Para mi hermana Amparo, porque ella puede con todo.
Para mi hermana Laura, porque nada puede con ella.
Y para Yolanda, por tener tantas ganas de leer este libro.
¿Es usted un demonio?
Soy un hombre. Y por tanto,
tengo dentro de mí todos los demonios.
El candor del padre Brown,
G. K. CHESTERTON
Pero las madres terribles
levantaron la cabeza.
Llanto por la muerte de Ignacio Sánchez Mejías,
FEDERICO GARCÍA LORCA
Somos las hijas de la negra noche.
De todas las moradas arrojamos a los asesinos.
Las Euménides,
Acto II. ESQUILO
Anacrusa
Aferra el teléfono en la mano. Clava los ojos en la pantalla como si pudiera provocar que el aparato reaccione ante la fuerza de su mirada impaciente. Aunque sabe que es imposible que Lorena, su mujer, haya concluido la gestión en el banco, contempla el reloj digital del dispositivo con la angustia que sufre en exclusiva quien quiere que el tiempo pase deprisa y que los guarismos que indican la hora cambien con mayor celeridad. Sin embargo, los números se mantienen fijos con la misma indiferencia que él muestra hacia la monumental juerga que sus compañeros de trabajo están celebrando en la nave. A pesar de que se ha alejado del recinto, percibe con nitidez el jolgorio que provocan las más de cincuenta personas que aún ríen, lloran, gritan, cantan, beben, se besan y se abrazan entre chillidos y expresiones de incrédula felicidad.
Ya son más de las cuatro y la tarde invernal se muere. Incluso en la luminosa y cálida Valencia, a veces, hace frío, si bien solo lo parece los escasos días que, como hoy, el cielo está gris aunque para los juerguistas es la jornada más feliz de sus vidas. El enjambre de periodistas con sus cámaras y micrófonos se marchó hace un rato, pero ellos aún siguen allí, festejando su buena fortuna. Mientras la inmensa mayoría del país se consuela pensando que lo importante es mantener la salud, ellos celebran que, además de estar más o menos sanos, también son ricos. Muy ricos. Les ha tocado la lotería. El primer premio. El Gordo. Y por eso, además de salud, tienen dinero. Mucho dinero. Como todos los años, don Augusto Tejedor Machancoses, el anciano jefe ya jubilado pero todavía uno de los dueños del negocio, había sido el encargado de hacerse con los décimos del número 22.574, la fecha en la que se fundó la empresa. Como un papanoel de cara cuarteada por el salitre y dientes manchados por su afición a los puros caliqueños, don Augusto ha apuntado, adquirido, cobrado y entregado los décimos, enteros o compartidos, a los trabajadores de la empresa que fundó hace cuarenta años. Todos tenían su pequeño papel timbrado con la cifra mágica, comprado más por miedo a que le toque a todo el mundo menos al que pecó de tacaño que por convicción o ilusión de ser agraciado. Hasta hoy, esa combinación numérica había servido para malgastar el importe de la apuesta en el rito inútil de jugar al sorteo extraordinario de lotería que anuncia que, en España, ha llegado la Navidad. Cada décimo, que a las nueve de la mañana podía intercambiarse por un improbable sueño de riqueza o por un simple hábito repetido, vale ahora 400.000 euros. O incluso mucho más, porque la suma implica cancelación de hipotecas, ayuda a los hijos en paro, coches nuevos o viajes que solo se podían soñar. En definitiva, el 22.574 trae entre los caprichosos misterios del azar matemático y de la probabilidad remota la simple y pura tranquilidad para quienes, como ellos, no tienen, no han tenido y no iban a tener nada más que un sueldo ganado a madrugones y, encima, se sentían afortunados por ello. Pero ha sido esta mañana del 22 del diciembre cuando han sabido lo que es, de verdad, tener suerte.
Las nubes han pintado el cielo de un blanco lento y pesado hasta difuminar el horizonte y emborronar los contornos del mar y la tierra. El viento de levante anuncia que el temporal no está lejos. Sin embargo, José Vicente Muñoz, o Josevi, como le llama todo el mundo, es tan ajeno a los avisos de la tormenta como sus compañeros de trabajo, aunque por razones bien distintas. Sigue mirando el teléfono bajo la luz lechosa. Nota la rigidez en la espalda y el escozor en los ojos provocado por la noche en vela. Ni el cava ni los otros licores que han corrido a espuertas desde que en la nave se supo la buena noticia han logrado calentarle. Por fin, el teléfono despierta. La imagen de Lorena, sonriente y abrazada a las dos niñas, se enseñorea de la pantalla del móvil. No deja, siquiera, que el timbre llegue al segundo tono para contestar:
—¿Lore? ¿Lorena? —Casi grita—. ¿Ya está?
—¡Sí, Josevi, sí! —La voz de su mujer se atropella en el auricular, mezclada entre hipidos llorosos y risitas de felicidad—. ¡Aún estoy en el banco, en el despacho del director de la sucursal! Ya están los dos décimos guardados aquí y tengo el recibo del depósito y me ha dicho que ellos harán la retención y que, con más calma, nos aconsejarán qué hacer con el dinero y...
—Pero, podemos cancelar la hipoteca, ¿no? ¿Y lo de las tarjetas también?
—Sí, claro, claro. Pero es que me ha dicho que hay que mirarlo todo con tranquilidad porque, de cada décimo, Hacienda se queda el veinte por ciento y si no lo empleamos bien, al año que viene nos pueden dar un palo que te cagas en la declaración de la renta. Además...
—Sí, sí, claro. —Josevi la vuelve a cortar—. Lo que él te diga, que para eso es el que manda ahí y sabe de números.
—Vale, vale. Oye, ¿vas a tardar mucho o qué? Si quieres voy para allá y me uno a la fiesta. Le digo a mi madre que recoja a las niñas del colegio y...
—¡No, no! —La interrupción es colérica, casi grosera, aunque espera que Lore no lo note—. ¡Aquí ya estamos acabando y, además, llevo toda la noche en pie y estoy reventado! No vengas.
—Vale, vale. Como quieras. —La felicidad y la emoción quiebran de nuevo la voz de Lorena al otro lado del teléfono—. ¡Ay, Dios mío, Josevi! ¡Que somos ricos!
—¡Que sí, cariño, que sí lo somos! —El marido nota el temblor en la garganta, pero lucha para que no se le note—. Oye, una cosa importante. Que... que... que... ¡Que te quiero mucho, joder! Y a las niñas también. Y lo de la lotería y la pasta y eso está de puta madre, pero vosotras sois lo mejor que me ha pasado en mi vida.
—¡Uy, qué ñoño te estás poniendo! —Lorena ríe al otro lado del teléfono—. ¡Cómo se nota la noche en vela, que te has pasado la mañana de fiesta y ahora te está dando la borrachera llorona!
—No, en serio, Lore. Que te quiero. —Las lágrimas bajan por sus mejillas como dos serpientes brillantes que reptan entre la barba cerrada—. ¡Que te quiero muchísimo, hostia! ¡Y a las niñas también!
—¡Que sí, tonto! ¡Que ya lo sé! Y ahora, con más de seiscientos mil euros en el banco —estalla en carcajadas—, ¡nos vamos a querer muchísimo más!
—Lore, te quiero. De verdad, te quiero. De verdad, cariño. Que te quiero mucho...
