Las noches de la bruja (El Dios de la Guerra 1)

Graham Hancock

Fragmento

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Créditos

Título original: War God

Traducción: Javier Guerrero

1.ª edición: noviembre 2013

© Graham Hancock, 2013

© Ediciones B, S. A., 2013

para el sello Vergara

Consell de Cent, 425-427 - 08009 Barcelona (España)

www.edicionesb.com

Depósito legal: B. 25.480-2013

ISBN DIGITAL: 978-84-9019-645-8

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Contenido

Portadilla

Créditos

Agradecimientos

Citas

Primera parte. 18-19 de febrero de 1519

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Capítulo 32

Capítulo 33

Capítulo 34

Capítulo 35

Capítulo 36

Capítulo 37

Capítulo 38

Capítulo 39

Capítulo 40

Capítulo 41

Capítulo 42

Capítulo 43

Capítulo 44

Segunda parte. Del 19 de febrero al 18 de abril de 1519

Capítulo 45

Capítulo 46

Capítulo 47

Capítulo 48

Capítulo 49

Capítulo 50

Capítulo 51

Capítulo 52

Capítulo 53

Capítulo 54

Capítulo 55

Capítulo 56

Capítulo 57

Capítulo 58

Capítulo 59

Capítulo 60

Marco temporal, localizaciones principales

El dios de la guerra e historia

Notas

Agradecimientos

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Dedicatoria

Para Santha

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Citas

Los mexicas [...] en ningún momento se refirieron a ellos mismos, ni a sus ciudades-estado, y mucho menos a su Imperio como «azteca» [...]. En el momento de la conquista española, los españoles se referían correctamente a ellos como «mexicas», de ahí el nombre moderno de México.

COLIN MCEWAN y LEONARDO LÓPEZ LUJÁN

Moctezuma: Aztec Ruler, British Museum, 2009

[Los mexicas] eran los más crueles y endemoniados que se puede pensar...

PADRE DIEGO DURÁN,

La historia de las Indias de la Nueva España,

publicado en 1581

Ocupaos de que no huyan. [...] Alimentadlos bien; dejad que engorden y sean deseables para el sacrificio el día de la festividad de nuestro dios. Que nuestro dios se regocije con ellos, porque le pertenecen.

Regulaciones sacerdotales, hacia 1519,

destinadas a salvaguardar y preparar a las víctimas

para su sacrificio en la ciudad de Tenochtitlan,

capital de los mexicas.

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Primera parte. 18-19 de febrero de 1519

PRIMERA PARTE

18-19 de febrero de 1519

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Capítulo 1

1

Tenochtitlan (Ciudad de México),

jueves 18 de febrero de 1519

A Moctezuma le encantaban los promontorios, porque estar en cualquier sitio alto le recordaba que era el más grande y más magnífico de los hombres, el que ostentaba el poder de la vida y la muerte sobre todos aquellos a los que contemplaba. Aun así, ninguno de los incontables lugares altos de su reino le ofrecía una sensación más profunda y más perdurable de propiedad ni una prueba más clara de su propia importancia que la cumbre de la colosal pirámide en la cual se hallaba, trescientos pies por encima de su gloriosa ciudad capital de Tenochtitlan, que a su vez se alzaba en una isla situada en medio de un enorme lago rodeado por montañas majestuosas coronadas de nieve.

La mirada de Moctezuma vagó hacia esas montañas y volcanes —allí el Iztaccíhuatl y allí el Popocatépetl— con nieve en las cumbres y envueltos en humo.

Más abajo, bosques milenarios de árboles altos tapizaban las laderas, dando paso en el lecho del valle a un gigantesco centón de campos verdes de maíz. Los campos se extendían hasta el borde del gran lago, cuyas orillas embellecían los estados vasallos de Tacuba, Texcoco, Iztapalapa, Coyoacán, Azcapotzalco, Tepeyac y muchos más, y cuyas aguas azules estaban pobladas de peces, salpicadas del brillante colorido de jardines flotantes plantados de frutas y flores, surcadas por las estelas de canoas y atravesadas por imponentes calzadas elevadas.

Moctezuma dejó que su mirada siguiera las calzadas del sur, oeste y norte que daban acceso a Tenochtitlan, pasando junto a miles de casas, distritos enteros, barrios enteros edificados sobre el lago en pilotes conectados por una perfecta rejilla geométrica de canales que se entrecruzaban formando un hervidero de tráfico acuático. Los canales daban paso a calles de nobles mansiones de piedra, donde brotaban flores en cada tejado, y entre las que se intercalaban plazas de mercado y pirámides y templos e imponentes edificios públicos, bajo los cuales se discernían los contornos de la isla original donde se había construido la capital de los mexicas.

Aun más cerca, rodeada y protegida por la ciudad como el nido de un águila salvaguarda un huevo, se extendía la enorme superficie cuadrangular del recinto sagrado, definido por un enorme muro circundante, orientado hacia las direcciones de los puntos cardinales. El muro medía setecientos pasos por cada lado y estaba decorado con relieves que describían enormes serpientes de bronce verdes y azules con largos colmillos en sus fauces abiertas y crestas de plumas en las cabezas. Cuatro gigantescas puertas en el muro, en medio de los lados norte, sur, este y oeste, se abrían al pavimento de piedra caliza pulida de la gran plaza y se alineaban con las escalinatas norte, sur, este y oeste de la gran pirámide truncada. Esta medía trescientos pasos por cada lado en su base y se alzaba en cuatro niveles sucesivos, pintados respectivamente de verde, rojo, turquesa y amarillo, y se iba estrechando hasta cincuenta pasos por cada costado en la cima donde Moctezuma tomaba posesión del centro mismo del mundo.

—Ven, Cuitláhuac —dijo—. Mira qué inspiradora es la vista esta mañana.

Su hermano menor se acercó obedientemente para unirse a él en lo alto de la escalera septentrional, con el borde de su capa escarlata ondeando en torno a sus grandes pies descalzos. Moctezuma vestía de púrpura, un color reservado en exclusiva al huey tlatoani, el gran orador, gobernante del Imperio mexica. Iba calzado con sandalias doradas y su cabeza estaba adornada con la elaborada diadema del monarca, tachonada de oro y joyas y enriquecida con piedras preciosas.

Ambos eran hombres altos y demacrados, pero, al mirar a Cuitláhuac, Moctezuma pensó que era como mirarse en un espejo imperfecto de obsidiana, porque cada aspecto de su apariencia era semejante pero no del todo igual: la misma estructura ósea, la misma altura, la ceja plana, los mismos ojos castaños y acuosos, más grandes y más redondos de lo habitual entre los mexicas, los mismos pómulos, la misma nariz larga y prominente, la misma barbilla delicada y los mismos labios gruesos curvados hacia abajo en las comisuras en un gesto de desaprobación. En Moctezuma, estos rasgos eran justo como deberían ser y se combinaban para crear un aura de belleza severa y carisma divino que justificaban plenamente su poderoso nombre, que significaba «Señor Airado». Sin embargo, en el pobre Cuitláhuac todas estas facciones se presentaban ligeramente torcidas: deformadas, contrahechas y endurecidas de tal manera que no podía tener la esperanza de poseer una apariencia real o de mando, ni siquiera de estar a la altura de su nombre que significaba «Águila sobre el Agua», pero que, con la deliberada mala articulación de una sola sílaba, podía pronunciarse para que significara «Montón de Excrementos».

«Parece mucho mayor que yo», pensó Moctezuma, lo cual era gratificante, porque de hecho Cuitláhuac, a sus cuarenta y ocho años, era cinco años menor que él. Mejor aún, Cuitláhuac era leal, impasible, sin ambición, sin imaginación, predecible y sin brillo; en ese malhadado año 1-Caña, cuando peligros largo tiempo profetizados amenazaban con manifestarse, esas cualidades lo hacían inestimable. Después del propio Moctezuma y su segundo Coaxoch, que en ese momento se hallaba en una campaña en las montañas de Tlaxcala, Cuitláhuac era el tercero en la lista de los señores de la nación y era un rival potencial porque tenía sangre real. No obstante, no existía ningún riesgo de que intentara tomar el poder por sí mismo. Al contrario, Moctezuma podía estar completamente seguro del firme apoyo de su hermano a lo largo de las tribulaciones y agitaciones que el futuro le deparara.

Un temblor de aprensión le recorrió la espalda y miró supersticiosamente por encima del hombro al alto y oscuro edificio que se alzaba detrás de ellos, dominando la plataforma de la cima de la pirámide, con su fantástico tejado y sus brutales relieves de serpientes y dragones y escenas de batalla y sacrificio. Era el templo de Huitzilopochtli, el colibrí, el architemido dios de la guerra de los mexicas y deidad patrona de Moctezuma.

La guerra era una cuestión sagrada y por medio de ella, bajo la orientación de Huitzilopochtli, los mexicas habían pasado en solo dos siglos de ser una tribu de nómadas despreciados a convertirse en señores absolutos de un enorme imperio que se extendía desde el océano oriental al occidental y desde las frondosas tierras bajas del sur a los altos desiertos del norte. Después de subyugar a estados vecinos como Tacuba y Texcoco y de atarlos a Tenochtitlan en una alianza de gobierno, los ejércitos mexicas habían seguido conquistando ciudades, pueblos y culturas aún más distantes: mixtecas, huastecas, matlatzincas, cholultecas, chalcaltecas, totonacas y muchos otros. Unos tras otros, todos se habían visto obligados a convertirse en vasallos que pagaban tributos y ofrecían cada año enormes tesoros en oro, joyas, maíz, sal, chocolate, pieles de jaguar, algodón, esclavos y un millar de otros productos, entre ellos infinidad de víctimas para los sacrificios humanos que Huitzilopochtli exigía de manera implacable.

