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El origen
Me contó su historia el jueves 4 de febrero. Toda la información que Manuel Barbero me dio ese día olía igual que las pesadillas que habitan en las buenas ficciones. Eso me asustó porque yo no era ningún escritor. Era un redactor de sucesos que acababa de llegar a El Periódico –casi por accidente– y que se moría de ganas de regresar con una buena historia a la redacción. Por eso tuve miedo la primera vez que vi a Manuel, porque sabía que corría el peligro de confundir espejismos con noticias tan malas que solo los periodistas pueden desear que sean de verdad. Sin embargo, lo que ocurrió a partir de ese día no demostró únicamente que hablaba de cosas ciertas sino también que todas estas, y eso ni siquiera lo sabía él, resultaron ser tan solo una pequeña parte de algo todavía más grande y más difícil de creer. Con la historia de este padre empezó el escándalo de pederastia que sacudió los colegios religiosos de los Hermanos Maristas.
Manuel llegó al café de Les Paraules sobre la una y media del mediodía. Apareció enfundado en un uniforme de electricista y barrió con la mirada el interior de la cafetería hasta que dio conmigo, un tipo cansado de esperarle que hacía añicos una servilleta de papel sobre la última mesa del bar. Nos dimos la mano y él se percató enseguida de que los clientes que teníamos al lado podrían escucharnos sin problemas. Noté que eso le incomodaba. Le propuse trasladarnos a la terraza, donde el ruido de los coches de la avenida Tarradellas nos dio la discreción que necesitaba Manuel para contarme su historia. Pidió un refresco de naranja, tomó de su carpeta algunos documentos que apoyó sobre la mesa y, sin sacarse el chaleco polar de una franquicia de calderas, me miró a través de sus gafas hipermétropes para que entendiera que estaba preparado. Supongo que lo que yo le dije para que comenzara sería esto: «¿Qué le pasó a tu hijo?»
Me habló de su hijo mayor, Eric, y de lo que le sucedió cuando empezó la ESO en los Maristas de Les Corts en septiembre de 2007. De cómo a partir de entonces los resultados académicos de Eric se desplomaron y de cómo se distanció de sus compañeros de clase. También de la frustración que como padre sintió cada vez que trató de animar a su hijo y de reengancharlo a la senda que seguían sin esfuerzo el resto de estudiantes. De que todo se hundió irremediablemente cuando Eric tiró la toalla en 2010, tras tres años peleándose contra la ESO y admitir que todavía seguía atrapado en el segundo curso. Y de que él no supo que todo esto también guardaba relación con un profesor de gimnasia del centro que se llamaba Joaquim Benítez hasta mucho tiempo después, porque la explicación que tanto su hijo como la dirección de los Maristas le dieron entonces fue que Eric había fracasado porque los alumnos lo acosaban.
Eric había cursado primaria en la escuela de los Maristas de Sants y cuando finalizó fue trasladado a la de Les Corts para empezar secundaria. Aquí Eric empezó a decir que no quería ir al colegio porque en clase había un grupo de chicos que lo insultaba. Manuel llegó a acudir a la escuela de Les Corts para buscar a los críos que se metían con su hijo. Ese día no los encontró, pero les mandó un recado: «Decidles a los valientes que se meten con Eric que los estoy buscando para saber si tienen cojones de decirme las mismas cosas a mí.»
En 2010, cuando salió a trompicones de los Maristas, Eric no quiso –y quizá no supo– desmontar la versión oficial del bullying que se habían creído siempre Manuel y su madre, Eva. No quiso porque también era verdad que había sufrido acoso escolar y porque desmontar la versión oficial hubiera implicado aclarar que su derrota académica también guardaba relación con el profesor Joaquim Benítez. Y quizá no supo porque todavía no comprendía que la lluvia de contradicciones que Benítez hizo que cayera sobre él recrudeció el acoso del grupo de chicos que lo insultaba.
Manuel me explicó que cuando su hijo abandonó la ESO tenía solo 16 años y que Eva y él se empeñaron en sortear aquella situación tratándola como un cambio de planes que convenía aceptar y superar cuanto antes. Le buscaron varios cursos de peluquería y después él logró encontrar algunos trabajos. Nada de eso terminó cuajando. A punto de cumplir los 19, sin la ESO y con una autoestima arrasada por la concatenación de tantas experiencias negativas, Eric se deprimió. Un día se negó a salir de su habitación y a ese día se le sumó el siguiente. Su encierro llevó al límite la convivencia con su familia. «Nos decía que no tenía ganas de vivir, que de lo único que tenía ganas era de morir.» Manuel se detuvo, me miró y quiso que le confirmase que estaba captando todo lo que decía. «¿En qué piensas?», preguntó con una sonrisa tierna que me descolocó. «No lo sé, que es todo muy duro», alcancé a decirle. La respuesta le gustó porque se animó a seguir: «Aún no te he contado nada.»