—¡Si que te ha dado fuerte la llorona! Anda, vente para casa que te voy a quitar yo la depresión... —baja la voz para que el director no oiga el final de la frase, que se convierte en un susurro que desciende a un tono con sensual complicidad— con lo que tú sabes y que te gusta tanto.
No puede evitar que una sonrisa empiece a formarse en su cara al evocar el cuerpo de Lore; sus pechos pequeños y duros, el olor y el sabor de su sexo; la tibia humedad de la boca de su mujer dibujando caminos de saliva desde sus pezones coronados de vello oscuro hasta el miembro viril. Recuerda, durante fracciones de segundo, lo que le susurra los sábados por la noche cuando las niñas duermen y es capaz de ver entre las arrugas del asfalto la mirada perezosa y pícara de Lorena tras un buen rato con la lengua entre sus piernas. Los recuerdos, dulces e íntimos, se evaporan entre las imperfecciones del suelo como si fueran agua derramada bajo el sol de agosto. Ahora sí que le tiembla la voz:
—Voy enseguida. Te quiero.
—¡Que sí, pesado! ¡Que vengas!
—Adiós, Lore. Adiós. Te quiero. Te quiero. Te quiero.
—Hasta ahora.
A pesar de la distancia percibe con nitidez el barullo del jolgorio que todavía se mantiene en el interior de la nave. Echa un último vistazo a la estructura rectangular de ladrillo y techo de teja donde ha pasado casi veinte de sus treinta y ocho años. Las letras blancas del nombre de la empresa, LOSECOSA, brillan amarillas sobre el fondo rojo de la pintura de la fachada, manchada aquí y allá por el beso amargo del salitre. Aún se acuerda del primer día, entrando junto a su padre mirando el inmenso laberinto de contenedores de todos los colores apilados hasta en seis alturas que conformaban una auténtica ciudad de metal pintado. Pronto se acostumbró a ver los amaneceres tras las siluetas de las colosales grúas pórtico y las jirafas de acero que movían aquellas cajas de 26.000 kilos como si fueran las piezas de un juego de Lego, asombrado de la delicadeza y la puntería de aquellos titanes metálicos y, sobre todo, de las manos humanas que dominaban aquellas bestias de pura fuerza bruta manejada con la precisión de un cirujano con su bisturí. Le hubiera encantado ser uno de ellos, uno de esos estibadores que, en sus cabinas a más de cuarenta metros de altura, cargaban y descargaban los buques portacontenedores como si hicieran un gigantesco puzle. No lo consiguió nunca. Los estibadores del puerto de Valencia —como ocurre en todos los demás puertos de España— siguen siendo modernos cofrades de gremios casi medievales, auténticas dinastías donde el trabajo se hereda y las horas se reparten en un complicado sistema de antigüedades. Josevi, como tantos otros, tuvo que conformarse —y gracias— con trabajar en una de las empresas de logística que operan en las instalaciones portuarias, sacando y metiendo en camiones los contenedores que los amos de las alturas introducían o extraían de los inmensos navíos. Luego vinieron otras faenas, responsabilidades y complicidades hasta convertirse en la mano derecha del jefe, que también se llama Augusto Tejedor. Hasta esta madrugada. Hasta hoy.
Camina hacia el muelle. La actividad del puerto valenciano no para jamás. Más de 12.000 contenedores se mueven cada día en sus muelles y sus zonas logísticas, en eterna disputa por el liderazgo en el Mediterráneo con el puerto de Algeciras y, por tanto, del sur de Europa. El barco que está siendo cargado ahora mismo no es de los más grandes y, aun así, su figura es colosal. Observa la fila de camiones que esperan su turno, todos ellos con contenedores de seis metros de longitud, los llamados TEU en el argot portuario, que son de los más pequeños. Saluda a la amazona que cabalga el leviatán que mueve cada bulto. Josevi recuerda cuando entró a trabajar en la empresa y la estiba era cosa de hombres, pero ahora las hijas de los estibadores que heredan el trabajo de sus padres son cada vez más frecuentes y allí arriba está la chica, en la cabina de la grúa jirafa, casi a la altura de un décimo piso, enganchando de cada plataforma, una por una, las enormes cajas pintadas de blanco de la naviera danesa Maersk, la más importante del mundo. La estibadora, desde su atalaya, pesca cada contenedor y lo deposita a bordo siguiendo un cuidadoso patrón para equilibrar el peso y que el buque no zozobre con consecuencias catastróficas por culpa de una carga descompensada. Cada contenedor es dejado con exactitud y mimo en su sitio en el navío. Josevi contempla la maniobra que está a punto de terminar con el recipiente que aterriza con increíble suavidad sobre su gemelo. Aún sostiene el teléfono móvil en su mano derecha y aprieta el artefacto para mitigar los temblores que mordisquean sus extremidades. Recorre con aire ausente, mientras finge que habla por teléfono, la pasarela que conecta el muelle con el barco. Lleva media vida en el puerto y, como muchos otros, sube y baja de las embarcaciones con toda tranquilidad. Mil favores se intercambian cada día entre las tripulaciones y el personal de la instalación portuaria: una caja de puros por una tarjeta española de teléfono móvil; una televisión de plasma mucho más barata por un contenedor que, supuestamente, por un golpe de mar se movió de su sitio, se dañó la carga y pagará el seguro; cajas enteras de cartones de tabaco que, en teoría, se han malogrado por una filtración de agua de mar a causa de una grieta tan conveniente como inexistente. Lo que se ha hecho desde que el puerto es puerto y en todos los puertos del mundo.
Su ojo acostumbrado al ir y venir de la estiba ubica enseguida dónde va a ir la siguiente caja que los operarios, en tierra, ya han fijado a los enormes ganchos de la jirafa. El contenedor, a pesar de su gran tonelaje, se eleva como si estuviera hecho de papel de seda gracias a la brutal fuerza de los motores del ingenio. El barco, aunque no es de los grandes, parece tan sólido e inmóvil como una montaña surgida del agua. No obstante, en cuanto el contenedor es encajado como uno más entre sus miles de gemelos que ya están a bordo, el buque cabecea de tal manera que incluso Josevi, recién subido a la cubierta, percibe el movimiento con tal intensidad que debe sujetarse a una de las barandas. Las poleas de la grúa jirafa protestan con chirridos de esfuerzo cuando se accionan los mandos que retiran el nuevo contenedor del camión que lo ha acercado al muelle y avanza unos metros para ubicarse en el sitio desde donde depositará su carga. Josevi desciende hacia el laberinto de cajas metálicas. Camina de lado en el angosto espacio que queda libre entre cada pila de contenedores. Son apenas sesenta centímetros de separación entre uno y otro que recorre con especial cuidado para pasar desapercibido. Es fácil ocultarse en ese dédalo de metal.
Un golpe seco indica que la grúa ha sido calzada sobre las vías que horadan el suelo de hormigón. El contenedor empieza a bajar. El movimiento es suave y controlado como un gato caminando entre las copas de una mesa preparada para un banquete. No se necesitará más de un par de minutos para depositar el TEU en su sitio. Josevi aguarda con la mano derecha aferrada a una de las barras que, en forma de aspa, sujetan cada contenedor a los dados de enganche. La caja blanca con el logotipo de la estrella blanca de siete puntas sobre fondo azul de Maersk está ahora a menos de diez metros de la cubierta superior del bulto. Y descendiendo. Josevi empieza a escalar. Coloca el pie en la intersección de los listones de acero y, con la habilidad que da la experiencia de una acción mil veces repetida, se encarama a lo alto del contenedor cuando el siguiente que va a ser estibado encima está a menos de dos metros de su destino. Concentrada en la maniobra, la gruista no se percata de los gritos ni los desesperados gestos con los que los marinos —filipinos en su mayoría— intentan captar su atención para que se detenga. Josevi se tumba de lado sobre el techo; está frío. Muy frío. Las lágrimas que anegan sus ojos han convertido el mundo que tiene delante en un paisaje líquido. El ruido de las poleas por las que se deslizan los cables de acero impiden que oiga que el teléfono que aún sujeta en su mano derecha está sonando. En la pantalla vuelve a aparecer la imagen de Lorena abrazada a Paula y a Andrea. Cuando el sobrecargo del buque, ya alertado por la tripulación, empieza a vociferar por la radio a la operadora para que detenga el descenso, el suelo de madera del contenedor está apenas a cincuenta centímetros de su ubicación definitiva. Justo debajo, Josevi se ha encogido en posición fetal, pero aún le da tiempo a mirar la pantalla del teléfono móvil, aunque no es capaz ya de oír el Comerranas de Seguridad Social, la canción que lleva como tono de llamada. Sí que ve la cara de Lorena, Andrea y Paula por última vez. Después, el silencio y la oscuridad se pueden definir con un número y una magnitud: 26 toneladas.
***
«El teléfono al que usted llama está apagado o fuera de cobertura. Por favor, deje su...» Lorena cuelga antes de que acabe el mensaje grabado y suelta el teléfono con desgana sobre la mesilla de noche. Está tumbada en la cama y se despereza como una gata en celo conforme nota que la calefacción —que ha encendido hace un ratito— va caldeando la habitación. Su madre recogerá a las niñas del colegio y las tendrá en casa hasta la hora de cenar. La tarde será para ellos dos solos. Y va a hacer que sea muy larga y muy placentera. Se ha recortado y rasurado el vello del pubis hasta dejar «el bigotillo», como le gusta decir a Josevi. Se ha puesto un tanga mínimo de encaje negro y un sujetador que le realza su busto breve pero aún firme pese a que ha amamantado a dos crías. Se tumba sobre el edredón y hasta la nariz le llega el dulce olor de las gotitas de Opium que se ha puesto justo entre el ombligo y el inicio del monte de Venus. Su chico no tardará. Debe estar aparcando ya en el garaje y por eso no tiene cobertura. O quizá se ha quedado sin batería, ya que el móvil que tiene es una verdadera porquería. Otro pensamiento dulce se adueña de su mente: se podrán comprar los teléfonos móviles que quieran a partir de ahora. Como tantas otras cosas que el dinero soluciona. Mete los dedos bajo la ropa interior para asegurarse de que la piel rasurada está suave después de haberse puesto crema hidratante. Siente la humedad que empieza a nacer, aún muy dentro, entre sus piernas. Su marido, que siempre ha estado muy bueno, ahora encima es rico y subirá enseguida. El teléfono suena. Debe ser Josevi que ha visto la llamada perdida. Con una sonrisa lasciva y un gesto perezoso alarga el brazo para contestar. Es un número desconocido. Anula la llamada, pues nota que se está poniendo cada vez más cachonda y no tiene el ánimo ahora como para que le intenten vender otra línea ADSL. No han pasado ni dos minutos cuando el aparato vuelve a sonar. El mismo número. Decide responder porque está tan contenta y tan caliente que, sea quien sea, no le podrá amargar el día más feliz de su vida.
—¿Sí? ¡Dígame!
1
—¡Manuela! ¿Que os vais? Como te veo tan cargada.
—Sí, Charo, sí. Al terreno. Como todos los años. Mi marido siempre se guarda días de vacaciones para estas fechas. Ya sabes.
—Claro, claro. A Llíria, para recoger la naranja. ¿No?
—Pues sí. Aunque ya no merece la pena. Aquello solo es perder tiempo y dinero, pero ya sabes, esos campos, para mi Pepe, son la vida.
—¿Tan mal va la cosa?
—Fatal. El año pasado, en la cooperativa se pagaba la arroba de naranjas a 95 céntimos ¿Tú te crees?
—¿La arroba? ¿Eso cuánto es?
—Pues casi trece kilos. Fíjate tú.
—Con razón en las verdulerías de los pakistaníes las venden tres kilos a un euro. Si se pagan esos precios en el campo, ya me contarás.
—Pues sí. Y tenemos suerte, porque este año no se han helado. Hace dos, acabaron todas para tirar y tuvieron que arrancar no sé cuántos árboles que se habían muerto.
—Bueno, este año parece que el invierno no venía nunca. Hace quince días aún se podía ir en manga corta a mediodía.
—Pero han dicho en las noticias que va a llover durante todas las Navidades.
—Es verdad, sí. Pues ya veremos, porque si llueve, tampoco se puede recolectar. ¡Ay, madre! No va a haber quien aguante a mi marido encerrado en casa si no puede ir a los naranjales. Ya verás.
—¿Y celebráis allí la Nochebuena y la Navidad?
—Sí. Vienen mis hijas y los críos. Y como allí hay sitio, pues mira. Aunque cada vez a mí se me hace más cuesta arriba, ¿sabes? Los primeros días me los paso limpiando, y cuando ya está todo como me gusta nos tenemos que volver y vuelta a empezar.
—Es que nos vamos haciendo mayores, Manuela.
—Ya te digo. En fin. ¿Qué tal la lotería?
—Pues nada. Como siempre. No sé si en alguna papeleta habrá alguna devolución, pero, como todos los años, ni un pellizquito de alegría. En fin... Mientras tengamos salud.
—¡Qué remedio nos queda! Bueno, felices fiestas, Charo. Te traeré unas naranjas a la vuelta.
—¡Muchas gracias, Manuela! Igualmente. Felices fiestas.
***
Rossy se siente estúpida. No hay otra manera de sentirse cuando se tienen las bragas en uno de los tobillos, las piernas todo lo abiertas que puede y el culo en pompa. «Soy una negra imbécil», se dice a sí misma. Piensa que tenía que habérsela chupado un poco más, sujetando bien la verga con la mano apretada en su base mientras iba y venía con el cuello. No obstante, el primero de hoy debe ser de los puteros habituales, de los que se saben todos los trucos de las chicas para que el servicio sea lo más corto posible. Por eso, supone, no ha consentido que le pusiera un condón antes de metérsela en la boca ni ha querido que estuviera mucho rato con la felación. Tonta. Muy tonta. Debería haberlo entretenido más tiempo, haberle masajeado con los dedos el puntito entre el ano y el escroto mientras tenía la polla entre la lengua y el paladar para que, llegado el momento de la penetración, no durara más de un par de minutos de sacudidas como las que, ahora, la están destrozando.
No es que le duela ahí abajo. Ni por asomo. El cliente la tiene demasiado pequeña y Rossy se las ha visto con cacharros bastante más grandes que el triste colgajito que ha salido de los calzoncillos de marca blanca de hipermercado. Lo que duele son los huesos de la espalda por la postura. Ha encajado la cabeza en los antebrazos para que le sirvan de almohada, pero ya le arden los hombros de tanto hacer fuerza con ellos. Se esfuerza en evitar que los envites del tío que le clava los dedos en las caderas no provoquen que su rostro se estrelle en el rugoso enlucido de cemento de la pared contra la que se la está follando. En su mano izquierda estruja el billete de veinte euros que ha cobrado por adelantado. Al gordito que resopla sobre su nuca no le puede quedar mucho para correrse, pero con la columna casi doblada en ángulo recto y los pies tan separados, no consigue mover el trasero en círculos para acelerar la eyaculación.
