Título original: Frankenstein; or, The Modern Prometheus
Traducción: Nuria González Esteban
1.ª edición: octubre, 2016
© Ediciones B, S. A., 2016
Consell de Cent, 425-427 - 08009 Barcelona (España)
ISBN DIGITAL: 978-84-9069-555-5
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Diseño de portada e interior: Donagh I Matulich
Maquetación ebook: emicaurina@gmail.com
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Contenido
Portadilla
Créditos
Prólogo
CARTA 1
CARTA 2
CARTA 3
CARTA 4
13 de agosto de 17...
19 de agosto de 17...
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Prosigue la narración de Walton
26 de agosto de 17...
2 de septiembre
5 de septiembre
7 de septiembre
12 de septiembre
Prólogo*
El hecho en el cual se basa esta historia imaginaria ha sido considerado por el doctor Darwin y otros científicos alemanes como un evento no del todo imposible. No quisiera que se piense que creo en semejantes fantasías; sin embargo, al tomar este hecho como punto de partida para mi relato, no creo haberme limitado simplemente a enlazar, unos con otros, una serie de acontecimientos terroríficos de índole sobrenatural.
El suceso que hace despertar el interés por la historia no posee las desventajas de un simple relato de fantasmas o de magia. Me interesó por la novedad de las situaciones que desarrolla, y, aunque parezca imposible como hecho físico, ofrece para la imaginación un punto de vista más comprensivo y autorizado sobre las pasiones humanas que el que puede proporcionar el simple relato de acontecimientos reales. Así, me he esforzado por mantener la veracidad de los principios elementales de la naturaleza humana, y a la vez, no he tenido escrúpulos a la hora de hacer innovaciones relacionadas con su combinación. Este procedimiento se halla presente en La Ilíada, el poema trágico de Grecia; en Shakespeare, La tempestad y El sueño de una noche de verano; y sobre todo en Milton, El paraíso perdido. Por lo tanto, el más humilde novelista que intente deleitar o regocijarse con sus esfuerzos puede, sin presunción, utilizar en su narrativa una licencia, o, mejor dicho, una regla, que ha posibilitado la creación de los mejores ejemplos de poesía y tantas exquisitas combinaciones de sentimientos humanos.
La circunstancia en la cual se funda mi relato me fue sugerida en una conversación trivial. Comencé a escribir, en parte como diversión y en parte como pretexto, para ejercitar las posibilidades de mi mente. No obstante, a medida que avanzaba la obra, otros motivos se fueron añadiendo. No soy para nada indiferente al modo en que los principios morales que existen en los sentimientos o personajes que contiene la obra puedan afectar al lector. Sin embargo, mi principal preocupación en este punto se ha concentrado en la eliminación de los efectos nocivos de las novelas de hoy en día, y en exponer la bondad del amor familiar, así como la excelencia de la virtud universal. Las opiniones que lógicamente surgen del carácter y situación del protagonista no deben considerarse, en modo alguno, convicciones mías; como tampoco se debe extraer de estas páginas alguna conclusión que perjudique a alguna doctrina filosófica.
La autora ha sentido un gran interés por escribir esta historia, cuya redacción comenzó en la majestuosa región donde se desarrolla la parte principal, rodeada de compañeros muy difíciles de olvidar. Pasé el verano de 1816 en los alrededores de Ginebra. Aquel año, fue una estación fría y lluviosa, y por las noches nos reuníamos junto al hogar, frente a un gran fuego de leños. A veces, nos divertíamos relatando historias alemanas de espíritus y fantasmas que habían llegado a nuestras manos de casualidad. Esos relatos despertaron en nosotros el deseo de escribir nuestros propios cuentos, por diversión. Otros dos amigos (uno de los cuales ha escrito una historia muchísimo más aceptable para el lector que nada de lo que yo pueda producir) y yo nos comprometimos a escribir un cuento cada uno, una historia que tuviera algún acontecimiento sobrenatural.
Sin embargo, el tiempo de repente mejoró, y mis dos amigos partieron de viaje hacia los Alpes, donde olvidaron, en el magnífico paisaje, cualquier recuerdo de sus visiones fantasmagóricas. El relato que sigue es el único que se terminó.
* El prólogo fue escrito por Percy Shelley, marido de la autora.
CARTA 1
San Petersburgo, 11 de diciembre de 17...
A la señora Saville, Inglaterra:
Me imagino que te alegrará saber que ningún percance ha empañado el comienzo de la empresa que tú contemplabas con tan oscuros presagios. Llegué aquí ayer, y mi primera tarea es tranquilizar a mi querida hermana sobre mi bienestar y comunicarle mi creciente confianza en el éxito de mi emprendimiento.
Me encuentro ya muy al norte de Londres, y mientras camino por las calles de Petersburgo siento una fría brisa norteña en las mejillas, que estimula mis nervios y me llena de alegría. ¿Comprendes este sentimiento? Esta brisa, que proviene de las regiones hacia las que yo me dirijo, me está anticipando esos climas helados. Animado por este viento prometedor, mis fantasías se hacen más fervientes y reales. Intento convencerme, en vano, de que el polo es la morada del hielo y la desolación; pero, en mi imaginación, se me presenta como la región de la belleza y el deleite. Allí, Margaret, el sol nunca se pone, con su amplio disco rozando justo el horizonte, difundiendo un eterno resplandor. Allí, (con tu permiso, hermana mía, voy a dar mi voto de confianza a anteriores navegantes), allí no existen ni la nieve ni el hielo y, navegando por un mar sereno, una brisa nos puede llevar a una tierra que supera, en maravillas y hermosura, cualquier región descubierta hasta el momento en este mundo. Es posible que sus productos y paisaje no tengan precedente, como sin duda sucede con los fenómenos de los cuerpos celestes de esas soledades inexploradas. ¿Qué podría sorprendernos en una región donde la luz es eterna? Tal vez allí encuentre la maravillosa fuerza que atrae a la aguja de la brújula, y podría incluso llegar a comprobar mil observaciones celestes que requieren solo que se haga este viaje para aclarar, por siempre, las aparentes contradicciones de los astros. Saciaré mi ardiente curiosidad con la visión de una parte del mundo que jamás ha sido visitada hasta hoy, y caminaré por un suelo por donde el hombre nunca antes ha dejado su huella. Eso es lo que me incentiva, y es suficiente para vencer todo temor al peligro o a la muerte e inducirme a embarcarme en este laborioso viaje con el júbilo que siente un niño cuando se embarca en un pequeño bote, con sus compañeros de vacaciones, para explorar un río de su región. Pero, suponiendo que todas estas conjeturas fueran falsas, no puedes negar el inestimable beneficio que podré transmitir a toda la humanidad, hasta la última generación, con el descubrimiento, cerca del polo, de un pasaje hacia aquellos países a los que actualmente se tarda muchos meses en llegar; o con la revelación del secreto de la fuerza magnética, para lo cual, si es que eso fuera posible, se necesita un emprendimiento como el mío.
Estas reflexiones han disipado la agitación con la que empecé mi carta y siento arder mi corazón con un entusiasmo que me eleva al cielo, pues no hay nada que tranquilice la mente como el hecho de tener una meta clara, un objetivo en el cual el alma pueda fijar su parte intelectual. Esta expedición ha sido el sueño predilecto de mis años tempranos. He leído apasionadamente los relatos de los diversos viajes que se han hecho con la perspectiva de llegar al norte del océano Pacífico a través de los mares que rodean el polo. Tal vez recuerdes que toda la biblioteca del buen tío Thomas estaba compuesta por una historia de todos los viajes realizados con fines exploradores. Mi educación fue un poco descuidada, pero siempre sentí la pasión por la lectura. Pasaba día tras día leyendo esos volúmenes y, mientras más los leía, mayor era la tristeza que había sentido cuando, de niño, me dijeron que mi padre, en su lecho de muerte, le había pedido a mi tío que me prohibiera dedicarme a la vida de marino.
Aquellas visiones se desvanecieron cuando, por primera vez, leí con detenimiento aquellos poetas cuyos versos extasiaron mi alma y la elevaron al cielo. Yo también me convertí en poeta y viví durante un año en un paraíso de mi propia creación; me imaginé que yo también podría obtener un nicho en el templo donde se veneran los nombres de Homero y de Shakespeare. Tú conoces muy bien mi fracaso y cuán amargo fue para mí este desengaño. Pero, justo en ese momento, heredé la fortuna de mi primo, y mis pensamientos retomaron su antiguo rumbo.
Han pasado seis años desde que decidí llevar a cabo este viaje. Incluso ahora, puedo recordar el momento preciso en el que decidí dedicarme a esta gran tarea. Comencé por habituar mi cuerpo a las privaciones. Acompañé a los balleneros en varias expediciones al mar del Norte. De mi total voluntad padecí frío, hambre, sed y sueño. A menudo trabajaba más durante el día que cualquier otro marinero, y por las noches, me dedicaba al estudio de las matemáticas, la teoría de la medicina y aquellas ramas de las ciencias físicas que para un aventurero naval podrían ser de la mayor utilidad práctica. En dos ocasiones me enrolé como segundo de a bordo en un ballenero de Groenlandia y ambas veces salí airoso. Debo reconocer que cuando el capitán me ofreció ser su segundo en el barco y me suplicó que me quedara, me sentí un poco orgulloso al ver que tanto apreciaba mis servicios.
Y ahora, querida Margaret, ¿no merezco llevar a cabo alguna gran empresa? Podría haber vivido con lujo y comodidades, pero he preferido la gloria a cualquiera de los placeres que la riqueza pudiera poner en mi camino. ¡Ay! ¡Si tan solo una voz alentadora me respondiera afirmativamente! Mi valor y mi resolución son firmes, pero mis esperanzas fluctúan y mi espíritu se deprime frecuentemente. Estoy a punto de embarcarme en un viaje largo y difícil, con vicisitudes que exigirán de mí todo mi valor. Se me pide no solo que levante el ánimo de los demás sino que conserve mi entereza cuando ellos flaqueen.
Esta es la época más favorable para viajar por Rusia. Los trineos vuelan con rapidez sobre la nieve; el movimiento es agradable y, en mi opinión, mucho más placentero que el de los coches de caballos ingleses. El frío no es excesivo si vas envuelto en pieles, costumbre que yo ya he adoptado, pues hay una enorme diferencia entre caminar por la cubierta de un barco y permanecer sentado, inmóvil durante horas, sin hacer algún ejercicio para impedir que la sangre se te congele literalmente en las venas. No tengo ninguna intención de perder la vida en la ruta entre San Petersburgo y Arcángel.
Partiré hacia esta última ciudad en dos o tres semanas, y tengo la intención de fletar allí un barco, lo cual me resultará fácil si le pago el seguro al dueño; y también contrataré tantos marineros como sea necesario de entre los que están acostumbrados a embarcarse en balleneros. No pienso navegar hasta el mes de junio; y en cuanto a mi regreso, querida hermana, ¿qué puedo responderte? Si tengo éxito, pasarán muchos, muchos meses, quizás años, antes de que tú y yo nos volvamos a encontrar. Si fracaso, me verás muy pronto, o nunca.
Adiós, mi querida y excelente Margaret. Que el cielo te envíe todas las bendiciones y a mí me proteja para que pueda atestiguarte una y otra vez mi gratitud por todo tu cariño y tu bondad.
Tu afectuoso hermano,
ROBERT WALTON
CARTA 2
Arcángel, 28 de marzo de 17...
A la señora Saville, Inglaterra:
¡Qué despacio pasa el tiempo aquí, rodeado como estoy de hielo y nieve! Así y todo, he dado ya un segundo paso hacia la realización de mi empresa. He fletado un barco y estoy abocado a reunir mi tripulación; los que ya he contratado parecen hombres en quienes puedo confiar, dotados, por cierto, de un valor a prueba de todo.
Sin embargo, todavía no he podido satisfacer un deseo, y esta ausencia me provoca un daño terrible: no tengo ningún amigo, Margaret. Cuando brille con el entusiasmo del éxito, no habrá nadie que comparta mi alegría; si soy víctima del desaliento, nadie se esforzará por ahuyentar mi desazón. Puedo expresar mis pensamientos en el papel, es cierto, pero es un medio insuficiente para comunicar los sentimientos. Necesito la compañía de un hombre que pueda identificarse conmigo, cuya mirada respondiera a la mía. Me puedes tildar de romántico, querida hermana, pero siento con amargura la necesidad de tener un amigo. No tengo a nadie cerca, alguien que sea tranquilo pero valeroso, culto y hábil, cuyos gustos se asemejen a los míos, alguien que pueda aprobar o corregir mis proyectos. ¡Qué bien repararía un amigo así los errores de tu pobre hermano! Soy demasiado impulsivo en la ejecución y demasiado impaciente con las dificultades. Pero aún me resulta más nocivo el hecho de ser autodidacta: durante los primeros catorce años de mi vida corrí por los campos como un salvaje, y no leí nada salvo los libros de viajes de nuestro tío Thomas. A esa edad empecé a familiarizarme con los renombrados poetas de nuestra cultura. Pero solo cuando dejé de beneficiarme de esas lecturas fue que sentí la necesidad de aprender otras lenguas distintas a la mía. Ahora tengo veintiocho años, y en realidad soy más inculto que muchos jóvenes de quince que van a la escuela. Es cierto que he reflexionado más, y que mis sueños son más ambiciosos y magníficos, pero les falta equilibrio (como dicen los pintores). Me hace mucha falta un amigo con el suficiente sentido común como para no despreciarme por romántico, y que me aprecie lo bastante como para intentar encauzar mi mente.
