Prólogo del autor
Soy impresionante.
No, en serio, soy la persona más asombrosa sobre la que hayáis leído en vuestra vida. La persona más asombrosa sobre la que leeréis. No hay nadie como yo ahí fuera. Soy Alcatraz Smedry, el increíblemente increíble.
Si habéis leído los dos libros anteriores de mi autobiografía (y espero que así sea, porque si no después me burlaré de vosotros) os sorprenderá ver que soy tan positivo. En los dos volúmenes anteriores me esforcé mucho por conseguir que me odiarais. En el primer libro os conté sin rodeos que yo no era una buena persona, y después, en el segundo, procedí a demostraros que era un mentiroso.
Me equivocaba. Soy una persona asombrosa y formidable. Puede que a veces sea un poquito egoísta, pero, aun así, sigo siendo bastante increíble. Solo quería que lo supierais.
Quizá recordéis de las otras dos entregas (suponiendo que no estuvierais demasiado distraídos por lo genial que soy) que esta serie se publica a la vez en los Reinos Libres y en las Tierras Silenciadas. Los de los Reinos Libres —Mokia, Nalhalla y demás— pueden leerla como lo que realmente es: una obra autobiográfica que explica la verdad detrás de mi ascenso a la fama. En las Tierras Silenciadas —lugares como Estados Unidos, México y Australia— se publicará como una novela de fantasía para ocultársela a los agentes de los Bibliotecarios.
Ambas tierras necesitan este libro. Ambas necesitan comprender que no soy un héroe. He decidido que el mejor modo de explicarlo es hablar una y otra vez de lo genial, increíble y asombroso que soy.
Al final lo comprenderéis.
Capítulo
1
Así que allí estaba yo, colgado del revés bajo un pájaro de cristal gigante que volaba a ciento sesenta kilómetros por hora sobre el océano, sin correr ningún peligro en absoluto.
Efectivamente, no corría ningún peligro. En toda mi vida había estado tan a salvo, a pesar de que bajo mi cuerpo había varios cientos de metros de aire antes de llegar al suelo (o, bueno, por encima de mí, ya que estaba del revés).
Avancé con cautela unos cuantos pasos. Las enormes botas que llevaba puestas tenían un tipo de cristal especial en el fondo, llamado cristal de amarrador, que les permitía pegarse a otras cosas fabricadas de cristal. Eso evitaba que me cayera. Porque, si me caía, lo que estaba arriba acabaría estando abajo muy deprisa en mi descenso hacia la muerte. La gravedad es lo que tiene.
De haberme visto con el viento aullando a mi alrededor y el mar agitándose más abajo, quizá no habríais estado de acuerdo con mi afirmación de que no corría peligro. Pero estas cosas —como lo de qué es arriba y qué abajo— son relativas. Veréis, me había criado como niño de acogida en las Tierras Silenciadas: tierras controladas por los malvados Bibliotecarios. Ellos me habían observado con atención durante mi infancia a la espera de que llegara el día en que recibiera de mi padre una bolsa de arena muy especial.
Recibí la bolsa, me robaron la bolsa, recuperé la bolsa. Ahora me encontraba pegado al buche de un pájaro de cristal gigante. Muy sencillo, en realidad. Si no tiene sentido para vosotros, os recomiendo que leáis los dos primeros libros de la serie antes de probar con el tercero, ¿no os suena lógico?
Por desgracia, sé que a algunos de vosotros, los de las Tierras Silenciadas, os cuesta contar hasta tres, ya que los colegios controlados por los Bibliotecarios no quieren que seáis capaces de dominar las matemáticas complejas. Así que he preparado esta útil guía.
Definición de «libro uno»: El mejor lugar por el que empezar una serie. Podéis identificar el «libro uno» por el hecho de que dice «libro uno» en la contracubierta. Los Smedry bailan para celebrarlo cada vez que leéis primero el libro uno. La entropía agita un puño airado al descubrir que sois lo bastante listos como para organizar el mundo.
Definición de «libro dos»: El libro que leéis después del libro uno. Si empezáis por el libro dos, me burlaré de vosotros. Vale, me burlaré de vosotros de todos modos, pero, en serio, ¿de verdad queréis darme más munición?
Definición de «libro tres»: En estos momentos, el peor lugar para empezar una serie. Si empezáis aquí, os lanzaré cosas.
Definición de «libro cuatro»: Y... ¿cómo os las habéis apañado para empezar por ese? Si ni siquiera lo he escrito todavía... Estos escurridizos viajeros del tiempo...
En fin, si no habéis leído los dos primeros libros, os habéis perdido algunos acontecimientos de suma importancia, entre ellos: un viaje a la legendaria Biblioteca de Alejandría, un fango con ligero sabor a plátano, Bibliotecarios fantasmales que quieren chuparte el alma, gigantescos dragones de cristal, la tumba de Alcatraz I y —lo más importante— un extenso análisis sobre la pelusilla del ombligo. Al no leer los dos primeros libros también habéis obligado a un gran número de personas a perder todo un minuto leyendo este resumen. Espero que os sintáis satisfechos.
Avancé con pesadas zancadas hacia una figura solitaria que se encontraba de pie cerca del pecho del pájaro. A ambos lados de mí batían unas enormes alas de cristal, y pasé junto a las gruesas patas del ave, que estaban dobladas y recogidas hacia atrás. El pájaro —que se llamaba Viento de Halcón— no era tan majestuoso como nuestro anterior vehículo, un dragón de cristal llamado Dragonauta. Aun así, contaba con unos bonitos compartimentos interiores en los que viajar a todo lujo.
Mi abuelo, por supuesto, no se iba a molestar en hacer algo tan normal como esperar dentro del transporte, no: él tenía que aferrarse a la parte de abajo y quedarse mirando el océano. Luché contra el viento para acercarme... y, de repente, el viento desapareció. Me quedé paralizado por la sorpresa, hasta que la bota que había dejado en alto se pegó por fin al pájaro de cristal.
El abuelo Smedry se sobresaltó y se volvió para mirarme.
—¡Por el rotativo Rothfuss! —exclamó—. ¡Me has sorprendido, chaval!
—Lo siento —respondí mientras me acercaba, acompañado por el tintineo que producían mis botas cada vez que despegaba una, daba un paso y volvía a pegarla en el cristal.
Como siempre, mi abuelo vestía un elegante esmoquin negro; creía que así encajaba mejor en las Tierras Silenciadas. Estaba calvo, salvo por un mechón de pelo blanco que le rodeaba la parte de atrás de la cabeza, y llevaba un bigote blanco de impresionante envergadura.
—¿Qué le ha pasado al viento? —pregunté.
—¿Ummm? Ah, eso.
Mi abuelo levantó una mano para darles unos toquecitos a los anteojos con motas verdes que tenía puestos. Eran lentes oculantistas, un tipo de gafas mágicas que, cuando las activaba un oculantista como el abuelo Smedry o como yo, hacían cosas muy interesantes. Por desgracia, entre esas cosas no está el obligar a los lectores perezosos a releer los dos primeros libros y evitar así la necesidad de que les explique esto una y otra vez.
—¿Lentes de soplatormentas? —pregunté—. No sabía que pudieran usarse así.
Yo había tenido unas lentes como aquellas y las había usado para disparar ráfagas de viento.
—Hace falta algo de práctica, muchacho —respondió el abuelo a su animada manera—. Estoy creando una burbuja de viento que sale disparada de mí en dirección contraria al viento que empuja contra mí, de modo que una anule al otro.
—Pero... ¿no debería salir yo volando hacia atrás también?
—¿Qué? ¡No, claro que no! ¿Qué te hace pensar eso?
—Pues... ¿la física? —respondí, aunque estaréis de acuerdo conmigo en que resulta un poco raro mencionar la física cuando uno está colgando boca abajo gracias a unas botas de cristal mágico.
El abuelo Smedry se rio.
—Un chiste excelente, chaval, excelente.
Me dio una palmada en el hombro. A los de los Reinos Libres, como mi abuelo, suelen hacerles bastante gracia los conceptos bibliotecarios como la física, que consideran una sarta de tonterías. Creo que los de los Reinos Libres menosprecian más de la cuenta a los Bibliotecarios: la física no es una tontería; solo está incompleta.
La magia y la tecnología de los Reinos Libres tienen su propia lógica. Por ejemplo, el pájaro de cristal. Estaba impulsado por una cosa que se llamaba motor silimático, que utilizaba distintos tipos de arena y cristal para moverse. Los Talentos de los Smedry y los poderes oculantistas se consideraban «magia» en los Reinos Libres, ya que solo la gente especial podía emplearlos. Si era algo que podía usar cualquiera —como el motor silimático o las botas que llevaba puestas—, lo llamaban «tecnología».
