Las aristas del tiempo

Fragmento

Creditos

1.ª edición: octubre, 2016

© 2016 by Carmen Martínez Pineda

© Ediciones B, S. A., 2016

Consell de Cent, 425-427 - 08009 Barcelona (España)

ISBN DIGITAL: 978-84-9069-566-1

Gracias por comprar este ebook.

Visita www.edicionesb.com para estar informado de novedades, noticias destacadas y próximos lanzamientos.

Síguenos en nuestras redes sociales

       

Maquetación ebook: emicaurina@gmail.com

Todos los derechos reservados. Bajo las sanciones establecidas en el ordenamiento jurídico, queda rigurosamente prohibida, sin autorización escrita de los titulares del copyright, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, así como la distribución de ejemplares mediante alquiler o préstamo públicos.

Dedicatoria

 

 

 

 

 

A Andrea Andrea Andrea

Por regalarme su historia

Contenido

Contenido

Portadilla

Créditos

Dedicatoria

 

Capítulo I

Capítulo II

Capítulo III

Capítulo IV

Capítulo V

Capítulo VI

Capítulo VII

Capítulo VIII

Capítulo IX

Capítulo X

Capítulo XI

Capítulo XII

Promoción

las_aristas_del_tiempo-4.xhtml

Capítulo I

Cuando llegó a la estación, Aurora Castillo comprobó una vez más que el tiempo en su ciudad natal estaba detenido desde hacía décadas. La estación conservaba el mismo aspecto de caseta en ruinas, con dos andenes solitarios que se consumían apagados en el sopor tranquilo del calor intempestivo, las vías hundidas en el abismo de óxido del tiempo y el reloj impasible de la entrada inmortalizado en una hora eterna: las dos menos diez. Guardó en su bolso el libro que estaba leyendo, comprobó la hora exacta en su reloj de muñeca —la una menos cuarto— y buscó por encima de sus gafas de hipermétrope a su hijo mayor. No lo vio en el acto y se apeó del tren con la sensación desconcertante de que habían vuelto a olvidarse de ella. Entró en la cafetería y pidió una caña de cerveza. Aún no había bebido el primer trago cuando sintió el tacto apacible de una mano en su espalda y un beso cálido en el cuello. Discernió el cuerpo monumental de metro noventa reflejado en el espejo de enfrente, el rostro adusto y dorado de hombre bien viril, los pómulos firmes y el mentón sentado y se giró para abrazarlo.

—Siempre me haces esperar. Sólo tuviste prisa para casarte.

Andrés Velasco se apartó con suavidad y le arrebató la cerveza a su madre para ingerir un trago forzoso con el único propósito de evitar que lo tomara ella. No estaba acostumbrado a beber entre horas y aquella falta tentadora le pasó factura: soltó un eructo soez que logró amordazar con una mano resuelta, aunque no pudo contener la acometida impetuosa de lágrimas extraviadas.

—Sabes de sobra que no debes beber nada de alcohol —la reprendió.

Aurora pensó en la escena inverosímil —el hijo amonestando a la madre— y comprobó una vez más que aquél era uno de los muchos síntomas indecorosos de la vejez.

—Cuando los hijos tienen sus propios hijos se vuelven padres de sus padres.

Andrés cogió del suelo la maleta de su madre y la ignoró sin aspavientos, como había hecho siempre. Condujo hasta el extrarradio de la ciudad donde se ubicaba la casa solariega de la familia, abrió la puerta de la entrada con un mando a distancia y se adentró por el camino empedrado. Ella aspiró el olor a cítrico, que le estalló de golpe en el paladar, dejándole un regusto amargo a pesticida en la garganta, y extrajo un pañuelo de su bolso para taparse la nariz. Su hijo la miró de soslayo e hizo un gesto reprobatorio que Aurora captó muy bien.

—¡Pero qué exagerada eres!

—¿Qué quieres que haga? No soporto este olor.

Andrés detuvo el coche y la ayudó a bajar.

—¿Y qué hiciste durante los treinta y ocho años que viviste aquí?

—Sufrirlo en silencio, como las almorranas.

—No, si ahora va a resultar que es preferible el olor a gasolina y a contaminación de Madrid.

Ella no intentó ser condescendiente cuando sentenció:

—Cada uno tiene su olor y el mío no es éste, desde luego.

Andrés abrió la puerta de la entrada y gritó el nombre de su hermano Raúl. Nadie contestó y supuso que todavía no había vuelto del trabajo. Se vio entonces en la obligación de invitar a su madre a comer, pero Aurora prefirió esperar a su hijo menor antes que soportar la conversación indigesta con la nuera atragantada.