Solo quedaban unas pocas bolsas de resistencia a este avance por lo demás imparable. De estas, debido a su posición central en la alianza de gobierno, Moctezuma tenía que admitir que se sentía en cierto modo vejado por el reciente giro de los acontecimientos en Texcoco, donde había derrocado a Ishtlil, el hijo mayor del difunto rey Neza, y había situado en el trono a Cacama, el hijo menor de Neza. La maniobra había sido necesaria, porque Ishtlil había demostrado ser un librepensador que mostraba signos de rechazar su estatuto de vasallo, mientras que Cacama cumplía y podía confiarse en que haría lo que le mandaran. La sorpresa fue que el impertinente Ishtlil se había negado a aceptar el golpe y había organizado una rebelión, dejando en manos de Cacama la ciudad de Texcoco, a orillas del lago, y las provincias de los valles, pero tomando las provincias de las tierras altas de la alianza.

Era una declaración de guerra y ya se habían producido enfrentamientos sangrientos. Para castigar la afrenta a su dignidad, Moctezuma había trazado cuidadosos planes para envenenar a Ishtlil. Su muerte iba a ser espectacular y atroz, con enormes hemorragias de los principales órganos. Sin embargo, de manera inquietante —porque significaba que un poderoso espía tenía que estar trabajando en Tenochtitlan—, el príncipe rebelde había recibido una advertencia justo a tiempo. Tras el fracaso, se estaba preparando una solución militar, aunque no a tan gran escala como la que se desarrollaba en ese momento en el ferozmente independiente reino montañoso de Tlaxcala, el otro principal sector de resistencia a la expansión del poder mexica.

A diferencia de Texcoco, donde se restablecerían las relaciones normales con todas las provincias después de que Ishtlil fuera aplastado, a Moctezuma le complacía la tozudez de los tlaxcaltecas por mantener su libertad. De esa forma, él podía librar una guerra abierta con ellos siempre que lo deseaba, algo que sería imposible si se sometían al vasallaje. Su objetivo, que no había confiado a nadie salvo a Coaxoch al enviarlo a la batalla a la cabeza de un enorme ejército, era traer a cien mil víctimas tlaxcaltecas a Huitzilopochtli ese año. La misión se había co-ronado con un rápido éxito y Coaxoch ya había enviado gran cantidad de nuevos cautivos a fin de engordarlos para el sacrificio.

Se creía que Huitzilopochtli, como dios de la guerra, prefería las víctimas masculinas, y esa era la razón por la cual cuatro de los cinco corrales de engorde distribuidos en torno a los límites del recinto sagrado y visibles desde lo alto de la gran pirámide estaban reservados exclusivamente a hombres. En ese momento, solo en uno de ellos había mujeres. Ese corral estaba situado en la esquina noroeste del recinto, a la sombra del muro y junto al palacio de Axayácatl, el difunto padre de Moctezuma. El palacio real del propio Moctezuma, mucho más grande, con sus extensos jardines y su elaborado zoológico con la Casa de Panteras, la Casa de Serpientes, la Casa de las Aves de Presa y la Casa de los Monstruos Humanos, se hallaba al este de la gran pirámide.

—Esta vista verdaderamente eleva el espíritu, ¿eh, Cuitláhuac? —dijo Moctezuma.

—Sin duda, señor —replicó su hermano.

Abajo, a los pies de la escalinata norte, las cincuenta y dos víctimas de la ceremonia especial de esa mañana estaban siendo reunidas bajo las órdenes de Ahuízotl, el sumo sacerdote. Eran todos jóvenes tlaxcaltecas, los mejores especímenes, los prisioneros más capaces, más fuertes, más hermosos y más intactos que había enviado Coaxoch.

Moctezuma se lamió los labios.

—Creo —dijo— que hoy me encargaré personalmente de los sacrificios.

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Capítulo 2

2

Tenochtitlan, jueves 18 de febrero de 1519

Metidas en un bolsillo secreto de su huipil sucio, Tozi llevaba dos hojas de atl-inan enrolladas para formar delicados tubitos, plegados en ambos extremos y llenos de una pasta roja y pegajosa hecha de raíz de chalalatli. La medicina, obtenida mediante un trueque con un guardia poco escrupuloso en un rincón oscuro del corral de engorde de las mujeres, era para su amigo Cóyotl. Por eso Tozi protegía el bolsillo con una mano al avanzar entre la muchedumbre de prisioneras, plenamente consciente de la facilidad con la que los tubos podrían deshacerse si alguien chocaba con ella.

El corral de engorde de las mujeres estaba formado por dos alas, cada una de un centenar de pasos de largo y treinta pasos de profundidad, interconectadas en ángulos rectos, como un brazo doblado en torno a la esquina noroeste del recinto sagrado. Había allí solo cuatrocientas mujeres cuando llegó Tozi siete meses antes. Gracias a las recientes guerras de Moctezuma con los tlaxcaltecas, la cifra había ascendido a más de dos mil, y cada día llegaban montones de nuevas cautivas. La parte posterior de ambas alas estaba construida de piedra sólida y formaba parte del muro mayor que delimitaba el complejo sagrado en su conjunto. El techo plano, también de piedra, se sostenía en filas de enormes pilares. En su lado interno, de cara a la gran pirámide, el corral estaba abierto salvo por una fila final de columnas de piedra y resistentes barrotes de bambú de suelo a techo que llenaban los huecos entre ellas.

Tozi estaba cerca de la parte de atrás del ala norte, abriéndose paso hacia el ala occidental, donde había dejado a Cóyotl, cuando vio a un grupo de cinco jóvenes tlaxcaltecas en su camino. Se descorazonó al reconocer entre ellas a Xoco, una chica cruel, grandota y bruta. Era un par de años mayor que ella. Tozi trató de esquivarla, pero la multitud era demasiado densa y Xoco se precipitó hacia ella y la empujó con fuerza en el pecho con ambas manos. Tozi se tambaleó y habría caído de espaldas si otras dos chicas no la hubieran cogido y empujado otra vez hacia la otra chica, quien dando un grito le propinó un puñetazo en el estómago y la dejó sin aire en los pulmones. Tozi se tambaleó y cayó de rodillas, pero, incluso cuando boqueaba para tomar aire, un instinto que no logró contener hizo que llevara la mano al interior de su huipil, donde guardaba los tubos de medicamento.

Xoco reparó en el movimiento.

—¿Qué llevas ahí? —gritó, retorciendo la cara en una mueca de codicia.

Tozi palpó el contorno de los tubos. Parecían torcidos. Pensó que uno de ellos podría haberse abierto.

—Nada —dijo resollando al sacar la mano—. So... so... solo... quería saber qué me has hecho en las costillas.

—¡Mentirosa! —espetó Xoco—. ¡Estás escondiendo algo! ¡Enséñamelo!

Las otras cuatro chicas vitorearon mientras Tozi, todavía pugnando por recuperar la respiración, arqueó la espalda y soltó los nudos de su huipil, exponiendo así su pecho plano como el de un chico:

—No tengo nada que esconder —dijo jadeando—. Tú misma lo ves.

—Veo a una bruja —dijo Xoco—. Una brujita artera que me esconde algo.

El resto de la banda siseó como un cesto de serpientes.

—Bruja —dijeron también—. ¡Bruja! ¡Es una bruja!

Tozi todavía estaba de rodillas, pero en ese momento una patada en las costillas la hizo caer de costado. Alguien le pisó la cabeza y al mirar en las mentes de sus agresoras vio que no iban a parar. Iban a continuar golpeándola, pateándola y pisándola hasta matarla.

Se sintió calmada cuando decidió usar el hechizo de invisibilidad. Pero el mismo hechizo podía matarla, así que necesitaba una maniobra de distracción.

Se hizo un ovillo y, sin hacer caso de las patadas y golpes, empezó a entonar un canto monótono, con voz grave y profunda «Hum, a, hum, hum... hum, a, hum, hum... hum, hum», subiendo el tono con cada nota repetida hasta que invocó una niebla de confusión psíquica y locura.

No era una niebla que nadie pudiera ver, pero se metió en los ojos y en las mentes de sus agresoras, provocando que Xoco chillara y se volviera furiosamente contra sus propias amigas, agarrando del pelo a una, arañando a otra e interrumpiendo su ataque a Tozi el tiempo suficiente para que esta se levantara.

Ya estaba susurrando el hechizo de invisibilidad, centrando el foco en su interior, reduciendo el latido urgente de su corazón e imaginando que era transparente y libre como el aire. Con cuanta más fuerza y claridad se visualizaba de esta forma, más se sentía desaparecer, menos hostiles eran las miradas que recibía y más fácil era penetrar en la multitud.

El hechizo siempre le había hecho daño.

Siempre.

Pero nunca demasiado a menos que lo mantuviera durante más tiempo del que tardaba en contar hasta diez.

«Uno...», contó.

Se abrieron huecos y Tozi flotó entre ellos.

«Dos...»

Ya ningún obstáculo sólido podía bloquear su camino.

«Tres...»

Era como si fuera Ehécatl, dios del viento...

«Cuatro...»