Rossy piensa en otra cosa para que el tiempo pase más rápido. Intenta salir de su interior para poder contemplar la escena como si fuera ajena a ella. No hace falta irse mucho. Bastarán con cinco o seis metros. El Bichos está más lejos, con toda probabilidad oculto entre la maleza que bordea el solar cuajado de gigantescos charcos que tiemblan cuando les rozan los diminutos dedos líquidos de la llovizna. Vistos desde atrás, donde la joven ha colocado sus ojos imaginarios y entre la penumbra del solar mal iluminado, ella y su cliente parecen un extraño insecto de cuatro patas y un solo tronco; un arbusto imposible de dos pares de raíces aéreas plantado sobre apenas metro y medio de tierra mezclada con arena junto a la pared de una casa abandonada. Están en el lugar menos enfangado y más recogido del descampado, aunque la precaución para no ser vistos no tiene mucho sentido dado que por allí no pasa ni un alma. Y menos ahora que ya se ha hecho de noche. Las piernas oscuras de Rossy apenas se intuyen si no fuera por los tenues brillos que perfilan sus formas onduladas de carne joven y dura y por el resplandor de la ropa interior que parece gritar en blanco sobre su empeine derecho. Las tristes extremidades pálidas del hombre son dos palillos raquíticos, pálidos y en evidente desproporción con el corpachón grueso y las bolsas flácidas de los glúteos que se bambolean, a cada embestida, como si estuvieran llenas de agua. Es ridículo. Tan bochornoso que a Rossy termina por hacerle gracia. La risa es breve e intermitente; poco más que pequeños gorjeos que suenan amargos como el aire cargado de sal que escupe el mar. Sin embargo, el individuo que jadea detrás interpreta mal las señales. Cree que los grititos que oye por encima del bajo continuo de las olas del Mediterráneo invernal significan que la negrita que tiene calzada contra la pared está gozando con sus patéticos golpes de pelvis. «Menudo imbécil», piensa Rossy. Ninguna puta disfruta con un cliente. Y si parece que lo está haciendo es que sus dotes teatrales y el lubricante vaginal están haciendo bien su trabajo.
Los trinos de la meretriz dan alas al putero, que dobla la intensidad y la frecuencia de las embestidas. Algo en su cerebro —tan sobrecargado de frustraciones, miedos e inseguridades que necesita pagar por sexo— se enciende; la sinapsis prende la mecha invisible que comunica sus neuronas, machacadas por el fracaso, con el nervio pudendo y la uretra se dilata y se contrae para dejar pasar el fuego líquido que abrasa sus entrañas. Los envites se vuelven cortos y nerviosos hasta el último, que pretende ser profundo e intenso si no fuera porque al instrumental empleado le faltan varios centímetros de longitud y grosor para que la chica lo sienta de la manera que él imagina en su delirio lúbrico. Con todo, Rossy sale de su visión remota de la escena al notar como los dedos se hincan más aún en sus caderas. Aquí está. El final. La farsa se está terminando y la joven se une a la pantomima con un chillido flojo, pero también agudo, que brilla por unos instantes sobre los acordes ásperos que el temporal entona sobre la playa de la Malvarrosa.
El hombre se sube los calzoncillos y se abrocha el pantalón sin despegar la mirada del condón usado que rebota la luz artificial sobre el suelo mojado. La vergüenza parece más concentrada y más insoportable en la forma de ese mínimo escupitajo lechoso encerrado en látex. Ha leído en los ojos profundos de la joven africana que todo lo que ha ocurrido en los últimos veinte minutos ha sido tan mentira como lo es su propia vida. Y los gemidos de la negrita valían lo mismo que vale él: nada. Para Rossy, el putero ni siquiera está ahí ahora como no lo había estado antes, incluso cuando estaba dentro de ella. La ramera permanece en cuclillas con la espalda dolorida apoyada contra la pared; sin soltar el billete de veinte euros que se arruga en el interior de su mano izquierda, se limpia con una toallita húmeda mientras observa con disgusto el beso sucio que la tierra ha dejado impreso en el algodón blanco de sus bragas baratas. Él piensa que debería decirle algo. No se le ocurre. Con un lacónico «adiós» y un inoportuno, aunque educado, «gracias» camina hacia el paseo marítimo. Más allá está el mar hundiéndose en las tinieblas precoces de la tarde invernal. El gentil Mediterráneo en su coqueta Malvarrosa no tiene ahora forma, color ni sustancia: no es más que sonido obstinado y repetido en ecos roncos. Mira el reloj. Pronto serán las seis de la tarde.
Dos haces luminosos que vienen desde la vecina playa de la Patacona, al norte, le alumbran mientras se mete en su propio vehículo. Aún le quedan dos clientes para concluir el reparto, pero va bien de tiempo a pesar de haberse ido de putas en horas de trabajo. Lo que más le gusta —además de añadir a una negra a su colección de conquistas compradas a veinte euros la pieza— es esa pícara sensación de dominio de lo prohibido cuando su mujer le pregunte, si es que lo hace, que qué tal le ha ido el día. Si ella supiera.
Al sentarse frente al volante activa el seguro de las puertas antes de meter la llave en el contacto. Musita una plegaria para que los focos que le han sorprendido pasen de largo, pero para su desgracia, el Ford Escort azul lleno de abolladuras estaciona justo detrás de él, al otro lado de la calzada; justo en el acceso al solar donde su semen encapsulado en goma flexible sigue delatando su reciente presencia. Del coche desciende un hombre. No puede pasar desapercibido. El chándal amarillo que lleva puesto ofende a la oscuridad y a la mar de fondo que brama en salitre. La silueta dorada se interna en el descampado donde ha dejado agachada a la furcia africana que él acaba de follarse. Tiene un mal presentimiento. El conductor del Escort también era negro y, aunque no le ha visto la cara, algo en su forma de caminar y en el modo en el que giraba la cabeza para comprobar los alrededores le ha dado mala espina. Considera que debería hacer algo; quizás esperar por si acaso; quizá llamar a la Policía. Se decide: gira la llave en el contacto y arranca el motor. No pierde ni un segundo en comprobar si el recién llegado advierte su marcha. No enciende las luces hasta que se ha alejado más de un centenar de metros por si acaso alguien puede leer la matrícula. «Pobre chica —dice en voz alta antes de conectar la radio para escuchar un programa deportivo—, lo que debe de padecer en manos de esa gentuza.» Quizás este último pensamiento sí que lo compartirá con su mujer. Pero cuando los niños estén en la cama, eso sí.
2
Le agrada la lluvia y, cuanto más feroz más le gusta. Ve con placer como el mal tiempo amarga la visita de los turistas que, aburridos de esperar en sus hoteles a que el cielo les dé una tregua, se han aventurado a las calles. Ahora, armados con paraguas, pagados al triple de su precio normal, se guarecen como pueden bajo las cornisas y los portales de la Via Vittorio Emanuele. Después de semanas de un sol que acrecentaba el tufo perpetuo de las calles, el aguacero ha llegado para restaurar cierto orden, si es que tal cosa es posible en Roma. Además, la tormenta gira entre las ráfagas de viento del sudeste, que corre azul y frío como la silueta de los montes Albanos de donde proviene. El perfil de las montañas se funde ya en el manto negro de la precoz noche romana de invierno. Mientras, el vendaval silba entre las viejas piedras e impone el ritmo con el que las gotas bailan burlonas sobre los siglos de mentiras e infamias que están atrapadas en las grietas de sus ruinas.
Le gusta el sitio, descubierto por casualidad hace pocas semanas. Por eso casi siente lástima al pensar que quizás esta sea de las últimas veces que venga por aquí. Le da la sensación de que la señora que atiende el establecimiento, más cerca ya de los sesenta que de los cincuenta, le sonríe con mayor calor que el que exhibe cualquiera que esté detrás de un mostrador en esta ciudad. Y es que si hay una urbe de expertos vendedores, es esta: Roma. Desde el pakistaní más miserable que ofrece rosas refrescadas en alguna de sus mil fuentes o palos extensibles para hacerse fotos con el teléfono móvil hasta el cardenal que se atiborra de Viagra para disfrutar de la puta de 2.000 euros la noche, aquí todo el mundo vende algo desde hace siglos. Y lo que aquí se vende siempre tiene quien lo compre. Primero se vendió la civilización y el orden; luego la salvación y la eternidad, y ahora la ingesta de cultura y experiencias en píldoras masticables. Le encanta Roma. A millones de turistas también, aunque por razones muy diferentes a las suyas. Los visitantes quieren religión, arte o historia que se puede adquirir a plazos y, por eso, la ven bella o creen verla. A él le enamora por todo lo contrario. Porque la ciudad y él son iguales: viejos, sucios y malvados. Que toda esa gente no se percate de ello hace de su vida en Roma un perpetuo deleite.
El local donde está sentado es tan mestizo como la propia ciudad: tiene una parte dedicada a la venta de recuerdos y la otra es una cafetería donde también venden libros, curiosidades y trastos viejos rebautizados en vintage. En la sección de los souvenirs, en la entrada, muestra estanterías y expositores abarrotados de recuerdos que compiten entre sí en mal gusto y estupidez. Imanes para la nevera de diez mil formas imaginables; postales de monumentos; reproducciones de grabados antiguos, y la cara bonachona del papa Francisco sonriendo tras el brillo del papel satinado. Sin embargo, a pocos pasos a la derecha, el local cambia de aspecto y, como buen romano, también de alma para hacer honor al nombre que figura en la fachada: INVITO ALLA LETTURA. Cinco mesas pequeñas se despliegan entre estanterías repletas de libros que nadie ha leído en décadas. Dos viejos sofás, vetustos y confortables, completan el mobiliario dispuesto en semicírculo en torno a la barra que protege la máquina de café y el pequeño bar. El color azul celeste de la pared apenas puede verse entre las docenas de viejos carteles de estrenos de ópera, teatro y cine italiano, sobre todo de los años cincuenta. El inventario de cachivaches colgado del techo es tan variado que más de una vez se ha sorprendido a sí mismo tras perder un cuarto de hora contemplando el racimo de antiguas cacerolas de cobre, las polvorientas guitarras o las tres docenas largas de quinqués colgados de palos que lucen con orgullo tanto su obsolescencia como el cartel que advierte que non sono in venditta, o sea, que son los únicos trastos del local que no se venden. Esos antiguos faroles deben ser de las pocas cosas que, a ambas riberas del Tíber, no se pueden conseguir con dinero. Por eso le gustan y le gustan ahí: donde están.
Su mesa favorita es la del fondo, justo al lado del piano. Más de una vez —y hoy no es diferente— ha tenido la tentación de pedir permiso para tocar como ha visto a algún otro cliente en más de una ocasión. No lo ha hecho nunca y no lo va a hacer hoy. Si ya sospecha que la sonrisa de la dueña puede significar que su cara le está empezando a ser demasiado familiar, si hiciera sonar el venerable instrumento sería la invitación perfecta para que le recordara. Y eso no se lo puede permitir.
El local, en su parte dedicada a los souvenirs, empieza a registrar cierto movimiento conforme van llegando turistas calados hasta los huesos que entran más por buscar refugio que por interés en comprar cualquier chuchería idéntica a las que están por toda la ciudad. Sin embargo, en su rincón favorito él sigue siendo el único huésped hasta que un cura, joven y rubio como una mañana de junio, accede al recinto y ocupa otra mesa en el rincón opuesto al suyo, justo debajo de una estantería donde dos viejos ordenadores acumulan polvo y olvido. Su mirada experta los identifica enseguida: son Macintosh 128K. Se pregunta cómo demonios habrán acabado ahí esas dos reliquias de 1984 de las que se fabricaron solo 100.000 unidades y que, además, fueron las primeras computadoras del mundo que incorporaban para su manejo el hoy omnipresente ratón. En el lado izquierdo inferior de la carcasa de color beige resalta la manzana con el arco iris y, por un segundo, fantasea con la posibilidad de preguntar el precio de uno de esos viejos dispositivos a la camarera que se acerca a su velador para atenderle con esa sonrisa que, cada vez, le inquieta más. Desecha la idea de inmediato. Ya ha estado aquí demasiadas veces y, sin duda, la señora recordaría al caballero vestido de gris, que compró un ordenador inservible. Pide un caffè corretto alla sambuca como siempre que frecuenta este sitio y acaba por decidirse que, en efecto, esta será la última vez. La camarera asiente y se va hasta la mesa del sacerdote imberbe, quien, en un italiano con un marcado acento estadounidense, encarga un capuchino al tiempo que, de una bolsa de mano, saca un libro. Consigue distinguir el título: Tender is the night, de Francis Scott Fitzgerald. Lo leyó hace años, editado en castellano como Suave es la noche. ¿Será el cura de pelo dorado como Dick Diver, el protagonista de la última novela del autor de El gran Gatsby? La juventud y belleza del religioso le dice que quizá sí; que hay algo en él que le indica que, como el psiquiatra imaginado por Scott Fitzgerald, al sacerdote no parece faltarle de nada en la vida y, sin embargo, camina hacia el abismo sin que ni siquiera él se dé cuenta. «Es posible —piensa— que necesite el empujoncito que yo le puedo dar.»
Paladea con lujuria los aromas del expreso mezclados con el recio espíritu de la sambuca mientras reconstruye en su mente lo que recuerda de la historia de Dick Diver y de su esposa Nicole y cómo el prometedor psiquiatra de brillante porvenir terminó convertido en un hombre roto y vacío a pesar de tenerlo todo para ser feliz. «El borracho de Fitzgerald —piensa— sabía muy bien que la única verdad inmutable es que lo que es y lo que debería ser casi nunca coinciden, ¿verdad, padre?»