El 21 de diciembre de 2013, la depresión de Eric derrumbó a Eva, su madre. A cualquier madre le hubiera resultado insoportable contemplar el encarcelamiento que se había autoimpuesto un hijo adolescente de 19 años que debería estar suspirando por cada minuto lejos del control familiar y sin embargo era incapaz de pisar la calle. Eva le dio a Eric un ultimátum. Le avisó de que ella sabía que a él le pasaba «algo» que no contaba y de que si no confiaba en ella y en Manuel y revelaba pronto qué era ese «algo» tendría que marcharse de casa. El ultimátum resultó porque el joven se dio cuenta de que entonces quería –y quizá también sabía– desmontar aquella versión oficial que ocultaba gran parte de la verdad, aunque no dijera ninguna mentira. Sobre la una de la madrugada, cuando todos estaban ya acostados, sonó el teléfono móvil de Eva. La madre cogió el móvil de la mesita de noche. Era un mensaje de whatsapp que Eric enviaba desde su habitación:
–Mama, ¿tú tienes secretos?
–No, no tengo ningún secreto.
–Yo sí tengo un secreto.
–Por favor, estoy muy cansada. Dime qué te pasa.
–Un profesor abusó de mí en los Maristas.
Eva se levantó de la cama y entró en la habitación de Eric. Los dos se fundieron en un abrazo del que les costó separarse y todo ese rato se lo pasaron llorando. Me resultó difícil saber más detalles de lo que ocurrió dentro de esa casa durante aquella noche y durante la mañana siguiente. Insistí a Manuel para saberlos pero no me los dio. En cualquier caso, aquel whatsapp lo cambió todo. De golpe, Eric, para sus padres –y también para su hermano pequeño–, pasó de ser un adolescente empeñado en arruinarse la vida sin ningún motivo a ser el superviviente de un pasado cruel del que no había sabido sobrevivir mejor. Al mismo tiempo, Manuel sintió también que la revelación de Eric no había despejado el horizonte del todo sino que en realidad lo había convertido en otra cosa distinta, llena de dudas hacia los responsables de los Maristas y de rabia hacia el profesor Joaquim Benítez. Por esto segundo, a las 13.37 horas del domingo 22 de diciembre Manuel escribió y mandó este correo a la dirección del colegio:
Buenos días, soy Manuel Barbero López. Padre de dos alumnos que cursaron los estudios en Maristas. (Nombre de ambos niños.)
Me gustaría tener una entrevista con el máximo responsable de la fundación para hablar de un tema de extrema gravedad. Ruego la máxima celeridad a esta petición.
Un saludo,
MANUEL BARBERO LÓPEZ
Recibió una respuesta de Gabriel V., el responsable de la fundación Champagnat cinco días después. La fundación Champagnat es el órgano del que dependen todos los colegios maristas en Catalunya, algo parecido a un consejo de administración en cualquier empresa que en este caso añade a sus funciones la tutela espiritual de los centros. Gabriel V. le propuso a Manuel encontrarse el lunes 30 de diciembre a las diez de la mañana. El penúltimo día de 2013, Manuel acudió a la cita, ocho días después de pedirla con la «máxima celeridad».
Tras escuchar la historia de Manuel, Gabriel V., en lugar de mostrarse sorprendido, le reconoció que el caso de Eric no había sido el primero. Dos años antes, en 2011, los padres de otro alumno –un compañero un poco más joven que Eric– se presentaron en el colegio para denunciar a Benítez. Fue el 7 de junio de 2011 y, según Gabriel, el centro reaccionó despidiendo al profesor inmediatamente y poniendo el caso en manos de la Fiscalía de Menores. Le precisó también que esa denuncia terminó archivándose porque aquellos padres no quisieron seguir adelante con el proceso judicial abierto contra el agresor de su hijo. Eso había pasado hacía más de dos años y, desde entonces, ni el colegio había intentado contactar de nuevo con Benítez, ni Benítez lo había intentado con el colegio. Por todo eso, para los Maristas aquel era un caso cerrado.
Gabriel trató de convencer a Barbero de que, aunque él estaba en su derecho de pedir explicaciones sobre lo que había pasado con Eric, quien debía dárselas era el propio Benítez, no los Maristas. Por supuesto, también tenía derecho a presentar una denuncia, pero ese proceso judicial debería afrontarlo en solitario puesto que ni Eric era ya un alumno de la escuela ni era tampoco un menor de edad desamparado. La directora del colegio de Les Corts, Montserrat C., también atendió a Manuel poco después y, como Gabriel, le aconsejó presentar una denuncia contra Benítez. Tal como la Fundación Champagnat y la dirección del colegio de Les Corts veían las cosas, salvo mostrarle verbalmente toda la comprensión que merecía, a los Maristas no les quedaba nada por hacer.
La historia de Manuel tenía tres partes bien diferenciadas. La primera era la etapa escolar de Eric durante la que se produjeron los abusos de Benítez, la segunda era el tiempo que transcurrió desde que Eric se fue de la escuela hasta que reveló el motivo real por el que había tenido que marcharse, y la tercera, que estaba a punto de contarme entonces Manuel, comenzaba después de aquella reunión con la dirección de los Maristas. Cada una de estas tres partes del relato de Manuel mantenía con la siguiente una estrecha relación de causa-efecto. Si Eric hubiera sido capaz de decir de entrada que Benítez abusaba de él, no hubieran existido ni la segunda ni la tercera parte de este relato. Y, en consecuencia, si los Maristas hubieran ayudado a Manuel cuando él les pidió ayuda, no hubiera existido la tercera parte. Cada vez que los Maristas se pregunten por qué el escándalo de pederastia escolar más grave que se ha aireado hasta la fecha en España ha tenido que airearse precisamente en los Maristas, y eso es algo que deben haberse preguntado a menudo, tendrían que llegar siempre a la misma conclusión: no debieron dejar que Manuel, el penúltimo día de 2013, saliera por la puerta sintiéndose «abandonado» por el colegio al que había confiado sus dos hijos. Un error porque Manuel, lejos de ser tan solo lo que aparentaba –un electricista ebrio de una furia que únicamente podría lastimarle a él–, era un padre capaz de remover las entrañas de toda la institución.
Aunque todo esto no pasó enseguida porque Manuel no denunció a Benítez al salir de la reunión con los Maristas. Me dio una razón para no hacerlo: ni su mujer Eva, ni su hijo Eric, se atrevían a dar este paso. Tampoco él lo veía claro, porque sabía que su hijo podría sufrir en exceso durante el proceso judicial que obligatoriamente se desencadenaría si denunciaba a Benítez. Transcurrieron dos años hasta que la familia se sintió con fuerzas. En el curso de ese tiempo, Eric zozobró durante varios meses y cambió a menudo de psicólogo. En total fue visitado por tres profesionales distintos de la mutua y por dos de la Seguridad Social (Manuel asegura que les pidió ayuda a los Maristas para pagar un psicólogo privado y que estos se la negaron). Al final, el hecho de que el joven se hubiera reconocido como una víctima de abusos sexuales terminó ayudando a encontrar sus heridas y comenzó a mejorar a finales de 2015. El 18 de enero de 2016, Manuel se presentó en la comisaría que los Mossos d’Esquadra tienen en el distrito de Les Corts para denunciar finalmente a Joaquim Benítez.
Lo atendió el cabo Pau (de la Unidad de Investigación) quien, entre otras cosas, le preguntó algo relevante. El policía quiso saber si Manuel tenía constancia de que hubiera más víctimas de Benítez, además de Eric y del caso denunciado en 2011. El investigador se lo expuso así: si este profesor era un depredador sexual que había trabajado durante más de 30 años en esa escuela, posiblemente las había, y, si las había, convenía localizarlas porque elevar el número de víctimas equivalía siempre a elevar el número de posibilidades de condenar al agresor. Manuel se tomó aquello al pie de la letra y ocho días después averiguaría por su cuenta si había más víctimas.
El 26 de enero Eric se armó de valor y quiso ratificar la denuncia que había presentado su padre. Mientras Manuel lo esperaba en la entrada de la comisaría, el chico le contó al cabo Pau todo lo que le había hecho Benítez. Tras declarar, salió de la sala con una copia de la denuncia en el pantalón y, junto a su padre, se marchó a casa. Eric dejó el papel sobre el mueble del recibidor. Manuel lo vio, lo abrió y lo leyó entero. Su hijo nunca había querido entrar en detalles sobre los abusos que había sufrido en el colegio. Así que Manuel terminó descubriendo qué le había hecho Benítez a través de aquel papel. La declaración, una transcripción literal de las palabras de Eric, detallaba que Benítez lo acorralaba sistemáticamente en un despacho minúsculo que tenía junto a la piscina de la escuela, que eso sucedía mientras el resto de sus compañeros estaban en clase, que cuando lo tenía encerrado en ese habitáculo el profesor se desnudaba completamente y se masturbaba delante de Eric, que Benítez le practicaba felaciones y que se lo sentaba en la falda para simular que lo penetraba. En definitiva, lo que sintió Manuel es que Benítez convirtió a su hijo en un juguete sexual que usó para satisfacerse.