El hechizo era muy seductor. Había algo maravilloso en su abrazo. Pero cuando Tozi llegó a cinco detuvo la magia, encontró una zona en sombra y lentamente volvió a recuperar la visibilidad como una niña de catorce años, mugrienta, llena de mocos e infestada de piojos que no se metía donde no la llamaban.

Miró en su bolsillo y se sintió aliviada al descubrir que los dos tubitos de chalalatli estaban todavía felizmente intactos.

Se palpó las costillas y la cara y se quedó satisfecha al comprobar que no tenía nada roto a pesar de los golpes.

Mejor aún, se dio cuenta de que el precio de la invisibilidad distaba mucho de ser tan alto como podría haber sido; de hecho no más que un dolor de cabeza, luces destellantes y líneas onduladas que estallaban de manera intermitente ante sus ojos. Sabía por experiencia que los efectos visuales pronto remitirían, pero el dolor de cabeza continuaría durante varios días, disminuyendo gradualmente en intensidad.

Hasta entonces sería demasiado peligroso volver a usar el hechizo.

Pero no tenía intención de hacerlo.

Se rio con amargura.

«¿Bruja? —pensó—. No soy una gran bruja.»

Tozi tenía el don de conjurar nieblas, sabía leer la mente y en ocasiones podía dar órdenes a animales salvajes, pero una bruja de verdad se volvería invisible durante el tiempo suficiente para escapar, y Tozi no podía hacer eso. Desde que alcanzaba a recordar, había podido pronunciar el hechizo de la invisibilidad, pero había aprendido que si se esfumaba durante más tiempo del que tardaba en contar hasta diez pagaba un precio terrible.

La última vez que se había arriesgado fue el día que se llevaron a su madre por sorpresa y la mataron a golpes delante de ella. Había sido una de esas veces en que los sacerdotes fomentaban entre las masas de Tenochtitlan un frenesí de miedo y odio contra las brujas, y su madre estaba entre las que habían nombrado. Tozi tenía siete años entonces y había desaparecido el tiempo suficiente —no más que contar hasta treinta— para escapar de la turba enfurecida y esconderse. Le había salvado la vida, pero también le había paralizado brazos y piernas durante un día y una noche, había llenado su cuerpo de un fuego virulento y había quemado algo en su cerebro de manera que sentía que le habían abierto la cabeza con un hacha desafilada, y sangraba por las orejas y la nariz.

Después de eso, arreglándoselas sola en las calles de la gran ciudad, no había tenido el valor de intentar desaparecer durante muchos años, ni siquiera hasta contar hasta cinco. Sin embargo, desde que los captores del templo la habían detenido junto con otros mendigos y la habían arrojado en el corral con el fin de engordarla para el sacrificio, había estado pensando en el problema otra vez, trabajando en ello cada día. Incluso había experimentado desapareciendo de vez en cuando, solo durante breves instantes cuando más podía ayudarla, y poco a poco había avanzado a tientas a través del intrincado camino de la magia que su madre había empezado a enseñarle en los años anteriores a su muerte. En ocasiones pensaba que estaba cerca de una solución, pero esta siempre se desvanecía como una voluta de humo en cuanto la tenía al alcance.

Entretanto, algunas prisioneras, como Xoco y su banda, habían empezado a sospechar. Simplemente no podían entender por qué Tozi nunca estaba entre las seleccionadas para el sacrificio cuando los sacerdotes venían a por víctimas, por qué, una y otra vez, eran otras a las que se llevaban y esa increíble chica harapienta la que se quedaba. Por eso sospechaban de su hechicería, y por supuesto tenían razón, pero ¿por qué querían hacerle daño?

Tozi pensaba que si la situación no hubiera sido tan trágica, la estupidez despiadada de esas chicas casi habría resultado divertida. ¿Acaso habían olvidado que justo en el exterior, en la plaza sagrada —y en ese momento era un asunto cotidiano de su ciudad capital—, los mexicas esperaban hacerles a todas, mucho, mucho daño, y de hecho matarlas? ¿Habían olvidado que todas ellas, antes o después, serían conducidas hasta lo alto de la gran pirámide y tumbadas boca arriba sobre la piedra sacrificial donde sus corazones serían arrancados con un cuchillo de obsidiana negra?

Simultáneamente con la idea, el corazón de Tozi se aceleró y también ella sintió una oleada de aprensión. Una gran parte de volverse invisible no tenía nada que ver con la magia, sino con el sentido común. No destacar. No ofender a nadie. No hacerse notar. Pero se dio cuenta de que se habían fijado en ella. A pesar de la invisibilidad, que debería haberle sacado de encima a cualquier perseguidora, una mujer que había merodeado en segundo plano durante el ataque de Xoco incluso parecía estar siguiéndola. Tenía aspecto de tener dieciocho, o quizá veinte años, y era alta y ágil, de piel brillante, labios sensuales y carnosos, ojos grandes y oscuros y cabello liso negro que le llegaba casi hasta la cintura. No parecía tlaxcalteca y era mayor que el resto de la banda de Xoco. pero Tozi no quería correr riesgos. Sin mirar atrás, se internó entre la multitud y corrió.

Y corrió.

Y corrió.

La otra chica no podía seguir su ritmo —decididamente no era tlaxcalteca— y Tozi logró zafarse de ella, cruzando todo el corral desde la pared posterior hasta los barrotes de bambú de la esquina de las alas norte y oeste, y se había metido allí entre centenares de mujeres que se habían reunido a mirar a través de los barrotes y del suave pavimento de la plaza hacia la empinada escalera septentrional de la gran pirámide.

Aunque ya se habían llevado a cabo los sacrificios de rutina al amanecer, Tozi percibió el familiar ambiente de anticipación ominosa en el aire y una sensación de cosquilleo en la piel. El persistente dolor de cabeza se agudizó.

Solo diez días antes, el año 13-Tochtli (13-Conejo) había llegado a su fin y había empezado el año 1-Ácatl (1-Caña), ocupando su turno de nuevo por primera vez en cincuenta y dos años, como era el caso con cada uno de los cincuenta y dos años con nombre que bailaban en el círculo del calendario. No obstante, había algo especial en 1-Caña, algo terrorífico para los devotos del dios de la guerra Huitzilopochtli y sobre todo para los gobernantes mexicas. Como todos sabían, los años 1-Caña estaban inextricablemente ligados a Quetzalcóatl, dios de la paz y gran antagonista de Huitzilopochtli. De hecho, desde hacía tiempo se había profetizado que cuando Quetzalcóatl regresara lo haría en un año 1-Caña.

En náhuatl, la lengua que hablaban los mexicas, el nombre Quetzalcóatl significaba «Serpiente Emplumada». Tradiciones antiguas sostenían que había sido el primer dios-rey de las tierras en ese momento gobernadas por los mexicas. Nacido en un año 1-Caña, había sido un dios de bondad del que se decía que se había tapado los oídos con los dedos cuando le hablaron de guerra. Las tradiciones lo describían como alto, de piel fina, tez rubicunda y generosa barba. Las tradiciones también contaban que los dioses de la violencia, Huitzilopochtli y Tezcatlipoca, cuyo nombre significaba «Espejo Negro Humeante», conspiraron contra Quetzalcóatl y lograron sacarlo de México; y que lo habían obligado a huir por el océano oriental en una balsa de serpientes. Eso también había ocurrido en un año 1-Caña. Antes de zarpar desde la costa de Yucatán, Quetzalcóatl había profetizado que regresaría en el futuro, muchos años después, de nuevo en un año 1-Caña. Cuando llegara ese momento, dijo, volvería a cruzar el océano oriental, «en un barco que se movería por sí solo sin remos», y aparecería con gran poder para acabar con los cultos de Huitzilopochtli y Tezcatlipoca. Todos los que siguieran a estos dioses serían condenados a Mictlán, el reino en sombras de los muertos, un rey malvado sería derrocado y empezaría una nueva era en la que los dioses aceptarían otra vez los sacrificios de frutas y flores y cesaría su clamor por sangre humana.

Durante los diez días transcurridos desde el inicio del año 1-Caña, se habían extendido los rumores de que se planeaba un nuevo ciclo de sacrificios, un festival de sangre espectacular para apaciguar y fortalecer a Huitzilopochtli contra el posible retorno de Quetzalcóatl. Tozi, adivinando que la conmoción junto a la pirámide tenía que estar relacionada con eso, decidió que Cóyotl tendría que esperar un poco más mientras ella se enteraba. Avanzó lentamente entre la multitud, sin apartar la mano del bolsillo donde estaban los tubos de medicamentos, hasta que tuvo la cara incrustada contra los barrotes.

Como de costumbre, la pirámide la impresionó con la fuerza de un bofetón en la cara. Alzándose en medio de la plaza, brillando venenosamente al sol, con sus cuatro niveles pintados respectivamente de verde, rojo, turquesa y amarillo. En la cima de la plataforma se alzaba el templo de Huitzilopochtli, alto, estrecho y oscuro como si devorara la luz que brillaba sobre él.

Tozi ahogó un grito cuando vio que el propio Moctezuma, vestido con sus mejores galas, estaba entre los sacerdotes de túnicas negras que se apiñaban en torno al altar, delante del templo. Menos sorprendente era la presencia de cincuenta, los contó —no, ¡cincuenta y dos!—, delgados y hermosos jóvenes tlaxcaltecas, embadurnados con pintura blanca, vestidos con prendas de papel, que iban subiendo con pasos pesados por las empinadas gradas de la escalinata septentrional.

