Día cero (Serie John Puller 1)

Fragmento

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Contenido

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Agradecimientos

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Dedicado a la memoria de mi madre
y a Charles Chuck Betack, mi amigo

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1

La nube de polvo de carbón que se le introdujo a Howard Reed hasta el fondo de los pulmones estuvo a punto de obligarlo a sacar de la calzada el furgón del correo y vomitar sobre la hierba atrofiada y quemada. En cambio, tosió, escupió y se apretó la tripa. Pisó el acelerador y, a toda velocidad, pasó de largo las carreteras de transporte de la mina, por las que circulaban pesadamente varios camiones volquete que iban lanzando al aire una arenilla negra que parecía confeti abrasivo. El mismo aire estaba impregnado de dióxido de azufre por culpa de una montaña de carbón de desecho que se había incendiado, cosa que sucedía con frecuencia. Aquellos elementos ascenderían hacia el cielo, reaccionarían al entrar en contacto con el oxígeno para formar trióxido de azufre, y después de unirse a moléculas de agua crearían un potente compuesto que más tarde volvería a caer a tierra en forma de tóxica lluvia ácida. Aquellos no eran precisamente los ingredientes más fiables para procurar la armonía medioambiental.

Reed mantuvo la mano firme sobre el mecanismo especial, y su Ford Explorer, con sus dieciocho años de antigüedad, su traqueteante tubo de escape y su transmisión temblona, continuó avanzando sin salirse del cuarteado asfalto. Su furgón de correo era su vehículo personal y había sido modificado para que él pudiera sentarse en el lado del acompañante y detenerse justo delante de los buzones que iba encontrando a lo largo de la ruta. Ello se conseguía en parte gracias a un artilugio que se parecía a la correa del ventilador de cualquier automóvil. Le permitía hacer girar el volante, frenar y acelerar, todo ello desde el lado derecho.

Después de convertirse en un cartero rural y aprender a conducir sentado en el lado «incorrecto», Reed quiso viajar a Inglaterra para probar su recientemente adquirida habilidad en las carreteras de aquel país, donde todo el mundo conducía por la izquierda. Se había enterado de que dicha costumbre databa de la época de los torneos medievales. La mayoría de la gente era diestra, y en aquellos tiempos convenía blandir la espada o la lanza de justa lo más cerca posible del enemigo. Su mujer le decía que era idiota y que lo más seguro era que en un país extranjero acabara matándose.

Pasó junto a la montaña, o junto a la montaña que había antes de que la Compañía Trent de Minería y Exploraciones la volara con explosivos a fin de acceder a las ricas minas de carbón que había allí bajo tierra. En la actualidad había amplias extensiones de aquella zona que se parecían a la superficie de la luna, desnudas y sembradas de cráteres. Era una actividad denominada minería de superficie, sin embargo, en su opinión resultaría más apropiado llamarla aniquilación.

Pero aquello era Virginia Occidental, y el carbón generaba la mayor parte de los puestos de trabajo bien remunerados. De modo que Reed no protestó demasiado cuando su hogar quedó cubierto por una lluvia de cenizas procedentes de un silo de almacenaje que reventó. Y tampoco cuando el agua del pozo se volvió negra y empezó a oler a huevos podridos. Ni siquiera se quejaba de que el aire estuviera habitualmente lleno de cosas que no se llevaban bien con los seres humanos. No se lamentaba de que le quedase un solo riñón ni de que su hígado y sus pulmones estuvieran deteriorados por vivir rodeados de sustancias tan tóxicas. La gente lo acusaría de oponerse al carbón, y por lo tanto de oponerse a los puestos de trabajo. Y no le convenía echarse más problemas encima.

Enfiló la calle para hacer la última entrega de la jornada. Se trataba de un paquete que requería firma. Cuando recogió el correo de aquel día y lo vio, maldijo por lo bajo. El hecho de que la entrega requiriese firma significaba que tendría que interactuar con otro ser humano. Lo único que deseaba en aquel momento era salir pitando para el Dollar Bar, porque los lunes una jarra de cerveza costaba veinticinco centavos. Se sentaría en su desgastada banqueta, al final de la barra de caoba, y procuraría no pensar en marcharse a casa, porque su mujer advertiría que el aliento le oía a alcohol y se pasaría las cuatro horas siguientes echándole un rapapolvo.

Entró en el camino de gravilla. En otra época, aquel vecindario había sido bastante agradable; bueno, había que remontarse a los años cincuenta. Ahora ya no lo era tanto. No había ni un alma. En los patios no se veían niños, parecía que en vez de las dos de la tarde fueran las dos de la mañana. En un día de pleno verano debería haber niños correteando junto al aspersor de riego o jugando al escondite. Pero Reed sabía que los niños ya no hacían esa clase de cosas; ahora se quedaban dentro de su habitación, con el aire acondicionado, y veían videojuegos tan violentos y sangrientos que él había prohibido a sus nietos que metieran aquello en su casa.

Los patios estaban abarrotados de trastos y juguetes de plástico sucios. Se veían automóviles Ford y Dodge, viejísimos y oxidados, apoyados en ladrillos de hormigón. El revestimiento barato de las viviendas estaba despegándose, todas las superficies necesitaban una mano de pintura y los tejados empezaban a hundirse como si Dios, desde lo alto, los estuviera empujando con una mano. Todo resultaba triste y más bien patético, lo cual no hizo sino incrementar en Reed el ansia de tomarse aquella cerveza, porque su vecindario se encontraba exactamente igual que este. Sabía que había unos cuantos privilegiados que estaban forrándose con el carbón, ninguno de los cuales, casualmente, vivía por allí cerca.

Sacó el paquete del cesto del correo y echó a andar con paso cansino hacia la casa. Se trataba de un edificio de dos plantas provisto de un revestimiento de vinilo. La puerta, blanca y cubierta de cicatrices, era de madera hueca. Delante tenía otra puerta de vidrio transparente. De los escalones de la entrada partía una rampa para sillas de ruedas. Los arbustos que crecían frente a la casa estaban enormes y marchitos, sus ramas se habían introducido por el blando revestimiento y lo habían roto. Había dos automóviles aparcados en la grava, delante de su Ford negro: un monovolumen Chrysler y un Lexus último modelo.