Manuel se hundió. Aquí empezó la tercera parte de su historia, el origen del Caso Maristas.
A las pocas horas, sintió el impulso de hacer algo, lo que fuera. Necesitaba sacudirse de encima tanto dolor. Se sentó frente al ordenador y creó una cuenta de correo en gmail que llamó «abusosenmaristas@gmail.com». Después fabricó un cartel, que incluía una fotografía de Joaquim Benítez, en el que explicaba que su hijo había sufrido abusos sexuales por parte de un profesor que había trabajado en el colegio de los Maristas de Les Corts hasta 2011. En el papel animaba a todo aquel que tuviera alguna información sobre más casos de abusos a contárselo a través de esa dirección de correo que acababa de crear. Hizo varias fotocopias y se marchó a la escuela para desahogarse llenando los muros con sus carteles. Lo primero que consiguieron esos impresos fue que lo llamaran los Mossos d’Esquadra para avisarle de que tenía que calmarse porque acciones como esta podían traerle graves problemas. Lo segundo que consiguieron fue algo más extraordinario: viajar en el tiempo. Porque eso es exactamente lo que hicieron los carteles de Manuel, contactar con niños escolarizados en esa escuela durante la década de los ochenta, los noventa y los 2000 y que tenían algo en común con Eric: también ellos habían sufrido los abusos de Benítez. La explicación racional a ese viaje en el tiempo es sencilla: a pesar de que los responsables del colegio de Les Corts retiraron todos los carteles tan pronto como los vieron, no pudieron evitar que alguien, posiblemente un exalumno del centro, se topara con alguno de esos ejemplares, sacara su teléfono móvil, lo fotografiara y lo compartiera por whatsapp. La llamada de auxilio de Manuel se extendió por las redes sociales. Cuando ya no quedaba ningún cartel colgado en los muros de Les Corts, su mensaje seguía moviéndose por grupos de whatsapp y páginas de Facebook exclusivas para exalumnos.
Poco después de aquel episodio, la bandeja de entrada de la cuenta de gmail recibió el primer correo. Lo enviaba un hombre de 42 años que se identificaba como un exalumno de los Maristas. Según decía, había estudiado en Les Corts entre 1979 y 1991 y había vivido un episodio con Benítez que no había podido olvidar. Era este: cuando tenía 12 años Benítez le habló de un estudio de morfología del cuerpo humano que estaba realizando y, pretextando que necesitaba tomar sus medidas, lo llevó hasta su despacho y terminó abusando de él. Tras este e-mail, llegaron tres más. Algunos de estos correos se despedían agradeciendo a Eric que finalmente hubiera desenmascarado a Benítez. Todos ellos hablaban de abusos parecidos. El valor de esta coincidencia se la subrayó el mismo hombre de 42 años que le había escrito el primer correo en una conversación de whatsapp que ambos mantuvieron pocos días después:
–... (A Benítez) mucha gente le tenía mucho aprecio y lo ponen en duda (el hecho de que abusara de algunos de sus alumnos), incluso cuando lo he contado en alguna cena. Pero ahora somos varios los que lo contamos y coincidimos en la forma de actuar que tenía. Todo queda más claro.
Manuel habló por teléfono con los cuatro exalumnos para animarlos a echar una mano a la investigación que acababa de arrancar en la comisaría de Les Corts. Les puso en contacto con el cabo Pau y todos acudieron a ver al investigador. Uno a uno, discretamente, se dirigieron al centro policial para explicarles que el de Eric no había sido un caso aislado. El plan de Manuel para averiguar si existían más víctimas no solo había funcionado: había logrado algo más. Era tan sencillo que, en consecuencia, había terminado demostrando otra cosa que no había pretendido: si colgar carteles en la pared del colegio había bastado para localizar cuatro nuevas víctimas, eso significaba también que hasta entonces nadie había querido encontrarlas.
Aquel jueves 4 de febrero, Manuel había llegado tarde a nuestra cita en el café de Les Paraules porque venía de la comisaría de Les Corts adonde acababan de declarar contra Benítez las últimas víctimas que había desenterrado gracias a la cuenta de correo. Lo último que hizo antes de dejar de hablar fue acercarme algunos documentos que había fotocopiado para que me los llevara, entre estos estaban las dos denuncias (la suya y la de su hijo). Faltaban apenas unos minutos para las tres de la tarde.
Me levanté, pagué la cuenta en la barra y cuando regresé encontré a Manuel hablando por teléfono. Esperé sin prestarle atenc