Tozi había visto muchas muertes en los últimos siete meses, infligidas de diversas formas ingeniosas y horribles. A pesar de todos sus esfuerzos para permanecer con vida, constantemente temía que podría ser elegida por los sacerdotes y asesinada en cualquier momento. Aun así, no podía desembarazarse del dolor que sentía al ver a otros subiendo por la pirámide para morir y ahogó un grito cuando el primer hombre llegó a lo alto de los escalones.

Enseguida empezó a sonar un tambor.

Cuatro sacerdotes fornidos tumbaron a la víctima boca arriba sobre la piedra sacrificial y se posicionaron para sujetarle brazos y piernas, sosteniéndolo con fuerza, estirando su pecho. A continuación, con los movimientos entrecortados y torpes de una marioneta, Moctezuma se alzó sobre él, empuñando un largo cuchillo de obsidiana que brillaba al sol. Tozi había visto todo ello antes, pero continuó observando, como si hubiera echado raíces allí, mientras el gran orador levantaba el cuchillo, lo clavaba hasta la empuñadura en el esternón de la víctima y cortaba hacia arriba, de manera urgente pero precisa. Cuando encontró el corazón, Moctezuma lo separó vigorosamente de sus amarras, lo sacó en medio de un surtidor de sangre y lo colocó, todavía latiendo, en el brasero situado delante del templo de Huitzilopochtli. Hubo un gran silbido y chisporroteo y un estallido de vapor y humo se elevó en lo alto de la pirámide. A continuación hicieron rodar el cuerpo de la víctima desde la piedra y Tozi oyó ruido de hachazos y desgarros cuando los habilidosos sacerdotes carniceros se abatieron sobre el cuerpo y amputaron brazos y piernas para su posterior consumo. Tozi vio que se llevaban la cabeza al templo para colocarla en el estante de calaveras. Finalmente, arrojaron el torso rodando y rebotando por los escalones de la pirámide, dejando rastros de sangre en todo el camino hasta el suelo de la plaza, donde pronto se uniría a un creciente montón formado por los restos no deseados de todos los otros jóvenes dóciles que en ese momento ascendían por la escalera septentrional.

Tozi sabía por siete meses de ser testimonio de escenas semejantes que esos torsos apilados se cargarían en carretillas después de caer la noche y se llevarían para alimentar a las fieras salvajes del zoo de Moctezuma.

Los mexicas eran monstruos, pensó. ¡Tan crueles! ¡Los odiaba! Nunca sería una víctima dócil para ellos.

Pero evadirse se estaba complicando cada vez más.

Sintió que tres golpes desgarradores le sacudían la cabeza, y un estallido de luces destellantes explotaron ante sus ojos. Apretó los dientes para contener el llanto.

No se trataba solo de que otras prisioneras hubieran empezado a reparar en ella, aunque eso ya era suficientemente peligroso. El problema real era cuidar de Cóyotl, una responsabilidad enorme que sabía que no podría cumplir en esas condiciones. La única solución era encontrar una forma de desaparecer durante más de una cuenta de diez sin sufrir consecuencias físicas masivas. Entonces podrían salir los dos de allí.

Tozi retrocedió y apartó los ojos de la pirámide, distraída por un momento por la forma en que el sol matinal se proyectaba a través de los barrotes de bambú de la prisión, creando rayas de sombras profundas y franjas de luz intensa y brillante, llenas de motas de polvo arremolinadas. De repente, le pareció ver otra vez a la mujer alta y hermosa, deslizándose a través de la calima como un fantasma. Tozi pestañeó y la mujer ya no estaba.

«¿Quién eres? —pensó Tozi—. ¿Eres una bruja como yo?» Notó la tierra fría y comprimida del suelo bajo sus pies y sintió el calor y los olores de las prisioneras que la rodeaban. Entonces, como un espíritu maligno, una brisa que olía a sangre se elevó desde el sureste y los gritos de la siguiente víctima de Moctezuma llenaron el aire.

Normalmente, el sumo sacerdote empuñaba el cuchillo de obsidiana y Moctezuma no participaba salvo en las ocasiones más importantes para el Estado. Por lo tanto, solo algo muy significativo podía explicar su presencia allí esa mañana.

Con un estremecimiento, Tozi dio la espalda a la pirámide y se movió con habilidad entre la multitud, sin molestar a nadie, hasta el lugar donde había dejado a Cóyotl.

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Capítulo 3

3

Santiago de Cuba, jueves 18 de febrero de 1519

Pepillo se encontraba a medio camino del mayor de los dos muelles que se adentraban en el océano desde el puerto de Santiago. Estaba anonadado y confundido por el bullicio y el ruido. Carracas, carabelas y bergantines ocupaban todos los atracaderos a ambos lados del muelle, y en cada embarcación se estaban cargando provisiones con un ritmo febril, casi frenético: sacas de mandioca, cubas de vino y agua, toneles de cerdo en salmuera y pescado seco, cerdos vivos que chillaban y protestaban, caballos, cañones, tropas de hombres de aspecto adusto...

Un navegante borracho con cara de simio trató de arrebatarle una de las dos enormes bolsas de piel que acarreaba Pepillo. Este se echó atrás para esquivarlo y el marinero perdió el equilibrio y cayó a plomo sobre los adoquines.

—Mequetrefe hijo de puta —rugió—, voy a matarte por esto.

—¿Por qué? —chilló Pepillo, retrocediendo, pero sin soltar las bolsas.

Con horribles gruñidos, el marinero apoyó una rodilla en el suelo, trató de ponerse en pie y se propulsó hacia delante con los brazos extendidos. Pepillo ya estaba corriendo. Oyó pisadas que se acercaban rápidamente detrás de él seguidas de un repentino cambio de ritmo, y al volverse a mirar por encima del hombro vio que el borracho se tambaleaba, perdía el equilibrio y volvía a caer en los adoquines. Hubo abucheos, vítores y carcajadas entre la creciente multitud de curiosos y el marinero miró enfurecido a Pepillo.

Pepillo, de baja estatura, huesos pequeños y complexión delicada para sus catorce años, mantenía la esperanza de dar un estirón que lo convirtiera en un joven alto, robusto y formidable. En ese momento, pensó cuando el marinero le escupía maldiciones, sería una ocasión excelente para ganar un palmo o dos en altura y una arroba o dos de músculo sólido en peso. Se le ocurrió que tampoco vendría mal que de paso sus manos se doblaran de tamaño y cuadriplicaran su fuerza. No se opondría al vello facial y sentía que una barba le aportaría un aire de autoridad.

Con los brazos doloridos y los dedos agarrotados, Pepillo se apresuró, respirando pesadamente entre la densa multitud que se agolpaba en el muelle hasta que perdió de vista a su agresor borracho. Solo cuando estuvo seguro de que no lo perseguían se permitió dejar aquellas dos bolsas enormemente pesadas. Sonaron y resonaron como si estuvieran llenas de martillos, cuchillos y herraduras.

«Qué raro», pensó Pepillo. No era asunto suyo preguntarse por qué su nuevo señor iba a viajar con más metal que un herrero, pero por vigésima vez esa mañana tuvo que resistirse al impulso de abrir la bolsa y echar un vistazo.

Era solo uno de los misterios que habían explotado en su vida después de maitines, cuando le habían informado de que dejaría el monasterio para servir a un fraile al que no conocía, un tal padre Gaspar Muñoz, que había llegado esa noche de la misión dominica en La Española. Se había producido alguna clase de disputa con las autoridades aduaneras y después de ello el padre Muñoz había ido directamente a otro barco que aguardaba en el puerto, una carraca de cien toneladas llamada Santa María de la Concepción. Aunque Pepillo todavía no podía creerse su buena fortuna, parecía que él y el padre iban a embarcar en esa nao para llevar la fe cristiana a ciertas nuevas tierras recientemente descubiertas situadas al oeste. Pepillo tenía que presentarse a Muñoz a bordo, después de pasar por la Casa de Aduanas y recoger cuatro maletas de cuero, las pertenencias personales del buen padre que estaban allí retenidas.

Pepillo dobló los dedos y miró las maletas con odio antes de recogerlas otra vez. No había podido llevar las cuatro a la vez, así que tendría que volver a recoger dos más exactamente iguales después de dejar esas.

Mientras caminaba, examinó el muelle a través de la multitud ruidosa que se agolpaba. No soplaba brisa, y un olor empalagoso de pescado, podredumbre y excrementos se aferraba al aire húmedo y pesado de la mañana. Por encima, en el cielo azul sin nubes, las aves marinas revoloteaban y chillaban. Había marineros y soldados cargados por doquier, con sacos de provisiones, herramientas y armas. Broncas voces castellanas gritaban improperios, órdenes, instrucciones.

Pepillo llegó a una gran carraca de tres mástiles que se alzaba a su izquierda como el muro de una fortaleza. Cinco enormes caballos de batalla eran conducidos a través de una plancha destartalada a cubierta, donde un noble caballero vestido con las mejores galas y el cabello rubio largo hasta los hombros estaba dirigiendo las operaciones. Pepillo entrecerró los ojos para leer las letras desdibujadas en la placa del nombre del barco: San Sebastián. Más allá, a la derecha, casi al final del muelle, localizó otra carraca todavía más grande con foques y grúas instaladas alrededor y cuadrillas de hombres cargando provisiones. Pepillo se acercó. El barco tenía un elevado castillo de popa y el nuevo diseño del castillo de proa de suelo bajo para una mejor maniobrabilidad contra el viento. Dio otros pocos pasos y distinguió el nombre: Santa María de la Concepción.