Se detuvo unos instantes a admirar el Lexus. Un juguetito así debía de costar más de lo que él ganaba en un año. Tocó con gesto reverencial la pintura azul metalizada. Reparó en unas gafas de sol estilo aviador que colgaban del espejo retrovisor. En el asiento de atrás había un maletín y una chaqueta de color verde. Los dos automóviles llevaban matrícula del estado de Virginia.

Continuó andando, pasó junto a la rampa, llegó al pie de la entrada, subió trabajosamente los tres escalones rectangulares de hormigón y llamó al timbre. Oyó que este resonaba haciendo eco en el interior de la casa.

Aguardó. Diez segundos. Veinte. Su irritación fue en aumento.

Llamó de nuevo.

—¿Oiga? Cartero. Traigo un paquete y hay que firmar el recibo.

Su voz, que prácticamente no había utilizado a lo largo de toda la jornada, le sonó extraña, como si estuviera hablando otra persona. Echó una ojeada al paquete en cuestión; era plano y mediría unos veinte centímetros de ancho por casi treinta de largo. Llevaba unido el recibo que requería la firma.

«Vamos, hace un calor de mil demonios y estoy oyendo cómo me llama el Dollar Bar.»

Leyó la etiqueta pegada al paquete y exclamó en voz alta:

—¿Señor Halverson?

No conocía a la persona, pero le sonaba el apellido de otras entregas anteriores. En las áreas rurales había carteros que trababan amistad con sus clientes. Reed nunca había sido de esa clase de carteros, él quería tomarse su cerveza, no entablar una conversación.

Volvió a pulsar el timbre y después dio unos golpecitos con los nudillos en el cristal. Se enjugó una gota de sudor que le resbalaba por la nuca quemada por el sol, un riesgo laboral derivado del hecho de pasar el día entero sentado en un vehículo junto a la ventanilla abierta, expuesto a los rayos solares. Las axilas le rezumaban un sudor que le manchaba la camisa. Cuando llevaba la ventanilla abierta no encendía el aire acondicionado; ya era bastante cara la gasolina como para encima desperdiciarla.

—Hola, soy el cartero —prosiguió elevando el tono de voz—. Necesito que firme. Si tengo que devolver el paquete, lo más probable es que no vuelva a verlo.

Notó una súbita oleada de calor y sintió un ligero mareo. Estaba haciéndose demasiado viejo para aquello.

Volvió la mirada hacia los dos automóviles. Tenía que haber alguien en casa. Se apartó de la puerta y echó la cabeza hacia atrás. En las ventanas de los dormitorios no había nadie mirándolo. Una estaba abierta.

Llamó una vez más con los nudillos. Por fin oyó que se acercaba alguien. Reparó en que la puerta de madera se encontraba entornada, unos pocos centímetros. El ruido se aproximó otro poco y se interrumpió. Reed era duro de oído, de lo contrario se habría percatado de lo raras que sonaban aquellas pisadas.

—¡Cartero! ¡Necesito la firma! —voceó.

Se pasó la lengua por los labios resecos. Ya estaba viendo la jarra de cerveza en las manos. Ya la estaba saboreando.

«Abra la maldita puerta.»

—¿Quiere el paquete o no?

«Me importa un carajo. Por mí, como si quiere que lo tire por un barranco; no sería la primera vez.»

Por fin. La puerta se abrió unos centímetros. Reed tiró de la puerta de cristal y tendió el paquete.

—¿Tiene un bolígrafo? —preguntó.

Cuando la puerta se abrió un poco más, parpadeó asombrado. Allí no había nadie. La puerta se había abierto sola. Entonces, al bajar la vista, descubrió un collie en miniatura que lo miraba a su vez, agitando la cola. Era obvio que la puerta la había abierto él con el largo hocico.

Reed no era el típico cartero. Adoraba a los perros, tenía dos en casa.

—¿Qué hay, colega? —Se arrodilló—. Hola, amigo. —Le rascó las orejas al perro—. ¿Hay alguien en casa? ¿Quieres firmar tú el paquete?

Cuando advirtió que el perro tenía el pelaje húmedo, lo primero que pensó fue que debía de tratarse de orina, y retrocedió enseguida. Pero después se miró la mano y vio que estaba manchada con un líquido rojo y pegajoso.

Era sangre.

—¿Estás herido, amigo?

Examinó al perro. Encontró más sangre, pero no descubrió herida alguna.

—¿Qué demonios...? —murmuró. Se incorporó y apoyó una mano en el picaporte—. ¿Oiga? ¿Hay alguien? ¿Oiga?

Miró hacia atrás, sin saber muy bien qué hacer. Después, volvió a mirar al perro; este lo observaba fijamente con una expresión que ahora parecía melancólica. Y además había otro detalle extraño: no había ladrado ni una sola vez. Pensó en sus dos chuchos: si alguien se hubiese presentado ante la puerta, habrían hecho que el tejado saliera volando.

—Mierda —masculló Reed—. ¿Oiga? ¿Están todos bien?

Entró despacio en la vivienda. Hacía calor. Arrugó la nariz al percibir un olor desagradable. Si no hubiese tenido el olfato tan embotado por la alergia, aquel tufo habría sido mucho peor.

—Hola. Este perro tiene sangre. ¿Va todo bien?

Avanzó unos cuantos pasos más, cruzó el pequeño vestíbulo y asomó la cabeza en el interior del diminuto cuarto de estar situado a un lado del pasillo.

Al momento siguiente la puerta de la calle se abrió de un violento empujón y el picaporte hizo un agujero en la pared. La puerta de cristal recibió una patada tan fuerte que chocó contra la barandilla metálica que había a la izquierda del porche y el vidrio se hizo añicos. Reed saltó del último peldaño directamente a tierra, frenó en seco, se estremeció de arriba abajo, cayó de rodillas y vomitó lo poco que tenía en el estómago. Después se incorporó y regresó a su furgón tambaleándose, tosiendo, presa de fuertes arcadas y gritando de terror como si hubiera enloquecido de pronto.

Que era, precisamente, lo que había sucedido.

