En una tierra ocupada

Fragmento

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Prólogo

Vitoria, 11 de julio de 1808

—¡Oíd, oíd, oíd!

La voz enérgica que cumplía la fórmula tradicional se elevó por encima de los presentes como lo habría hecho un cuervo negro que atrajera la desgracia sobre la tierra.

Involuntariamente, Inés de Mendívil se estremeció. Dio un paso hacia atrás y se apretó contra el pilar del arco que daba entrada a la plaza Nueva. Casi podía sentir en sí misma la furia y la humillación que agitaban a su tío, allá sentado en el estrado junto al diputado general y los demás procuradores, después de haber sido conducidos hasta allí como vulgares delincuentes: escoltados por dos filas de soldados con la bayoneta calada y hachas de brea encendidas, a través de la calle Herrería, el Mentirón y la plaza Vieja, en un desfile solemne y lúgubre como un entierro.

Envolvió el chal alrededor de su cuerpo como si la suave tela pudiera ofrecerle alguna protección, y echando un vistazo hacia ambos lados, pasó entre los pilares hasta que encontró un sitio discreto. Ella no debería estar allí, pero nadie la miraba, a pesar de que la plaza estaba llena de soldados franceses con las armas preparadas para sofocar cualquier insurrección. Nadie la miraba, porque toda la guarnición y los muchos ciudadanos que se habían acercado tenían la mirada fija en el tablado levantado en medio de la plaza, donde el diputado general y los procuradores de la provincia, a punta de bayoneta, estaban a punto de proclamar a José Bonaparte rey de España.

Apoyó un momento la sien sobre la piedra, deseando con todas sus fuerzas que sucediera un milagro. Pero desde hacía ya varios minutos sabía que era imposible; desde que el diputado general, don Pedro Echevarría, había expresado con voz rotunda la protesta de la Junta sobre la violencia de que era objeto, añadiendo que solo por fuerza mayor procedían a la proclamación. Entonces dos de los procuradores habían recogido el pendón carmesí y los gallardetes blancos que ondeaban en los balcones del Ayuntamiento, sin una sola mirada hacia el dosel que cobijaba el retrato de José Bonaparte, y ella había comprendido que todas sus esperanzas eran en vano.

Ahora el damasco grana se tensaba entre las manos del diputado general. El silencio de la plaza, rebosante de gente que no osaba hacer ningún movimiento, resultaba sobrecogedor.

Inés clavó la vista en la cara tensa de Germán de Mendívil, esperando escuchar la fórmula protocolaria que sellara aquella pesadilla.

—¡Álava, Álava, Álava! —La voz de Pedro Echevarría, grave y alta, retumbó entre los arcos de la plaza—. Por la católica persona de nuestro rey y señor, José Bonaparte I, ¡que viva!

El movimiento de la tela, ondeando a izquierda y derecha, atrajo la atención de Inés, mientras el grito del general Merlín —¡viva!— se repetía en el acento extraño de aquellos a quienes los habitantes del país habían recibido hacía meses como amigos y que ahora mostraban el verdadero rostro de su llegada.

Con el eco de aquel grito resonando en sus oídos, Inés se escabulló antes de que los soldados rompieran la formación, intentando apresurarse para volver a la casa de su tío. Pero la premura por abandonar la plaza parecía común entre la muchedumbre, y en el arco de salida los empujones y codazos se hicieron inevitables.

Inés esperó con paciencia hasta que un hueco junto a la pared le permitió colarse con agilidad. Al salir a la plaza Vieja, la multitud de gente congregada le resultó abrumadora. Para disuadir altercados, varias columnas de soldados ocupaban la bajada desde la iglesia hasta la puerta de Santa Clara, que abría el paso al Camino Real de Castilla. Supuso que la mayoría de esas tropas procederían del vecino convento del mismo nombre, último edificio entregado a la intendencia francesa para alojar a los miles de soldados que llegaban en oleadas desde la frontera. Hacía siete años, cuando en la guerra de la Convención el ejército francés ocupó la ciudad, se habilitaron múltiples edificios para acogerlos: los conventos de San Francisco y Santo Domingo, la casa del conde del Bado, las lonjas frente a la colegiata, el hospital de Santa María y la sede de la Sociedad Vascongada. Pero esta vez, ni siquiera todos esos enormes edificios resultaban suficientes; y antes de que fueran los franceses quienes decidieran dónde y cómo alojarían a sus fuerzas, el Ayuntamiento había entregado, además, el nuevo hospital recién construido y aún no inaugurado, y el convento de Santa Clara.

En general, Inés de Mendívil no se tenía por persona miedosa ni apocada. En condiciones normales, unos pocos soldados franceses no la habrían intimidado; pero aquel día la tensión de lo acontecido parecía haber llenado el aire de una energía opresiva y nerviosa. Era como si todo el mundo temiera que en cualquier momento pudiera desatarse el caos.

Y ella, contraviniendo las más elementales normas de prudencia, había acudido sola a ver la proclamación. Pero no había podido evitarlo: estaba esperando en la casa como una fiera enjaulada a que su tío Germán regresara de las Juntas cuando había oído los ruidos metálicos procedentes de la zona alta de la calle, donde aquellas se habían reunido. Para entonces la inquietud llevaba horas devorándola, e incapaz de continuar esperando, se había lanzado a la calle para ver qué sucedía. Y ahora debía volver cuanto antes.

Tomó el chal negro con ambas manos y se cubrió la cabeza; había recibido ya miradas curiosas de algunos soldados, y deseaba pasar tan desapercibida como fuera posible. Decidió bajar hacia el Mentirón arrimándose a las paredes de la plaza Nueva, procurando confundirse con la piedra gris de la misma, y unos minutos después accedía a la casa de los Mendívil.

Su tío aún tardó media hora más en llegar. Cuando por fin oyó sus pasos en el zaguán, Inés se puso en pie, aguardando. Germán de Mendívil apareció en el umbral del salón con aspecto exhausto, y acomodándose en su butaca preferida junto a la ventana, dejó caer la cabeza entre las manos. Inés se apresuró hacia él, arrodillándose mientras intentaba que su corazón dejara de latir como un tambor.

—¡Lo siento tanto, tío!

—Debí haberlo sabido —murmuró el hombre—. Desde que el rey Fernando se vio obligado a partir hacia Bayona debimos prepararnos para esto.

—Al menos no ha habido muertos —intentó consolarlo Inés.

Los ojos de Germán de Mendívil se nublaron al mirar a su sobrina. Se frotó el rostro y tomó una de las manos de la joven.

—Discúlpame por perder la compostura así, Inés. Tienes razón, al menos no ha habido que lamentar mayores desgracias. Eso fue lo que pretendimos al bajar a la calle.

—Lo comprendí al instante, al ver cómo les conducían hacia la plaza...

—No debiste salir —reprochó su tío con cansancio—. Podía haber sido peligroso.

—Lo sé, tío, pero tenía que saber qué sucedía. Cuando ha tenido que partir a las dos con tanta urgencia... —Suspiró y elevó la mirada hacia él—. Creí que ya estaba todo resuelto. ¿Qué ha pasado en la reunión?

A pesar de su preocupación, Germán de Mendívil sonrió con afecto al mirarla. Sus sobrinas eran la única familia que le quedaba, y daría su vida por ahorrarles el dolor de los tiempos que se avecinaban. Pero ocultarle la verdad a Inés no les ayudaría a ninguno de los dos. Ella era inteligente y valiente, y Germán necesitaba saber que comprendía la dolorosa decisión que había tenido que tomar.

—Cuando nos reunimos esta mañana a las diez —comenzó a explicar—, acordamos enviar dos emisarios a Vergara. Tenían que exponer a Bonaparte que la Junta no podía proclamar a nadie antes de que se hiciera en Madrid. Luego decidimos que Ballesteros y Jérica transmitieran al general Merlín nuestra decisión, y acordamos reunirnos de nuevo a las siete y media. Pero en cuanto Merlín escuchó que, lejos de acatar sus órdenes, pretendíamos tratar directamente con Bonaparte, montó en cólera y dijo que, si la proclamación no estaba hecha para las cuatro de la tarde, nos retendrían en el edificio hasta que cumpliéramos sus órdenes.

»Por eso tuve que salir corriendo a las dos. Decidimos reafirmarnos en la decisión, y así se lo hicimos saber, a pesar de sus amenazas. A las cuatro un cuerpo de granaderos intentó acceder a la sala donde nos hallábamos. Pero ni con ese intento de intimidarnos por la fuerza habríamos cedido, si no nos hubieran contado que todas las fuerzas francesas se estaban reuniendo en la plaza Nueva y que el ambiente entre los ciudadanos era muy tenso. Entonces alguien recordó lo sucedido en Madrid a comienzos de mayo, y el temor de que algo parecido comenzara aquí, donde hay tantos soldados acantonados como habitantes, fue lo que nos hizo aceptar la proclamación.

—Y por eso les han conducido a la plaza como si fueran delincuentes, a punta de bayoneta —expresó Inés con furia apenas reprimida.

Su tío la contempló con serenidad. Tomó su mano entre las suyas, inspirando hondo ante lo que debía decirle.

—Esta es la verdad de lo que sucede, Inés. Nuestros fueros han sido abolidos, se nos ha impuesto un rey por la fuerza, y habremos de mantener este ejército invasor como a ellos se les antoje. Esa es la suerte que nos tienen reservada los franceses: plegarnos a sus designios sin oponer resistencia.

Algo en su tono hizo que Inés supiera, incluso antes de escucharlo, que su tío había tomado una decisión crucial. Trató de mostrar valentía al preguntar:

—¿Qué hará entonces usted, tío?

El hombre se levantó de la butaca y se dirigió hacia la ventana desde la que se divisaba la esquina de la plaza Nueva. Su decisión era firme; si dudaba en comunicársela a su sobrina era solo porque le costaba aceptar que tendría que separarse de ellas, de las hijas de su hermano, a las que había cuidado desde que quedaran huérfanas ocho años atrás. Pero ya no había vuelta atrás.

Se giró hacia la joven que, todavía arrodillada ante la butaca, lo contemplaba con entereza.

—Hay muchos asuntos que debo resolver antes de irme, pero una vez que solucione vuestro futuro, he decidido partir hacia Asturias.

Inés sintió que el corazón se le encogía.

—¿Se une a la sublevación, pues?

—Debo hacerlo. No puedo conformarme con esta ignominia. Sé que ya no soy joven, pero mi pasada experiencia en el ejército ha de ser de ayuda.

—La edad no ha de ser una rémora, tío —contestó ella con un ligero temblor y mucho orgullo en la mirada que contemplaba al hombre—. Aún no tiene cincuenta años.

Se hizo un instante de silencio.

—¿Lo apruebas entonces, Inés?

La nota de ansiedad, muy leve, habría pasado desapercibida para otra persona que no lo conociera como ella. Disimulando la angustia, Inés se levantó y se dirigió hacia él, enlazando su brazo con cariño.

—Tío, ni siquiera ha de considerar mi aprobación. Si su conciencia le dicta ese camino, yo solo puedo apoyarlo.

Él palmeó su mano con afecto. Las arrugas alrededor de sus ojos parecieron hacerse más profundas.

—Pero seguir mi conciencia conllevará un inevitable egoísmo, mi niña. Sabes que las cosas tendrán que cambiar.

Claro que lo sabía...

—No se preocupe por nosotras, tío —intentó tranquilizarlo—. Sabré cuidar de mi hermana.

—No tengo dudas de que lo harás, como lo has hecho desde que tu padre murió. —Una sonrisa algo atormentada suavizó la tensa expresión del hombre—. Pero Inés, cuando me vaya, habréis de venir a residir a Vitoria, con vuestra tía Teresa.

La miró con cautela, intentando adivinar en el rostro impávido de su sobrina lo que pensaba de aquello. Pero por respeto a él, Inés tuvo cuidado de no demostrar la pena que la embargaba.

Ella quería a su tía Teresa; era la hermana menor de su madre, y tras morir el padre de Inés habían pasado en su casa de Vitoria algunas temporadas, y ella también las había visitado en Albizu. Era una mujer cariñosa y sencilla, y el afecto que ella y su marido sentían por Inés y su hermana era verdadero. Pero por mucho que Inés la quisiera, su vida estaba en el pueblo donde habían residido desde la muerte de su padre. Tener que abandonar su hogar, sus tierras, su libertad...

—Podríamos seguir en Albizu —aventuró al fin con poca convicción—. Conozco las montañas como la palma de mi mano, y el pueblo está alejado del camino real. Allí estaríamos a salvo de los franceses.

—No, Inés —negó su tío con pesar, pero sin dudas—. No puedo dejaros solas allí con Pascual y Elvira. Son ya muy mayores y están llenos de achaques, pero aún cuando fueran jóvenes, la situación será cada vez más insegura en el campo. Todo el rato llegan noticias de sublevaciones desde las provincias: La Coruña, Sevilla, el mismo Santander... Y los franceses no respetan nada a la hora de sofocar las revueltas.

—También podría haber una sublevación en Vitoria...

Germán volvió a negar con la cabeza, cruzando las manos a la espalda.

—El ejército acantonado en Vitoria es tan grande que no hay ninguna posibilidad de que aquí se inicie una revuelta. Estaréis mejor aquí.

—Entre enemigos —apuntó con una amargura infrecuente en ella.

—Pero a salvo. Si no supiera que vuestros tíos cuidarán de vosotras como si fuerais sus propias hijas no podría irme. Pero el cariño que Teresa os tiene es indudable, y sé que así lo harán.

Inés inspiró hondo, sabiendo que sus quejas no resolverían nada. Una suave melancolía tiñó su voz al hablar de nuevo.

—Así pues, los franceses no solo me arrebataron a mi padre sino que por su causa ahora también voy a perder la protección de la persona que nos ha cuidado y querido todos estos años. No sé cómo habré de reaccionar cuando los encuentre cara a cara en la ciudad.

—Con cautela, mi niña, como tu inteligencia te dictará. Confío en tu sensatez y tu sentido común para mantenerte al margen de problemas.

Una mueca amarga asomó al rostro de la joven.

—¿Usted va a luchar por honor, pero yo he de permanecer sentada sonriendo a los franceses cuando desearía verlos expulsados de nuestra tierra?

Germán de Mendívil apretó la mandíbula. Su propio dolor al tener que dejarlas era enorme, pero no había vuelta atrás. Se sentó en el sofá junto a ella.

—Valoro mucho tu valentía, Inés, pero hasta ahora nunca te ha conducido a comportarte de manera insensata. Desairar a los franceses sería necio y peligroso, y lo sabes. La ocupación de la ciudad es estratégica para ellos, y su estancia aquí va a ser larga. Y mientras los franceses sigan campando a sus anchas por esta tierra, tendrás que apartar tus sentimientos y dejar que la prudencia te guíe. Sé cauta, sé discreta, y cuida de ti y de tu hermana hasta que todo acabe.

—¿Y cuándo habrá de ser eso, tío? Los ejércitos franceses tienen ocupado Madrid y todas las tierras hasta Portugal. ¿Es que acaso podremos vencerlos con la sublevación de las regiones más alejadas de Madrid?

—Ten fe, Inés. Retener Madrid no es retener el país. Las provincias y aún los propios madrileños en mayo han demostrado que no aceptan la sumisión a un ejército extranjero, por muy imperial que sea. Los franceses descubrirán que necesitan mucho más que armas para conquistar esta tierra.

—Pero tienen muchas más fuerzas dispuestas a llegar. ¡Y pensar que ese intruso que se hace llamar rey llegará mañana mismo...! —exclamó con pasión, apretando los puños—. ¡Si yo pudiera...!

—Pero no hay nada que puedas hacer, Inés —cortó su tío, conmovido—. Y no hemos de dar vueltas a lo que no tiene solución. Esta noche dormiremos aquí, y mañana me encargaré de dejar atados los asuntos del testamento y la gestión de los arrendamientos. En cuanto estén resueltos, iremos a Albizu para preparar vuestro equipaje, y la semana que viene estaréis de vuelta en la ciudad, tal como he acordado con tu tía Teresa. Y ahora cuento contigo para explicar a tu hermana la noticia.

Inés inspiró hondo, intentando normalizar su respiración aún agitada. Si incluso había hablado con su tía, Germán no iba a echarse atrás. Durante todo el día, Inés había esperado un milagro, pero este no se había producido. Y ahora era tiempo de enfrentarse a los hechos y asumir que su vida había cambiado, tal vez para siempre.

—A ella le gusta vivir aquí, así que imagino que no debemos preocuparnos por cómo lo reciba —contestó con calma, sin querer disgustar aún más a su tío.

—¡Qué diferentes sois las dos! —exclamó él con una sonrisa afligida—. Tienes razón, no temo que Clara sufra como tú con la noticia, para ella esta situación no va a ser tan dura como para ti. Pero será temporal, Inés, lo prometo.

Inés contuvo las ganas de llorar que aquella promesa de su tío le provocaba, y sonrió con valentía mientras se inclinaba para darle un beso en la mejilla.

—Por supuesto, tío. Pronto terminará todo. Pronto venceremos.

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De pie ante la sólida puerta del edificio de piedra gris donde residía la familia Acedo, Inés agitó una vez más la mano para despedir a su tío Germán, hasta que su figura alta y recia desapareció por el cantón que conducía hacia la iglesia de San Pedro.

—Espero que la habitación que os he asignado sea de vuestro agrado. —A sus espaldas, la voz afectuosa de su tía Teresa trató de captar su atención—. Aunque esté en el tercer piso, imaginaba que querríais ver algo de cielo, después de haber vivido tanto tiempo en Albizu. Pero si preferís una de las que hay en la planta principal, solo tenéis que decirlo.

—¡La habitación es preciosa, tía! —contestó Clara con entusiasmo—. Estaremos muy bien allí, ¿verdad, Inés?

Por un momento, la alegría de su hermana perturbó a Inés. Se limitó a asentir con la cabeza, mientras bajaba la mano y su mirada se perdía en el lugar por donde su tío había desaparecido. Una semana después de los hechos que habían alterado su tranquila existencia, y tal y como había planeado, Germán de Mendívil las había acompañado a Vitoria, a la casa que sus tíos Tomás de Acedo y Teresa Mendoza poseían en la calle Herrería, y frente a la cual acababan de separarse. Una despedida triste, pero Inés no se había permitido derramar ni una lágrima, sabiendo cuán doloroso habría resultado eso para su tío.

—No te preocupes más por él, cariño. Germán sabe defenderse. No le pasará nada.

Por algún extraño motivo, el tono suave de su tía acentuó su congoja. Esbozó una sonrisa que no pudo ocultar del todo su aflicción.

—Lo sé, tía. —Y consciente de que su voz había sonado algo vacilante, añadió con mayor firmeza—: Gracias.

Teresa de Mendívil la miró con comprensión, pero se limitó a darle un apretón cariñoso en la mano que reposaba junto a su costado.

—Subamos ya. En breve vendrán a visitarme unas amigas, y me gustaría presentároslas. Ven, Clara, acompáñame.

Tendió la mano hacia su sobrina menor, que tomó su brazo con cariño, y ambas se giraron para entrar en la casa. Antes de franquear el umbral, Clara volvió la cabeza hacia el exterior.

—¿No vienes?

Inés elevó un instante la mirada hacia la franja de cielo que los edificios de la estrecha calle permitían observar.

—Sí. En un momento.

Cruzando una mirada de cómplice resignación, su hermana y su tía desaparecieron en el interior del edificio. Inés apretó más el chal en torno a sí, tratando de protegerse de la fina llovizna, apenas visible, que acabaría por empapar su cabello y sus ropas.

Porque, con lluvia o sin ella, había tomado una decisión.

Con un último vistazo hacia la casa para asegurarse de que nadie la miraba, echó a andar a paso veloz, en la misma dirección en la que había partido Germán de Mendívil.

Sabía que lo que estaba haciendo era una tontería, pero se dijo que nadie tenía por qué enterarse. La puerta de Santa Clara estaba apenas a dos minutos de la casa de los Acedo, y si apretaba el paso estaría de vuelta antes de que nadie se percatara de su ausencia.

Bajó el cantón, cruzó el espacio que se abría ante el pórtico sur de la iglesia, giró hacia la izquierda por las Cercas Altas en dirección al paseo del Mentirón, y cien metros después, la puerta estuvo ante su vista.

No le fue difícil distinguir a su tío; a aquellas horas de la mañana, eran muchas más las personas que acudían a la ciudad que las que salían de ella. Germán de Mendívil se hallaba detenido junto a uno de los centinelas, con la cabeza inclinada sobre unos papeles.

Aunque se hallaba lejos de él, Inés no quiso arriesgarse a que su tío la viera. Se arrimó a la pared, donde un grupo de chiquillos jugaba junto a un charco, arrojándose pelotas de barro, y los reprendió distraídamente cuando estuvieron a punto de alcanzarla; pero en realidad toda su atención estaba centrada en la escena que sucedía ante la puerta, donde Germán de Mendívil ya había recogido los papeles y cruzaba ante el centinela que se había apartado para franquearle el paso.

Aquella misma mañana, al entrar en Vitoria, un viejo conocido de su tío les había hablado de rumores sobre una derrota importante del ejército patriota. En una ciudad ocupada no era fácil obtener información veraz sobre lo que acontecía lejos de ella; pero, al parecer, los franceses —que nunca habían soñado que la resistencia ofrecida por el pueblo pudiera ser mucho más feroz que la que oponían los ejércitos españoles, pero que seguían convencidos de que, cuando aniquilaran a estos, esa resistencia se diluiría como un azucarillo en café hirviendo— estaban eufóricos con los resultados obtenidos en Medina de Rioseco.

Su tío Germán se había limitado a encogerse de hombros, asegurar que Dios sabría de qué parte ponerse y despedirse de su amigo. De camino a la casa de los Acedo, Inés le había preguntado sobre aquel tema, pero el hombre no había querido hablar sobre ello.

Y ahora, Inés no pudo evitar preguntarse si el sacrificio de su tío sería tan inútil como en aquellos momentos le parecía.

El recuerdo de aquella conversación la distrajo un momento; el suficiente para que, al cruzar Germán de Mendívil la puerta y volverse una última vez para contemplar la ciudad que abandonaba, la viera apoyada contra la pared.

Inés se irguió casi de un salto, sintiéndose pillada en falta; incluso a la distancia a la que se encontraban, fue consciente de cuánto había perturbado a su tío verla. Alzó la mano en un gesto de despedida que pretendió ser intrascendente, y pensó en sonreír; pero sabía que no podría engañar a su tío, así que se limitó a deslizar la mano ante sí para posarla sobre su corazón, y mantuvo con firmeza la mirada del hombre, sin prestar atención a los grupos de soldados que cruzaban el espacio que los separaba; sin ver las mulas cargadas de sacos de cereales ni los carros atiborrados de verduras, vino o pescado; sin preocuparse por el chapoteo de los chiquillos en el charco o los gritos feroces de los carreteros que pretendían abrirse paso por entre la cada vez más bulliciosa plaza.

¿Cuánto transcurrió? ¿Segundos, minutos? A lo lejos, los ojos de su tío, clavados en ella, resultaban insondables, pero al fin su mano se alzó para colocarse sobre el corazón en un gesto similar al de su sobrina, y tras un levísimo asentimiento de cabeza, se dio la vuelta y desapareció entre la muchedumbre.

Y ya estaba.

Se había ido.

Inés dejó que el aire de sus pulmones escapara de golpe y, con la mirada aún fija en la puerta, se separó de la pared. Poco a poco, la lluvia y el griterío de la calle consiguieron abrirse paso hasta su conciencia, y la realidad se hizo presente de golpe.

Un inesperado sentimiento de desamparo la asaltó al contemplar la plaza. Había más soldados franceses de los que había percibido al llegar, y era evidente que aquel iba a ser el panorama habitual de su vida a partir de entonces. Conteniendo su desasosiego, alzó el chal sobre su cabello y, esquivando a los

chiquillos que seguían jugando y riendo, dio la vuelta para volver a la casa de sus tíos.

Apenas había rebasado aquel grupo cuando unos gritos estridentes la hicieron detenerse; pero aun antes de volverse por completo, supo que ella no era la destinataria de los mismos.

Justo en el lugar que había dejado libre, dos soldados se hallaban junto al grupo de niños, lanzando imprecaciones en un idioma desconocido mientras los chiquillos los miraban con ojos abiertos por el temor. Inés vio que uno de los hombres mostraba en el uniforme, sobre el pecho, la señal inconfundible de una bola de barro aplastada, cuyas salpicaduras habían alcanzado su rostro. Antes de ser consciente de lo que ocurría, el hombre dio un paso hacia delante, con el puño en alto, y los chiquillos echaron a correr espantados en todas direcciones, seguidos por los soldados.

Fue ese puño amenazante en alto el que hizo que Inés reaccionara. Echó a correr tras el hombre, que ya había enganchado a uno de los chiquillos, y se lo arrebató de las manos.

—¡Ha sido un accidente! —exclamó ante el gesto furibundo del hombre, escondiendo tras de sí al niño—. Solo estaban jugando. ¡Déjelo en paz!

Se irguió con tanta autoridad como pudo. Era esbelta y alta, pero aun estirada como estaba, el soldado le sacaba más de una cabeza. Algunos transeúntes se detuvieron, aguardando la reacción del hombre, pero aunque el soldado la miraba con indignación, no parecía saber qué hacer. Inés aprovechó su vacilación para sacar al chiquillo de detrás de sí y, dándole una palmada en la cabeza, le ordenó que se fuera a su casa.

Cuando el niño se alejó, la gente que los observaba comenzó a hacer lo mismo, viendo que aquel altercado no iba a pasar de unos cuantos gritos. Pero cuando Inés se giró para volver sobre sus pasos, el soldado alargó el brazo y la agarró.

El contacto asombró e indignó a Inés a partes iguales. Sacudió el brazo para liberarse, y de nuevo quedó frente a él. El hombre comenzó a vocear algo en algún idioma que no era francés, puesto que de serlo ella lo habría entendido perfectamente; debía de ser polaco, o tal vez prusiano, supuso. El ejército imperial estaba lleno de otras nacionalidades, además de la francesa. En cualquier caso, daba igual de dónde fuese, ella no iba a tolerar un comportamiento tan grosero en plena calle. Así que de nuevo se dio la vuelta para alejarse, pero en dos zancadas el hombre se colocó ante ella, cortando su retirada sin dejar de gesticular.

Inés se negaba a sentir temor en su propia tierra, pero en aquel momento no pudo evitar un ramalazo de inquietud. Echó un vistazo a los lados, pero las escasas personas que en aquel momento les prestaban atención no parecían dispuestas a intervenir. El soldado seguía vociferando, y su compañero se había acercado hasta colocarse a su espalda, dejándola sin posibilidad de un escape rápido. Pero Inés sabía que no había hecho nada malo defendiendo a unos niños, y no estaba dispuesta a tolerar aquella grosería.

Se irguió con dignidad y comenzó una explicación en francés, pero antes de acabar la primera frase, el hombre dio un paso hacia ella. Inés retrocedió por instinto, mientras el olor del vino alcanzaba sus sentidos, hasta que notó la mano del compañero en su hombro. Indignada, se revolvió de nuevo, escabulléndose hacia un lado, pero el hombre comenzó a gritar aún más alto mientras su compañero reía y avanzaba hacia ella. Inés trató de encarar la situación con frialdad, diciéndose que podía resolver aquello, pero la punzada de temor de su estómago pareció desmentir su valentía.

Y entonces, cuando ya valoraba si sus únicas posibilidades eran gritar o echar a correr, una chaqueta negra se interpuso en su campo de visión. Sorprendida, dio un paso hacia atrás para poner cierta distancia y alzó la cabeza para intentar contemplar el rostro del recién llegado. Pero lo único que su vista alcanzó fue su nuca, donde las puntas del corto cabello castaño no llegaban a tocar la camisa.

La llegada del desconocido pareció desconcertar al soldado, que permaneció en silencio. Mientras su compañero se acercaba, el recién llegado comenzó a decir algo en un tono tan bajo que Inés no fue capaz de entenderlo. Tras varios intercambios de frases, claramente disgustadas por parte de los soldados y tranquilas por la del desconocido, los soldados se despidieron a regañadientes, y mirándola indignados una última vez, se alejaron sin decir nada más.

Inés se sintió aliviada y algo tonta. Antes de poder reaccionar, el hombre se había agachado a sus pies, donde el chal que había resbalado desde sus hombros se extendía como una sombra oscura. Y cuando se incorporó con la prenda en la mano, una cabeza más alto que ella, con un rostro bronceado de facciones firmes y severas, Inés no pudo evitar sentirse atrapada por la intensidad de sus insólitos ojos grises, sagaces y fríos a un tiempo.

Bajó la vista hacia la prenda que el hombre le tendía, impresionada por aquella rigurosa mirada. Pero cuando dio un paso hacia él para recuperar su chal, el cuerpo del hombre se tensó como si lo hubieran golpeado y su rostro se contrajo en una mueca de desagrado.

El educado agradecimiento que Inés estaba a punto de formular murió en sus labios. Desconcertada, trató de recordar si conocía a aquel hombre de algo que justificara aquella reacción. Y justo cuando se contestó que no, pues de haberlo hecho no habría olvidado aquella inquietante mirada, un destello de rabia —o tal vez fuera dolor— crispó por una milésima de segundo el rostro del desconocido. Pero solo fue un instante, un relámpago fugaz; antes de que Inés pudiera comprender qué sucedía, la emoción ya había desaparecido, disuelta en la renacida frialdad de aquellos severos ojos.

El desconcierto de Inés se acentuó. No había hecho nada para enojarlo, de eso estaba segura, pero de repente aquel hombre la miraba como si ella lo hubiera ofendido. Molesta, arrebató de las manos del hombre el chal que este aún sostenía, dispuesta a irse cuanto antes, y su movimiento pareció despertar al desconocido.

—Fue una estupidez exponerse así —dijo con brusquedad, para estupor de la joven—. Una mujer que anda sola por la ciudad no puede pretender ser tratada como una dama. Vuelva a su casa.

Y antes de que ella pudiera replicar algo, inclinó la cabeza en un gesto breve y seco, y se fue.

Pasmada, Inés lo vio desaparecer tras el portal que daba acceso a la calle Herrería. La pronunciación de sus consonantes había sido tan suave como inconfundible.

Otro francés...

Con un movimiento seco y lleno de rabia se colocó el chal sobre los hombros y, tras pensarlo un segundo, lo subió hasta cubrir sus cabellos. Primero los soldados, luego aquel hombre ofensivo... La ciudad estaba llena de arrogantes franceses que ahora incluso osaban decirle qué era lo que podía hacer y qué no. A ella, en su propia tierra. Un latigazo de cólera la recorrió de la cabeza a los pies, y solo el recuerdo de las palabras de su tío sobre la necesidad de emplear la prudencia y ocultar sus sentimientos hizo que pudiera controlar su furia. Además, llevaba demasiado tiempo fuera de casa y era probable que su tía y su hermana la hubieran echado en falta. Debía regresar sin más demora y, por supuesto, sin más altercados.

Pero cuando enfiló el camino de vuelta hacia el hogar de los Acedo, lo único en que podía pensar era en cuán difícil iba a resultarle vivir en aquella ciudad sin delatar sus sentimientos...

—¿Dónde te habías metido? Las amigas de nuestra tía ya han llegado. Nos están esperando.

Depositando el chal mojado en el suelo, Inés pasó ante su hermana.

—Se me ha ido el santo al cielo —contestó con aparente indiferencia.

Pero su hermana la conocía bien.

—¿Has ido a despedir al tío? —Inés sacó un vestido del armario sin contestar, y Clara dudó antes de seguir hablando—. La tía dice que aquí no podremos tener tanta libertad como en Albizu.

—Tengo veinticinco años, Clara. Soy mayor de edad. —Inés se giró y comenzó a soltar los corchetes del vestido—. Ayúdame a quitarme esta ropa.

—No debiste ir. —Su hermana se acercó hasta su espalda—. Estoy segura de que al tío no le ha hecho gracia. Y encima estás de peor humor que antes.

—Estoy triste por la despedida, pero se me pasará. Tú en cambio sí que pareces alegre.

—Bueno, preferiría haberme quedado en Albizu con el tío, pero si de veras no era posible y él debía marcharse, no tiene sentido lamentarse. —La joven terminó de soltar los corchetes, ayudó a su hermana a retirar las prendas mojadas y luego colocó el vestido seco sobre su cabeza—. Además, esta habitación es muy bonita y la tía se ha tomado muchas molestias para que estemos a gusto. No sería justo parecer descontentas.

Aquel disimulado reproche, en boca de su hermana menor, lastimó el orgullo de Inés. Pero ella no tenía por costumbre empecinarse en sus errores, y no necesitó mucha reflexión para comprender que Clara estaba en lo cierto.

—Tienes razón —aceptó al fin—. Estoy siendo muy desagradecida.

Una breve risa acogió su respuesta. Clara terminó de abrochar la espalda del vestido y le dio un rápido abrazo.

—Tú no sabes lo que es ser desagradecida. Y no te preocupes, Inés, aprenderemos a vivir con lo que el futuro nos depare.

—Por supuesto que sí. —A pesar de su aparente tranquilidad, sus ojos azules se oscurecieron con una emoción más turbulenta—. Pero preferiría que ningún francés viviera en la casa. Creo que necesito algo más de tiempo para asimilar que están por todas partes.

Su hermana la contempló con triste simpatía.

—Aún te acuerdas de padre, ¿no es eso?

Inés se sentó ante el tocador y comenzó a recomponer su peinado. No había necesitado confesar a su hermana sus verdaderos sentimientos ante la situación; se conocían bien. Demasiado bien.

—Yo solo tenía cuatro años —continuó su hermana, tranquila—, así que supongo que para mí no fue tan duro. En realidad, creo que lo único que recuerdo de él es lo que tú me has contado. Pero para ti es diferente, por supuesto. —Vaciló un instante—. ¿Pensarás muy mal de mí si te confieso que no soy capaz de guardar rencor a los franceses por su muerte?

Con un nudo en la garganta, Inés permaneció mirando su imagen en el espejo.

—Guardar rencor no es bueno —dijo al fin—. Y yo no lo he conservado. Pero verlos invadiendo nuestra tierra de nuevo, y además tener que convivir con ellos... Me va a costar mucho soportarlo.

—Al menos el francés que se aloja aquí es un civil y no un militar —pretendió consolarla su hermana—. Y, según la tía, pasa tanto tiempo en el hospital que apenas lo veremos.

El pretendido consuelo solo consiguió su objetivo a medias. Inés apretó la mandíbula para contener el malestar que la embargaba.

—Sí. Aunque sea un civil que trabaja para el ejército francés. Pero supongo que eso es mejor que nada. —Se levantó y alisó la falda de su vestido, dispuesta a cambiar de tema—. Bueno, creo que ya podemos bajar a saludar a las amigas de nuestra tía. No quisiera que pensara que somos unas ingratas.

Ambas hermanas se tomaron del brazo y salieron de la habitación. La casa de sus tíos, situada en la calle Herrería, era un sólido y antiguo edificio de tres plantas. En la fachada principal, un enorme escudo de armas coronaba la entrada de doble arco de medio punto, y varios balcones adornados por grandes dovelas lo flanqueaban a ambos lados. En su parte posterior, orientada al oeste, otra hilera de balcones se abría sobre una plazoleta. El conjunto resultaba armónico y sobrio; sus doscientos años de vida, sin embargo, se dejaban sentir en las corrientes que desde el recibidor se colaban por los pasillos y galerías de la casa. En verano a veces se agradecía el frescor que aportaban, pero aquel día de mediados de julio el frío viento del norte barría la ciudad desde el Gorbea, e Inés y Clara, con sus ligeros vestidos de verano, se apresuraron por los pasillos hacia la planta inferior.

Hallaron a su tía en la sala que utilizaba la familia para recogerse tras la cena, charlando con dos mujeres. La estancia resultaba más cálida que el solemne salón situado sobre la puerta principal, e Inés comprendió que aquellas mujeres debían de ser amigas de mucha confianza para ser recibidas en la pequeña habitación.

—Buenos días —saludaron las hermanas con cortesía al entrar, conscientes de la curiosidad con que las allí reunidas las miraron.

—¡Ah, ya estáis aquí! —La sonrisa de su tía reflejó la mezcla de cariño y orgullo que sentía por ellas, y por un momento Inés se sintió culpable por sentirse tan a disgusto en la ciudad—. Permitidme que os presente: esta es Amalia Ochoa, una querida amiga. Esta noche traerá a su hija Beatriz para que la conozcáis. Y ella es Pilar Acedo, marquesa de Montehermoso y prima de mi marido. Tú tal vez la recuerdes de otras visitas, Inés.

La joven correspondió a la presentación con un gesto algo tenso y bajó la vista. Claro que recordaba haber conocido a la marquesa hacía algunos años; pero aún mejor recordaba que era la esposa de uno de los hombres que habían impulsado la proclamación que había cambiado sus vidas para siempre. Trató de ocultar su desagrado y tomó asiento junto a su tía, dispuesta a permanecer en silencio.

—La marquesa nos hablaba del baile que va a dar en honor del rey, queridas —las introdujo su tía en la conversación.

—¡Oh, pero no un baile, Teresa! Una pequeña fiesta para los amigos —protestó la marquesa con una voz cultivada y musical—. Si nada altera los planes del rey, la víspera de Santiago celebraremos su coronación. Por supuesto, tus sobrinas están incluidas en la invitación —añadió con amabilidad tras contemplar a ambas jóvenes con aprobación.

El ofrecimiento turbó a Inés. No quería incomodar a su tía ni ser ingrata, pero celebrar un evento que pretendía legitimar la infamia francesa era más de lo que se sentía capaz de soportar. Sin embargo, antes de poder buscar una excusa que no ofendiera a la marquesa, su hermana se le adelantó.

—Muchas gracias, señora. Estaremos encantadas de acudir. Es usted muy generosa.

La risa de la marquesa sonó tan agradable como su voz.

—Nada de eso; siendo las sobrinas de mi querida prima es como si fuéramos familia nosotras mismas.

Estupefacta, Inés dirigió a su hermana una mirada de reproche que ella no encontró. Clara atendía la conversación de las mujeres con discreción pero evidente interés, ajena por completo a su malestar. Porque, desde luego, Inés sentía un vivo malestar: si tener que vivir en la misma casa que un francés no era suficiente afrenta, ahora tendría que acudir a un baile repleto de oficiales. Apretó las manos que reposaban en su regazo e intentó disimular su desagrado. Aquella noche Clara y ella iban a tener una seria conversación; su hermana había tomado una decisión sin consultarla, algo que nunca sucedía, e Inés no pensaba dejar que aquella singular actuación se convirtiera en costumbre.

La aparición del mayordomo en la puerta, anunciando una visita, detuvo la conversación. Apenas un instante después, dos hombres magníficamente vestidos con casaca azul bordada en oro y pantalones blancos entraron en la estancia. La poca ceremonia que su tía empleó en recibirlos hizo que Inés comprendiera con disgusto que aquellos oficiales franceses eran visitantes asiduos de la casa.

—Sean bienvenidos, caballeros —saludó su tía, indicando con la mano las sillas apoyadas contra la pared.

Ambos hombres saludaron con una breve inclinación de cabeza.

—Madame, siempre es un placer acudir a esta casa —manifestó el más mayor de ambos con una sonrisa plácida, antes de volverse a contemplar a las hermanas—. Pero parece que hoy el placer es aún más delicioso.

—General Barrère, coronel Mouret —el orgullo en el rostro de Teresa Mendoza fue evidente—, permítanme que les presente a mis queridas sobrinas, Inés y Clara de Mendívil.

Inés extendió la mano sin sonreír. El general, un hombre de unos cincuenta años y cabello cano, se inclinó sobre ella con elegancia, y luego hizo lo propio con su hermana. Pero cuando fue el turno del hombre más joven de los dos, Inés encontró su mano retenida unos instantes.

—Ah, pero usted es cruel, madame Mendoza, manteniendo ocultas estas dos piedras preciosas que cualquier hombre desearía admirar sin prisa —manifestó con fingida pena sin apartar los ojos de su rostro ante el estupor de Inés.

Pero antes de que pudiera pensar en algo que replicar, el hombre liberó su mano y saludó a su hermana. Luego ambos tomaron asiento, el general a la derecha de Inés, y el coronel frente a ella, junto a la butaca que ocupaba Amalia Ochoa.

—¿Y qué nuevas nos traen hoy, general? —interpeló Pilar Acedo cuando los hombres se hubieron acomodado.

—Ah, mon Dieu, grandes y buenas nuevas, mis señoras. Hemos recibido información que confirma la gran victoria que nuestro ejército ha obtenido en Medina de Rioseco. El enemigo ha perdido más de tres mil hombres y Valladolid ha sido controlada. El camino de Castilla está asegurado para el rey José, y me atrevo a asegurarles que en breves días Santander también será ocupada, si no lo está ya a estas alturas.

La complacida arrogancia del general irritó a Inés, y antes de comprender su imprudencia espetó con mordacidad:

—¿Y Zaragoza? ¿También será ocupada en breve?

Inés sintió clavados sobre ella los ojos de su tía, asombrada y molesta por su tono vehemente. Pero el general, confundiendo sus motivos, sonrió con benevolencia.

—Por supuesto, mademoiselle, no tema. Los buenos oficios del general Verdier pronto rendirán la población, y antes de que acabe el año toda la España será pacificada.

«Sometida», corrigió Inés para sus adentros con rabia, pero bajo la mirada admonitoria de su tía, esta vez se cuidó mucho de manifestarlo en voz alta. El general prosiguió dándoles detalles de la batalla y de los planes de llegada del rey a Madrid. Con un suspiro de enojo, Inés levantó la vista de su regazo. Entonces fue consciente de que la mirada del segundo hombre permanecía clavada en ella.

Inés tenía ya veinticinco años. Desde que, a los diez años, su padre muriera en la guerra de la Convención, había dejado de considerarse una niña. Ante la melancolía que había embargado a su madre, y con el apoyo de su tío paterno, había asumido sobre sus hombros la responsabilidad de llevar adelante su hogar. Germán de Mendívil se había licenciado del ejército y se había encargado de la gestión de las tierras de su padre, formando a Inés en todas las materias en que la hubiera formado de ser un muchacho. La administración de la finca y los arrendamientos eran para ella asunto diario, y para llevarlo adelante había aprendido a hacerse respetar, sin perder n

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