Una plancha se inclinaba hacia la cubierta justo delante de él. Pepillo, con temor y sosteniendo con fuerza las maletas de su señor, subió a la pasarela.

—¿Quién eres? ¿Qué crees que estás haciendo aquí?

—Soy... soy...

—¡Dime qué haces aquí!

—Soy... soy...

—Eres el aliento de vómito de un perro.

Pepillo no sabía si reír u ofenderse. El chico que lo confrontaba solo tendría uno o dos años más que él, pero al menos le sacaba un palmo, era mucho más ancho de pecho y una cabeza completamente afeitada y brillante le confería un aspecto más formidable. También era negro como la brea de pies a cabeza.

Pepillo había visto a negros antes, pero todos eran esclavos. Ese no se comportaba como un esclavo y era demasiado grande para luchar con él, así que optó por una risa forzada.

—Oh, sí, claro —dijo. Simuló limpiarse lágrimas de alborozo—. Muy gracioso... —Tendió la mano—. Me llamo Pepillo... —Rio—. Pepillo Alientodeperro. —Otra risa—. ¿Y tú?

—Melchor —dijo el otro chico, sin hacer caso de la mano tendida.

—Melchor —repitió Pepillo—. Bueno, me alegro de conocerte. —Retiró la mano con torpeza—. Mira... Me has preguntado qué hago aquí y es muy sencillo. Estoy tratando de encontrar el camarote de mi señor.

Indicó las dos grandes maletas de cuero que había acarreado a bordo del Santa María de la Concepción cuando Melchor lo había parado. Las había dejado en cubierta al extremo de la pasarela, justo debajo del castillo de proa.

—Son las pertenencias de mi señor —explicó Pepillo—. Ha venido de La Española esta mañana y guardaban las maletas en la Casa de Aduanas. Tengo que llevarlas a su camarote...

—Este señor tuyo —dijo Melchor— ¿tiene nombre?

—Padre Gaspar Muñoz.

—¡Muñoz!

—Sí, Muñoz. ¿Lo conoces?

—¿Tiene piernas como palillos este Muñoz? ¿Como un cuervo? ¿Tiene un poco de barriga? ¿Y los dientes de delante? ¿Parece que haya chupado con demasiada fuerza algo que no debería chupar?

Pepillo se rio ante la cruda imagen.

—No lo sé —dijo—. Nunca lo he visto.

—¿Eh?

—Me lo han asignado esta mañana y...

—¿Asignado? ¿Asignado has dicho? Es una palabra bonita...

—Me han enviado directamente de la Casa de Aduanas a por sus maletas. Todavía hay allí otras dos que he de ir a buscar...

Una sombra distrajo a Pepillo y levantó la mirada para ver un pesado cañón de bronce atado con cuerdas que se elevaba por encima de sus cabezas. Con gritos estentóreos y mucho chirrido de poleas, un grupo de marineros maniobraron con él para introducirlo en las sombras profundas de la bodega.

—Es una de las lombardas —explicó Melchor con una nota de orgullo en la voz—. Llevamos tres en la flota. Puedes poner fin a muchas disputas con armas como esa.

—¿Esperamos muchas disputas?

—¿Estás de broma? —se burló Melchor—. ¿Después de lo que pasó el año pasado?

Pepillo decidió no ir de farol.

—¿Qué pasó el año pasado?

—¿La expedición de Córdoba?

Pepillo se encogió de hombros. No significaba nada para él.

—Hernández de Córdoba dirigió una flota de tres navíos para explorar las nuevas tierras, ver qué comercio era mejor y llevar la palabra de Cristo a los indios. Lo acompañaban ciento diez hombres. Yo era uno de ellos. —Melchor hizo una pausa—. Mataron a setenta de los nuestros. —Otra pausa—. Setenta. El propio Córdoba murió a consecuencia de sus heridas y apenas teníamos manos para navegar de regreso. Desde entonces no se ha hablado de otra cosa en Santiago. ¿Cómo puede ser que no sepas nada de eso?

—He estado viviendo en un monasterio...

—¿En serio?

—No hay muchas noticias allí.

Melchor rio. Era un risa amplia, fácil, como si de verdad le hiciera gracia.

—¿Eres monje? —preguntó al fin—. ¿O algo por el estilo?

—No soy monje —dijo Pepillo—. Los dominicos me acogieron cuando me quedé huérfano y me enseñaron a leer, a escribir y a contar...

—Ah, por eso te habrán elegido para servir al padre Muñoz.

—No entiendo...

—Es nuestro inquisidor —dijo Melchor—. Necesitará números y letras y actas para mantener la lista de toda la gente que va a quemar. —Se inclinó y puso la boca cerca de la oreja de Pepillo—. Muñoz también iba con nosotros en la expedición de Córdoba —susurró—. La gente decía que era «vigilante de Dios». Vigilante del diablo se acerca más a la verdad. Fue él quien causó todos los problemas.

Según Melchor contó la historia, Muñoz había sido tan «vigilante de Dios» durante su tiempo de inquisidor en la expedición de Córdoba que había quemado pueblos indios enteros, arrasándolos y condenando a poblaciones completas —hombres, mujeres y niños— a muertes horribles en las llamas.

—Pero ¿por qué iba a hacer eso? —preguntó Pepillo, indignado.

—Les llevamos la palabra de Cristo —dijo Melchor— y aceptaron la conversión, pero cuando nos fuimos algunos volvieron a adorar a sus antiguos dioses. —Bajó la voz—. La verdad es que no puedo culparlos. No esperaban volver a vernos, pero regresamos, y Muñoz encontró a los herejes y los quemó...

—¿No les dio una segunda oportunidad? Era gente nueva en la fe.

—Nunca. En ocasiones primero los torturaba para que nombraran a otros herejes y quemarlos también. Pero nunca le vi darle una segunda oportunidad a nadie. Quizá por eso atrajo la ira de Dios sobre nuestras cabezas...

—¿La ira de Dios?

—Miles de indios encolerizados, enfurecidos por sus crueldades, sedientos de venganza. Tuvimos que luchar para marcharnos. Los que sobrevivimos... todos odiamos a Muñoz.

Se produjo un ruido ensordecedor cuando una enorme rampa encajó en su lugar y media docena de caballos de batalla temblorosos fueron subidos a bordo y conducidos hasta improvisados establos situados a popa. Los animales relincharon y resoplaron. Uno de ellos depositó una enorme bosta. Las herraduras resonaron en cubierta.

—¿Has estado en el mar antes? —preguntó Melchor.

Pepillo dijo que había navegado con la misión de los dominicos desde España a La Española cuando tenía seis años y otra vez en un trayecto mucho más corto desde La Española a Cuba a los nueve.

—¿Y desde entonces?

Pepillo explicó a Melchor que había vivido en Cuba durante los últimos cinco años, la mayor parte del tiempo en Santiago, ayudando al viejo Rodríguez en la biblioteca del monasterio, asistiendo al hermano Pedro con las cuentas, haciendo recados para Borges el intendente y llevando a cabo trabajos ocasionales para cualquiera que los solicitara.

—Suena aburrido —le instó Melchor.

Pepillo recordó lo mucho que había ansiado una libertad de la monótona rutina de su vida y cómo había soñado con zarpar en un barco y navegar a tierras lejanas. En ese momento, de manera inesperada, parecía que sus sueños estaban a punto de hacerse realidad y era todo gracias a ese nuevo y todavía desconocido señor, el cada vez más misterioso padre Gaspar Muñoz. Melchor podía tener razón en que era un mal nacido, pero por el momento Pepillo solo se sentía alborozado de estar a bordo de esa gran nao vibrante, de sentir sus maderos moviéndose bajo sus pies, de oír los gritos de los marinos en las jarcias y el chirrido de los mástiles y de saber que muy pronto iba a ir a alguna parte.

A cualquier sitio que no fuera la biblioteca.

¡Hurra!

Una actividad distinta a hacer cuentas en la celda sin ventanas de don Pedro.

Hurra otra vez.

El Santa María tenía treinta metros de eslora, lo bastante grande, pensó Pepillo, para servir de buque insignia de lo que obviamente era una gran expedición. A juzgar por los otros barcos —a buen seguro al menos una decena— que a lo largo del muelle también cargaban víveres, armas y soldados, estaba en juego algo más que predicar la fe.

—Todos estos preparativos —preguntó Pepillo—. Todos estos soldados. ¿Para qué son? ¿Adónde vamos?

Melchor se rascó la cabeza.

—¿Quieres decir que de verdad no te has enterado?

—Ya te he dicho que he estado viviendo en un monasterio. No he oído nada.

Melchor se levantó y señaló recto hacia el oeste en un gesto teatral.

—Si navegas en esa dirección durante cuatro días —dijo—, llegas al continente que exploramos el año pasado con Córdoba. Es una tierra hermosa y parece no tener fin. Hay montañas y ríos navegables y grandes ciudades y campos fértiles allí, y oro y muchas cosas preciosas.

—¿Y es allí adonde vamos?

—Sí, Dios mediante... Es una tierra magnífica. Todos podemos hacernos ricos allí.

Melchor se había mostrado hostil solo unos momentos antes, pero ya parecía mucho más agradable. En ese mundo extraño de barcos y guerreros, pensó Pepillo, ¿sería mucho esperar encontrar un amigo?

—Estás pensando que puedo ser tu amigo —dijo Melchor—. No pierdas el tiempo, eso nunca va a ocurrir.