Ese día, Howard Reed no iba a conseguir llegar al Dollar Bar.

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2

John Puller contemplaba a través del cristal el magnífico estado de Kansas, que se extendía varios miles de pies por debajo de él. Se inclinó un poco más hacia la ventanilla del avión y miró directamente en sentido vertical. Siguiendo la trayectoria de vuelo que conducía al aeropuerto internacional de Kansas City, habían cruzado Misuri y después habían continuado hacia el oeste para penetrar en Kansas. El piloto realizaría una prolongada serie de virajes y finalmente volvería a entrar en Misuri para aterrizar. En aquel momento el reactor sobrevolaba una propiedad federal. En este caso, dicha propiedad federal era una cárcel, o más bien varias, tanto federales como militares. Allí abajo había varios miles de reclusos encerrados en sus celdas, reflexionando sobre el hecho de haber perdido la libertad, muchos de ellos para siempre.

Entornó los ojos y levantó la mano para protegérselos del intenso resplandor del sol. Estaban pasando por encima de los antiguos Pabellones Disciplinarios de Estados Unidos, también conocidos como el Castillo. Durante más de cien años habían alojado a los peores delincuentes de las fuerzas armadas. Mientras que el antiguo Castillo parecía una fortaleza medieval construida con ladrillo y piedra, los nuevos pabellones parecían más bien un centro de estudios superiores. Claro está, hasta que uno se fijaba en las dos vallas, de cuatro metros de altura cada una, que rodeaban el recinto.

Y seis kilómetros más al sur se encontraba la Prisión Federal de Leavenworth para delincuentes civiles.

En los Pabellones Disciplinarios solo había varones. Las prisioneras militares estaban en la prisión naval de San Diego. Aquí, los reclusos habían sido condenados en consejo de guerra por haber infringido el Código Uniforme de Justicia Militar. En los pabellones se encerraba únicamente a quienes habían recibido una condena de cinco años o más, o a los condenados por delitos cometidos contra la seguridad nacional.

La seguridad nacional.

Por eso estaba aquí John Puller.

El avión abrió el tren de aterrizaje y poco a poco fue descendiendo hacia el aeropuerto de Kansas City, hasta que se posó con suavidad en la pista.

Treinta minutos después Puller se subía a su coche de alquiler y salía del aeropuerto en dirección al oeste, hacia el estado de Kansas. El aire estaba sereno y caliente, y las colinas se veían verdes y onduladas. Puller no encendió el aire acondicionado; prefería el aire de verdad, estuviera caliente o no. Descalzo, medía exactamente un metro noventa y dos centímetros y medio. Lo sabía porque su jefe, el Ejército de Estados Unidos, era muy estricto a la hora de medir a su personal. Pesaba ciento cinco kilos y doscientos treinta gramos. Según los estándares del Ejército, que relacionaban la estatura con el peso y con la edad, a sus treinta y cinco años debía de tener unos cinco kilos de sobrepeso. Pero mirándolo nadie lo habría imaginado. Si en aquel cuerpo había un solo gramo de grasa, sería preciso buscarlo con un microscopio.

Era más alto que la mayoría de los soldados de infantería y que casi todos los otros Rangers del Ejército con los que había prestado servicio. Ello tenía sus ventajas y sus inconvenientes. Sus músculos eran largos y fibrosos, y sus extremidades contaban con la ventaja de poseer una resistencia y una fuerza de palanca extraordinarias. El inconveniente era que ofrecía un blanco mucho más grande que un soldado normal.

En la universidad había sido un jugador decente de fútbol americano, y todavía daba la impresión de que podría quedar en buen lugar si la ocasión lo requiriera. Siempre le habían faltado la velocidad y la agilidad superiores a las normales que se exigían para entrar a formar parte de la NFL, pero aquella no había sido nunca su ambición. Solo había una carrera profesional que ansiaba John Puller: la de vestir el uniforme del Ejército de Estados Unidos.

Hoy no llevaba puesto el uniforme, nunca se lo ponía para acudir a los Pabellones Disciplinarios. Recorrió varios kilómetros más. Dejó atrás una señal que indicaba la Pista Lewis y Clark. Después apareció el puente azul. Lo atravesó. Ya se encontraba en Kansas. Más concretamente, ya se encontraba en Fort Leavenworth.

Pasó el punto de control principal, en el que los militares examinaron su documentación y anotaron la matrícula del coche. El guardia saludó al oficial técnico Puller y dijo en tono cortante:

—Gracias, señor. Puede continuar.

Puller continuó. Con una canción de Eminem puesta en la radio, pasó junto a la avenida Grant y contempló los restos del antiguo Castillo. Vio lo que quedaba de la cubierta de alambre que tapaba la anterior prisión; la habían puesto para impedir que alguien escapara empleando un helicóptero. El Ejército procuraba pensar en todo.

Tres kilómetros después llegó a los pabellones. Al fondo, no supo dónde, se oyó el pitido de un tren. Una avioneta Cessna despegó del cercano aeródromo militar de Sherman, luchando contra el viento frontal con su voluminoso morro y sus robustas alas. Puller aparcó y dejó en el coche su billetera y la mayoría de sus otros objetos personales, incluida su arma reglamentaria SIG P228, que el Ejército designaba como M11. Para acudir allí había metido en un estuche duro su pistola pequeña y la munición correspondiente. Se suponía que debía llevarla consigo en todo momento, pero no le parecía buena idea entrar en una prisión armado, ya fuera con autorización o sin ella. Además, una vez que hubiera entrado tendría que dejarla guardada en una taquilla: por razones obvias, no podía haber armas donde había reclusos.

En la entrada había un único miembro de la Policía Militar, joven y con cara de aburrimiento, controlando el arco de rayos X. Aunque Puller sabía que no podía ser, aquel soldado daba la impresión de que lo habían sacado del campo de entrenamiento y lo habían colocado directamente en aquel puesto. Le mostró el permiso de conducir y sus credenciales. El policía militar, regordete y de mejillas rubicundas, miró fijamente la placa y la tarjeta de identidad que decía que John Puller era un agente especial de la División de Investigación Criminal, o CID. La imagen central de la placa era el águila agazapada y con la cabeza vuelta hacia la derecha. Tenía unas garras enormes que aferraban el borde del escudo, el único ojo que se le veía miraba con gesto amenazador y el enorme pico parecía estar listo para atacar. El policía militar ejecutó un saludo y después miró al individuo alto y de hombros anchos que tenía enfrente.

—¿Se encuentra aquí en misión oficial, señor?

—No.

—¿John Puller júnior? ¿Es pariente de...?

—De mi viejo.

El joven policía apartó la mirada.

—Sí, señor. Transmítale mis saludos, señor.

El Ejército de Estados Unidos contaba con muchos combatientes convertidos en leyenda, y John Puller sénior se situaba muy cerca del primer puesto de dicha lista.

Puller atravesó el magnetómetro. Este emitió un pitido. El joven lo cacheó con ayuda del bastón. Como siempre. El artilugio pitó al llegar al antebrazo derecho.

—Llevo un clavo de titanio —explicó Puller, y se subió la manga para enseñar la cicatriz.

El bastón pitó de nuevo a la altura del tobillo izquierdo.

El policía militar levantó la vista con gesto interrogativo.

—Varios tornillos y una placa —dijo Puller—. Puedo subirme la pernera del pantalón.

—Si no tiene inconveniente, señor.

Cuando Puller volvió a dejar caer la pernera del pantalón, el guardia dijo en tono contrito:

—Solo hago mi trabajo, señor.

—Si no fuera así, le habría echado una buena bronca, soldado.

—¿Sufrió esas heridas en combate, señor? —preguntó el chico con los ojos muy abiertos.

—¿Acaso cree que me disparé a mí mismo?

Puller recuperó las llaves del coche del cuenco en que las había dejado y volvió a guardarse el permiso de conducir y las credenciales en el bolsillo de la camisa. A continuación firmó en el libro de visitas.

La robusta puerta se abrió con un zumbido metálico y Puller, tras caminar unos pocos pasos, se encontró en una amplia sala. Había otros tres reclusos recibiendo a personas que habían ido a verlos. Varios niños jugaban en el suelo mientras los maridos conversaban en voz baja con sus mujeres o novias. Los niños tenían prohibido sentarse en las rodillas de su padre; lo único que se consentía era un abrazo, un beso o un apretón de manos al principio y al final de la entrevista. No estaba permitido situar las manos por debajo de la cintura. El visitante y el recluso podían entrelazar los dedos. Todas las conversaciones debían tener lugar en un tono de voz normal. Solo se podía hablar con el recluso al que se había ido a ver. Estaba permitido llevar un bolígrafo o un lápiz, pero ni pinturas ni ceras. Esta última norma, se dijo Puller, tenía su origen en un enorme estropicio que causó alguien, probablemente un niño pequeño. Pero en su opinión se trataba de una norma absurda, porque era fácil transformar un bolígrafo o un lápiz en un arma, mientras que resultaba difícil que se pudiera ocasionar algún daño con una cera.

Puller se quedó allí de pie, observando a una mujer, al pa­recer la madre de un preso, que le leía a este la Biblia. Estaba permitido llevar libros, pero no se podían entregar al recluso. Y tampoco se le podía dar una revista ni un periódico. No se permitía llevar alimentos; en cambio, se le podía comprar algo de comer en las máquinas expendedoras que había allí cerca. Las visitas no podían comprar nada para sí. Tal vez habría dado la impresión de parecerse demasiado a la vida normal, pensó Puller, y una cárcel no estaba pensada para eso. Una vez que el visitante entraba en la sala, si volvía a salir la visita se daba por finalizada de manera instantánea. Solo existía una excepción a esta regla, de la cual Puller jamás podría aprovecharse: la lactancia materna. Para ello existía una sala especial en el piso de arriba.

Se abrió la puerta que había al otro extremo de la sala y surgió por ella un individuo vestido con un mono de color anaranjado. Puller lo observó mientras se le aproximaba.

Era alto, pero un poco menos que él, y poseía una constitución más esbelta. El rostro era similar, aunque tenía el cabello más oscuro y más largo, y presentaba algunos toques de color blanco aquí y allá que no tenía Puller. Ambos lucían un mentón cuadrado, nariz fina y ligeramente torcida hacia la derecha, y los dientes grandes y uniformes. Presentaba un hoyuelo a la derecha, y los ojos parecían verdes con la luz artificial y azules cuando les daba el sol.

Puller tenía además una cicatriz que le cruzaba el lado izquierdo del cuello y descendía hacia la espalda. Y había más marcas distintivas en la pierna izquierda, el brazo derecho y la parte superior del torso, tanto por delante como por detrás. Todas ellas daban fe de la intrusión de objetos extraños que habían penetrado con violenta velocidad. El otro individuo no tenía ninguna, y su piel se veía blanca y lisa. Allí dentro no podía uno broncearse.

La piel de Puller se había curtido a base de soportar calores y vientos brutales y fríos igualmente agotadores. La mayoría de la gente lo describiría como un individuo de aspecto rudo. En absoluto apuesto, y mucho menos guapo. En un día bueno podría resultar quizás atractivo, o más bien interesante. Pero a él ni se le ocurriría pensar siquiera en esas cosas. Él era un soldado, no un modelo.

No se abrazaron. Se estrecharon la mano brevemente.

El otro sonrió.

—Me alegro de verte, hermano.

Y los dos hermanos Puller tomaron asiento.

cero-6

3

—¿Has adelgazado? —preguntó Puller.

Su hermano, Robert, se reclinó en la silla y cruzó una de sus largas piernas por encima de la otra.

—Aquí el rancho no es tan bueno como en las Fuerzas Aéreas.

—La mejor es la Marina. El Ejército queda muy en tercer lugar. Pero eso es porque los pilotos y los marines son unos quejicas.

—Me he enterado de que has ascendido a oficial técnico. De que ya no eres sargento primero.

—El trabajo es el mismo, con un leve incremento en la paga.

—¿No es tal como tú querías?

—Es tal como yo quería.

Ambos guardaron silencio. Puller miró a su izquierda, donde había una mujer joven con la mano entrelazada con la de un preso al que iba mostrando fotografías. Dos pequeñuelos jugaban en el suelo a los pies de su madre. Puller volvió a posar la vista en su hermano.

—¿Qué pasa con los abogados?

Robert Puller cambió el peso de un lado al otro. Él también había observado a la joven pareja. Tenía treinta y siete años, no se había casado nunca y no tenía hijos.

—Ya no les queda nada por hacer. ¿Qué tal está papá?

A Puller le temblaron los labios.

—Igual.

—¿Lo has visto últimamente?

—La semana pasada.

—¿Qué dicen los médicos?

—Como tus abogados, no les queda mucho que puedan hacer.

—Dale recuerdos de mi parte.

—Ya lo sabe.

Una chispa de furia.

—Lo sé. Siempre lo he sabido.

Había hablado en un tono de voz ligeramente más alto, lo cual le valió una mirada severa por parte del corpulento policía militar que hacía guardia contra la pared.

Robert bajó la voz para decir:

—Pero, aun así, dile que le mando recuerdos.

—¿Necesitas algo?

—Nada que tú puedas traerme. Y tampoco tienes por qué seguir viniendo.

—Vengo porque quiero.

—Es el sentimiento de culpa típico del hermano pequeño.

—Es lo que sea típico del hermano pequeño.

Robert pasó la mano por encima del tablero de la mesa.

—Aquí dentro no se está tan mal. No es como Leavenworth.

—Ya, pero sigue siendo una cárcel. —Puller se inclinó hacia delante—. ¿Lo hiciste?

Robert levantó la vista.

—Ya me extrañaba que no me lo hubieras preguntado todavía.

—Te lo pregunto ahora.

—No tengo nada que decir a ese respecto —replicó su hermano.

—¿Crees que estoy intentando sonsacarte una confesión? Ya te han condenado.

—No, pero perteneces a Investigación Criminal. Y conozco cuál es tu sentido de la justicia. No quiero crearte un conflicto de intereses ni de conciencia.

Puller se reclinó en la silla.

—Yo sé separar las cosas.

—Ahora estás siendo el hijo de John Puller. Ya me sé todo eso.

—Tú siempre lo has considerado un lastre.

—¿Y no lo es?

—Es lo que tú quieras que sea. Tú eres más inteligente que yo, deberías haberlo averiguado tú solito.

—Y, sin embargo, los dos nos hicimos militares.

—Tú tiraste para oficial, como el viejo. Yo simplemente me alisté.

—¿Y dices que el inteligente soy yo?

—Tú eres científico nuclear, un especialista en hongos nucleares. Yo soy solo un soldado con una placa.

—Con una placa —repitió su hermano—. Supongo que tengo suerte de seguir vivo.

—Aquí no han ejecutado a nadie desde el sesenta y uno.

—¿Lo has comprobado?

—Lo he comprobado.

—Seguridad nacional. Traición. Sí, tengo mucha suerte de seguir vivo.

—¿Te consideras afortunado?

—Puede que sí.

—Entonces acabas de responder a mi pregunta. ¿Necesitas algo? —inquirió de nuevo.

Su hermano intentó sonreír, pero no fue capaz de ocultar la angustia que traslucía.

—¿Por qué percibo un tonillo de que todo se ha terminado?

—Solo estoy preguntando.

—No, estoy bien —contestó con gesto sombrío. Fue como si toda su energía acabara de evaporarse.

Puller miró fijamente a su hermano. Se llevaban dos años, de pequeños habían sido inseparables, y también más adelante, cuando se vistieron de uniforme por su país. Ahora notaba que los separaba un muro mucho más alto que el que rodeaba aquella prisión. Y que no había nada que él pudiera hacer para evitarlo. Estaba mirando a su hermano, y en cambio su hermano en realidad ya no estaba; había sido reemplazado por aquel individuo de mono naranja que iba a permanecer dentro de aquel edificio durante lo que le quedara de vida. Quizá durante toda la eternidad. Pondría la mano en el fuego a que los militares ya lo tenían calculado.

—Hace una temporada mataron aquí a un tipo —dijo Robert.

Puller ya estaba enterado.

—Las instalaciones son de fiar. Le golpearon con un bate de béisbol en la cabeza, en el patio.

—¿Lo has comprobado?

—Lo he comprobado. ¿Lo conocías?

Robert negó con la cabeza.

—Estoy en régimen de 23/1. No tengo mucho tiempo para socializar.

Aquello quería decir que permanecía encerrado veintitrés horas al día y que le permitían una hora para que hiciera ejercicio a solas en un lugar aislado.

Puller no conocía aquel dato.

—¿Desde cuándo?

Robert sonrió.

—¿Quieres decir que eso no lo has comprobado?

—¿Desde cuándo?

—Desde que reduje a un guardia con un cinturón.

—¿Por qué?

—Porque dijo una cosa que no me gustó.

—¿Cuál?

—Nada que tú necesites saber.

—¿Y por qué no lo necesito?

—Fíate de mí. Tal como has dicho, yo soy el hermano inteligente. Y por lo visto ya no podían sumar más años a mi condena.

—¿Tuvo algo que ver con el viejo?

—Es mejor que te vayas. No quiero que pierdas el avión.

—Tengo tiempo. ¿Tuvo que ver con el viejo?

—Esto no es un interrogatorio, hermanito. Y tampoco puedes presionarme para sacarme información. Hace mucho que acabó mi consejo de guerra.

Puller contempló los grilletes que llevaba su hermano en los tobillos.

—¿Te dan de comer a través de la rendija?

En los Pabellones Disciplinarios no había barrotes. Las puertas eran macizas. A los presos confinados en solitario les pasaban la comida tres veces al día a través de una abertura que había en la puerta. Al pie de esta había un panel donde les ponían los grilletes antes de abrir.

Robert asintió.

—Imagino que he tenido suerte de que no me hayan etiquetado de NHC. De lo contrario no estaríamos aquí sentados.

—¿Te han amenazado con no permitirte el contacto humano?

—Aquí dentro te dicen muchas cosas.

Los dos guardaron silencio. Por fin Robert dijo:

—Es mejor que te vayas ya. Tengo cosas que hacer. Aquí lo tienen a uno muy ocupado.

—Volveré.

—No hay motivo. Y puede que haya más motivo para que no vuelvas.

—Le daré recuerdos tuyos al viejo.

Ambos se pusieron de pie y se estrecharon la mano. Robert palmeó a su hermano en el hombro.

—¿Echas de menos Oriente Medio?

—No. Y no conozco a nadie que haya prestado servicio allí que lo eche de menos.

—Me alegro de que regresaras de una sola pieza.

—Muchos de nosotros no pudieron.

—¿Tienes algún caso interesante en curso?

—La verdad es que no.

—Cuídate.

—Sí, y tú también. —Aquellas palabras le sonaron vacías, huecas, ya antes de que las pronunciara.

Se volvió, con la intención de marcharse. Al momento se acercó el policía militar para llevarse a Robert.

—Eh, John.

Puller se volvió de nuevo. El guardia tenía una de sus manazas cerrada en torno al brazo izquierdo de su hermano. Una parte de Puller sintió deseos de arrancarle la mano y aplastarlo contra la pared. Pero solo una parte.

—¿Sí? —dijo, mirando fijamente a su hermano.

—Nada, tío. No es nada. Que me he alegrado de verte.

Puller pasó junto al guardia del arco de rayos X, el cual adoptó de inmediato la posición de firmes, y se dirigió a la escalera. Bajó los peldaños de dos en dos, y cuando llegó al coche alquilado ya le estaba sonando el teléfono. Miró el número que aparecía en la pantalla. Era el del Grupo 701 de Quantico, Virginia, en el que él se encontraba inscrito como agente especial de Investigación Criminal.

Contestó. Escuchó. En el Ejército le enseñaban a uno a hablar menos y escuchar más. Mucho más.

Su respuesta fue sucinta:

—Voy para allá. —Consultó el reloj y calculó rápidamente el tiempo que iba a emplear entre el vuelo y el trayecto en coche. Al volar de oeste a este perdería una hora—. Tres horas y cincuenta minutos, señor.

En la zona rural de Virginia Occidental se había perpetrado una carnicería. Una de las víctimas había sido un coronel. Este hecho había dado lugar a la intervención de la CID, aunque Puller no sabía bien por qué aquel caso había caído en las manos del Grupo 701. Sin embargo, él era un soldado, había recibido una orden y estaba ejecutándola.

Regresaría en avión a Virginia, recogería sus cosas, obtendría el paquete oficial, y después saldría pitando en coche en dirección al lugar del suceso. No obstante, no iba pensando en el asesinato de un coronel, sino más bien en aquel último gesto que había visto en la cara de su hermano. Ocupaba un lugar prominente en su cerebro. Era cierto que se le daba bien separar unas cosas de otras, pero en este preciso momento no le apetecía; los recuerdos que guardaba de su hermano respecto de otro lugar y otra época diferentes iban desfilando poco a poco por su pensamiento.

Robert Puller había alcanzado rápidamente el rango de comandante en las Fuerzas Aéreas y había contribuido a supervisar el arsenal nuclear del país. Era seguro que le concederían por lo menos una estrella, y posiblemente dos. Y ahora había sido condenado por traicionar a su país y no saldría de los Pabellones Disciplinarios hasta que hubiera expulsado el último aliento. Pero seguía siendo su hermano. Ni siquiera el Ejército de Estados Unidos podía cambiar aquello.

Un momento después arrancó el motor y metió la velocidad. Cada vez que acudía allí, al irse se dejaba atrás una parte de sí mismo. A lo mejor llegaba un día en que ya no le quedase nada que recibir a cambio.

Nunca había mostrado sus sentimientos a flor de piel. Nunca había llorado cuando a su alrededor morían hombres en el campo de batalla, a menudo de forma horrible. En lugar de ello los había vengado, de una forma también horrible. Nunca había entrado en combate dominado por una furia incontrolable, porque eso debilitaba, y la debilidad lo hacía a uno fracasar. No derramó una sola lágrima cuando su hermano fue juzgado por traición en un consejo de guerra. Los hombres de la familia Puller no lloraban.

Aquella era la Regla Número Uno.

Los hombres de la familia Puller se mantenían serenos y controlados en todo momento, porque eso aumentaba las posibilidades de alcanzar la victoria.

Aquella era la Regla Número Dos.

Todas las reglas siguientes eran, en gran medida, superfluas.

John Puller no era una máquina, pero también se daba cuenta de que estaba ya muy cerca de serlo. Y a partir de ahí se negó a continuar profundizando en la introspección.

Salió de los Pabellones Disciplinarios mucho más deprisa de lo que había llegado. Acto seguido, un vuelo en dirección este, mucho más rápido, iba a meterlo de cabeza en un caso nuevo, cosa que agradecía, aunque solo fuera por poder quitarse de la cabeza la única cosa que nunca había llegado a entender.

Ni controlar.

Su familia.

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4

—En esto está usted solo, Puller.

John Puller estaba sentado al otro lado de la mesa frente a Don White, que era el SAC, también conocido como el agente especial responsable de la sede de Quantico de la División de Investigación Criminal. Durante varios años dicha sede había estado situada más al norte, en Fort Belvoir, Virginia. Después, los encargados del realineamiento y la clausura de bases decidieron juntar las oficinas de la CID con todas sus ramas en Quantico, que también era donde estaban radicados la Academia del FBI y el Cuerpo de Marines.

Puller hizo una breve parada en su apartamento, situado fuera de la base, para recoger unas cuantas cosas y ver qué tal estaba su gato, un minino gordo y de pelaje anaranjado y marrón al que había puesto el nombre de Desertor, porque siempre se ausentaba sin esperar a que él le concediera permiso. Desertor primero maulló y después le enseñó los dientes, aunque luego se frotó contra su pierna y, arqueando el lomo, le permitió que le acariciara con una mano.

—Tengo un caso, Desertor. Ya volveré a casa. Tienes el agua, la comida y la caja de arena en los sitios de siempre.

El minino maulló para indicar que había entendido y después se fue caminando sin hacer ruido. Aquel gato había en­trado por casualidad en su vida unos dos años antes, y contaba con que en algún momento volvería a salir de ella de la misma forma.

En el teléfono fijo del apartamento había varios mensajes. Conservaba aquella línea únicamente por si acaso se iba la luz y el móvil se quedaba sin batería. Solo hubo un mensaje que escuchó de principio a fin.

Se sentó en el suelo y lo reprodujo dos veces más.

Era su padre.

El teniente general Puller, apodado John el Peleón, era uno de los mayores guerreros de Estados Unidos y antiguo comandante de Screaming Eagles, la legendaria 101.ª División Aerotransportada del Ejército. Ya no estaba en el Ejército y ya no era líder de nada, pero ello no implicaba que estuviera dispuesto a aceptar ninguna de dichas realidades. De hecho, no las aceptaba. Lo cual, naturalmente, implicaba que no vivía dentro de la realidad.

Todavía impartía órdenes a su hijo pequeño como si ocupara el puesto más alto de la cadena de mando de barras y estrellas y su hijo se encontrara en el puesto más bajo. Era probable que ni siquiera se acordara de lo que había dicho en el mensaje. O que ni siquiera recordara haber llamado por teléfono. También era posible que la próxima vez que Puller lo viera sacase aquello a colación y castigase a su hijo por no haber ejecutado la orden recibida. El viejo era en la vida civil tan imprevisible como lo había sido en el campo de batalla. Lo cual lo convertía en un adversario de los más difíciles. Si había algo que temiera un soldado era un adversario al que resultaba imposible ver venir, un enemigo que estuviera más que dispuesto a hacer lo que fuera necesario, por más extravagante que resultara, con tal de ganar. John Puller el Peleón había sido un guerrero así, y en consecuencia había ganado muchas más veces de las que había perdido, y actualmente sus tácticas constituían una referencia fija en la metodología de entrenamiento del Ejército. Todo futuro líder estudiaba su figura en la Academia y difundía las tácticas de combate de Puller por todos los sectores del universo del Ejército.

Borró el mensaje. Su padre iba a tener que esperar.

La siguiente parada era la sede de la CID.

La CID había sido creada en Francia por el general Pershing, apodado Black Jack, durante la Primera Guerra Mundial. En 1971 se convirtió en un importante mando del Ejército, cuyo responsable era un oficial de una estrella. En todo el mundo había casi tres mil personas asignadas a la CID, novecientas de las cuales eran agentes especiales como John Puller. Constituía una estructura de mando centralizada y vertical: en lo más alto se situaba el secretario para el Ejército y en lo más bajo, los agentes especiales, y entremedias había tres capas de burocracia. Era una lasaña formada por demasiados pisos, en opinión de Puller.

Se concentró en su SAC.

—Cuando tiene lugar un homicidio cometido fuera del puesto, por lo general desplegamos algo más que un equipo de un solo hombre, señor.

—Estoy intentando enviar a varios de ustedes al sitio en cuestión de Virginia Occidental —repuso White—, pero en este momento no parece que sea una buena idea.

Puller formuló ahora la pregunta que lo tenía preocupado desde que lo informaron del encargo.

—El 3.er Grupo de la Policía Militar tiene el 1000.º batallón en Fort Campbell, Kentucky. Virginia Occidental es su área de responsabilidad. Ellos pueden investigar tan bien como nosotros el homicidio de un coronel.

—La persona asesinada pertenecía a la Agencia de Inteligencia de Defensa. Los sectores sensibles requieren la actuación «callada y profesional» del Grupo 701. —White sonrió al citar la descripción que a menudo se daba al personal investigador, sumamente entrenado, del Grupo 701 de la CID.

Puller no le devolvió la sonrisa.

—Fort Campbell —prosiguió White—. Ahí es donde se encuentra estacionada la 101, la antigua división de su padre, la Screaming Eagles.

—De eso hace mucho tiempo, señor.

—¿Qué tal le va al viejo?

—Le va, señor —respondió Puller en tono cortante. No le gustaba hablar de su padre con nadie, a excepción de su hermano. E incluso con su hermano la conversación consistía en unas cuantas frases, a lo sumo.

—Bien. Sea como fuere, los investigadores sobre el terreno del 701 son los mejores de los mejores, Puller. Usted no ha sido asignado a este puesto como otros grupos, usted ha sido nombrado.

—Entendido. —Le gustaría saber cuándo iba a decidirse el SAC a decirle algo que él no supiera ya.

White deslizó una carpeta sobre el tablero metálico de la mesa.

—Aquí tiene los preliminares. El oficial de guardia anotó la información inicial. Antes de empezar, consulte con el jefe de su equipo. Se ha formulado un plan de investigación, pero tiene usted libertad para actuar a discreción, basándose en lo que vaya encontrando sobre el terreno.

Puller cogió el expediente que le ofrecían, pero mantuvo la vista fija en el SAC.

—¿Podría facilitarme un resumen, señor?

—El fallecido era el coronel Matthew Reynolds. Como he dicho, pertenecía a la Agencia de Inteligencia de Defensa, la DIA. Estaba ubicado en el Pentágono. Su domicilio se encuentra en Fairfax City, estado de Virginia.

—¿Tenía alguna relación con Virginia Occidental?

—De momento no se le conoce ninguna. Pero ha sido identificado sin posibilidad de duda, de modo que sabemos que es él.

—¿Qué función desempeñaba en la Agencia de Inteligencia? ¿Existe algo que pueda estar relacionado con esto?

—La DIA tiene fama de ser muy discreta respecto de lo que su gente es y lo que su gente hace. Pero nos hemos enterado de que Reynolds estaba a punto de jubilarse y entrar en el sector privado. Si a efectos de esta investigación necesitásemos informarle a usted al respecto, le informaremos.

«¿Sí?», pensó Puller.

—¿Cuál era oficialmente la función que desempeñaba Reynolds en la Agencia?

El SAC se removió un poco en su asiento.

—Dependía directamente del vicepresidente del J2.

—El J2 es un oficial de dos estrellas, ¿no? Tengo entendido que proporciona diariamente información de inteligencia al presidente de los jefes del Estado Mayor.

—Así es.

—Habiendo sido asesinado un tipo así, ¿cómo es que no se ocupa de ello la Agencia? ¿Tienen investigadores con placa?

—Lo único que puedo decirle es que esta misión nos ha sido asignada a nosotros. Concretamente, a usted.

—Y si capturamos al culpable, ¿se nos colará entonces la DIA, o más probablemente el FBI, para exhibirlo ante los medios de comunicación?

—Yo diría que no.

—¿De modo que en este caso la DIA piensa quedarse al margen?

—Como digo, me limito a transmitirle la información que tengo.

—Está bien, ¿sabemos adónde pensaba ir el coronel cuando abandonara el servicio?

White respondió con un gesto negativo.

—Eso aún no lo sé. Puede usted consultar directamente al superior que tenía Reynolds en la Agencia, para que le facilite detalles concretos. El general Julie Carson.

Puller decidió decirlo en voz alta:

—Por lo visto, sí que voy a tener que informarme para llevar a cabo la labor de investigación, señor.

—Veremos.

Esta respuesta era una tontería, y Puller se percató de que White la había expresado sin mirarlo a los ojos.

—¿Ha habido alguna víctima más? —inquirió.

—La esposa y los dos hijos. Todos muertos.

Puller se reclinó en su asiento.

—Bien. Cuatro muertos, probablemente será una escena del crimen complicada, y la investigación se extenderá también a la DIA. En un caso así, normalmente enviaríamos por lo menos a cuatro o seis personas acompañadas de un importante apoyo técnico. Puede que incluso llamáramos a varios cuerpos del USACIL —agregó, refiriéndose al Laboratorio de Investigación Criminal, ubicado en Fort Gillem, Georgia—. Necesitaríamos esa mano de obra solo para procesar las pruebas como es debido. Y después otro equipo que se ocupase de la parte de la Agencia de Inteligencia.

—Opino que ha dado usted con el término apropiado.

—¿A cuál se refiere?

—Al de «normalmente».

Puller volvió a echarse hacia delante.

—Y, normalmente, en una oficina tan grande como la del 701 yo recibiría el encargo del jefe de mi equipo, no del SAC, señor.

—Así es. —White no parecía estar por la labor de dar más explicaciones.

Puller bajó la vista al expediente. Era obvio que se esperaba que averiguase aquello él solito.

—El mensaje del contestador decía que había sido una carnicería.

White asintió.

—Así es como se ha descrito. Desconozco cuántos homicidios tienen en Virginia Occidental, pero imagino que este ha sido bastante sangriento. Sea como fuere, seguro que usted habrá visto cosas mucho peores en Oriente Medio.

Puller no hizo ningún comentario al respecto. Igual que con el tema de su padre, no acostumbraba hablar de las misiones que había llevado a cabo en el desierto.

—Dado que el crimen se ha cometido fuera de las instalaciones —continuó White—, de la investigación se está encargando la policía local. El ámbito es el rural, y según tengo entendido no cuentan con un detective de homicidios oficial; la investigación correrá a cargo de agentes uniformados. Procede actuar con tacto. En realidad no tenemos razones para involucrarnos hasta que se determine que el asesino ha sido un militar. Y debido al puesto que ocupaba Reynolds, quiero que nos involucremos por lo menos a modo de investigación colateral. Y para ello tenemos que procurar no pelearnos con los de allá.

—¿Existe en la zona alguna instalación de seguridad en la que yo pueda almacenar pruebas?

—El Departamento de Seguridad Nacional posee un lugar seguro como a cincuenta kilómetros de allí. Hay una segunda persona destinada para presenciar la apertura y el cierre de la caja fuerte. Le he conseguido a usted una autorización.

—Supongo que aún tendré acceso al USACIL.

—Sí, lo tiene. Y también hemos efectuado una rápida llamada telefónica a Virginia Occidental. No han expresado ninguna objeción a que participe la CID. Ya se ocuparán luego los abogados de la documentación necesaria.

—A los abogados se les da muy bien eso, señor.

White lo miró fijamente.

—Pero nosotros somos el Ejército, de manera que, además de actuar con tacto, también es preciso que lo hagamos de vez en cuando con fuerza. Y tengo entendido que usted es capaz de emplear tanto el uno como la otra.

Puller no dijo nada. Había pasado toda su carrera militar tratando con oficiales. Unos eran buenos, otros eran idiotas. Respecto al que tenía ahora enfrente, todavía no había tomado una decisión.

—Llevo aquí solo un mes —dijo White—, me destinaron a este puesto cuando suprimieron las actividades en Fort Belvoir. Todavía estoy adaptándome. En cambio usted lleva cinco años haciendo esto.

—Ya va para seis.

—Todas las personas que cuentan me han dicho que usted es el mejor que tenemos, aunque un tanto heterodoxo. —Se inclinó hacia delante y apoyó los codos en la mesa—. Estoy seguro de que no es necesario que le diga que en las altas esferas tienen mucho interés por este caso, Puller. Me refiero incluso a más arriba del secretario para el Ejército, a los pasillos civiles de Washington.

—Entendido. Pero he investigado casos que tenían que ver con Inteligencia de Defensa y que se llevaron a cabo dentro de los parámetros normales. Si tanto interés tienen en esos niveles, debe de ser porque el coronel Reynolds tenía algo más de poder político en el puesto que ocupaba en el Pentágono. —Calló unos instantes—. O puede que estuviera más enfangado.

—Es posible que sea usted tan bueno como pregonan —sonrió White.

Puller lo miró a los ojos y pensó: «Y también es posible que me convierta en una excelente cabeza de turco si todo esto se va a la mierda.»

—Así que lleva ya casi seis años haciendo esto —dijo White.

Puller continuó sin decir nada. Creía saber adónde iba a parar aquello, porque ya les había ocurrido lo mismo a otros. Y lo siguiente que dijo White le demostró que no se equivocaba:

—Usted posee formación universitaria. Habla francés, alemán y un italiano pasable. Su padre y su hermano son oficiales.

—Eran oficiales —corrigió Puller—. Y la única razón por la que hablo esos idiomas es porque mi padre estuvo destinado en Europa cuando yo era pequeño.

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