En fin, estos son lamentos en vano; sé que no encontraré ningún amigo en la inmensidad del océano, ni siquiera aquí, en Arcángel, entre mercaderes y marineros. Aun así, hay ciertos sentimientos presentes incluso en estos rudos corazones, sentimientos extraños a la escoria de la naturaleza humana. Mi lugarteniente, por ejemplo, es un hombre de mucho coraje e iniciativa cuyo anhelo es la gloria, o bien, hablando con precisión, anhela ascender en su profesión. Es inglés, y, aunque está lleno de prejuicios nacionales y profesionales, que no fueron suavizados por la educación, conserva algunas de las más nobles cualidades del ser humano. Lo conocí a bordo de un ballenero, y, cuando me enteré de que se encontraba en esta ciudad, sin trabajo, no tuve ninguna dificultad para persuadirlo de que me acompañara en mi aventura.
El capitán es una persona de excelente disposición y muy querido en el barco por su amabilidad y flexibilidad en la disciplina. Esa circunstancia, sumada a su conocida integridad y coraje sin igual, hizo que yo quisiera contar con sus servicios. Una juventud pasada en soledad y mis mejores años bajo tu amable y femenina tutela han refinado la base de mi carácter, y eso hace que no pueda vencer un sentimiento de intenso disgusto hacia la brutalidad cotidiana que se ejerce a bordo del barco. Nunca la creí necesaria, y, cuando me enteré de que había un marino apreciado por su bondad y respetado y admirado por la tripulación, me sentí afortunado de poder contar con sus servicios. Oí hablar de él por primera vez de una forma casi romántica, por una joven que le debe la felicidad en su vida. Esta, brevemente, es su historia: hace algunos años él se había enamorado de una joven rusa de familia bastante acomodada; y tras hacerse de una considerable fortuna en su profesión, el padre de la joven dio su consentimiento al matrimonio. Él vio a su prometida una vez antes de la ceremonia, pero ella lloraba a mares y se arrojó a los pies del marino, suplicándole que la perdonara y a la vez confesándole su amor por otro hombre, con el cual su padre nunca consentiría que se casara porque aquel hombre carecía de fortuna. Mi generoso amigo tranquilizó a la suplicante muchacha y, en cuanto supo el nombre de su amado, abandonó al instante su galanteo. Ya había comprado una granja con su dinero, en la cual pensaba pasar el resto de su vida, pero se la cedió a su rival, junto con el resto de su fortuna para que pudiera comprar algunas reses. El marinero también le solicitó al padre de la joven que consintiera a la boda, pero el anciano se negó enérgicamente, porque consideraba que estaba en deuda de honor con mi amigo, el cual, al ver al padre en actitud tan inflexible, abandonó el país para no regresar hasta saber que su antigua novia se había casado con el hombre al que amaba. «¡Qué persona tan noble!», exclamarás sin duda. Y lo es, pero no tiene ninguna educación: es tan silencioso como un turco, y se puede ver en él una especie de ignorante negligencia que, junto a su conducta, a veces un poco extraña, le restan interés y empatía.
Aun así, no creas que el que me queje un poco, o porque crea que quizá nunca pueda conocer el consuelo para mi tristeza, signifique que estoy dudando de mi decisión. Esta es tan firme como el destino mismo, y mi viaje está retrasado solo porque espero un clima favorable que me permita zarpar. El invierno ha sido muy severo; pero la primavera promete ser buena e incluso parece que se adelantará, de modo que quizá pueda zarpar antes de lo previsto. No actuaré con precipitación; me conoces lo suficiente para confiar en mi prudencia y moderación cuando de mí dependa la seguridad de otros.
No puedo describirte la emoción que tengo ante la proximidad de este viaje. Es imposible darte una idea de la tremenda sensación, mezcla de agrado y de temor, con la cual me dispongo a partir. Me dirijo hacia regiones inexploradas, hacia «la tierra de la bruma y de la nieve», pero no mataré ningún albatros, así que no temas por mi suerte o por si volveré exhausto y miserable, como el «Ancient Mariner», del poema de Coleridge. Te imagino sonriendo ante la mención de ese poema, pero te contaré un secreto. Siempre he atribuido mi pasión y entusiasmo por los peligrosos misterios del océano a la producción de los más imaginativos poetas modernos. Hay algo que sucede en mi alma que no comprendo. Soy un hombre eminentemente práctico, un trabajador que realiza su tarea con perseverancia y dureza, pero, más allá de eso, existe en mí el amor por lo maravilloso, una fe en lo maravilloso presente siempre en todos mis proyectos, que me aleja de los senderos que todos toman y me empuja hacia el océano salvaje y las regiones inhóspitas que estoy por explorar.
Volviendo, no obstante, a temas más queridos, ¿te encontraré de nuevo, luego de cruzar mares inmensos y tras rodear los cabos de África o América? N