—No estoy pensando tal cosa —dijo Pepillo, sorprendido por lo indignado que logró sonar y por lo decepcionado que se sentía—. No quiero ser amigo tuyo. Eres tú el que ha empezado a hablar conmigo. —Recogió las maletas—. Solo has de decirme hacia dónde queda el camarote de mi señor.

—Te lo mostraré —dijo Melchor—, pero no has de sacarme de quicio con amistad.

—Mira, ya te he dicho que no quiero tu amistad. Tengo cosas que hacer. Estoy seguro de que tú también... —Pepillo hizo una pausa, dándose cuenta de que no había preguntado—. ¿Cuál es tu trabajo, por cierto?

El pecho de Melchor se hinchó visiblemente.

—Soy sirviente del caudillo —dijo.

—¿El caudillo?

—El mismísimo Cortés.

Cortés... Cortés... Otro nombre que aparentemente Pepillo tenía que conocer.

—Me compró después de la expedición de Córdoba —continuó Melchor—, y luego me concedió la libertad.

—¿Y te has quedado con él? ¿Incluso después de que te diera la libertad?

—¿Por qué no? Es un gran hombre.

Melchor había conducido a Pepillo a la popa del barco y en ese momento señaló dos puertas idénticas situadas en la parte de atrás de la cubierta de navegación, bajo el castillo de popa.

—El resto de nosotros dormimos en la cubierta principal —dijo—, pero esos son los camarotes de tu señor y el mío. Antes era un gran camarote con dos puertas, pero mi señor lo dividió en dos para acomodar a tu señor. —Melchor miró furtivamente a su alrededor—. Muñoz todavía no ha subido a bordo. —Olisqueó—. Supongo que no trama nada bueno en la ciudad.

—¿No ha subido a bordo? Se supone que tendría que estar aquí desde antes del alba...

—No es mi problema. Como he dicho no tramará nada bueno en la ciudad.

—Eso suena siniestro... y un poco misterioso.

—Es un hombre siniestro, tu señor... —Melchor se acercó a Pepillo y bajó la voz a un susurro—. Hay algo que has de saber de él...

Pero Pepillo se había acordado de repente del segundo par de maletas.

—Cuéntamelo después —lo interrumpió—. He de volver a la Casa de Aduanas ahora mismo. —Dejó las maletas que acarreaba—. ¿Las pondrás en el camarote de mi señor? Te lo ruego. No tengo nadie más a quien pedírselo.

Melchor asintió.

—Meteré las maletas —dijo—, y este es mi consejo. Lo que necesites hacer en la Casa de Aduanas hazlo deprisa. Cortés está nervioso. —Bajó la voz todavía más—. Han subido a bordo muchas provisiones esta noche. Creo que está a punto de jugársela a Velázquez.

¡Velázquez! Vaya, un nombre que Pepillo sí conocía. Diego de Velázquez, el conquistador y gobernador de Cuba, el hombre más poderoso de la isla cuya palabra era ley.

—¿El gobernador? —preguntó, dándose cuenta de lo estúpido que sonaba incluso al decirlo—. ¿Participa en esto?

—Por supuesto que participa. Él es quien ha puesto a Cortés al mando de la expedición. Ha pagado tres de los barcos de su propio bolsillo...

—Entonces ¿por qué Cortés quiere jugársela...?

Una vez más, Melchor miró a hurtadillas a su alrededor.

—Se rumorea —susurró— que Velázquez se está poniendo celoso. Imagina todo el oro que Cortés ganará en la nuevas tierras y lo quiere para él. Hay quienes dicen que relevará a Cortés del mando y pondrá a otro más fácil de controlar.

—Entonces ¿no puede controlar a Cortés?

—¡Nunca! Cortés siempre ha sido dueño de sí mismo.

—Entonces ¿por qué lo nombró?

—Hubo mala sangre entre ellos en el pasado. Algo sobre que Cortés dejó embarazada a la sobrina del gobernador y luego se negó a casarse con ella. Todo ocurrió hace un par de años y no conozco los detalles, pero quizá Velázquez lamentaba la forma en que trató a Cortés entonces. Lo metió ocho meses en prisión, amenazó con condenarlo a muerte y solo lo perdonó cuando accedió a casarse con la chica... A lo mejor le dio la expedición para contentarlo después de todo eso...

Pepillo silbó.

—¿Y ahora quiere quitársela otra vez?

—Y eso Cortés no lo aceptaría. Diría que es un hombre que navegaría con la flota antes de que esté bien estibada. Es muy legalista, pero si no recibe la orden de remplazarlo del mando no romperá ninguna regla.

Pepillo sintió un nudo en el estómago.

Era un nuevo temor.

Temía el mundo desconocido del barco, pero de repente temía más todavía un regreso forzado a la familiar prisión del monasterio.

Se dijo a sí mismo que su temor era ridículo, que ese caudillo llamado Cortés estaba todavía cargando su flota y no era posible que zarpara en al menos otros tres días. Al fin y al cabo, Muñoz no estaba a bordo, y seguramente la flota no zarparía sin su inquisidor. Aun así, Pepillo no podía desembarazarse de una sensación de terror acechante. Dando gracias a Melchor con un grito, bajó por la pasarela de popa al muelle, viró para esquivar a un aguador, se agachó para eludir un carro de carnicero, estiró las piernas y echó a correr.

Todavía estaba acechado por el caos y la confusión de los muelles y el puerto, pero suponía que no sería difícil encontrar su camino de regreso a la Casa de Aduanas. Lo único que tenía que hacer era trazar en sentido contrario la ruta que había tomado esa mañana.

El San Sebastián se encontraba ahora a su derecha y cuando Pepillo se acercó a la gran carraca vio un heraldo a caballo en el muelle, esperando al pie de la plancha. El heraldo iba vestido de escarlata con la librea dorada del gobernador y su espléndido caballo negro llevaba una albarda con el mismo motivo.

Pepillo siguió corriendo, moviendo brazos y piernas, porque no quería que nada lo frenara. Sin embargo, cuando estaba a veinte pasos del heraldo, oyó un sonido como de cañón y se volvió para ver a otro jinete en un caballo aún mayor que bajaba al trote por la pasarela de la cubierta del San Sebastián. El caballo era blanco, como una visión de leyenda, y Pepillo reconoció el cabello rubio ondeante y la ropa fina del noble señor que había visto antes. Entonces el caballo del heraldo se desbocó y ambos hombres pasaron a su lado a pleno galope, uno al lado del otro, agitando el suelo bajo los cascos de hierro y llenando sus oídos de un ruido atronador.

Pepillo sintió que por un momento le flaqueaban las piernas —los monstruosos caballos habían parecido a punto de arrollarlo—, pero siguió corriendo hacia la Casa de Aduanas, decidido a sacar las maletas de su señor y volver al Santa María en el menor tiempo posible.

Percibía algo en el aire, como un arco tensado hasta el punto de romperse, como una tormenta a punto de estallar.

Melchor tenía razón.

La flota estaba a punto de zarpar.

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Capítulo 4

4

Tenochtitlan, jueves 18 de febrero de 1519

Moctezuma dejó el cuchillo de obsidiana, se limpió la sangre de los ojos y evaluó las víctimas que quedaban en la escalera septentrional.

No se había descontado. Había matado a cuarenta y uno y quedaban once.

¡Solo once!

Y el dios no mostraba ningún signo de aparecérsele, nada distinto a cualquier otro momento de los últimos cinco años.

Claramente, había sido un error empezar con solo cincuenta y dos víctimas, incluso si eran la flor y nata del botín de guerra con los tlaxcaltecas. Los sacerdotes habían asegurado que Huitzilopochtli estaría complacido con semejante cifra, que simbolizaba un ciclo completo de años en el calendario circular. Pero, si eso fuera cierto, ¿no habría estado más complacido con quinientos veinte?

Una idea estaba empezando a cobrar forma. Quizás el dios se había aburrido de las víctimas varones. Quizá las mujeres provocarían su aparición.

Quinientas veinte mujeres jóvenes y fértiles.

Moctezuma se desembarazó de sus ropajes empapados en sangre, los dejó caer pesadamente en el suelo, se alejó desnudo salvo por un taparrabos y empuñó otra vez el cuchillo.

La siguiente víctima ya había sido colocada sobre la piedra sacrificial, donde yacía boqueando de miedo, temblando de pies a cabeza, con los ojos en blanco. Semejante conducta no era apropiada para un guerrero y a Moctezuma le complació castrar al hombre antes de abrirlo desde la ingle al esternón, arrastrando algunos pliegues de sus intestinos, perforando su estómago, buscando el bazo entre las vísceras para, finalmente, en medio de un crescendo de gritos, arrancarle el corazón. Brotó un gran chorro de sangre caliente que luego cayó como lluvia de tormenta cuando ya se arrojaba cadáver.

Moctezuma se había fijado en que algunas víctimas parecían tener más sangre que otras. ¿Por qué ocurría eso?

Mató a otro hombre. Y a otro. Coágulos pegajosos se aferraban entre sus dedos, donde asía el cuchillo. Tenía sangre en los ojos, en la boca, obstruyéndole la nariz.

Descansó un momento mientras los ayudantes preparaban a la siguiente víctima y llamó a Ahuízotl, el sumo sacerdote, cuyos ojos ictéricos y prominentes, piel llena de manchas, grandes orificios nasales, dientes torcidos y rasgos de mono libidinoso recordaban los de la especie de monstruo acuático manipulativo y feroz que le daba nombre. Era su hombre, comprado y pagado. Caminó hacia delante en sus ropajes negros y manchados de sangre.

—No me has dado un buen consejo —le dijo Moctezuma.