Coge un libro de la estantería que tiene al alcance de la mano. Es un volumen grande, con un grabado en la portada que representa una sección transversal de un edificio inconfundible: L’architettura della Basilica di San Pietro. Storia e costruzione. «Aquí está de nuevo —se dice a sí mismo— la diferencia entre, en este caso, lo que debería haber sido y lo que fue.» No obstante, el tema no le interesa lo más mínimo, pero necesita hacer tiempo hasta la hora precisa y ya no quiere mirar ni la colección de quinqués que cuelgan del techo, ni los dos obsoletos Macintosh ni, por supuesto, al sacerdote cuya irritante juventud y casto aspecto le provocan pensamientos que ahora mismo no se puede permitir. Ojea el mamotreto sin muchas ganas hasta que le llama la atención un viejo grabado que muestra el proyecto inconcluso de Bernini. El arquitecto pretendía cerrar con un tercer brazo porticado la celebérrima columnata de la plaza símbolo del poder de los papas, aunque, al final, el proyecto no se concluyó. Continúa mirando las páginas sin demasiado afán hasta que da con una imagen de un periódico de los años treinta. En la fotografía, un enjambre de tejados no dejan ver la Via della Conciliazione y la cúpula de San Pedro se ve allá al fondo, casi irreconocible a causa del sembrado de tejas y chimeneas que tiene a sus pies. La publicación es anterior a los derribos que se llevaron a cabo a partir de 1936 y que abrirían la avenida que une San Pedro con el castillo de Sant’Angelo y la ribera occidental del Tíber. Imagina qué pensarían los miles de peregrinos que recorren —aún hoy, bajo la lluvia inclemente— el acceso a la plaza sintiendo en lo más hondo el fervor religioso, la admiración por el arte o la simple búsqueda de una buena vista para hacerse una foto estúpida que colgar en las redes sociales si supieran que bajo sus pies no hay nada más que el resultado de un fracaso, de algo que se quedó a medias, de un proyecto inconcluso como tantos otros. En todos los sitios ocurre lo mismo: solo se construye cuando se destruye. Sin embargo, Roma, que es la ciudad que más veces ha sido arrasada, es tan sabia y tan diabólica por ser tan antigua y, por ello, es capaz de lucir encantos tras una destrucción que se quedó a mitad de hacer. Mira el reloj. Son las cinco en punto de la tarde. Hora de empezar a trabajar. Del maletín saca un ordenador portátil y, mientras lo enciende, vuelve a mirar a los dos antepasados del terminal cuyo teclado tiene ahora bajo los dedos. Ahora recuerda sus días de juventud y aquellas máquinas con las que trajinaba y piensa que ni en sus más disparatados sueños podía imaginar que el mundo sería ahora más digital que real. Y se alegra por ello, ya que, si no fuera así, no podría hacer lo que tiene que hacer.
El repique grabado de lo que pretende ser una marimba provoca que desvíe la mirada hacia la fuente del sonido: es el cura que, del bolsillo, saca un teléfono móvil que manipula para leer el mensaje que ha recibido. Aguarda hasta que el joven termina de teclear lo que, con toda seguridad, es la respuesta a lo que sea que le ha llegado. El norteamericano vuelve a guardar el móvil en el bolsillo del pantalón y cruza con él una mirada entre amable y risueña, la cual pretende ser una disculpa por haber roto el ambiente tranquilo que ambos disfrutaban. Le devuelve la cortesía con un asentimiento leve y un arqueo de cejas con el que quiere mostrar cierta comprensión tan falsa como lo es su mirada que se desvía de inmediato un par de metros arriba de la cabeza del sacerdote. Allí, por encima de los dos obsoletos ordenadores, hay una muñeca vieja, quizá de los años setenta u ochenta. Tiene el pelo artificial enmarañado y ceniciento a causa del polvo acumulado. Está colgada con cuerdas que la sujetan por debajo de las axilas de plástico y desnuda a excepción de un pedazo de tela roja, arrugada y mugrienta que, en su día, debió ser la faldita que cambiaba la niña que fue su dueña. Por un momento —dulce como solo el pecado sabe serlo— intercambia las posiciones. Deja la muñeca en la mesa ante la taza humeante del capuchino e imagina al sacerdote en el lugar del juguete. En las mismas condiciones, pero sin el trapo rojizo. Y, justo en ese instante, recuerda una frase de Scott Fitzgerald, de El gran Gatsby, que se la puede aplicar a sí mismo, a pesar de haber sido escrita hace casi un siglo y para hombres muy distintos a él, pero con la que se siente identificado. Él es, como decía el escritor, de la clase de hombres que crecieron para encontrar muertos a todos los dioses, libradas todas las batallas y destruida toda la fe en los hombres.
***
—¡Uy, Manuela! Pero ¿no os ibais ya al terreno?
—¡No me lo recuerdes, Charo! Todo el día de trajín bajando trastos al coche ya que nos marchábamos a media tarde, mira la hora que es y mira dónde estoy.
—¿Y eso?
—Pues resulta que mi hija menor tenía que ir a comprar los regalos de Navidad de los críos y se le ha estropeado el coche. Así que ha llamado a su padre para que la llevara al Centro Comercial Gran Turia porque creía que allí aún quedaría algún muñeco como el que quiere la pequeña. Así que aquí me tienes. Y como no me acuerdo si me queda café o no en el chalet... pues ale, al Mercadona otra vez. Es el tercer viaje de hoy.
—A mí me pasa lo mismo. Oye, ¿qué juguete es ese? ¿Un muñeco? ¿Una Barbie de esas? ¿No hay en El Corte Inglés o qué?
—¡Qué va! Es que no me acuerdo bien. Es una cosa feísima de las que les gustan a las niñas ahora. Munster o morster o no sé qué romance. También me ha dicho que estaban agotadas en todos los sitios menos allí, así que se han ido. Y encima vale un pastón, ¿sabes? Así que padre e hija se han ido para buscar el caprichito de la nieta. Si es que...
—Es que nuestros hijos nos dan más faena ahora que tienen ellos los suyos que cuando eran pequeños, ¿no crees?
—¡Ni me lo recuerdes! Me paso los días que si llevando a uno al judo, a la de mi mediana al ballet y el crío de mi Chelo que lo tengo yo, claro.
—¿No lo lleva a la guardería?
—Aún no. Es que es muy pequeño. Pero ya le he dicho que, al curso que viene, que lo meta en la escoleta porque yo no estoy para tanto trote. Que yo ya me crie a las mías, leñe.
—Estamos todas así, Manuela. Todas. Si a mi madre yo le hubiera dicho que me cuidara a mis chiquillos mientras yo me iba a trabajar como hacen mis hijas, me hubiera dicho que dejara el trabajo. Y nosotras, mira.
—Eran otros tiempos, Charo. Ahora, con un solo sueldo no puede vivir nadie.
—Si no te digo que no, pero fíjate: tú y yo no nos íbamos a cenar nunca. Ni al cine. Ni de viaje. Ni teníamos dos coches. Ni sabíamos lo que era un gimnasio. Es que ahora... lo tienen todo. Y lo quieren todo, que es peor.
—En eso tienes razón, mira. Bueno, ¿qué le vamos a hacer? Y tú ¿de dónde vienes?
—Pues de ver a mi hermana.
—¿La que vive ahí en la Malvarrosa? ¿La mayor? ¿Cómo está?
—Pues con 86 años, imagínate. Se pasa la vida sentada en el sofá porque está tan gorda que ya no se puede mover y, encima, ha sido una señoritinga toda su vida. Así que estoy toda la tarde de criada. «Charito, tráeme un cojín», «Charito, la pastilla», «Charito, un café con leche». Acabo del «Charito» hasta el moño.
—Pero ¿es que no tiene a nadie para estar con ella?
—Sí. Una dominicana, o peruana o de no sé dónde. ¡Por fin encontramos una que le gustara! ¡Antes tuvo tres o cuatro y decía que eran todas unas vagas, o unas guarras o cosas peores! Lo que pasa es que la muchacha libra dos tardes a la semana y, claro, voy yo a hacerle la cena, a asearla un poco y... ¡A que me dé por el saco un rato, para qué te voy a decir otra cosa!