—Al menos vente esta noche —le rogó Andrés.

—Imposible. Tengo la cena de antiguas alumnas del colegio.

—Pues mañana.

Ella dejó el bolso encima de la mesa de la cocina y bebió un trago de agua del botijo que le empapó la barbilla y el cuello.

—En cuanto pueda me acerco, te lo prometo.

—Nunca he entendido qué te ha hecho Nuria para que la trates así.

—Nada. Ése es su problema, que no hace nada de nada.

La casa estaba intacta en su recuerdo melancólico de hacía veinte años. Era una imponente construcción mediterránea de dos plantas con un tejado sencillo a dos aguas y una fachada ostentosa en color burdeos que resaltaba entre los cultivos de limones y entre las plantaciones de la huerta. El suelo original había sido de mármol, pero lo reemplazaron por gres en una de sus reformas calamitosas y profanaron las paredes empapeladas con el prosaico gotelé que, para colmo de desaciertos estéticos, coronaron con el color prístino que había escogido su madre antes de morir: el blanco roto que camuflaba la mierda.

La casa estaba dividida en dos partes que se comunicaban por medio de un pasillo delimitador. La zona de la servidumbre, situada en el trasfondo y con vistas inquietantes al establo, se componía de una cocina, tres cuartuchos lóbregos y un aseo minúsculo sin más dotaciones para asearse que una palangana vieja y un grifo escuálido en el techo que su padre había improvisado hacía más de tres décadas como ducha rudimentaria. Al otro lado del pasillo se ubicaba la cocina principal, una sala de estar con una chimenea francesa, un salón de té que su madre mandó construir después de su único viaje por Europa, en el que pasó varios días en Londres y volvió convencida de que ninguna persona sofisticada podía conservar la distinción sin tomar el té a las cinco en punto de la tarde, y el comedor misterioso que permanecía cerrado a cal y a canto, a la espera de ser abierto en las ocasiones solemnes. Arriba se encontraban los cinco dormitorios y el único baño compartido, que debía utilizarse por turnos cuarteleros.

Aunque la casa estaba habitada por su hijo menor, Aurora comprobó al instante que exhalaba la quietud helada del abandono. Cuando entró en la sala de estar atisbó las primeras señales de vida y se horrorizó con la visión aterradora: la casa era un zafarrancho de combate. Las cortinas de terciopelo y de seda se hallaban medio descolgadas y su hijo había aprovechado el incidente doméstico para utilizar el riel como tendedero provisional. La mesita de té estaba adornada con colillas de cigarros colocados de pie por la boquilla y Aurora dedujo que aquélla había sido la solución ingeniosa de su hijo cuando se quedó sin espacio de almacenaje en los dos ceniceros descomunales que expandían un tufo a tabaco retestinado y centenario por la sala. Con la resignación dócil de la madre que ha tenido que criar a un hijo inútil sin remedio, Aurora fue recogiendo del suelo los papeles desperdigados de su Raúl, el arquitecto excelso que ningún promotor se disputaba por sus prejuicios de honor, vació los dos ceniceros repletos de colillas rancias, recogió la ropa seca y arrugada que hacía de parasol y contenía los rayos cegadores del mediodía litoral y aseó aquel cuarto opresivo. Siguió encontrando restos del hijo incapaz por la casa, desperdigados por todos los rincones como señuelos para no perderse entre el estercolero inconmensurable de su propia inmundicia, y los fue extirpando todos sin dolor. La alcoba principal en la que dormía era una pocilga cenagosa con mucha porquería, aunque sin más cerdo que el hijo de su infortunio. La cama estaba deshecha y la ropa se amontonaba como estiércol caliente a los pies. La capa de polvo en los muebles de estilo Art Nouveau era tan espesa que había carcomido el brillo de su época de esplendor finisecular. Aurora calculó la cantidad de lavadoras que tendría que poner durante aquel fin de semana de pasión de madre necia y se encomendó a todos los santos para que le echaran una mano redentora a cualquier sitio menos al cuello.

—¡Dios mío —exclamó—, ni en mis peores pesadillas habría imaginado un fin de semana peor!

Cuando su hijo Raúl regresó, a las tres y media, ella ya había puesto dos lavadoras, había limpiado el dormitorio y la sala de estar, había aseado la cocina y el baño pavoroso y había cocinado unas lentejas. Fue un trabajo baldío porque su hijo ya había comido y sólo le dio un beso liviano en la mejilla antes de intentar una retirada a la sala de estar para dormitar la siesta. Aurora se lo impidió; lo agarró al vuelo con una zarpa belicosa y le preguntó enfurecida:

—¿Acaso te he enseñado yo a vivir entre mierda?