Su voz era suave, pero había un aspecto deliberado de amenaza implícita, y Ahuízotl puso cara de preocupación.

«¿Por qué no...? —pensó Moctezuma—. ¿Por qué no? Podría ordenar que te estrangularan mientras duermes.»

Ahuízotl mantuvo la mirada baja.

—Me disculpo humildemente, excelencia, si te he fallado de alguna manera. Mi vida está a tu disposición.

—Tu vida siempre está a mi disposición...

Ahuízotl empezó a desnudar su pecho, pero Moctezuma estiró una mano ensangrentada para detenerlo:

—Ahórrame los aspavientos. No quiero tu corazón. Todavía no, al menos. —Levantó la mirada al sol que estaba alto en el cielo, cerca del mediodía—. El dios no se me aparece —dijo—, porque no hemos ofrecido un grupo de víctimas adecuado. Espero que pongas remedio a esta situación, Ahuízotl. Vuelve en dos horas con quinientas veinte mujeres jóvenes para que las mate.

—¡Quinientas veinte! —El rostro acongojado de Ahuízotl registró asombro—. ¿En dos horas? Imposible.

La voz de Moctezuma se hizo todavía más suave.

—¿Por qué siempre tienes el instinto de decir que no, Ahuízotl? —preguntó—. Aprende a decir que sí, si quieres que la luz de mi presencia brille en ti.

—Sí, excelencia.

—Muy bien. Así pues, ¿espero quinientas veinte jóvenes mujeres?

—Sí, excelencia.

—Cuanto más jóvenes mejor. No insisto en que sean vírgenes. Ya ves que no espero que hagas milagros. Pero las quiero aquí en dos horas.

Testigo mudo de esta conversación, todavía tendido en la piedra sacrificial y esperando el primer corte, la siguiente víctima tembló. Sin embargo, Moctezuma se fijó con actitud aprobadora en que mantenía cierto control de sí mismo. Hacía falta valor. Levantó el puñal de obsidiana y lo clavó con todas sus fuerzas en el pecho desnudo del hombre, regocijándose en sus gritos al cortar despiadadamente hacia arriba, partiendo el esternón y exponiendo el corazón palpitante.

—Observa y da gracias cuando el gran orador de los mexicas te quita la vida —susurró Moctezuma.

Empezó a cortar otra vez, ocupado, con la nariz metida en la cavidad abierta del pecho del joven, trabajando en primer plano con el cuchillo, empapado en chorros de sangre, cortando los gruesos vasos sanguíneos que rodeaban el corazón latiente hasta que todo el órgano, vibrando y goteando, quedó suelto en sus manos. Moctezuma lanzó el corazón al brasero, donde chisporroteó y humeó.

Los sacerdotes empujaron el cadáver y, cuando todavía lo estaban descuartizando, ya estaban arrastrando a otra víctima a la piedra sacrificial.

Con el rabillo del ojo, Moctezuma vio a Ahuízotl dejando la cima de la pirámide con tres hombres de negras vestimentas, miembros de su séquito, sin duda para hacer una redada de las mujeres que él había exigido para el sacrificio.

—Espera —dijo tras ellos.

Ahuízotl se volvió a mirar.

—Antes de que me traigáis a las mujeres —dijo Moctezuma—, me traerás la carne de los dioses.

En ocasiones, una o dos horas antes de ser sacrificadas, a las víctimas especialmente favorecidas se las alimentaba con unos hongos llamados teonanácatl, la carne de los dioses, que desataba visiones aterradoras de deidades y demonios.

Mas rara vez, el sacrificante mismo compartía los hongos.

Moctezuma, después de haber matado al último de los cincuenta y dos jóvenes, recibió a un mensajero enviado por Ahuízotl que había subido a la pirámide para llevarle una bolsa de lino que contenía siete hongos gruesos y de la longitud de un dedo. Su piel de color gris plata como el vientre de un pez daba paso a sombras de azul y morado en torno a los tallos. Exudaban un tenue aroma amargo y leñoso.

Moctezuma sabía que siete grandes teonanácatl constituían una dosis importante, probablemente aterradora, pero estaba preparado para ingerirlos y propiciar así un encuentro con Huitzilopochtli, dios de la guerra de los mexicas, cuyo representante en la Tierra era él. En los primeros días de su reinado, el dios había acudido a él con frecuencia como una voz incorpórea que hablaba en el interior de su cabeza, presente en cada sacrificio, dando sus órdenes, guiándolo en cada decisión que tomaba, pero con el paso de los años la voz se hizo más tenue y más distante y durante el último lustro, mientras lentamente se acercaba el malhadado año 1-Caña, no lo había oído en absoluto.

Los sacerdotes todavía revoloteaban en torno a él, pero Moctezuma les ordenó salir, diciéndoles que necesitaba dos horas de paz absoluta antes de que empezara la siguiente tanda de sacrificios.

Observó mientras los sacerdotes bajaban los escalones en fila. Cuando se hizo un silencio completo, Moctezuma se despojó de su taparrabos empapado y avanzó desnudo hacia las sombras del templo de Huitzilopochtli, sin soltar la bolsa de hongos.

El templo, que estaba construido sobre la pirámide truncada, era un alto edificio de piedra. Sus dos aposentos principales estaban tenuemente iluminados por las llamas parpadeantes de antorchas encendidas.

Moctezuma se metió un hongo en la boca y empezó a masticar. Sabía a muerte, a descomposición. Añadió dos más y entró en la primera cámara.

Alineadas a ambos lados de la pared, ensartadas de oreja a oreja en largas pértigas horizontales, ocupando su lugar entre otros trofeos más antiguos, se hallaban las cabezas goteantes de los cincuenta y dos hombres cuyo sacrificio le había ocupado la mañana. Recordaba algunas de sus caras: los ojos saliéndose de sus órbitas, las bocas congeladas al soltar su último grito.

Confrontó a una de las cabezas, se acercó a ella, miró sus ojos vacíos, limpió la sangre de los pómulos altos y labios finos.

Le hacía sentirse extraño encontrarse con los que hacía tan poco estaban vivos.

Siguió adelante, a la segunda cámara.

Allí, curiosamente perfilado por la luz y las sombras que proyectaban las antorchas parpadeantes y las ventanas altas y estrechas, con una enorme serpiente hecha de perlas y piedras preciosas ceñida en torno a la cintura, estaba el ídolo inmenso y rechoncho de Huitzilopochtli. Estaba tallado en granito sólido. Los ojos, colmillos, dientes, garras, plumas y escalas destellaban con el brillo del jade, cuerno pulido y obsidiana y el más precioso oro y joyas. Llevaba un arco dorado aferrado en el puño derecho, un haz de flechas doradas en la mano izquierda y un collar de corazones, manos y calaveras humanas colgado en torno al cuello. La boca del ídolo, abierta en un gruñido, se veía manchada de sangre y trozos de carne donde los sacerdotes habían introducido los corazones medio cocinados de las víctimas hasta el hediondo receptáculo inferior.

Moctezuma se sentó con las piernas cruzadas en el suelo delante del gran ídolo y lenta y metódicamente ingirió el resto de los hongos.

Durante un buen rato no ocurrió nada. Por fin, la voz incorpórea que creía que lo había abandonado regresó al interior de su cabeza:

—¿Me traes corazones? —preguntó la voz.

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Capítulo 5

5

Tenochtitlan, jueves 18 de febrero de 1519

—Esta medicina es amarga —se quejó Cóyotl—. ¿Por qué he de acabarla?

—Porque te digo que te la acabes —dijo Tozi—. Me ha costado mucho conseguirla. Te quitará el dolor.

—¿Cuánto te ha costado, Tozi? —El niño, que debería haber nacido mercader, siempre se mostraba inquisitivo en todo lo relacionado con el regateo y el intercambio.

—Mucho, Cóyotl. —«Mucho más de lo que podrías imaginar»—. Págame acabándotela.

—Pero me da asco, Tozi. Sabe a... ag, ¡a mierda de pájaro!

—¿Es que eres experto en el sabor de la mierda de pájaro?

Cóyotl se rio.

—Sabe como esta medicina que me estás obligando a tomar.

A pesar de sus protestas, Cóyotl ya se había tragado casi toda la primera dosis de la pasta roja de olor repugnante. Estaba estirado muy cómodamente en el suelo, con la cabeza en el regazo de Tozi, y a regañadientes se tomó el resto del medicamento.

Cóyotl tenía seis años. Se encontraba en el corral de las mujeres, y no entre los hombres, porque sus padres le habían cortado los genitales en su infancia, dejando solo una hendidura. Ese acto había sido una ofrenda a Tezcatlipoca, «Espejo de Humo», señor de lo cercano y de lo próximo. Y hacía cuatro días, esos mismos padres cariñosos habían dedicado el resto de su hijo al dios de la guerra Huitzilopochtli, cuyo templo se alzaba en la cima de la gran pirámide, y por ello lo habían entregado al corral de engorde para que esperara el sacrificio. Las otras mujeres del corral lo rechazaban, como hacían con todos los bichos raros, pero Tozi lo tomó a su cargo y se hicieron amigos.

—Ahora tienes que dormir —dijo—. Dale a la medicina oportunidad para que haga efecto.

—¡Dormir! —exclamó Cóyotl en tono agudo e indignado—. No lo creo. —Pero sus ojos ya se estaban cerrando.