—Vamos, que nos pasamos la vida cuidando niños y cuidando viejos. ¿Y quién nos cuidará a nosotras, Charo?
—Pues ya veremos. Aunque yo lo tengo claro. En cuanto se muera mi Rogelio, vendo el piso y me voy a una residencia. Pero a una en la que hagan baile.
—Ja, ja, ja. ¿Cómo que baile? Si en esos sitios están ya todos con un pie en la fosa.
—¡Qué va! La suegra de mi hijo mayor, que tendrá siete u ocho años más que nosotras, vive en una que está por Torrente o por ahí. Dice que hay viudos también que están muy bien. ¡Oye, que todos los sábados por la noche se pegan sus bailoteos! Y hacen excursiones y se lo pasan la mar de bien. Yo es que a mi Rogelio lo quiero mucho, pero es que es un soso y no he ido a bailar desde hace más de cuarenta años. Así que... en cuanto lo entierre: ¡al baile!
—¡Pobre Rogelio!
—Se lo digo todos los días, no te creas.
—¿Y él qué te dice?
—Que como estará muerto, que le importa un pepino.
—Pues también tiene razón.
—Bueno. Que me voy para arriba. Por cierto, dile a tu marido que necesito hablar con él. Es que, como vengo de casa de mi hermana, aquello está fatal.
—¿De qué?
—Pues de la calle de detrás de su casa. Allí hay un descampado y unas casas abandonadas que... ¡para qué contarte! Aquello está lleno de fulanas negras y gentuza. Y claro, mi hermana es una mujer mayor, que vive sola y tiene miedo.
—Se lo diré, pero no sé qué se podrá hacer. Ya sabes que él es de...
—Sí, sí. Lo entiendo. Pero a lo mejor, con un poco de presencia por allí... No sé. Al menos para espantarlas, ¿no crees? Es que es un escándalo. De veras.
—Claro, claro. Bueno. Me voy al Mercadona no sea que aún me cierren. Felices fiestas otra vez, Charo.
—Sí. Felices fiestas, Manuela. Hasta luego.
***
Conforme la noche ha caído en Roma, el tiempo ha empeorado. Entre la lluvia y la oscuridad apenas distingue los bultos de la gente bajo los paraguas que caminan por la calle encharcada. El escaparate y la pantalla de su portátil se igualan en tinieblas. En el dispositivo no hay imágenes de paisajes, porque no le gustan, ni de familiares, porque no tiene ninguno. Ni siquiera hay iconos. Es un rectángulo negro cuya profundidad se rompe en cuanto desliza el ratón por la parte inferior y aparece la barra de herramientas. Busca el programa —diseñado por él mismo a partir de una versión de Macchanger— para cambiar la dirección MAC de su propia computadora, al menos durante el rato que esté allí. La operación no le lleva más de unos pocos minutos, pues lo hace cada vez que intenta acceder a una red pública gratuita. La dirección MAC —o media access control por sus siglas en inglés— es el identificador de 48 bits distribuidos en seis bloques hexadecimales que corresponde a una tarjeta o dispositivo de red que están en los ordenadores, los módems y los teléfonos móviles. Cada dirección MAC es única, pero él —como tantos otros, puesto que estas operaciones son casi el abecé de los piratas informáticos— sabe modificarla. Teclea a toda velocidad líneas de código en Linux para alterar los algoritmos que podrían delatar la presencia de su portátil si alguien se tomara el considerable esfuerzo de intentarlo. El trabajo, no por repetido es menos tedioso, pero no ha llegado donde ha llegado ni cobra lo que cobra por ser descuidado. En cuanto apague su ordenador, la máquina que tiene ahora mismo bajo los dedos jamás habrá estado allí. Ni él tampoco.
Una vez terminado el primer paso, accede a la wifi del establecimiento merced al nombre de usuario y la contraseña que estaba apuntada en el bigliettino del bol junto a los sobres de azúcar y sacarina. Luego vuelve a ejecutar las mismas operaciones informáticas. Los programas como Macchanger se pueden adquirir de manera legal, ya que uno de los objetivos de esta clase de software es poder auditar las redes wifi para comprobar si, en realidad, son seguras o para buscar alguna vulnerabilidad en el sistema. Sin embargo, para él tienen un propósito muy distinto. En la jerga de los hackers, lo que está haciendo se llama MAC spoofing y, tal y como pensaba, la configuración de la red del local tiene grietas por todas partes. Visto así, enmascarar su identidad le parece, incluso, poco deportivo puesto que ha sido demasiado fácil. Por ese motivo, un pensamiento malvado cruza su mente. Será divertido dejar el rastro de su excursión de hoy por Internet, no en el módem del establecimiento, sino en el teléfono móvil del joven sacerdote que, a tres metros de él, sigue disfrutando del capuchino y de la lectura de Scott Fitzgerald. El incauto cura es mucho más cándido de lo que pensaba al llevar su iPhone por ahí en modo visible, vulnerable a gente como él. Vuelve al trabajo, pero, de momento, apunta el número de teléfono del religioso en una servilleta de papel.
Con su dirección MAC enmascarada, reinicia el ordenador con una de sus muchas identidades falsas que ha ido construyendo desde hace años. Las alertas que tiene configuradas en el navegador empiezan a saltar una detrás de la otra conforme las noticias relacionadas con el término de búsqueda —en inglés, francés, español, italiano y alemán— le van apareciendo en la pantalla. El buen humor provocado por el café perfumado de licor y la visión imaginada del sacerdote desnudo y atado se nubla conforme lee los titulares de las ediciones digitales de la prensa española. «El 22.574 cae en Valencia»; «Lluvia de dinero en el puerto de Valencia»; «Una empresa de logística del puerto de Valencia, agraciada con cientos de miles de euros». Uno de los términos que tiene configurado en las alertas del buscador es, en cuatro idiomas, «puerto de Valencia» y tiene poderosas razones para querer estar al día de todo lo que pasa allí. Incluso algo tan inofensivo como un premio de lotería, si ocurre en el recinto portuario valenciano, es algo a tener en cuenta, por si acaso. Pasa las páginas a toda prisa buscando fotografías. La mayoría son tomas muy cortas de caras sonrientes y gente abrazándose u ofreciendo brindis a las cámaras, pero en una de ellas el plano es más amplio y reconoce la mitad inferior de las letras amarillas que, a pesar de todo, son legibles sobre el fondo rojo de la fachada de la nave industrial. No hay duda. Es ahí: LOSECOSA.
Nota un calor repentino que, desde el pecho, escala por el cuello hasta sentirlo como un mazazo doble en las sienes. Reprime, como puede, ponerse a gritar para lamentar la mala suerte que, desde el principio, parece perseguir la operación. Y todo esto justo cuando solo quedaba una cosa por hacer; un último cabo que atar y que era lo que se disponía a rematar esta misma tarde. Mira a través del ventanal que da a la calle donde la lluvia arrecia con más fuerza y golpea ahora el cristal con una cadencia caótica que parece burlarse de él, ya que su pasión por las matemáticas le hace saber que solo hay un 0,001 por ciento de posibilidades de ser agraciado con el Gordo de la Lotería de Navidad. Con razón la tormenta —que hace un rato le divertía mientras aguaba la visita de Roma a las manadas de turistas que deambulaban por sus calles— ahora se ríe de él con el enloquecido repiqueteo de la lluvia contra el escaparate.