Raúl, el arquitecto incorruptible que se negaba a diseñar pisos baratos para no estropear la fisionomía de la huerta, se encogió de hombros y Aurora decidió en ese segundo milenario que el pasotismo de su hijo, el arquitecto escrupuloso que sólo hacía proyectos de chalés de lujo con muy bajo impacto medioambiental, era inconmovible, así que colocó dos cubiertos y dos vasos en la mesa, lo empujó hacia una silla, lo obligó a sentarse contra su voluntad, lo obligó a comer las lentejas y le cantó las verdades del barquero:

—Ni sueñes por un segundo de enajenación mental transitoria que vengo para quedarme.

Raúl apuró la copa de vino tinto y se reclinó sobre la silla en actitud desafiante.

—Vamos, mamá, no te hagas de rogar, ¿qué haces tú sola en Madrid?

Ella no pensó un segundo la respuesta.

—Vivir como he querido vivir toda mi vida, sin compromisos, sin ataduras y sin hijos ingratos que sólo me quieren para que les quite la mierda.

Recogió la mesa como último gesto de concesión al hijo descalabrado y añadió en un tono ufano de mujer congraciada con su nueva vida.

—La mierda que se la quite cada uno cuando quiera o cuando pueda.

—Si limpias es porque tú quieres. Ni Andrés ni yo queremos que te vengas para eso.

Aurora sonrió con una perspicacia maliciosa.

—¿Y para qué queréis que deje mi casa y me venga? ¿Para tenerme bien controlada, para evitar que me despendole, para impedirme hacer lo que me venga en gana? ¡No, hijo, no! Consentí que me mangonearan con veinte años, pero no voy a hacerlo con sesenta bien cumplidos.

Metió los cacharros en el lavavajillas, limpió la mesa con una bayeta, colocó el florero y se retiró a descansar las piernas.

—Soy vieja, pero no lo suficiente para que mis hijos controlen mi vida.

Despertó de la siesta abusiva de dos horas con la sensación mortificadora de que había desperdiciado el tiempo y se metió, rauda, en la ducha para no llegar tarde a la reunión de antiguas alumnas. Tenía que lavarse el cabello porque los viajes le dejaban un cúmulo nauseabundo de grasa que remarcaba de golpe sus muchos años. Lucía con naturalidad la media melena recta que había exhibido durante toda su vida. Mientras la alisaba, percibió con nitidez las canas dispersas que tenía localizadas desde hacía años y se peinó hacia el lado derecho para ocultar el mechón grisáceo que empezaba a insinuarse con un descaro provocador. Quedó satisfecha con el resultado y utilizó los mismos métodos de guerra para ocultar el color cetrino de la piel y los surcos profundos cincelados en la cara por los años inclementes que la asediaban sin claudicaciones a la vuelta de cada esquina para ponerle zancadillas traicioneras. Se vistió con un pantalón de raso negro y con una camisa azul turquesa que acentuaba su piel bruñida de morena natural. Tenía un sobrepeso torturador de doce kilos desde la menopausia que no había conseguido eliminar ni con las dietas más estrictas de su endocrino, pero cuando se vio reflejada en el espejo de cuerpo entero del armario le gustó su aspecto: el de una mujer madura que sabía eludir los acechos contumaces de la mala vejez.

No le pidió a su hijo que la acercara al centro de la ciudad; prefirió llamar a un taxi que le cobró un precio excesivo por un exiguo trayecto de cuatro kilómetros y medio hasta el antiguo Hotel Victoria. Algunas ex compañeras habían llegado demasiado pronto y otras postergaron tanto su aparición que las más suspicaces no necesitaron excusas para lanzarse al lodazal de las primeras críticas morbosas. Elena Morales fue la más remolona; irrumpió en el hotel cuando todas las invitadas ya se habían acomodado en sus asientos y empezaban a degustar los primeros aperitivos, pero aterrizó con tal prestancia, con tal empaque de separada renacida tras un divorcio fructífero, que casi nadie la culpó por su demora. Llegó impecable en un diseño italiano de alta costura, de negro integral, con altos tacones de aguja que todavía le permitían mostrar unas piernas firmes, pese a los escollos de la edad, y exhibiendo sin recatos el cabello más rubio que nunca, casi albino, recogido en un moño alto que dignificaba su porte de Venus. Ángela Albaladejo había acudido a la fiesta en calidad de ex cuñada e informó a toda la que quiso escucharla, y hasta a la que hizo lo imposible por no oírla, de los detalles más nimios y escabrosos de la separación.