Tozi estaba sentada con las piernas cruzadas. Parpadeó, se frotó las sienes doloridas y bostezó. Se sentía mareada, casi un poco enferma. Aunque solo la había mantenido durante el tiempo de contar hasta cinco, su breve pero intensa desaparición la había agotado más de lo que pensaba. Le cayó la cabeza hacia delante, vencida por el agotamiento. Se durmió y soñó, como hacía con frecuencia, con su madre la bruja. En el sueño, su madre estaba todavía con ella, calmándola, enseñándole y luego, de manera extraña, susurrándole al oído: «Levántate, levántate...»

—¡Levántate!

¡No era la voz de su madre! Pasó el momento de confusión entre sueño y realidad, y Tozi, ya plenamente alerta, se encontró cara a cara con la hermosa mujer que la había acechado antes.

—Tú... —empezó a decir, pero contuvo sus palabras.

Detrás de la mujer, a menos de cincuenta pasos, cuatro de los sacerdotes de ropajes negros de Huitzilopochtli habían entrado en el corral, seguidos por guardias armados, y estaban apartando a nuevas víctimas.

Los sacerdotes, aunque momentáneamente absortos con otras prisioneras, avanzaban deprisa y recto a por ellas.

—Vas a dejar que nos maten —dijo la mujer. Habló en un susurro ronco, con la voz grave y potente, cargada de urgencia— ¿o vas a hacernos desaparecer?

Tozi se estremeció al sentir un dolor en la cabeza.

—¿Hacernos? —dijo una vez pasado el espasmo—. ¿A quién?

—A ti, a mí y al pequeño —dijo la mujer. Miró a Cóyotl, que se estiraba y gruñía en su sueño—. Haznos desaparecer como te haces desaparecer a ti misma.

—Si pudiera hacerme desaparecer ¿crees que aún estaría en esta prisión?

—Eso es asunto tuyo —dijo la mujer—. Pero he visto lo que ha pasado esta mañana. He visto cómo te evaporabas y luego habías desaparecido.

La mujer estaba agachada a su lado, con el pelo negro lacio tapándole en parte la cara. Su cuerpo emanaba un cálido e intenso olor a almizcle y, por segunda vez ese día, Tozi sintió una peligrosa conexión, como si la conociera de toda la vida. Sin hacer movimientos repentinos que pudieran atraer una atención indeseada, miró a su alrededor, evaluando su situación, captando automáticamente la febril agitación de la multitud, explorando para ver si había algo que pudiera usar.

Fuera lo que fuese, no podía ser otra desaparición. Se maldijo a sí misma por haber empleado antes el hechizo de invisibilidad, cuando no se trataba de una cuestión de vida o muerte. Pero con ese espantoso dolor de cabeza, Tozi sabía que tenía que pasar al menos un día, quizá dos, antes de arriesgarse otra vez.

El corral estaba masivamente sobrepoblado y la llegada repentina de los sacerdotes a esa hora inesperada había desatado una tormenta mental de miedo. La mayoría de las prisioneras sabían que no tenían que echar a correr —pues esa era la forma más rápida de ser seleccionadas para el sacrificio—, pero había un movimiento general de encogerse y retroceder, como ante la aproximación de un animal salvaje.

Tozi reconoció al sumo sacerdote Ahuízotl en cabeza, un hombre entrado en años de mirada perversa y labios finos, con manchas en la piel. Sus ropas negras y gruesas, cabello gris hasta los hombros pegoteado con coágulos de sangre y su rostro duro como una losa formaban en conjunto una expresión de rabia atronadora. Flanqueado por tres ayudantes, también copiosamente manchados y salpicados de sangre, Ahuízotl se abrió camino a través de la superficie atestada del corral, seleccionando mujeres —todas jóvenes— a las que señalaba con movimientos furiosos de su lanza. Guardias armados reducían al momento a las víctimas que protestaban y gritaban aterrorizadas, y las sacaban del corral.

—Solo puedo ocultar a dos de nosotros —dijo Tozi abruptamente sin que nadie se lo preguntara—, pero no puedo ocultar a tres. Así que eres tú o el niño.

La mujer se apartó el cabello y un rayo de luz solar que penetró profundamente en la prisión a través de alguna rendija en el tejado captó motas de jade y oro en sus irises y encendió sus ojos.

—Has de salvar al niño, por supuesto —dijo.

Era la respuesta adecuada.

—He mentido —susurró Tozi a la mujer—. Creo que puedo sacarnos a los tres de aquí. Voy a intentarlo.

—Pero...

—Quédate quieta. Pase lo que pase, quédate quieta. Has de estar quieta. —Tozi levantó la mirada.

Ahuízotl avanzaba hacia ellos, ya estaba a solo veinte pasos de distancia, nombrando otra víctima con cada golpe airado de su lanza. Era un hombre que había entregado incontables vidas a Huitzilopochtli, y Tozi sentía el poder de su sangre. No sería fácil desviarlo o confundirlo.

Tampoco había que subestimar a los sacerdotes más jóvenes, de mirada despierta y dedos largos y delgados. Tozi lamentó que sus espíritus eran demasiado oscuros y estaban demasiado bien protegidos.

Así que examinó grupos de prisioneras que se congregaban cerca de ella y reparó, con una sensación de auténtica gratitud, en Xoco y dos de su banda. Estaban a la izquierda, tratando como todas las demás de no atraer la atención de los sacerdotes.

Tozi empezó a cantar:

—Hum-a-hum-hum... hum-hum... hum-a-hum-hum... hum-hum.

El sonido era tan bajo que resultaba casi inaudible. Pero lo importante no era cantarlo alto o bajo. Lo que importaba era la secuencia de las notas, el tempo de su repetición y la intención de quien lo entonaba.

La intención de Tozi no era otra que salvarse a sí misma, al pobre Cóyotl y a esa mujer extraña y misteriosa. Xoco no le importaba.

—Hum-a-hum-hum... hum-hum —cantó—. Hum-a-hum-hum... hum-hum.

Siguió aumentando el tempo, como su madre le había enseñado, y sintió que la niebla emanaba de ella, invisible como el aliento, desorientando y mareando a todos los que tocaba. Las mujeres tropezaban, caían, chocaban unas con otras, se ponían agresivas y actuaban con temeridad. Los sacerdotes de Huitzilopochtli se volvieron en busca de la fuente de la conmoción. En ese momento, la niebla mental afectó a Xoco, que se levantó del suelo donde estaba agachada y cargó directamente contra Ahuízotl. El sacerdote estaba demasiado sorprendido para evitarla y cuando Xoco lo golpeó con todo su peso, Ahuízotl cayó a plomo, golpeándose la cabeza contra el suelo.

El caos hizo erupción cuando los sacerdotes lucharon para someter y reducir a Xoco. Parecía sobrenaturalmente fuerte y aullaba como un demonio. No había suficientes guardias para detener las numerosas peleas que se extendían como un incendio entre la multitud.

—Ahora salimos de aquí —dijo Tozi. Levantó en brazos a Cóyotl, todavía profundamente dormido, e hizo una seña a la mujer para que la siguiera.

El_dios_de_la_guerra-11.html

Capítulo 6

6

Reino de Tlaxcala, jueves 18 de febrero de 1519

La colina era empinada, llena de socavones y repleta de hierba muy alta. Eso era lo que había atraído a Xicotenga. Mejor todavía, había encontrado una estrecha grieta a medio camino de la pendiente y había reptado con su cuerpo delgado pero musculoso para introducirse allí justo antes de que amaneciera, ocultándose por completo para observar a los mexicas que se reunían en amplio anfiteatro natural que se extendía debajo. Había cuatro xiquipillis (regimientos), cada uno con una fuerza de ocho mil hombres, y observó que se acercaban de uno en uno a través de pasos en las colinas que los rodeaban: una enorme y temible máquina de guerra del tamaño de una ciudad congregándose lentamente a lo largo del día para llevar la muerte y el caos a Tlaxcala.

Xicotenga iba ataviado únicamente con un taparrabos y unas sandalias. Llevaba el cabello negro y grueso recogido en largas trenzas apelmazadas y en su pecho, abdomen, piernas y brazos, ahora encajonados entre el suelo y la roca de su escondite, se entrecruzaban las cicatrices de heridas de batalla recibidas en combates cuerpo a cuerpo con los mexicas. A sus treinta y tres años, ya llevaba diecisiete años de guerrero. La experiencia se mostraba en la superficie plana e imperturbable de su rostro y en la posición decidida de su boca sensual, que enmascaraba a partes iguales la fría crueldad y cálculo del que era capaz, así como la valentía, resolución y momentos de imprudente brillantez que habían propiciado su elección, solo un mes antes, como rey de la batalla de Tlaxcala. Hombre de acción directa, no había pensado en delegar en un subordinado la acción de ese día. La supervivencia de su pueblo dependía de lo que ocurriera en el siguiente día y noche y no iba a confiar esa tarea a nadie.

Observó con los ojos entrecerrados que equipos del primer xiquipilli delimitaban con cuerdas y estacas el perímetro de un gran círculo en la llanura. A continuación, se dividió el círculo en cuatro segmentos. Después, a medida que iban llegando, cada xiquipilli era dirigido a su propio segmento del círculo y los hombres enseguida montaban las tiendas, que variaban en tamaño desde las compactas para dos hombres a enormes entoldados y pabellones donde ondeaban los estandartes de los oficiales de mayor rango. Entretanto, se enviaron exploradores en brigadas pequeñas y de movimiento rápido para peinar las colinas cercanas en busca de espías y emboscadas. Cinco veces ya, hombres que batían los bosques habían pasa

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