Necesita tranquilizarse. La operación había fallado y hay que atenerse al plan de control de daños que ya estaba diseñado y cuya fase final se dispone a cerrar ahora mismo. Es más que posible que esté exagerando las consecuencias de que los trabajadores de LOSECOSA hayan recibido un premio o que se hayan hecho ricos de la noche a la mañana. La atracción de los medios de comunicación en asuntos de este calibre es tan intensa como superficial y efímera. De aquí dos días, nadie se acordará de ello. Habrá algunos trabajadores que se jubilen, dada su nueva condición de millonarios, pero se contratará a otros. Y aunque los dueños sean hoy más ricos que ayer, seguirán colaborando, aunque sea por la cuenta que les trae no hacerlo. En la calle el viento ha virado y ya no escupe alfileres líquidos contra el vidrio. Conforme desaparece el tableteo del aguacero, siente como las pulsaciones que le martillean las venas del cuello aminoran el ritmo. No le conviene en absoluto otra dosis de cafeína, pero sabe que la sambuca le ayudará a templar los ánimos. Alza la mano para atraer la atención de la camarera:
—Signora, per favore, un altro caffè corretto alla sambuca.
—Presto, signore.
Sigue mirando por la ventana mientras espera a que la mujer regrese con la bebida mientras mantiene la pantalla del portátil medio bajada para evitar cualquier mirada furtiva. Repasa en su cabeza todos los pasos dados y llega —como le ocurrió hace días— a la misma conclusión. El fallo ha sido humano. Tan estúpido e imprevisible como solo puede hacerlo una persona al equivocarse al leer el código que identifica un contenedor refrigerado. Las máquinas no yerran jamás. Los errores siempre son cometidos por quienes las manejan. Y de ahí todo este desastre que ahora tiene que terminar de arreglar.
Cierra el navegador y pasa el puntero del ratón por encima de un pequeño icono con forma de gusano negro. Es Sangonera, su mejor creación. Muchos meses de su vida están enterrados ahí, entre las miles de líneas de código que encierra el troyano que le permite, entre otras cosas, controlar los procesos con los que se verifican las cargas de los contenedores. Es un software diminuto que actúa en los ordenadores de la misma manera que lo hacen las sanguijuelas, de las que toma su nombre en valenciano. La ventaja de Sangonera es que se cuela en los ordenadores y utiliza las máquinas de los usuarios como puente para entrar y salir de los servidores, mucho más vigilados por potentes antivirus y cortafuegos, pero inermes ante las peticiones de información de sus propios clientes. El único problema es que tiene que operar mientras el usuario tiene la máquina encendida, pero él ha solucionado la cuestión de la manera más simple: con las redes sociales. Cada vez que uno de los ordenadores infectados se enciende y su propietario se introduce en Facebook, Twitter, Instagram o cualquier otra red social, Sangonera manda un aviso y él puede activarlo. En algunos casos, los usuarios son tan imbéciles como para consultar sus perfiles a la misma hora casi cada día. Así, solo necesita el reloj y una hoja de Excel para saber dónde y cuándo colarse.
Sangonera tiene otra característica que ha demostrado ser la más eficaz de todas. Se introduce en el sistema sin provocar ningún efecto negativo, sino todo lo contrario. Primero, el troyano actúa como lo hace el repugnante gusano de agua dulce, pues su saliva contiene un anestésico que reduce las sensaciones de la víctima para que no se percate de que está allí. El equivalente digital de este ataque es que el programa rastrea el disco duro para limpiarlo de errores de lectura y ficheros que ya no se utilizan y que ralentizan los procesos internos de la máquina. El usuario, de hecho, puede llegar a percibir que su ordenador funciona mejor y que todo va más rápido. La segunda arma del virus es el equivalente al vasodilatador que es inoculado mediante los diminutos colmillos cibernéticos de Sangonera. Mientras el ordenador funciona cada vez mejor, la sanguijuela busca perfiles de usuarios, contraseñas e incluso ficheros creados por programas de control y monitorización de procesos ofimáticos, pero, en vez de almacenarlos en la propia máquina, los encripta y guarda en su sistema de archivos virtual codificado, que, desde la nube, pasan luego a docenas de páginas web de los más variados asuntos: desde recetas de cocina a blogs de viajes. Todas ellas han sido creadas por él y mantenidas por usuarios inexistentes donde, junto a la información real, hay archivos que, cuando se intentan descargar o simplemente visualizar, no funcionan, ya que deben ser descodificados y, por supuesto, nadie más que él tiene la clave para hacerlo. El tercer aguijón de Sangonera es un sistema para el control a distancia de la máquina infectada, pero, en contra de lo que hacen otros cibercriminales, su intención no es robar datos ni causar daños a los equipos o a las redes, sino un motivo mucho más simple: sustituir. Hasta ahora, sigue siendo un programa de los llamados 0-Day Attack, o ataque de día cero, lo cual implica que ninguna de las empresas de seguridad informática como Kaspersky o los organismos oficiales de vigilancia de Internet lo ha detectado. Como decía su abuela, se atraen muchas más moscas con miel que con vinagre, y si la intención de la intrusión en las máquinas ajenas es la de la sustitución de un elemento pequeño que está en medio de miles de otros idénticos, la fechoría no puede ser advertida. Ni corregida.
Así es como cambió la identificación de la unidad OHYU 310157 con dígito verificador 6, el cual era embarcado en el puerto de Malabo, en Guinea Ecuatorial, con una carga bien diferente a lo que la combinación alfanumérica de once números fijaba. La información que viajó a través de los distintos trámites portuarios establecía que se trataba de un contenedor del modelo reefer de seis metros fabricado por Carrier con sistema de conservación de frío y calor así como de control de humedad y ventilación. La unidad debía ir conectada a la red eléctrica en el buque, en la terminal de destino e incluso en el camión para su transporte terrestre. Había sido cargado en el Lord Mbini de la naviera Biokship, de 208 metros de eslora con capacidad para 2.700 TEU que cubre con él la ruta regular entre Malabo y Valencia pasando por Lagos, Dakar, Algeciras y Tánger antes de llegar a su destino tras doce días de navegación. Bananas como carga declarada y certificada gracias a Sangonera, que se ocupa también de que los agentes en los puertos donde el buque va haciendo escala reciban por correo electrónico la documentación. Y la receptora en destino era la consignataria Logística y Servicios de Construcción, S. A. (LOSECOSA). Entre la tripulación del Lord Mbini, como en cada viaje especial, Nikolai Shevchenko como segundo de a bordo, leal y feroz como un mastín napolitano, bien pagado y con dólares en efectivo y cantidad suficiente para que ningún agente de aduanas guineano ponga problemas.
En principio, nada podía fallar. A través de este método se habían transportado ya muchas cosas junto a las bananas que ocupaban un tercio del contenedor. La naviera tenía buena reputación en el puerto de Valencia, la consignataria receptora también y los contenedores refrigerados son opacos para las cámaras térmicas del puesto de la Guardia Civil de la salida del recinto portuario. En ese sentido, todo iba como una seda. Hasta el último cargamento. Aún no sabe exactamente qué ocurrió, pero sospecha que fue algo tan intrascendente y estúpido como una equivocación al leer la identificación por parte del operario de la grúa o del asignador de la carga. Sea como fuere, los plátanos —y lo otro—