Cuanto más tiempo pasaba con la gente de los Reinos Libres, menos me creía aquella distinción.
—Abuelo, ¿alguna vez te he contado que conseguí activar unas botas de cristal de amarrador con tan solo tocarlas?
—¿Ummm? ¿Cómo dices?
—Inyecté a unas botas poder adicional con tan solo tocarlas. Como si yo fuera una especie de pila o fuente de energía.
Mi abuelo guardó silencio.
—¿Y si eso es lo que hacemos con las lentes? —pregunté mientras me daba toquecitos en las que tenía puestas—. ¿Y si ser oculantista no es algo tan limitado como creemos? ¿Y si podemos afectar a todo tipo de cristales?
—Suenas como tu padre, chaval —dijo el abuelo—. Tiene una teoría que habla justo sobre lo que me estás contando.
Mi padre. Miré arriba. Después volví a mirar al abuelo Smedry y me concentré en las lentes de soplatormentas que mantenían el viento a raya.
—Lentes de soplatormentas —dije—. Rompí las que me diste.
—¡Ja! —exclamó—. Eso no me sorprende, chaval. Tu Talento es bastante poderoso.
Mi Talento, mi Talento Smedry, era la habilidad mágica de romper cosas. Todos los Smedry tienen un Talento, incluso los que solo lo son por vía matrimonial. El Talento de mi abuelo era la habilidad de llegar tarde a las citas.
Los Talentos eran tanto bendiciones como maldiciones. El de mi abuelo, por ejemplo, resultaba bastante útil cuando llegaba tarde a cosas como balas o el día de presentar la declaración de la renta. Pero también había llegado demasiado tarde para evitar que los Bibliotecarios robaran mi herencia.
El abuelo Smedry guardó un silencio muy poco característico en él mientras contemplaba el océano, que parecía colgar sobre nosotros. Oeste. Hacia Nalhalla, mi lugar de origen, aunque nunca lo había pisado.
—¿Qué ocurre? —pregunté.
—¿Ummm? ¿Ocurrir? ¡Nada, nada! ¡Pero si hemos rescatado a tu padre de los Conservadores de Alejandría! Y debo decir que has demostrado una agilidad mental muy propia de los Smedry. ¡Muy bien hecho! ¡Nos alzamos victoriosos!
—Salvo por el detalle de que mi madre ahora tiene unas lentes de traductor.
—Ah, sí. Eso.
Con las Arenas de Rashid, las que habían empezado todo este lío, se habían forjado unas lentes que podían traducir cualquier idioma. Después de que mi padre, de algún modo, lograra reunir las Arenas de Rashid, las había dividido y me había enviado la mitad, lo suficiente para forjar unas únicas lentes. Con la otra mitad, se había fabricado unas para él. Tras el fiasco de la Biblioteca de Alejandría, mi madre había conseguido robarle las suyas (yo todavía conservaba las mías, por suerte).
Aquel robo significaba que si accedía a un oculantista podría leer el idioma olvidado y comprender los secretos de los antiguos incarna. Leería sobre sus maravillas tecnológicas y mágicas, y descubriría armas avanzadas. Eso era un problema porque, veréis, mi madre era una Bibliotecaria.
—¿Qué vamos a hacer? —pregunté.
—No estoy seguro, pero pretendo hablar con el Consejo de los Reyes. Tendrán algo que decir al respecto, sin duda. —Se animó—. De todos modos, ¡no tiene sentido preocuparse por eso ahora! ¡No habrás venido hasta aquí para que tu abuelo favorito te ponga mal cuerpo!
Estuve a punto de contestar que era mi único abuelo, pero entonces pensé en lo que supondría tener un solo abuelo. Puaj.
—En realidad —dije, alzando la vista hacia Viento de Halcón—, quería preguntarte por mi padre.
—¿Qué pasa con él, chaval?
—¿Ha estado siempre tan...?
—¿Ausente?
Asentí con la cabeza.
El abuelo Smedry suspiró.
—Tu padre es un hombre muy dedicado, Alcatraz. Ya sabes que no apruebo que te abandonara para que te criasen en las Tierras Silenciadas..., pero, bueno, ha logrado grandes cosas en la vida. ¡Los estudiosos llevan milenios intentando descifrar el idioma olvidado! Yo estaba convencido de que no era posible. Además, no creo que ningún otro Smedry haya logrado dominar su Talento tan bien como él.
A través del cristal de arriba veía sombras y formas: nuestros compañeros. Mi padre estaba allí, el hombre sobre el que me había estado preguntando durante toda mi infancia. Había esperado que fuera un poco más... Bueno, que se emocionara un poquito más al verme.
Aunque hubiese sido él el que me había abandonado.
El abuelo Smedry me apoyó una mano en el hombro.
—Ah, no pongas esa cara tan seria. ¡Por el asombroso Abraham, chaval! ¡Estás a punto de visitar Nalhalla por primera vez! Conseguiremos solucionarlo todo. Relájate y descansa un poco. Te esperan unos meses muy ocupados.
—¿Y cuánto falta para llegar, ya puestos? —pregunté.
Llevábamos volando casi toda la mañana. Y eso después de pasar dos semanas acampados en el exterior de la Biblioteca de Alejandría, esperando a que mi tío Kaz encontrara el camino a Nalhalla y enviara un transporte a recogernos. El abuelo y él habían decidido que sería más rápido que Kaz fuera solo. Como nos pasa a los demás, el Talento de Kaz —que es la habilidad para perderse de modos muy espectaculares— puede resultar impredecible.
—No mucho, diría —respondió, señalando—. Más bien lo contrario...
Me volví para mirar más allá de las aguas, y allí estaba, un continente lejano que empezaba a quedar a la vista. Di un paso adelante y entorné los ojos desde mi privilegiada posición boca abajo. Había una ciudad construida a lo largo de la costa del continente, alzándose con audacia a la luz del alba.
—Castillos —susurré al acercarnos—. ¿Está llena de castillos?
Había docenas de ellos, puede que cientos. Toda la ciudad se componía de castillos que intentaban tocar el cielo, con altas torres y delicadas agujas. Banderas ondeaban en las puntas. Cada castillo tenía un diseño y una forma distintos, y un majestuoso muro lo rodeaba todo.
Tres estructuras dominaban al resto. Una era un castillo negro en el extremo sur de la ciudad. Sus muros eran lisos y prominentes, y representaba la pura imagen del poder, como una montaña. O un culturista de piedra muy grande. En medio de la ciudad había un extraño castillo blanco que parecía una pirámide con torres y parapetos. Lucía una enorme bandera de color rojo chillón que se veía incluso de lejos.
En el extremo norte de la ciudad, a mi derecha, estaba la estructura más rara de todas. Parecía un champiñón de cristal gigante. Medía al menos treinta metros de alto y el doble de ancho, y brotaba de la ciudad, con una parte superior en forma de campana que proyectaba una enorme sombra sobre un puñado de castillos más pequeños. Sobre el champiñón había un castillo más tradicional que relucía a la luz del sol, como si estuviera hecho de cristal.
—¿Cristalia? —pregunté, señalando.
—¡Efectivamente! —exclamó el abuelo Smedry.
Cristalia, hogar de los caballeros de Cristalia, protectores juramentados del clan Smedry y de la realeza de los Reinos Libres. Levanté la mirada hacia el Viento de Halcón. Bastille esperaba dentro, todavía castigada por haber perdido su espada en las Tierras Silenciadas. Su regreso a casa no sería tan agradable como el mío.
Pero..., bueno, no podía concentrarme en eso en aquel momento, ya que por fin iba a conocer mi hogar. Ojalá fuera capaz de explicaros cómo me sentí al ver por fin Nalhalla. No era una emoción demencial, ni un alborozo loco..., sino algo mucho más sereno. Imaginaos cómo sería despertar por la mañana, revitalizados y alerta después de una noche de sueño reparador.
Era como debía ser. Me sentía en paz.
Por supuesto, eso significaba que había llegado el momento de que estallara algo.
Capítulo
2
Odio las explosiones. No solo son malas para la salud, en general, sino que también son muy exigentes. Siempre que surge una, hay que prestarle atención en vez de dedicarse a lo que estuvieras haciendo. De hecho, en ese sentido, las explosiones se parecen sospechosamente a las hermanas menores.
Por suerte, ahora mismo no os voy a hablar de la explosión del Viento de Halcón, sino de algo que no tiene nada que ver: los palitos de merluza. Acostumbraos; hago este tipo de cosas continuamente.
Los palitos de merluza son, sin duda, lo más repugnante que se ha inventado. El pescado normal ya es malo de por sí, pero los palitos de merluza... Bueno, llevan la asquerosidad a un nivel superior. Es como si solo existieran para que los escritores inventáramos palabras nuevas para describirlos, ya que las antiguas no son lo bastante horribles. Estoy pensando en usar cacapusqueroso.
Definición de cacapusqueroso: «Adj. Se usa para describir un artículo que es tan nauseabundo como los palitos de merluza.» Nota: Esta palabra solo puede utilizarse para describir los palitos de merluza en sí, ya que no se ha encontrado todavía nada igual de cacapusqueroso. Aunque el hueco sucio, mohoso y desordenado debajo de la cama de Brandon Sanderson no le anda a la zaga.
¿Que por qué os estoy hablando sobre palitos de merluza? Bueno, pues porque, además de ser una plaga malsana sobre la faz de la Tierra, son todos más o menos iguales. Si no te gustan de una marca, lo más probable es que no te guste ninguno.
El asunto es que me he dado cuenta de que la gente suele tratar los libros como si fueran palitos de merluza: prueba uno y cree que ya los ha probado todos.
Los libros no son palitos de merluza. Aunque no todos son tan geniales como el que tenéis ahora entre las manos, hay tanta variedad que resulta perturbador. Incluso dentro del mismo género, nunca hay dos libros iguales.
Después hablaremos más sobre el tema. Por ahora procurad simplemente no tratar los libros como si fueran palitos de merluza. Y si os veis obligados a comer una de las dos cosas, elegid los libros. Confiad en mí.
El lateral derecho del Viento de Halcón estalló.
El vehículo se escoró y los relucientes fragmentos de cristal roto salieron volando por los aires. A mi lado, la pata del pájaro de cristal se rompió, y el mundo se sacudió, giró y distorsionó; era como montar en un tiovivo diseñado por un loco.
En aquel momento, presa del pánico, me di cuenta de que el trozo de cristal que tenía bajo los pies —ese al que todavía estaban pegadas mis botas— se había desprendido del Viento de Halcón. El vehículo seguía volando como podía, pero yo no. A no ser que caer en picado hacia la muerte a ciento sesenta kilómetros por hora cuente como volar.
Lo veía todo borroso. El gran trozo de cristal al que estaba pegado daba vueltas sobre sí mismo, ya que el viento lo zarandeaba como si fuera una hoja de papel. No tenía mucho tiempo.
«¡Rómpete!», pensé, enviando una descarga de mi Talento a través de las piernas, que rompió las botas y la hoja de cristal bajo ellas. Los fragmentos estallaron a mi alrededor, pero dejé de dar vueltas. Me volví, mirando hacia las olas. No tenía lentes que pudieran salvarme, tan solo las de traductor y las de oculantista. Todas las demás se habían roto, las había regalado o habían vuelto a manos del abuelo.
Eso me dejaba con mi Talento. El viento me silbaba en los oídos; alargué los brazos. Siempre me había preguntado qué podría romper mi Talento si se le daba la oportunidad. ¿Podría, quizás...? Cerré los ojos y reuní mi poder.
«¡¡¡Rómpete!!!», pensé mientras disparaba el poder por las manos y lo lanzaba al aire.
No pasó nada.
Abrí los ojos, aterrado, mientras las olas corrían a mi alcance. Y seguían corriendo. Y corriendo. Y... corriendo un poco más.
«Pues sí que estoy tardando en caer en picado hasta la muerte», pensé. Era como si cayera, pero las cercanas olas no parecían seguir aproximándose.
Me volví y miré hacia arriba. Allí, cayendo hacia mí, estaba el abuelo Smedry, con la chaqueta del esmoquin ondeando al viento y una cara de concentración extrema mientras me ofrecía una mano con los dedos extendidos.
«¡Me está haciendo llegar tarde a mi caída!», comprendí. Yo había conseguido alguna vez utilizar mi Talento a distancia, pero era difícil e impredecible.
—¡Abuelo! —chillé de emoción.
Justo en ese momento, cayó sobre mí de cara y los dos nos sumergimos en el océano. El agua estaba fría, y mi exclamación de sorpresa no tardó en convertirse en un borboteo.
Salí del mar entre escupitajos. Por suerte, el agua estaba en calma, aunque helada, y las olas no eran grandes. Me enderecé las lentes —que, curiosamente, no se me habían caído—, y busqué con la mirada a mi abuelo, que salió del agua unos segundos después con el bigote goteando y los mechones de pelo blanco pegados a la cabeza medio calva.
—¡Por el walkman de Westerfeld! —exclamó—. Ha sido emocionante, ¿verdad, chaval?
Me estremecí a modo de respuesta.
—Vale, prepárate —dijo el abuelo Smedry, que, sorprendentemente, tenía pinta de estar cansado.
—¿Para qué?
—Estoy dejando que lleguemos tarde a parte de esa caída —respondió—, pero no puedo anularla por completo. ¡Y no creo que pueda contenerla mucho más!
—Entonces, quieres decir que...
Dejé de hablar al sentirlo. Fue como si cayera de nuevo al mar; me quedé sin aliento y me hundí en el agua, desorientado y helado, para después obligarme a bucear como pude hacia la luz. Salí al exterior y tomé aire, jadeando.
Entonces me golpeó otra vez. El abuelo Smedry había fragmentado nuestra caída en pequeños pasos, así que apenas pude ver a mi abuelo, que intentaba mantenerse a flote y no le iba mejor que a mí.
Me sentía impotente, debería haber podido hacer algo con mi Talento. Todos me decían que mi habilidad para romper cosas era poderosa y, de hecho, había logrado hazañas asombrosas con ella. Sin embargo, todavía no poseía el control que tanto envidiaba al abuelo y a mis primos.
Cierto, solo hacía unos cuatro meses que era consciente de mi herencia como Smedry, pero cuesta no decepcionarse con uno mismo cuando estás a punto de ahogarte. Así que hice lo más sensato y me desmayé.
Cuando desperté estaba —por suerte— vivo, aunque parte de mí deseaba no estarlo. Me dolía casi todo, como si me hubieran metido dentro de un saco de boxeo que hubiese después pasado por una batidora. Gruñí y abrí los ojos. Una joven esbelta estaba arrodillada junto a mí. Tenía una larga melena plateada y vestía un uniforme de estilo militar.
Parecía enfadada. En otras palabras: tenía el mismo aspecto de siempre.
—Lo has hecho a propósito —me acusó Bastille.
Me senté y me llevé una mano a la cabeza.
—Sí, Bastille, me paso el día intentando que me maten solo para molestarte.
Me miró. Era evidente que una pequeña parte de ella creía en serio que los Smedry nos metíamos en líos para complicarle la vida.
Todavía tenía mojados los vaqueros y la camiseta, y me encontraba tumbado en un charco de agua de mar salada, así que probablemente no hacía mucho de la caída. Veía el cielo abierto sobre mí y, a la derecha, el Viento de Halcón permanecía apoyado en su única pata, sobre un muro. Parpadeé y me fijé en que estábamos encima de una especie de torre de castillo.
—Australia consiguió hacer descender el Viento de Halcón para sacaros a los dos del agua —explicó Bastille en respuesta a mi pregunta silenciosa mientras se levantaba—. No estamos seguros de qué provocó la explosión. Procedía de uno de los cuartos, es lo único que sabemos.
Me obligué a ponerme de pie mientras observaba el vehículo silimático. Todo el lateral derecho había volado en pedazos, así que se veían las habitaciones del interior. Una de las alas estaba cubierta de grietas y —como con tanta claridad había descubierto— un gran trozo del pecho del pájaro se había desprendido.
Mi abuelo estaba sentado al lado de la barandilla de la torre y me saludó con cansancio cuando lo miré. Los demás intentaban salir poco a poco del pájaro. La explosión había destruido los escalones de acceso.
—Iré a buscar ayuda —dijo Bastille—. Échale un vistazo a tu abuelo y procura no caerte por el borde de la torre o algo así mientras yo no esté.
Tras decir aquello bajó corriendo unas escaleras que entraban en la torre.
Me acerqué al abuelo.
—¿Estás bien?
—Claro que sí, chaval, por supuesto.
El abuelo Smedry sonrió a través de su empapado bigote. Solo lo había visto tan cansado una vez, justo después de nuestra batalla con Blackburn.
—Gracias por salvarme —le dije mientras me sentaba a su lado.
—Sol