—Si mi hermano se descuida, le quita hasta los calzoncillos.

Aurora, moribunda en el letargo del chisme interminable, pidió una copa de vino blanco y trató de cortar las alas de cuajo al rumor:

—Lo dudo —dijo de pronto— porque ni él sabría dónde los había dejado.

Ninguna de las presentes pareció disculpar el sarcasmo y adelantaron el inicio de los interrogatorios. Rosa María Gutiérrez le preguntó como siempre si seguía estudiando y Aurora le contestó con el tono impasible de siempre que nunca en su vida había dejado de estudiar. Estaban todavía tomando el cóctel en el jardín cuando se acercó a ella, la sometió a un chequeo analítico de preoperatorio antes de una intervención a vida o muerte e hizo, finalmente, un gesto aprobatorio con la cabeza que la liberó de una expurgación masiva con la que espulgar sus males parasitarios.

—Te veo estupenda —le dijo.

—Lo estoy —respondió Aurora sin falsa modestia.

Rosa María sacó un pitillo de su bolso, lo encendió, expulsó una bocanada y formuló la pregunta que todas esperaban, acezantes.

—¿Por qué carrera vas?

—Por la sexta —contestó Aurora sin alborotos.

Rosa María la observó entre sorprendida y lastimera.

—Te morirás estudiando —le espetó como reproche.

Aurora no se inmutó, no la miró con el menor atisbo de afectación, y con una indiferencia que no pretendía ser presuntuosa, como alguien le reprochó luego, pronunció la sentencia que nadie entendió, salvo Belén Osuna, porque nadie, salvo ella, conocía la referencia literaria.

—No concibo una muerte distinta.

Cuando Belén Osuna se sentó a su lado le corrigió la cita:

—Era por amor.

—En la vida real nadie muere por amor —replicó Aurora sin inmutarse.

Belén le devolvió una sonrisa mientras pinchaba una gamba con el tenedor. Lucía un aire amotinado, con un corte de pelo drástico, de esquinas escoradas, teñido de un color estridente —amarillo canario, coronado por un solo mechón negro— y, para colmo de desafíos, se presentó en la fiesta embutida en un modelo salvaje de cuero que hacía imaginar perversiones mucho más inefables que los escasos deslices con los que había compensado tantos ratos de soledad.

—¿Y qué me dices de Serafín Torres? —preguntó mientras chupaba la cabeza de la gamba.

—Aquello fueron tonterías de adolescentes.

—Puede —admitió Belén— pero la tontería de adolescente está ahí delante y con intención de venir a saludarte.

Aurora levantó la vista del plato, miró en dirección a la pista vacía y distinguió en el flanco opuesto la silueta lejana y vaga de un sesentón crepuscular. Siguió comiendo con la certidumbre de que él se limitaría a saludarla en la distancia, como era habitual, pero Serafín aprovechó el momento en el que Belén Osuna se ausentó para aproximarse a la mesa. Conservaba todavía su cabellera intacta, aunque blanquecina y con las entradas más prominentes. De su antiguo porte altanero sólo mantenía el rubor desafiante en la mirada y su cuerpo había decaído varios centímetros y había ganado algunos kilos adicionales en la barriga abultada de cervecero infatigable. Aurora lo saludó con dos besos en la mejilla, como en todas las ocasiones esporádicas en las que habían coincidido, y él dejó su iphone sobre la mesa. Comenzaron, como siempre, hablando de Madrid, del estrés a fuego vivo abrasando los contornos de la ciudad, de sus años de exiliado en la capital; blasfemó sobre ellos, se cagó en la mala madre que había parido a la urbe ingente, despotricó con el mismo ahínco con el que todos lo escucharon despotricar toda la vida de los rigores del clima, de la intemperie sucia, del fango en el aire, del ruido tóxico y ella le preguntó por qué narices había estado tantos años en la capital si la tenía en tan mal estima. Él respondió lo de siempre:

—Para labrarme el porvenir que nunca me habría labrado en esta ciudad.

Se sirvió sin permiso una copa de vino y agregó en un tono vanidoso de hombre renacido en la opulencia:

—Aquí algunos mal nacidos se habrían encargado de ponerme zancadillas hasta partirme el espinazo.

Aurora digirió en silencio la alusión velada a su familia y cambió de tema, como siempre, pero él se despeñó sin aviso por una rasante abrupta y le lanzó una pregunta a quemarropa.

