconocido discípulo en el prólogo de su carrera. Influido por su opinión, el anticuario se reafirmó en que la inspiración del Han obedecía a la confluencia de un milagro, a un relámpago en la oscuridad, a uno de esos escasos ejemplos en los que el genio se manifestaba en estado puro, simple y revelador, y verdadero más allá de las verdades de su época.
4
En la soledad de su palco, Moser se irguió, expectante. Las luces se habían apagado y el telón acababa de alzarse para dar entrada a una figura grácil, solemne y frívola a la vez, de la que emanaba un aura especial.
Iluminado por los focos, il bello Maurizio saludó al público vienés con una leve inclinación de cabeza y se dirigió al Steinway varado en mitad del escenario. Cuando las notas comenzaron a desgranar su magia, Moser pensó en Ruth, su difunta esposa. Acarició la rosa que reposaba sobre sus rodillas, cerró los ojos y se dejó transportar por la música.
Maurizio Amandi acababa de concluir Promenade, el paseo melódico que vertebraba las imágenes de los cuadros o croquis de Viktor Hartmann residentes en el cimiento escénico de la composición, y atacaba el primero de los fragmentos de la serie, Gnomus. Sugestionado por el conjuro del piano, el anticuario pudo literalmente oír los pasos de esa criatura fantástica deslizándose por el cielo del teatro con el sigilo de su alma de duende.
Acto seguido, intercalando una y otra vez la pegadiza melodía del Promenade, el pianista fue interpretando los siguientes cuadros: Il Vecchio Castello, Dos judíos, la bruja Baba Yaga, hasta completar la suite con La Gran Puerta de Kiev. Al concluir su interpretación, il bello Maurizio se puso en pie, avanzó hasta la boca del proscenio y, retirándose de la frente los rebeldes mechones rubios, agradeció los aplausos con una reverencia menos formal que paródica, pero ejecutada con el teatral donaire de quien está acostumbrado a seducir.
Saludando una y otra vez, el pianista permaneció en escena dos o tres minutos más, por lo que las luces de la sala demoraron en encenderse.
Desde su palco, inclinado hacia delante, con los ojos arrasados y los codos apoyados sobre la barandilla, un cautivado Moser proseguía aplaudiendo. Hasta que, de improviso, la rosa resbaló de sus rodillas y el anticuario dejó de escuchar el sonido de sus propias palmas.
Un brusco tirón había impulsado su nuca hacia atrás y un ardiente lazo le hundía y abrasaba la nuez.
Moser no había visto la cuerda que le enroscaba la garganta, pero no podía gritar ni respirar. A sus ojos afluía una película de sangre. Inútilmente, trató de liberar el cuello, de incorporarse en la butaca de terciopelo carmesí. Unas férreas manos lo mantenían sujeto y sólo consiguió patalear como un pelele en brazos de un titán.
Contra el sudor febril que le helaba la cara, notó una fragancia a espliego.
Y eso, la proximidad del ser humano, o inhumano, que lo estaba ejecutando, fue lo último, junto con el rojo medallón de la rosa caída en la alfombra del palco, que el viejo Teodor percibió antes de adentrarse en un nocturno de diabólicas notas y de emprender su particular promenade hacia la eternidad.
Que no era blanca, como la nieve de Viena, sino tenebrosa y pestilente como el aliento de un viejo fantasma.
Promenade
5
Ermita de San Caprasio (Asturias), 16 de diciembre de 1985, lunes
Después de conducir largo rato en la oscuridad, Anselmo Terrén vislumbró las luces de Muruago parpadeando entre la niebla posada en el valle.
Ni adrede habrían elegido una noche mejor, pensó.
Acababan de atravesar la sierra de La Clamor, a mil doscientos metros de altitud, por una tétrica carretera escorada por planchas de hielo. A la luz de los faros, bosques de hayas y pinos negros mostraban una fantasmal espesura. La nieve se adentraba entre los troncos en opalinas lenguas sobre las que, de vez cuando, un ciervo o un zorro se dejaban deslumbrar.
La calefacción del furgón se había estropeado, obligándoles a soportar un frío polar. Los dos hombres que acompañaban a Terrén, Nino Matesa, el valenciano, y un gallego, de apellido Castrón, guardaban silencio. Terrén los conocía bien; por esa razón, no sentía aprecio hacia ellos. En el fondo, prefería que mantuvieran las bocas cerradas. Su hosca reserva venía a traducirse en respeto.
Él pagaba. Él era el jefe.
—Estamos llegando —anunció Terrén—. ¡Las capuchas, venga! No hay más remedio que cruzar el pueblo.
No existía otro modo de llegar a la ermita de San Caprasio. Las calles de Muruago, una villa montañesa de cincuenta casas, aparecían enlodadas por las lluvias y el paso de yuntas, caballos asturcones y la cabaña lanar que, si el tiempo lo permitía, pastaba en los prados altos, entre las peñas que rascaban el cielo.
Sólo estaba asfaltada la calle principal. El furgón recorrió a setenta kilómetros por hora esa embarrada lámina de alquitrán y bosta. El bar estaba cerrado, como las ventanas de las casas. Terrén habría jurado que nadie les vio.
—Debe de ser por la primera pista, pero comprueba el mapa —le pidió a Nino Matesa, cuando dejaron atrás el villorrio.
El valenciano le confirmó el desvío. Pasados unos tres kilómetros de Muruago, la furgoneta fue engullida por la masa forestal. En medio de una lechosa tiniebla, tan opaca que apenas se veían los troncos, empezó a traquetear por el camino de cabras que ascendía al santuario.
Una piedra estuvo a punto de hacerles volcar. Terrén volvió a lamentarse por no haber utilizado un todoterreno, pero no había querido arriesgarse a robar uno.
Sabedor de que la policía no le quitaba ojo, en los últimos tiempos se había prodigado poco. Llevaba un año dedicándose a la venta ambulante y a la chamarilería, sus actividades legales, sus tapaderas. El golpe de Muruago venía dictado por la necesidad.
Los faros del furgón dibujaron la mole del ábside. La niebla era tan espesa que no se distinguía la torre.
—Los guantes —ordenó Terrén.
El pórtico estaba asegurado por una gruesa llave de hierro, de las llamadas de sacristán. Era la única entrada.
Nino Matesa sacó un racimo de palanquetas. A la luz de una linterna, estuvo manipulando la cerradura. La temperatura era ártica, pero un sudor como una salsa fría empezó a humedecerle la piel.
—¿Atinas? —lo apuró Castrón—. ¿O los valencianos no la sabéis meter?
Nino Matesa le enfocó la linterna a la cara. Deslumbrado, Castrón no percibió su siniestra mirada.
—Eres tú quien me crispa los nervios, gallego.
El jefe no esperó mucho más antes de abrir el maletero de la furgoneta en busca de un mazo. Tomó aire y lo enarboló.
—Aparta, Nino.
El golpe resonó en el valle, pero todavía hicieron falta unos cuantos más hasta que la hoja de roble giró sobre sus goznes.
—El foco, Castrón.
Colocaron la lámpara sobre el altar y las linternas apuntando al crucero. El templo era lóbrego y rezumaba humedad. Restos de pinturas al fresco los contemplaban desde los muros. Se oía el viento rechinando en las aspilleras.
—¿A qué esperáis? ¡Aprisa!
Trabajaron sin descanso, sabiendo lo que tenían que hacer. Las tallas y los óleos fueron trasladados al furgón. El mismo camino siguieron los bajorrelieves de los capiteles, arrancados a pico, y también los candelabros y cálices de la sacristía, cuya puerta apenas ofreció resistencia al mazo. Parte del retablo fue desmontado sin reparar en si dañaban las figuras, los santos, las filigranas vegetales policromadas con pan de oro.
Cuando faltaba poco para el amanecer, Terrén dio por concluida la tarea.
—Andando. Barrer el suelo y comprobar que no nos dejamos nada.
Además de la nave, que parecía una trinchera, con molduras rotas y fragmentos de yeso desparramados por el suelo de tarima, escobaron las losas del porche. Castrón utilizó una pala para entrecavar y aplanar el terreno ondulado ante el pórtico, intentando eliminar huellas. Quedarían en el lugar las marcas de los neumáticos, pero eran de un modelo común, como habría decenas en aquellas apartadas comarcas. Aunque la policía localizase con posterioridad las piezas robadas, no les sería fácil probar la relación de la banda de Terrén con el expolio.
La banda de Terrén... Así habían titulado los periódicos a finales de los años setenta, cuando la brigada de patrimonio de la Guardia Civil le sorprendió con las manos en la masa en su almacén de Pradilla del Monte, un pueblecito de El Bierzo. Terrén poseía allí una antigua granja familiar rehabilitada como almacén de antiguallas, ferralla y chapa. Los agentes encontraron detectores de metales, moldes para fabricar falsas monedas antiguas, picos, palas y piezas procedentes de yacimientos íberos y romanos: fíbulas, ídolos, bronces, bustos, cerámicas.
Anselmo Terrén nunca supo a ciencia cierta quién le había delatado, pero tuvo que enfrentarse a una acusación que implicaba varios años de cárcel. Lograría reducir la condena a cambio de proporcionar una lista con los nombres de sus clientes, entre quienes figuraban relevantes ciudadanos de España y Portugal. Médicos, abogados, anticuarios... con muchos de los cuales Terrén había tratado en persona.
La sentencia lo recluyó en el penal de La Santidad, a las afueras de Bolscan, en una de cuyas celdas dormiría durante cuatrocientas veintitrés eternas noches.
En la cárcel, Terrén trabaría amistad con Boris Skaladanowski, el Berlinés, encarcelado por motivos parecidos a los suyos.
Descendiente del pionero del cine alemán, con residencia en España, Skaladanowski era hiperactivo, políglota, ludópata. Presumía de hechuras de dandi y conquistador, viajaba y frecuentaba museos, casinos, mujeres. Con una afectada indiferencia, ganaba o perdía cifras de vértigo, y con la misma naturalidad cambiaba de amantes. Solía afirmar que no le importaba la suerte, pues la tenía comprada, y que hasta los signos del zodíaco trabajaban para él. Skaladanowski se había especializado en el tráfico internacional de objetos artísticos. Experto en románico y gótico, figuraban en su haber decenas de robos a pequeñas iglesias rurales de la franja norte del país, desde la Cerdaña a las estribaciones de los Picos de Europa.
El Berlinés saldría de la cárcel unos meses antes que él. Cuando Terrén dejó atrás los muros de La Santidad, volvieron a encontrarse y decidieron trabajar juntos. Terrén se encargaría de reclutar a los integrantes de cada nuevo golpe, y de ejecutar los expolios; Skaladanowski, por su parte, iría colocando las piezas, una vez restauradas, y atenuada la alarma de su desaparición, en un zoco de coleccionistas particulares y comisarios sin escrúpulos que abarcaba buena parte de Europa occidental, con ramificaciones en México y en Estados Unidos. Asimismo, Rusia y Oriente Próximo se estaban abriendo a ese rico mercado.
En los últimos meses, debido a la presión policial, apenas habían protagonizado un par de robos de poca monta, con escasos riesgos y mínimos beneficios.
La ermita de San Caprasio, en Muruago, prometía un botín algo mayor. Una de las tablas, una Anunciación, podía alcanzar un alto precio en el mercado negro.
Esa bella pintura viajaba ahora sana y salva en la furgoneta de Terrén, rumbo al puerto de Gijón.
Gnomus
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Gijón, 17 de diciembre de 1985, martes
Después de atravesar Muruago en se