—Dime —le dijo— si yo te quería tanto como te quise, ¿por qué me plantaste de aquella forma?

Aurora reprimió la risa para no abochornarlo todavía más de lo que ya se estaba abochornando sin ayuda de nadie con aquellas necedades de Quijote.

—Serafín, por el amor de Dios, no puedes venir después de tanto tiempo y hacerme esa pregunta así, de golpe.

Pero él estaba inspirado por un vendaval de molinos y no admitió evasivas.

—Respóndeme —ordenó— porque no pienso levantarme de esta mesa hasta que lo hagas.

—No seas burro, anda, de sobra sabes que mi padre nunca lo habría consentido.

—No estoy hablando de tu padre, ni de tus hermanos, ni de la madre que los parió. Estoy hablando de nosotros, de ti y de mí, y quiero saber por qué motivo tú decidiste dejarme de un día para otro sin darme una miserable explicación.

Aurora percibió cómo crepitaban los rescoldos casi extinguidos de su inquina vieja y lo escudriñó al dedillo: los ojos agonizantes de bisojo estacionario retorciéndose como murciélagos cegatos, la cara ligeramente hinchada y enfebrecida y la frente iluminada por un sudor destellante.

«No hay duda —pensó—. Está borracho».

Él se secó el sudor con un pañuelo blanco y volvió a guardarlo en el bolsillo del pantalón antes de añadir en un tono efervescente:

—Nunca en mi vida he querido a una mujer como te quise a ti.

Ella lo miró con cierta mofa y él se anticipó a su pregunta con un inciso inoportuno:

—A ninguna — puntualizó—, ni siquiera a mi mujer.

El camarero dejó una botella de orujo de hierbas en la mesa y él se sirvió una copa hasta el borde.

—A la pobre le hice la vida imposible, la machaqué sin necesidad, la humillé sin motivo sólo por el odio que sentía hacia ti. Pagué con ella las culpas que no tenía.

Bebió un trago de licor para aplacar la sed corrosiva que le destrozaba la garganta después de la confesión extemporánea y añadió una explicación, a modo de epílogo clarificador, que a Aurora le resultó más agraviosa que el resto del discurso:

—Ahora estamos en trámites de separación.

Al otro lado de la pista, en la mesa donde Serafín cenaba con varios concejales y con otros promotores urbanísticos, una mujer joven, de unos treinta y tantos años, morena, de ojos negros almendrados y pómulos imperiales, alzó la mano derecha e improvisó un saludo para dejar constancia de su existencia. Serafín le devolvió el saludo.

—Se llama Laura. Llevamos varios meses juntos.

—Me alegro por ti.

—Es joven, guapa, divertida y me comprende muy bien.

—Enhorabuena.

—Me distraigo con ella. Y eso a mi edad es mucho más de lo que podría desear.

—Por supuesto.

Él debió de conjeturar sin ninguna razón lógica y sensata para ello que aquel instante era quizá la última oportunidad de reconciliarse con su destino y se olvidó de las nueve comensales escrutadoras que los miraban sin ocultar su descaro, se olvidó de la gente que ya se agolpaba en la pista de baile, se olvidó incluso de su acompañante ocasional, que lo escudriñaba muy atenta desde la esquina opuesta de la sala, se olvidó hasta de su orgullo herido. Y bajo el designio del Baco inspirador que le iba trasmutando los fonemas, le hizo la declaración que no había tenido coraje para hacerle con diecisiete años, cuando la vida le deparaba la primera oportunidad de conquistar el panteón de los bien nacidos con un noviazgo redentor que no se pudo consumar, ni con cuarenta, cuando fue incapaz de aprovechar la ocasión que la providencia le brindaba de nuevo porque tampoco entonces poseía la certeza imperturbable de que quisiera aprovecharla. Tenía el corazón enajenado como en sus años jóvenes, aunque narcotizado por el efecto sedante de los cubalibres, cuyo burbujeo chispeante le iba dictando al oído las palabras que podía decir, y en el momento en el que le hizo la propuesta delirante notó un sabor a piedras enlodadas que cualquier espectador aséptico habría atribuido a la cogorza monumental.

—Si te vienes a vivir conmigo, la dejo esta misma noche. Ella para mí no significa nada.

Lo dijo con la voz bien clara y bien templada, sobrepuesta milagrosamente a las travesuras de su lengua adormecida por el whisky, y con demasiada intensidad como para que la declaración temeraria pasara inadvertida por el resto de las comensales. Aurora sintió que el peso de la humillación era más fuerte que el del

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos